38593.fb2 La Canci?n De Dorotea - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Se llamaba Adelita. Era una mujer tan baja que ni siquiera en las raras ocasiones en que se ponía zapatos de altos tacones, sobre los que se balanceaba incómoda aunque segura, levantaba del suelo más de un metro cincuenta. Sin embargo lo más peculiar de su figura era, sin lugar a dudas, la estructura de su cuerpo reducido. Reducido pero no débil. Era un cuerpo robusto, fuerte, de anchas espaldas, de cuello breve y sólido, pero de caderas estrechas en comparación con la magnificencia de sus hombros y de sus muslos recios y potentes. Los brazos, cortos y fornidos, disparados hacia el exterior por el tórax extremadamente vigoroso punteado por unos pechos leves que se perdían en él, remataban su aspecto de aborigen en proceso de extinción que por circunstancias inexplicables hubiera huido de un país lejano y primitivo. No era enana ni habría llamado la atención su estatura de no haber sido por la contundencia de ese ancho cuerpo, por esa coincidencia de medida entre la longitud y la anchura que la convertía en un ser tan singular.

Ella, en cambio, sólo era consciente de su reducida altura, y se permitía hacer bromas sobre sí misma con coquetería, dando a entender que si bien en ese aspecto la naturaleza la había tratado con mezquindad, le había dado para compensar una gracia innata que convertía sus limitaciones en un atractivo distinto de los que adornaban a las demás mujeres. Y cuando quiso sacarse el carnet de conducir y, precisamente por ser tan bajita, la obligaron a solicitar un permiso especial parecido al que se exige a quienes tienen algún tipo de minusvalía, achacó los fracasos de sus exámenes a la mala idea de los examinadores que la habían arrinconado en una categoría que, de hecho, no le correspondía. Y tal vez tenía razón, porque si bien intentó pasar el examen seis veces sin lograrlo, sin ni siquiera aprobar la teórica, no era inteligencia lo que le faltaba ni dotes para el estudio. Pero aunque se negó a hablar de ello, no se arredró y, a falta de permiso de conducir, circulaba de la finca al pueblo en una mobilette cuyo manillar le llegaba a la barbilla y en la que la corpulencia de su cuerpo se desvanecía al sentarse y su cara ancha y su cabeza aplastada sobre ese cuello potente bailaban dentro de un casco que parecía sostenerse sobre el sillín.

Había entrado al servicio de la casa como guarda para sustituir a otra que se había despedido porque había comenzado a trabajar en un hotel, y ocupaba con su marido y sus hijos una pequeña vivienda adosada a nuestra casa. Era la última de una serie inacabable de criadas, asistentas y enfermeras que habían dado buenos resultados los primeros días pero que habían acabado yéndose, agobiadas por la soledad del lugar y el arisco carácter de mi padre y más tarde por su enfermedad, o habían sido despedidas por descuidar sus obligaciones.

El día que tuve con ella la primera entrevista en un bar del pueblo que distaba apenas dos kilómetros de donde se encontraba la finca, Antonia la carnicera había hecho las presentaciones y yo, tras una rápida conversación, la había contratado aunque, sin saber por qué, su presencia me inquietaba no tanto por su aspecto cuanto por esa insistencia en rehuir la mirada cuando hablaba. Con el tiempo comencé a sospechar que si cada vez miraba de frente con mayor frecuencia no se debía, como había supuesto al principio, a la familiaridad y al buen trato que recibía y a la relación de confianza que habíamos establecido, sino a que mentía, y que sólo ocultaba la mirada cuando la verdad de sus respuestas la hacía avergonzarse de sí misma. Llegué a pensar que Adelita mentía por sistema, por exagerar sus méritos o dar más relieve a las historias que contaba, pero también por inventar excusas con las que justificar retrasos, ausencias, la pérdida de pequeñas cantidades de dinero o la desaparición de objetos.

Tal vez el extraordinario aplomo con el que mentía fue la razón por la que, hasta mucho más adelante, no caí en la cuenta de que cuanto más sostenía la mirada, mayor era el embuste. No logro comprender cómo me resistí a aceptarlo durante tanto tiempo a pesar de que las pruebas eran inequívocas y numerosas, e incluso cuando ya estaba por rendirme a la evidencia llegué a pensar que mentía sólo por el mero placer de fabular. Tal vez de haber estado yo más atenta a ella y a sus cuitas lo habría admitido mucho antes. Pero aun viéndolo y palpándolo desde el principio, no admití el motivo de su insistencia en la mentira hasta mucho más tarde, casi al final de la historia, y cuando me decidí a aceptar que la mentira, como todas las mistificaciones que acabé descubriendo en ella, se debía simplemente a un vehemente e impenitente deseo de ser mejor, más bella, más rica y más inteligente, de salir del pozo de insatisfacción en el que el destino la había situado y la vida mantenido, de todos modos ya era demasiado tarde, incluso para mí.

Pero aquel día de la primera entrevista en el bar La Estrella Polar sólo vi lo que quería ver.

Las referencias de la carnicera eran vagas pero me bastaron: "Es muy buena mujer, hace años que viene a comprar a la carnicería, la conozco bien a ella y a toda su familia." Y aunque había entrevistado a otras candidatas que podrían haberme convenido, ella tenía a su favor que ya había cuidado enfermos anteriormente y podía comenzar en seguida. "Al día siguiente", me dijo, "si a la señora le conviene." A la señora le convenía en gran manera, pensé, porque tenía que irme al cabo de una semana y me daba cuenta de que en unos pocos días esta mujer, que según lo que me había dicho tenía experiencia en trabajar y llevar una casa, podría aprender el manejo de la mía, conocer los cuidados que necesitaba mi padre inválido, y familiarizarse con Jalib, el jardinero que teníamos contratado por horas un par de días a la semana. Así yo podría irme en paz a Madrid, la ciudad donde vivía y trabajaba.

"Usted quedará contenta, ya lo verá. Si viera usted lo contentos que estaban conmigo los señores Álvarez, los que tienen esa cadena de heladerías en Barcelona, ¿los conoce? Con toda tranquilidad me dejaban sola, o incluso con los niños. Yo era quien llevaba la casa. Estuve con ellos más de cinco años. Y todavía hoy, cuando los encuentro, me abrazan y lloran." "¿Los Álvarez de Álvarez y Bonmatí?", pregunté, satisfecha por haber encontrado esa nueva referencia.

"Sí, ésos, ¿los conoce?", y me miró fijamente un instante.

"Sí, sé quiénes son." "Pues pregúnteles. Ya verá.

Fue una pena que muriera el marido y ella tuviera que traspasar el negocio e irse a vivir con la madre a Francia." "No sabía", dije yo, que si bien llevaba años sin ver a los Álvarez de Álvarez y Bonmatí, los conocía lo suficiente como para haberme enterado de la desgracia.

Pero hacía tanto tiempo que no vivía en Barcelona, tanto tiempo que me había distanciado de mis amigos y conocidos de la ciudad, que achaqué a la ausencia mi ignorancia, pasé el hecho por alto y pregunté: "¿Puede comenzar mañana?" "Sí", respondió ella sin levantar la vista, "ya se lo he dicho, puedo comenzar cuando usted quiera." "¿Y qué ocurre con su casa? De hecho, usted ¿dónde vive ahora?", quise saber.

"Vivimos a unos tres kilómetros de aquí, cerca de la carretera de Gerona, en un grupo de casas que hay junto al camino del Faro, pero no tenemos que preocuparnos de nada porque cerramos la casa y mis suegros…" No quise saber más. Establecimos las condiciones, las responsabilidades, el sueldo, podía vivir con su familia en la vivienda de los guardas anexa a mi casa, pero dejé bien claro que sólo contrataba sus servicios, no los de su marido.

"Claro que no", dijo, "mi marido tiene ya un trabajo fijo…" Y volvió a clavar sus ojos en los míos casi con impertinencia.

"Entonces, hasta mañana." "Hasta mañana."

Desde la ventana del estudio de la casa, contemplé con melancolía cómo caía la tarde. El sol se había escondido tras la montaña a mi espalda, pero un halo de claridad vicaria aún del día hacía más diáfanos los contornos de los árboles y de los montes de la otra ladera del valle, que oscurecía lentamente en tonos azul y violeta. A través del cristal, el aire transparente me trajo el canto de un gorrión perdido destacándose sobre el ruido de la mobilette que subía a trompicones por el camino y le ganaba a las hojas apelmazadas de humedad cada palmo del ascenso. Sí, miraba el paisaje con esa melancolía que dulcifica el espíritu y se empeña en esconder la inquietud que lo ronda.

Era Adelita la que subía con su mobilette por el camino que serpenteaba en la cañada, dejando a su paso una estela de moscardón.

El casco dominaba la figura que se hundía en el asiento y las piernas cortas y robustas encogidas sobre el vientre daban al conjunto el aspecto de un bulto informe. El pequeño portaequipajes a su espalda estaba atiborrado de paquetes y en torno a él colgaban infinidad de bolsas de plástico llenas, como una coraza posterior que la protegiera por la espalda. Al llegar a la entrada detuvo la moto, saltó hacia un lado y puso el caballete. Abrió la cancela metiendo la mano por entre las rejas. Luego volvió a encaramarse a la moto, dio una sacudida al pedal y, una vez sobrepasada la entrada, se detuvo de nuevo y saltó para cerrarla como es debido.

"Va a disponer de todo lo mío como si fuera yo misma. Va a quedarse en la casa cuando yo no esté.

Va a entrar en mi vida. ¿De qué la conozco?" Alejé ese desasosiego que nunca había sentido antes al contratar ayudas para la casa o guardas o enfermeras para cuidar a mi padre y volví a la figura que componían ella y su mobilette, ese centauro grotesco tal vez, pero de cualquier modo inquietante: "¡Cómo voy a saber si he hecho bien!" No era tranquila la voz de mi conciencia.

Habían pasado tres años y Adelita había cumplido su palabra.

Era una mujer lista y eficaz que tenía un verdadero prurito en hacer las cosas bien hechas. Nada le gustaba más que organizar de improviso un almuerzo para quince personas, que cocinaba y servía sin que yo apenas tuviera que hacerle una leve indicación. Se sentía tan orgullosa de mis invitados como si hubieran sido los suyos, les servía el aperitivo e incluso en un exceso de celo se colgaba una servilleta doblada en el antebrazo, "como en el hotel donde yo iba a ayudar los días que había banquete", decía.

Mantenía las habitaciones en perfecto orden, cuidaba a "su viejo señor inválido", como llamaba a mi padre con cariño, lo lavaba y afeitaba, le daba de comer, lo sacaba todos los días a la solana y lo paseaba con ayuda del jardinero los días que trabajaba en casa, o sola si no había nadie más. Atendía a la enfermera de noche, limpiaba, cosía, cuidaba del perro y del gato, a los que mangoneaba, enjabonaba y fregoteaba, y cuando yo tenía que irme a Madrid para volver a mis clases me hacía las maletas con esmero y atención, y las deshacía a mi vuelta después de haber salido a recibirme; llevaba el equipaje a la habitación y me subía una taza de té que yo le agradecía del mismo modo que lo hacía al ver brillar la madera de los muebles, descubrir flores en los jarrones, encontrar la nevera con todo lo necesario y la mesa bien dispuesta para la próxima comida. Un reconocimiento que le demostraba con breves palabras al comprobar que una vez más no se había excedido del presupuesto que le adjudicaba cada vez que hacíamos la previsión para los meses siguientes. Era, además, pulcra y precisa en la información que, cuando yo estaba en Madrid, prácticamente todos los días me daba por teléfono sobre la salud de mi padre y el funcionamiento de la casa. "Si no puede venir este fin de semana", decía, "no se preocupe, aquí todo funciona perfectamente." Y así era.

Al poco tiempo llegué a la conclusión de que había contratado a la persona ideal, una perla, tan responsable que apenas me exigía trato ni convivencia, los mínimos por lo menos para sumirme en una extraña y deliciosa sensación de comodidad. Y cuando al final del segundo año murió mi padre, su comportamiento me reafirmó en esa convicción, porque fue ella la que se ocupó de limpiar el cadáver y amortajarlo, y organizar el entierro, haciendo y deshaciendo y dando órdenes o sustituyendo en su labor a los empleados de la funeraria, que no pusieron objeción ninguna a que alguien les hiciera el trabajo.

Es más, Adelita preparó un somero bufet funerario al estilo de su lejano pueblo de la provincia de Albacete para los pocos amigos que asistieron a las exequias, con un surtido de tortas de pimientos, buñuelos de bacalao, huevos duros y empanadillas de carne picante que, si bien me parecieron un tanto pintorescos para la ocasión, la dejé hacer porque no tenía humor para contradecirla y porque en el fondo me daba igual.

Después llegaron aquellos días vacíos, más vacíos porque no había trajín en la casa, o a mí me lo parecía, o porque la ausencia del padre por dura que haya sido la vida con él deja un agujero negro difícil de aceptar y de soportar.

Y porque sabía, además, que habría de tomar una decisión sobre la casa y no me sentía con capacidad para hacerlo. Todo funcionaba tan bien ahora en comparación con los años anteriores a su llegada que el solo pensamiento de abandonarla me ponía de malhumor, como si fuera una desagradecida que no supiera valorar la dicha que me había caído del cielo, como si no fuera capaz de aprovechar una oportunidad que nunca más se me presentaría.

Mi padre, un neurólogo con cierta fama en Barcelona que siempre había vivido en la ciudad y presumía de ser urbano, había adquirido un buen día esta casa situada en un pequeño valle cerca del mar, en la provincia de Gerona, cuando ya era mayor y estaba un tanto atropellado pero gozaba todavía de buena salud. Y cuando le llegó la jubilación se instaló en ella, decidido a convertirse en un ser rural. Aunque ni él mismo ni nadie habría presagiado un final tan rápido, le quedaban diez años de vida. Sin embargo, él no pensaba en la llegada de la muerte como no la anticipa nadie por temor a enfrentarse a lo inevitable. Así que, para sorpresa de sus amigos y conocidos, se había dedicado a vivir allí solo y enloquecido como siempre había estado, y más aún porque quería suplir con la voluntad la falta de experiencia y su incapacidad para hacerse con la vida en el campo, que nunca le había atraído. Tal vez ésta fuera la razón por la que se peleaba aún más de lo que lo había hecho siempre con sus colaboradores y sirvientas, y a todas horas chillaba y los amenazaba con despedirlos porque los hacía responsables de la encarnizada lucha que le ocupaba todo el día y parte de la noche contra las inclemencias del tiempo, los desastres de su economía y la pretendida persecución de que era objeto por parte de hombres y dioses, en el inalterable afán de convertir aquella finca en una finca agrícola donde pacieran los corderos que se había hecho traer de Inglaterra para cruzarlos con los autóctonos.

Había construido corrales, tenía pastores que andaban por los campos en barbecho o en las lindes de los caminos y los bosques con la radio a todo volumen ahuyentando a los motoristas que cruzaban los prados en busca de peligros, y había logrado perder en los años que duró la aventura buena parte de su patrimonio.

Pero contaba a gritos a todo el que quisiera oírlo, incluso a los hombres del bar del pueblo con los que iba a jugar al dominó los domingos por la tarde, y también a mí cuando le acometía uno de sus ataques de violencia verbal, que "poco le importaba perder o ganar, que el dinero era suyo y que a su hija Aurelia", ésa era yo, "ya le había dado la posibilidad de cantar su canción en esta vida. Cada uno tiene que cantar su canción"; repetía a gritos una metáfora que yo le había oído desde que era niña: "y no tengo que reprocharme de habérselo impedido. La he enviado a estudiar por el ancho mundo, la he mantenido y subvencionado durante largos años de investigación y estudio, la he convertido en una doctora en Virología o en Biología Molecular, algo así", dudaba siempre quitándole importancia, "que ahora, si no gana tanto dinero como el que ganaba yo a su edad, se basta a sí misma y además tiene cierto prestigio, y como vive la mayor parte del tiempo en Madrid, donde se casó y encontró trabajo, apenas nos vemos y por supuesto ya no nos necesitamos. En cuanto a mi yerno", en un imparable aumento de la irritación, "ya he perdido la cuenta de cuándo murió, sólo recuerdo que era un enloquecido artista de izquierdas", decía con desprecio, "que no merecía cobrar un duro porque había perdido hacía años la capacidad, no ya de ganar dinero, sino siquiera de conservarlo." Les tocaba después el turno a los nietos que no tenía ni parecía que fuera a tener, decía, como no tenía sobrinos, ni ahijados, ni familiares de ningún otro tipo. Así que nada lo obligaba con nadie. Estaba convencido de que conseguiría enderezar el negocio de los corderos pero en caso de que así no fuere -en este punto del discurso ya había levantado el brazo que movía como si blandiera una espada-, poco importaba, porque tenía la experiencia y la inteligencia suficientes para que ni la mala suerte ni los reveses lograran acabar con su fortuna por mal que le fueran las cosas y por años que le quedaran de vida. El discurso podía ser interminable, pero siempre acababa con las mismas palabras: "Y si al morir dejo la hacienda mermada, no por esto voy a sentir el menor remordimiento, también yo tengo derecho a cantar mi propia canción." Cuando la compró, la casa se llamaba "El Viejo Molino", por un molino desvencijado de grandes aspas situado en la entrada de la finca a media altura de la ladera donde estaba situada, que recogía como en un corredor todas las corrientes de los vientos de los que era tan pródiga aquella tierra. No tenía armadura metálica, sino que se levantaba sobre una torre de ladrillos y piedras, cuyo revocado se habían llevado en buena parte los años, las tormentas y la desidia de antiguos propietarios. Él lo había hecho remozar y aunque seguían las aspas por enderezar y completar, había hecho pintar de verde oscuro los hierros que habían resistido el tiempo y había aceitado la maquinaria hasta tal punto que, cuando la tramontana era muy feroz, el viejo molino se desperezaba, chirriando los goznes de pura pereza y comenzaba por dar lentas vueltas empujado por las ráfagas mientras las bielas subían y bajaban con la lentitud de la inanidad: el pozo se había secado hacía años y no quedaba de él más que un brocal de belén cubierto de hiedra como un elemento decorativo del paisaje. El molino servía de muy poco pero fue él el que dio el nombre definitivo a la casa. "Se llamará "El Molino", ordenó, "ni nuevo ni viejo, "El Molino" a secas." Mandó imprimir unas tarjetas con aquel nombre tras el suyo y clavó una placa de metal en un poste a la entrada del camino.

Entre adecentar la casa, comprar ganado, construir corrales y apriscos, y pelearse con los pastores, habían pasado ocho largos años, hasta que un día de pronto, sin ningún síntoma, ningún signo que anticipara la tragedia, llegó el ataque, la hospitalización y la sentencia que lo dejó postrado en una silla como un bulto inerte y mudo, y quién sabe si sordo y desprovisto de entendimiento, convertido en un tierno y sosegado vegetal. Éste fue el único acontecimiento de su vida que logró cambiar la mía y, lo que son las cosas, el único no decretado por su voluntad.

Porque desorientada ante este golpe e incapaz de hacerle frente alejándome o ignorándolo como había hecho siempre desde aquella primera vez, cuando me casé y dejé Barcelona para irme a vivir a Madrid aprendiendo a huir de su custodia y del terror que me provocaba su inapelable autoridad, invertí el orden de mis estancias y pasé a tener el centro de operaciones, por decirlo así, en la casa del molino donde decidí que él permaneciera ya que éste había sido su refugio más querido, y en cambio el domicilio de Madrid, el pisito donde habíamos vivido mi marido y yo, pasó a ser un apartamento de escueto mobiliario y estantes con lo imprescindible en el que vivía durante los meses lectivos, casi como una estudiante. No puedo negar que también me movió el miedo y la angustia a no poder soportar el remordimiento que me corroería si lo abandonaba a su suerte, y sobre todo el rechazo que me provocaba verme viviendo con él, más que inválido inerte, en Madrid. Llevé, pues, todas mis cosas a la casa del molino con el talante de quien sacrifica una buena parte de su vida y de su tiempo por un padre que, si bien había sido autoritario y al que nadie, y menos aún yo, le había conocido una sonrisa o una palabra amable, nunca me había prestado la menor atención y se había dejado llevar permanentemente por un espantoso mal genio; en el fondo era una buena persona, me dije, y en cualquier caso se trataba de mi propio padre. Ésos fueron los motivos de mi restringido traslado, pero justo es reconocerlo, lo hice también por el recóndito anhelo de hacer de aquella casa, mi casa.

Fueron dos años duros, porque no lograba reconocer en ella mi hogar aunque yendo y viniendo tenía siempre el aliciente del cambio.

Me gustaba llegar tras uno o dos meses de ausencia y sobre todo me gustaba irme cuando, cansada ya de la inactividad, de la visión escalofriante de mi padre catatónico, harta del campo y de la vida del campo que, sin embargo, tanto echaba de menos cuando estaba lejos, emprendía viaje otra vez para un nuevo semestre o para iniciar un nuevo curso.

Porque aquellas tardes lluviosas junto a la televisión, que según Adelita distraían tanto a mi padre, aquella obligación de quedarme junto a él, por lo menos esas horas antes de la cena que tomaba, o mejor dicho, que le daba ella a las siete y media con una puntualidad conventual, se convertían en torturas cada vez más insoportables y los deseos de huir crecían en mi alma hasta tal punto que a veces apenas podía respirar. En cuanto me hubiera ido, bien lo sabía, desaparecían la repulsión y los remordimientos por mi desapego y sólo me quedaría una vaga ternura al pensar en el hombre silencioso e inmóvil, mi propio padre, cuyo recuerdo era incluso capaz de disfrutar.

Pero ahora que había muerto ya comprendía que no tenía demasiado sentido permanecer en una casa que seguía sin ser mi casa. Y sin embargo, me había hecho a sus muros y a la penumbra de sus estancias de tal modo que la sola idea de abandonarla me daba escalofríos. Tal vez en esta nueva situación con la definitiva ausencia de mi padre lograría poner el pie en ella, y el alma si hacía falta, y me ayudaría el hecho de que, por lo menos en lo relativo a la propiedad, podía considerarla mía a todos los efectos.

Y puesto que estaba bien dirigida y no me exigía atención ni trabajo porque había vendido los corderos, arrendado los campos a mi vecino y dejado la administración de la vivienda y del jardín a cargo de Adelita, decidí quedarme, al menos provisionalmente. Ella, Adelita, consciente de su nueva responsabilidad, acrecentó sus dotes de fiscalización y de atención e incluso cambió las batas que yo le había comprado por unos vestidos de seda negra que aderezaba con blanquísimos y amplios delantales y una gargantilla de puntillas que le rodeaba el frondoso cuello como un volante, para encontrarse más en su nuevo papel de ama de llaves, como pasó a denominarse a sí misma, según probablemente habría visto en alguna película. Había adquirido también más seguridad y tal vez porque no tenía que cuidar del enfermo, había dejado de ser la paciente y sufrida sirvienta que tiene cabeza, manos y voluntad para todo. Hablaba más y con mayor soltura, sobre todo de sí misma.

El cambio no me pasó desapercibido y cada vez que volvía a la casa del molino se hacía más evidente, pero aunque había algo misterioso e inquietante en esa nueva actitud de Adelita, no quise detenerme a pensar en ello, tal vez porque me parecía que no importaba demasiado, que era hasta cierto punto natural que al tener menos trabajo se sintiera mejor en su nuevo papel de única rectora de la casa y del jardín, e incluso de vigilante de los campos. Y no es que se tomara más atribuciones que las que la nueva situación le otorgaba, sino que como yo iba dejando para más adelante la decisión de cerrar la casa y volver a Madrid o al menos a Barcelona, donde había nacido y vivido hasta que me fui a estudiar a Estados Unidos, era yo la que poco a poco lo iba dejando todo en sus manos. Además, cada vez eran más largas mis ausencias.

También cada vez eran más frecuentes los viajes que hacía con Gerardo, el amigo querido de toda la vida que había reaparecido con motivo de la muerte de mi padre y que casi sin darme cuenta, con la suavidad de un simple gesto de ternura, se había convertido en mi pareja. Pasaba con él buena parte de mis semanas libres y muchas veces iba sólo a la casa del molino a cambiar el contenido de la maleta.

En esas ocasiones, al marido y a los hijos de Adelita no los veía. Una de las puertas de la casa de los guardas donde vivía la familia daba a la parte trasera del jardín, muy cerca de nuestra cocina, pero la puerta que utilizaban para entrar y salir de la vivienda los hijos y el marido se abría directamente a un terreno baldío donde dejaban las motos, que limitaba con el camino, y estaba completamente de espaldas a la casa. Así que yo apenas me enteraba de sus idas y venidas o de las visitas que tuvieran. De hecho, nunca los había visto demasiado. A veces oía una moto a primera hora de la mañana, o más tarde otra y tal vez otra, mientras Adelita aparecía y desaparecía a su aire y de vez en cuando se detenía y me daba conversación. Parecía conocer a todo el mundo en el pueblo porque, decía ella, siempre estaba dispuesta a echar la mano que faltara y, según reconocía con cierta timidez y riendo siempre, recibía regalos de uno y de otro.

"Me quieren, porque cuando puedo les hago un favor, y la gente es agradecida y buena y lo devuelve." Así fue como un día que reuní a unos cuantos amigos y me di cuenta de que me faltaban copas de champán ella me trajo una caja con una docena de ellas, o cómo llegó a la casa una cuna de madera para el hijo recién nacido de otros amigos que fueron a pasar unos días conmigo, y cómo la cocina y la nevera que estaban en malas condiciones esperando el día en que yo decidiera ir a comprar otras a Toldrá, la pequeña ciudad más cercana, fueron sustituidas por unos aparatos que trajo en una camioneta gris un muchacho de ojos turbios y pelo rizado, acompañado de Adelita.

"Es mi sobrino", dijo "se está haciendo una casa y ha cambiado todos los electrodomésticos. Por eso nos los da." "Pero esta nevera y esta cocina están nuevas. Tendré que pagárselas" dije yo, un poco desconcertada.

"¡Qué va! Si lo que ocurre es que apenas han estado en la antigua casa, puerta por puerta con la de sus padres. De hecho vivían con ellos, comían con ellos, veían la televisión con ellos. Por eso están tan nuevos los electrodomésticos." Y Adelita levantaba su cara de luna y clavaba los ojos en los míos que, incapaz de reparar en que si estaban tan nuevos no había necesidad que los cambiaran, no sabía si aceptar tanta generosidad o comenzar a dudar de todo lo que oía y veía.

Pero me fui a los dos días y cuando volví al cabo de varias semanas, me encontré con que Adelita había pintado las puertas y los grandes portones de la entrada además de las paredes del salón, había sacado brillo a los suelos, había rascado con papel de lija tantas veces la mesa del comedor y le había dado después cera que estaba bruñida como una antigüedad, que el asunto de la nevera y de la cocina, cuando los recordé, me parecieron excesos de una persona que hacía méritos derrochando favores a su alrededor. Y dejé de dudar. Pero ahora me doy cuenta de que si me hubiera tomado la molestia de juntar las afirmaciones de Adelita a lo largo de aquel último año, habría comprendido, entre muchas otras cosas, que no había vida suficiente para haber vivido tanto.

Porque en esta nueva etapa, Adelita no paraba de hablar de sí misma, de su vida y de sus múltiples capacidades.

Tenía, decía ella, treinta y dos años, pero su hijo mayor rondaba los veinte.

"Es que me casé siendo una niña." "Pero ¿a los doce años, Adelita?" "Sí, siempre fui muy precoz", ratificaba sin dudar; "tuve la primera regla a los diez años." Y mantenía la mirada fija en la mía que, no acostumbrada a esas intimidades, la bajaba sin saber qué decir.

Recordé entonces que a los pocos meses de llegar había descubierto que no tenía dos hijos como me había dicho el primer día, sino tres.

"¿No me dijo dos?", pregunté dudando de mi memoria.

"No, tres", rectificó con aplomo, y en seguida desvió la conversación hacia sus partos. "Sufrí mucho, porque me tuvieron que hacer la cesárea las tres veces. Dijo el médico que jamás había encontrado una persona como yo que…" Adelita había trabajado en Francia con su marido. "Por eso sé francés." Y corriendo a la velocidad que le permitían sus cortas piernas, salía al extremo de la terraza y llamaba a gritos: "Jalib, "viens icí, viens". ¿Ve cómo me comprende?" Había trabajado también en una residencia de ancianos, de la que prácticamente se encargaba ella sola. Nada le gustaba más, nada en este mundo, decía cerrando sus ojitos y frunciendo la frente, que cuidar a los ancianos que eran para ella como la madre que tanto había querido y que no había podido cuidar.

"¿Por qué no la había podido cuidar?", preguntaba yo.

"Cosas de familia, señora.

¡Ha sido tanto lo que yo he pasado! Pero mire lo que le digo, yo siempre he puesto paz entre los hermanos, siempre. Y cuando murió mi padre…" Había regentado un hotel donde cocinaba cuando el cocinero estaba enfermo, y durante el verano anterior a su llegada a mi casa, había llevado ella sola seis apartamentos…

"Y ¿por qué lo dejó?" "El propietario no quería que lo dejara, claro, necesitó varias chicas para sustituirme, pero le digo la verdad, yo ya no podía, era demasiado…" Y en un momento en que su marido se puso enfermo también había trabajado como albañil. Sabía poner inyecciones, coser las heridas de los perros…

"¡Qué no habrá hecho usted, Adelita!", le decía yo que no quería ni me importaba saber si todo aquello había podido transcurrir en los veinte años de vida laboral de la mujer, y que lo único que deseaba es que me dejara leer el libro que había dejado en el regazo. A veces, bostezaba con ostentación para ver si se daba por aludida y me permitía descansar.

"Lo que a usted le ocurre, señora, es que tiene la tensión baja", decía entonces ella, y salía corriendo para volver al minuto con un aparato de tomar la tensión, se ponía alrededor de la cabeza el fonendoscopio y con un gesto de concentración de experta, comenzaba a darle a la pera hasta que, desviando la mirada al techo como si estuviera concentrada en oír los latidos de la sangre, hacía un gesto como queriendo decir, si ya lo decía yo. Se lo quitaba, lo enrollaba y diagnosticaba: "Once y siete, muy bajo para su edad." "¿Qué le pasa a mi edad? Tengo cuarenta y siete años. Siempre he tenido la misma tensión. ¿Se supone que he de tener una tensión especial? Y, por cierto, ¿de dónde ha sacado usted este aparato?" Adelita lo metía en el estuche y decía con cierto rubor: "Fui ayudante de un médico muy bueno que había en el pueblo. De él lo aprendí. Al final era yo la que tomaba la tensión a los pacientes." Y poco a poco su mirada se desplazaba del aparato a mis ojos atónitos, y a mí, que aun no queriendo saber cómo este nuevo trabajo se vinculaba con su vida laboral, me dejaba perpleja.

"Y ¿por qué se fue?" "El médico es el que se fue, a Madrid. ¡Oh, si supiera la cantidad de veces que me ha llamado para rogarme que me fuera con él! Pero no puedo, compréndalo. Tengo una familia. ¡Ah!", añadía para sí, "si yo no tuviera familia, qué carrera profesional habría podido seguir, pero me casé tan joven que apenas he tenido tiempo de nada." "Y ¿el aparato?", insistí yo.

"Lo vi en un catálogo para médicos, y lo compré." "Pero usted es imparable, Adelita. Lo compra todo." Adelita sonrió: "Me gusta tener cosas que me ayudan a ser mejor. A pesar de mis limitaciones procuro prosperar, ir hacia adelante." Desde que estaba en la casa había comprado por catálogo una máquina de coser…

"No, la máquina de coser aún la estoy pagando, la compré a plazos a unos amigos que son vendedores de una empresa muy buena. Es una empresa que tiene muchos años de experiencia porque fue fundada en 1230." "¿Cómo dice?" "Digo que es una marca muy antigua, es una de las primeras que se conocen, de hace muchos años." "Será de 1930." "Eso, de 1930, eso es. Se llama Máquinas de Coser La Puntual, y la máquina la he comprado en muy buenas condiciones, me han hecho muchos plazos. Claro que he tenido que firmar unas letras pero pago tan poco dinero cada mes que apenas me entero. Yo soy muy buena con la máquina, me encantan todas estas cosas." Y bajó entonces de nuevo los ojos para acabar de enrollar el fonendoscopio.

"Un mayordomo…" "¿Qué es un mayordomo?" Y corría Adelita a su casa a buscar el aparato.

"¿Ha visto lo bien que va?", decía con el extraño artefacto en las manos, intentando impresionarme a mí que ni entendía en aparatos electrodomésticos ni me interesaban en absoluto. "Hace todo el trabajo de la casa, plancha, limpia las alfombras, los cristales, las paredes, saca brillo a los metales…" "No puede ser tan perfecto, Adelita, se sabría", le dije yo, que nunca antes había oído hablar de semejantes mayordomos.

"Un teclado electrónico…" "¡Ah!, yo soy muy aficionada a la música, lástima que no tengo tiempo porque se me da muy bien inventar canciones, tengo mucho oído y quién sabe lo lejos que habría podido llegar de no ser…" Desvió la vista un instante hacia el infinito, en un punto concreto difícil de localizar, como si estuviera ausente, imaginando tal vez lo que el mundo se había perdido.

Pero volvió en seguida a la tierra: "Me lo decía la profesora en la escuela." "Pero ¿no dice que se casó a los doce años? ¿Cuándo fue a la escuela?" Adelita no se inmutaba: "Pues antes, antes de casarme." "Un vídeo, una máquina de fotos, un aparato de diapositivas…" "Me gusta ir por los campos y cuando veo un paisaje, o una puesta de sol, ¡chas! saco una foto. Tengo una cantidad de diapositivas…

Miles, miles…" "Caramba", me admiraba yo, incapaz de asimilar de golpe la cantidad de aficiones que demostraba de pronto Adelita. "Es usted un primor", decía por decir algo.

Lo que sí me había llamado la atención, en cambio, era la cantidad de vestidos y de conjuntos de falda o de pantalón que tenía.

Cuando iba al pueblo, fuera a comprar o a visitar a alguien, siempre llevaba un traje distinto. Incluso una vez la vi paseando por el jardín desde la ventana de mi cuarto con una larga falda que arrastraba la cola por la hierba. Iba y volvía por los pasillos entre romeros y lavandas, despacio, midiendo sus pasos para no caerse, porque se había puesto también unos zapatos de tacón muy alto. Y recordé, además, que en verano se iba al pueblo con el traje de baño sin espalda, rota la cintura por unas bermudas que distorsionaban de tal modo su aspecto que yo me preguntaba cómo podía ser que ella misma no se diera cuenta.

"¿De dónde los saca usted?", le había preguntado entonces.

"Me los regalan. Conozco a mucha gente, y gente de mucho dinero.

Saben que me gustan los vestidos y me los regalan." A raíz de esta declaración recordé también que en los primeros días de su llegada a la casa le había comprado unas batas en el mercado pero le venían tan largas como un traje de noche, así que sugerí que se las acortaran en la misma tienda.

"¡Qué va!", había dicho ella, "si puedo hacerlo sola." Se las llevó a casa, y yo nunca las volví a ver. Aparecía siempre muy bien arreglada, pero con otras batas. Pensé entonces que no las recordaba bien, quizá, o que las había cambiado en la tienda.

"Además", seguía su imparable discurso, "a mí me gusta mucho coser, la mayoría de los vestidos que usted me ve los he hecho yo. Y no sólo me hago los míos. No habré hecho yo vestidos y trajes y pantalones a todo el mundo. A todas mis cuñadas les hice el vestido de novia. Me gusta mucho la costura.

En casa de una señora donde estuve de ama de llaves, como estaba la señora sola yo tenía bastante tiempo libre y me dediqué a coser. No sabe la cantidad de vestidos que le hice. Luego cuando ella se fue a vivir con su hija, siempre venía a mi casa para que yo le hiciera incluso los trajes de chaqueta, las blusas, todo, todo…" "Caramba, caramba", respondía yo, agotada.

Pero Adelita seguía cumpliendo con sus obligaciones a la perfección y llenándome de atenciones y delicadezas. Un año, el día de mi aniversario, al salir del baño por la mañana me encontré en la mesita de noche, junto al primer té del día, una tarjeta de dimensiones reducidas, en la que por una parte había la reproducción de unas flores deleznables, y por el otro, una cuarteta escrita en diagonal en la que se rogaba a los ángeles del cielo que bajaran a la tierra a desearme felicidades y se invocaba, además, el poder de los santos para que me concedieran una vida en la que se colmaran mis deseos todos.

Adelita me felicitaba sumándose a la levedad de los ángeles y a la potestad de los santos, y con el respeto de su fiel servidora y amiga, firmaba con una rúbrica que saliendo de la última letra daba vueltas sobre sí misma antes de rodear todas las demás en un gran arco y acabar con precisión en el primer punto de la inicial de su nombre.

"Muchas gracias, Adelita.

¡Qué detalle! No sabía que fuera usted poeta." "No sabe usted la cantidad de poesías y textos que tengo escritos. A veces me pregunto qué harán mis hijos con tantos papeles el día que yo muera." Pero yo me fui habituando a sus discursos y la dejaba hablar, consciente de que ese exagerado concepto que parecía tener de sí misma y que con tanta insistencia me quería transmitir formaba parte de su carácter. Y aunque los hechos no coincidieran con los de su vida, admitía que éste era el económico precio que tenía que pagar para estar tan bien atendida.

Unas semanas antes de Navidad, Gerardo y yo decidimos pasar el largo puente de diciembre en la casa del molino, lo que hacíamos con cierta frecuencia. A Gerardo la zona le gustaba porque podía dar largas caminatas que a veces duraban varias horas atravesando valles y subiendo por montes cubiertos de bosque. Llegaba a casa cansado pero feliz, se daba una larga ducha y preparaba unas copas que bebíamos en el porche de la entrada si el tiempo era bueno o junto al fuego de la chimenea en los días ventosos de lluvia y frío. A mí me gustaba también tenerlo cerca, era un buen compañero y la vida con él era cómoda y plácida, y nunca se quejaba si yo andaba por la casa trajinando o si me encerraba en el estudio para acabar algún trabajo pendiente.

"¿No adivinarías lo que me ha dicho hoy Adelita?", me preguntó una noche, haciendo tintinear el hielo de su vaso cuando me reuní con él en el salón poco rato antes de cenar.

"¿Qué te ha dicho?" "¿Se da cuenta, señor?, la señora se me ha adelantado." "¿Se le ha adelantado la señora? ¿Qué quiere decir, Adelita?" "Que la señora ha terminado su libro, y yo, la verdad, todavía tengo mi novela muy atrasada." "Ah, ¿pero usted también escribe, Adelita?" "¡Claro! Claro que escribo, lo que ocurre es que yo no tengo tanto tiempo como ella, ya sabe, esta casa, la mía, el jardín que de una forma u otra lo tengo que llevar yo porque estos jardineros marroquíes por muy buena voluntad que tengan", y hacía una mueca de suficiencia, "confunden la arena con la tierra.

En fin, que no tengo tiempo." Me quedé boquiabierta. Cierto que yo acababa de publicar un libro, pero no era una novela, sino una recopilación de algunos de mis últimos artículos de divulgación que habían aparecido en la prensa.

"Está loca", dije finalmente, "pero es una loca inofensiva. ¡Qué más da!" "No está loca, es un poco exagerada. Dice de sí misma lo que le gustaría ser, no lo que es." "Sí, tal vez, tal vez tienes razón." "Al fin y al cabo, todos hacemos un poco lo mismo. El otro día, por ejemplo, te oí decir que te gustaba más viajar en tren que en avión porque en el tren podías trabajar, te montabas, decías, una especie de despachito en la mesa del tren y aprovechabas el tiempo. Y yo nunca te he visto trabajar en el tren, duermes, lees a ratos, miras la película, te comes todo lo que te traen o si no lo vas a buscar a la cafetería, pero trabajar, lo que se dice trabajar, yo no te he visto nunca." "¿No?", me quedé pensando. "Es cierto que lo dije." "Y es natural, porque es así como te gustaría ser, es así como te gustaría ir en tren y haces planes para que así sea, y cuando lo cuentas estás hablando como si los planes ya se hubieran realizado.

Así se acaba confundiendo lo que se quiere ser con lo que de verdad se es." "Sí, tal vez tengas razón", reconocí de nuevo, "pero de todos modos son demasiadas fabulaciones, todos los días aparece una nueva faceta de su carácter o de su historia." "Es que son muchas las personas que quisiera ser, es como si fuera probando a ver con cuál de ellas tiene más suerte." "Hablas como si fueras psicólogo", me reí. "Anda ven, no me juzgues tan mal." "No te juzgo mal, amor, es que a Adelita le gustaría tanto ser como dice…" Aun así, eran los tiempos felices. Yo iba y volvía de Madrid, cada vez con más frecuencia, aprovechando cualquier ocasión y gozando de la sensación de libertad que dan las situaciones provisionales.

Me quedaba en la casa del molino dos o tres días o más, si podía arreglarlo antes de partir otra vez, y a veces entre semestres incluso una semana o dos. Todo funcionaba, todo estaba en orden.

Dos años habían pasado desde la muerte de mi padre. Una tarde en que volvía en coche del pueblo, al tomar la primera curva antes de la subida que iba a la casa vi entre las encinas a la izquierda del camino a una figura estilizada, casi desvaída, que me llamó la atención porque era el único ser humano del entorno. Era un hombre vestido de negro que llevaba un sombrero también negro, un pájaro de mal agüero me pareció, aunque sólo lo vi de espaldas, inmóvil, sin la menor intención de avanzar o retroceder.

Estaba en un claro junto a un gran árbol que desde lejos me pareció una higuera a dos pasos de la masía de Pontus. Lo estuve mirando un buen rato pero, como si fuera una escultura que alguien hubiera introducido en el paisaje, seguía sin moverse. No volví a pensar en él hasta que unos días después volvía con Gerardo de dar un paseo, cuando desde una loma que domina un vasto panorama nos asomamos al valle, y escudriñando el paisaje a la luz del crepúsculo descubrimos a dos figuras desproporcionadas, una alta con sombrero y la otra baja, que trajinaban un bulto. Pero no atinaba a mantenerlos en el punto de mira, el viento sacudía con furia los chopos del torrente y sus figuras desaparecían y aparecían como el avión en el cielo nublado de una noche de luna.

"Podría ser Adelita, ¿no?", dije yo.

"¿Quién? ¿Dónde?", se extrañó Gerardo.

"No, no será", pero hice una mueca.

"Y si es, ¿pasa algo?", preguntó él.

"No, es cierto, no pasa nada", dije dudando, porque me había dado cuenta de que se encontraban en el mismo lugar, en el claro del bosque junto a la gigantesca higuera donde yo había visto al hombre del sombrero negro hacía unos días al volver del pueblo, sólo que el punto de mira era ahora el opuesto y además estábamos en un alto, así que la visión a vista de pájaro era distinta.

Cuando llegamos a casa, Adelita no estaba. A la hora de la cena seguía sin aparecer. Me fui entonces a su casa, que distaba apenas unos pasos de la mía, y llamé. Se abrió la puerta y una vaharada de olor a rancio, a habitaciones cerradas, me vino a la cara. Y me di cuenta entonces de que en todos estos años ni una sola vez había entrado en la casa de los guardas.

El marido, que había abierto, me miraba sin verme. Apestaba a vino y a sudor, y la cara sin afeitar parecía tener el mismo pelo que el cuello y las muñecas que asomaban por las mangas arremangadas de la camisa.

"¿Y Adelita?", pregunté dando un paso hacia atrás.

El hombre había apoyado una mano en el quicio de la puerta.

"Ha ido al pueblo", dijo. "A ver a su madre, creo." Echó una mirada de través a la luz que le hería la vista y se llevó a la boca un palillo que sostenía en la otra mano. En el fondo de la casa a oscuras, se oía la televisión.

Le di las gracias, murmuré "buenas noches" y me fui.

Gerardo estaba preparando unas copas.

"No te preocupes, Aurelia, ya vendrá." "Si no es eso." "¿Entonces?" "No sé…" Y no lo sabía, no sabía por qué de pronto me había inquietado tanto. En aquel momento sonó el teléfono y Gerardo acudió a la llamada.

"¿Quién era?", pregunté por preguntar.

"Nadie. Un error. Un tipo quería hablar con una tal Dorotea." Cuando aquella noche, pasadas las diez llegó Adelita, no le pregunté por el motivo de su retraso.

Había llorado tanto que tenía la cara más aplastada aún, enrojecida y con los ojos pequeños.

"Disculpe, señora", dijo entre hipos, "disculpe. La cena estará en un minuto." "No se preocupe", respondí.

"De todos modos, pensábamos cenar fuera. ¿No es así?", dije dirigiéndome a Gerardo, que sonreía tras su vaso de whisky. "Pero ¿qué le ocurre? ¿Qué le ha ocurrido?" "No puedo ahora, no puedo hablar. Es todo tan triste. Cosas de familias, que siempre me toca cargar a mí con todo." Y comenzó a llorar de nuevo con tal desconsuelo que, excusándose entre hipos, desapareció por la puerta del salón y se dejó sentir todavía en la cocina antes de que la puerta trasera apagara sus sollozos.

Aquella misma semana, de nuevo volvió tarde y llorando porque se le había extraviado el talón que le había dado hacía una semana para que pagara la cuenta de la carnicería.

"¿Cuándo ha sido?", pregunté.

"No sé, esta mañana he ido a pagar y por más que lo he buscado no he podido encontrarlo." "No se preocupe", le dije, "mañana llamaremos al banco, no lo pagarán y en paz." Adelita se secó los ojos, aliviada, y se fue a trajinar por la casa. Me levanté para llamar. Pero antes de que llegara al aparato, sonó el teléfono.

"Diga, diga", me impacienté.

"No, aquí no hay ninguna Dorotea.

Se habrá confundido." Adelita no me dio tiempo a colgar.

"¡Ah!, vaya", dijo, muy animada, olvidando el asunto del dinero.

"Es una pesadez. Llaman constantemente preguntando por Dorotea, no sé lo que está ocurriendo con el teléfono." Llamé al banco para que anularan el talón que había perdido Adelita. Sin embargo, a la media hora el director en persona me comunicó que debía haber un error, porque el talón con el número que yo le había dado y por ese mismo importe había sido cobrado en Barcelona precisamente el día antes.

"¡Qué raro!", dije a Gerardo, "tal vez la persona que lo ha encontrado era de Barcelona." "O la persona que lo ha robado", puntualizó Gerardo.