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Me despertó la luz del día como un golpe de aversión. Con las puertas y ventanas abiertas, tenía la impresión de haber dormido al raso. Hacía viento y, como una señal de mal agüero aprendida en el cine, ondeaban amenazadoras las cortinas y el cielo vagamente encapotado tenía la luz fría y blanca que precede a la tormenta. Mi cabeza pesaba de tal modo que los párpados se negaban a incorporarse y cada músculo de mi cuerpo transmitía su movimiento al cerebro, dibujando insoportables líneas de dolor.
No estaba acostumbrada a beber, ni siquiera en los últimos tiempos con Gerardo, que no sabía prescindir del vino en las comidas y tomaba siempre una o dos copas antes de cenar. Yo aceptaba la mía, más por acompañarlo que por gusto, pero casi siempre la dejaba a la mitad.
"No sabes encontrarle placer a la copa de la tarde, me recriminaba." No sabré, pensaba yo. Nunca había bebido, y menos en las cantidades del día anterior, una copa y otra y otra, ellos hablaban y yo los oía o preguntaba al tiempo que iba apareciendo el panorama del desenfreno que tenía lugar en mi propia casa y en ella se repetía y se multiplicaba. Y ahora, ese malestar, esos dolores repentinos que perseguían cualquier gesto, unidos a la desgana, a la insoportable resaca, me atenazaban el pensamiento con tanta insistencia que, contrariamente a la sorpresa y a la repugnancia que me habían provocado la tarde anterior y a las recurrentes pesadillas de la noche, no lograba que las confidencias de aquellos dos vendedores me impresionaran.
Aquella larga conversación se me presentaba ahora como una vaga y lejana memoria despojada de la inapelable rotundidad de entonces, del dramatismo con que yo creía haberla oído. Como si no fuera capaz de percibir sentimientos ni emociones o hubiera perdido la capacidad de analizarlos. Ni siquiera, echándome atrás en el tiempo, me era fácil rememorar el estado de ánimo que me había sumido en la apatía y el decaimiento durante tantas semanas.
¿Será cierto lo que defienden los bebedores, que una buena borrachera limpia el alma como un viento del norte, y que la resaca nos envuelve y esconde lo más doloroso, como si el pensamiento inmerso en ella perdiera toda capacidad que no fuera la de la conciencia de su propio malestar, invalidando así los demás contratiempos del alma?
Sentada en el sofá, apenas tenía ánimo para levantarme, temerosa como estaba de que cualquier movimiento trajera consigo un dolor nuevo, un quebranto de cualquier músculo agazapado y desconocido.
Yo sola con esa inmovilidad y ese temor, y a mi alrededor un inmenso campo desierto.
Sólo hacia el mediodía, después de una larga ducha de agua fría, de haber adecentado mi aspecto, de haber procurado recomponer el salón, despacio, no fuera a torcerse la línea de dolor en el occipital, cuando ya el sol había abierto un boquete entre las nubes, y aquel viento de la mañana apenas había quedado en una brisa leve que se empeñaba en limpiar el aire, sólo entonces comencé a darme cuenta cabal de la información que había recibido. Sin embargo, mi entendimiento se resistía aún a aceptarla, no porque le costara creer lo que habían contado los dos vendedores desconocidos con los que había pasado la tarde y buena parte de la noche en aquella impensable francachela, sino porque seguía sin lograr darle el contenido preciso, como si lo viera sin relieves ni protuberancias, un mero dictado gramatical de los hechos.
No es posible, no puede ser verdad que todo esto haya ocurrido durante meses o años en mi propia casa sin alterar el orden de mi vida. No tengo por qué hacer caso a esos locos a los que nunca había visto y que tal vez no han hecho más que inventar y fabular para reírse de mí. Quizá me engañaron y eran simples clientes de la agencia que venían en busca de Adelita o de Dorotea, y que con las copas construyeron una historia. No tengo por qué creerlos, no puede ser cierto.
Sin embargo, cuando poco a poco se fue aclarando la confusión que me obnubilaba, cuando comencé a calibrar de qué podían conocer tantos datos, de dónde habían sacado tanta información que se acoplaba perfectamente a los espacios en blanco de la historia, concluí que tal vez hubieran exagerado, pero del mismo modo podía aceptar que, por consideración a mí, habían minimizado o incluso eludido detalles infinitamente más escabrosos que la escueta mención de aquella red de prostitución y negocios sucios, según dieron a entender, evitando en todo momento descripciones y anécdotas que habrían dado más verosimilitud a los hechos. Sí, alguna imagen concreta llegué a arrancar de sus palabras, pero muy pocas: el desnudo de Adelita que compararon a un Rubens, aquel caballero de gafas sin montura que se negaba a desnudarse delante de los demás, la mancha roja en la cara del hombre gordo… Sentada a la mesa de la cocina, con una segunda taza de café y una aspirina que habían de acabar de borrar la jaqueca, fui pasando revista a esos personajes que recuperaba la memoria, desgajándolos de aquel zafarrancho de cuerpos que esa misma mañana, antes de entrar en la ducha, habían aparecido en mi cama.
Subí a la habitación otra vez: allí estaba, mi cama ahora tan impoluta, tan blanca, con su colcha de algodón, de flores y lazos en relieve como dibujos repujados en su textura, que hacía años había comprado en Portugal, una colcha casera y doméstica a la que no le faltaba más que el aroma del espliego que Adelita guardaba en bolsitas de organdí y ponía en los armarios de la ropa blanca. La habitación entera a la luz de la mañana irradiaba paz y sosiego, la ventana bordeada de flores de buganvilla se abría al paisaje bucólico del campo recién arado, las moreras tras ella comenzaban a dorarse y a lo lejos las viñas rojas sobre las lomas reclamarían a mediodía el tañido de las campanas.
Volví la vista al interior: las dos mesitas de noche, una a cada lado de la cama, antiguas, de madera pulida, la cómoda con las fotografías de mi padre y de mi madre, mías incluso en la infancia, las cajitas de porcelana, las palmatorias, los cuencos de ébano, todos esos objetos tan familiares, ¿dónde los ponían?, o ¿ni siquiera los veían? ¿No se habría llevado Adelita algún objeto o un marco de plata que yo ni había echado de menos? Dejé vagar el pensamiento recreándome en el aspecto apacible de mi dormitorio como si contemplando la verdad de su presente pudiera desvelar el cúmulo de historias que guardaban las sábanas, las alfombras y las paredes, o las agazapadas imágenes que en algún rincón esperaban mi propio convencimiento para mostrarse en todo el esplendor de su perturbadora grosería.
Recorría las habitaciones de la casa como una sonámbula, buscando indicios que de alguna manera me remitieran al uso que de ellas había dado Adelita mientras yo daba mis clases en Madrid, como si quisiera horadar la realidad y penetrar en otra más profunda que se me había escamoteado y que sin embargo allí estaba, allí tenía que estar si es que de verdad había ocurrido lo que me habían contado.
Esta casa, sus habitaciones, el salón, la cocina, todo había sido invadido muchas veces por un ejército de desenfrenados vividores que debían de conocerse de sus negocios, ¿por qué no de las mafias que controlaban o a las que pertenecían?, que venían a mi propia casa, con una serie de mujeres que les proporcionaba la agencia. ¿Por qué en mi casa? ¿No había otro lugar en toda la provincia? No sólo aquí, me había dicho Félix, hay otros muchos lugares, en la provincia, en el país, en el mundo entero, hay una malla gigantesca de cuevas tan ignoradas como ésta que cubre todo el territorio. Que no se vean no quiere decir que no estén.
Volvía a mi cuarto forzando la imaginación para ver en la vigilia lo que el sueño me mostraba de noche. Durante muchas horas no lo lograba, como si me faltaran elementos y mi fantasía se hubiera vuelto llana como un desierto, pero, poco a poco y sólo muy de vez en cuando, aparecía borrosa aún la cara de Jerónimo, de mi hombre del sombrero negro, desprendidos de ella todos los inmundos calificativos que la inteligencia me proponía y yo me negaba aceptar. Como si sus actividades que a la fuerza escondían robos, extorsiones, fraudes, sobornos, prostitución, según yo misma podría haber reconocido de haber querido o de haber tenido el valor para ello, no hubieran sido más que negocios, simples negocios sin valoración de ningún tipo, ni siquiera moral, cosas de hombres, de la profesión a la que se dedicaban, como los otros participantes, seguramente honorables padres y maridos que en familia guardarían celosamente su secreto.
Aparecía con su sonrisa. Él, al que apenas había visto sonreír.
Él, que precisamente nunca formaba parte del grupo aunque de él dependía y a él se remitían los demás en busca de información, de quejas, de programas y de fechas. Pero esa sonrisa y su talante de hombre eficaz, lejos de desentonar, se adecuaban al ambiente de placidez familiar y amorosa de aquel dormitorio celestial, tal vez porque así, solo como estaba y envuelto en el aura de la memoria, adquiría el aire sensato de una estampa de devocionario. Aquella noche, sin embargo, en el interregno entre la vigilia y el sueño, cobró vida y se transformó, dejó de ser estática y vestida su imagen, y en la amalgama de cuerpos que había cubierto la cama impoluta, lo vi desprenderse de todas aquellas mujeres en las que estaba arropado -también de Adelita, que, en efecto, tenía las redondeces de un Rubens-, y acercarse al rincón donde yo me había refugiado, y ante la mirada socarrona de las demás mujeres alargó una mano, tomó la mía, y me ayudó a levantarme. La fantasía, mi pobre fantasía, se deshacía en ese instante como si no hubiera final, ni continuación, y por más que yo insistía y me debatía en la pequeña historia de nuestro encuentro, no sabía yo misma cómo continuar. Y de nuevo comenzaba desde el rincón del cuarto, mirando, cada vez más fascinada, el espectáculo que ya no me sorprendía sino que me atraía casi tanto como el hombre que una vez más se acercaba y me tomaba de la mano.
Fue al día siguiente a esa hora en que el atardecer se hunde sobre la tierra y se apoderan de ella las sombras, cuando tras dar vueltas por la casa, decididamente ensimismada, me asomé con nostalgia a la ventana del estudio y, como si fuera un elemento más de mis quimeras, descubrí la silueta de su cuerpo igualmente inaccesible plantada frente a la higuera, con las piernas separadas y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. La luz, la poca luz que quedaba, le había robado a la imagen su volumen, de tal modo que, en su inmovilidad, parecía un muñeco de papel que pudiera volar al menor soplo de aire.
Estaba de frente, mirando hacia mi casa, y aunque no podía verme porque yo permanecía en el oscuro interior del estudio y la distanciaa no podía apaciguar el brillo del cristal, tenía un aire desafiante porque a la fuerza debía de saber que yo lo espiaba desde mi atalaya.
Me sonrojé como si se encontrara a mi lado. ¿Qué me está queriendo decir?, se preguntaban los latidos de mi corazón, reconociendo mi incompetencia para entender el mensaje que parecía enviarme con la inmóvil postura de su cuerpo dirigido hacia la casa.
De pronto levantó el brazo como si saludara, o como si me hiciera una señal. ¿Era a mí? Si no era a mí, ¿a quién podía ser?, porque yo era la única persona que había en todo el valle hasta donde alcanzaba mi vista. ¿A quién saludaba, pues?
Sí, me saludaba a mí, me hacía una señal. O ¿habría alguien más que yo no veía? Quizá no era un saludo, sino el simple movimiento de alargar el brazo para coger un higo. Ya no quedan higos. ¿O era un movimiento para retirar una chaqueta, un pañuelo, una bolsa que hubiera dejado colgando de una rama? Lo mantuvo de todos modos en alto un buen rato, sin balancearlo ni gesticular, y luego se dio la vuelta y desapareció tras la casa de los vecinos, que salían en aquel momento hacia el camino todos juntos, tres o cuatro personas. Debieron de mezclarse o saludarse porque sí vi que se detenían un momento, pero la oscuridad me impedía distinguir unas sombras de otras y no pude saber si mi hombre se había ido con ellos o por el contrario seguía tras la casa esperando el momento propicio para salir. ¿Para salir, atravesar el valle y venir? Claro. ¿Qué se lo impide? ¿Por qué no viene, pues?
¿Por qué no se acerca?
Su desaparición me sonaba ahora a indiferencia y a menosprecio, y el movimiento del brazo había perdido la remota posibilidad de que fuera en efecto una señal, como la que yo le vi hacer a Adelita en ese mismo lugar. Debe de saber que Adelita ya no está aquí, así que no es a ella a quien hace señales.
Y si es en efecto a mí, si aunque no puede verme, sabe que yo en cambio sí lo estoy mirando, ¿por qué no viene? No es el miedo lo que lo retiene, ni la timidez, ni la sensatez, ni el temor a encontrarse con alguien, sabe que estoy sola, lo ha sabido siempre. Sabe incluso que lo espero. No viene, pues, porque no me ve. Le ocurre lo mismo que a los vendedores; toda una tarde hablando, riendo, bebiendo, pero no me veían. Me vuelvo transparente, invisible para ellos, cuando entro en ese mundo suyo.
Tal vez Adelita tenía razón, con aquella teoría de la impenetrabilidad de nuestros mundos, aunque no debido a la riqueza y el poder de los unos respecto de los otros como ella creía, sino porque a ellos, los otros, los distingue la posesión de algo más profundo, más elemental también, pero infinitamente más efervescente, cuyas reglas secretas desconozco.
La sombra de un ultraje planeaba sobre mi alma, una oscura tiniebla que fue aumentando como aumentan los miedos alimentados por sí mismos, que me dejó vagando de nuevo por la casa, con las luces apagadas y acosada por los ruidos de la noche a los que por veces que creyera haber dominado y olvidado acababan siempre reapareciendo con una transparencia mayor. Y, sin embargo, ni esos ruidos, ni el ultraje, ni el reconocimiento de mi condición me impedían asomarme a la ventana, a la negra noche, volcada a la esperanza, que no por improbable dejaba de mostrarse en toda su dolorosa intensidad. Eran más de las tres de la madrugada cuando me dejé caer en el sofá y me venció el sueño.
Por un resto de lucidez que debía de quedarme en la conciencia sensual, u olfativa al menos, al día siguiente fui al pueblo a encargar colchones nuevos para mie cama, y para las camas de las dos habitaciones de invitados que había en la casa, una de las cuales había sido la mía en vida de mi padre.
Dos chicos me los trajeron aquella misma tarde y se llevaron los colchones usados, contentos de poder aprovecharlos o venderlos porque parecían nuevos, ya que las orgías no habían dejado rastro en la prístina placidez del descanso que pregonaban, o Adelita lo había borrado.
Una operación, la de la sustitución de los colchones tras la desaparición de la resaca, que tal vez porque no estaba acostumbrada a ella, se prolongó mucho más de lo previsto, y hasta después de tres largos días no pude considerarla terminada. Claro que había iniciado una limpieza a fondo que no me dejaba libre más que unos pocos minutos para prepararme algo de comer. Al cuarto día ya volvía a dormir en mi cama con sus sábanas de hilo y su colcha blanca recién lavadas y planchadas. Tenía ese cansancio que dejan las grandes limpiezas porque había pasado muchas horas fregoteando suelos y cristales, enviando al tinte cortinas y alfombras y lavando toda la ropa blanca que pude encontrar, con tal ahínco y tal ansia de que desaparecieran los ocultos vestigios de los descalabros que allí se habían cometido que me dolían ciertos músculos que, al parecer, no se activan más que con el trabajo doméstico.
Volví a hacer todas las camas y dejé a punto las habitaciones, un ejercicio completamente inútil porque nadie había de venir ni tenía el menor interés en mantenerlas dispuestas como en otro tiempo, la casa preparada para recibir a mis amigos, pocos, es cierto, pero presentes ciertos fines de semana del verano cuando Gerardo se ocupaba de nuestra vida social, y que ahora al pensar en ellos me parecían lejanos e irreales. Igual que Gerardo, cuyo recuerdo apenas aparecía en mis pensamientos y que cuan-g do por azar lo veía asomarse porque lo convocaba una palabra o una imagen, lo rehuía y lo barría sin piedad como si fuera la memoria de un enemigo, la única persona que podía interrumpir o desviar el camino que irremisiblemente y casi a ciegas había emprendido. O quién sabe si guiada por una fuerza desconocida, que ella sí sabía adónde me llevaba.
Al quinto día me levanté más decidida. Cogí el coche y enfilé la carretera de Gerona. La mañana tenía esa lánguida luz que anuncia la llegada de temperaturas más bajas. No había nubes, pero el cielo desvaído tenía un aire de inconsistencia, casi de provisionalidad de los días de setiembre, cuando ya nada parece asegurar la permanencia del buen tiempo. El campo había perdido la uniformidad del verde poderoso del verano y se deshacía en tonos dorados, amarillos y granate, y el verde que quedaba estaba descolorido en espera de lluvias que no habían vuelto a caer desde hacía más de un mes.
Cuando llegué a la comisaría de Gerona me salió al paso un policía. Le pregunté si podía ver al comisario y me rogó que me sentara y que esperara. La sala estaba llena, pero logré un hueco libre, apoyé la cabeza en la pared y procuré concentrarme en la memoria que guardaba del comisario. Lo recordaba muy bien, me había dado confianza, el desgraciado, el estafador. Era él quien había hecho desaparecer la notificación del joyero. Veía aún su cara bicolor que me obligaba a mirarlo a los ojos para que no se diera cuenta de hasta qué punto me repugnaba y me atraía la enorme mancha de sangre que le cubría la mejilla, y él me devolvía la mirada igualmente directa, creando entre los dos una corriente de franqueza y de sinceridad que, ahora lo veía, se fundamentaba precisamente en esa mancha roja o morada, casi negra en algunas partes, a la que yo hacía esfuerzos por no mirar. Llevaba mási de media hora viendo entrar y salir gente del pasillo del fondo, donde estaba el despacho del comisario que conocía del día de la denuncia del robo, y me entretenía pensando qué le diría. Podía preguntar con candidez cómo es que habiendo él reconocido que la joya se había robado y que el joyero había llevado una fotocopia del carnet de identidad de Adelita, se había sobreseído el caso. No, mejor aún, lo que podía decirle es que no sabía que conocía mi casa tan bien, así, a bocajarro. O tal vez sería mejor intentar un golpe bajo comunicándole que conocía al juez amigo suyo que lo acompañaba en sus correrías.
O…
"¿La señora Fontana?", tenía frente a mí al policía de la entrada.
"Sí", dije, "soy yo", y me levanté dispuesta a seguirlo.
Cuando entré en el despacho, el mismo que ya conocía, me di cuenta de que algo había cambiado. Daba la impresión de estar más lleno, de no tener aquella vacuidad que entonces me había impresionado tanto.
Los muebles también me parecieron otros. Había frente a la mesa del despacho, llena de papeles, un par de butacas y en el rincón más alejado un sofá de cuero negro, dos sillones y una mesa baja de cristal, repleta de carpetas. El policía me invitó a sentarme y dijo que el comisario vendría en seguida.
Y efectivamente no tardó, pero no era el comisario que yo conocía.
Me saludó muy cordial y me preguntó en qué podía ayudarme.
"Disculpe, pero ¿usted es el comisario?" "Sí, soy el comisario." "¿Seguro?", insistí estúpidamente.
"Claro que soy el comisario, ¿por qué le extraña tanto?" "No, no me extraña, es decir, sí me extraña. O por lo menos no es usted el que yo conocía. A no ser que lo hayan nombrado en los últimos meses." "No, señora", respondió con firmeza y un poco confundido, "estoy aquí desde hace dos años." "Pues yo vi a otro comisario." "¿Cuándo?" "Era el día último del año pasado. Lo recuerdo muy bien, o el penúltimo. Vine aquí porque en mi casa se produjo un robo y el comisario me vino a decir…" Parecía que estábamos jugando al juego de los disparates.
"Disculpe, pero yo no le dije nada. ¿Quién la atendió?" "Un policía que me dijo que era el comisario." "¿Está segura de que se lo dijo?" "Pues…", dudé, "tal vez no me lo dijo él personalmente, pero el policía de la puerta sí me dijo _"el comisario la está esperando_", y me hizo entrar en este despacho y luego llegó él, así que yo debí de suponer que era el comisario." "Pues no lo era, además, este despacho no se utilizaba entonces, lo hemos arreglado hace escasamente un mes, pertenece al ala nueva y estaba en desuso." No sabía qué más decir. Tenía la impresión de que el comisario, el de ahora, me estaba tratando como si yo fuera una mujer con una leve demencia que tuviera la inveterada costumbre de comparecer en la comisaría un día sí y otro no buscando un policía que, en su delirio, hacía responsable de una serie de tribulaciones que le habían ocurrido hacía mil años. Y también yo me sentía insegura. La confusión se extendía como una gran mancha de aceite y me daba cuenta de que ya no pisaba terreno firme, no porque fueran ellos los que me engañaran, sino porque era yo la que perdía pie, la que ya no tenía confianza en mi propia memoria, como si realmente la demencia comenzara a asomar a mi conciencia y se dedicara a tergiversar la memoria y con ella los hechos que yo creía haber vivido y todos los que me habían contado. Pero de pronto recordé la mancha de sangre, y esac visión me hizo recobrar la fe en mis propias palabras. Dije: "Era un policía que tenía una gran mancha roja en la mejilla." El comisario hizo un breve, brevísimo gesto de impaciencia que no podía escapárseme porque mis ojos estaban fijos en la expresión de su cara, buscando la señal que me indicara dónde radicaba la trampa, el engaño, la estafa. No quería, no podía fiarme de nadie. Sí, había hecho aquel brevísimo gesto de impaciencia, e inmediatamente se había quedado inmóvil y había adoptado una expresión impenetrable. Tal vez me lo pareció, pero en cualquier caso tardó en reaccionar. Yo esperaba, como si los dos supiéramos que la vez era suya ahora. Finalmente, tras un largo silencio, dijo: "El policía Álvarez ya no está con nosotros, no pertenece al cuerpo." Una irritación que se había generado en el momento en que oí sus palabras se iba extendiendo por mi alma, por mi voz y por mis sentidos. Al final, viendo la calma con que él esperaba ahora mi respuesta, salté: "Y me lo dice así, sin más.
¿Qué hago yo, pues, para recuperar el documento del joyero confirmando que mi guarda le vendió la sortija, qué hago para recuperar la joya cuyo importe él se puso en el bolsillo, qué hago yo…?" Estaba tan irritada que las palabras salían entrecortadas de mi boca, farfullando y saltando de un argumento a otro, de una petición de justicia a otra, hasta que él me interrumpió de la peor forma posible. Para mí, por supuesto.
"Señora Fontana", tenía de nuevo el tono que se emplea con una persona que no está en sus cabales o que ha perdido la razón, aunque sea momentáneamente, "señora Fontana, no se ponga nerviosa." "¿Qué quiere decir con que no me ponga nerviosa?", quise saber.
"Y ¿por qué no me puedo poner nerviosa? A usted, ¿qué más le dae que me ponga nerviosa o no? Lo que usted tiene que hacer no es darme consejos sobre mi forma de reaccionar por infamante que le parezca, sino averiguar por qué me pongo, como usted dice, nerviosa, qué es lo que ha ocurrido para que así me altere y hacerse responsable de la delincuencia de uno de sus subordinados." "Creo que se está excediendo, señora Fontana. Haremos lo que podamos, pero ya le anticipo que no sacará nada poniéndose así." "No sé qué provecho sacaré, pero le aseguro que investigaré hasta la última célula toda esta corrupción que me envuelve, que ha tenido lugar aquí, en la comisaría de usted pero también en mi propia casa, y uno por uno, todos los que están mezclados en éste, y en otros asuntos, serán descubiertos y denunciados." Esta vez me miró con curiosidad. Debía de parecerle tan delicioso ver a una mujer amenazando a un comisario de policía, convencida además de que conseguiría la justicia a la que creía tener derecho sin contar con la más mínima prueba, que debió de despertársele un sentimiento de compasión y simpatía por la víctima, es decir, yo. Porque me sonrió. Pero fue un solo instante y no logré interpretar si la sonrisa era de suficiencia o de conmiseración. Sin embargo, la breve actitud amable que me había dedicado no le impidió continuar con el papel duro que había tenido a lo largo de toda la discusión: "Mire, permítame que le repita que está usted muy nerviosa y que el nerviosismo, que yo comprendo, la lleva a fantasear. Nosotros estamos aquí para ayudar, pero lo que nos es imposible es corear y aplaudir los ataques de histerismo de cualquier persona que venga a acusar a la policía de ineficacia y de corrupción." Ignoré lo del histerismo.
"¿Así que usted no sabe nada de las andanzas de su hombre de la mancha de sangre en la cara¿g ¿Quiere que le cuente qué hace, o que hacía, en sus ratos libres?
¿Quiere que le cuente sus chanchullos con los joyeros, con los traficantes, con los jueces?" Me miró con frialdad infinita y dijo: "Lo que quiero es que me lo demuestre. Nada más." Y pasó directamente a la amenaza: "En cuanto al robo de su joya, el caso fue sobreseído y ya puede usted darse por satisfecha con que el juez no la haya acusado de fingir el robo para cobrar el seguro. No desapareció ninguna denuncia. Al contrario, esta denuncia es la que podría incriminarla a usted." "¿Que qué?", chillé. Pero fueron mis últimas palabras, porque en seguida me di cuenta de que me había quedado sin ellas, y casi sin respiración. Así es como la gente tiene los infartos y los colapsos, logré pensar.
El comisario había abierto la puerta y yo salía por ella, inmovilizada mi voz por la sentencia final que no me dejaba ni siquiera el consuelo de una apelación. Porque recordé que la compañía de seguros, que al principio me había dicho que el seguro no cubría el "abuso de confianza", es decir, el robo perpetrado por una persona que vivía en la casa, me había enviado más tarde una notificación diciéndome que estaban estudiando el caso a la luz del sobreseimiento que exculpaba a la guarda y, según decía mi agente, cabría la posibilidad de que, al ser considerado ahora un robo, si recurríamos se pudiera cobrar la parte correspondiente al seguro. Pero, más tarde, y tras dos o tres conversaciones con él, me vino a decir que al haberse desestimado la denuncia no se podía hablar de robo y, por lo tanto, el seguro no tenía que pagar.
Salí a la calle intentando esconder la irritación y la agonía que me salía por los poros de la cara. Me ardían las mejillas y me temblaban las mandíbulas, y, poco a poco, un sudor frío me inundó lai frente. Derrotada, vencida, humillada, me juraba a mí misma en la profundidad de mi amargura que este contubernio no quedaría impune.
Entré en un café que resultó ser una librería, me senté a una mesa y pedí un gin-tonic. Eran las once de la mañana y la camarera me miró un poco extrañada, no sé si por mi aspecto descompuesto o por lo indecoroso de mi petición a esa hora temprana.
No tomé el gin-tonic, más bien habría querido echármelo por encima para apagar el fuego que me abrasaba. Pero el frescor de las gruesas paredes del café me devolvió poco a poco a la temperatura ambiente y comencé a meditar sobre las vueltas que estaban dando las cosas, y yo entre ellas atrapada como una mosca en una tela de araña. Pero, me decía a medida que me iba calmando, ¿cómo puedo denunciar unos hechos que sólo conozco de palabra? No tengo ni pruebas ni testigos, porque no creo que Félix y Segundo se prestaran a declarar. Bastante hicieron con contármelo. Y nada, no tengo nada que pueda aportar como evidencia de lo ocurrido.
¿Cómo he sido tan estúpida? Además, seguía mi razonamiento, si alguna vez lograra encontrar un indicio, incluso un testimonio, y los pusiera en manos de un policía competente, que a la fuerza tiene que haber alguno en algún lugar, comenzaría a tirar del hilo y acabaría imputando no sólo a joyeros y policías, que siempre serían los últimos en pagar, sino, sobre todo, a los vendedores de las máquinas de coser, a Adelita y el primero, reconocía en voz baja, al hombre del sombrero.
Era como si mi voz los estuviera acusando ya, como si la flecha que yo intentaba lanzar contra los que consideraba los verdaderos culpables se desviara como disparada por una mano que no era la mía, y llevada de una voluntad que tampoco lo era, acababa hiriendo exactamente a quien yo no quería herir. Tal vez en mi interior más profundo, ena el núcleo más oscuro de mi conciencia, no sólo los consideraba culpables de todos los descalabros, sino que además los acusaba de haber arrastrado con su dinero y su poder a los demás, por decirlo así, a los míos. Y a medida que pasaba el rato y que mi mente se tranquilizaba, fui dando paso a un sentimiento de generosidad desmedida como si me hubiera sido posible denunciar los hechos y hubiera optado por dejar las cosas como estaban en callada ofrenda a quienes había desgajado del ejército de corruptos que me rodeaba.
Pero la inicial irritación que me cegó en la comisaría no había remitido totalmente, sino que como un río profundo que emerge sólo de vez en cuando para mostrar su intensidad y potencia, afloraba para recordarme, a pesar de todo, quién era el perdedor o la perdedora de esta historia. Tal vez por esto y aun habiendo tomado la inútil decisión de no seguir la lucha que había de hacer florecer la verdad costara lo que costara, pero impelida aún por una brutal curiosidad y por un deseo de que apareciera algún culpable en esta historia, aunque sólo fuera para mi satisfacción, saqué la agenda donde había anotado la dirección de la joyería, me levanté, pagué la consumición y allí dirigí mis pasos.
La joyería La Reina era una tienda pequeña ubicada en la entrada de una minúscula galería, casi una portería, en una calle ancha de uno de los barrios nuevos construidos en la periferia de la ciudad.
Tenía los escaparates estrechos pero bien surtidos y bien iluminados y desde el exterior pude ver al joyero, que dentro de la tienda alineaba una serie de pulseras, o de cadenas o de collares en unas bandejas forradas de terciopelo con una meticulosidad de artesano. Aun sin haberlo visto jamás, me pareció reconocer al "atildado caballero de gafas de oro sin montura siempre vestido con americana y corbata que se negaba a desnudarse delante de los demás", como lo habían descrito los vendedores.
Era delgado, tal vez por eso no quería desnudarse, porque se encontraría demasiado huesudo y extraño entre el ejército de grasientos y gordos compañeros, o tal vez no quería compartir tanta familiaridad con aquellos vocingleros nuevos ricos que organizaban tan vastas orgías, porque atildado era, su traje de color gris estaba impecable, tal vez su propia mujer se lo había planchado esta misma mañana, y le había elegido la corbata discreta y elegante, e incluso le habría hecho el nudo antes de darle ese beso de despedida con que tantas veces el cine nos da cuenta de la sumisión, la fidelidad y la felicidad de una pareja. Llevaba aguja de corbata, de oro debía de ser, pensé, siendo él joyero, y gemelos en las mangas de la impoluta camisa celeste. Tenía cabello blanco que le daba un aire majestuoso y nadie diría, viéndolo aquí, que era un estafador. ¿O no era él el pudibundo que no quería desnudarse? No podía asegurarlo, es cierto, aunque qué importaba, nadie iba a enterarse jamás de lo que alimentaba la parte oscura de su vida, y podría seguir vendiendo joyas de primera calidad, seguir llevando los trajes planchados, contar con el beneplácito de su esposa y, seguramente, de la sociedad ciudadana que posiblemente lo consideraría, además de un hombre mayor aún de buen ver, un tipo elegante, buena persona, discreto y una persona de las que más había hecho por el progreso y el buen gusto de la ciudad. Estuve tanto rato tras los cristales haciendo consideraciones sobre su vida y su persona que alguna fibra de su anatomía debió de acusar el aguijón de mi mirada y de mi censura y se sintió aludido y observado, y en un momento determinado, sin soltar el collar que estaba colocando en paralelo con los que había puesto antes, levantó la vista pasándola sobre los cristales sin montura de sus gafas de oro y me vio.
Se quedó mirándome casi con la sonrisa puesta, pero queriendo adivinar qué me tenía inmóvil tras el escaparate sin prestar atención a las preciosas joyas que tenía expuestas, sino precisamente a él y, al ver que yo no me movía ni cambiaba la expresión de la cara, hizo un gesto con la mandíbula en el que afloró, como escapada de la cápsula donde debía de tenerla encerrada, una dosis tan espectacular de violencia y de grosería que distorsionó en un instante la escena casi decimonónica de joyero artesano cuidando de sus cadenas de oro. Tampoco me moví y mantuve fijos en él mis ojos. Entonces, dejó la joya en la bandeja, la puso en el lugar que le correspondía en la cómoda, cerró con llave, echó un vistazo a las vitrinas para asegurarse, posiblemente, de que estaban cerradas, y se dirigió a la puerta. La abrió sin precipitarse y, dirigiéndose a mí, dijo: "Lleva usted un buen rato mirando el escaparate, mejor dicho, el interior de la joyería. ¿Puedo ayudarla en algo?" Me di cuenta de que no se había atrevido a decirme que a quien miraba era a él y esto me dio seguridad para darle una respuesta clara y precisa, rotunda casi: "Quisiera hablar un momento con usted sobre el robo de una sortija que tuvo lugar a finales del año pasado. La persona que la robó se la vendió a usted." No me hizo pasar. Se mantenía en la puerta y yo frente al escaparate. No cambió la expresión de formalidad contenida de la cara ni de los gestos. Dijo solamente: "Esto no es un negocio de compraventa, es una joyería que sólo vende al público." "Entonces, ¿por qué compró usted una sortija a mi guarda, Adelita Flores, y le pidió el carnet de identidad, que presentó luego en la comisaría?" "¿Quién le ha dicho tal cosa?" "¿Lo niega?" Se puso digno: "No tengo por qué mantener esta conversación con usted. Si necesita un consejo o información, o quiere mirar o comprar, muy gustosamente la atenderé. De lo contrario, permítame que vuelva a mi trabajo." Sin esperar a que yo hablara, entró en la tienda, y cerró tras él la puerta con llave. Lo vi volver al mismo lugar que ocupaba cuando llegué, coger una bandeja de debajo de la vitrina y, sin mirarme una sola vez, ordenar con meticulosidad las cadenillas.
No podía hacer otra cosa, así que me fui por donde había venido.
Podría haber… no, no podría haber roto los cristales del escaparate, aunque no me faltaron ganas, pero ni habría tenido la fuerza suficiente ni, de haberla tenido, el cristal habría acusado mis golpes, ni, sobre todo, me habría servido de nada.
Caminé despacio hacia el lugar donde había dejado el coche, arrastrando el desaliento de esa nueva derrota que se unía a las anteriores como un rosario de desgracias.
Pero el desaliento no me impidió detenerme, ya camino de casa con las manos vacías, en el juzgado de Toldrá. Estaban a punto de cerrar y no logré enterarme de lo que tenía que hacer para conocer el paradero de la notificación que el joyero había hecho a la policía en noviembre del año pasado. Tendría que volver, me dijeron, al cabo de unos días, porque la persona que se ocupaba de estas cosas no vendría hasta principios de la semana entrante.
De todas maneras, me previno la mujer que atendía al público y al mismo tiempo se cuidaba del archivo, si se había sobreseído un caso por falta de pruebas, tal vez alguna persona implicada podría recurrir, habría que ver cómo se había producido, que son cosas delicadas, añadió, pero si no tenía nada nuevo, no hacía falta que volviera porque poco sentido tendría recurrir.
"¿Recurrir para qué?", preguntó, desafiándome.
"Entonces", quise saber, "si yo puse la denuncia, y se ha sobreseído el caso porque no hay pruebas contra la persona que yo acusé, ¿qué pasa con la notificación del joyero, que es lo que yo busco?
No entiendo nada." "Tal vez se ha confundido con las informaciones que le han dado.
El lenguaje de los abogados y de los jueces, el de la judicatura, me refiero, es complicado para un profano. Se lo digo yo, que trabajo aquí y sigo sin entender la mitad de las gestiones que hago.
A veces", añadió con amargura que escondía cierta humillación, "lo que me dicen que tengo que hacer me parece que está en flagrante contradicción con lo que yo había entendido. Será que no es éste mi camino, porque a ellos les parece lo más natural." Y dando por acabada la confidencia, añadió: "Así que cada cual a su trabajo, y yo al mío", y volvió a sumirse en una gran pila de papeles que pedían a voces su organización y archivo.
Cuando llegué a casa me dejé caer en el sofá del salón y allí me quedé durante horas, adormilada por el cansancio y por un extraño sentimiento de no querer enterarme del sin sentido de mis pobres investigaciones. Sonó el teléfono un par de veces pero no le hice caso.
Desde que había ido a Gerona a conocer uno de los probables clientes de Adelita y le había dicho que no llamaran más, ya ni me molestaba en acudir, como si, hiciera lo que hiciera, las señales que me llegaban de otro mundo ya no alcanzaran el fondo del corazón.
Aquel "No, Dorotea ya no está aquí, no llame más" de los primeros días se había convertido en un silencio que no respondía solamente al deseo de que quien preguntara por ella supiera que aquí, en esta casa, ya no podría encontrarla, sino al extraño desinterés por todo lo que no fuera el pequeño, miserable mundo, al que había reducido mi vida, un simple punto de zozobra y desaliento dentro de mí que había borrado todo lo que hasta ahora lo había sostenido, la angustia del trabajo, la esperanza de las fiestas y de los encuentros, el gusto infantil por la crítica y el cotilleo con los colegas, la ilusión de que Gerardo me propusiera un viaje, la dulzura de la normalidad de la vida cotidiana en compañía, la buena acogida de mis triviales libros, la alabanza de un amigo y tantas cosas a las que ahora no daba el menor valor, del mismo modo que me resultaba insoportable reconocer su inconsistencia que tantos miedos y esperanzas había provocado, mi vida entera, mi biografía anodina, mi insípida e insustancial canción.
Pero ya tarde, casi de noche, cuando una vez hube cerrado las puertas y me disponía a subir a mi habitación, en el momento que pasaba junto a la cómoda de la entrada, un timbrazo violento me sorprendió y, sin darme tiempo a dejarlo sonar, lo cogí. "¡Diga!" Era Gerardo que me reclamaba, que me echaba de menos. Podría haberme emocionado su interés a pesar de los desplantes que le había dado, su ternura, su disposición a ir a verme, a ayudarme, porque, dijo, sabía que necesitaba ayuda. Pero su voz no alteró en nada el ritmo de mi corazón y sus preguntas no lograron arrancarme una explicación ni una respuesta. Sí, debí de hablarle con frialdad, no demasiada, más bien con indiferencia, distraída, con ganas de que colgase y yo pudiera deshacerme de las memorias compartidas que su voz a la fuerza habían de suscitar. Vino a decirme que le parecía que hablábamos por última vez, con una voz tan solemne y tan ronca que no supe interpretar si se refería a su próxima muerte o a la mía; en cualquier caso, fuera la que fuera, era inminente, parecía decir, e inevitable. Por última vez en esa última vez, rogaba, dime de qué se trata, qué es lo que te ha hecho apartarte de todo y de todos, qué te ocurre, o qué te ha ocurrido, qué ha cambiado el rumbo de tu vida de tal modo. Aun dándole la razón y reconociendo que sí, que mi vida había cambiado, no podía responderle porque tampoco yo sabía por qué.
Ni lo sabía ni tal vez lo quería saber, me bastaba dejarme llevar por la pendiente ciega que, sin augurar la llegada de un acontecimiento singular, miraba hacia su propio fin, deseándolo o quizá sólo atisbándolo. Ése era mi estado de ánimo, no había más que contar, le dije para acabar. Y él repitió como despedida: "Algún día me dirás qué te ocurre, cómo te has convertido en un ser tan extraño y tan ajeno", y, tras un breve silencio que yo me cuidé de no interrumpir, añadió: "Algún día lo sabré."