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Elogio de los gregarios

No creo que haya nadie que pueda trazar una línea estricta que deje a un lado lo que ha de considerarse dopaje y lo que no. Esa falta de nitidez ha dado origen a un perverso cinismo, a una irreductible hipocresía.

Se ha dicho que el deporte era un reflejo de la vida, y en cierto modo lo es, porque en el deporte como en la vida lo importante, como saben hasta los niños, no es participar sino ganar. Sin embargo unas leyes, que sólo han podido dictar la hipocresía y el cinismo, tratarán de dividir el mundo en dos partes: en una, todos los que teóricamente juegan limpio, en otra los que juegan sucio. A un lado, los justos, al otro, los pecadores, conceptos tan ambiguos.

Imagínense lo que sería una historia de la literatura en la que se estudiaran y leyeran por separado a los escritores. Por una parte todos aquellos que han escrito sus obras en un estado por llamarlo de alguna manera natural, fiados de su talento, y en el mejor de los casos de la inspiración. Y por otra, los que las han escrito bajo los efectos del opio, del hachís, del alcohol, de la morfina o de cualquier otra droga o estimulante, e imagínense un alto tribunal que decidiera descalificar éstas y expulsarlas para siempre de las librerías, por tramposas y ventajistas.

¿Qué pensaríamos si a la salida de un examen se hiciera orinar a los opositores en un tubito, con el fin de detectar a todos aquellos que, para alcanzar la plaza, se hubiesen apoyado en las anfetaminas o en cualquiera de esos productos que favorecen, al menos momentáneamente, los reflejos intelectuales? Es posible que debiéramos volver al deporte tal y como lo entendían los griegos o los señores del medievo, o todos aquellos que han visto en él, como veían en la misma vida, algo que valía la pena si estaba regulado por algunas, pocas e inviolables, leyes de la caballerosidad, cuya infracción acarreaba al infractor algo mucho peor que la muerte: el descrédito y la deshora, quienes a su vez traían emparejado el olvido, enemigo principal del legítimo y eterno laurel que corona al vencedor.

Va a ser difícil volver a aquellos tiempos en que tales leyes de la caballerosidad regían el deporte, porque hace ya muchos años, desde que hay tanto dinero en juego, que el deporte se diría que es un placer para todo el mundo, menos para quienes han hecho de él una profesión, centro y no complemento, como fue siempre.

No vale la pena, sin embargo, hablar de esas cuestiones ahora, sino de aquellos hombres en quienes se ha cebado la duda y la deshonra, tan injustas. Es un deporte el del ciclismo que no he entendido jamás, como todos aquellos en los que la fuerza física es un factor más determinante que la inteligencia. Ni siquiera moldea los cuerpos de acuerdo a los cánones clásicos. Al contrario. Subidos en las bicicletas sorprendemos a menudo hombrecillos un poco desdichados y defor mes, vestidos de una manera ignominiosa, medio gibosos y con las piernas estevadas y ¡depiladas! Y sin embargo, es tal vez el único de los deportes en el que todavía encontraremos a muchos, los célebres gregarios, que saben que no ganarán jamás, para quienes no sólo lo más importante, sino lo único, es participar, lo que bastaría para justificar todas las drogas. Es cierto que su figura es todo lo contrario del superhombre nitzscheano. Pero en todo gregario hallaremos lo más noble y aristocrático que hay en el hombre: reconocer, aceptar y ayudar al que es superior, sin renunciar por eso a la libertad de ser un día él mismo superior, bien por la superioridad propia, bien por la inferioridad ajena.

Por eso, cuando alguna vez, una tarde lluviosa de invierno, nos encontremos en alguna carretera provincial y secundaria a alguno de estos gregarios que pedalea solitario y silencioso, no pensemos que vamos a pasarle en nuestro coche. En realidad, como en la aporía de Zenón de Elea, jamás le alcanzaremos.