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Una de las palabras con las que se han hecho más frases ingeniosas es la palabra moda, frases por lo general tanto más efímeras cuanto más ingeniosas. Se ha insistido mucho también en que la elegancia, al igual que la aristocracia, no era una forma externa, adorno pasajero de las personas, sino una categoría moral que le nacía al hombre desde lo más hondo, con independencia de los glóbulos rojos, el dinero o la posición social.
Uno pertenece a un gremio, el de los escritores y artistas del espectáculo, donde se supone que se presta mucha atención al gusto, aunque es tan raro que uno de nosotros confiese que no lo tiene como que reconozca que ha comprado una corbata fea, si bien la regla número uno del verdadero dandismo la formuló hace años un hombre que sabía de lo que hablaba: «Se puede llevar una corbata fea, pero sabiéndolo».
La elegancia no es abstracta ni absoluta. No hay elegantes abstractos.
Pensamos en la elegancia y siempre se nos vienen a la memoria unas actitudes y unas personas que unimos a una época. Pero además la elegancia no es única en cada tiempo. Al contrario que las modas, la elegancia no pasa jamás.
Entre los poetas españoles de este siglo hay dos que podrían parecer antinómicos en el concepto de la elegancia, y uno, en cambio, los ve igualmente elegantes, se diría que con una elegancia complementaria: uno es Juan Ramón Jiménez, siempre tan discreto y exquisito. A su lado está Antonio Machado, que tan bien se retrató aludiendo a su «torpe aliño indumentario». Y sin embargo se lo imagina uno sentado en su café, tal y como le vi el fotógrafo Alfonso, serio, apoyando ambas manos en esa como cayada, y nos parece un hombre elegante y aristocrático al mismo tiempo, mucho más incluso que su hermano Manuel, ése sí con verdadera fama de dandy. Por otro lado la elegancia externa nos incumbe siempre que acompaña a valores que admiramos. Detrás de la elegancia de Juan Ramón está su obra, como detrás de la de Antonio Machado están sus poemas puros, quizá porque en un escritor la verdadera elegancia es dejarnos una obra hermosa y no una estela de perfume. Lo normal en cambio es lo contrario, no el elegante desnudo, sino de atrezzo.
La idea que los escritores suelen tener de la elegancia es muy rara. Muchos creen, por ejemplo, que llevar sombrero es algo distinguido. En un porcentaje dolorosamente alto, quien lleva sombrero sin haber cumplido los setenta tiene muchas posibilidades de ser un pobre hombre. Hace años, más que ahora, hubo también otra serie de escritores que se creían distinguidos por llevar pajarita o por ponerse tirantes, estilizados de bastoncito y de fular de seda. Suponen que se elegantizaban así, como a principios de siglo creían elegantizarse almidonándose las guías del bigote, y en general uno ha observado que cuanto menos talento literario tiene un escritor, más atención le presta a los postizos, a pelos largos, a los cortos…
«Llaneza, muchacho», se nos dice en el Quijote, «que toda afectación es mala». La afectación son adherencias. Uno crece libre de ellas cuando es niño. Es adulto y se afecta uno por conveniencia o fantasía (están también los que tienen mucho gusto, pero muy malo). Y ya cuando uno se va haciendo viejo se da cuenta y persigue de nuevo la sencillez y la llaneza: en la literatura, en su ropa, en su vida, en sus gustos, en sus hábitos. Y se diga lo que se diga es mucho más tolerable afectar sencillez que afectarse de tontería barroca.
Creo que eso es también ser elegante, y aspirar a la elegancia suprema: la de hacer que nada de ello se note. O como decía Verlaine, tan atinado siempre en su desmelenamiento etílico: «Ante todo evitar el estilo».