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Es tal vez uno de los signos irrefutables de refinamiento y sibaritismo: un amplio velo de gasa transparente cae como una cascada ingrávida sobre el lecho. Es más, las camas sobre las que se desmayan tan vaporosos tules dejan ipso facto de ser ese lugar en el que reposan los comunes mortales, para convertirse en lechos, que es el nombre que las camas adoptan cuando quienes tratan de reconciliar el sueño en ellas son césares, emperadores, mesalinas, meretrices y cortesanas de alto copete o primeras actrices de Hollywood en el rodaje de Mogambo, Las minas del rey Salomón o Memorias de África.
Desde fuera, es decir, desde este lado de la historia o desde aquellas salas de cine de nuestra infancia saturadas de ozonopino, el mosquitero iba emparejado a decadencias apoteósi cas o al turbión de unas pasiones que la levedad de su vuelo no podía ocultar.
El mosquitero hacía siempre su aparición en tierras pantanosas infectadas de mosquitos, en palacios augustos forrados de veteados mármoles, en precarias expediciones al Punjab o al corazón del Kilimanjaro en las que atemperaban el exotismo con la más estricta urbanidad y en la cual unos seres privilegiados parecían blindarse del aire irrespirable y sofocante.
Imaginaba uno la delicia de estar a salvo de todas las picaduras insidiosas del exterior, de todos esos insectos insolentados y enloquecidos por el calor tanto como por no poder franquear tales mallas sutiles y darse un gran festín. En definitiva, imaginaba uno que el mosquitero era la viva expresión del lujo y la voluptuosidad.
Las frecuentes declaraciones nacionalistas recuerdan a menudo al mosquitero. Alrededor de la nación y del concepto virtuoso que de la suya propia tienen, han desplegado la mayor parte de los nacionalistas esas batistas vaporosas, esos ingrávidos tamices, la mera ideología que les ha cambiado la cama en lecho y el país en patria. Y se han metido dentro. Ni siquiera precisan de armas de fuego para defenderla, pues no se habrá visto que ni tigres ni leones ni demás fieras feroces ataquen a los protagonistas y mucho menos que acaben con sus vidas. Pueden merodear, asustar, proyectar su larga y sinuosa sombra. Pero nada más. Al contrario, de comerse a alguien, los leones prefieren a los porteadores, que suelen ser negros, indios, extremeños, marcianos, en fin, toda esa pobre gente que no ha descubierto aún ni el nacionalismo ni la suerte de ser vasco en una película dirigida por Arzallus. Por eso se diría que los principales aliados de los protagonistas suelen ser las fieras asesinas. Así que el mosquitero, el nacionalismo para entendernos, no les protege más que de los mosquitos.
Sin embargo no han contado con la eventualidad, no tan infrecuente, de que los mosquitos logren burlarse de todo y colarse en un descuido. En ese caso todo lo que tenían de privilegio para los bellos durmientes se les acaba convirtiendo a éstos en un infierno, pues los mosquitos no pueden hacer entonces otra cosa que picar a mansalva y placer, ya que el mosquitero, privados de libertad, no les deja otra salida que ese destajo.
Los nacionalistas, sin embargo, o al menos los más cerriles, como ocurría en las películas con esos obstinados nerones, tienen respuesta para todo y tratarán de convencer, sobre todo a los que están dentro, de que los mosquitos, al menos esos, son de los suyos y no les picarán jamás, en cuanto comprueban que tienen el Rh de su sangre negativo, o sea, mosquitos de trompetilla negra.
Es probable que no sea tan sofisticado, pero cuánto mejores aquellas noches nuestras al raso, sin nada, contemplando las estrellas desprovistos de gasas, reyes de nosotros mismos junto a uno de esos ríos, que van libres de patrias, pues pasan por muchas sin quedarse en ninguna.