38593.fb2 La Canci?n De Dorotea - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Aunque las visitas a los protagonistas de la historia no me habían aportado ninguna información y me encontraba en ese punto en que la investigación, por simple que sea, parece haber entrado en una vía muerta, no me daba por vencida.

Había intentado ver a cada uno de los tres abogados y al joyero, había vuelto a la comisaría de Gerona y al juzgado de Toldrá. Tanto abogados como policías se habían comportado de un modo peculiar, como si hacerme sortear obstáculos fuera el modo más rápido y expeditivo de disuadirme para que siguiera buscando. Ni yo misma sabía qué buscaba, pero sí sabía que quería aclaraciones. Pero, a partir de un momento determinado, como si fueran una única voz y aun habiéndome recibido con extrema amabilidad, ninguno me había aclarado nada. Se ponía en marcha una forma de funcionar que acabó figurándoseme la habitual de todas las oficinas y de las instituciones oficiales, de todos los estamentos de mi país: el señor que se encarga de este asunto no está, lo lleva él personalmente, no sabemos cuándo volverá, tiene por costumbre venir a esta hora pero hoy no ha venido, tal vez más tarde, no le puedo asegurar. Era siempre la misma historia. Y no teniendo en mi poder una sola prueba, un testigo que pudiera apoyar mis acusaciones, decidí ir a ver a Adelita. Estaba segura de que, a pesar de todo, si la encontraba sola lograría hacerla hablar, y si no lo conseguía, tal vez la vencería el dinero, estaba dispuesta a todo.

Julián, aquel amigo de Madrid, el marido de mi colega Teresa, que en su momento me había dicho que no tenía nada que hacer, habló conmigo por teléfono e insistió en que abandonara mis ínfulas de detecti-g ve, que olvidara lo que había ocurrido en mi casa y me dedicara a vivir en paz.

"Han convertido tu casa en un burdel, sí, de acuerdo, pero ¿qué quieres? ¿Investigar y descubrir la personalidad y el nombre de los que iban por allí? Y ¿qué harás una vez los tengas? ¿Acusarlos?

¿De qué? Cuanto más importantes sean, y peor el delito de que los quieras acusar, suponiendo que hubiera alguno, más difícil te sería adentrarte en sus secretos, y más complicado avanzar. Además, aunque pudieras demostrar que habían participado en orgías en tu casa, ¿qué? El único consuelo que te quedaría sería contarlo y dar los nombres a la prensa. Eso tú no lo harás, pero aunque lo hicieras, ¿crees que sin pruebas los publicarían? Y aun con ellas. Los periódicos saben muchas de las cosas que ocurren y se las callan.

Y si lo publicaran, el lío en el que se meterían no les compensaría el éxito de haberlos descubierto.

Habrían de ser realmente importantes para que se atrevieran. Importantes y conocidos. Y con pruebas fehacientes. Y aun así…" "Pero es que ya sé quiénes son algunos de ellos. El joyero, el policía de la mancha roja…" "Con eso ni siquiera se hace una crónica de sociedad", dijo, burlón. "Con lo que tienes, ¿qué quieres hacer?, ¿qué quieres demostrar? ¿Que son los mismos los que asisten a las juergas que los que te han robado? No puedes. Mejor será que te andes con cuidado, y te quedes callada. Como incordies demasiado, al final se volverán contra ti o con cualquier pretexto te encontrarás metida en un lío." Pero yo no me desprendía, no podía desprenderme de esa búsqueda, tal vez porque se confundía con otras más oscuras que habían surgido dentro de mí con una fuerza desordenada y ciega, que tampoco acababan de encontrar su camino.

Menos mal, me decía aquellos días, que Gerardo no aparece, por-i que de haberle contado todo lo que había descubierto, algo me decía que al final tal vez también él me habría echado la culpa a mí. No porque hubiera creído que yo había participado en las orgías, pero sí que era igualmente culpable por no haber sabido despedir a Adelita cuando era el momento. En consecuencia, todo lo que había ocurrido me lo había buscado yo. Que él ya me lo había dicho, que yo no le había hecho caso, y ahora, ¿qué?

Estoy segura de que, dispuesto como estaba a recriminarme esta debilidad, habría pasado por alto el hecho de que mi casa llevaba años convertida en un burdel, muy probablemente desde antes de morir mi padre, es decir, desde que Adelita había entrado en la casa.

Querido Gerardo, dulce amigo, que había vuelto a llamar aún un par de veces, aunque yo, con la cabeza y el alma en otros asuntos, apenas había hecho otra cosa que contestar con monosílabos, no de malos modos, pero dándole a entender que, por ahora al menos, no tenía ganas de ningún acercamiento, ni de la más mínima reconciliación.

Debió de entenderlo así, porque en algún punto de la conversación, movido por la decepción y tal vez porque no estaba habituado a recibir negativas de este tipo, me vino a decir, poniendo en mis manos la decisión y la responsabilidad, algo así como que tal vez si dejábamos pasar demasiado tiempo ya no habría ocasión de recuperarlo. Yo no me di por aludida y él no insistió.

No podía hacer otra cosa. Mis pensamientos llevaban ya demasiado tiempo alejados de él, mi vida anterior iba borrándose como si no hubiera tenido importancia, como si sólo hubiera sido el preludio de algo que, de acuerdo, no había llegado aún, pero todo parecía anunciar su inminente aparición. Estado de alerta podría decirse que era el mío. Algo había de ocurrir, algo se preparaba. Tal vez yo confundiera la excitación del último descubrimiento, con la aparicióna del hombre del sombrero, que había vuelto a ver junto a la higuera y que rondaba mi mente a todas horas, mientras me perdía buscando una prueba, un camino por el que seguir, como si él estuviera al final de un laberinto del que yo tenía que encontrar la salida.

No sabía exactamente dónde vivía Adelita. Nunca había estado en su casa y sólo recordaba lo que me había dicho aquel primer día cuando me la presentó y recomendó la carnicera; había dicho en la carretera del interior, a unos tres kilómetros de aquí, y aquí era precisamente el pueblo. También recordaba alguna indicación que ella había hecho sobre la casa de su madre, como, "al salir del cruce con la carretera del Faro", y, una vez que fue más explícita, me contó que había tenido que ir a dormir a su casa porque al día siguiente esperaban al albañil para que arreglara unas goteras que habían abierto las lluvias y que al salir se había encontrado con que en el camino de las Moreras, casi junto a su casa y a la de sus suegros, un árbol abatido la noche anterior por un rayo había quedado cruzado en la calzada y ella no había podido pasar hasta que la grúa había ido a sacarlo. Por eso había llegado tarde, había dicho.

Se llamaba carretera del Faro a una vieja carretera que había sido sustituida por una autovía y donde apenas había circulación.

Las hierbas crecían rompiendo lo que quedaba del antiguo firme y había que eludir los baches que las lluvias y el tiempo habían dejado tras de sí. Era un paraje yermo tras los montes que lo separaban del mar y apenas había más que unas viejas casas de labor junto a una altísima torre de alta tensión y, más allá, después de un camino que supuse que era el camino de las Moreras, una vieja casita de ferroviario, un huertecito y un hom-c bre cuidando de él, sin hacer caso de los ladridos del perro que tenía atado a un palo con una cuerda.

"Dígame, ¿sabe dónde vive Adelita Flores?" El hombre me miró como si le hablara en ruso. Lo repetí: "Adelita Flores, que dónde vive." "Yo no soy de aquí, pero pregunte en la tienda", y señaló tres o cuatro casas en hilera que había al fondo del camino.

Ni en la tienda ni en las demás casas contestaron cuando les pregunté por Adelita Flores.

Había dos o tres mujeres comprando que se miraron entre sí y luego a mí con desconfianza.

"Una mujer así", y señalé la altura de Adelita con la mano, "que tiene marido y tres hijos." Nadie hablaba. De pronto una mujer que acababa de entrar dijo: "Se fueron." "¿Se fueron? ¿Adónde se fueron?" "Se fueron. No sé más. No quiero líos." "Dígame al menos dónde vivían." Salió la mujer a la puerta, apartó una cortina de bolas de madera, y señaló en una dirección.

Vi unos chopos muy altos y tras ellos una especie de almacén, tal vez un garaje.

"Allí", señaló. "Pero no vaya, ya no están, se fueron con Joaquín, el de la camioneta." "¿Los suegros tampoco están?, o ¿la madre?", pregunté. "¿Alguien que me pudiera dar razón?" "No vaya, no vaya", repitió la mujer, pero tanta insistencia había aumentado mi curiosidad.

"Necesito hablar con ella, es muy urgente." La mujer hizo pantalla con la mano para suavizar los susurros que le salían de la boca. Miró en todas direcciones y, finalmente, con un gesto de simpatía, dijo: "No vaya, mujer." Cambió en seguida la expresión, una mueca de horror cubrió su rostro y dijo: "Está muerta."e "¿Muerta? ¿Quién está muerta?

¿Adelita?" Más bajo aún y mirando a lo lejos para disimular: "Eso han dicho. Vino la Guardia Civil. " Un golpe en la cabeza no me habría dejado más descompuesta.

Dolor físico sentía en las sienes, como si lo que acababa de oír pugnara por entrar en mi entendimiento, que se resistía a abrirse y aceptar la noticia. Intenté reponerme, desmentirlo.

"No puede ser verdad." Y acto seguido: "¿De qué ha muerto?" Pero la mujer se había metido en la tienda con su cesto, dejando tras de sí, como un reguero de burla, el tintineo de las bolas de madera.

Caminé hasta el almacén, el paraje parecía desierto. Era un edificio grande, destartalado y descascarillado que se cocía bajo el sol con su cubierta de uralita.

Tenía una valla que en un tiempo debió de tener alguna función, pero los palos habían caído y los alambres, oxidados, yacían por el suelo mezclados con la hierba seca.

Había una gran puerta de hierro mal pintada en la fachada y junto a ella otra más pequeña de madera que se correspondía con una parte de la construcción de ladrillo sólo revocada en parte, que debía de ser la vivienda. Aquí vivirán, aquí en este erial, éste será el terreno que el ayuntamiento tiene o tendría que recalificar, la gran promesa, lo que los salvaría de la miseria, de este arrastrarse todos por la vida, éste sería el terreno que su Jerónimo se cuidaría de construir o de hacer construir, una casa de cuatro o cinco alturas en medio de un campo perdido y sofocante, fuera de la circulación pero que aun así es lo que les daría dinero a todos, el que llevaría a su marido al mejor médico y lo curaría, el que les permitiría ser como Adelita había querido ser, gentes respetadas, admiradas. Ese mísero terreno que no debía de tener más de mil metrosg cuadrados, por cuya recalificación debía de haber luchado al precio que fuera. No hay precio para los sueños.

Llamé a la puerta y nada se movió ni oí ningún ruido, pero insistí. A la tercera vez apareció por la ventana superior un rostro avejentado, un rostro que no habría sabido decir si era de mujer o de hombre de no haberse puesto a hablar sin darme tiempo a preguntar: "Soy su madre, soy su madre, ella se ha ido, ya no volverá, soy su madre." "Señora", la interrumpí, "¿puedo entrar? Soy Aurelia Fontana, su hija estuvo mucho tiempo en casa, por favor, déjeme entrar." No contestó, desapareció del marco de la ventana y corrió la cortina. Al cabo de un momento se abrió la puerta de madera muy despacio y asomó su figura tan parecida a la de su hija que, por un momento, creí que era ella. Era bajita y ancha y llevaba una bata floreada y un delantal mal puesto, cuyo peto se le desmoronaba sobre el pecho. Tenía las raíces del cabello blancas, muy blancas, igual que las cejas, pero la cara colorada y los ojos, hinchados de tanto llorar como los de ella, no eran los de una anciana. Me hizo un gesto con la mano y se echó a un lado para dejarme pasar. Sollozaba a sorbos, a hipos, como estertores finales de un largo llanto que la había dejado sin lágrimas, y tenía en la mano ese apretado ovillo que había hecho con el pañuelo que tan bien había aprendido su hija a utilizar. Se destrozaba los ojos cada vez que creía detener el chorro de lágrimas que había de acompañar sus espasmos. Pero tenía los ojos secos.

La entrada a la casa era también un almacén, a la vista de las cajas y de los embalajes que cubrían el suelo hasta la pequeña escalera del rincón. Pero el lugar era fresco y la penumbra se abría al fondo por una claraboya y su rayo de luz polvorienta.i La mujer, sin dejar de gemir, se sentó en una caja y me invitó a hacer lo mismo.

Esperé un rato pero no cedía su tristeza, así que me atreví a preguntarle: "¿Cómo ha sido?" "No sé, hija mía, no sé, yo estaba en la cama, la diabetes, ¿sabe?, y ella dijo que iba al pueblo a buscar algo que no recuerdo.

Ya no la vi más, nunca volvió.

Dijeron que había tenido un ataque, que la habían llevado al hospital y de allí al cementerio." Parecía en sus cabales, pero acto seguido, con la mirada torcida y el gesto dramáticamente convulso, repetía incansable: "No la he vuelto a ver. Nunca ha vuelto, nunca ha vuelto, dijo que volvería pero nunca ha vuelto, nunca ha vuelto." "¿Cuándo ha sido?" Había interrumpido la enajenada y plañidera letanía, pero no había hecho más que entremezclarla con breves golpes de lucidez: "Mucho tiempo, mucho tiempo, nunca ha vuelto, dijo que volvería pero nunca ha vuelto, hace ya mucho tiempo." Su mente deliraba, pero de vez en cuando se detenía mirando hacia la puerta para repetir: "Se fueron todos, con la camioneta. Se fueron no sé adónde, dijeron que volverían, pero tampoco han vuelto." El sentimiento era más profundo que la confidencia que lo había hecho salir de su guarida.

"Pero ¿cuánto tiempo hace?" "Mucho tiempo… dijeron que…" En aquel momento se abrió la puerta y entró otra mujer. Primero, al vernos a las dos sentadas, se detuvo, pero luego se acercó y dijo: "Soy una vecina, ¿sabe? Vengo a ayudarla, le doy de comer, porque está deshecha, está traspuesta y hay ratos que no se entera de nada." Y dirigiéndose a ella a gritos, como la gente del campo cuando habla a los extranjeros: "Engracia, que soy yo, la Lupe. " "Nunca ha vuelto", dijo la madre.

"¿Lo ve?", dijo la vecina. "Si es lo que yo digo, no son edades para estos disgustos." "Disculpe, ¿pero qué ha pasado exactamente?" "¿Qué ha pasado? Pues lo que tenía que pasar. Que las cosas se van liando, se van liando hasta que estallan." "¿Qué quiere decir?" "Quiero decir lo que digo, que no hay quien pueda jugársela tanto sin que nunca le ocurra nada." Y aquí fue donde cometí el error. Dije: "¿Le falló el corazón?" La mujer era más joven que la madre, y sus ojos en la piel canela de la cara brillaban con una expresión tan explícita que cuando respondió me di cuenta de inmediato de que me había tomado por tonta.

"Sí, eso, el corazón, eso es lo que siempre falla primero, el corazón." Pero en aquel momento no reparé en el tono de mofa y creí de verdad que había sido el corazón. Por eso me atreví a preguntar otra vez: "¿Cuándo ha sido?" "Oh, hace por lo menos tres semanas, lo que pasa es que Engracia no se consuela, a ratos pierde la razón, se obsesiona y no hay quien la convenza de que si no ha vuelto Adelita no es porque no quiera, sino que es porque no puede, la pobre", e hizo un gesto raro al añadir: "tenía que ocurrir, es lo que yo digo, tenía que ocurrir." "Y la familia, ¿dónde está?, ¿sabe adónde ha ido?" "El marido dijo que se llevaba a los hijos a Francia, donde viven su hermano y su cuñada, él está enfermo, ya lo sabe, ¿no?, tiene un mal feo, en el hígado, dicen, y a veces se le va la cabeza, pero yo no sé, prefiero no preguntar, es que soy muy discreta. Y la verdad es que este panorama no es para un hombre solo y enfermo y que encima ha de cuidar a su madre. Y sin dinero, que no tienen dónde caersec muertos. Como no les recalifiquen el terreno…" Miró al cielo como si esperara ella también el milagro y luego dijo: "Tenía que volver en unos días, pero hace semanas que no sabemos nada." Fue lo último que me dijo.

Después se puso a hablar con la madre y a consolarla como si fuera una niña pequeña que quiere un caramelo. Aún estuve un rato con ella, atontada por el mazazo que había recibido. Después me fui sin que ninguna de las dos se molestara en esconder su total indiferencia.

Caminé hasta el coche, anonadada. No comprendía lo que podía haber ocurrido y la pena que sentía tenía más del golpe que deja un susto enquistado en el alma, que de tristeza o pesadumbre. Tal vez fuera la duda. Recordé que la mujer de la tienda había hablado de la Guardia Civil, ¿por qué la Guardia Civil? ¿Es que había indicios de algo más que del ataque al corazón?

Sin saber qué hacer, me fui a casa. La cabeza me daba vueltas y tenía ganas de tumbarme. Al entrar en el camino vecinal vi venir a Jalib, el jardinero, que había acabado su trabajo y se iba caminando hacia su casa. Nunca hablaba Jalib, tampoco lo había hecho cuando estaba Adelita ni menos aún cuando se fue. Detuve el coche y le pregunté: "¿Jalib, sabe usted algo de Adelita?" Jalib me miró con una mezcla de curiosidad y desconfianza.

"Se fue, ¿no?, se fue a su casa. Ella me dijo que ya no quería trabajar más, que su marido tenía un empleo muy bueno y que quería quedarse en casa." "Eso le dijo, ¿cuándo? Haga memoria." "No sé, pocos días después de que usted se fue, la última vez.

Me la encontré en el pueblo con ese vendedor de máquinas de coser, un hombre alto, con un sombrero." Otra punzada lacerante, y aquel agujero de dolor.

"Pero ahora, ¿qué sabe de ella?" Era evidente que Jalib no quería hablar del presente. Se entretuvo en una historia larga, para lo parco en palabras que él era, sobre el marido que estaba enfermo y los hijos, y lo que decían en el pueblo sobre si les recalificarían unos terrenos donde tenían la casa en que vivían, en las afueras, en el barrio que hay detrás de los montes.

"No, ahora, ¿qué sabe usted de ella ahora? ¿Es cierto que tuvo un ataque al corazón?" "¿Un ataque al corazón? No, no creo. Dijeron que había tenido un accidente, que una noche iba en la mobilette hacia su casa, tarde era, dicen, y como nunca llevaba luces, un coche la embistió y tuvieron que llevarla al hospital sin conocimiento." "¿Quién la embistió? ¿Se sabe?" "No lo sé", respondió, como si le hubiera hecho una pregunta rara.

"Y ¿que pasó?" "No sé, no lo sé del todo cierto porque mi mujer me dijo que se había muerto, pero, en cambio, la asistenta social que viene a vernos de vez en cuando dijo que se estaba recuperando." "¿Cuándo fue el accidente?" "Hace más de un mes, sí, cinco o seis semanas, por lo menos. Después ya no he vuelto a saber de ella." La carnicera, a la que fui a ver a última hora de la mañana, me aseguró que Adelita, la pobre, había muerto. Pero no podía decirme de qué, porque ella, como todo el mundo, se había enterado cuando ya estaba enterrada. Sí, decían que había sido de accidente, pero más bien parecía que había sido -bajó la voz- un suicidio, que se había suicidado, que ya no podía más, que no hay quien aguante una vida así.

"No aguante, ¿qué?", le pregunté.g "A usted qué le voy a contar, si todo se sabe, ¿no ve que en el pueblo somos cuatro gatos? Que si viene una y te dice, que si viene la otra y lo cuenta. Todo se acaba sabiendo. Pero yo, callada, que no quiero meterme en líos, además, mire, yo por mí no sé nada, sólo sé lo que me cuentan, así que, ¡yo qué sé si es verdad o mentira! Lo mejor es callar y escuchar. Eso es lo que le dije al de la Guardia Civil que vino a preguntar. ¿Qué sacará usted de que yo le cuente si le puedo dar varias versiones y todas ellas distintas? Yo no me muevo de la carnicería, no he visto nada. Por no saber, no sabía siquiera que Adelita ya no trabajaba en su casa, y eso que sí sabía que usted estaba muy contenta, pero ya sabe, no tengo ojos más que para el trabajo y lo que se dice en la tienda, yo ni me fijo, yo voy a lo mío." "Pero ¿qué se dice en la tienda?" "Pues de todo, ya sabe cómo es la gente, que si hace esto, que si lo otro. Que si va, que si viene.

Que si la camioneta gris la va a buscar. Que si se la ha visto aquí o se la ha visto allá. Que si lleva un traje nuevo cada vez que sale o que si su hijo mayor se ha comprado otro coche. De todo, de todo dicen, la cuestión es hablar y hablar. Ahora bien", dijo levantando la cabeza y sosteniendo en alto el trinchante con el que había dejado un costillar a medio partir y mirándome como si lo que iba a decir no admitiera réplica, "lo que yo creo es otra cosa, lo que yo creo es que algo le ha pasado a la muchacha, por dentro, me refiero, y esto se veía venir. ¿No la veía llorando todo el día en los últimos tiempos? y si no lloraba venía aquí con los ojos rojos, callada, ella que antes no paraba de hablar de lo que tenía y de lo que sabía hacer, pues ahora no decía más que lo que quería que le pusiera. Y mire lo que le digo", volvió a blandir el trinchante, "yo no he visto nadai y ya sabe lo poco que me gusta hablar, y el poco caso que le hago a lo que me cuentan, pero si he de decirle la verdad, yo creo que suicidarse, sí se ha suicidado, ¡eso sí es posible!" Salí de la carnicería tan perturbada y abstraída que un coche me pegó un bocinazo y frenó apenas a medio metro de distancia. Pedí disculpas con un gesto, o hice amago de pedirlas, pero seguí adelante. Al llegar a la plaza llena de gente que iban y venían del mercado o que se habían sentado a las mesas a tomar un café, me dejé caer en una silla sin importarme el sol que tanto odiaba. Era un día caluroso, sin viento, y tendría que haberme puesto bajo la sombrilla. Pero una sensación de abandono, de cansancio, de profundo malestar se había apoderado de mí y no me sentía capaz ni siquiera de pensar dónde tenía que sentarme. Veía las sombras de la gente caminando, sombras minúsculas al sol de verano, sombras deformes, que se distorsionaban desplazándose obedientes tras los cuerpos que las engendraban.

Vibraba el asfalto por la reverberación del sol y la silla donde me había sentado retenía el fuego acumulado en la mañana atravesando la tela de mis pantalones y abrasándome los muslos, pero aun así no me cambié de sitio, no me apetecía irme a uno de los asientos libres bajo las sombrillas y los toldos.

Vino un camarero y le pedí una cerveza, que bebí de un trago. Pedí otra e hice lo mismo, y una tercera y una cuarta. El alcohol zumbaba en mi cabeza ahuyentando la inquietud y creando un vago estado de somnolencia que incrementaba el poderoso sol de mediodía. Por ella me dejé mecer, haciendo cábalas sobre la muerte, hasta que me invadió una tristeza de tal profundidad y calibre que habría llorado si no hubiera tenido ese prurito de mantenerme en mi lugar en toda ocasión. Pero en mi interior, lloraba, lloraba y gemía de desconsuelo y pesar, con la facilidad que sea nos concede cuando bebemos grandes cantidades de alcoholes suaves.

Lloraba mi alma en sus profundidades, mientras mis ojos entornados se aislaban del mundo, conscientes de que ninguna sombra habría de interponerse entre el sol y yo, ninguna imagen se materializaría para suavizar mi congoja, ni para sustituirla por otra congoja menos dolorosa, menos irreversible, menos irremediable. ¿Qué será de mí ahora? No volverá, nunca volverá, nunca ha existido, lo inventé yo.

Nubes de confusión y desconcierto se agolpaban en mi mente agitada.

¿En quién estás pensando, a quién quieres en vano convocar?, decía la voz de la conciencia. ¿Qué será de mí? No tengo nada, nunca he tenido nada, y ahora sólo me queda tiempo, tiempo, tiempo que se extiende infinito ante mí sin paisaje ni figura con qué aderezarlo. Soledad del alma, soledad. De pronto, mi pensamiento dejó de moverse. No había objetivo ninguno que alcanzar, ni esperanza que mantener por estúpida y efímera que fuera, ése era mi tiempo, ése mi futuro.

La cerveza comenzó a trajinar arriba y abajo de mis conductos digestivos, desbancando las lágrimas que de todos modos no habían salido a la luz. Me encontraba mal, estaba mareada. Pagué la cuenta y, tratando de ocultar hasta qué punto me vacilaban las piernas y conteniendo el vómito que, como las lágrimas, pugnaba por salir, llegué al coche y arranqué. A las afueras del pueblo, me detuve y en un recodo, junto al esqueleto de un inmenso tronco de olivo que debía de haber muerto hacía muchos años, vomité, avergonzada, pero durante unos segundos, arrastrada por el bienestar de mi estómago apaciguado, mi alma encontró la paz.

Adelita cuelga de la rama de una higuera, debe de tener el cuello roto porque la cabeza se ha doblado sobre el pecho como si noc tuviera huesos, como un pelele que lo hubieran atado con la cuerda recta como una línea que sale de la copa de hojas verdes. Qué extraño que Adelita haya elegido la rama de una higuera para ahorcarse siendo como es tan endeble y quebradiza su madera. Ella tendría que saberlo, ella es del campo de Albacete, en el sur también habrá higueras.

Veo las viñetas en la página del libro que me regaló mi abuela cuando aprendí a leer, "Lecciones de cosas". Hay un niño que va a subirse a una higuera. Su madre lo previene pero él no le hace caso.

Al final, en la última viñeta, el niño está en el suelo despanzurrado porque la rama se ha roto. Yo nunca me he subido a una higuera porque no las había ni en el patio de la escuela ni en el parque ni en la playa donde íbamos los veranos, pero pienso ahora que Adelita debía de saberlo. Dorotea, así se llama la mujer que cuelga de la rama, sólo puede ahorcarse en esta higuera, precisamente en esta higuera. O tal vez no es cierto que esté colgando de una rama, tal vez lo imagino yo, o invento y sueño su balanceo y por eso no se rompe la rama, porque los sueños pueden ser como queramos. Los sueños los inventamos, los hacemos a medida para que encajen en una realidad que nos hubiera gustado de otro modo. Y si ella quiere ahorcarse en esta rama de esta higuera, poco importa que la rama pueda o no pueda sostener su peso el tiempo suficiente para que la cuerda que da vueltas alrededor del cuello le corte la respiración o le rompa el cogote, que tampoco sé si podría, porque su cuerpo es tan menudo, aunque por lo ancho y lo corpulento de su tórax parece pesado. La veo así porque necesito un final para la historia, y después de tanto buscar me encuentro con que tiene razón la carnicera, o la mujer del almacén, no sé cuál de las dos lo dijo, no puede tener otro final, tarde o temprano tenía que ser así, porque los caminos que nos vamos formando cone los años nos conducen sin remedio hacia un único final predecible y posible ya cuando entramos en la vorágine de la primera obsesión, un final que corrobora la muerte, sin que la muerte sea necesariamente ese final. Así, sea cierto o no que Dorotea o Adelita se ha ahorcado y cuelga de la rama de esta higuera en aquel claro al fondo del valle, sí lo es que éste ha de ser su final, así lo veo yo desde esta ventana cegada también para mí como cegado está para mí el término irreversible al que me aboco. O tal vez sí que lo que quiero con esta última escena no es encontrarle un final a Dorotea, sino a la historia o, mejor aún, lo que estoy haciendo no es otra cosa que contar mi propia historia, dando siempre vueltas a lo mismo con otro aspecto y otro enfoque, y así yo también me voy envolviendo en una soga, convencida de que no es la mía, una soga que me inmoviliza cada vez más, hasta que me convierto en un mero paquete, un bulto, que apenas interviene en su propio devenir.

Pero la higuera, ahora me doy cuenta, no está donde debería estar, no hay paisaje, la higuera nace en mi cama, dentro de mi habitación, que no es la mía, sino la terraza de un bar del mercado, y tal vez la que está en el paisaje, en el lugar donde debería estar la higuera, soy yo, pero no tan lejos que no pueda verle los ojos abiertos y fijos en sus propios pies, pequeños y abultados, que se balancean sobre las almohadas. Quiero acercarme a ella, pero tengo los pies hundidos en un suelo pegajoso del que no puedo desprenderme, y es que el miedo, sí, el miedo me tiene atenazada, y aunque supiera volar, aunque pudiera, que puedo hacerlo ahora que estoy dormida, no me dejaría esa melaza que me aprisiona, pero tengo que llegar como sea a ella, tal vez alargando los brazos sobre los campos y los árboles y amarrándome a las nubes, intento levantarlos mirando al cielo pero no puedo, y cuando vuelvo a mirarg Adelita ya no está, ni la higuera plantada en mi cama, ni la cuerda, ni siquiera la cama, aunque lo que yo quiero ahora es desprenderme del suelo, pero es imposible, cada vez la melaza me cubre más, ahora ya llega a las piernas y me doy cuenta de que llegará a las rodillas.

¿Cómo le voy a dar el dinero ahora? Estará en Francia y no podré dárselo y su marido morirá porque no tiene Seguridad Social ni puede cobrar la pensión porque tiene que atravesar la calle y está llena de guardias civiles con capa y tricornio y guantes blancos que caminan unos tras otros al compás de una música estridente, una marcha militar que me lleva a gritar pidiendo ayuda y un hilo de voz previene de mi presencia al sargento Hidalgo, que dirige el pelotón.

Me hace un gesto, calma, dice, calma, tranquilidad, tenga paciencia, dice, lo veo en el movimiento de los labios porque no lo oigo, no oigo más que la música, tenga paciencia, todo se arreglará, pero no me saca de la charca pegajosa que se espesa cada vez más, y él sigue con el mismo gesto, marcando el paso al son de la fanfarria mientras la melaza avanza y ahora ya me cubre los muslos y el vientre, no puedo mover las piernas, ni los brazos, estoy paralizada y a mi alrededor no hay más que un páramo de cemento que cubre los campos y los montes, una lava que se va acercando a mí. Me convertiré en cemento igual que la melaza y todo lo que me rodea, ni siquiera podrá palpitar mi corazón como ahora ni sentiré el dolor de sus latidos y sus contracciones. Abro la boca para pedir auxilio pero no me responde la voz, tengo la garganta seca y mis esfuerzos por chillar se convierten en sordas carrasperas y gestos mudos. Sé que desfallezco, que el cansancio de tantos inútiles esfuerzos por hablar, por moverme, me han desvencijado. Pero lo intento otra vez y no puedo, y otra vez y otra, pero nadie responde porque nadie me oye, ni siquiera yo oigo mi propia voz.

Me despertó un alarido en la noche más oscura, y tardé en comprender que finalmente me había salido la voz. Pero la vuelta al ámbito conocido de mi habitación, cuando logré encontrar el interruptor de la luz, que parecía haberse extraviado en la pared a mi espalda, no me devolvió la tranquilidad. Es cierto, me dolía el pecho de los golpes del corazón, y tenía la frente chorreando, aunque todo mi cuerpo temblaba. Pero en medio de este desasosiego que se había pegado a mi piel de una forma tan real como real era aún la melaza del sueño, recordé al sargento de la Guardia Civil, el sargento Hidalgo, el único al que no había ido a ver, el único, pensé, capaz de ayudarme, tal vez el único que sabía lo que estaba sucediendo.

Era de noche aún y la pesadilla me había desvelado. Con cautela busqué un libro para apartar de mi mente las inquietantes imágenes del sueño, pero ninguno lograba abstraerme y recorría las líneas de una página o de dos sin enterarme de lo que leía, atenta a los crujidos de la madera en la noche, a las burbujas de aire condenadas a deambular por las viejas cañerías de la casa, al ajetreo invisible de insectos, roedores o reptiles en la oscuridad del campo, como si tras ellos se agazaparan, redivivos, los personajes de mi delirio y se confundiera con sus chirridos el motor de la camioneta gris. Había cerrado la ventana del cuarto, acuciada por el oscuro temor que me envolvía aún como una sutil telaraña y, aunque me asfixiaba, soporté con estoicismo y aprensión el inmóvil y enrarecido ambiente del cuarto. La claridad del alba me encontró dormitando entre el terror y la somnolencia y por el peso de tantas horas de angustia debí de caer rendida sin que las defensas contra el miedo tuvieran ya fuerza para resistir los embates del cansancio.

Cuando desperté, eran más de las once de la mañana.

Iré a verlo, decidí mientras me preparaba un café. Sí, iré a verlo, no sé cómo no se me ha ocurrido antes. ¿Será que los sueños nos previenen de lo que nos olvidamos, y nos indican un camino en el que no habíamos pensado? ¿Será que incluso nuestras ensoñaciones recurren a la verdad, a la realidad, y de hecho inventar no inventamos nada? Y más tímidamente aún: ¿Será posible que, incluso inventada, esta agonía que me corroe a todas horas sea amor?

El sargento Hidalgo me recibió con mucha amabilidad. Desde la puerta de su despacho, me miró, inquisitivo.

"¿Ha adelgazado usted? ¿Se encuentra bien?" "Tengo ojeras, ya lo sé, pero estoy bien", mentí, "he dormido mal. Eso debe de ser." "Siéntese, por favor", y él ocupó el sillón de su escritorio.

"¿En qué puedo ayudarla?" "Verá, es que, ¿recuerda aquella guarda que me robó la joya?" "Claro que me acuerdo. Usted se fue a Gerona y ella acabó confesando aquella misma noche. ¿Por qué?" "No, bueno, no sé. Es que tal vez usted no lo sepa, pero yo no la despedí." El asombro lo dejó mudo. Abrió mucho los ojos y con un gesto de la mano, sin que desapareciera aquella expresión que había aumentado el tamaño de sus ojos, me indicó que siguiera.

"No la despedí. Me pareció que tenía que darle una oportunidad.

Pero las cosas se fueron complicando. Desaparecía, volvía muy tarde por la noche…" "¿Le robó algo más?" "No, que yo sepa no robó nada más, aunque es difícil saberlo,c porque tengo que reconocer que no he examinado lo que hay y lo que no hay. De hecho, serviría de muy poco. La casa fue de mi padre y lo que hay en ella lo compró él o lo trajo él de nuestra casa. Así que, aunque se supone que yo tendría que tener el control de los objetos, no lo tengo, pero esto no importa ahora para lo que le voy a contar." Me miraba, intrigado, pero yo continué: "El día que yo me fui, después de las vacaciones de Pascua, o sea, tres meses después del robo, cuando ya estaba en el taxi para ir a la estación, Adelita me dijo que por falta de datos y de pruebas, el caso se había sobreseído y que por lo tanto no se había celebrado el juicio." "¡Pero si teníamos la confesión y la denuncia de usted! ¡No es posible!" El sargento no salía de su asombro.

"Sí, ya lo sé, pero al parecer la denuncia no se tuvo en cuenta, tal vez desapareció, no lo sé. En el juzgado, donde estuve hace unos días, dicen que no tenían constancia de esa denuncia, y que, al alegar Adelita que se había declarado culpable bajo presión, se había sobreseído el caso." "Quien tiene que ir al juzgado a enterarse de lo que ha pasado es un abogado, no usted. A usted no le dirán nada." Y añadió como para provocarme: "Y menos siendo mujer." "Tenga en cuenta que los abogados no quieren hacerse cargo del caso y acaban desentendiéndose", respondí, ignorando su comentario.

"He consultado con tres: uno desapareció, el otro dijo que no le interesaba y el tercero no ha hecho más que entretenerme y hacerme perder el tiempo, una manera como otra de desentenderse." "Ya comprendo", fue la respuesta.

Ahora llegaba lo más difícil.

Tenía que hablarle de la otra profesión de Adelita y de su nombre de guerra y de las bacanales que había organizado en mi casa. Teníae que decirle todo lo que sabía y cómo lo había sabido. Hice un esfuerzo por resumir, pero procuré no ocultarle nada. Y cuando me tocó hablar del hombre del sombrero, me entretuve en los detalles de su aspecto y de su cara, y de sus ropas y de sus gestos, saboreando esta primera vez que podía hablar de él, y alargando la explicación con el pretexto de que lo que le contaba era información necesaria para describir al hombre que tenía, dije, el amor de Adelita, sin especificar, como me habría gustado, que la hacía trabajar en esos menesteres, precisamente para él.

Conté casi todos los pormenores, por supuesto, excepto los que se referían a mis obsesiones, le conté con todo detalle la primera vez que los había encontrado en la plaza del mercado y le expliqué que durante un tiempo lo veía desde la ventana de mi casa en la ladera de enfrente porque había alquilado un chamizo a nuestros vecinos. Hablé de los timos que había cometido con la venta de las máquinas de coser y de los fraudes a la empresa La Puntual.

"Sí, eso lo sé", me interrumpió, "porque nos ha llegado de Barcelona una denuncia contra él que la empresa interpuso hace unos meses, pero como está en paradero desconocido, poco podemos hacer.

Pero siga, por favor." Me di cuenta entonces de que ya no quería continuar, ya lo había dicho todo, y cediendo a la tentación de hablar de él, lo estaba acusando. El sargento todavía retuvo en la cara durante unos instantes los jirones de aquel estupor primero por el sobreseimiento del caso. Miraba en otra dirección, como si buscara en la memoria o en algún otro oculto lugar de su inteligencia un indicio, una señal que se relacionara con aquella trama delictiva que yo le acababa de descubrir. Después, no encontrando al parecer nada, me hizo una serie de preguntas para acabar de aclarar ciertos puntos y, finalmente, se levantó: "Bueno, señora, gracias, tal vez podamos aún hacer algo." Yo le dije: "Una última cosa, sargento, ¿sabía usted que Adelita ha muerto?" "Claro que lo sé", dijo. "¡Claro que lo sé!" "Y, ¿es cierto que se ha suicidado?" "Pues…", dudó. "Nadie puede saberlo, aunque todo parece indicar que fue ella la que se echó bajo las ruedas del coche que venía de frente. Que fue ella la que, según las huellas, se echó hacia la izquierda sin dejar tiempo al conductor del coche más que a frenar de forma brusca, pero el golpe que recibió fue mortal, y el espectáculo de su cuerpo destrozado, dantesco. Es cierto que también las huellas de las ruedas del coche giran levemente hacia su izquierda, pero mucho menos. Claro que como todo ocurrió en una curva muy cerrada que Adelita tenía a su derecha, también podemos suponer que se desvió para tomarla más abierta y que no vio el coche que venía o que los faros la deslumbraron. También podemos deducir que el coche que venía la embistió sin más. Todo puede suponerse. ¿Me sigue?" "Sí", dije.

"Así que es difícil saber exactamente lo que ocurrió." "Los del otro coche, ¿qué dicen?" "Bueno, poco pueden decirme, al menos a mí, porque el conductor y los ocupantes, si es que los había, se dieron a la fuga. Por las huellas de los neumáticos y por la pintura, sabemos que podría ser un Mercedes negro. Aunque bien podría ser que llevaran ruedas de segunda mano y eso haría más difícil la investigación." Sonrió.

"De hecho, ya hemos preguntado a la gente que podría habernos dado una pista, y apenas han querido hablar. Ya sabe cómo son, basta que venga la Guardia Civil para que todos a una se callen. Es loi que han hecho. El único que nos falta por interrogar es el marido que, según dice la familia, fue a Francia a llevar a sus hijos, pero no confío demasiado en su declaración. Lo conozco porque lo he tenido aquí muchas veces, y nunca hay forma de saber lo que quiere decir.

Un hombre de una rara especie: por una parte, silencioso y discreto, y, por otra, pendenciero y marrullero. Así que la versión con la que nos hemos quedado, la oficial, es que ha sido un accidente, no podemos hacer otra cosa." "Es evidente", asentí.

"En cuanto a usted, lo único que le puedo decir es que se ande con cuidado. No vaya por ahí contando que si en su casa se han hecho camas redondas, o que se ha convertido en un centro de prostitución. En primer lugar, piense que ellos saben que usted sabe, a la fuerza Adelita tuvo que contarles que ya no pueden disponer de su casa, y cuanto menos ellos sepan de usted, tanto mejor. En segundo, no olvide que una orgía en esas condiciones no es delito. Así que deje de fabular sobre las posibilidades de denunciarlos porque cree que hay una relación entre esas orgías y el robo. ¿Qué testigos tiene? ¿Quién declararía en contra de ellos si ni siquiera los abogados han querido hacerse cargo del asunto? ¿No se da cuenta de que, si es una red delictiva, es también influyente y con dinero y poder en todos los rincones y estamentos de la sociedad, como lo son todas en mayor o menor medida? No crea que le va a ser tan fácil descubrirlos y demostrar sus delitos. Se ayudan y tapan la boca de los posibles acusadores con dinero. Con dinero y con prebendas. A Adelita, según usted me dice, si no se le hubiera acabado disponer de su casa, ya le habrían conseguido una recalificación de su mísero terreno, y esto la habría salvado. Sin la casa de usted para bacanales, ni sacaba dinero para el chulo", y me miró como dando a entender que también sabía lo que yo callaba: "ni obtenía favores que le solucionaban los problemas de la familia. No crea que no era triste su situación, no crea que no hay por qué quitarse la vida. Se le desmoronó todo el tinglado que había montado con empeño y paciencia. Pero piense también en ellos: aunque usted no tiene dónde agarrarse, no les gustará que alguien ande investigando. Como tampoco les habrá gustado", y aquí se detuvo a mirarme como pidiendo que comprendiera sin obligarlo a ser más explícito, "o no les habría gustado", rectificó, "que usted hubiera puesto una denuncia por el robo de la joya. Adelita habría tenido que declarar. Podría haber hablado en el juicio… ¿Comprende lo que le estoy diciendo?" Calló un momento sin dejar de mirarme.

Luego debió de pensar que yo no había entendido y continuó: "No digo que sea así, pero ¿quién no nos dice que al saber que usted andaba husmeando tuvieron miedo de que Adelita hablara y…?" Dejó en el aire un interrogante, y un escalofrío recorrió mi cuerpo, como si un rayo de luz gélida hubiera atravesado el ambiente espectral que había creado con el brutal peso de la insinuación. Hubo un momento de silencio.

Él asistía a mi reacción, atento y satisfecho de ver el pánico en mi cara, por eso añadió: "Así que, créame, este trabajo nos lo deja a nosotros, que para esto estamos. Si la necesitamos, ya la llamaremos. Y en segundo lugar, tenga en cuenta que todo se sabe y que las habladurías no la ayudarán a que la acepten las gentes del pueblo." "A mí qué más me da que me acepten", tuve todavía valor para protestar.

"¡Claro que le da! Por lo menos si, como me dijo el día del robo, cada vez quiere vivir más tiempo aquí y menos en la ciudad.

Hágame caso y olvide este asunto.

Investigarlo no es trabajo de us-c ted, sino nuestro. ¡Ah!, y llámeme cuando quiera, será un placer poder ayudarla." Me acompañó hasta la puerta y, cuando yo ya había salido a la calle, me llamó como si se le hubiera olvidado decirme alguna cosa importante: "Oiga, señora Fontana, llámeme cuando quiera, pero no olvide que nosotros nos vamos." "¿Se van? ¿Adónde se van?

¿Quiénes se van?" "Quiero decir que a partir de noviembre la Guardia Civil se va de este pueblo, porque viene la policía autonómica, con ellos deberá entenderse, pero de momento seguimos aquí." "En noviembre ya me habré ido, y esta pesadilla habrá terminado", dije.

"Adiós y cuídese", lo dijo con convicción y sinceridad, y me llamó tanto la atención que al pasar por el primer escaparate me volví para ver la cara que tenía. Sí, tenía mala cara, definitivamente mala, malísima. Negras ojeras me daban un aspecto de actriz antigua y había adelgazado tanto que los pómulos sobresalían con agresividad en una cara carcomida y chupada.

Me estuve, pues, quieta en casa toda la tarde, intentando recuperar un poco la tranquilidad. No tenía la menor intención de quedarme a vivir en el campo, de hecho nunca la había tenido y menos ahora, desde que había salido del cuartelillo, ansiando reincorporarme a la vida de la ciudad, que volvía a mostrar su aspecto más grato. La obsesión se me pasaría, de hecho no era más que una obsesión infantil que había tenido su principio y que tendría su fin. Todo lo tenía. A la luz de la muerte real de Adelita, volvía la vida a recuperar su valor, y el tiempo, que un par de días antes me había parecido una carga que arrastrar más que el soporte donde construir y vivir, ad-e quiría otra dimensión, otros límites. Ya no era infinito como en la infancia y la juventud o como cuando lo veía vacío, sin paisajes ni figuras, no, ahora de nuevo lo limitaba la muerte. Igual que la de Adelita había acabado con su tiempo, la mía podía llegar y dejarme sin existencia, sin voz y sin palabra, sin la capacidad de decidir, de mirar y de inventar, incluso de soñar el sueño de un amor prestado.

No, no quería morir, aunque tuviera tan poco de qué vivir, y aunque me resultaba difícil aceptar que Adelita pudiera haber sido víctima de una maquinación que le impidiera hablar y contar lo que sabía, más bien me inclinaba a creer que había sido ella la que había elegido su propia muerte.

Aunque, conociéndola como la conocía, tal vez habría estado más en consonancia con su personalidad, siempre deseosa de dramatizar y de impresionar, que se hubiera tomado una dosis de unas pastillas obtenidas de la farmacia gracias al médico de las recetas o que se hubiera colgado de la rama de un árbol como en mi sueño. ¿Por qué no? La versión de la horca casera sostenida por la rama de una higuera o una catalpa, balanceándose su sombra por el suelo al que ya no le llegaban los pies, trágica muerte de héroes desesperados, péndulo macabro marcando un ritmo que ella ya no podría oír. Sin embargo, nada le habría gustado más que ser admirada, fría y blanca ya, en la cama, o tumbada en un catafalco que ella misma habría arreglado, vestida con una túnica de seda para aparecer más bella en la sobriedad de una muerte sin dolor y mostrar al mundo la plenitud de su inocencia.

Eran muertes adecuadas, decidí dejando vagar mis pensamientos para acallar un atisbo de remordimiento que se empeñaba en aparecer, muertes menos traumáticas, más limpias que la sangre y los huesos y la carne salpicando la carretera, y la mobilette a diez metros de distancia convertida en un amasijo deg hierros, una imagen que había quedado grabada en mi conciencia con la misma contundencia que si el accidente hubiera ocurrido ante mis ojos horrorizados. Muerte provocada tal vez para callar sus mentiras o sus confesiones. Podía ser. En los entresijos de su devenir, de todo lo que había organizado, de lo que ocultaba y de lo que se vanagloriaba, bien cabía la figura de un desalmado que, cumpliendo órdenes de un poder superior, la embistiera a ella y a su mobilette y la dejara destrozada en la carretera para que no hubiera ni una sola probabilidad de que se descubrieran una serie de orgías que podrían oscurecer su imagen pública. Bien podía ser, tal como había insinuado el sargento.

Al cerrar las puertas de la casa, ya de noche, el temblor de la mano al dar la vuelta a la llave, me di cuenta, como en una reacción tardía, de que el temor no había desaparecido. No por Adelita ni su trágico fin, sino porque de pronto me encontraba en el punto de mira de ese hombre desalmado que me iba cercando, armado con una segunda orden que cumplir. El miedo es libre y no necesita motivos ni realidades para manifestarse. No se sostenía en nada, pero allí estaba, al alcance de la mano.

Al día siguiente, cuando salí por la puerta trasera para ir a buscar el coche, recordé en el último instante que el día anterior, seguramente empujada por las ganas de encerrarme en casa, no lo había aparcado detrás de la casa como siempre, sino que lo había dejado frente a la puerta principal de entrada, en la parte delantera.

Y fue en el momento de abrir la cristalera cuando vi el paquete sobre la mesa que había bajo un cañizo, a unos seis o siete metros de la casa. Al principio no entendí de qué se trataba. Parecía el cuerpo inerte de un bicho ne-i gro. Lo miré con prevención hasta que me fui acercando y me di cuenta de que era una caja, de la medida de una caja de zapatos aunque menos alta, envuelta en papel negro y atada con un cordel negro también, que tenía una etiqueta donde figuraba mi nombre en el extremo más visible. "Aurelia Fontana." Alguien habría venido mientras yo dormía, alguien que, al no obtener respuesta, había optado por dejar el paquete sobre la mesa. Qué extraño, pensé, porque aunque hayan venido muy de mañana yo tendría que haber oído el coche. Tengo el sueño muy leve. Tal vez el paquete lo habían dejado el día anterior y yo no lo había visto. Pasaba tantas horas encerrada y salía tan pocas veces al jardín que era posible que no me hubiera enterado.

Desenvolví el papel negro y abrí la caja. Envuelta en un embalaje de bolitas de plástico, encontré una pistola. Una pistola de verdad, aunque yo nunca había visto ninguna, ni de verdad ni de fogueo, pero estaba segura de que era una pistola de verdad. Y esto me hizo pensar que, puesto que era una pistola de verdad, el hecho de que estuviera aquí, con una etiqueta que me estaba dirigida, no podía ser sólo una broma de mal gusto.

Una prevención rigurosa me impidió levantarla. ¿Qué me estaba diciendo esa pistola? ¿Cómo tenía que interpretarlo? No podía apartar los ojos de ella. Al cabo de un buen rato alargué la mano y la toqué. Estaba fría y la parte de la culata, que tenía el metal grabado con un dibujo de malla, era rugosa al tacto. Decidí cogerla, no podía pasarme nada. No sabía si estaba cargada ni habría sabido cómo comprobarlo. Muy despacio la levanté, dirigí la boca hacia adelante y con mucho cuidado puse la mano en el gatillo para imitar el gesto de los pistoleros. De pronto, una sacudida me electrizó la muñeca y un estruendo apocalíptico retumbó en el jardín y levantó una nube de vencejos ocultos en la espesura de unaa morera. Yo tenía el corazón en la boca, y la mano paralizada sostenía con fuerza la pistola, como si temiera que se me encabritara.

Noté el sofoco en las mejillas y en los siempre excesivos redobles de mi corazón. Poco a poco, bajé la mano, con cuidado, manteniendo la boca de la pistola hacia adelante, y la dejé con suavidad sobre el trapo negro que yacía, como una mortaja, fuera de la caja. Y corrí al teléfono.

"¿Es el cuartel de la Guardia Civil?" "Sí, aquí es." "Quiero hablar con el sargento Hidalgo, soy Aurelia Fontana." "Un momento." Todavía retruñía en mis oídos el estallido de la descarga que, al menos en mi conciencia, había dejado tras de sí una nube de humo y de olor a fuego antiguo. Desde el teléfono veía el jardín donde había vuelto la paz, incluso los vencejos se habían alborotado más aún y sus repetitivos trinos se aglutinaban en una inmensa bolsa de gorgoritos.

"Diga, señora Fontana." Al oír su voz me habría echado a llorar, de miedo esta vez, pero tampoco lo hice.

"Una pistola", dije para esconder el nudo que se me había hecho en la garganta. Y más recuperada la voz: "Me han enviado una pistola, metida en una caja y envuelta en un trapo negro. La he cogido y se me ha disparado." Y añadí para mí, todavía tiemblo, y era cierto, desde que se había desprendido del peso del arma, un espasmo imparable se había apoderado de mi mano derecha como si quisiera fijarse en ella para siempre.

El sargento no me dejó pensar en el temblor de la mano: "¿Una pistola? ¿Que le han dejado una pistola en la puerta de su casa?" "Bueno, no exactamente en la puerta, sino frente a ella, sobre la mesa del jardín." "Váyase, ¡váyase en seguida!

Ya volverá. Deje que las cosasc se tranquilicen, pero váyase, no nos cree problemas ni se los cree usted." Estaba mucho más nervioso que yo, se atascaba al hablar y se repetía. Es más, no estaba nervioso, estaba asustado, y logró asustarme a mí más aún de lo que lo había estado en todo este rato.

"Váyase", repetía. "Cierre la casa y váyase, no se exponga." "¿No me exponga a qué?, ¿qué me quiere decir?" "Le estoy diciendo que se vaya." "¿Y qué hago con la pistola?" "Yo qué sé lo que tiene que hacer con la pistola. Póngala en un cajón. No, mejor déjela sobre la mesa del jardín y nosotros la recogeremos." La tensión se convirtió en explosión.

"¿Qué me está diciendo?", salté, "¿que deje el arma al alcance de cualquiera?" El juicio me abandonaba. "¿Qué quiere, que me maten? ¿Es eso lo que quiere?, ¿es así como lo ve usted? O sea, ¿que también usted está conchabado con los demás?" "¡Cálmese, señora Fontana!

¡Cálmese! No es el momento de encresparse." "No quiero calmarme, quiero saber qué ocurre, qué está pasando para que usted me diga que deje el arma sobre una mesa. Para que me maten." "No lo repita. Hágame caso, cuelgue el teléfono y váyase." No le hice caso.

"Tal vez a usted no se le escapa por qué me han dejado una pistola, ¿no es así? Y no le hace falta adivinar quién me la ha dejado porque ya lo sabe, ¿no? Pero al menos podrá decirme si me la han dejado para que me defienda o para que me mate. Dígamelo, dígamelo claramente, usted también está con ellos, tenga valor y hable, no se quede como todos tratándome como si estuviera loca." "Señora Fontana, cálmese, se lo ruego, yo no sé nada, sólo le aconsejo que se vaya. Y haga loe que quiera con la pistola, es mejor que la tengamos nosotros, pero si quiere, llévesela. Y váyase, váyase de una vez." Entonces, cambiando de tono, como si estuviera de pronto interesado en los detalles prácticos, añadió: "¿Tiene alarma su casa?" Tal vez ese cambio fue lo que me devolvió la calma.

"Sí", dije, recobrando el sentido.

"¿Con quién la tiene conectada?" "Con la central." "¿Qué central? Déme el nombre y el número de identificación, si lo tiene." "Voy a ver." "¡Espere! Llame a la compañía y dígales que si se dispara llamen aquí al cuartel, ya sabe nuestro teléfono. Y déme usted el de ellos." La irritación había desaparecido, pero me había entrado el pánico, y me era difícil encontrar los papeles de la alarma. Dejé un cajón completamente despanzurrado y, finalmente, con el contrato en la mano, volví al teléfono. Le di el número al sargento y la contraseña y, todavía antes de colgar, oí su voz que repetía: "Rápido, váyase, hágame caso, váyase de una vez." Llamé a la central y les di el mensaje. Temblando, recogí la pistola, cerré con llave la puerta cristalera de la entrada y la de atrás de la cocina. De pronto, comprendía que tenía salvación, que la salvación estaba en la huida, en el miedo que me devolvía al verdadero valor de las cosas. ¿Valor?

¿Qué valor? Daba igual, volvería al mundo, olvidaría esta historia, seguiría viviendo una vida de comodidad, sin riesgos, sin dudas, sin pesadumbres por un pasado que ya no tenía remedio, cantaría mi canción, la mía propia, por humilde y desabrida que fuera. El miedo a la muerte me devolvía a la vida, sí, así sería, lejos de esta casa y de sus infinitas sombras.g Con esta incipiente euforia y una esperanza recién recobrada, me fui a mi habitación, cogí una maleta y la estaba haciendo a bandazos, y en el más absoluto desorden, como las hacen en las películas las mujeres que abandonan a sus maridos, cuando sonó la campanilla de la puerta. Mi atribulado corazón se detuvo. La campanilla jamás la utilizaba nadie, escondida como estaba entre las hojas de la parra.

Cogí la pistola y bajé lentamente la escalera con la atención puesta en los peldaños, convencida de que las piernas no me aguantarían y acabaría en el suelo. Desde el último tramo ya veía la puerta cristalera de la entrada. Una sombra ocultaba los cristales del centro.

Reconocí de inmediato la silueta que estaba tras ellos. Me acerqué despacio y abrí la puerta, conmovida por un temblor nuevo y una emoción desconocida. Allí estaba él.

Lo había reconocido por la forma del sombrero, por la imagen ahora cercana, copia de la que había atisbado en el monte con Adelita, o de la que tantas veces había permanecido inmóvil bajo la frondosa higuera cuyas hojas verdes y anchas, movidas por el viento del verano, dibujaban claros y sombras que la ocultaban en parte y que en el invierno, aun con abrigo y sombrero, el pasmo de las heladas dejaba tan desnuda como el paisaje adormecido bajo la capa de escarcha. Así había permanecido en mi memoria. Y así aparecía ahora, coincidiendo con ella como un calco. Tenía la luz del sol en la espalda y su rostro quedaba en la sombra, pero aun así el brillo de sus ojos se abría paso en la tenue penumbra que lo envolvía con la misma obscena seducción de aquellas imágenes inaccesibles que tantas noches yo había convocado en mis sueños. Estaba inmóvil en el quicio de la puerta con las manos en los bolsillos, apoyado el peso del cuerpo en una pierna que a su vez desnivelaba los hombros un poco encorvados, echados hacia adelantei en una actitud de quererme arropar o proteger, o tal vez sólo de quererme arrinconar y someter, o esperando a que yo hablara y me interesara en saber de dónde venía, qué lo había traído hasta mi casa, o mejor aún, a decirme lo que esperaba de mí. Porque esta vez, estaba segura, yo era su objetivo, Adelita ya no estaba. Y aunque no podría haber adivinado si había venido a cumplir un mandato como el que había recibido el hombre desalmado o si, vencido él también por la impaciencia y el deseo, aquí estaba para redimirme de mis terrores y apaciguar de una vez mis ansias y las suyas, entendí que mi preocupación debía ser de otro orden, porque sentí el solaz que otorga la cercanía del objeto de nuestro deseo cuando cobra vida, desprendiéndose de los sueños y fantasías, y comprobé cuán rápidamente había desaparecido la soledad. En esta historia, pensé, todo estaba previsto excepto el desenlace.

Él miraba la mano que empuñaba la pistola, no con sorpresa, sino como si antes que nada tuviera que solucionar ese asunto. No cambió la expresión de la cara, tal vez la dulcificó con la levedad de un soplo. Alargó la mano en un ademán que no era de súplica, aunque tampoco era una orden, así, sin más, para que yo le diera el arma, como si su lugar no estuviera en mi mano sino en la suya. Alargué el brazo y él la recogió, y con un simple gesto casi doméstico, se la puso en el cinturón.

Impulsada por su actitud y su mirada y fascinada tal vez por una sonrisa que comenzaba por fin a definirse, me fui echando hacia atrás, más por atraer la imagen real que tenía delante, ahora que definitivamente había quedado atrapada en ella, que por huir. En la lentitud de nuestros movimientos, él avanzaba más rápido que mi retroceso, acortando a cada paso la distancia. Un instante antes de quedar aprisionada entre la pared y su cuerpo, en el momento en que susa brazos me envolvían y se acercaba a mi boca el aliento de la suya, un último relámpago de lucidez me vino a decir que era yo y no él quien justificaba la oscura y descalabrada historia de Dorotea, pero que, de todos modos, fuera cual fuere el camino que a partir de ahora me deparara el destino, nunca me sería dado saber si la canción que iba a cantar sería alguna vez la mía.

Llofriu, junio de 2001.