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Se compró un sombrero blanco de palma de ixtle en el aeropuerto de Coatzacoalcos y tomó el primer vuelo de Mexicana. En la ciudad de México hizo la conexión con American Airlines a Houston. Tenía visa para múltiples entradas al territorio norteamericano y los agentes de migración no encontraron diferencias entre la foto del pasaporte y el rostro del hombre con bigote renaciente, sombrero blanco y gafas negras. Bernstein tenía razón; éstos no lo buscaban.
Alquiló un Ford Pinto en la Herz del aeropuerto y tomó la super hacia Galveston. Tenía un día por delante; el servicio de información portuaria de Coatzacoalcos le dijo que el Emmita no hacía escalas hasta Galveston, llevaba una carga de gas natural de México a Texas y en Texas embarcaba refinados para la costa este de los Estados Unidos. Era su cabotaje normal y pasaba por Coatzacoalcos cada quince días, salvo en invierno, cuando los nortes lo retrasaban un poco. El capitán se llamaba H. L. Harding pero no vino en este viaje por motivos de enfermedad y nadie había visto a una muier subir a bordo.
El calor de agosto en el llano desnudo entre Houston y Galveston no es aliviado por relieve, bosque o perfume, salvo el de la gasolina. Félix agradeció la carretera en línea recta que le permitía manejar sin distracciones y colocar frente a su mirada, en lugar del sucio sol de Texas, la luna opaca del rostro que vio fugazmente en la claraboya del Emmita. Siempre lo comparó al de Louise Brooks en La caja de Pandora; mientras más la recordaba, esta imagen de cinéfilo era sustituida por otra: el rostro encalado de Machiko Kyo en Ugetsu Monagataru, la carne voluntariamente artificial, la blancura fúnebre, las falsas cejas barruntadas encima de las verdaderas cejas afeitadas; la mirada de fantasma que podía confundirse con el sueño vigilante de los ojos japoneses, la boca pintada como un capullo de sangre.
Félix sufrió un horrible desequilibrio entre la visión diurna de la reverberante planicie texana y la visión nocturna de un Japón de la luna vaga después de la lluvia, una noche de aparecidos antiguos y hechiceras que se posesionan de los cuerpos de las doncellas para cumplir postergadas venganzas. Todo esto giraba en la noche representada de Coatzacoalcos, sus reses sangrientas, sus buitres y palomares incendiados, las cúpulas plateadas de la refinería, la recámara de Bernstein, el hotel rococó, el mozo cambujo y el perfil blanco de Sara Klein en la ventanilla del S.S. Emmita.
La visión fue tan confusa y poderosa a la vez que se sintió mal y se vio obligado a detenerse, cruzar los brazos sobre el volante y reposar allí la cabeza, cerrar los ojos y repetirse en silencio que desde el inicio de esta aventura había jurado ser totalmente disponible, asumir todas las situaciones, dejarse llevar por cualquier sugestión, estar abierto a todas las alternativas y, esto era lo más difícil, mantener su inteligencia afilada siempre, afinando los accidente azarosos o voluntarios que los demás crearían en su camino, percibiéndolos pero jamás impidiéndolos o rehusándolos.
– Vas a vivir unas cuantas semanas en una especie de hipnosis voluntaria -le dije cuando le expliqué todo lo anterior-. Es indispensable para que nuestra operación no fracase.
– No me gusta la palabra hipnosis -me respondió Félix con su sonrisa morisca, tan parecida a la de Velázquez-, prefiero llamarla fascinación, voy a dejarme fascinar por todo lo que me suceda. Quizás ése es el punto de equilibrio entre la fatalidad y la voluntad que me pides.
– No parking on the freeway30 -un grueso bastón de policía tocó repetidas veces el hombro de Félix.
– Perdón, no me sentí bien -dijo Félix al apartarse del volante y mirar el brazo de jamón del policía texano.
– Youx a dago or a spick? Shouldn't let you people drive. Don't know what this country's coming to. No true-blooded Americans left. Come on, drive on31 -dijo el policía con la cara roja y ancha de irlandés.
30. Está prohibido estacionarse en la supercarretera.
31. ¿Eres italiano o latino? No debían dejar a la gente como ustedes manejar. No sé a dónde va ir a parar este país. Ya no quedan americanos de pura sangre. Ande, siga su camino.
Félix arrancó. Entró media hora después a Galveston y manejó directamente a las oficinas del puerto. Preguntó por la fecha y hora de llegada del S. S. Emmita, procedente de Coatzacoalcos con bandera panameña.
El empleado con camisa de mangas cortas le dijo en primer lugar que cerrara la puerta o no servía de nada el aire acondicionado; y en segundo que el Emmita no iba a llegar de ningún lado por la simple razón de que estaba en reparaciones en el dique seco. Que hablara con el capitán Harding, estaba supervisando los trabajos.
No hay sol más insolente que el que pugna por calentarnos a través de un velo de nubes y los termómetros andaban por los 98 grados Farenheit cuando Félix ubicó al viejo de pecho desnudo junto al casco inválido del S. S. Emmita, Panamá. Un gorro deshebrado con visera de charol viejo lo protegía de la resolana. Le preguntó si era Harding y el capitán dijo que sí.
– ¿Habla español?
– Llevo treinta años en los puertos del Golfo y el Caribe -volvió a afirmar el viejo.
– ¿Nunca se ha enfermado?
– Estoy muy viejo para la gonorrea y demasiado curtido para todo lo demás -dijo Harding con buen humor.
– Anoche vi zarpar al Emmita de Coatzcacoalcos, capitán.
– El sol está muy fuerte -dijo compasivamente Harding.
– Le estoy diciendo la verdad.
– Dammit, mi tanquero no es el Holandés fantasma. Mirelo: no tiene alas.
– Pero yo sí. Volé hoy mismo desde Coatzacoalcos. Su tanquero zarpó a la medianoche y debe llegar a Galveston mañana a las cuatro de la tarde.
– ¿Quién le contó ese cuento de hadas?
– Las autoridades del puerto y un marinero pecoso que me prometió sacarme la mierda aquí.
– Usted está mal, señor, quítese del sol, venga conmigo y tómese una cerveza.
– ¿Cuándo estará reparado el buque?
– Pasado mañana zarpamos.
– ¿A Coatzacoalcos?
El viejo volvió a afirmar, rascándose el colchón de canas del pecho.
– Dijeron que usted no iba en el barco porque estaba enfermo.
– ¿Los bastardos dijeron…?
– Si lo que le digo es cierto, ¿puedo contar con su ayuda?
Los ojos del viejo parpadearon como pequeñas estrellas perdidas en un cielo de arrugas:
– Si alguien anda caboteando por el Golfo con el nombre de mi barco, soy yo el que le va a sacar la mierda a toda esa tripulación de piratas, espérese y verá. Pero pueden haber engañado a las autoridades mexicanas y quizá vayan a otro puerto.
– Ese marinero pecoso no mentía. Dijo Galveston clarito. Creyó que yo era un borrachín con un machete.
Félix aceptó la hospitalidad del capitán Harding y se quedó dormido el resto de la tarde en el sofá de la casita de planchas de madera grises frente a la costa aceitosa y sin olas. Harding lo dejó y regresó a las diez de la noche. Había apresurado los trabajos de reparación y traía cervezas, sandwiches y la lista de todos los buquetanques que debían entrar mañana al puerto de Galveston. La leyeron juntos pero los nombres no les dijeron nada. Harding dijo que todos eran nombres de buques registrados y conocidos, pero si estos cochinos bucaneros andaban cambiando de nombre en cada puerto, era imposible saber.
– ¿Tienes alguna manera de reconocerlo si lo ves, chico?
Félix negó con la cabeza.
– Sólo si veo al pecoso. O a una mujer que viajaba a bordo.
– Nunca ha viajado una mujer en mi tanquero.
– Eso me dicen. En éste sí.
– Es muy difícil distinguir a un tanquero de otro. Nosotros no nos vestimos para ir al carnaval, como los cruceros del Caribe y todas esas canoas mariconas. Sólo cambian los nombres, volvió a leer en voz alta la lista, el Graham, el Evelyn, el Corfú, el Culebra Cut, el Alice…
Félix agarró la mano fuerte y manchada del capitán.
– El Alicia -rió.
– Sí, señor, y también el Royal, el Darién… ¿Siempre te dan tanta risa los nombres de barcos? -dijo con cierto desagrado Harding, interrumpiendo la lectura.
– El lapsus de Bernstein -rió Félix, pegándose sobre las rodillas con los puños cerrados-. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, de veras curiosa y más curiosa…
– ¿Qué demonios te pasa? -dijo Harding sospechando de nuevo que Félix era un loco o un insolado.
– ¿A qué horas atraca mañana el Alice, capitán?
A las cuatro de la tarde del día siguiente el S. S. Alice se acodó al muelle de Galveston bajo un cielo encapotado. La bandera de las barras y las estrellas colgaba inerte sobre la proa que señalaba a Mobile como puerto de origen del tanquero. Harding situó a Félix en el mejor lugar para ver sin ser visto. El mismo marinero pecoso abrió la escotilla de babor y sacó la escalera, pidiendo auxilio a los estibadores del muelle.
Recargado contra la columna de fierro de una bodega de depósito y oculto por el celaje de otras columnas idénticas Félix vio de lejos a un hombre alto, elegante, vestido de blanco, caminar por el muelle hacia la escalerilla. Era Mauricio Rossetti, el secretario privado del Director General. Se detuvo y esperó a que terminara la maniobra.
La falsa Sara Klein bajó ayudada por el marinero pecoso. Vio a Rossetti y se dirigió con alegría hacia él. Tuvo el impulso de besarlo pero el funcionario se lo impidió discretamente, la tomó del brazo con decisión y los dos caminaron hacia la salida. Félix vio a la mujer más de cerca; la imitación, si de imitación se trataba, era bien burda y sólo apta para engañar a zonzos como él, que se andaban enamorando de mujeres imposiblemente alejadas por la vida o por la muerte. Pero no cabía duda de la intención: el corte de pelo a la Louise Brooks, la cara pambazeada como Machiko Kyo, el traje sastre veraniego, azul pizarra y corte militar.
Angélica Rossetti había estudiado bien a Sara durante la cena que ofreció la semana pasada en su casa de San Ángel llena de cuadros de Ricardo Martínez. Todo esto era falso; lo único verdadero era el anillo de piedra clara en el dedo de Angélica, un combate de alfileres luminosos en este atardecer de luces negras. Sólo la montura de la piedra era distinta. Félix acarició el anillo sin piedra que traía en su propio bolsillo. Siguió de lejos a la pareja. Caminó junto al costado del tanquero y lo rozó con la mano. La herida del machetazo sobre la pintura fresca estaba allí, flagrante. Félix, sin dejar de mirar a los Rossetti, levantó el brazo en alto y Harding atendió la señal y avanzó hacia la escalerilla del barco con tres policías del puerto. El marinero pecoso los miró desde el escotillón, dejó caer la cuerda que tenía entre las manos y desapareció dentro del buque. Harding y los policías subieron. Ese chato pecoso acabaría sin un gramo de mierda en el cuerpo, se dijo Félix.
Angélica viajaba sólo con un nécessaire en la mano y subió con su marido a una limousine Cadillac manejada por un chofer sudoroso bajo la gorra de lana gris. Félix subió al Pinto y los siguió. Tomaron directamente hacia la supercarretera en dirección de Houston.
La limousine se detuvo frente a la blanca elegancia del Hotel Warwick y los Rossetti descendieron. Félix fue hasta el lote vecino a estacionarse. Caminó con la maleta en la mano y entró a la suavidad refrigerada del hotel. Los Rossetti se estaban registrando. Félix esperó hasta que el ayudante de la recepción los condujo a pie por el vestíbulo a la izquierda de las boutiques de lujo. Significaba que iban a habitar una de las recámaras de la media luna que daba sobre la piscina. El chofer sudoroso entregó las maletas de Rossetti al portero, tenían las etiquetas del vuelo México-Houston amarradas aún; Félix se acercó a la recepción. El empleado le dijo al botones que llevara las maletas del señor Rossetti al número 6. Félix pidió una recámara ubicada frente a la piscina, le gustaba nadar temprano.
– De noche también si gusta -le dijo en español el empleado chicano-. El swimming pool está abierto hasta las doce de la noche. Hay facilidades para organizar parties en las cabañas.
– ¿Está libre el 8? -Félix apostó sobre la alternancia numérica de los cuartos de hotel.
El chicano le dijo que sí. El botones le llevó la maleta y abrió las ventanas para que el huésped admirara la terraza privada de la habitación y la vista sobre la piscina. Salió después de explicar el funcionamiento del termostato.
Félix se desvistió pero no se atrevió a darse la ducha que reclamaba su cuerpo pegajoso como un caramelo chupado. Se mantuvo junto a la puerta comunicante con la habitación número 6, tratando de escuchar. Sólo le llegaron pequeños ruidos de vasos, pisadas sofocadas, cajones abiertos y cerrados y una vez la voz destemplada de Angélica, no, ahora no, después de la forma como me recibiste y la respuesta inaudible de Rossetti.
Luego la puerta de la recámara contigua se abrió y cerró. entreabrió la suya y miró al pasillo. La figura alta y elegante de Mauricio Rossetti se alejaba. La duda paralizó a Félix. Si Rossetti llevaba encima la piedra del anillo de Bernstein, no le sería a Félix imposible recuperarla, pero sí más difícil. Fue hasta la cama y se puso rápidamente los calzóncillos, dispuesto a seguir a Rossetti; después de todo, el secretario privado salía del hotel y su mujer se quedaba. Al inclinarse, vio el reflejo en la ventana entreabierta sobre la terraza.
Dos manos en la terraza vecina se agarraban con tensión al barrote de fierro pintado de azul claro, inconscientes del juego de reflejos propiciado por la noche repentina. En el dedo de una de esas manos estaba el anillo con la piedra clara y luminosa.
Esperó. Quizás Angélica se dormiría y bastaba salvar el bajo parapeto que separaba las dos terrazas. La puerta de los Rossetti volvió a abrirse y cerrarse. Félix miró a Angélica alejarse descalza y vestida con una bata blanca. Maldonado salió a la terraza después de apagar las luces de la recámara, La señora Rossetti llegó al borde de la piscina, se quitó la bata, apareció en bikini y se clavó en el agua. Félix tomó la bata blanca que colgaba en el baño, metió la llave de la habitación en la bolsa y caminó de prisa hacia la piscina.
Angélica había salido de la piscina y subió al trampolín. Volvió a clavarse. Félix arrojó la bata a un lado y se zambulló en dirección contraria a la de ella.
El agua era demasiado tibia y la piscina estaba iluminada con claraboyas de luz sumergidas. Félix mantuvo los ojos abiertos a pesar de la irritación del cloro; vio a Angélica, lavada para siempre de la máscara de Sara Klein, nadar bajo el agua hacia él, con los ojos cerrados y movimientos regulares de los brazos y los tobillos.
Félix giró apenas, la tomó del cuello y Angélica debió dar un grito de tiburón herido; el agua quebrada como cristal los liberó y disparó hacia la superficie abrazados en una figura de Laocoonte, aunque en este caso cada cual podía creer que el otro era la serpiente.
Félix tuvo que imaginar el terror de la mirada de Angélica; le tapó la boca con la mano y volvió a hundir a la mujer en el agua; sintió un vencimiento similar al de los cuerpos femeninos que resisten el asalto del hombre para salvar las formas y en seguida se rinden; agarró con fuerza la mano de Angélica y le arrancó el anillo; en otras circunstancias, esta mujer decidida y atlética que nadaba todos los días con Ruth en el Deportivo Chapultepec se hubiera defendido mejor; ahora no supo ofrecer resistencia y Félix volvió a abrazarla para sacarla de la piscina.
El contacto con el cuerpo casi inánime lo excitó, hay mujeres que son más bellas inmóviles y Angélica, agresiva y llena de modales de señora bien en la vida diaria, parecía una diosa salvada del mar, orgullosa, solitaria y sensual, cuando Félix la abandonó, desvanecida, al borde de la alberca.
No le sobraba tiempo; se vistió, salió del hotel y volvió a arrancar en el Pinto. En la supercarretera rumbo a Galveston exploró la piedra redonda como una canica, clara como el agua de la piscina pero quebrada en miles de destellos minúsculos. Sólo en los momentos en que un auto lo rebasaba, iluminándolo desde atrás, se atrevía a levantar la piedra entre el pulgar y el índice, mirarla, buscarle inútilmente una fractura. Viajaba a noventa millas por hora y no tenía tiempo.
Cuando se detuvo frente a la casita de madera gris del capitán Harding, probó que la piedra correspondía perfectamente a la montura del anillo de Bernstein y volvió a engarzarla en su sitio, original. Se burló de esta idea; ¿por cuántas monturas habría pasado este objeto indescifrable cuyo secreto, estaba seguro de ello, habría de resultar tan obvio como la carta robada de Poe?
Harding lo esperaba. Le comentó sin dramatismo que el capitán del Alice y el marinero pecoso estaban detenidos, acusados de conspiración, usurpación de funciones, engaño, falsas apariencias, el libro entero, dijo. Cargos no faltaron, añadió Harding, y hasta logró darle un puñetazo en la boca al pecoso cuando admitió que se había encargado de cambiar entre Coatzacoalcos y Galveston, las letras blancas de la Popa del buque suspendido sobre unas tablas de pintor. El Emmita zarpaba a las seis de la mañana. Estaría en Coateacoalcos dentro de las cuarenta y ocho horas. ¿Qué se le ofrecía?
– ¿Te cabe este anillo en el dedo, capitán?
Harding observó la piedra con reticencia y se la probó,
– Sí, pero los muchachos se van a reír de mí. Voy a parecerme a Lala Palooza con una gema así.
– ¿A quién?
– ¿No leíste los monitos de chico? No importa. No es de tu época. No te preocupes. Pensar que me insultaron de esa manera, mi barco, mi nombre, mi reputación, todo. A los viejos enfermos los retiran. Amigo, yo quiero al Emmita como a una mujer. No tengo nada más en la vida. Es como si estos bastardos me la hubieran culeado. ¿A quién le entrego el anillo?
– ¿Conoces La tempestad?
– Todas -rió el viejo.
– Un muchacho y una muchacha te esperarán en el muelle. Te preguntarán si vienes de parte de Próspero y les dirás que sí. Te preguntarán dónde está Próspero y dirás en su celda. Entrégales el anillo.
– Próspero -repitió Harding-, en su celda.
– El mar tiene tristezas, ¿verdad, Harding?
– Igual que una madre que sobrevive a sus hijos -contestó el viejo.
No le costó explicarse el movimiento de entradas y salídas en la recámara de los Rossetti. Dejó abierta su propia puerta cuando regresó de Galveston y me llamó por teléfono a México para comunicarme las citas de The Tempest. Antes de colgar añadió con una mezcla de desafío y humor muy propios de mi amigo Félix Maldonado:
– Your sister's drown'd, Laertes.32
– Too much of water bast thou, poor Ophelia33 -le contesté porque no me iba a dejar apantallar por la cita, pero también porque era mi manera de darle a entender que igual que él mis emociones personales se mezclaban con mis obligaciones profesionales pero tanto Félix como yo debíamos mantenerlas separadas-. And therefore I forbid my tears34
32. Tu hermana está ahogada, Laertes. Hamlet, iv, 7, 165.
33. Tienes demasiada agua, pobre Ofelia. Hamlet, iv, 7, 186.
34. Y en consecuencia prohibo mis lágrimas. Hamlet, iv, 7, 187.
Apartó la bocina de la oreja y la acercó a la puerta abierta para que yo escuchase el movimiento de doctores, enfermeras, aparatos de reanimación y los olores de alcohol e inyecciones me llegasen por teléfono de Houston a México. Fui yo quien colgué.
Félix durmió tranquilamente; tenía indicios suficientes de que en esa relación Angélica llevaba la voz cantante y Rossetti no daría un paso hasta que la mujer se aliviara. Un ahogado muere en seguida o se salva en seguida; la muerte por agua no admite crepúsculos, es una noche negra e inmediata o un día luminoso como este que Félix descubrió al correr las cortinas. Un viento del norte barrió las nubes pesadas hacia el mar y limpió el perfil urbano de Houston. Yo tuve que soñar pesadamente con mi hermana Angélica flotando muerta en un río, como una sirena silvestre cubierta de guirnaldas fantásticas.
A las tres de la tarde, los Rossetti salieron de su habitación. Angélica se apoyó firmemente en el brazo de su marido y los dos abordaron el Cadillac listo a la entrada del Warwick. Félix volvió a seguirlos en el Pinto. La limousine se detuvo frente a un edificio disparado hacia el cielo como una saeta de cobre cristalino. La pareja descendió. Félix estacionó en plena avenida para no perderlos de vista y entró al edificio cuando los Rossetti tomaban el elevador.
Tomó nota de las paradas en el tablero y luego consultó e1 directorio del edificio para cotejar los pisos en los que el ascensor se detuvo con los nombres de las oficinas en cada uno de ellos. La tarea le fue facilitada porque los Rossetti tomaron el directo a los pisos superiores al 15. Pero de falta de variedad no pudo quejarse: financieras, compañías de importación y exportación, firmas de arquitectos, bufetes de abogados, aseguradoras, empresas navieras y portuarias, empresas de tecnología petrolera, relaciones públicas.
Calculó que la importancia de la misión del matrimonio Rossetti los conduciría al último piso, el treintavo, reservado para penthouses ejecutivos. Pero esa era la deducción más fácil y seguramente la pareja la había previsto. Félix leyó los nombres de las oficinas del penúltimo piso. Otra vez los apellidos de abogados unidos en listas kilométricas por las cadenas de culebrillas jerárquicas amp; amp; amp;, Berkeley Building Associates, Conally Interests, Wonderland Enterprises Inc.
– ¿Hay una escalera que comunique al piso 30 con el 29? -le preguntó al conserje chicano.
– Naturalmente. Hay una escalera interior para todo el building. Con pintura repelente de fuego y todo. Este es un lugar muy seguro con todos los adelantos. Se inauguró hace apenas seis meses.
– Gracias.
– De nada, paisa.
Subió al penúltimo piso en el ascensor y caminó hasta la puerta de vidrio opaco con el rótulo pintado WONDERLAND ENTERPRISES INC. Le llamó la atención el carácter anticuado de la presentación en un lugar tan moderno, donde las oficinas se anunciaban discretamente con plaquitas de cobre sobre puertas de madera fina. Entró a una recepción ultrarefrigerada y amueblada con canapés de cuero claro, palmeras enanas en macetas de terracota y, presidiéndolo todo desde una mesa en media luna, una rubia precariamente detenida al filo de los cuarenta pero con carita de gato recién nacido. Leía un ejemplar de Viva y miró a Félix como si fuese el desplegado central a colores de la revista.
Más que interrogarlo, lo invitó con la mirada.
– Hello, bandsome. What's on your mind?35
Félix buscó en vano un espejo para confirmar el piropo de la recepcionista.
– I have something to sell.36
– I like things free37 -dijo la secretaria con la sonrisa congelada del gato de Cheshire y Félix vio un buen augurio en la aportación involuntaria de la güera a la comunicación de signos literarios.
– Let me see your boss.38
La rubia felina hizo una mueca de decepción.
– Oh. You're really on business, are you? Whom sall I say is calling?39
– The White Knight40 -sonrió Félix.
La secretaria lo miró con sospecha y automáticamente escondió una mano bajo la mesa, dejando abierta la revista con un hombre desnudo sentado en un columpio.
– Bossman busy right now. Take a seat41 -dijo con frialdad la rubia y cerró apresuradamente la revista.
– Tell him l'd like to join the tea party42 -dijo Félix avanzando hacia la mesa de la secretaria.
– You get away from me, you dirty Mex, I know your sort, all gliter and no gold. You ain't foolin this little girl.43
35. Hola, guapo. ¿Qué te preocupa?
36. Vendo algo.
37. Me gustan las cosas gratis.
38. Déjame ver a tu jefe.
39. Oh. Es en serio. ¿A quién anuncio?
40. El Caballero Blanco.
41. El jefe está ocupado en este momento. Tome asiento.
42. Dile que me gustaría tomar el té con ellos.
43. No te me acerques, cochino mexicano, conozco tu clase, puro brillo y nada de oro. A esta muchachita no le vas a engañar.
Félix cinéfilo aplastó aún más la cara chata de la güera nerviosa con la palma abierta y ensayó su mejor mueca de James Cagney; le hubiera gustado tener una toronja en la mano. Apretó el botón oculto bajo la mano pecosa, doblemente delatora de edad e intención, de la güera más humillada que Mae Clarke y la puerta cubierta de cuero se entreabrió. La secretaria chilló una obscenidad y Félix entró al despacho aún más refrigerado que la antesala.
– Bienvenido, señor Maldonado. Lo estábamos esperando. Haga favor de cerrar la puerta -dijo un hombre con cabeza demasiado grande para su mediana estatura, una cabeza leonina de pelo entrecano que caía con un mechón sobre la frente alta y se detenía en la frontera de las cejas altas, finas, arqueadas y juguetonas que daban un aire de ironía a los ojos helados, grises, brillantes detrás de los párpados más gruesos que Félix había visto jamás fuera de una jaula de hipopótamos. Pero el cuerpo era llamativamente esbelto para un hombre de cerca de sesenta años y el traje azul cruzado de raya blanca era caro y elegante.
– Perdone a Dolly -añadió cortésmente-. Es tonta pero cariñosa.
– Todo el mundo parece estarme esperando -dijo Félix mirando a Rossetti, vestido de blanco y sentado sobre el brazo del sillón de cuero claro ocupado por Angélica, disfrazada por anteojos negros y con el pelo oculto por una mascada.
– ¿Cómo pudo…? -dijo alarmada Angélica con la voz ronca de tanto tragar agua con cloro.
– Hemos sido muy cuidadosos, Trevor -dijo en son de disculpa Rossetti.
– Ahora ya sabe usted mi nombre, gracias a la discreción de nuestro amigo -dijo con afabilidad cortante el hombre de labios delgados y nariz curva de senador romano. Eso parecía, se dijo Félix, un Agrippa Septimio amp; Severo vestido accidentanmente por Hart, Schaffner amp; Marx.
– I thought you were the Mad Hatter44 -dijo Félix en inglés porque el hombre llamado Trevor hablaba un castellano demasiado perfecto y con acento difícil de ubicar, neutro como el de un oligarca colombiano.
Trevor rió.
– That would make him the Dormouse and bis spouse a slightly drowned Alice. Drowned in a cup of tea, of course. And you, my friend, would have to take on the role of the fiarch Hare45 -dijo con acento universitario británico.
Sustituyó la risa por una mueca tiesa y desagradable que le transformó el rostro en máscara de tragedia.
– A las liebres como esas se las atrapa fácilmente -prosiguió en español-. Las pobres están condenadas entre dos fechas fatales, los idus de marzo y el primero de abril, que es el día de los tontos y engañados.
– Con tal de que no salgamos del país de las maravillas, las fechas me valen sombrilla -dijo Félix.
Trevor volvió a reír, metiendo las manos en las bolsas del saco cruzado.
– Me encantan esas locuciones mexicanas. En efecto, una sombrilla vale muy poco en un país tropical, a menos que se tema una insolación. En cambio, en países de lluvia constante…
– Usted sabrá; los ingleses hasta firman la paz con un paraguas -dijo Félix.
– Y luego ganan la guerra y salvan a la civilización -dijo Trevor con los ojos perdidos detrás de los párpados abultados-. Pero no mezclemos nuestras metáforas. Welcome to Wonderland.46 Lo felicito. ¿Dónde estudió usted?
– En Disneylandia.
– Muy bien, me gusta su sentido del humor, se parece al nuestro. Por eso escogimos claves tan parecidas, seguramente. Nosotros Lewis Carroll y ustedes William Shakespeare. En cambio, miró con desdén a los Rossetti, imagínese a este par tratando de comunicarse a través de D'Annunzio. Out of the question.47
– Tenemos al Dante -dijo frágilmente Rossetti.
– Cállate la boca -dijo Trevor con una amenaza acentuada por la inmovilidad de las manos metidas en las bolsas del saco-. Tú y tu mujer no han hecho más que cometer errores. Lo han exagerado todo, como si estuvieran extraviados en una ópera de Donizetti. No han entendido que la única manera de proceder secretamente es proceder abiertamente.
44. Creí que usted era el Sombrerero Loco.
45. En este caso éste sería el Ratón Dormido y su esposa una Alicia ligeramente ahogada. En una taza de té, naturalmente. Y usted, mi amigo, tendría que desempeñar el papel de la Liebre de Marzo.
46. Bienvenido al País de las Maravillas.
47. Imposible.
Miró con particular desprecio a Angélica.
– Disfrazarte de Sara Klein para que luego no pudiera trazarse tu salida de México y se quebraran la cabeza buscando a una muerta. Bah, pamplinas -dijo Trevor curiosamentete, como si hubiera aprendido el español viendo comedias madrileñas.
– Maldonado estaba en Coatzacoalcos, a punto de obtener el anillo, es un sujeto emotivo, lo hubieras visto en mi casa la otra noche, Trevor, cómo trató a Bernstein, estaba loco por Sara, sólo quise perturbarlo emocionalmente -dijo Angélica con una energía estridente, artificial.
Trevor sacó la mano de la bolsa y cruzó con una bofetada seca y precisa el rostro de Angélica; la mujer permaneció con la boca abierta como si se fuese a ahogar de nuevo y Rossetti se incorporó con la actitud indignada del caballero latino.
– Imbéciles -dijo Trevor entre sus dos labios igualmente tiesos-, debí escoger traidores más capaces. La culpa es mía. La señora se deja arrebatar el anillo mientras imita a Esther Williams. El señor no se atreve a pegarme porque piensa cobrar por partida triple y eso vale más que el honor.
Rosseti se sentó de nuevo junto a Angélica, pálido y tembloroso; intentó abrazar a su esposa; ella lo rechazó con un movimiento irritado. Trevor miró a Félix como si se dispusiese a invitarlo a una partida de cricket.
– Mi amigo, ese anillo no tiene valor alguno para usted. Le doy mi palabra de honor.
– Creo tanto en la palabra de un caballero inglés como en la de un caballero latino -comentó Félix con la contrapartida mexicana de la flema inglesa: la fatalidad india.
– Evitaremos muchas escenas desagradables si me lo de vuelve cuanto antes.
– No se imaginará que lo traigo conmigo.
– No; pero sabe dónde está. Confío en su inteligencia, procure devolvérmelo.
– ¿Cuánto valdrá mi vida si lo hago?
– Pregúntele a la parejita. Ellos saben que yo pago mejor que los otros.
– Las apuestas pueden ascender -logró decir con sarcasmo lastimado Rossetti.
Trevor lo miró con desdén asombrado.
– ¿Crees que puedes cobrar cuatro veces? ¡Avorazado!
Félix se volteó con curiosidad hacia el secretario privado del Director General.
– Seguro, Rossetti. Cóbrale al Director General porque le hiciste creer que lo servías a él para informarle sobre las actividades de Bernstein, cóbrale a Bernstein porque le hiciste creer que eras su cómplice revelándole los planes del Director General, cóbrale a Trevor porque lo sirves a él contra tus otros dos patrones. Y si quieres, yo te pago más que los tres juntos para que abras el pico. ¿O esperas regresar a México, delatarnos a todos y salirte con la lana y el honor intactos?
– Cabrón, para qué te cruzaste en nuestro camino -dijo Angélica sin interrogaciones.
– ¿Qué valor tiene el famoso anillo? -preguntó Félix con el mismo tono neutro de la mujer de Rossetti.
Fue el funcionario quien le contestó, nuevamente tranquilo y con el ánimo de congraciarse con Félix, como si descubriese un poder hasta entonces oculto en el oscuro jefe del Departamento de Análisis de Precios:
– No sé, sólo sé que Bernstein dispuso todo en Coatzacoalcos para que Angélica pudiera viajar con él a los Estados Unidos.
– Y en vez de entregárselo al cómplice de Bernstein, lo traicionaste para traérselo a Trevor -dijo Félix.
– En efecto -intervino Trevor antes de que los Rossetti pudiesen hablar de nuevo-, mis amigos los Rossetti, ¿cómo le diré?, desviaron el curso de las cosas para traerme el anillo. Alas, usted se nos interpuso. De todos modos, el destinatario de Bernstein debe estarse mordiendo las uñas en otra parte de este vasto continente, esperando la llegada de la señora Angélica en otro tanquero fantasma que convendremos en llamar, para no salirnos de las alusiones aceptadas, The Red Queen. ¿Sabe usted? La que pedía la cabeza del valet de corazones por robarse la tarta de fresas. Le voy a rogar que nos conduzca al anillo perdido, señor Maldonado.
– Le repito que no lo tengo.
– Ya lo sé. ¿Dónde está?
– Viaja, lento pero seguro como la tortuga burlona de Alicia.
– ¿A dónde, Maldonado? -dijo Trevor con fierro en vez de dientes.
– Paradójicamente, rumbo al mismo destinatario que la esperaba por instrucciones de Bernstein -dijo Félix sin parpadear.
– Te dije, Trevor -dijo con histeria gutural Angélica-, Félix es judío converso, por algo soy íntima de Ruth, tenía que acabar alineado con los judíos, es viejo alumno de Bernstein, conoce a Mann, le ha mandado el anillo, ya sabe que Bernstein no mató a Sara…
Trevor fingió que se resignaba al parloteo de Angélica. Rossetti calmó a su mujer como pudo.
– No hables más de lo necesario. Por favor sé más prudente, amor. Tenemos que regresar a México…
– Con lo de Bernstein y lo de Trevor tenemos para irnos a vivir fuera de ese país de pulgas amaestradas -dijo la incontrolable Angélica.
– Te prometí que nos iríamos a donde quisieras, amor -dijo con voz cada vez más compasiva Rossetti, aunque más de la mitad de esa compasión la reservaba para sí.
– ¡Estoy harta de verte ascender un peldañito burocrático cada seis años! ¿Dónde estarás dentro de doce? ¿Director de cuentas, comisario de un fideicomiso lechero, que?
– Angélica, debemos dejar pasar unos meses…
– ¿No te has cansado de vivir de mi dinero, padrote?
– Te digo que unos meses, para que todo vuelva a la normalidad, es por prudencia, Angélica, dinero no nos va a faltar más…
– ¿Y quién me va a pagar la cachetada de Trevor, güevón? -aulló Angélica arrancándose los anteojos negros para revelar los ojos inflamados de venas rojas.
– Yo, con tal de que te calles -dijo Félix y clavó un derechazo en el vientre de Rossetti en el momento en que el secretario privado sacó la navaja de bolsillo y apretó el botón para que saltara el acero afilado.
La mirada de enajenado de Rossetti contenía todas las amenazas imaginables cuando cayó doblado sobre el sofá, mugiendo. Félix recogió la navaja y volvió a acomodarla entre la lima para las uñas y un sacacorchos diminuto.
– Perfecto -sonrió Trevor-. Tecnología napolitana, uñas limpias para la bella figura y método seguro parar abrir botellitas en los aviones sin temor a morir envenenado. Nuestro amigo Rossetti se pinta solo. ¿Qué cree usted, Maldonado? ¿Iba a degollar a Angélica o me iba a exigir que le entregara el dinero prometido?
– Me iba a clavar como a una mariposa -dijo fríamente Félix.
– ¿Ah, sí? -arqueó las cejas Trevor-. ¿Se puede saber por qué?
– Primero, porque fui testigo de que su mujer lo humilló.
– Yo también.
– Usted no es latino. Esto es asunto de clan,
– ¿Y segundo?
– Porque soy el único que puede delatarlo. Los demás, usted, Bernstein, el Director, Angélica, tienen razones para guardar secretos.
– ¿Está seguro? No importa. Debemos agradecerle a nuestros amigos su edificante escena conyugal.
– ¿Usted es soltero? -sonrió Félix.
– ¿No ve mi buena salud? -le devolvió la sonrisa Trevor.
– Es marica -escupió Angélica.
– La política no tiene sexo, señora, y por creer lo contrario ustedes se enredan en pasiones inútiles. Al grano, Maldonado. Si me miente, pierde su tiempo. Ese anillo les será inútil a ustedes. En primer lugar, porque se requiere algo más que tecnología napolitana o azteca para emplearlo. Por más vueltas que le den, el anillo no les dirá nada. Y si lo desmontan, destruirán automáticamente la información que contiene. Y en seguida, porque esa información ustedes ya la poseen.
– Entonces no importa que se destruya -dijo Félix preguntándose por qué Trevor le daba todos estos datos.
– ¿No les interesa saber qué nos interesa saber de ustedes? -le proporcionó la respuesta el inglés-. No sea tan elemental, mi querido Maldonado.
– El anillo será recibido por Mann -dijo Félix agarrándose al descuido verbal de Angélica.
– ¡Cáspita! -exclamó Trevor con otra de sus expresiones de comedia de Arniches. ¿Por quién?
– Por Mann, el cómplice de Bernstein -repitió Félix.
Trevor rió forzadamente:
– Man quiere decir hombre. Pero usted sabe inglés.
– No te dejes engañar, Félix, Bernstein nos dijo que le lleváramos el anillo a Mann a Nueva York -gritó Angélica totalmente extraviada en sus alianzas, dividida en sus actitudes nerviosas entre la amenaza y la alarma, la compasión y el desprecio hacia su marido, el chantaje mal orientado hacia Trevor y la creencia confusa de que Félix la había vengado de la cachetada de Trevor golpeando a Rossetti. Félix conjuró la idea de Angélica encerrada en un manicomio; les daría miedo admitirla.
– Está bien -dijo Trevor moviéndose rígidamente de lado, como un alfil de ajedrez, antes de que Angélica recuperase el habla-. La señora quiere ser pagada y marcharse, ¿eso es?
– ¡Eso es! -gritó Angélica.
Todos se miraron en silencio. Trevor apretó un botón y Dolly apareció.
– Dolly, the lady is leaving. I hope her husband will follow her. They are very tiresome.48
48. Dolly, la señora se marcha. Espero que su marido la siga. Son muy fatigosos.
– Se los regalo -dijo Angélica señalando hacia el bulto quejumbroso de Rossetti. El dinero me lo llevo yo.
– Pero no me cumplieron, Angélica -dijo con acento contrito Trevor-. No tengo el anillo.
– ¿Y los peligros que corrimos? Por poco muero ahogada. Nos prometiste el dinero pasara lo que pasara, lo prometiste, Trevor, los peligros lo ameritaban, eso nos dijiste.
– Tienes razón, Angélica.
Abrió un cajón, sacó un sobre gordo y se lo entregó a la señora Rossetti.
– Cuéntalos bien. Luego no quiero reclamaciones.
Angélica manoseó golosamente los billetes verdes, contando con los labios articulados en silencio.
– Está bien, Trevor. Los negocios son los negocios.
– ¿Y tu marido?
– Consigúele chamba en una pizzería -dijo Angélica y salió con toda su arrogancia natural recuperada, siguiendo a Dolly.
– Bien -respiró hondo Trevor-, ahora podemos hablar en serio.
– ¿Y ése? -meneó la cabeza Félix en dirección de Rossetti.
– ¿No se ha preguntado usted, Maldonado, quién es el culpable de todo? -suspiró Trevor.
– Las culpas me parecen lo mejor repartido de este asunto -dijo sin humor Félix.
– No, no me entiende usted. Reúnalas todas, las mías y las suyas, las del Director General, las de Bernstein y su criado el tal Ayub, las de la señora que acaba de abandonarnos. Son muchas culpas, ¿no es cierto?
Rossetti comenzó a levantarse, trémulo.
– No, Trevor, no…
– Lo sano, lo limpio es reunirlas en una sola cabeza. La estoy mirando. ¿Usted también la mira?
– Me da igual -dijo Félix-. Pero hay una culpa que no le cargará usted a Rossetti.
Trevor tomó suavemente del hombro a Rossetti y lo obligó a reunirse de nuevo con el sofá.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál?
– Angélica, Angélica -murmuró grotescamente Rossetti con la cara escondida entre las manos.
– La muerte de Sara Klein -dijo Félix-. De eso me encargo yo.
– Concedido. Ahora escúcheme. Mire fuera de las ventanas. Houston no es ciudad bonita. Es algo mejor: una ciudad poderosa. Mire ese rascacielos de vidrios azules. Es la sede de la más grande empresa mundial de tecnología petrolera. Pertenece a los árabes y les costó quinientos millones de dólares. Mire la enseña del Gulf Commerce Bank. El ochenta por ciento de sus transacciones consiste en manejar petrodólares para sus clientes árabes. ¿Vio los nombres de los bufetes legales en este edificio? Todos trabajan para el dinero árabe. Le invito a darse una vuelta por todas y cada una de las compañías que trabajan en este edificio. Están ocupadísimas en un solo propósito, participar en los programas de desarrollo de los países árabes; se juegan doscientos mil millones de dólares. Deja de tartamudear incoherencias, Rossetti. Debería interesarte lo que estoy contando.
– Angélica… -dijo otra vez Rossetti.
– Ya te reunirás con ella. Espera. Antes vas a justificar el dinero que le entregué. La mitad de todas las transacciones comerciales entre el sector privado americano y el mundo árabe se realizan en Houston: cuatro mil millones de dólares anuales. De aquí salen las tuberías, las plantas de gas líquido, la tecnología petroquímica, el know-how agrícola y hasta los profesores universitarios para el mundo árabe. Una sola firma de arquitectos texanos ha concluido contratos por seis mil millones de dólares de exportaciones anuales de los Estados Unidos a los países árabes.
Trevor cruzó los brazos detrás de la espalda impecablemente trajeada y contempló la fisonomía de Houston bajo el cielo nuevamente encapotado, sucio, caluroso, como si observase un campo de hongos de cemento alimentados por una lluvia negra.
– Aquí mismo, donde estamos parados, este edificio, es propiedad de los saudís. ¿No le aburro con mis estadísticas? -volteó con su sonrisa tiesa dirigida a Félix.
– Si quiere impresionarme con su audacia, acepto que lo está logrando -dijo Félix.
– ¿Audacia? -inquirió sarcásticamente Trevor.
– Ya lo dijo usted -contestó Maldonado-. Los verdaderos secretos son los que no se esconden. Houston es el sitio ideal para un agente secreto de los árabes.
Trevor y Rossetti rieron juntos. Los dos miraron a Félix como una pareja de lobos mira a un cordero.
– Dile la verdad, Rossetti -ordenó Trevor más parecido que nunca a un senador romano.
– Bernstein me pidió que le entregara el anillo a Trevor -dijo Rossetti cada vez más seguro de sí mismo-. Mann no existe. Fue una treta convenida.
– Madame Rosseti se ganó en buena ley su fajo de dólares -sonrió Trevor-. El anillo, pues, no va rumbo al mítico Mr. Mann en Nueva York.
– Cómo se aprenden cosas -dijo Félix con voz amodorrada pero con un relojito interno cada vez más acelerado-. No sabía que el País de las Maravillas tenía su capital en Jerusalén.
– Presto mis servicios profesionales -dijo con voz de terciopelo Trevor.
– ¿Al mejor postor?
Trevor extendió los brazos con un gesto expansivo, raro en él, como si quisiera abarcar este despacho, el edificio, la ciudad de Houston entera.
– No hay misterio. En esta ocasión y en este lugar, represento intereses árabes.
– Pero Bernstein le envió el anillo.
– No recrimine a su antiguo profesor. Me ha conocido como agente israelita y me hizo destinatario del anillo con toda buena fe. No sabe que practico las virtudes de la simultaneidad de alianzas. ¿Podría usted distinguir a Tweedledum de Tweedledee?
– Bastaría aplastar a uno para que el otro se quebrara como Humpty Dumpty.
– Sólo que en esta ocasión los hombres del rey se encargarían de juntar los pedazos y reconstituirme. Le soy demasiado valioso a ambas partes. No intente romper el huevo, Maldonado, o será usted el que termine como omelette. Recuerde que, si yo lo quisiera, usted no saldría vivo de aquí -dijo Trevor moviéndose como un gato sobre la gruesa alfombra del despacho.
– Usted no me puede matar -dijo Félix.
– Córcholis. ¿Será usted inmortal, mi querida liebre?
– No. Ya estoy muerto y enterrado. Visite un día el Panteón Jardín en México y lo confirmará.
– ¿Se da cuenta de que me propone la situación ideal para matarlo sin dejar trazas? Nadie buscará a un muerto que ya está muerto.
– Y nadie encontrará, si yo muero, el anillo de Bernstein.
– ¿Cree usted? -dijo el inglés con una cara más inocente que la de una heroína de Dickens-. Basta reconstruir peldaño por peldaño la escalera que con tanta imprudencia ustéd ha derrumbado. Los actores son perfectamente sustituibles Sobre todo los muertos.
Félix no podía controlar su sangre acelerada, enemiga invisible del rostro rígido. Agradeció las cicatrices que facilitaban el trabajo inmóvil de la máscara. No había tocado a Trevor. Ahora el inglés le palmeó cariñosamente la mano y Félix reconoció la piel sin sudor de los saurios.
– Vamos, no tema. Acepte el juego que le propongo. Llamémoslo, en honor de la santa patrona de su país, la Operación Guadalupe. Bonito nombre árabe, Guadalupe. Quiere decir río de lobos.
No le costó a Trevor, sin proponérselo, adquirir una fisonomía vulpina.
– Pero no vamos a hablar de filología, sino de guiones probables. Y acaso brutales. Mezcle los elementos a su antojo, mi querido Maldonado. El pretexto perfectamente calculado de la guerra del Yom Kippur y sus efectos igualmente calculados: el alza acelerada de los precios de petróleo; Europa y Japón puestos de rodillas y de una vez por todas sin pretensiones de independencia; la obtención de créditos del Congreso para el oleoducto de Alaska gracias al pánico petrolero y la multiplicación por millones de las ganancias de las Cinco Hermanas. Admírese: sólo en 1974, los beneficios de la Exxon aumentaron en un 23,6 % contra 1,76 % en los diez años anteriores; y los de la Standard Oil en un 30,92 % contra 0,55 % en la década anterior.
Dejó de palmear la mano de Félix y caminó de vuelta hacia la ventana.
– Mire afuera y vea dónde están los petrodólares. Jugamos a Israel contra los árabes y a los árabes contra Israel. Houston es la capital árabe de los Estados Unidos y Nueva York la capital judía; los petrodólares entran por aquí y salen por allá. ¿Sabe alguien para quién trabaja? Pero no nos salgamos del juego. Todos los guiones son posibles. Incluso -o sobre todo-una nueva guerra. De acuerdo con las circunstancias, podemos cerrar la válvula de Nueva York y asfixiar a Israel o cerrar la válvula de Houston y congelar los fondos árabes. Sígame en nuestro juego, por favor. Imagine a Israel aislado y lanzándose a una guerra de desesperación. Imagine a los árabes dejando de vender petróleo a Occidente. Escoja usted su guión, Maldonado; ¿quiénes intervendrían primero, los soviéticos o los americanos?
– Habla de la confrontación como si fuera algo saludable
– Lo es. La coexistencia actual nació de la confrontación en Cuba. Las situaciones al borde de la guerra son el shock necesario para prolongar la paz armada quince o veinte años más. El tiempo de una generación. El verdadero peligro es la podredumbre de la paz por ausencia de crisis periódicas que la revitalicen. Entramos entonces al reino del azar, la modorra y el accidente. Una crisis bien preparada es manejable, como lo demostró Kissinger a partir de la guerra de octubre. En cambio, el accidente por simple presión material de armas acumuladas que se van volviendo obsoletas es algo incontrolable.
– Es usted un humanista pervertido, Trevor. Y sus guiones ilusorios son sólo los que se fabrican diariamente en las redacciones de los periódicos.
– Pero también en los consejos de las potencias nucleares. Lo importante es tomar en cuenta todas las eventualidades. Ninguna debe ser excluida. Incluyendo, mi querido amigo, la presencia cercana del petróleo mexicano. En más de un guión, aparece como la única solución a mano.
– ¿Sin consultar a México?
– Hay colaboracionistas en su país, igual que en Checoslovaquia. Algunos están ya en el poder. No sería difícil instalar a una junta de Quislings en el Palacio Nacional de México, sobre todo en situación de emergencia internacional y en un país sin procesos políticos abiertos. Las cábalas políticas mexicanas son como las amebas: se fusionan, desprenden, subdividen y vuelven a fusionar en la oscuridad palaciega, sin que el pueblo se percate.
– A veces los mexicanos despertamos.
– Pancho Villa no hubiera resistido una lluvia de napalm.
– Pero Juárez sí, igual que Ho Chi Minh.
– Guárdese sus discursos patrióticos, Maldonado. México no puede sentarse eternamente sobre la reserva petrolera más formidable del hemisferio, un verdadero lago de oro negro que va del golfo de California al mar Caribe. Sólo queremos que se beneficie de ella. Por las buenas, de preferencia. Todo esto puede hacerse normalmente, sin tocar la sacrosanta nacionalización del presidente Cárdenas. Se puede desnacionalizar guardando las apariencias, pardiez.
– A la Virgen de Guadalupe no le va a caer en gracia que usen su nombre para este saínete -bromeó Félix.
– No sean tercos, Maldonado. Lo que se juega es mucho más grande que su pobre país corrupto, ahogado por la miseria, el desempleo, la inflación y la ineptitud. Vuelva a mirar hacia afuera. Se lo exijo. Esto fue de ustedes. No les sirvió de nada. Mire en lo que se ha convertido sin ustedes.
– Ya van dos veces que escucho la misma canción. Me empieza a fastidiar.
– Entiéndame claro y repítaselo a sus jefes. Los planes de contingencia del Occidente requieren información precisa sobre la extensión, naturaleza y ubicación de las reservas de petróleo mexicanas. Es indispensable preverlo todo.
– ¿Esa es la información que mandaba Bernstein desde Coatzalcoalcos?
Quizá Trevor no iba a responder. En todo caso, no tuvo tiempo de hacerlo. Dolly entró con su carita de gata alterada como si una jauría de bulldogs se le hubieran aparecido en el tejado.
– Oh God, Mr. Mann, a terrible thing, Mr. Mann, a horrible accident, look out the window.49
49. Oh, Mr. Mann, una cosa terrible, Mr. Mann, un horrible accidente, asómese por la ventana…
Félix no tuvo tiempo de consultar las miradas que se cruzaron Trevor/Mann y Rossetti; Dolly abrió la ventana y el aire acondicionado salió huyendo como las palabras momentáneamente congeladas del agente doble; los tres hombres y la mujer lloriqueante se asomaron al aire pegajoso de Houston y Dolly indicó hacia abajo con un dedo de uña medio despintada.
Un enjambre de moscas humanas se reunía en la calle alrededor del cuerpo postrado como un títere de yeso roto. Varios autos de la policía estaban estacionados con sirenas ululantes y una ambulancia se abría paso en la esquina de la Avenida San Jacinto.
Trevor/Mann cerró velozmente la ventana y le dijo a Dolly con acento nasal de medioeste americano:
– Call the copper, stupid. l'm holding tbe dago for the premeditated murder of his wife.5o
50. Diles a los policías que suban, estúpida. Estoy deteniendo al italiano por el asesinato premeditado de su esposa.
Mauricio Rossetti abrió la boca pero no pudo emitir sonido alguno. Además, Trevor/Mann le apuntaba directamente al pecho con una automática. Era un gesto innecesario. Rossetti se derrumbó de nuevo sobre el sofá llorando como un niño. Trevor/Mann ni siquiera lo miró. Pero no soltó la pistola. Se veía fea en la mano de piel de lagartija.
– Consuélate, Rossetti. Las autoridades mexicanas pedirán tu extradición y les será concedida. En México no hay pena de muerte y la ley es comprensivamente benigna con los uxoricidas. Y no hablarás, Rossetti, porque prefieres pasar por asesino que por traidor. Medita esto mientras gozas de los lujos de la cárcel de Lecumberri. Y piensa también que te libraste de una temible arpía.
Apuntó hacia Félix Maldonado.
– Puede usted retirarse, señor Maldonado. No me guarde rencor. Después de todo, este round lo ganó usted. El anillo está en su poder. Le repito: no le servirá de nada. Váyase tranquilo y piense que Rossetti sustrajo toda la información poco a poco, parcialmente de las oficinas del Director General, parcialmente de Minatitlán y otros centros de operación de Pemex y se la entregó en bruto a Bernstein. Fue su maestro quien la ordenó y convirtió en mensajes cibernéticos coherentes. -No se preocupe; Rossetti prefiere cargar con la muerta de su domicilio conyugal que con los muertos de sus indiscreciones políticas. En cambio, la infortunada señora Angélica, reunida con sus homónimos, ya no podrá soltar la lengua, como solía hacerlo.
– Y yo, ¿no teme que yo hable? -dijo Félix con la sangre vencida.
Trevor/Mann rió y dijo con su acento británico recuperado:
– By gad, sir, don't push your luck too far.51 Precisamente, lo que deseo es que hable, que lo cuente todo, que transmita nuestras advertencias a quienes emplean sus servicios. Permita que le demuestre mi buena fe. ¿Quiere averiguar quién mató a Sara Klein?
51. Pardiez, caballero, no abuse de su buena suerte.
Félix no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, humillado por la suficiencia del hombre con rasgos de senador romano, mechón displicente e interjecciones anacrónicas. Sintió que con sólo mencionarla, Trevor/Mann manoseaba verbalmente a Sara como la manoseó físicamente Simón Ayub en la funeraria.
– Busque a la monja.
Miró a Félix con un velo de cenizas sobre los ojos grises.
– Y otra cosa, señor Maldonado. No intente regresar aquí con malas intenciones. Dentro de unas horas, Wonderland Enterprises habrá desaparecido. No quedará rastro ni de esta oficina, ni de Dolly ni de su servidor, como dicen ustedes con su curiosa cortesía. Buenas tardes, señor Maldonado. O para citar a su autor preferido, recuerde cuando piense en los Rossetti que la ambición debe ser fabricada de tela más resistente y cuando piense en mí que todos somos hombres honorables. Abur.
Hizo una ligera reverencia en dirección de Félix Maldonado.
Manejó nuevamente hasta Galveston perseguido por el ángel negro del presentimiento pero también para alejarse lo más posible de la horrible muerte de Angélica. Le aseguraron en las oficinas del puerto que el Emmita atracaría puntualmente en Coatzacoalcos a las cinco de la mañana del jueves 19 de agosto; el capitán H. L. Harding era cronométrico en sus salidas y llegadas. Félix se dio una vuelta por la casita de maderos grises junto a las olas aceitosas y cansadas del Golfo. La puerta estaba abierta. Entró y olió el tabaco, la cerveza chata, los restos de jamón en el basurero. Resistió el deseo de pasar allí la noche, lejos de Houston, Trevor/Mann y los cadáveres, uno inerte y el otro ambulante, de los Rossetti. Temió que su ausencia del Hotel Warwick motivara sospechas y regresó a Houston pasada la medianoche.
Por las mismas razones, decidió pasar todo el día del miércoles en el Warwick. Compró el boleto de regreso a México para el jueves en la tarde, cuando el Emmita ya hubiese llegado a Coatzacoalcos y la parejita de jóvenes, Rosita y Emiliano, hubiesen recibido el anillo de manos de Harding. Tomó una cabaña de la piscina, se asoleó, nadó y comió un club-sandwich con café. Nadó muchas veces para lavarse del recuerdo de Angélica, nadó debajo del agua con los ojos abiertos, temeroso de encontrar el cadáver roto de la señora Rossetti en el fondo de la piscina.
No pasó nada en el hotel y el cuarto de los Rossetti fue vaciado sigilosamente de sus pertenencias y ocupado por otra pareja de desconocidos. Félix los escuchó por el balcón; hablaban inglés y hablaban de sus hijos en Salt Lake City. Era como si Mauricio y Angélica jamás hubiesen puesto un pie en Houston. Félix se sumó al mimetismo ambiente y aprovechó las horas muertas para emprender intentos inmóviles y fútiles de ordenar las cosas en su cabeza.
La tarde del jueves dejó atrás las planicies ardientes y los cielos húmedos de Texas, pronto se disolvieron las tierras yermas del norte de México en picachos secos y pardos y éstos sucumbieron ante los volcanes truncos del centro de la república, indistinguibles de las pirámides antiguas que quizás se ocultaban bajo la lava inmóvil. A las seis de la tarde el jet de la Eastern se precipitó hacia el circo de montañas disueltas por el humo letárgico de la capital mexicana.
Tomó un taxi a las suites de la calle de Génova y allí le preguntaron si deseaba la misma habitación que la vez pasada. Gracias a las memoriosas propinas lo condujeron con zalamerías al apartamento donde fue asesinada Sara Klein. El joven empleado flaco y aceitoso se atrevió a decirle que se veía muy repuesto después de su viaje y Félix confirmó con el espejo del baño, al quitarse el sombrero blanco adquirido en el aeropuerto de Coatzacoalcos, que el pelo le empezaba a crecer espeso y rizado, los párpados ya no estaban hinchados y sólo las cicatrices continuaban desfigurándolo, aunque el bigote ocultaba misteriosamente el recuerdo de la operación y le devolvía un rostro que si no era exactamente el anterior, sí se parecía cada vez más al del tema de su broma privada con Ruth, el autorretrato de Velázquez.
Pensó en Ruth y estuvo a punto de llamarla. La había olvidado durante todo este tiempo de ausencias; tenía que olvidarla para que esa atadura, la más íntima y cotidiana, no le desviara de la misión que le encomendé. Frenó el impulso, además, porque reflexionó que para su esposa, él era un muerto; Ruth había asistido al sepelio organizado por el Director General y Simón Ayub en el Panteón Jardín. La viuda Maldonado llevaba muy poco tiempo acostumbrándose a su nueva situación; igual que ante el cadáver de Sara, Félix debía reservarse para el momento de su aparición física ante Ruth. Una voz desencarnada por el teléfono sería demasiado para una mujer como ella, tan doméstica, que le resolvía los problemas prácticos, le tenía listo el desayuno y planchados los trajes.
Sara era otra cosa, viva o muerta, algo así como la sublimación de la aventura misma, su razón más apasionada pero también la más secreta. Mis instrucciones fueron claras. Ninguna motivación personal debería interponerse en nuestro camino. No existe misión de inteligencia que no convoque, fatalmente, las realidades afectivas de la vida y teja una maraña invisible pero insalvable entre el mundo objetivo que salimos a dominar y el mundo subjetivo que, querámoslo o no, nos domina. ¿Se habría enterado Félix, durante esta extraña semana de su vida, que todos los desplazamientos jamás nos alejan del hospedaje de nosotros mismos y que ningún enemigo externo es peor que el que ya nos habita?
Más tarde me dijo que recordó, mientras marcaba mi número al regresar de Houston, la broma con que me anunció la muerte de Angélica antes de que sucediera: tu hermana está ahogada, Laertes. Eliminé mis sentimientos personales, aunque entonces ignorase el papel desempeñado por Angélica en esta intriga. Por eso, no tuvo que añadir nada sobre ella cuando me telefoneó desde las suites de Genova, no tuvo que encontrar una cita de Shakespeare para decirme que Ofelia, en vez de ahogarse, era una muñeca quebrada sobre el pavimento caliente de una ciudad texana.
– When shall we two meet again?
– When the battle's lost and won.
– But tell us, do you hear whether we have had any loss at sea or not?52
– Ships are but boards, sailors are but men; there be land-rats and water-rats, land-thieves, and water-thieves.53
– What tell'st tou me of robbing?54
The boy gives warning.55 He is a saucy boy. Go to, go to.56 He is in Venice.57
52. Pero, dinos, ¿has oído si hemos perdido algo en el mar o no? Mercader de Venecia, iii, 1, 45.
53. Los barcos no son sino maderos, y los marineros sino hombres; existen ratas de tierra y ratas de mar, ladrones de tierra y ladrones de mar. Mercader de Venecia, i, 3, 21.
54. ¿Qué me cuentas de un robo? Otelo, i, 1, 105.
55. El muchacho da advertencia. Romeo y Julieta, v, 2, 18.
56. Es un muchacho impertinente. Búscalo, búscalo. Romeo y Julieta, i, 5, 87.
57. Está en Venecia. Otelo, i, 1, 106.
Colgué. Registré con inquietud una reticencia impaciente en la voz de Félix. Tuve la sensación de que me ocultaba algo. Temí; nuestra organización era demasiado joven, probaba sus primeras armas y nadie, ni siquiera yo, podía ufanarse de tener el pellejo curtido de nuestros homólogos soviéticos, europeos o norteamericanos. La maldita realidad intersubjetiva se nos colaba, irracional, por el frío cedazo de unos medios que en estos menesteres debían ser idénticos a los fines. La regla de oro del espionaje es que los medios justifican los fines. No me imaginaba a la larga lista de nuestros émulos, de Fouché a Ashenden, perturbados por las filtraciones sentimentales de su vida personal; se las sacudirían como mosquitos. Pero, claro está, ningún espía mexicano entraría jamás del frío; la sugestión, tropicalmente, era ridicula y más bien imaginé a mi pobre amigo Félix Maldonado buscando un frigorífico al cual meterse en Galveston o Coatzacoalcos.
Encendí una pipa y abrí, nada azarosamente, mi edición Oxford de las obras completas de Shakespeare en la escena del camposanto en Hamlet. Me dije, al reiniciar la lectura, que no hacía sino eso: recomenzarla donde la dejé cuando Félix me llamó. Laertes le dice al eclesiástico que deposite a Ofelia en la tierra y que de esa carne dulce e inmaculada las violetas brotarán. El sacerdote se niega a cantar el requiem para una suicida; el alma de Ofelia no ha partido en paz. Laertes increpa al ministro de Dios; ángel dispensador será Ofelia, le dice, cuando tú yazcas aullando. Esta espantosa maldición es seguida del acto igualmente terrible de Laertes. Pide a la tierra, la de la tumba pero también la del mundo, que se detenga mientras abraza una vez más el cadáver de su hermana. Se arroja dentro de la tumba, sobre el cuerpo de Ofelia. Hamlet, a pesar de su emoción, mira todo esto con una extraña pasividad, la repetida pasividad de este actor que es observador siempre distante de su propia tragedia. Todo el Renacimiento está en esta escena. El mundo y los hombres han descubierto una energía excedente que arrojan como un desafío a la cara del cielo; han descubierto, al mismo tiempo, su pequeñez en el cosmos gigantesco, aún más reducida que la que el plan providencial les auguraba. Sólo una ironía distante como la de Hamlet restablece el equilibrio; los demás lo juzgan loco.
Miré las volutas de humo que ascendían hacia el techo de mi biblioteca. No pude imaginar a Angélica, a pesar de su nombre, dispensando los favores del cielo a los hombres. Pero ¿cuál de las mujeres de esta historia cuyos hilos llegaban rotos a mis manos merecería los dones de la divinidad? ¿Cuál, Sara, Mary, Ruth, judías las tres, miraría cara a cara al Señor Nuestro Dios? Si Angélica no era Ofelia, ¿una de ellas sería nuestra Ariadne? Si yo era un Laertes poco glorioso, ¿sabría mi amigo Maldonado ser un Hamlet con método en su locura o acabaría perdido en el laberinto de los Minotauros modernos?
Fue uno de esos momentos, seguramente más de los que pude imaginar entonces, en que Félix y yo nos telepateamos. Sara presente viva o muerta, misteriosa en la persistencia de su actualidad, extrañamente cercana en su ausencia; Ruth a la que no debíamos asustar por teléfono, aunque sufriera un poquito más, explicarle las cosas al final, tranquilamente, hasta donde era posible; y Mary, ¿por qué no pensábamos nunca en ella?
Temí caer en el lugar común de la novela policial, cherchez la femme. Cerré el libro y los ojos. No quedaba mucho tiempo. Recordé a mi hermana Angélica.
Su otro impulso, en cambio, Félix no lo frenó. Marcó el número de Mary Benjamín y la criada le contestó, voy a ver si la señora no está merendando, ¿de parte de quién?
A Mary sí podía asustarla:
– Félix Maldonado.
Mary estaba escuchando por la extensión; apenas un ligero click anunció el cambio de línea y en seguida la voz de Mary, irritada:
– No me gustan las bromas pesadas, señor, sea usted quien sea.
– No cuelgues -dijo Félix con una inflexión cariñosa que Mary recordaría-. Soy yo.
– Le repito… -la voz de Mary sostuvo la irritación, pero la tiñeron un poco de duda y otro de miedo.
Félix rió:
– Es la primera vez que te oigo miedosilla.
– Siempre hay una primera vez -trató de recomponerse Mary-. Bueno, ya estuvo suave de humor negro, ¿no?
– Compruébalo.
– Todavía no inventan el teléfono televisivo, imbécil.
– Suites Genova. Apartamento 301. Once y cuarto de la noche. No faltes. La última vez me dejaste plantado.
Félix, colgó. La Zona Rosa abunda en restoranes italianos. La Ostería Romana y Alfredo, frente a frente en el pasaje entre Londres, Hamburgo y Genova. Eran nombres demasiado romanos y el Focolare en Hamburgo demasiado genérico. Bajó a la calle y caminó hacia la esquina de Genova y Estrasburgo. Dice que pensó en mí mientras se dirigía al restorán La Góndola. Era la primera vez que conscientemente traicionaba mis instrucciones. Necesitaba a una hembra, le había corrido demasiada adrenalina por el cuerpo en los últimos días, no había tomado a una mujer desde que Licha se le entregó en el hospital, iba a exponerse, pero quería acostarse esa noche con Mary Benjamín, después de diez años sin tocarla, necesitaba una mujer, exactamente una mujer como Mary, una fiera cachonda, y si lo consultaba conmigo le hubiera dicho, exprimiéndome el coco para dar con una cita de Memo Sacudelanzas, que se buscara una call-girl en los hoteles de la Zona Rosa. Pero los motivos de Félix eran otros.
Había poca gente en La Góndola esa noche, pero olía fuerte a tomate, ajo y basílico. Emiliano y Rosita estaban sentados frente a frente, agarrados de las manos con los codos sobre el mantel de cuadritos rojiblancos. Félix se sentó al lado del muchacho impertinente que le traía una advertencia, frente a la muchacha con cabecita de borrego negro. Ya no hacían falta preámbulos y las caras de la pareja de jóvenes no intentaban ocultar la inquietud.
– ¿Les entregó Harding el anillo?
Ambos negaron con la cabeza.
– ¿Qué pasó? -dijo Félix con impaciencia, Mary le hervía en la sangre, traía a Mary amarrada entre las piernas, hecha un nudo allí-, ¿se les olvidó La tempestad?
– No hubo tiempo -dijo Emiliano soltando la mano de Rosita-. El viejo está muerto.
– Lo asesinaron, Emiliano, dile -dijo Rosita sin atreverse a mirar a Félix, jugueteando con los palillos de dientes.
– ¿Cuándo? -preguntó Félix, paralizado dentro del triángulo del estupor, la impaciencia y la incredulidad.
– Después de que el tanquero atracó, hoy mismo en la mañana -dijo Emiliano, y colaboró con Rosita en la construcción de un castillito de palillos.
– ¿Cómo?
– De un machetazo en la nuca.
– ¿Dónde?
– Estaba en su cabina, preparándose para bajar al puerto.
– ¿Y el anillo? -preguntó con desgana Félix, temeroso de alzar la voz en el restorán.
– No estaba.
– ¿Por qué lo dices con tanta seguridad, chavo? ¿Te dejaron esculcar al viejo, te metiste en su cabina?
– Oyes, Feliciano -interrumpió Rosita-, estamos del mismo lado, ¿quihubo pues?
Félix creyó que bastaba inclinar un poco la cabeza para excusarse y Emiliano continuó-: la onda nos pareció muy gacha y nos comunicamos con el jefe. A la media hora la poli subió al Emmita y ellos lo esculcaron todo. Del anillo ni el olor, mano.
– Cuéntale, Emiliano, cuéntale de la muchacha.
– El segundo de a bordo creyó que los cuícos buscaban otra cosa. Dijo que el capi Harding tenía siempre un medallón de plata muy viejo colgando encima de su litera, con una foto muy desteñida de una muchacha y firmada Emmita. Dijo que era increíble que por tan poca cosa se escabecharan el viejo, aunque a veces en el mar había cuentos de venganzas más largas que un chorizo que seguían hasta la vejez, eso dijo.
– El medallón sólo tenía valor para él -dijo sin aliento Rosita con la boca tapada por la servilleta-, ya no estaba, había una mancha redonda donde había estado.
– Los tecolotes dieron luego luego con el ratero. Lo encontraron como a las seis de la mañana bien pedo, en una de esas cantinas del puerto que nunca cierran, con harta lana y ¡el medallón colgándole sobre el pecho.
– Ya no tenía la foto, la tiró el muy desgraciado -gimoteó Rosita-. Le andaba ofreciendo a una fichadora que si se acostaba con él sería su novia y le pondría su foto en el medallón.
– Lo entambaron y lo registraron, pero no le encontraron el anillo. Dijo que se había encontrado el medallón tirado en el muelle, que él nunca había subido al Emmita. Pero el contratador de la compañía dijo que ese día el cambujo se había enganchado como estibador a destajo y como faltaban brazos…
– ¿El cambujo? -interrumpió Félix.
Emiliano asintió.
– Normalmente chambea de mozo en el hotel Tropicana. La verdad, le hace de todo, hasta de destazador de reses en el mercado. Allí lo sobrenombran «el machetes».
El muchacho impertinente miró a Félix con aire orgulloso, como de estudiante que ha pasado con éxito los exámenes:
– El profesor Bernstein salió con todo y chivas del hotel media hora después de que atracó el Emmita.
– El mar tiene tristezas -murmuró Félix, retiró un palillo y la construcción raquítica se vino abajo sobre el mantel.
– ¿Mande? -dijo Rosita.
Félix sacudió la cabeza.
– ¿Han vigilado a Bernstein?
– Está de vuelta en su casa. Su gata tiene órdenes de decir que está muy ocupado preparando sus cursos de septiembre y no recibe a nadie. Nosotros averiguamos que sale a Israel mañana por la mañana. Boleto de ida y vuelta económico, de veintiún días.
– ¿La policía de Coatzacoalcos interrogó al cambujo sobre su relación con Bernstein?
– El jefe dijo que era inútil. Seguro que el profe le pagó muy bien su silencio. Además, «el machetes» sabe que está bien protegido y estando la justicia mexicana como está, no tardará en salir del tanque.
– Pero el anillo está en posesión de Bernstein, eso es lo único seguro -dijo Félix recapitulando.
– No lo traerá puesto -rió Rosita.
Félix recordó al hombre que se hacía llamar Trevor y Mann y quién sabe cuántos aliases más. La única manera de proceder secretamente es proceder abiertamente.
– El jefe tiene gente vigilándolo día y noche -dijo Emiliano.
– ¿Desde cuándo? -inquirió escépticamente Félix.
– Desde que salió a Coatzacoalcos. -¿Entonces el jefe está al tanto de todo, mi paso por el Tropicana, mi pleito con el cambujo en el muelle, la relación entre «el machetes» y Bernstein?
– No te claves puñales, mano -dijo Emiliano al mirar la cara de Félix-. La onda está muy movida y la cosa es de cooperacha. El profe no ha dado un paso sin que lo sepamos, no ha enviado cartas ni paquetes ni ha estado en comunicación con nadie. Hasta dejó de pagar la cuenta de teléfono hace dos meses para que le cortaran la línea.
– Tuvimos que ir hasta su casa y hablar con su gatuperia diciendo que éramos estudiantes -añadió Rosita.
– De plano quiere dar a entender que vive como ermitaño y no tiene nada que ver con nada. Ha de tener susto.
El mozo interrumpió a Emiliano para colocarle un plato de lasagna debajo de las narices y otro de spaghetti boloñesa a Rosita bajo las suyas.
– Hasta fue a dar gracias a la Villa por su curación -rió Rosita-, y eso que es Judas.
– ¿A la Villa?
Félix detuvo con una mirada amenazante al mozo de La Góndola que le pedía la orden. Igual había mirado a Bernstein cuando le arrancó las gafas en casa de los Rossetti. El mozo se alejó con cara de pocos amigos y se fue a cuchichear con la cajera.
– Sí, al llegar de Coatzacoalcos se fue directo del aeropuerto -dijo Emiliano-, y fue y le prendió una veladora a la Virgen de Guadalupe.
– ¿Lo sabe el jefe?
– Clarines, y se quiebra el coco. Dice que en México hasta los ateos son guadalupanos, pero no los judas. Uno se culturiza con él. ¿Tú entiendes?
– Creo que sí.
Félix se apartó de la mesa y miró los rostros de la pareja, extrañamente coloreados por los emplomados venecianos del restorán La Góndola.
– Vigilen la partida de Bernstein mañana. Si el anillo sale de México, saldrá con él.
– Jijos manos, esa operación va a ser medio tremenda y el jefe se va a extrañar de que tú no estés allí. Nosotros somos medio ciruelitos.
– Ya lo dijiste, chavo, el trabajo es de equipo y nadie es indispensable.
– ¿Eso le digo al jefe?
– No. Dile que tengo otras pistas que seguir. De todos modos, con anillo o sin él, regresen a verme a las diez.
– Palabra, mano, Rosita y yo somos humilditos, no queremos quitarte la gloria, ¿tú entiendes? No creas que le vamos a llevar el anillo al jefe sin antes verte a ti. -A las diez. -¿Dónde?
– En el Café Kinneret. Les invito un desayuno kosher. Se levantó y salió, pero ya no pensaba en Bernstein, sino en el viejo Harding que le había dicho quiero a la Emmita como a una mujer, no tengo nada más en la vida.
A las once de la noche entraba de turno el portero de las suites de Genova. Félix lo saludó cuando el indio viejo con cara de sonámbulo y vestido con un traje azul marino brillante de uso le abrió la puerta. Jamás sonreía y tampoco lo hizo cuando Félix le pasó un billete de cien pesos y le dijo que esperaba a una señora a las once y cuarto, que la dejara pasar. El portero asintió y se guardó el billete en la bolsa.
– ¿Te acuerdas de mí? -le dijo Félix tratando de penetrar la mirada dormida.
El portero volvió a asentir. Félix insistió, pasándole un segundo billete de cien pesos.
– ¿Tienes buena memoria?
– Eso dicen -dijo el portero con una voz a la vez gutural y cantarina.
– ¿Cuándo estuve aquí?
– Se fue hace seis días y ahora va regresando.
– ¿Recuerdas siempre a la gente que regresa?
– A los que vienen seguido, sí. A los demás, sólo si se portan decentes.
No extendió la mano, pero fue como sí lo hiciera. Félix le pasó el tercer billete de a cien.
– ¿Recuerdas a la monja, la noche del crimen?
El portero miró con los ojos velados a Félix y supo que ya no iba a recibir otro billete.
– Clarito la recuerdo. Nunca vienen religiosas a pedir limosna a esas horas de la noche.
– Dime más tarde si la señora que va a venir al rato se parece a la monja.
– Pues luego. Usted manda, jefe.
Nunca sonrió pero las arrugas de cuero alrededor de sus ojos temblaron un poco. No dio otra señal de que tenía la esperanza de recibir otros billetes más tarde.
Félix estaba duchado, rasurado y rociado con Royall Lyme cuando escuchó los nudillos tocando contra la puerta. Eran las once y media pasadas.
Abrió. Mary Benjamín, en la memoria fílmica de Félix, se parecía a Joan Bennett cuando Joan Bennett dejó de ser rubia tanto para diferenciarse de su hermana la adorable Constance como para competir con la exótica sensación de Hedy Lamarr. Ahora añadía una simulación más a ese cúmulo de imágenes disfrazadas; igual que Angélica en los muelles del golfo de México, Mary estaba peinada como Sara Klein, que usaba el peinado de fleco y ala de cuervo de Louise Brooks impersonando a la Lulú de Wedekind en la versión cinematográfica de F. W. Pabst. Por un instante, Félix sintió que una pantalla plateada los separaba a él y a Mary, él era un espectador, ella una sombra proyectada, el umbral de la puerta la línea divisoria entre los pobres sueños del cine y la miserable realidad del público que los soñaba.
Pero los ojos violetas eran de Mary, también el escote y el lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba. Sobre todo, era Mary porque se movía como una pantera negra, lúbrica y perseguida, hermosa porque se sabe perseguida y lo demuestra. Así entró al apartamento, preguntando ¿usted es el que dice ser Félix Maldonado?, me lo va a tener que demostrar, yo conozco a Félix Maldonado y asistí a su entierro en el Panteón Jardín el miércoles 11 de agosto, hace apenas una semana, además este cuarto está a nombre de un tal Diego Velázquez, ¿es usted?
Miró alrededor de la suite y añadió que todas eran iguales, qué falta de imaginación, ¿en un lugar exacto a éste murió Sara Klein, verdad?
– Ésta es precisamente la suite donde Sara fue asesinada -dijo Félix, hablando por primera vez desde que Mary llegó.
La mujer se detuvo, disimulando mal su turbación al reconocer la voz de Félix con un gesto de la mano que acompañó el vuelo del ala de cuervo de la nuca a la mejilla, mostrando apenas el lóbulo encendido de la oreja. Félix se dijo que de acuerdo con la teoría del profesor Bernstein, comprobada por los hechos, Mary no lo reconocía porque lo buscaba.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó con falsa displicencia-, éste es un lugar para turistas y amantes de paso.
– Y yo soy un muerto -dijo sin inflexión Maldonado.
– Esperaba que fueras un amante de paso -rió Mary.
– ¿Acostumbras asistir a citas hechas por teléfono y por desconocidos?
– No digas necedades y ofréceme una copa.
Ella misma se dirigió al barcito incrustado en una de las Paredes y lo abrió, escogió un vaso y se mantuvo lejos de Félix, mirándolo con curiosidad, esperando que le llenara la copa.
– Un vodka tonic -le dijo cuando Félix se acercó.
– Veo que de veras conoces bien este lugar -dijo Félix cuando encontró las botellas.
Destapó la botella de aguaquina. Mary tomó la de vodka y midió la porción en el vaso; Félix le añadió el agua hasta donde Mary le indicó con un dedo dotado de vida propia, como una culebrita.
– He estado, he estado. En las rocas, por favor. La nevera está abajo del bar.
Félix se hincó y abrió la hielera. El olor palpitante del sexo de Mary le llegó sin pagar derechos aduanales. Giró un poco la cabeza y miró el regazo de la mujer.
– ¿Has estado antes en este lugar? -insistió Félix sin incorporarse, apretando el recipiente de plástico para separar los cubitos de hielo.
– Ajá. Y en muchos como éste. El que está junto al Restaurante Arroyo, por ejemplo. Fuiste tú el que me plantó.
– Te dije que tenía una cita importante.
– Yo soy la cita más importante, siempre. Pero claro, tú eres un pinche burócrata que tiene que estar donde le ordenen sus jefes. Prefiero a los hombres que son sus propios jefes.
– ¿Como tu marido?
– Ahí tienes.
– Pero es un hombre que no te satisface y lo corneas más que esas pobres vaquillas que Abby se figura que torea.
– Tomo el placer donde quiero y cuando quiero, señor. ¿Se apura con los hielos? Tengo sed.
Ilustró su impaciencia con un repetido tamborileo de la punta del pie.
– Te sientes la mera mamá de Tarzán, ¿verdad, Mary?
Alargó la mano con el vaso hacia la nariz de Félix, solicitando el hielo y sonriendo con unos dientes que lo hubieran suplido dentro del vaso de vodka y aguaquina.
– Yo soy mi propio dueño en tecnicolor, pantalla ancha y sonido estereofónico, buey, y si no te…
No tuvo tiempo de terminar la frase; Félix metió la mano bajo la falta de Mary, separó el elástico del mínimo calzoncito y dejó caer dos cubos de hielo que fueron a derretirse sobre el moño ardiente de la mujer.
Mary gritó y Félix, de pie, la tomó entre los brazos, yo soy como tú, le dijo al oído, tomo el placer con quien quiero y donde quiero, te lo dije, sólo te deseo si te tomo en seguida, no puede haber distancia entre mi deseo y tu cuerpo, Mary.
Se vació en ella de todos los juegos de ratón y gato de la semana pasada, de todas las simulaciones, aperturas al azar y predisposiciones ciegas de su ánimo dispuesto a ser conducido, engañado, despistado pero obligado al mismo tiempo a mantener una imposible reserva racional para que el azar propio sólo coincidiese con la voluntad ajena a fin de vencerla en nombre de la propia voluntad, que tampoco era suya, era la de una organización embrionaria, la del hermano de Angélica, el jefe, el capi, Timón de Atenas en clave, el otro caballero de la justa, que no le daba siempre su lugar, confiaba en muchachitos imberbes, se servía de citas de Shakespeare tan transparentes que resultaban oscuras o viceversa, pensó mucho y rápido, todo lo que le pasara por la cabeza para no venirse pronto, aguantar mucho, hacerla venirse primero a ella con!a cara cicatrizada hundida entre los muslos empapados de la mujer súbitamente dócil, arañada por la cabeza de cabellera naciente de Félix mezclada con los mechones suaves y espumosos de Mary, la quiso lenta y brutalmente, con toda la suavidad que podía convocar la energía de su cuerpo de hombre hambriento pero que pensaba todo el tiempo para no venirse, para darle dos veces el placer a la mujer, sin dejar de pensar que una mujer sólo es amada cuando el hombre sabe que la mujer goza menos veces que el hombre pero siempre más intensamente que el hombre. Mary se vino en la cara de Félix y Félix se vengó con furia sobre el cuerpo de Mary de la muerte de Sara Klein, dentro del cuerpo de Mary de la operación en la clínica siriolibanesa y de la impotencia humillante ante Ayub y el Director General, para el cuerpo de Mary duplicó la energía física de la lucha contra el cambujo en el muelle de Coatzacoalcos y con el cuerpo de Mary se liberó del deseo que sintió ante el cuerpo muerto de Sara y el cuerpo desvanecido de Angélica al borde de la piscina, hacia el centro del cuerpo de Mary dirigió el dolor de Harding y su amor por una muchacha desaparecida que se llamó Emmita, la agredió físicamente como le hubiera gustado hacerlo con Trevor, la besó como le hubiera gustado aplastarle una toronja en la cara a Dolly, le metió el dedo en el culo para limpiarse para siempre del asco de Bernstein, le lamió los pezones para borrarse para siempre del sabor de Lichita y los dos se vinieron juntos cuando él se vino por primera vez y ella por segunda y ella decía Félix, Félix, Félix y él decía, Sara, Mary, Ruth, Mary, Sara.
– No te separes todavía, no te levantes, por favor, no vayas al baño como todos los mexicanos -le pidió Mary.
– ¿Cuándo estuviste antes aquí? ¿Con quién? Mary sonrió dócilmente.
– Te vas a reír de mí. Estuve con mi marido.
– ¿No tienen camas de este tamaño en su casa?
– Llevábamos mucho tiempo sin acostarnos juntos. Me propuso que nos encontráramos aquí, como dos amantes, en secreto. Eso nos excitaría como antes, dijo.
– ¿Sirvió de algo?
– De nada. Abby me repugna. Es un asco peor que físico porque lo que verdaderamente me fastidia son el tedio y la falta de celos. Eso es peor que el asco de su cara siempre cortada porque se rasura mal con una navaja vieja de su abuelito.
– ¿Él no siente celos de ti?
– No. Yo no siento celos de él. Él sí. Me hace escenas, pero hasta eso me aburre. Hay que tener tantita imaginación para ser celoso y excitarme con los celos. A él le falta hasta eso. Debiste casarte conmigo, Félix. Ruth es demasiado gris para ti. Conmigo hubieras triunfado, te lo aseguro. Además, tenías todos los derechos. Tú me quitaste la virginidad.
– ¿Le has dicho eso a Abby?
– Es una de mis armas, con eso lo pico y pierde los estribos. Es un pendejo, rico pero pendejo. Sabe que jamás lo dejaré porque tenemos cuatro hijos, está forrado de lana y ya me acostumbré a golfear a mi gusto y sin consecuencias pero lo vuelve loco que le hable de un triste burócrata como tú, que ni a condominio en Acapulco llega. Lo desafío a que me dé algo más que montones de lana y como no sabe hacerlo, se muere del coraje.
– Qué bueno servirte de pretexto, Mary.
– No son más que defensas para entrarle sin traumas a la cuarentena. Qué quieres. Tú coges muy bien. Me gustó el revolcón. Tecnicolor y pantalla ancha.
– Podemos repetir la función. La entrada es gratis.
– No. El boleto cuesta caro y hoy lo pagamos los dos.
Fue ella la que se levantó primero y caminó hacia el baño.
– El otro día en mi aniversario de bodas me dijiste que sólo te gustaba tocarme pero sin deseo. Hoy sentí que sí me deseabas. Y eso no me gustó, porque la función ya no fue gratis, como antes. Prefería que me cogieras sin desearme y no como hoy, porque deseabas otras cosas y yo nomás fui tu pretexto.
Félix se sentó al filo de la cama.
– Eso lo pagué yo, en todo caso. El deseo no es algo barato.
– El rencor tampoco, Félix. Sólo vine para insultar a otras mujeres. Dijiste sus nombres cuando te venías. Ni creas que me ofendiste. Sólo a eso vine. A humillar a la infeliz de Ruth y a decirle a tu maravillosa Sara que está muerta mientras yo cojo contigo.
Entró al baño y cerró la puerta.
Félix la condujo hasta la puerta de las suites de Génova a las dos de la mañana. El portero les abrió y ella dijo que tenía el auto en un estacionamiento de la calle Liverpool, caminaría, no quería caminar con Félix por la calle a estas horas. Félix le contestó que andaban sueltos muchos júniores borrachos en convertibles por la Zona Rosa, a veces llevaban mariadús y daban serenatas frente a los hoteles, para seducir a las gringuitas pero Mary no dijo nada.
Se besaron en las mejillas, indiferentes al indio viejo que tiritaba de frío, envuelto en un sarape gris, junto a la puerta de cristal entreabierta.
– Diez años es mucho tiempo, Félix -le dijo cariñosamente Mary-. Lástima que tengamos que esperar otros diez, hasta que se nos salga toditito el veneno del cuerpo. Pero para entonces ya estaremos medios machuchos.
– ¿Sabes algo de mi muerte? -preguntó Félix con una sonrisa chueca y las manos sobre los hombros de Mary, obligándola a girar para que el portero la viera bien.
– Ya viste que no te pregunté nada.
– Me reconociste.
– ¿Tú crees? No, señor Velázquez. Eso fue lo bueno de esta aventurita. No sé si me acosté con un impostor o con un fantasma. Todo lo demás no me interesa. Chao.
Se fue caminando como una pantera negra, lúbrica y perseguida.
– ¿Es la monja? -le preguntó Félix al portero.
– No. La religiosa tenía otra cara.
– ¿Pero has visto antes a esta mujer?
– Eso sí.
– ¿Cuándo?
– Estuvo aquí a pasar la noche hace ocho días.
– ¿Sola?
– No.
– ¿Con quién?
– Un señor patilludo y bigotón, con la cara como jitomate.
– ¿Recuerdas la fecha?
– Cómo no, señor. Fue la misma noche que se murió la señorita en el 301. Cómo voy a olvidar.
A las diez en punto de la mañana, Félix Maldonado mordía con cara de deber religioso un bagel con salmón ahumado y queso crema cuando Rosita entró al Café Kinneret.
Félix no tuvo tiempo de asombrarse ni de la ausencia de Emiliano ni del extraordinario atuendo de la muchacha. En vez de sus eternas minifaldas y medias caladas, que le daban un aire pasado de moda sin que ella lo sospechase o quizá era intencional, de todos modos las modas llegaban con retraso a México y entre que se estrenaban en las Lomas de Chapultepec y percolaban para instalarse en la Colonia Guerrero pasaban lustros y Ungaro ya inventando líneas siberianas o manchús, la muchacha con cabecita de borrego negro traía puesto un hábito de penitente carmelita, burdo, ancho, largo y con muchos escapularios colgándole sobre las bubis por primera vez escondidas.
Se había lavado la cara y entre las manos traía un velo negro, un misal y un rosario blancos.
Rosita tampoco le dio tiempo a Félix de hablar.
– Pícale, Feliciano. El taxi está esperando afuera.
Félix dejó un billete de cien pesos sobre la mesa y siguió a la muchacha a la esquina de Genova y Hamburgo. Abordaron el taxi. Félix buscó la cara del chofer en el retrovisor. No era don Memo de grata memoria.
– El Maestro no tomó el avión -dijo Rosita cuando el taxi se puso en marcha.
– ¿Dónde está?
– No te angusties. Emiliano lo anda siguiendo desde que salió de su casa.
– ¿Iba con retardo?
– Mucho. Nunca hubiera pescado el avión.
– ¿A dónde vamos?
– Pregúntale al chofer. ¿A dónde irías tú, Feliciano? -sonrió Rosita con su cara más mustia.
– A la Villa de Guadalupe -dijo Félix en voz alta.
– Cómo no, señor -contestó el chofer-, ya me lo dijo la señorita, al santuario de la morenita, más rápido no puedo ir.
Rosita no se regodeó en su triunfo. Fingió una piadosa lectura del misal y Félix observó la imagen de la Virgen de Guadalupe metida dentro de un huevo de cristal que se columpiaba suspendido cerca de la cabeza del taxista. Estalló en carcajadas.
– ¿Sabes una cosa, chatita? Cuando los conocí me dije que el jefe se rodeaba de asistentes bien raros.
– Cómo no, Feliciano -dijo Rosita sin levantar los ojos del misal y tendiéndole el rosario a Félix-. ¿Ves que bien ensartadas están las cuentas? No hay cabo suelto.
Se abrieron paso entre la multitud cotidiana que llega de todas partes de México al sitio que junto con el Palacio Nacional pero acaso más que la sede de un poder político más o menos pasajero es el centro inconmovible de un país fascinado por su ombligo, quizás porque su nombre mismo significa ombligo de la luna, angustiado por el temor de que el centro y sus cimas, la Virgen y el señor Presidente, se desplacen, se larguen enojados como la Serpiente Emplumada y nos dejen sin la protección salvadora que sólo nos dispensan esta mamá y este papá.
Caminaron entre los penitentes que avanzaban con lentitud, muchos de rodillas, con los brazos abiertos en cruz, precedidos por muchachillos sin empleo que les iban colocando hojas de revistas y periódicos ante las rodillas para que se rasparan menos y con la esperanza de ganarse unos pocos centavos, otros con coronas de espinas y pencas de nopal sobre el pecho, muchísimos curioseando porque había que visitar a la Virgen aunque no hubiera cumplido lo que le pidieron allá en Acámbaro, Acaponeta o Zacatecas, novios bebiendo pepsis y familias fotografiándose sobre telones pintados con la imagen de la Virgen y el humilde tameme al que se le apareció, danzantes indígenas con chirimías, penachos de plumas y huaraches con suela de llantas Goodrich, vendedores de estampas, medallas, rosarios, misales, veladoras; Rosita adquirió rápidamente una veladora amarillenta de mecha corta y Félix entró antes que ella al platillo volador anclado en el centro de la plaza, la nueva Basílica de cemento y vidrio que sustituía a la pequeña iglesia de roja piedra volcánica y torres barrocas que se estaba hundiendo a un lado, como un pariente pobre.
Emiliano los vio entrar y movió enérgicamente la cabeza hacia el altar y la pintura de Nuestra Señora de Guadalupe milagrosamente impresa sobre el sayal de un indio crédulo que con su fe de floricultor azteca rendida ante la evidencia de un manojo de rosas en pleno diciembre convirtió de un golpe al cristianismo a los millones de paganos sometidos por la conquista española y hambrientos más que de dioses de madre; Madre pura, Madre purísima, canturreaban los miles de fieles humildes como el primer creyente en la Virgen Morena, Juan Diego, modelo secreto de todos los mexicanos: sé sumiso o finge serlo y la Virgen te cubrirá con su manto, ya no tendrás frío ni hambre ni serás el hijo de la puta Malinche sino de la inmaculada Guadalupe.
Bernstein estaba hincado frente al altar. Prendió una vela y se acercó arrodillado a un tablero lleno de exvotos pintados a mano, mandas cumplidas, gracias por salvarme cuando el Flecha Roja se fue por un barranco en Mazatepec, gracias por devolverle el habla a mi hermanita muda de nacimiento, gracias por haberme dado el gordo en la lotería, lleno también de ofrendas a la Virgen, medallitas, corazones de Jesús de plata y de hojalata, anillos, pulseras, cordones. Cuando Bernstein alargó la mano para recoger el anillo que colgaba de un ganchito entre las demás ofrendas, Félix le detuvo el brazo gordo y fofo.
– No lo reconocí sin su gorrito y su Talmud -dijo Félix. Bernstein crispó los dedos, rozando el anillo de piedra blanca como el agua.
– Bienvenido a nuestro Baubourg sagrado, Félix -contestó con humor nervioso el profesor-. Y suéltame. No estamos solos.
– Ya lo veo. Debe haber tres mil personas aquí.
– Y una de ellas se llama Ayub. Suéltame, Félix. Tú eres judío como yo. No te pases a nuestros enemigos.
– Mi enemigo es el asesino de Harding.
– Fue el cambujo. Le dije que no quería sangre. Negro imbécil.
– El capitán era un hombre bueno, doctor.
– No cuenta, Félix, se juega algo más importante.
– No hay nada más importante que la vida de un hombre.
– Ah, por fin encontraste a tu padre. Llevas años buscandolo, desde que te conozco. Yo, y por eso te hiciste judío, Cárdenas, y por eso defiendes el petróleo, el Presidente en turno, y por eso te hiciste burócrata…
– Y usted encontró a su madrecita guadalupana, ¿no es cierto?
– Suéltame…
La cara de helado de vainilla de Bernstein se derretía hacia la coladera de una sonrisa misteriosa. Una penitente carmelita se acercó de rodillas al retablo de los milagros, canturreando y santiguándose repetidas veces, con un velo negro sobre la cabeza y una veladora prendida en la mano. Cesó de santiguarse para tomar el anillo, sin dejar de canturrear Oh María Madre mía oh consuelo del mortal, y enterrarlo en la cera de la veladora, amparadme y llevadme a la corte celestial, canturreó Rosita, se levantó y se fue caminando con la cabeza baja y la veladora en la mano.
Bernstein se zafó de Félix con una fuerza desesperada; no se libró del empujón de Maldonado que lo lanzó como una pelota desinflada contra la multitud que se acercaba constantemente al altar, presionando en sentido contrario al de la trayectoria incontrolada del profesor; Bernstein fue a estrellarse contra el ataúd de cristal de un Cristo yacente: la cara y las manos de cera bañadas en sangre; el cuerpo cubierto por un manto de terciopelo y oro.
El desconcierto de los fieles se convirtió en amenaza muda; Bernstein estaba tirado de espaldas contra el ataúd de vidrio quebrado por el golpe, el vidrio rajado parecía una herida más en el cuerpo santo, los ojos negros, velados, bovinos miraron con odio los ojos de náufrago de Bernstein, claros como la piedra del anillo que se alejaba enterrado en cera, las mujeres enrebozadas, los hombres con camisolas blancas, los niños de overol que se agolpaban en busca de la imagen bienhechora de la Virgen y encontraban en su camino a un extranjero gordo, confuso, que profanaba el altar, la muerte del hijo de la Virgen.
Félix miró la transformación instantánea de las máscaras de fe, devoción y bondad sumisa en algo que era el rostro de la violencia, el terror y la soledad reunidas en el momento en que varias manos le tomaron de los hombros y los brazos; olió el perfume de clavo y la voz de Simón Ayub le dijo al oído, caliente y aromática:
– Te dije que me debías el descontón, pendejo.
Un coro de voces autoritarias, los Caballeros de Colón vestidos con frac y los tricornios emplumados bajo los brazos, entonó somos cristianos somos mexicanos guerra guerra contra Lucifer.
«Así serás bueno, pinche enano», logró decir Félix amarrado a la silla frente al reflector que le calcinaba los ojos forzadamente abiertos por los dos palillos de dientes quebrados a la mitad y enterrados en los párpados antes de que Ayub lo silenciara con otra bofetada sobre la boca sangrante y los dos gorilas apestosos a cerveza y cebolla lo relevaran nuevamente para golpear el vientre de Félix, patearle las espinillas, hacer que la silla cayese y luego seguir pateándole los riñones y la cara untada sobre el cemento frío de esta pieza desnuda de todo menos esa silla, ese reflector y esos hombres.
Los gorilas se cansaban pronto y regresaban a empinarse sus dosequis y morder sus tortas compuestas. Félix no veía nada porque veía demasiado con los ojos empicotados y la mirada se le llenaba de nubarrones, la boca de sangre, las orejas de zumbidos que le impedían escuchar bien la cantinela entre quejumbrosa y desafiante de Ayub. Despojada de su tono de autocompasión y sus interjecciones más brutales, las palabras de Ayub se reducían a informar que él nació en México y se sentía mexicano, pero sus padres no. Tuvieron que regresar a Líbano porque querían morir donde nacieron. Se llevaron a la hermana de Simón. La muchacha se hizo militante falangista y cayó en manos de los guerrilleros de Líbano. Los viejos la buscaron y fueron a dar a una aldea de musulmanes. Allí los tenían prisioneros a los tres.
– El D. G. lo dijo en el hospital, me tienen cogido de los güevos, haces lo que te decimos o te mandamos las cabezas de tu papi, tu mami y tu hermanita, viejos tarugos, se hubieran ido solos, no con mi hermana, ¿cómo la iban a dejar aquí, a los catorce años, la edad más peligrosa?, tú eres mexicano como yo, yo sólo quería ser mexicano, tranquilo, ¿para qué te andas metiendo en lo que ni te va ni te viene?, todos te dicen lo mismo, los palestinos y los judíos, esa tierra es mía, no es de nadie más que de nosotros, y van a acabar matándose todos, allí no va a quedar más que el desierto cuando acaben de ponerse bombas y meterse en campos de concentración y contrabandear armas que van a dar a manos de sus enemigos, ¿no te das cuenta, pendejo?, los dos disparan a ciegas sus ametralladoras contra viejos y niños y perros y tú y yo cabrón, ¿qué chingados…?
La voz del Director General llegó de lejos, acompañada primero de un portazo metálico, en seguida de unas pisadas huecas sobre el cemento:
– Ya estuvo bien, Simón. Es inútil. No tiene el anillo.
– Pero sabe dónde está -jadeó Ayub.
– Y yo también. Es inútil. Despide a tus gorilas y apaga ese reflector. Tus amigos me ofenden tanto como la luz excesiva.
– Era para hacerlo cantar -dijo en son de excusa Ayub.
– Era para desquitarte -dijo secamente el funcionario-. Desamárralo. No temas. En ese estado, no podrá pegarte.
El Director General se equivocó. Los gorilas salieron bufando con las tortas en las manos. Ayub liberó las piernas de Félix atadas a las patas de la silla volteada. Maldonado logro darle una patada en los testículos al pequeño siriolibanés. Ayub gritó de dolor, doblado sobre sí mismo.
– No lo toques -ordenó el Director General en la penumbra que le permitía moverse como un gato, deshizo ágilmente los nudos de las manos de Félix y le retiró con cuidado los palillos de los ojos.
– Ayúdame -volvió a ordenar, indiferente a las quejumbres de Ayub-, vamos a sentar correctamente a nuestro amigo.
– Nuestro amigo… -se mofó Ayub, doblado, mientras ayudaba con una sola mano a su jefe. Era la mano con los anillos. Félix recordaría siempre el sabor metálico de las cimitarras.
– Sí, señor -dijo ahora con suavidad el Director General-, no ha dejado de sernos útil un instante y lo seguirá siendo, ¿cómo?, es su vocación, ¡qué le vamos a hacer! Es un caso de amor a segunda vista, pas vrai?
Rió y cortó la risa en el punto más alto de la alegría. Miró sombríamente a Ayub detrás de los pince-nez morados.
– Puedes retirarte, Simón.
– Pero…
– Anda. Afuera te esperan tus amigotes. Diles que te conviden un poco de sus tortas.
– Pero…
– Pero nada. Lárgate.
Félix temió que los ojos se le desprendieran de las órbitas y los mantuvo tapados con las manos que eran las nodrizas de su mirada herida. Estuvo a punto de pensar que esas manos no eran suyas. Lo distrajo el paso veloz de Ayub, el ruido de la puerta de metal abierta y cerrada.
Siguió con las manos sobre los ojos; para qué ver, no había nada que ver, sólo el hombre fotofóbico podía ver en esta penumbra que Félix agradeció. Eso los asemejaba, a él y al Director General, en ese momento.
– Pobre diablo -comentó la voz hueca-, sus padres y su hermana murieron la semana pasada en una miserable aldea libanesa. Es el destino de los rehenes. Los falangistas y sus aliados israelíes mataron a diez rehenes palestinos en el sur del Líbano. Ahora les tocó a otros tantos rehenes maronitas en manos de los fedayines del Frente del Rechazo.
Acercó el rostro de calavera al de Félix, como para cerciorarse de la gravedad de la golpiza.
– Qué lástima -prosiguió-, he perdido mi ascendencia sobre Ayub. Él no lo sabe todavía. Pero no faltará quien lo entere, en este mundo tan chiquito. Más vale que ese par de sujetos desagradables se ocupen de él de una santa vez, ¿cómo? Exit Simón Ayub. Lástima para usted también, licenciado Velázquez. Ayub creía a pies juntillas que usted es un tal Félix Maldonado. Nadie más lo cree.
El Director General esperó mucho tiempo, de pie, con los brazos cruzados, un comentario de Félix. Acabó por menear de un lado a otro la cabeza de puercoespín.
– ¡Válgame Dios! Decididamente, cada vez que nos encontramos usted no puede pronunciar palabra. Recuerdo al difunto Maldonado una tarde en mi ofocina, tan gallito, tan parlanchín, ¿sí? Todo lo contrario de usted, que es la quintaesencia de lo taciturno. Válgame, ¿cómo? Pero no se preocupe. Soy paciente. Tome mi pañuelo. Límpiese la sangre de la boca. Vamos a entretenernos un rato mientras usted recupera el habla. Cuando lo haga, evite las repeticiones, ¿cómo? Nuestra gente le siguió desde que abandonó, con alardes dignos de un héroe de Dumas, la clínica de Tonalá. Lástima que acudiera a un recurso tan melodramático como el incendio. Esperaba más de su finesse. Pero en fin, estábamos a merced de sus tretas. Lo importante, ¿cómo?, es que escapara creyendo que realmente escapaba. Sin sospechar que nosotros deseábamos fervientemente el éxito de su fuga.
– ¿Por qué? -dijo Félix mezclando sangre y saliva.
– ¡Aleluya! ¡Primero fue el verbo! -exclamó con deleite el Director General-. ¿Por qué? Memorables primeras palabras del señor licenciado don Diego Velázquez, nuevo jefe del Departamento de Análisis de Precios de la Secretaría de Fomento Industrial.
El Director General se relamió los labios delgados como navajas al pronunciar el nombre y los títulos que lo acompañaban.
– ¿Por qué? Pregunta el flamante funcionario. Porque alguien nos estaba estropeando las cosas y no sabíamos quién. Porque trasladan inopinadamente a Félix Maldonado de Petróleos Mexicanos a Fomento Industrial y resulta que este modesto funcionario no puede tener hijos hasta que le aumenten el sueldo y la posición se da el lujo de tener un cuarto alquilado en permanencia en uno de los hoteles más caros de la ciudad. Porque todo esto despierta mis legítimas dudas y porque la información reunida en los archiveros del difunto Maldonado en el Hilton revela, después de una somera investigación, ser falsa, colocada a propósito allí para hascernos sospecharlo todo sin revelarnos nada. Pero a las guerritas de nervios, como a todas las guerras, pueden jugar dos. Nuestros contrincantes pierden a su agente Félix Maldonado pero como nosotros no somos tacaños, les regalamos en su lugar a Diego Velázquez, quien se bautiza a sí mismo para ahorrarnos dolores de cabeza, ¿cómo?, y una buena noche se nos escapa de una clínica porque queremos que se nos escape.
– ¿Por qué?
– Su curiosidad resulta monótona, señor licenciado. Porque necesitábamos una inocente paloma mensajera que nos condujese hasta el nido oculto desde donde un zopilote nada inocente que usted y yo conocemos pretende descender en picada y desbaratar nuestros planes. Ah, sonríe usted pícaramente, señor licenciado. Se dice que su amigo el buitre shakespeariano nos ha ganado la partida y tiene el anillo en su poder. Usted lo llama Timón de Atenas y por algo será. ¿Qué dice el Bardo inmortal en el acto primero, primera escena de su drama sobre el poder y el dinero, o más bien, el poder del dinero?
El director General, con los brazos siempre cruzados, echó hacia atrás la cabeza y permitió que la ensoñación penetrara la oscuridad de sus espejuelos.
– «Ved cómo todos ofrecen sus servicios al señor Timón. Su vasta fortuna subyuga a toda clase de corazones y los apropia para su tendencia.» ¿Cito mal, señor licenciado? Perdón. Mi formación no fue anglosajona como la suya y de su patrón, sino francesa, de tal suerte que prefiero los alejandrinos al verso blanco.
– Se equivoca de pájaros -dijo Félix escupiendo, entrenando su lengua para que volviera a reunirse correctamente con los dientes y los labios, Shakespeare compara a Timón con el vuelo del águila, directo y audaz.
– No se me vuelva demasiado elocuente -rió el Director General-. Simplemente deseo indicar que si Timón es poderoso y paga bien, nosotros somos más poderosos y pagamos mejor. Y admito tranquilamente, ¿sí?, que su patrón nos ganó el anillo. Pero su pérdida es un factor secundario. Este pequeño drama, ¿ve usted?, tiene dos actos. Acto primero: Félix Maldonado frustra involuntariamente nuestra misión. Acto segundo: Diego Velázquez, también involuntariamente, nos conduce a la madriguera de un servicio de espionaje que pese a nuestros esfuerzos no podíamos ubicar ni conectar con ninguna dependencia oficial del gobierno mexicano. De tal suerte que todos los pecados, los suyos y los míos, nos serán perdonados porque al cabo, gracias a usted, obtuvimos algo mejor que el anillo: el hilo que nos permitió llegar hasta Timón de Atenas.
– Tienen ustedes buenos escuchas telefónicos, pero nada más -dijo Félix con un rostro fatalmente impasible. Cualquiera puede grabar una conversación telefónica y jugar con los nombres propios.
– ¿Quiere una prueba de mi buena fe, amigo Velázquez?
– Deje de llamarme así, carajo.
– Ah, es que ése es un nombre propio con el cual no me atrevo a jugar. Exíjame una prueba de confianza y se la daré con gusto.
– ¿Quién está enterrado con mi nombre?
– Félix Maldonado.
– ¿Cómo murió?
– Eso ya se lo dije en la clínica. ¿Por qué insiste en quedarse en el primer acto? Pase al segundo. Es mucho más interesante, se lo aseguro. Sea más audaz, mi amigo.
– ¿Por qué murió?
– Hombre, también eso se lo conté. Atentó contra la vida del señor Presidente.
– No salió una palabra en los periódicos.
– Nuestra prensa es lo más controlable del mundo.
– No sea idiota. Había demasiada gente.
– Cuidado con las palabras feas. Bastante fea está su boca. Puede verse menos bonita aún, se lo aseguro, ¿cómo?
– ¿Qué pasó realmente esa mañana en Palacio?
– Nada. Félix Maldonado sufrió un desmayo imprevisto cuando se le acercó el señor Presidente. Fue motivo de bromas para todos, menos para el señor Presidente.
– ¿Cuál era el plan de ustedes?
– El que le dije a Maldonado en mi despacho, ¿sí? Préstenos su nombre. Sólo queremos su nombre. Necesitamos un crimen y un crimen necesita el nombre de un hombre. Usted se interpuso con su desmayo imbécil. No hubo crimen, aunque sí criminal.
– Es decir, ustedes pretendían realmente matar al Presidente y colgarme el muertito.
– Permita que no conteste a esa pregunta inconsecuente, ¿cómo?
– Me pidió preguntas difíciles. Se las estoy haciendo.
– Muy bien, pero no me negará la elegancia de una elipsis, ¿sí? Le mostré al señor Presidente la.44 que Maldonado traía en el bolsillo. Es una automática efectiva, fácil de esconder.
– Que le fue puesta a Maldonado en el bolsillo por Rossetti cuando Maldonado se desmayó y ustedes lo sacaron cargado del Salón e hicieron aparecer la pistola por arte de magia -dijo Félix rogando que sus palabras fuesen a la vez imprevistas y certeras pero derrotado de antemano por el temblor de su voz al referirse a sí mismo en la tercera persona.
La inseguridad no escapó a la atención del Director General.
– Si usted quiere. Había que salvar algo del naufragio, ¿cómo? Comentamos con el Primer Mandatario que Félix Maldonado era un judío converso y los conversos sienten gran necesidad de demostrar su celo para ser admitidos sin reservas en el seno de la nueva familia. Invoqué el caso en reversa. Recordé cómo se comportó el judío español Torquemada cuando se convirtió al catolicismo.
– ¿Qué ganaba con todo ese rollo?
– ¿Me lo pregunta en serio?
– Sí, porque no creo que el Presidente se haya tragado esas paparruchas.
– No se trataba de eso. Por culpa de Maldonado, fracasó el Plan A.
– Que era asesinar al Presidente.
– Passons. Aplicamos de inmediato el Plan B, que consistía en sembrar una simple sospecha en el ánimo del Presidente: ¿había pagado Israel a un agente para que eliminara físicamente al Presidente de México?
– ¿Para qué? Generalmente, les basta con un boycott del turismo judío norteamericano, cuando quieren apretarnos las tuercas.
– Usted es libre de imaginar todos los guiones probables.
– Pero en todos ellos, Félix Maldonado aparecía como el chivo expiatorio ideal.
– Le repito: sólo el nombre, no el hombre. Pero en fin. Usted lo sabe tan bien como yo. No existen en México contrapesos al poder presidencial absoluto. Se requiere una gran ecuanimidad para ejercerlo sin excesos lamentables. Pero por lo general, ¿cómo se entera el pobre hombre de lo que realmente sucede? Vive aislado, sin más información que la que le dan sus allegados. Los presidentes que salen a oír a la gente son muy raros. La regla es que, poco a poco, la corte aisla al Presidente y también paulatinamente, ¿cómo?, el Presidente se acostumbra a oír sólo lo que desea escuchar y los demás a decírselo. De allí al reino del capricho, sólo hay un paso.
El Director General suspiró, como si se dispusiera a dictarle una lección a un niño demasiado obtuso.
– La primera regla de una política tan barroca como la mexicana es la siguiente: ¿para qué hacer las cosas fáciles si se pueden hacer complicadas? De allí la segunda regla: ¿para qué hacer las cosas bien si se pueden hacer mal? Y la tercera, que es el corolario perfecto: ¿para qué ganar si podemos perder?
Se quitó cuidadosamente los pince-nez y con ellos el parecido a Victoriano Huerta, pero al contrario de lo que sucedía con Bernstein, su mirada sin espejuelos no desfallecía; ganaba, acaso, en intensidad rasgada, verdosa.
– Los norteamericanos siguen el consejo de Thoreau, simplificad, simplificad, y su corolario es que nada tiene más éxito que el éxito mismo. Su política es transparente en el bien y en el mal; en eso se parecen un ángel bobo como Eisenhower y un demonio perverso como Dulles. Pero el que se mete a Maquiavelo termina ahogado en Watergate, ¿cómo? En cambio, no hay político mexicano dispuesto a creer que las cosas simples lo sean; sospecha gato encerrado. Existe un explicable complejo defensivo nacional; México, para seguir con las asociaciones felinas, es un gato demasiadas veces escaldado. Hay que sospechar de todo y de todos y eso lo complica todo y nos complica a todos, hélas!
– ¿El Presidente ordenó que me encarcelaran, me aplicaran la ley fuga y me enterraran?
– No fue necesario. Bastó con que un Secretario de Estado allí presente pidiera que se investigara a Félix Maldonado para que el Subsecretario corriera a la red privada a ordenarle al director de la policía secreta que lo detuviera y nosotros, gustosamente, entregamos el cuerpo de un hombre desvanecido a los agentes de la secreta, quienes interpretaron a su manera, aunque con una ayudadita nuestra, el pensamiento presidencial; en vista de la naturaleza del crimen le pasaron la papa caliente a las autoridades del Campo Militar, diciendo que eran instrucciones del señor Presidente, el cual, en realidad, nunca dijo esta boca es mía. Perdón por el retruécano. La boca sólo fue mía, ¿cómo? Fui esa noche al Campo Militar y me dirigí al oficial de guardia, un mero comandante, diciendo que venía de parte de la Presidencia de la República a conversar con el detenido. Tengo credenciales suficientes. Fuimos a la celda donde yacía Maldonado.
Interrumpió su relato para subrayar con toda intención el verbo.
– Dije bien yacía. El pobre ya estaba muerto, envuelto en una cobija bastante burda, apenas digna de un recluta. Imagínese la confusión de un oficial segundón con el cadáver de un presunto magnicida en sus manos. Le comenté que en estos casos hay que hacer virtud de necesidad. Le sugerí que podía hacer méritos balaceando al cadáver por la espalda y alegando la ley fuga. Por supuesto, aceptó mi sugerencia como una orden de hasta arriba. De paso, la aplicación de la ley fuga me eximía de toda responsabilidad en la muerte de Maldonado, la trasladaba directamente al comandante de guardia y como éste comprometía con su acción a todo el Ejército Nacional, ni modo. Se guardó el secreto público pero todo quedó aclarado y aceptado en las altas esferas. Entierro discreto al día siguiente, tras de informar a los deudos que un súbito síncope, etcétera. Finis Félix Maldonado. Los maliciosos siempre dirán que lo mató la emoción de ver de cerca al señor Presidente. Tal es el amable recorrido que nos lleva de una simple sospecha expresada ante el señor Presidente y recogida por sus colaboradores a una brutal decisión de un oficial menor del ejército, antes de elevarnos al digno dolor de la ceremonia en el Panteón Jardín, ¿sí?
– ¿Cómo se llama el infeliz al que le pasó todo esto?
– Félix Maldonado. Era realmente un infeliz. Mediocre en todo. Mediocre economista, mediocre burócrata, mediocre tenorio. Sí, un pobre diablo.
El Director General miró con ferocidad juiciosa a Félix.
– Velázquez, ponga en un platillo de la balanza la miserable insignificancia de Maldonado y en la otra una crisis interna de repercusiones internacionales. Verá que no debemos llorar por alguien como Félix Maldonado.
Volvió a colocarse los espejuelos ahumados.
– En cambio, debemos preocuparnos por el licenciado Diego Velázquez. Félix Maldonado no aceptó nuestra oferta y ya ve cómo le fue. A Diego Velázquez le espera todo: un puesto oficial con aumento considerable de salario, comisiones jugosas, viajes al extranjero con viáticos generosos, todo lo que pueda desear.
Félix sentía la cara como un nudo.
– Tengo una mujer, ¿recuerda?
Tuvo que adivinar la mirada invisible pero intrigada del Director General.
– Por supuesto. Y ahora podrán tener todos los hijitos que Dios quiera mandarles, ¿cómo?
– Seguro. Una bola de hijitos de la chingada que se llamarán todos Maldonado.
El Director General no tuvo que golpear a Félix; le bastó acercar el rostro verdoso, impreso para siempre en hondas comisuras y huesos próximos a la imagen de la muerte, sí no a la muerte misma, aunque el aliento que salía por las aletas anchas de la nariz y los labios largos, sin carne, parecidos a dos navajas de canto, sí venía de una tumba interna capaz de hablar con una amenaza peor que cualquier tranquiza de Simón Ayub.
– Óyeme bien. Lo único cierto de esta aventura es que tú nunca sabrás si eres el verdadero Félix Maldonado o el que por órdenes nuestras te sustituyó. ¿Quieres seguir negando que eres un hombre enterrado en el Panteón Jardín? Regresa al momento en que despertaste en la clínica y pregúntate si puedes asegurar que entonces sabías quién eras. Habrá para siempre un antes y un después en tu vida. Un abismo los separa y nunca podrás salvarlo, ¿me entiendes bien? De ahora en adelante, lo que puedas saber de tu pasado quizás sea sólo lo que nosotros, benévolamente, querramos enseñarte. ¿Cómo podrás saber la verdad?
– Ruth… -murmuró Félix hipnotizado por la voz de muerte, la mirada de muerte, el gesto de muerte de este hombre inasible como una serpiente embarrada de aceite.
– Te lo aseguro -continuó el Director General sin oír a Félix-, cada vez que pienses en el pasado de Félix Maldonado, estarás recordando algo que yo te enseñé mientras estabas inconsciente en el hospital. Y mientras vivas el presente de Diego Velázquez, sólo sabrás de él lo que yo te diga sobre él. Cada opción te remitirá a un contrario imposible. Si eres el de ayer, ¿puedes asegurar dónde comenzó tu hoy? Si eres el de hoy, ¿puedes saber dónde terminó tu ayer? No hay salida para ti, hagas lo que hagas, vayas a donde vayas. Félix Maldonado fue un infeliz que frustró mis planes perfectamente concebidos. Diego Velázquez cargará la maldición de esa culpa.
Félix buscó en vano el sudor en la frente del Director General; la intensidad de sus palabras era como su aliento, mortalmente frío. El alto funcionario se recompuso, se alejó de Félix y se incorporó plenamente.
– El pobrecito de Félix Maldonado es un hombre ideal, no por sus discutibles méritos, sino porque no es. Seguirá muerto para que podamos seguirlo utilizando. Su propio jefe está de acuerdo.
Hizo un gesto despreciativo con la mano, pidiéndole a Félix que se incorporara.
– Ahora sígame, señor licenciado. Le ofrezco llevarlo en mi automóvil.
Félix se puso de pie. Se sintió mareado y débil. Apoyó un instante las manos sobre el respaldo de la silla. El Director General le dio la espalda y encendió de manera deliberada un cigarrillo, tapando con una mano el fulgor intolerable del briquet. Félix cayó de cuclillas, enchufó el reflector con el que Ayub y sus gorilas lo torturaron y la luz blanca, congelada como el aliento de hombre que encendía un cigarrillo frente al ojo sin párpados del reflector, cegó al Director General con un aullido de dolor.
Se tapó la cara con las manos, el briquet pegó contra el piso de cemento y el cigarrillo le rodó, desamparado y desparramando un minúsculo simulacro de lava, por el pecho.
– Lo sigo -dijo Félix aplastando el cigarrillo con el talón.
El Director General suprimió los borbotones agónicos de su grito inicial. Se agachó para buscar y encontrar, a tientas, el encendedor y se reincorporó con toda su dignidad recuperada.
– Sea mi huésped -le dijo a Félix Maldonado.
La puerta de metal se cerró detrás de ellos. Caminaron por una galería de vidrio y fierro ventilada por chiflones de frío nocturno; olía a lluvia reciente.
Descendieron por unos escalones de fierro a un garage donde se encontraba estacionado un viejo Citroën de los años cincuenta, negro, largo y bajo. El Director General abrió la puerta y con un gesto silencioso le pidió a Félix que subiera.
Maldonado entró a la imitación de un ataúd de lujo. Su anfitrión le siguió y cerró la puerta. Se instaló mullidamente, con un suspiro, y tomó la bocina negra que colgaba de un gancho de metal.
Dio órdenes en árabe y la carroza fúnebre arrancó. Todo el espacio interior del Citroën estaba tapizado de fieltro negro, las ventanillas cubiertas por cortinas negras y dos hojas corredizas de metal pintado de negro separaban al invisible chofer de los pasajeros.
Félix sonrió para sus adentros imaginando la conversación que serían capaces de sostener, en este lugar y estas circunstancias, su anfitrión y él. Pero el Director General estaba demasiado ocupado poniéndose en los ojos las gotas que le aliviaban del fogonazo. Luego guardó el frasco en el mismo botiquín frente a los asientos de donde lo sacó y descansó la cabeza, con los ojos cerrados, sobre los cojines del respaldo.
Habló como si no hubiese sucedido nada durante la hora anterior, con un tono de cortesía extrema. Diríase que ambos se dirigían a un banquete o regresaban juntos de un entierro. Con tonos de afabilidad modulada, el Director General recordó su vida de estudiante en La Sorbonne. Allí formó lazos de amistad imperecederos, dijo, con la élite del mundo árabe. Le abrieron las puertas de una sensibilidad junto a la cual la del Occidente le pareció roma y pobre; añadió que, sin los árabes, el mundo occidental carecería de su propia cultura, pues las herencias griegas y latinas fueron destruidas o ignoradas por los bárbaros, conservadas por Islam y diseminadas desde Toledo a la Europa medieval. Los hijos de los palestinos ricos estudiaban en Francia; le hicieron comprender que su diáspora, por actual y tangible, era peor que la de los judíos, iniciada dos mil años antes. Los palestinos eran las víctimas contemporáneas del colonialismo en las Tierras de Dios y vivían ahora mismo el destino que los judíos sólo evocaban y que jamás hubiese pasado del estado de una vaga nostalgia sionista si Hitler no los convierte, de nuevo, en mártires. Pero mientras los judíos sólo eran ricos banqueros, prósperos comerciantes y laureados intelectuales en la Alemania pre-nazi, los palestinos ya eran víctimas, prófugos, exiliados de la tierra que ellos y sólo ellos habitaban realmente.
– El Medio Oriente es una geografía apasionada -murmuró-, y basta entrar a ella para compartir sus pasiones, incluyendo la violencia. Pero la violencia del Occidente moderno se diferencia de todas las demás porque no es espontánea, sino rigurosamente programada. El colonialismo occidental la introdujo en el Medio Oriente; el proyecto sionista es su prolongación. La violencia palestina es otra cosa: una pasión. Y la pasión se consume en el instante, no es un proyecto sino una vivencia inmediata, inseparable de la religión con todo lo que ello implica. En cambio, el sionismo es un programa que por fuerza se separa de la religión a fin de ser compatible con el proyecto laico de Occidente cuya violencia comparte. Considere usted, amigo Velázquez. Palestina ya estaba habitada. Pero para los judíos de Europa, todo lo que no era Europa, era, como lo fue para el colonialismo europeo, ocupable. Es decir, colonizable ¿sí? Los judíos obligaron al mundo árabe a pagar el precio de los hornos nazis; el resultado fue fatal: los palestinos se convirtieron en los judíos del Medio Oriente, los perseguidos de la Tierra Santa. Pero Israel carga la penitencia en la culpa. Poco a poco, los israelitas se orientalizan y, como los árabes, se empeñan en una lucha que ya no será laica sino también religiosa, pasional e instantánea. La orientalización de Israel hace inevitable una nueva guerra, quizás muchas guerras sucesivas, pues la política oriental sólo concibe la negociación como resultado y jamás como impedimento de la guerra.
Félix no quiso decir decir nada. Llegaba vacío al final de una aventura en la que no sabía si actuó de acuerdo con una voluntad, propia o ajena, o si sólo fue objeto ciego de movimientos azarosos que no dependían de la voluntad de nadie.
El Director General le palmeó la rodilla:
– Bernstein debe haberle dado sus razones. No abundaré en las mías. Debe usted pensar lo mismo que el pobrecito de Simón, usted es mexicano, ¿qué le va ni le viene todo esto? Se trata de cumplir un encargo y ya, ¿cómo? Pero sus amigos tienen razón. El petróleo mexicano será una carta cada vez más importante en una situación de guerra permanente en el Mediterráneo oriental. De allí, ¿cómo?, todos nuestros esfuerzos. Es inútil aislarse, señor licenciado. La historia y sus pasiones se cuelan por la rendija universal de la violencia. ¿Estudió usted a Max Weber? El medio decisivo de la política es la violencia. Y como todos, personalmente, poseemos una dosis más o menos amaestrada de violencia, el encuentro es fatal; la historia se convierte en justificación de nuestra violencia escondida. Dirá usted que habló por mí. Piénselo. En este momento se siente exhausto y quiere dar por terminado todo esto. Lo entiendo. Pero le exijo que se pregunte si no queda en usted una reserva personal de violencia, totalmente ajena a la violencia política que le circunda, y que se propone aprovecharla para averiguar lo único que sólo usted puede averiguar, ¿cómo?
Félix y el Director General se miraron largamente en silencio; Maldonado sabía que su propia mirada era algo vacío, opaco, sin comunicación; los espejuelos del Director General, en cambio, brillaban como dos estrellas negras en el seno negro del viejo Citroën.
– Vamos -sonrió el Director General-, creo que llegamos. Perdone mi palabrería. En realidad, sólo deseaba decirle una cosa. La crueldad siempre es preferible al desprecio.
Corrió una de las cortinillas del automóvil y Félix pudo ver que se acercaban al puente de piedra de Chimalistac. El alto funcionario volvió a reír y dijo que los españoles habían aprendido de los árabes que la arquitectura no puede estar en pugna con el clima, el paisaje o las almas. Lástima, añadió, que los mexicanos modernos hayan olvidado esa lección.
– Toda la ciudad de México debía ser como Coyoacán, de la misma manera que toda la ciudad de París, en cierto modo, es similar a la Place Vendóme, ¿cómo? Hay que multiplicar lo bello, no aislarlo y aniquilarlo como por desgracia hacemos nosotros.
El auto se detuvo y el tono del Director General volvió a la sequedad hueca.
– Descanse. Repose. ¿Sí? Cuando se sienta bien, regrese a su oficina. Le esperamos. Es el mismo cubículo de antes. Maleníta le aguarda ansiosa. Pobrecita. Es como una niña y necesita un jefe que sea como su papá. Le cobrará la quincena puntualmente, sin que necesite usted desplazarse y hacer colas. Y cada mes, pase a ver a Chayito mi secretaria. Las compensaciones no pasan por la contaduría pública del ministerio.
Abrió la puerta e invitó a Félix a descender.
– Baje, licenciado Velázquez.
– Hay una cosa que no me ha explicado. ¿Por qué me dijo en la clínica que Sara Klein había asistido a mi sepelio?
La mirada del Director General pareció por un segundo ciega como la arena. Luego suspiró.
– Recuerde mis palabras. Dije que Sara Klein también acudió a la cita con el polvo. En este carnaval de mentiras, señor licenciado, admita al menos una verdad metafórica, ¿cómo?
Brilló el anillo matrimonial de este hombre de vida privada inimaginable. Se le ocurrió a Félix que las ocho mujeres de Barba Azul, incluyendo a Claudette Colbert, no tenían nada que envidiarle a la señora del Director General.
– Baje, licenciado Velázquez. Yo voy a seguir. Y dígale a su amigo Timón de Atenas que recapacite en las palabras de Corneille, con algunos cambios toponímicos. Rome a pour ma ruine une hydre trop fertile; une tete coupée en fait rendtre mille.58 ¿Ve usted? Yo también tengo mis clásicos.
58. Para mi ruina reserva Roma una hidra demasiado fértil; de una cabeza cortada habrán de renacer mil. Cinna, iv, 2, 25.
Félix descendió sin darle la mano. Pero desde la banqueta introdujo las dos manos abiertas en el auto, mostró las palmas con sus signos de vida, fortuna y amor cerca de los espejuelos ahumados del Director General y le dijo con saña:
– Mire. Hay algo que se les olvidó. Tengo mis manos. Tengo mis huellas digitales. Puedo probar quién soy.
El Director General evitó esta vez la risa seca y alta.
– No. También pensamos en eso. Nos reservamos para la próxima vez rebanarle las yemas de los dedos, señor licenciado. Siempre hay que tener un as en la manga. La crueldad debe ser gradual. Pero estoy seguro de que no se expondrá más a nuestra cirugía, ¿cómo?
Cerró la puerta y el Citroën arrancó. Félix estaba frente a la puerta de mi casa en Coyoacán.