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XIX

Ahora bien, si las aguas se hubieran retirado entonces de las tierras de Wang Lung, dejándolas humeantes bajo el sol, de modo que tras unos días de calor estival hubiese sido necesario labrarlas, pasarles el rastrillo y sembrarlas, es posible que Wang Lung no hubiera regresado nunca más a la lujosa casa de té. O si una de las criaturas hubiera enfermado, si el viejo hubiese llegado de repente al fin de sus días. Wang Lung hubiera podido ser absorbido por esta nueva circunstancia, olvidando la carita aguda del rollo de seda y el cuerpo de aquella mujer esbelta como un bambú.

Pero aparte el leve viento de verano que se levantaba al crepúsculo, todo continuaba igual: las aguas, plácidas e inmóviles: el viejo, adormilado: los dos muchachos, ausentes cada día en la escuela desde el amanecer hasta anochecido. Y en su casa. Wang Lung se sentía desasosegado y evitaba encontrarse con los ojos de O-lan, que le miraba dolorosamente ir de aquí para allá, dejarse caer en una silla y levantarse sin beber el té que ella le sirviera ni fumar la pipa que había encendido.

Al final de un largo día, más largo que ningún otro, en el séptimo mes, Wang Lung se hallaba en pie a la puerta de su casa, a la hora en que caía el crepúsculo, murmurante y delicioso con el hálito del lago, y de pronto se dio vuelta abruptamente, sin decir palabra, fue a su cuarto y se puso su túnica nueva, la que le había confeccionado O-lan para los días de fiesta, y que era de tela negra tan brillante que parecía de seda. Y sin hablar con nadie se dirigió por los estrechos caminos que bordeaban las aguas, atravesó los campos y llegó a la penumbra de la puerta de la ciudad, que cruzó, siguiendo la ruta de las calles hasta llegar a la nueva casa de té.

En ella todas las luces estaban encendidas, aquellas brillantes lámparas de aceite, compradas en las ciudades forasteras de la costa, y bajo estas lámparas se sentaban los hombres bebiendo y hablando, con las túnicas abiertas al fresco de la noche; y por todas partes se veían abanicos agitados, y la risa, como una música, fluía hacia la calle. Toda la alegría que Wang Lung jamás había gozado trabajando su tierra, estaba aquí retenida, entre las paredes de esta casa donde los hombres iban a divertirse.

Se detuvo a la entrada, dudando en medio de la luz brillante que huía de adentro por las puertas abiertas. Y quizás hubiera permanecido allí marchándose después, ya que aún se sentía temeroso y tímido, aunque la sangre corría por su cuerpo como si fuera a estallarle en las venas; pero de las sombras al margen de la luz avanzó una mujer que había estado apoyada negligentemente contra el portal, y esta mujer era Cuckoo. Adelantóse al ver la figura de un hombre, pues era su cometido traer clientes para las mujeres de la casa, pero cuando vio quién era se encogió de hombros y dijo:

– ¡Ah, es sólo el labrador!

Wang Lung se sintió herido por la displicencia de su voz, y la súbita cólera que prendió en él le dio un valor que de otra manera no hubiese tenido; así es que dijo:

– Bueno ¿y es que yo no puedo entrar en la casa y hacer lo que otros hacen?

Y ella se encogió nuevamente de hombros, se rió y repuso: -Si tenéis la plata que otros tienen, si.

Entonces Wang Lung quiso demostrarle que era suficientemente rico para hacer lo que le viniese en gana, y metiéndose la mano en el cinturón la sacó llena de plata y le dijo a la mujer:

– ¿Basta o no basta?

Cuckoo contempló el puñado de plata y dijo sin más dilación:

– Entrad y decid cuál queréis.

Y Wang Lung, sin saber lo que decía, refunfuñó:

– No sé que quiera nada.

Pero su deseo le venció entonces, y exclamó, bajito:

– Aquella pequeña…, aquella de la barbilla aguda y la carita blanca y rosada como una flor de membrillo. Tiene un capullo de loto en la mano.

La mujer asintió con la cabeza y, haciéndole una seña, se abrió paso entre las mesas, seguida a cierta distancia por Wang Lung. Al principio le parecía que todos le miraban y observaban, pero cuando se atrevió a mirar en derredor vio que nadie se ocupaba de el, excepto dos hombres, uno de los cuales exclamó: "¿Es ya lo bastante tarde para ir a las mujeres?", respondiendo otro: ¡Aquí está un individuo vigoroso que necesita empezar temprano!"

Pero entonces se hallaban ya subiendo la estrecha escalera, cosa que Wang Lung hizo con dificultad, pues era la primera vez que subía escaleras en el interior de una casa. Sin embargo, cuando llegaron arriba era lo mismo que en el piso bajo, excepto que parecía a mucha altura cuando, al pasar frente a una ventana, se veía el cielo. La mujer le condujo a lo largo de un salón oscuro y gritaba según iba andando:

– ¡Aquí está el primer hombre de la noche!

Y a todo lo largo del salón las puertas se abrían súbitamente y las cabezas de las muchachas aparecían en lagunas de luz como flores que se abriesen al sol, pero Cuckoo exclamaba cruelmente:

– ¡No, tú no… tú no…! ¡Nadie ha pedido por vosotras! ¡Este es para la pequeña cara rosada, para la enanita de Soochow…, para Loto!

Una oleada de sonidos onduló por el salón, indistinta, burlesca, y una muchacha, encendida como una granada, exclamó con voz potente:

– ¡Loto puede quedarse con ese individuo… que huele a campo y a ajos!

Wang Lung oyó esto perfectamente, y aunque las palabras le dolieron corno una puñalada, desdeñó contestar, porque temía parecer lo que en efecto era: un labrador. Pero siguió avanzando resueltamente al recordar la buena plata que llevaba en el cinturón, y al fin la mujer llamó rudamente con la palma de la mano a una puerta cerrada y entró sin esperar más. Y allí, sobre una cama cubierta con una roja colcha floreada, hallábase sentada una frágil muchacha.

Si alguien le hubiese dicho que existían manos como éstas, no lo hubiera creído, manos tan pequeñas, de huesos tan finos, de dedos tan afilados, embellecidos por largas uñas teñidas del color rosado que tienen los lotos en capullo. Y si alguien le hubiese dicho que existían pies como éstos, piececitos apresados en zapatos de satén rosa y no más grandes que el dedo de un hombre…, si alguien se lo hubiese dicho no lo hubiera creído.

Se sentó muy rígido en la cama, contemplando a la muchacha, y vio que era como el retrato y que habiendo visto el retrato hubiera reconocido a la muchacha si la hubiese encontrado. Pero más que nada se parecía su mano a la del retrato, y era leve, fina y blanca como la leche.

La joven tenía las manos enlazadas una en la otra sobre la seda rosada de su falda, y al verlas no se soñaría que pudiesen ser tocadas.

Wang Lung miró a la joven como había mirado su retrato, y vio el cuerpo ligero como un bambú ceñido en la corta chaquetilla; vio la carita aguda emergiendo en toda su pintada belleza del alto cuello forrado de piel blanca; vio los ojos redondos, de forma de albaricoques, y comprendió ahora por qué los narradores de historias loaban los ojos de albaricoques de las bellas de antaño. Y para él aquella mujer no era de carne y hueso, sino una efigie pintada.

Entonces ella alzó su manita delicada y la puso sobre el hombro de Wang Lung y la deslizó lenta, muy lentamente, a lo largo de su brazo. Y aunque jamás había él sentido un roce tan suave, aunque, si no lo hubiera visto, no habría sabido que le rozaba, miró la mano moverse a lo largo de su brazo y fue como si un fuego la siguiera, quemándole bajo la manga, en la carne viva, y la miró hasta que, llegando al extremo de la manga, dudó un instante, con estudiada vacilación, antes de caer en la desnuda muñeca y en el hueco duro de su mano. Y Wang Lung empezó a temblar, no sabiendo cómo recibirla.

Entonces oyó una risa ligera, rápida, tintineante como la campana de plata de una pagoda repicando al viento, y una vocecilla, que también era como risa, exclamó:

– ¡Oh, pero qué ignorante eres, hombretón! ¿Vamos a estar sentados así toda la noche, mientras me contemplas?

Y al oír esto, Wang Lung cogió la manita entre las dos suyas, pero cuidadosamente, porque era como una frágil hoja, cálida y seca, y dijo implorantemente a la muchacha, sin saber lo que decía:

– ¡Yo no sé nada! ¡Enséñame!

Y ella le enseñó.

Ahora, Wang Lung enfermó de la enfermedad más seria que pueda tener un hombre. Había sufrido bajo el rudo trabajo al sol, había sufrido bajo el azote de los vientos helados del desierto, había sufrido de hambre cuando los campos no fructificaban y había sufrido de desesperación trabajando sin esperanza en las calles de una ciudad del Sur. Pero bajo ninguna de estas calamidades llegó a sufrir tanto como bajo la mano ligera de aquella muchacha.

Cada día iba a la casa de té, cada tarde esperaba hasta que ella quisiera recibirle y cada noche entraba a verla. Cada noche entraba y cada noche era el pueblerino timorato, temblando en la puerta, sentándose rígidamente junto a la muchacha esperando la señal de su risa, y entonces, enfebrecido, hambriento, seguía servilmente su caprichosa demora hasta el momento de crisis en que, como una flor en sazón para ser cogida, se dejaba asir por él plenamente.

Pero nunca podía asirla plenamente, y esto era lo que le mantenía sediento y enfebrecido, aunque ella se le entregase. Cuando O-lan había llegado a su casa, su venida fue salud para su carne, y la había deseado robustamente, como una bestia desea a su compañera, y la hizo suya y la olvidó y volvió a su trabajo con alegría. Pero no había tal satisfacción ahora en su amor por aquella muchacha, ni había salud en ella para él. Por la noche, cuando no quería verle más, empujándole fuera de la habitación petulantemente, con sus pequeñas manos súbitamente vigorosas apoyadas en sus hombros, Wang Lung partía tan hambriento como había venido. Era como un hombre que, muerto de sed, bebiese el agua salada del mar, que, aunque es agua, le seca las venas y le provoca sed y más sed hasta que muere enloquecido por ella. Wang Lung iba a la joven y la tomaba, pero partía sin satisfacerse.

Durante todo el caluroso verano, Wang Lung amó así a aquella muchacha. No sabía nada de ella, quién era ni de donde venía; cuando estaban juntos, él apenas hablaba y casi no prestaba atención a la constante charla de ella, ligera y entremezclada de risa como la de un niño.

Únicamente observaba su rostro, sus manos, los movimientos de su cuerpo, el significado de sus ojos anchos y dulces, anhelante de ella. Nunca le era suficiente, y a la madrugada regresaba a su casa ofuscado e insatisfecho.

Los días no tenían fin. Ahora se negaba a dormir en su propia cama, pretextando el calor de la habitación, y extendía una estera bajo los bambúes y dormía allí quietamente, permaneciendo a veces despierto y contemplando las sombras afiladas de las hojas de los bambúes, con el corazón lleno de una dulce angustia que no sabía comprender.

Y si alguien le hablaba, su esposa o sus hijos, o si Ching venía a él y le decía: "Las aguas empezarán pronto a retroceder; ¿qué simientes hemos de preparar?", él gritaba y decía:

– ¿Para qué me molestas?

Y todo el tiempo su corazón parecía que iba a estallar porque no podía saciarse de esta muchacha.

Así, mientras los días pasaban y él vivía únicamente en espera de la noche, Wang Lung no veía el rostro grave de O-lan y de los niños, que se detenían súbitamente en sus juegos cuando él se acercaba, ni veía a su anciano padre que le escudriñaba con la mirada e inquiría:

– ¿Qué malestar es ése que te llena de mal humor y vuelve tu piel amarilla como la greda?

Y mientras estos días se deslizaban hacia la noche, Loto hacía de él lo que quería. Cuando se rió de su trenza de pelo -aunque él pasaba parte del día trenzándola y cepillándola- y dijo: "¡Los hombres del Sur no llevan esas colas de mono!", sin replicar una palabra Wang Lung fue y se la hizo cortar, aunque ni con risas ni con burlas había nadie conseguido hasta entonces que lo hiciera. Cuando O-lan vio lo que había hecho, exclamó aterrorizada:

– ¡Te has cortado la vida!

Pero él le gritó:

– ¿Y he de parecer siempre un idiota anticuado? Todos los hombres jóvenes de la ciudad llevan el pelo cortado.

Sin embargo, en su fuero interno estaba asustado de lo que había hecho, y, sin embargo, era cierto que de igual modo hubiera cortado su propia vida si Loto lo hubiese ordenado o deseado, porque Loto poseía todas las bellezas que él había llegado a aspirar en una mujer.

Su cuerpo vigoroso y moreno, que antes lavaba raramente, considerando el limpio sudor de su trabajo como suficiente lavado para los días corrientes, su cuerpo era ahora para él objeto de rigurosa atención, y empezó a examinarlo como si fuera el de otro hombre y a lavarlo cada día, hasta que su mujer hubo de exclamar, inquieta:

– ¡Vas a morir con tantos lavajes!

Compró jabón perfumado, un jabón extranjero, rojo y fragante, y con él se frotaba minuciosamente el cuerpo. En cuanto a los ajos, que antes le deleitaban, por nada del mundo los hubiera comido ahora, pues no quería apestar a ellos ante Loto.

Nadie en su casa sabía cómo explicarse todas estas cosas.

También compró telas nuevas para hacerse ropa, y aunque siempre se las había confeccionado O-lan, haciéndoselas largas y anchas para que tuvieran buena medida y cosiéndolas fuertemente para que resistieran, ahora desdeñaba su manera de cortar y de coser y, llevó las telas a un sastre de la ciudad y se hizo vestir al estilo ciudadano, con una túnica de ligera seda gris, cortada hábilmente sobre su cuerpo y sin dejar tela sobrante, y sobre esta túnica un abrigo de satén negro, sin mangas. Y se compró los primeros zapatos que había tenido en su vida no confeccionados por una mujer, unos zapatos de terciopelo negro, como los que había llevado el Anciano Señor batiéndole los talones.

Pero le daba vergüenza llevar de pronto estas ropas distinguidas en presencia de O-lan y de sus hijos, y las dejaba en la casa de té, envueltas en hojas de papel moreno y en poder de un empleado con quien había hecho conocimiento y que, por un precio dado, le permitía entrar secretamente en una habitación interior y ponérselas antes de subir al otro piso. Además de esto, se compró una sortija de plata con un baño de oro; y según le iba creciendo el pelo en la parte de la cabeza que antes llevaba afeitada, lo alisaba con un aceite fragante que venía del extranjero y del que un frasco pequeño le había costado toda una pieza de plata.

Pero O-lan le miraba atónita, sin saber cómo explicarse estos cambios, y una vez, después de observarle durante largo rato mientras comían arroz al mediodía, dijo pesadamente:

– Hay algo en ti que me hace pensar en uno de los señores de la casa grande.

Y Wang Lung se rió ruidosamente y dijo:

– ¿Es que debo parecer siempre un patán cuando tenemos dinero de sobra?

Pero en su fuero interno se sintió muy halagado y aquel día trató a O-lan con más bondad de lo que la había tratado en mucho tiempo.

Ahora el dinero, la buena plata, fluía de sus manos. No tenía solamente que pagar las horas que pasaba con la muchacha, sino también sus caprichos, que ella imponía mimosamente. A veces suspiraba, murmurando lo mismo que si el corazón se le partiese bajo el peso de su deseo:

– ¡Ay de mi,…, ay de mi!

Y cuando él inquiría, habiendo aprendido al fin a hablar en su presencia: "¿Qué te ocurre, corazón mío?”, ella contestaba:

– Hoy no me traes alegría, porque Jade Negro, la que está frente a mí al otro lado del salón, tiene un amante que le ha dado un agujón de oro para el cabello y yo poseo únicamente uno de plata, y tan viejo…

Y entonces Wang Lung no podía hacer otra cosa que murmurar, mientras le apartaba la negra onda de su cabello para verle las orejas chiquitas, de largos lóbulos:

– Yo compraré un agujón de oro para el cabello de mi joya.

Ella le había enseñado todos estos nombres de amor como se enseña a un niño a pronunciar palabras nuevas. Le había enseñado a decírselos y él no se cansaba nunca de repetirlos, y aun cuando los repetía le parecían insuficientes a él, cuyo lenguaje se había limitado siempre a la trilla y a la siembra, al sol y a la lluvia.

Y así la plata fue saliendo de la pared y del saco, y O-lan, que en otros tiempos le habría dicho fácilmente: "¿Y para qué sacas la plata?", ahora no decía nada, observándole sólo desoladamente, sabiendo que vivía una vida aparte de ella y aun aparte de la tierra, pero sin saber qué vida era. Se había sentido temerosa de él desde aquel día en que Wang Lung advirtió que ella no poseía belleza alguna de cabello o de cuerpo, y no se atrevía a preguntarle nada porque ahora su cólera estaba siempre pronta a estallar contra ella.

Un día, cuando Wang Lung regresaba a su casa a través de los campos, llegó cerca de donde ella estaba lavando la ropa en el pantano. Permaneció allí un momento silenciosamente y luego le dijo con rudeza, y esta rudeza era porque estaba avergonzado y no quería reconocerlo:

– ¿Dónde están aquellas perlas que tenías?

Y ella le contestó tímidamente, alzando los ojos del margen del pantano y de las ropas que estaba batiendo contra una piedra llana:

– ¿Las perlas? Las tengo.

Y él murmuró, sin mirarla a ella, sino a sus manos arrugadas:

– No tiene sentido guardar perlas para nada.

Entonces ella dijo lentamente:

– Pensé que quizás algún día podría hacerlas engarzar en unos pendientes,… -y temiendo la risa de él, continuó-: Podría dárselos a la hija pequeña cuando se case.

Wang Lung le respondió con firmeza, tratando de endurecerse el corazón:

– ¿Para qué tiene ésa que llevar perlas, con la piel más negra que la tierra? ¡Las perlas son para las mujeres blancas! Y tras un instante de silencio, gritó de pronto:

– ¡Dámelas! Las necesito.

Lentamente, O-lan llevó a su seno la mano húmeda y arrugada, sacó el pequeño paquete y se lo dio, mirándole cómo lo desenvolvía; y las perlas aparecieron en la mano de Wang Lung jugando suavemente con la luz del sol, y Wang Lung se rió.

Pero O-lan volvió a batir la ropa, y cuando las lágrimas cayeron lenta y pesadamente de sus ojos, no las enjugó con la mano, sino que continuó batiendo más vigorosamente, con su pala de madera, la ropa extendida sobre la piedra llana.