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Cuando uno es joven no tiene ningún reparo en hablar de la muerte y cuando lo hace se permite incluso ironías, chanzas y chirigotas, tanto para exorcizarla como por creer que ese es un asunto remoto e irreal que en absoluto le incumbe.
Por lo mismo, cuando se es joven puede ir uno con el ánimo ligero a los cementerios. En el Madrid de la preguerra se organizaron unas visitas a los cementerios capitaneadas por ciertos jóvenes crepusculares, que resultaron con el tiempo todos ellos escritores del Cara al sol y de los amaneceres imperiales, exaltadores de la muerte, como los legionarios y los adolescentes.
Aún me recuerdo jugando entre las tumbas del viejo cementerio de León, en unos arrabales que se nos antojaban remotos, linderos a la provinciana carretera de Asturias que paseaban recuas de seminaristas y descabalados soldados de reemplazo. Éramos unos chicos de seis o siete años y jugábamos al escondite en las fosas o detrás de unos túmulos de tierra de los que nacían tibias como espárragos y calaveras como calabazas. Lo recuerdo como si fuese hoy, y hoy mismo he tenido que prohibir al menor de mis hijos que escale las tapias del pequeño y pacífico camposanto de este pueblo del Pago, donde suele reunirse con otros chicos para ver las tumbas y compulsar hasta qué punto pueden ellos, o no, medirse sin miedo con los muertos.
Hoy visitarán miles de españoles los cementerios donde reposan los restos de los suyos. Alguna vez todos hemos tenido que ir a un cementerio. A partir de cierta edad suele sucedernos esto con frecuencia dolorosa. Sin embargo sólo recuerdo haber ido ex profeso a visitar la tumba de alguien en una ocasión. Fue la de Juan Ramón Jiménez en una tarde que estaba llamada a entrar en la historia española contemporánea, y no, desde luego, porque esa misma tarde, y a la misma hora en que yo traspasaba los umbrales del pequeño, silencioso y apartado cementerio de Moguer, unos guardias civiles decidían asaltar el Parlamento español con el propósito de convertirlo precisamente en un cementerio.
Aquella mañana de 1981 había intentado comprar unas rosas para llevar a la tumba de nuestro amado poeta y de su mujer Zenobia, pero en Moguer no había floristería. Hubiera estado dispuesto incluso a ofrecerles un ramo de claveles, o peor aún, un manojo de nupciales gladiolos, pero no había ni claveles ni gladiolos, ni siquiera dalias, que tanto le desagradaban al poeta. Permanecí mucho tiempo a su lado, sentado en la misma losa de piedra, como si fuese la cama de un convaleciente. Hacía una tarde dulce y tristona, con medionubes tornasoladas y una brisa mediomarina. Me entristecía no haberle podido ofrecer nada al «cansado de sí mismo», así que miré alrededor por si había flores en otras tumbas. Tampoco me hubiera importado robárselas a alguien para dárselas a él. Pero resultó que todas eran de plástico, de unos colores y formas inverosímiles, como loros y periquitos exóticos que se hubieran fugado de un manicomio para pajaritos. Acabé saliendo del cementerio y arrancando un puñado de espigas verdes que crecían en unos campos próximos. Las espigas ni siquiera habían granado, pero me pareció mejor eso que el infierno indestructible de unas flores de plástico robadas a un difunto. Desde entonces, cada vez que voy por la carretera y se divisan esos muros llenos de nichos cuajados de siemprevivas indelebles y chillonas, me acuerdo de aquella tarde lejana. Lo más hermoso de las flores es tal vez que se marchitan, recordándonos lo efímero y frágil que es todo, y, de paso, la necesidad de renovar nuestra memoria con algo que a su vez muere también y que reclama de nosotros nuevo impulso y nueva vida, porque los muertos no quieren flores eternas. De inalterable eternidad es de lo que ellos, por fuerza, tienen que estar más que hartos.