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El Papa, Cervantes y la Recompensa

Razón y fe es el título de la última encíclica de este Papa. Un oxímoron copulativo, aclarábamos: El pensamiento navarro, decía don Pío de aquel periódico de su pueblo, que o era pensamiento o era navarro.

Uno no ha leído esa encíclica. Aparte de algunos curas, algunas monjas y algunos cristianos, ¿habrá alguien que lea las encíclicas? ¿Dónde se comprará una encíclica? ¿Se venderán en los kioscos del Vaticano? Estará bien seguramente. Todas las encíclicas están bien, como todas las cosas que no sirven de mucho. Unas son un poco más reaccionarias que otras, pero en general todas ellas están llamadas a ser pasto del olvido, incluso las que aún se recuerdan, como las de León Xiii. Podría decirse, entonces, que las encíclicas son un género literario, cada vez más abstracto, como la filosofía o la crítica de arte.

¿De qué se hablará en ésta? Es verdad que bastaría leerla para salir de dudas, pero seguramente ocurrirá lo contrario, que servirá para confundir un poco más las cosas. Uno cree que la razón y la fe están tan alejadas de sí, como suelen estarlo ambas alejadas de la vida, a la que a menudo ni la razón ni la fe sirven de nada. La razón es un ideal que se veneró en Grecia, la fe es un producto genuino de las religiones semíticas. La razón nos lleva a creer que este mundo podría y debería ser mejor, racionalizando un poco el consumo, las riquezas, el poder de los hombres. La fe, por el contrario, viene a ser algo así como un analgésico que se ingiere para que nos resignemos a la falta de racionalidad en todas las cosas. Esta encíclica probablemente tratará de unir dos imposibles, la alegría de vivir y la tristeza de creer, o sea, la vida y el valle de lágrimas, con una tercera vía: cómo ser feliz sufriendo, cómo resignarse al valle de lágrimas. Sabemos que Cristo lloró tres veces, pero ¿por qué no se rió jamás, o por qué no nos ha llegado noticia de esto? Hay que desconfiar de los hombres que no tienen sentido del humor. Lo mejor de Cervantes fue precisamente eso, que, sufriendo como sufrió en su vida, quisiera dejar una literatura alegre y humorada.

Uno se siente cómodo con el Dios de San Francisco de Asís, porque se siente cómodo con el propio San Francisco, por lo mismo que Juan Xxiii despierta en nosotros unas simpatías que están lejos de hacernos sentir este otro papa polaco, pero ¿cómo creer en el mismo Dios a que le estará rezando Pinochet estos días para que le dejen en libertad, el mismo Dios sin duda que le va a dejar volver a Chile de rositas? ¿Cómo pensar que el Dios de los obispos vascos, jesuíticos, retóricos, oportunistas, es el mismo que el que alienta a un puñado de monjas sonrientes en la leprosería de una tierra lejana?

La fe, por lo que se ve, está más ligada a la vida de lo que suponemos, a las vidas habría que decir, por simpatías, por antipatías, ligada en nosotros a un cura estúpido de nuestra infancia, a la memoria de unos obispos que se ponen a saludar brazo en alto, a un cardenal que cenaba a diario con los invasores nazis… Así que un buen día uno deja de creer en todo eso, y perdemos la fe no en un arranque teatral, no, como Unamuno, sino de una manera humilde, cuando comprendemos que la fe es algo así como un lujo al que no tenemos derecho, es decir, que más que pérdida, es una renuncia, por lo mismo que dejamos de creer en los Reyes Magos. Por eso no sería extraño que si hay cielo, entrarán, antes que otros, para sorpresa de los fideístas, los garbanceros, aquellos que se desprendieron de todo para vivir, hasta de la fe, sin renunciar al compromiso que tenían para con sus semejantes, es decir, aquellos que trabajaron, pero no por la recompensa, porque su razón les llevó a ser nada más que decentes… No sé. La verdad es que uno entiende poco de teología.