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Viene siendo costumbre, por estas mismas fechas, que se anuncie en televisión un gran número de cursos por correspondencia y obras en fascículo, con reclamos tan curiosos como persuasivos. Los hay para toda clase de personas y atienden un gran número de frustraciones solapadas y secretas: desde el que se compromete a enseñarnos un idioma determinado, que no acabamos de domeñar, hasta el que nos garantiza hacer de nosotros expertos maestros plantadores de bonsais o egiptólogos competentes, todo esto en menos de treinta semanas por un precio muy razonable.
El que coincidan tales campañas de instrucción con el comienzo de la escolarización en colegios, institutos y universidades sólo puede obedecer a dos razones. Se diría, en primer lugar, que aprovechan arteramente el estado de lasitud y relajo en el que nos sumieron a todos las vacaciones veraniegas, y, en segundo, que conocen la nostalgia de muchos por los remotos años de la infancia y la juventud, a las que prometen devolvernos, siquiera sea por vía de libros nuevos, sacapuntas mágicos que llenan la mesa de abanicos de cedro y cuadernos tan limpios y perfumados como los candorosos años perdidos.
Tengo entendido que la mayor parte de tales coleccionables venden un número significativo de ejemplares las primeras semanas, que luego el desaliento vence a la mayoría en las yemas cotas de los meses de invierno y que al fin se sostienen como negocios pasaderos con un puñado de adictos, no tanto al saber que les llega cada semana al kiosco, como de la neurosis de terminar lo que empezaron, incapaces de soportar ver rodando por su casa enciclopedias que empiezan en la A y se interrumpen drásticamente en la F, o completísimos estudios que se despeñan en la lección cuarta.
Uno no ha cursado jamás en tales diplomaturas, pese a lo atractivo de los programas. ¿A quién no le gustaría aprender alemán? Los que salen anunciándolo parecen hablarlo con facilidad, como quien duerme. O ruso. Podría uno leer a Tolstoi en su idioma y a Chejov, y los poemas de Ajmátova y Pasternak. Podría incluso ir a Rusia y confraternizar con las mafias rusas para que le dieran unas collejas a algún enemigo suyo medio tonto. Todos tenemos un enemigo medio tonto. A mí mismamente me ha salido uno, poeta-ferretero, más bien bisutero de la quincalla poética, y tonto completo y aun tonto y medio, en Barcelona. Pero se quedará uno definitivamente sin aprender ruso y alemán. Me gusta la carpintería. A todo el mundo le gusta también la carpintería. Las herramientas carpinteras son muy hermosas, quizá porque la mayoría de ellas son milenarias, garlopas, escofinas, berbiquís. En estos cursos suelen regalarlas. Uno podría con el sargento, artilugio que es como un garrote vil, acogotar un poco a su tonto particular, si nos incordiara más de la cuenta. Pero creo que tampoco seré carpintero.
Mira uno con cierta nostalgia y pena esos anuncios irrebatibles. Imaginamos a todo un país puesto en marcha, atacando el porvenir como una banda de músicas militares, con ímpetu sin límites, aprendiendo todos alguna cosa útil para la comunidad: unos las castañuelas por correspondencia, otros repostería, otros ofimática, otros dirección de empresas, otros la fauna ibérica, otros la masonería…
Podríamos hacernos masones o de cualquier logia. A los masones si un hermano les pide que den unos sopapos al tonto cojonero, lo hacen de mil amores, por la Fraternidad Universal, pero uno, viendo que el mundo está generalmente en manos de los más tontos, tampoco cree ya en la Fraternidad Universal, de modo que comenzaremos este curso con un escepticismo razonable y la ilusión de un galeote, dispuestos a llevar con humor las insidiosas picaduras de la vida, o como decía Cervantes, paciencia y barajar, que amanecerá Dios y medraremos.