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El mundo cambió definitivamente el día en que se extinguió el viajero y apareció el turista. ¿Qué era un viajero? Bástenos leer la correspondencia de Lord Byron. En sus viajes por Europa le seguían, o le precedían, su cama, su mesa de trabajo y una caravana de baúles insondables. Pero no todos los viajeros podían viajar con tal boato. Los había que lo hacían con lo justo, como el mendicante de Asís, siempre que encontraran en el alma la fuerza imprescindible que les empujaba hacia adelante. Cada cinco leguas cambiaban las costumbres, sayas y sombreros, las comidas, incluso las leyes, y las historias ancestrales que se contaban reverdecían de tal manera de una a otra región, incluso colindantes, que en las ciudades y aldeas esperaban con ilusión la llegada del viajero tanto como en las mismas regiones desean, cien años después, la partida de los turistas.
En ese libro delicioso que tituló Unamuno Andanzas y visiones españolas, que uno ralee estos días finiestivales por inexplicable fantasía, encontramos, al azar, estas líneas: «¿Para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más atarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo de quien viaja por pasión, por alegría o por tristeza para recordar o para olvidar, es el que viaja por vanidad o por moda; es ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o menores comodidades del hotel y en la comida de éste. Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas». Viajó algo Unamuno, no mucho, por imperativo de la vida, unas veces para sentir la tierra que tenía por suya, y otras desterrado de ella. En todos los casos puede decirse que lo hizo bajo uno de esos tres requisitos que justifican salir del propio país y de la propia casa, la pasión, la alegría o la tristeza.
Y así podríamos llegar al segundo de los enunciados: tanto como el viajero viaja por pasión, alegría o tristeza, lo hace el turista por aburrimiento, con la secreta esperanza acaso de matarlo allí donde llega, sin conseguirlo casi nunca, para su desesperación y su perpetua huida de termita.
Cada año, por estas fechas, hay un trasiego de gentes que van y vienen por todo nuestro civilizado mundo. Los de las mesetas bajan a las costas, los costeros buscan la cumbre, el de la villa quiere la metrópoli y el cosmopolitano busca la aldea…, pero lo más curioso es que todos esos cambios no producen sino una continuación de la vida que llevábamos: allá a donde llegamos sigue uno leyendo los mismos periódicos, oyendo la misma música en discotecas y bares tan parecidos a los que dejamos atrás como un infierno se asemeja a otro infierno, o mirando, por la noche, los mismos programas de televisión.
¿No es posible entonces viajar? ¿Ya sólo podemos hacer el turista? Todos recordamos, los de una cierta edad al menos, aquellos aparatos de radio en cuyo dial aparecían, iluminados por lámparas ampolladas, el señuelo de muy remotas ciudades, inaccesibles y en cuya sintonía florecía, no sabíamos por qué misteriosos mestizajes, una melodía mora. Daba igual que en las letras caladas de luz leyésemos Viena, Bruselas, Budapest, Londres, Mónaco, Riga o Varsovia, allí, en el fondo de la noche nos esperaba una maleable melodía rifeña, entreverada de fritura e interferencias que venían de unos mares insólitos y lejanos, que invitaban al sueño y al viaje.
Aquel niño, el que ansiaba poder ir al alguna de esas ciudades a las que finalmente no ha podido ir ni a enterrarse ni a desterrarse, viajó mucho más que el hombre que ahora es, desconcertado y pesaroso, que llega a cualquier parte convencido de que lo único que hace diferentes a las ciudades, como decía Ferlosio, es el rótulo de las estaciones.