38587.fb2 La brevedad de los d?as - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

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No hablamos de una farola

Vivo en un barrio viejo de Madrid. Madrid es todo viejo, no vale mucho como ciudad. Hay en España ciudades mucho mejor hechas, mejor conservadas, más hermosas. Barcelona, Sevilla o San Sebastián, por ejemplo, como ciudades, la superan uno o varios aspectos, y no hablemos ya de Lisboa, París, Roma o Praga. Sin embargo uno, que viene de un pueblo insignificante y destrozado con crueldad y sistema, ha llegado a amar Madrid más que a nada en el mundo, por las mismas razones que Alberto Caeiro amaba, más que ningún otro, sabiendo incluso que otros le superaban en belleza y caudal, el río de su pueblo, sólo porque era el suyo, el que pasaba por su infancia, el que cruzaba su vida, el que un día le llevaría a él mismo hasta el mar, que es el morir.

Todos tenemos algo que amamos, pese a su imperfección, empezando por nuestra vida. La mayoría la sabemos insignificante o desportillada, pero la amamos porque es la nuestra y, puestos en el trance, no la cambiaríamos por ninguna, si tuviéramos que renunciar a lo que con ella hemos aprendido, padecido y gustado. No es infrecuente que alguien, cuando se habla de alguna de esas personas a las que creemos señaladas por la fortuna, diga que se cambiaría por ella, sabiéndolo imposible. Pero si estuviera en nuestra mano cambiarnos de vida y vivir la de los demás, renunciando a lo que ya tenemos, padres, recuerdos, amores o sueños propios, es muy probable que la mayoría se echara atrás.

Yo creía tener hasta ayer una esquina de este lugarón manchego. Era para mí como toda la ciudad, como un río, incluso como el mar lleno de grandes barcos. Era y es una esquina, naturalmente, de mi barrio, la de la Plaza de las Salesas, frente a la iglesia de Santa Bárbara, que tanto tiene de romana. No parece ser nada de especial, es sólo una esquina, como tantas, sólo que es la mía. A un lado se abre una pequeña plaza con unos árboles bonitos y aparentes y unos cuantos mendigos duermen sobre los bancos. De vez en cuando bajan unas mujeres medio locas, con las piernas hinchadas y de una bondad inconmensurable que les echan de comer a las palomas ante la mirada enternecida de dos o tres heroinómanos que se pinchan por allí cerca, porque aprovechan el extenuado hilo de agua de una fuente próxima.

Nunca había habido una farola en esa esquina, las había iguales un poco más allá, pero no allí, de modo que a alguien se le ha ocurrido poner otra más y ha plantado uno de esos postes de aluminio que hay en las autopistas, de diez o quince metros de altura con una cazoleta de la que sale una luz sucia y achatarrada. Habían mancillado otros lugares, otras calles, otras plazas, pero no aquella esquina, la de los periódicos, la del puesto de flores el domingo, la del aire.

Lleva uno viviendo en este barrio más de veinte años. En ese tiempo ha regresado uno a su casa a todas las horas de la noche y jamás había necesitado más luz de la que había. Pero alguien que no ha vivido aquí, alguien que no ha pasado jamás por esta calle de noche, ni sabe lo que puede significar una esquina en la vida de un hombre, ha decidido poner delante de la dormida verja de Santa Bárbara una farola y robarle toda la limpieza de su dibujo, de su pequeña historia, de su razonable y aquietado silencio.

Durante el resto de nuestras vidas cada vez que pasemos delante de ella recordaremos lo bonita que estaba esa esquina antes de que a un pobre y ocioso hombrecillo municipal se le ocurriera robarnos el pasado, el presente y el porvenir, porque no sólo estamos hablando de una farola, ni siquiera de una esquina y de una ciudad, sino de todo aquello que sin necesitarlo nos han ido poniendo, metiéndonos en el alma todas esas luces que nos van dejando a oscuras.