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Al llegar las navidades todos recordamos otras navidades, casi siempre lejanas. Ni más ni menos felices, sino perdidas, irrecuperables, alejadas de nosotros como un recuerdo muy débil. Son, de todo el año, los únicos días que apenas son nada en sí mismos, sino en todos los que les sustentan. Son, por decirlo de un modo prosaico, días que llegan a nosotros con la hipoteca del pasado, casi nunca pagada del todo.
Cuando éramos niños observábamos a los mayores, padres, abuelos y tíos, y nos admiraba que aquellos seres, a menudo distantes y enigmáticos, fuesen tan felices como nosotros, sin comprender que su sonrisa, el brillo en los ojos y la inocencia de sus gestos no eran sino un reflejo de los nuestros, que eran felices porque nosotros, los niños, lo éramos primero.
Es verdad que también hay navidades tristes, y de hecho no hay casi nadie que no recuerde unas, aquellas precisamente en las que alguien querido no está, bien porque se ha ido para siempre, bien porque no ha regresado a tiempo. Pero en general las navidades son una tregua, que todo el mundo respeta, y eso está bien, como lo están todas las treguas.
A menudo yo, como tantos, he vuelto a pensar en las navidades de mi infancia. Se parecen muy poco a las de la gente. Incluso, habiendo sido las mismas que las de mis hermanos, estoy seguro de que se parecerían muy poco a las de ellos. Apenas son cuatro o cinco imágenes, como viejas fotos en blanco y negro que hubiera podido encontrarme en un libro, sólo que no están en libro ninguno. Se centran todas, naturalmente, en León, que era y es mi pueblo. León, ha dicho uno, era entonces un lugar de tratantes, un pueblo pequeño lleno de casas viejas, bajas y tristes. La gente venía de los pueblos en un tren de vía estrecha. Frente a la estación de Matallana, en el cruce de las calles Suero de Quiñones y Padre Isla, había un guardia urbano, con uno de aquellos cascos blancos, cruce de salacot y tiara. En la España de los años cincuenta un guardia urbano era una autoridad. Aquél tenía fama en toda la ciudad por la manera incontestable con que, subido a una tarima, dirigía el tráfico, moviendo los brazos como un verdadero director de orquesta. Dos o tres días antes de Nochebuena empezaban a dejarle a los pies aguinaldos y cestas con víveres, cajas de sidra El Gaitero y a veces hasta un pavo, vivo, que se pasaba la mañana allí atado por una pata y observando atónito el paso de los coches. La escena se repetía en otros tres o cuatro cruces estratégicos. La gente hacía incluso el recorrido para ver aquellos regalos, lo mismo que el Jueves Santo iba de iglesia en iglesia visitando monumentos. Era como una estampa hecha a la medida de escritores casticistas del tipo de Gómez de la Serna o de Ruano. Los guardias esos días, sintiéndose queridos de la feligresía mecánica, se esmeraban en el servicio, y los molinetes les salían un poco más barrocos, porque el público y los poetas malos, en cuanto les dejan, se ponen gongorinos.
Nosotros mirábamos aquella escena con una vaga envidia, pues nos parecía que nada podría haber más sabroso que el maná del cielo.
Cuando vuelvo cada año a León por esas fechas y paso por el mismo lugar, me quedo pensativo. El pasado a veces no es más que ese destello agónico. Enfrente sigue la vieja estación de tren. En unos segundos vuelven a uno todas aquellas escenas un poco sombrías y apagadas, como esa melodía que nos ronda la cabeza pero que somos incapaces de sacar a flote sin deteriorarla, sin apagarla para siempre. Esos fogonazos le acompañan a uno íntimamente desde entonces en un viaje sólo nuestro, que yo y mi pena hacemos en un no menos viejo y modestísimo tren de hojalata, como el que apareció junto a mis zapatos un seis de enero de hace muchos, muchos años, y que busca desesperado su destino.