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La poesía existe y no es como puede suponer ese lector que está a punto de pasar esta página. La misma palabra es una barrera que muchos ni siquiera pueden saltar, como pencos a los que se resiste un seto.
Existe, pues, pero vive sus peores días. Si con las estrellas acabó definitivamente el alumbrado eléctrico, la poesía ha avistado su final desde el momento en que nadie puede permanecer en silencio, en absoluto silencio, más de media hora, bien porque suena antes un teléfono, bien porque uno termina apretando el botón del televisor, angustiado de oír dentro de sí una tempestad parecida a la que oímos cuando nos acercamos al oído una caracola marina.
Hay un momento, por estos mismos días, cuando estamos más cerca de septiembre que de julio, en el que todo parece presagiar el otoño y nace en nosotros un sentimiento ambiguo de alegría y tristeza mezcladas, porque comprendemos que algo acaba y algo empieza. Es un sentimiento más fuerte que el que experimentamos en Año Viejo y Año Nuevo. En la frontera entre un año y otro no cambia nada: es invierno, todos trabajamos, y los días son igualmente cortos. El verano y el otoño son, por el contrario, dos mundos distintos, y siempre creemos que el que se va de la ciudad durante un mes y el que vuelve es diferente. En estos días el cielo se llena de pronto de golondrinas, que ensayan la partida. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, pueden verse unos cientos de ellas sobre el combado cable que trae a esta casa una luz pobre y rural. Es divertido verlas unas al lado de otras, tan aplicadas y académicas, con su pequeño frac y su pecho condecorado. Pueden parecer pinzas para la ropa, sólo que por un efecto óptico parecen estar pinzando en realidad una nube que pasa. Es también la primera nube del otoño. Es muy diferente de las nubes de verano y trae un vago perfume del Atlántico, salobre y envolvente. Al contrario que las golondrinas, llegan cuando éstas se van. Se diría que las golondrinas han estado esperándolas vestidas con su mejor traje para poder irse.
¿Cuántas veces habremos visto esta misma escena, desde esta misma ventana, en una ceremonia que siempre nos parece demasiado breve?
Estamos hechos de repeticiones, las buscamos, nos amparamos en ellas, desde niños, desde aquellos días lejanos de la infancia en que pedíamos que nos contaran, antes de dormirnos, unos cuentos que habíamos oído cien veces, y exigíamos que nos los contaran de la misma manera y con las mismas palabras, intransigentes con las variantes.
Comprende uno que la poesía no sea para el gran público, pero todas las cosas que suceden en este oscuro rincón de la muy remota Extremadura son poéticas, tanto si se trata del hojalatesco canto de un gallo como de las voces incomprensibles que se lanzan dos hombres de un cerro a otro, el melodioso silbo de una mirla y la muchacha que viene de su huerto y cuyos senos dibujan dos pimpantes botones debajo del vestido.
Siempre nos quedarán París, las elegías de Baudelaire sobre el alumbrado eléctrico o los caligramas de Apollinaire para los ascensores, pero uno, aquí, en las puertas del otoño, se acuerda de algunos de aquellos adjetivos que usó Virgilio para calificar al ternero, al tamarindo, al rodrigón de la vid. Son en sí mismos como ruinas magníficas, como templos de mármol junto al mar, como estadios grandiosos en los que hace ya dos mil años que nadie disputa una carrera, pero cuyas piedras no han olvidado aún la vida y el deseo que hubo en ellas.
Se han ido las golondrinas, vienen las primeras nubes, el aire se enreda en las higueras y sale de ellas mucho más perfumado, casi como un almíbar. Y entonces uno se da cuenta de lo más terrible de todo. Es eso la poesía, nostalgia de lo que ya tenemos, quizá por que siempre hemos sabido que nunca fue nuestro.