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Si pensamos en los veranos de nuestra infancia y de nuestra juventud, nos viene a la memoria casi siempre un conjunto de sensaciones, un clima como si dijéramos, acaso tal o cual suceso, a menudo unido sentimentalmente a nosotros, pero no la secuencia especial de ninguno de ellos. Por eso con frecuencia nos referimos a «los veranos» y no a tal o cual verano, como si hubiéramos conseguido hacer uno de todos ellos, reuniendo hechos, experiencias y aventuras de muchos en uno solo.
Estaban unidos, en primer lugar, claro, al calor, a las siestas tediosas de agosto, al frescor de las noches estrelladas, a las comidas frías, a los sabores exclusivos de ese tiempo, el sabor del azucarado melón o el de la roja sandía con sus azabaches vivos, y a ciertos olores estivales como el de las rosas silvestres o el más vanguardista de los churros fritos, en las barracas de feria en alguna de aquellas noches estrepitosas y verbeneras.
En cada uno de nosotros la palabra verano va unida también al lugar en el que pasamos la mayor parte de ellos, el mar, un apartamento de la costa, un pueblo del interior, la casa de unos abuelos, los amigos definitivamente perdidos, los primos con los que jamás volveríamos a intercambiar una sola palabra de entendimiento o de complicidad, las chicas o los chicos a quienes robamos unos besos que estuvieron a punto de hacernos enloquecer… Todo eso, desde luego va unido al recuerdo de nuestros veranos, pero van unidos los veranos mismos, sobre todo, a una abdicación: era el tiempo de nadie para hacer nada. Y no sólo porque las vacaciones metieran una tregua en los estudios, sino porque veíamos que era un tiempo en el que nada era definitivo.
De hecho nada de lo que sucede mientras veraneamos nos lo parece. De algún modo creemos que hemos vuelto a nuestra infancia, a nuestra juventud, sólo porque la inacción nos lleva hasta ellas, cuando una y otra las sabemos irremediable y fatalmente perdidas.
Leemos en el periódico noticias que hace tan sólo unas semanas nos atañían de manera directa, pero lejos del lugar a donde habitualmente las ligamos, las encontramos irreales, remotas y extrañas a nosotros, abdicadas ellas también, guerras horribles, estadísticas preocupantes, crímenes urbanos, avivados por el furioso calor, apenas nos incumben porque estamos de vacaciones.
Es muy probable que el hombre necesite de esta pequeña tregua para seguir viviendo. Una de las consignas más hermosas, quizá por lo que tiene de chaplinesca, fue aquella que hizo fortuna hace años: «Parad el mundo, que me bajo». La posibilidad de que la vida fuese como un tranvía del que podíamos descender nos parecía no sólo utópica sino imprescindible.
Dentro de un mes volveremos a la vida diaria, las guerras, la hambruna de buena parte del planeta, la intransigencia religiosa, el terrorismo, el paro, serán algo mucho más triste y firme de lo que son ahora. Habremos cesado de nuestra abdicación, pero es muy probable que para entonces, para sobrevivir al duro invierno, necesitemos de algún recuerdo preciso de esta tregua.
Ha empezado a correr el verano como todos los veranos, y tiene uno miedo de que acabe confundiéndose con los otros veranos de una manera precipitada e informe. Es ya de noche y miramos las estrellas. De algún lugar lejano nos llegan los hilos de una música que el viento mueve e hincha como a visillo. Cantan los grillos y un poco más allá baten las olas, monótonas y tranquilas, también en una tregua, igual que las palabras amistosas que se oyen cerca. Y uno, que teme que el momento pase demasiado deprisa, se aferra a él y pide a los dioses que le conserven su recuerdo al menos hasta la próxima primavera.