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¿Cuántos pacíficos profesores de griego, que en sus clases comentan con amor y entusiasmo los hechos de guerra de La Ilíada, se morirían de miedo si se les hiciese testigos de una vulgar pelea de borrachos? ¿Cuántos de nosotros, sensibles a la feliz disposición de los hexámetros para relatar las violentas y sañudas pasiones de los aqueos y los troyanos, soportaríamos la visión de la sangre de nuestro vecino derramada en la escalera de su casa?
En los dramas de Shakespeare aparecen personajes vengativos y sanguinarios. Pueden ser nobles y magnánimos, pero son capaces también de atravesar con su espada a un joven en la flor de la edad sólo porque se ha cruzado en su camino.
El origen de la tragedia es ése: la inadecuación entre un sentimiento y un destino, es decir, gentes que sintiendo de una forma acaban actuando de otra muy diferente a como habrían querido. Ninguno de los héroes clásicos mataría por su propio gusto, y sin embargo las circunstancias se tejen a su alrededor para que, llegado el caso, no tengan otra salida que mancharse las manos de sangre y atribular su memoria para siempre.
Cada cierto tiempo se oyen voces que aseguran que la novela o el teatro han muerto. Sin embargo todos seguimos siendo espectadores de novelas y tragedias que transcurren ante nuestros ojos. Bastaría saber leer en ellas y encontrar el genio de un hombre que las pusiera por escrito para hallarnos ante obras inmortales.
Repasemos el caso que estos días se juzga en el Tribunal Supremo. Escena primera del acto primero: unos hombres, principales o solapados, esforzados o traidores, dialogan sobre los males de la patria. Están en el escenario las altas instancias del Estado. Todavía no discernimos quiénes son buenos o malos entre ellos. El reino, después de la felonía de Tejero y los suyos, corre el peligro de ser pisoteado por un tirano, y el fantasma de la guerra civil se aparece de nuevo cada noche en todos los rincones. Ese fantasma cada día más jactancioso, llega incluso a traspasar los límites de la noche y se pasea a cuerpo gentil a plena luz del día, custodiado por los pistoleros de ETA, que matan a su paso de manera indiscriminada hombres, mujeres, ancianos, niños. En esa reunión alguien cree que si lograran eliminar a los jayanes, el fantasma acabaría diluyéndose en el éter sombrío. Todos se muestran de acuerdo, pero sólo podrían hacerlo desde la conspiración. Sienten que las leyes democráticas les impiden defenderse enteramente de aquellos que de forma poco democrática quieren acabar con tales leyes. Se juramentan para llevar a cabo esa lucha en secreto. Creen que sus crímenes ayudarán al resto, como creímos tantos que el asesinato del sátrapa Carrero le hizo un bien a la polis.
La función continúa. Transcurren los actos segundo y tercero. Su conspiración ha sido descubierta. Por la torpeza de alguno de los protagonistas, incluso ha habido víctimas inocentes. Los conspiradores se traicionan entre sí, con tal de salvar su propio pellejo ante los jueces, después de haber saqueado algunos las arcas y llenado su bolsa de la plata iscariota. Sólo unos pocos siguen pensando en el Estado. Según las leyes de ese mismo Estado son culpables. La tragedia mayor es que nada de cuanto hicieron sirvió para nada. Pero entonces no lo sabían. Ni ellos ni nosotros. Al contrario, si el pueblo hubiera tenido voz, les habría alentado a hacerlo, como el coro de las tragedias clásicas. Las leyes que creyeron defender les van hoy a condenar. Como ocurre con las tragedias, no hay solución posible, sino la duda. Telón. Lo que nadie se explica es cómo una obra concebida para el aplauso, se lleva ahora el abucheo general, confundiendo la realidad y la ficción, el papel de los personajes en la función y en la vida y el sentido general de la obra, que era una tragedia contemporánea.