38587.fb2 La brevedad de los d?as - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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El náufrago sin isla

Alguna vez todos nos hemos hecho preguntas ociosas: en un incendio, ¿qué objeto salvaríamos de la casa? ¿Qué tres deseos le pediríamos al hada? Si tuviésemos que cambiar de país, ¿a cuál iríamos? ¿Cómo nos gustaría morir? De tocarnos la lotería, una gran suma desde luego (puestos a desvariar, es preferible hacerlo a lo grande), ¿qué cosas haríamos?

Pero la vida no es un juego cuando se nos incendia la casa, por ejemplo, demasiado generoso será con nosotros el destino si no perecemos entre las llamas, y tal como están las cosas mejor que no nos toque la lotería: en tiempos de tribulación no hacer mudanza.

Una de esas preguntas ociosas que suelen hacerles a los escritores es qué libros se llevarían a una isla desierta.

Gerald Brenan fue uno de esos ingleses que un día, tras la primera Gran Guerra, decidió abandonar Inglaterra, cosa que muchos ingleses, a falta de guerra, tuvieron que hacer con Margaret Thatcher. Era todavía joven. Preparó concienzudamente su equipaje y sobre todo los libros que se llevaría consigo: dos mil volúmenes que hicieran de él un hombre sabio en cualquier aldea al sur de Granada, clásicos latinos y griegos, filosofía, poesía, novela…

En los diarios del peruano Julio Ramón Ribeyro se da una lista de los libros que consideraba imprescindibles para él. También se tomó esa selección muy en serio. Hizo diez apartados, para no dejar fuera de ellos ni una parcela del saber humano: poesía; novela; cuentos; teatro; ensayos y crítica; filosofía; historia; diarios, autobiografías o memorias; ciencias sociales y algo que llamó marginalia, o sea, libros raros de problemática clasificación. De todas esas materias cita cinco autores, de esos que llamamos indiscutibles. En total son cincuenta escritores, lo que a una media de cinco obras por autor, nos daría una biblioteca razonablemente pequeña y escogida, como un menú sabiamente comentado. Y sin embargo…

Repasando la lista de Ribeyro observamos que de muchos uno, que se creía razonablemente culto, no ha leído absolutamente nada (Lévi-Strauss, Gibbon, Jakobson, Braudel), de otros lo ha olvidado casi todo (Freud, Amiel, Sainte-Beuve, Heidegger, Chateaubriand, Casanova, Diderot, Michelet, Brecht), de algunos más no piensa leer una sola página (Toynbee), de otros no piensa releerla (Marx), de alguno ni siquiera conocía su nombre (E. Wilson) y de otros muchos ha olvidado incluso cómo eran (Spinoza, Whitman, Musil, Tácito), y tendría que volverlos a leer para calibrar su valor en su gusto actual.

Han terminado al fin todas las ferias, la de libros viejos y la de libros nuevos. Son miles de libros los que uno no ha leído y muchos miles más los que jamás podrá leer, de autores ya muertos o de nuestros contemporáneos. En otra época uno habría confeccionado, con ilusoria voracidad y voluptuosidad sin consecuencia, su propia lista, el preciado cargamento. Pero se va haciendo uno viejo y busca en la literatura algo que muy pocos libros pueden darnos. De éstos decía J.R.J. que no hay que leerlos, sino espiarlos. Se refería a que no vale mucho la pena perder el tiempo en hacernos culteranos, y que de la isla desierta lo que merece la pena seguramente no es lo que nosotros podamos llevar a ella, sino lo que de ella vamos a recibir, muy superior casi siempre a las palabras que con tanta tenacidad vamos juntando o soltando.

En una isla desierta un hombre lee a Tácito… Como estampa es bonita y literaria, pero poco verosímil. Lo es más esta otra, aunque poco apta para la mitomanía: en una calle vieja de cualquier lugar un hombre, desechando todo lo que no ha leído, vuelve a leer por enésima vez el pasaje de un libro amado y tiene la sensación de estar leyéndolo por primera vez, verdadero náufrago sin isla. Para saber que no se sabe nada hace falta ser muy sabios. Pero sólo los que no sufren por ello son felices.