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Me fui a Madrid una vez más, pasé las Navidades con Gerardo en Barcelona y no volví a la casa del molino hasta un par de días antes de fin de año. La encontré, como siempre, en perfectas condiciones y a Adelita dispuesta, amable, diligente. Había dos coches bajo el cañizo de la entrada trasera, además del mío.
Yo lo dejaba siempre en la casa porque llegaba de Madrid en tren o en avión, y desde la estación o el aeropuerto tomaba un taxi hasta la casa.
"¿De quién son esos coches, Adelita?", le pregunté a la hora del almuerzo.
"Uno es de mi hijo el mayor, se lo acaba de comprar, el otro es de un amigo suyo." "Caramba", me dije, porque eran dos coches muy grandes y parecían bastante nuevos, "caramba con esos chicos." "¿Así que ya trabaja y se ha comprado un coche?", añadí, más para mostrar interés que por curiosidad.
"Bueno, sí, eso… el trabajo que tenía ya no lo tiene, pero hoy o mañana comienza en otra empresa, de construcción, como su padre." Al día siguiente, al ir a poner el dinero que había sacado del banco para pagar una serie de facturas en la pequeña caja fuerte empotrada en la pared del fondo del cuarto de armarios, que yo usaba como vestidor, vi que la puerta estaba cerrada con llave pero no tenía puesta la combinación. La habré dejado abierta antes de irme, pensé, porque de hecho había ingresado entonces todo el dinero sobrante en el banco y había dejado la caja vacía, exceptuando el viejo joyero y unos pocos documentos. Pero una sombra de inquietud, esa misma sombra que nos hace dudar de una situación cuando no es exactamente igual que la que dejamos, me hizo sacar el joyero y abrirlo. Sabía lo que contenía. La sortija con un brillante que me había regalado Samuel, mi marido, el día que nos casamos, medallas de mi madre, cadenas de oro rotas esperando desde hacía años a ser reparadas, y un broche de flores y diamantes que había recibido de mi suegra el primer día que pasé con ella, además de unas pocas pulseras sin demasiado valor. El estuche estaba un poco deteriorado, no por el uso, sino por los años y los traslados, y había encontrado su lugar definitivo en la caja fuerte empotrada en el muro de ese cuarto de armarios que mi padre había hecho construir junto a su estudio, y que conservaba aún las humedades de aquella obra antigua. Tenía las esquinas raídas y la solapa del cierre rota.
Y sin saber qué impulso me obligaba ni entender por qué lo hacía, lo abrí buscando en la hendidura forrada de seda la sortija que había permanecido allí durante veinte años o más. Y no estaba en su sitio. Me di cuenta entonces de que no me sorprendía, que lo había sabido desde el momento que había sentido un atisbo de inquietud al ver la puerta abierta de la caja fuerte. Y lo había sabido con ese conocimiento vago pero firme que sólo reconocemos como tal una vez se ha comprobado que era cierto lo que pronosticaba aquella inicial alarma. Como si una vez más se confirmara esa sensación que me acompaña cuando voy a buscar algún objeto que he dejado en su sitio mucho tiempo atrás, con el recurrente temor a que algo imprevisto, ajeno al objeto y a mí misma, mágico casi, haya ocurrido y aquello ya no esté donde tenía que estar. Como si hubiera un orden oculto pero inmutable según el cual, si no se les presta atención, las cosas se esconden, desaparecen.
Levanté las tapas de la bandejita superior, busqué entre las cadenillas y las viejas medallas, convencida sin embargo de que no habría de encontrarla y por un momento no supe qué pensar. Estaba tan acostumbrada a no encontrar las cosas en su sitio y tenía tan poca confianza en mi memoria que hurgué en ella sin esperanza como hacía tantas veces en busca de las gafas, el bolso, o el libro que estaba leyendo. ¿Cuándo había visto la sortija por última vez? Sí, lo recordaba muy bien, había sido el día antes de irme a Madrid, la última vez, sería en octubre o noviembre, porque me llegó nítida la imagen de mí misma sentada en la cama, rodeada de una pila de blusas, las bolsas de las medias y las bufandas, mientras una lluvia sonora, monótona, tamborileaba en los cristales. Y allí estaba también el joyero, pero ¿por qué? Adelita iba y venía poniendo ropa en la maleta. "No, Adelita, no ponga nada en la maleta hasta que esté todo sobre la cama, ya sabe, así no me olvido nada." Pero el joyero ¿qué hacía allí? En un momento determinado lo había abierto yo misma, lo recuerdo. ¿Buscando algo?
Es evidente que lo había sacado de la caja fuerte, pero ¿para qué?
¿Tal vez para poner algo dentro?
¿Se me había roto alguna cadena?
En cualquier caso, allí estaba la sortija entonces. De eso estaba segura. La había sacado de su hendidura, y por uno de esos juegos de la memoria que nos sorprende a veces con una escena del pasado en la que no habíamos vuelto a pensar, había aparecido en la pantalla de mis ojos la última vez que me la había puesto, muchos años antes.
Siempre me han molestado las sortijas, por eso casi nunca la usaba, pero sí aquella noche lejana en que Samuel y yo teníamos una cena fuera de la ciudad. A la vuelta nos habíamos detenido a tomar un café.
Y una vez de nuevo en la carretera, al tocarme la mano en un gesto automático, había encontrado vacío el anular y había comprendido en seguida que me la había dejado en el lavabo al quitármela para lavarme las manos. "Eres un desastre", había dicho Samuel, "un día perderás las manos." Volvimos por volver, porque estábamos seguros de no encontrarla. Sin embargo, allí estaba, en un charco de agua jabonosa junto al grifo. Yo me había llevado tal susto y era tan grande el malhumor que la pérdida había provocado en Samuel, por haber tenido que salir de la autovía en busca de la cafetería que, a pesar del alivio, ni él ni yo conseguimos alegrarnos. Tal vez por este mal recuerdo y el miedo a perderla otra vez, nunca más me la había vuelto a poner. "Date prisa, había dicho él al verme llegar, sin cambiar la expresión de malhumor, vamos a llegar a casa tardísimo por esta tontería." ¡Cómo son los hombres!, había pensado yo entonces, incapaces de cambiar de cara por bien que vayan las cosas una vez se les ha torcido el gesto, sin reconocer que lo mismo me ocurría a mí. Y durante el resto del viaje habíamos permanecido los dos enfurruñados y en silencio. Había ocurrido hacía tantos años que las imágenes aparecían en mi mente con el color tostado de los recuerdos de infancia, aunque para entonces yo ya tendría veintinueve o treinta años.
Levanté la vista, frente a mí, Adelita debía de esperar a que volviera de mi ensimismamiento.
"¡Qué bonita!", había dicho, mientras se ponía a doblar una blusa sin dejar de mirar la sortija. ¿O me miraba a mí? No lo recuerdo.
Yo no sabía si era bonita. No tenía ni tengo elementos, ni tal vez buen gusto o pasión para juzgar la belleza de las joyas. Podía valorar la riqueza o la labor, el cincelado, el brillo y el tamaño de la piedra, el montaje en forma de pétalos de platino y brillantes minúsculos que rodeaban la pieza central, pero en su calidad de joya no habría sabido cómo catalogarla.
Sí, era bonita, pero este tipo de joyas no se habían hecho para mí, eran sobre todo un alarde, un trabajo bello, sin duda, pero casi siempre excesivo. "Es valiosa", le había respondido yo, resumiendo mis propios pensamientos. "Es la única joya realmente de valor que tengo." Reconstruí la escena en todos sus detalles. Sí, así había sido. Luego yo había vuelto a guardarla en el joyero, y el joyero en la caja fuerte. Pero no recordaba haberla cerrado ni con llave ni haber puesto la combinación. Lo cierto es que casi nunca la cerraba cuando estaba en casa, pero en aquella ocasión me iba, ¿por qué no la cerré? Prisa, tal vez, o desidia, o mera distracción, quién sabe.
Envuelta en la espesa neblina de mis pensamientos, hurgando en busca de más detalles en la memoria, me sobresaltó el timbre del teléfono. Casi me asusté. Salí corriendo del vestidor y me fui a la sala que se abría a la escalera donde sonaba, impertérrito.
"Diga", dije, pero tenía la mente en otra parte. "Diga", grité porque la voz del otro lado del hilo era muy suave y no había comprendido. "¿Dorotea? No aquí no hay ninguna Dorotea, dejen de llamar, por favor, esto es una pesadilla", grité cargando en la voz un malhumor que amenazaba con desbordarme. Y colgué con estrépito.
Estaba desconcertada. Dejé el joyero sobre la mesa y me acerqué al ventanal. Estaba anocheciendo y al socaire de ese punto de melancolía que tienen los dulces atardeceres de invierno crecía ahora una oleada difusa de inquietud, como si saltando los años me llegara la ratificación de aquella otra sombra que había conocido el primer día de la estancia de Adelita en la casa.
Entonces no quise pensar en ello, decidí que eran aprensiones mías y que esta mujer, insólita por su aspecto y por la forma en que había comenzado a expresarse, sería a pesar de todo una buena guarda.
Y ahora, esa voz, esa voz turbia, borrosa, que insistía en hacerse oír, que intentaba abrirse camino a la superficie, exigía atención e insistía en su llamada. Cierto, no había hecho caso de la voz y la había contratado.
"¡Adelita!, ¡Adelita!", llamé a continuación. Nadie respondió.
Busqué en el piso bajo, y como tampoco la encontré, me fui a su casa a buscarla y llamé a la puerta cristalera.
Salió Adelita masticando.
"Adelita, ¿recuerda usted que, el día antes de irme la última vez, estábamos preparando la maleta, yo me había sentado en la cama y tenía el joyero en las manos?" "Sí, claro que me acuerdo, usted dijo que era la única joya de valor que tenía", añadió mirándose las manos que secaba en el delantal. "¿Por qué?" "Porque no está." "No está, ¿qué?, ¿el joyero?" "No, no", me impacienté, "no está la joya, la sortija." "¿Que no está la sortija?", preguntó con incredulidad. "La habrá dejado en otra parte." "¿Cómo quiere que la haya dejado en otra parte si no me la pongo?" "¿No se la llevó de viaje?" "No, ¿por qué iba a hacerlo?" Habíamos llegado a la casa, ella con sus pasitos menudos, tratando de alcanzar mis grandes zancadas nerviosas. Entramos por la puerta trasera, la de la cocina, y al ir a subir la escalera, Adelita se me adelantó con aire decidido, entre comprensiva y molesta con una señora que lo perdía todo y que encima la interrumpía cuando estaba comiendo.
"Vamos a ver", dijo cogiendo el joyero. "Estaba aquí", señaló la hendidura y me miró como pidiéndome cuentas.
"Sí, eso ya lo sé." Volvió a dejarlo y, pensativa, recapacitó: "Hagamos memoria", dijo como la enfermera que ayuda a un enfermo que no puede valerse por sí mismo. "¿Qué hizo después con el joyero?" "¿Yo? No sé qué hice. Supongo que lo dejaría en la caja donde lo he encontrado." "Tiene que hacer memoria, ¿no se la llevaría? Piénselo bien." "No, seguro que no." "¿No la llevaría a arreglar o a limpiar?" "No, Adelita, no diga tonterías", dije, ofendida por el tono con que me trataba. "No recuerdo lo que hice pero estoy segura de no habérmela llevado." Y como para demostrar que retomaba el dominio de la conversación, pregunté a mi vez: "¿No ha venido nadie a la casa en mi ausencia?" "No, señora, seguro que no.
Bueno, mi sobrino, pero no se ha movido de mi casa. Aquí no entra nadie más que yo." "Y ¿no habrá entrado alguien por la ventana?" "Las ventanas están abiertas por las mañanas, mientras yo limpio la casa, pero si hubiera entrado alguien el perro habría ladrado y yo me habría enterado." "¿Falta algo más en la casa?" "No, que yo sepa." "Es muy raro que sólo haya desaparecido esta joya del interior del joyero que está en la caja fuerte, en una habitación del fondo. Tiene que haber sido alguien que conozca la casa. De otro modo, antes de llegar aquí se habría llevado un cuadro, una figura, un reloj, algo, ¿no?" Yo me había distraído de mis temores y estaba excitada con la investigación.
"Piense bien, Adelita. ¿Quién ha venido por aquí? ¿Sus hijos no habrán entrado en la casa?" "Mis hijos", respondió, ofendida, "no entran en la casa, y aunque entraran no robarían." "No se enfade, quiero pasar revista a todo el mundo. No se trata de desconfiar, sino de descartar, ¿me entiende? No se lo tome a mal, que no estamos ahora para estas cosas." Adelita pareció comprender y se dispuso a colaborar.
"No, mis hijos, no, pero tal vez alguno de sus amigos. Aunque si le digo la verdad, vienen a buscarlos con prisa y se van, casi nunca apagan el motor y mucho menos bajan de la moto." Bien lo sabía yo. Tenían unas motos grandes, sin silenciador, que atronaban el valle a las horas de comer y de cenar y sobre todo los viernes y los sábados de madrugada. La noche anterior, sin ir más lejos.
"Por cierto, ¿les podría decir a sus hijos que no fueran a esas velocidades? Un día se van a matar." "No diga eso, señora, yo se lo repito a todas horas, pero ya sabe usted lo que es la juventud. Piense que hay días, sobre todo en las fiestas, en que después de comer desaparecen y no vienen ni a cenar.
Vuelven cuando ya casi es de día." "¿Todos trabajan?" "Ya le dije que el mayor había perdido el trabajo, pero ha conseguido un contrato temporal en la construcción, aunque no sé cuándo empieza; el segundo estaba en un taller de pintura pero ahora está de baja porque dice el médico que se le han puesto los nervios en una pierna, y el tercero quería estudiar, pero ya sabe, no podemos, es mucho dinero para unos trabajadores como nosotros, y cuando se le acabe el contrato ya tiene asegurado un puesto en un almacén de granos." "Oiga, y las motos, ¿de dónde las sacan?, porque si no me equivoco tienen ustedes cinco motos, las de los tres hijos, que van en unos aparatos tremendos, la mobilette de usted, cuatro, y la de su marido, cinco, ¿no?" "Son motos baratas que compramos de segunda mano", dijo, quitándole importancia. "De otro modo, y aunque el pueblo sólo está a poco más de un kilómetro, no podrían venir, tendrían que quedarse a vivir con mis suegros. Y a mí, tengo que reconocerlo, me gusta que la familia esté unida." Y me miró a los ojos con tal intensidad que tuve la impresión de que me estaba desafiando. Y continuó: "Yo los ayudo, ¿comprende?, ellos son ahorradores, pero ya sabe, una madre es una madre." "¿Y los coches que vi ayer cuando llegué?" "Ya se lo dije, uno es del mayor, se lo ha dejado un amigo que se ha comprado otro y dice que, para venderlo por nada, mejor se lo deja." Es cierto, recordé la conversación que habíamos tenido.
"Pero ¿no me dijo que se lo había comprado?" No se inmutó: "Bueno, es una forma de decir, porque si bien no le ha dado dinero al amigo que se lo vendió, sí que le hace favores. Ahora, por ejemplo, lo está ayudando a pintar su casa. Tiene mucha mano para la pintura y es una buena persona." Seguía mirándome. Yo bajé la vista y dije: "¡Ah!" Y nos quedamos las dos en silencio una frente a la otra, yo consciente de que quería volver al asunto de la sortija.
"Así que", dije sin ganas, "no ha entrado nadie. Pues no lo entiendo, si no ha entrado nadie…
¡Un momento! Déjeme pensar, un momento." Y recuperando el interés, me fui a la habitación más alejada, la que estaba más cerca del camino vecinal. La ventana, como siempre durante el día, estaba abierta. Una cortina floreada oscilaba con el viento y detenía el sol de aquella mañana de diciembre.
"Adelita, ¿y esta ventana?" "Esta ventana, ¿qué? Usted me dijo que la dejara abierta por las mañanas para que se ventilara el cuarto." "Pueden haber entrado por aquí, es fácil, se trepa por la verja que en este punto es más baja, se sube por el porche y se salta dentro, ¿no?" "Es posible", concedió Adelita, "pero yo estoy siempre por la casa y lo habría oído, además, el perro…" "Alguien que conozca a su perro, quizá", apunté sin demasiada convicción.
Pasé la tarde tratando de descubrir quién podía haber entrado por la ventana sin que ladrara el perro que, según Adelita me había dicho, alguien le había regalado hacía unos meses, y quién podía saber dónde se encontraba la caja de seguridad, que además no estaba cerrada, en la que se guardaba una valiosa sortija con un gran brillante. Y aunque parezca increíble, perdí muchas horas dándole vueltas y más vueltas. Fue Gerardo quien me hizo descender de las nubes.
"Es Adelita", dijo cuando aquella noche hablamos por teléfono y le conté que había desaparecido la sortija.
"¿Cómo va a ser Adelita?", respondí yo. "Podría haber robado mucho antes y no lo ha hecho.
Lleva años en la casa. No digas bobadas." "Algo habrá robado que no te hayas dado cuenta. No se empieza a robar así como así. ¿Qué cara ha puesto?" "Una cara normal. Ni asomo de inquietud, ni se ha azorado, nada." Pero fui recordando pequeños objetos que habían desaparecido sin explicación ninguna y a veces incluso rodeados de misterio. Por ejemplo, aquel utensilio para colgar cuchillos que Adelita no podía recordar dónde había ido a parar. O aquel billete de cien dólares que habían dejado los Beckmann en el cajón de la mesita de noche cuando estuvieron pasando unos días en casa y que, tras horas de búsqueda inútil, Adelita había encontrado doblado en varios pliegues debajo de una alfombra, o el talón que Adelita decía haber perdido y que finalmente alguien había cobrado en Barcelona, o…
Una inquietud me cubrió la frente de sudor.
"¿Estás ahí?", preguntó Gerardo. "Contesta, Aurelia." "Sí, sí, perdona, estoy aquí." "Lo que tienes que hacer es ir al cuartel de la Guardia Civil del pueblo y denunciar el robo." "¿Crees que servirá de algo?" "Sí, creo que sí. De algo servirá, algo pasará. Si no lo denuncias, te expones a que no pase nada."
Cuando Adelita ocupó el asiento delantero del coche, estaba muy seria. Más que seria, enfurruñada, y yo la miraba de reojo, no tanto porque dudara de ella, que no dudaba de momento o no quería hacerlo, sino porque me había parecido que a su manera se había ofendido cuando le dije que íbamos a la Guardia Civil.
Se lo había dicho en cuanto había colgado el teléfono.
"Claro que sí, yo también lo he pensado. Que busquen ellos y no nosotras. A ver si los encuentran.
Estos guardias civiles no sirven para nada. No sabe usted las veces que yo he ido a decirles que por la noche ladra mi perro. Pues ellos, como si tal cosa. Igual que las llamadas de teléfono. Que si está Dorotea, que si no está Dorotea.
Ya no puedo más con tanta Dorotea, me duele la cabeza de tanta Dorotea. Como si no tuviera otra cosa que hacer que ponerme al teléfono. Son unos irresponsables. Y con el dinero del contribuyente…" El resto del camino lo hicimos en silencio.
Al llegar al cuartel nos recibió un número de la Guardia Civil. Adelita se había vuelto de pronto muy parlanchina e incluso agresiva con él: "Los he llamado varias veces para decirles que nos acosan por teléfono: llaman, preguntan por Dorotea y después cuelgan. Y ahora ha pasado lo que ha pasado.
Siempre lo estoy diciendo: lo que no pasa en un año pasa en un día." El guardia civil la miraba sin interés, como si lo que decía no fuera con él. Se volvió a mí y me preguntó: "¿Quiere usted presentar una denuncia por este asunto del teléfono?" "¿Por el asunto del teléfono?
No. Quiero denunciar que me ha desaparecido una sortija." Nos hicieron pasar a un cuarto interior donde otro guardia civil parecía esperarnos sentado frente a una máquina de escribir. Nos sentamos. Di mi nombre, la dirección de la casa del molino, la mía de Madrid, mis teléfonos. Y luego comenzó el interrogatorio.
"¿Dónde tenía la joya?" "En un cuarto de armarios detrás de mi habitación, en el primer piso de la casa." El hombre escribía con atención, mordiéndose la punta de la lengua. El ruido de la máquina horadaba el halo de luz de su lámpara.
"¿En el armario o en una caja dentro del armario?" "En un joyero, dentro de la caja fuerte, que no estaba cerrada." "¿No estaba cerrada?" "No tenía puesta la combinación, estaba sólo cerrada con llave pero la llave estaba en la cerradura." Hizo un leve gesto de irónica extrañeza pero continuó: "¿En cuánto la valora?" "No sé lo que vale ahora.
Cuando me casé, hace veinte años, costó una fortuna, un millón de pesetas, creo." Lo recordaba bien, recordaba que mi marido, como si se tratara de un gran secreto, me había dicho lo que sus padres se habían gastado en ella. Sí, un millón en aquel tiempo era como hablar ahora de un tesoro.
Fueron muchas las preguntas que respondí bajo la mirada atenta de Adelita. Cuando acabamos, sacó el papel de la máquina de escribir, me pidió que lo firmara si estaba de acuerdo, y una vez lo hube hecho, me entregó la copia. Y ya me disponía a irme cuando se acercó otro guardia civil y me dijo: "Quiere pasar un momento? El sargento Hidalgo la espera." Lo seguí por el pasillo y lo mismo hizo Adelita.
"No", le dijo con amabilidad el guardia, "usted espere un momento." El sargento fue breve. Se presentó: "Soy el sargento Hidalgo", dijo, y al darme la mano, añadió: "encantado, señora. No tenía el gusto de conocerla personalmente, pero sí sabía que vivía usted en los alrededores. ¿Tiene aquí su domicilio?" "No del todo, yo vivo en Madrid, pero vengo aquí muy a menudo, y pienso venir más a medida que trabaje menos." Sonrió y me hizo sentar frente a su mesa, y sin preámbulos de ningún tipo, dijo que la sortija cuyo robo había venido a denunciar estaba en Gerona.
"¿En Gerona? ¿Dónde?" "Quien la robó la vendió a una joyería." "¿Y quién la robó?" El sargento sonrió y señaló con la cabeza en dirección a la sala de espera, pero no movió las manos, que mantenía cruzadas con los codos apoyados en los brazos del sillón, ni dijo una palabra.
Me volví.
"¿Quién?" "Ella, su guarda", dijo, y siguió sonriendo inmóvil, comprobando el efecto de sus palabras.
"¿Adelita?" "La misma." "¿Cómo lo sabe?" "Porque fue ella la que vendió la joya, y el joyero le exigió el carnet de identidad. Fue ella también la que le dijo que era la guarda de la casa de usted." "¿Cuándo se lo dijo?" "El mismo día que fue a venderla, el 11 de noviembre." "Mi cumpleaños", dije con asombro, como si añadiera un dato más a la investigación porque algo me decía que mostrar mi estupor sería alinearme de entrada con el guardia civil y ponerme en contra de Adelita. Al fin y al cabo, me dije, tal vez para justificar la sorpresa, bien podría ser que se hubiera equivocado. No hay que precipitarse, y añadí: "¿Está seguro?" "Completamente seguro." Hubo un momento de silencio.
El sargento Hidalgo seguía sin moverse pero había dejado de sonreír y parecía esperar a que digiriera la noticia.
"Y si lo sabe desde entonces, ¿por qué no me lo ha comunicado antes? Hoy es 30 de diciembre." "Estaba usted ausente." "¿Cómo lo sabe?", y le miré con desconfianza.
El sargento pareció perder pie por primera vez.
"Bueno", balbuceó, "ésta es la noticia que me llegó del comisario de policía de Gerona." "Lo podría usted haber comprobado y, en cualquier caso, nada les habría costado enviarme una carta, un fax o un telegrama. Quien tan bien sabía que yo estaba ausente sabría también que en mi casa saben siempre dónde estoy." De nuevo el sargento recobró la iniciativa y la seguridad.
"Comprenderá que en estas circunstancias se hacía muy difícil hablar con su guardesa." "¿Por qué? No tenían más que pedirle mi dirección. O mi teléfono." "No se nos ocurrió." Callamos los dos durante un momento. Yo, de sorpresa e indignación, él, supuse, por dejar que pasase el tiempo mientras buscaba un pretexto que lo exculpara. Dijo finalmente: "No sé qué decirle, el caso se llevó desde Gerona. Le aconsejo que vaya allí y recupere la joya, como ya le he dicho, el caso se lleva desde la comisaría de policía de Gerona", recalcó. "Pero sobre todo no le diga nada a su guarda, porque queremos que sea ella la que confiese. De momento, es lo que hay que procurar, porque de lo contrario…" "De lo contrario, ¿qué?", quise saber y añadí: "¿Por qué tiene que confesar?" "Porque el trámite se simplifica, si no existe más que la denuncia de usted, hay que llevar a cabo una serie de investigaciones para conocer si de verdad ella la robó, o…", dudó un instante, "si fue usted la que le pidió que la vendiera para denunciar un robo y cobrar el seguro." Aunque mi sorpresa me había dejado sin habla por esta nueva complicación, o mejor, esta posible interpretación de los hechos, el sargento no parecía dispuesto a darme más explicaciones. Hizo unas anotaciones en un papel, se levantó, alargó la mano para dármelo y dijo a modo de despedida: "Éstos son mis teléfonos. Para cualquier otra cosa que ocurra, ya sabe dónde me tiene."
Durante los cuarenta kilómetros de viaje hasta Gerona, tanto Adelita como yo estuvimos casi siempre en silencio. De pronto se le había puesto la cara reconcentrada, los labios tenían un rictus, un mohín enfurecido pero contenido, las mejillas le ardían, la cabeza se le había hundido en el pecho dejándola sin apenas cuello y tenía la vista fija, mirando hoscamente un punto del suelo del coche, como si hubiera adivinado lo que me había dicho el sargento.
"Adelita", le dije en un momento dado, "¿no tiene nada que decirme?" "Nada", respondió como un niño que ha decidido no volver a comer en su vida.
Hacía frío, los árboles desnudos alargaban el horizonte desolado del paisaje y el cielo capotado pesaba sobre él como una losa. La carretera estaba vacía y el recorrido parecía interminable.
Seguíamos las dos en silencio cuando aparcamos en La Devesa.
Insistí: "Si hay algo que usted sabe y me quiere decir, hágalo, Adelita.
Esto nos ayudará a usted y a mí.
Todo será más fácil." Pero ella siguió cada vez más reconcentrada en sí misma, como si el hecho de estar ella en el automóvil fuera un insulto que prefería soportar en silencio.
Entramos las dos en la comisaría, yo me adelanté hacia el mostrador y ella se sentó en un banco de madera adosado a la pared. El edificio era nuevo y estaba en un barrio periférico, la obra parecía reciente y las paredes encaladas añadían frío al suelo de terrazo y a los pasillos azotados por una helada corriente de aire.
"La estaba esperando", dijo el policía que nos recibió, y sin echar siquiera una ojeada a Adelita, me abrió el paso hasta un despacho tan nuevo y tan vacío que más parecía un decorado sin acabar que una oficina de la comisaría.
Un policía, que supuse debía de ser el comisario del que me había hablado el sargento Hidalgo, se levantó y no pude dejar de pensar qué podía estar haciendo mientras me esperaba, porque la mesa estaba completamente vacía y por no haber no había ni siquiera teléfonos ni un ordenador, ni un fichero, nada.
Era alto y no estaba gordo pero sí tenía un cuerpo orondo, oprimido por un uniforme demasiado ajustado.
Sin embargo, lo más sobresaliente era su rostro de ojos verdes muy claros y una enorme mancha de sangre que le cubría la mejilla hasta detenerse y contorsionar el labio.
Luché por dar a mi mirada un aire de normalidad y no aparté mis ojos de los suyos, tan verdes y tan grandes, tan persuasivos que me inspiraron una gran confianza.
"Ya le ha contado lo que ocurre el sargento de la Guardia Civil, ¿no es así?" "Así es", respondí yo, que de pronto me sentí pequeña, menuda, frente a aquel policía corpulento y de voz sonora. Y dije con seguridad: "¿Así que Adelita es la que ha robado la joya?" "Sí, señora." "Y ¿dónde está ahora?" El policía me miró, asombrado: "Ha venido con usted, ¿no?" "Me refiero a la sortija." El policía se levantó, cogió con una mano un abrecartas plateado, que navegaba solitario sobre la mesa, y dándose golpecitos en la palma de la otra comenzó a pasearse por la habitación. Yo lo seguía con la vista y torcía la cabeza cuando no alcanzaba a verlo porque caminaba a mi espalda. Tras la ventana de grandes cristales se extendía hasta la lejanía un páramo, un terreno preparado para construir, pensé, buscando una grúa o una excavadora, que mientras tanto se había habilitado para echar las basuras. Más allá, una línea de altos chopos desnudos marcaba el cauce escondido del río y, tras ella, una neblina espesa se pegaba al agua, invisible desde esa ventana. Estará espesa el agua, pensé, y turbia, después de tantas lluvias.
"El caso es", comenzó el policía, acelerando las palmaditas, "que el joyero que compró la sortija cumplió con su deber y le pidió el carnet de identidad a la mujer, a su guarda. Hasta aquí todo está bien. Y él, para cubrirse y como es su obligación, vino a comisaría a dar parte de la compra de la joya. De hecho, él no podía denunciarla, porque no tenía pruebas de que se tratara de un robo, pero el aspecto humilde de la mujer, nos dijo, lo hizo ser precavido.
Y como le digo, lo comunicó a la policía, en este caso a mi subalterno." El policía de pronto tenía calor y se desabrochó el primer botón de la camisa dando golpes de cabeza a uno y otro lado.
"¡Qué calor!", dijo.
No lo desmentí, porque en la habitación la calefacción era casi insoportable, pero yo me arrebujé en mi abrigo y me apoyé en el respaldo, dispuesta a oír el final de la historia.
"Eso es todo", dijo él.
"Cómo que todo? Y, ¿dónde está la sortija?" "Verá, de hecho, el joyero no compró la sortija, sólo compró la piedra, el brillante", y se volvió casi de espaldas hacia la luz cenicienta de la tarde.
"¿Ah, sí?, y la montura, ¿dónde está?" "¿La montura?", preguntó sin moverse.
"La montura, el engarce, como se llame, lo que no compró el joyero." Miraba el río lejano por la ventana y de pronto se volvió, presuroso.
"¿No se lo dijo el sargento?
Pues él bien lo sabe." "¿Saber qué?", pregunté con cierto tono de impertinencia porque me daba cuenta de que el comisario daba vueltas para mantenerme en la confusión.
Él acusó la provocación.
"Señora, aquí estamos para solucionar los problemas, no para crearlos. Créame, no encontrará a nadie más interesado que yo en resolver su problema. Y puedo asegurarle que se hará todo lo que se pueda, pero desgraciadamente no siempre las cosas salen como quisiéramos." "Vamos a ver", dije tomando una actitud más conciliadora, "¿me quiere o no me quiere decir dónde está mi sortija, mi brillante, llámelo como quiera?" De nuevo el policía se sentó en su butacón tras la mesa. El respaldo tenía dos columnas rematadas con dos cabezas de león que le quedaban a la altura de las orejas, y al darme cuenta, a punto estuve de echarme a reír, pero me contuve y seguí: "Si ella vendió el brillante, si el joyero lo comunicó a la policía, no hay más que ir a la joyería y recuperarlo. ¿De qué joyería se trata?" "No crea, querida señora, que todo es tan fácil. Ha de saber que no se puede decir el nombre del joyero y que existe una ley que permite a los joyeros vender las joyas una vez que han comunicado sus dudas a la policía siempre que haya transcurrido un mes." Detuvo los golpecitos y se me quedó mirando. Con ironía, con guasa. Y yo salté como si me hubiera ganado la partida.
"¿Me está usted queriendo decir que, porque la policía ha cometido el error de no informarme a tiempo, el joyero ha vendido la joya, se ha embolsado el dinero y yo ya no tengo nada que hacer? ¿Es eso lo que me quiere decir?" "No hay nada que hacer, no hay nada que hacer", dijo el policía reanudando los golpecitos, "es una frase demasiado contundente. Siempre se puede hacer algo en la vida." Se quedó callado y de pronto preguntó: "¿Ha puesto usted una denuncia?" "Sí, en el cuartel de la Guardia Civil. " El policía parecía preocupado.
"No debería, habría sido mejor hacer las cosas por sus pasos." "¿No tendría que haber denunciado el robo? ¿Por qué?" No entendía nada.
"Es que, mire, señora, las cosas se pueden hacer de muchas maneras, bien, mal, demasiado despacio o demasiado de prisa, y nosotros que estamos aquí sabemos que no siempre el camino normal es el más expeditivo, pero en fin, lo hecho, hecho está, no importa. Creo que podremos salvar la situación. Haré lo que pueda", añadió como si de un extremo favor se tratara. Y sin dejarme hablar más, aunque por otra parte no habría sabido muy bien qué preguntar, dijo: "Vamos a ver, actuaremos de la mejor forma que se pueda actuar. Usted por ejemplo haga como si nada ocurriera, como si yo no le hubiera hablado de la joya ni del joyero y nos hubiéramos limitado a comentar el tiempo, ¿me comprende?" "¿El tiempo? Entonces, ¿a qué hemos venido?", pregunté, un poco sorprendida.
"Es un decir, lo que importa es que ella crea que usted ha venido sólo a denunciar el robo, como si no fuera posible denunciarlo más que aquí, algo así, ¿me comprende ahora?" Asentí.
"Se va a su casa tranquilamente, y no se preocupe, que yo la llamaré en cuanto haya hablado con el joyero. Esto es lo principal, y si ella confiesa, me lo hace saber." Tenía de pronto tal aire protector que me dejé guiar a la puerta, convencida de que el asunto estaba en las mejores manos posibles porque este policía se valdría de sus hilos ocultos y me devolvería la sortija y la paz. Aunque, ¿qué haría con Adelita?
Seguía sentada en el banco, apenas había cambiado ni de posición ni de expresión y la barbilla hundida en el pecho acentuaba más aún la papada y disminuía la exigua longitud de ese cuello potente del que emergía, como de un tiesto, su cabecita cubierta de rizos pequeños de permanente antigua. Las piernas de rodillas anchas adelgazaban hasta quedar reducidas al grosor de unos tobillos y unos piececillos diminutos que se balanceaban sin apenas tocar el suelo. Su cuerpo así encogido tenía un aspecto mucho más frágil, casi desguarnecido.
Con un saltito apenas perceptible, se puso en pie y se acercó silenciosa, silenciosa pero digna e incluso altiva. El policía no la miró, ni ella a él. Me dio la manoe para despedirse e hizo un gesto con la cabeza arqueando al mismo tiempo las cejas como si se refiriera a un secreto compartido entre ambos, mientras repetía: "Lo dicho, señora, estoy a sus órdenes." Dio media vuelta y se fue de nuevo hacia su despacho.
"¿Qué le ha dicho?" Al tomar la iniciativa, Adelita me había cogido desprevenida.
"Nada", respondí, "dice que aquí ha aparecido una joya que bien podría ser la mía." "Ojalá la encontremos. Yo estoy enferma de los nervios." Entonces me detuve y la miré.
La miré con la intención de que viera que la miraba. Ella bajó los ojos, distraída, y nada añadimos ninguna de las dos.
El viaje de vuelta se hizo también en silencio. La cara de Adelita se había desprendido de los dos grandes parches rojos que le habían congestionado las mejillas.
Las manecitas regordetas descansaban sobre las rodillas y yo las miraba y pensaba que había hecho bien en vender la sortija porque no le habría cabido ni siquiera en el dedo meñique.
Cuando después de haber retirado los platos del almuerzo y haber recogido la mesa, siempre en silencio, Adelita se fue a su casa y yo me tumbé en el sofá a ver la televisión, pensé, algo ha de pasar, algo pasará, no puede quedar todo así, sin aclarar. Porque no sabía a qué venía esa estrategia de la que me había hablado el sargento, ni me habían dicho hasta cuándo había que esperar a que Adelita confesara, ni tenía idea de lo que se suponía que había de hacer yo.
Por una parte, no podía decirle lo que sabía porque había que procurar que fuera ella la que confesara por sí misma. Por otra, no decírselo me parecía improcedente, porque no hacía más que mantener esta situación absurda en la que ella, yog estaba segura, sabía que yo sabía.
Porque tenía que saberlo, tenía que haberlo adivinado. La explicación que yo le había dado de que una joya que podría ser la mía había aparecido en Gerona no era creíble. ¿Por qué no hablaba, entonces? ¿A qué esperaba? De todos modos, la policía tenía la prueba de que había vendido una joya que no le pertenecía. Dijera el seguro lo que dijera, pagara o no pagara, un día u otro tendrían que detenerla, tanto si confesaba como si no.
Lo malo es que yo tenía que irme dentro de cuatro días como muy tarde, porque comenzaba el semestre, y si bien me las podía arreglar para retrasarme un par de días, de ningún modo podía quedarme y esperar a que la situación se aclarara.
Y así no podía dejar la casa.
Ni siquiera podía llamar a un abogado. Al día siguiente era víspera de Año Nuevo y los despachos estarían cerrados. No parecía haber otra opción que esperar. Por la noche me habían invitado a cenar unos amigos. Tal vez me haría bien distraerme, pero no me apetecía ahora vestirme y salir. Cerré los ojos para dejarme arrullar por las voces del televisor, convencida, sin apenas proponérmelo, de que la huida hacia el sueño me traería solaz y, quién sabe, tal vez al despertar fuera capaz de tomar una decisión. O en ese breve lapso de tiempo algo habría ocurrido para que los acontecimientos la tomaran en mi lugar.
Me sobresaltó el teléfono y casi a continuación la voz de Adelita, cortante y acusadora, que había aparecido y asomaba la cabeza por la puerta: "La llaman del cuartel de la Guardia Civil ", y salió entornando la puerta con la cara alta y el gesto digno.
La habitación estaba casi en la penumbra, sin más luz que la de la pantalla del televisor, que seguía impertérrita lanzando destellos y sombras sobre la pared contraria.
Adelita podía haberse quedado tras la puerta para escuchar la conversación. O escucharla desde su propio supletorio, pero tendría que correr hasta su casa y lo más probable es que yo la oyera descolgar. Me di prisa en despabilarme, me deshice de la manta que me cubría los pies, prendí la lamparilla y corrí al teléfono.
"Diga." "Soy el sargento Hidalgo.
Buenas tardes, señora." "Buenas tardes, sargento." "Quería saber qué ha ocurrido en Gerona." "Nada, bien. Nada más de lo que ya sabía." "¿Ha recuperado la joya?" "Pues… no, dijo el policía que lo más probable es que el joyero la hubiera vendido porque había esperado el tiempo reglamentario y nadie la había reclamado." Del otro lado del hilo no había más que silencio. "Tal vez se ha cortado", pensé.
"¿Oiga? ¿Sargento?" "Sí, la oigo, sí, sí. Eso…
¿Le ha asegurado que el joyero la había vendido?" "No ha asegurado nada. Ha insinuado que algo se podía hacer aún, pero no le ha parecido bien que hubiera puesto la denuncia." "¿Cómo dice?", gritó el sargento y yo aparté el auricular de la oreja.
"¡Au!", bramé. "Sargento Hidalgo, ¿qué le ocurre?" "¿Le ha dicho que no debería haber puesto la denuncia?", repitió con la voz más contenida, aunque incrédula y casi violenta.
"Sí, eso ha dicho. Creo que eso ha dicho." "Bien, señora, vamos a dejarlo por hoy. Mire, estaremos aquí toda la tarde y la noche entera. Si algo ocurriera, no deje de llamarme. Ya le di mi teléfono directo y el móvil. ¿Quiere que se los repita?"a "No, gracias, sargento, los tengo ya", dije, un poco confusa, sin comprender qué podía ocurrir, a qué se refería el sargento. Y colgué.
La casa estaba en silencio, el atardecer se había detenido y un asomo de luz estática se mantenía en el horizonte. Ésa sería la penúltima noche del año, pero ninguna señal había en el cielo que anticipara el cambio de cifras que traería consigo el año próximo. De pronto me encontré con que no sabía qué hacer y me senté de nuevo en el sofá pero apagué la televisión.
No habrían pasado más de diez minutos cuando apareció Adelita.
Venía llorando y traía en la mano un cofrecito de madera con adornos de metal repujado.
"Tenga, mire", sollozó. "Aquí están todas las joyas que yo tengo.
Mire, mire y verá cómo no me he llevado nada", añadió al ver que yo no apartaba los ojos de ella. "Mire, por dentro. Verá…" Y no pudo continuar porque los sollozos se hicieron mucho más estridentes.
"Adelita, ¿qué quiere que mire?" Detuvo un instante el llanto y respondió: "Parece que yo soy la ladrona, ¿no?" Y yo le respondí con un cansancio infinito: "De momento nadie la ha acusado, pero aunque así fuera, el anillo no tendría por qué estar forzosamente aquí, ¿no le parece?" Había en mi voz -Adelita parecía entenderlo incluso entre lágrimas- ironía, casi burla. Volví a apoyarme en el sofá y cerré los ojos.
Fue en aquel momento, o quizá había transcurrido un cuarto de hora, no sabría decirlo, cuando los sollozos se convirtieron en gritos.
Me levanté, asustada, para ver qué ocurría ahora y me encontré con Adelita tumbada en el suelo en el pasillo, detrás del sofá. Se había lanzado a un arranque de histeria, o de salvaje nerviosismo, se desga-c ñitaba dando alaridos, moviendo brazos y piernas en un temblor incontenible. Los gritos dieron lugar a los alaridos y el inicial temblor se convirtió en una convulsión que la hacía dar bandazos y chocar contra el sofá por un lado y la pared por el otro. Así rodando en el suelo, el cuerpo de aquella mujer, con las faldas que se le habían arremangado hasta los muslos y la cabecita hundida y escondida entre los hombros, accionando los brazos y las piernas y dejando que la saliva se le desparramara por la cara, se había convertido en un amasijo de bultos indescifrables que buscaba en vano su lugar y su forma en aquella penumbra. La escena era completa, pero no logró convencerme. Así que doblé los brazos con paciencia y esperé.
Ella seguía enloquecida, haciendo grandes esfuerzos para que fuera verosímil lo que en su opinión debía de ser un ataque de epilepsia provocado, sin duda, por el acoso a que yo la sometía. Aparecieron señales de agotamiento en su rostro convulsionado pero no sólo no desfallecía, sino que añadía jadeos cada vez más sonoros a sus gritos y lamentos.
"Adelita", grité de pronto para hacerme oír. "Puede usted continuar todo el tiempo que quiera, poco tengo que hacer más que ver cómo da usted fin a este espectáculo. Pero recuerde que, por bien que actúe, no me convence. Así que, puede usted continuar. Continúe, continúe." Y acercándome a ella en actitud paciente me dispuse, como había dicho, a contemplarla.
Adelita mantuvo la intensidad de aquel espasmo durante unos minutos más, pateando y echando tanta espuma por la boca que me tenía maravillada, pero poco a poco fue calmándose y, de pronto, como si ya hubiera terminado, se levantó y, sorbiéndose las lágrimas y las babas, respiró para retomar aliento, cogió el cofrecito que había dejado sobre una mesa y se fue.e Le habrá salido la vena de la actriz que debió de ser en sus años juveniles, pensé. O este ataque es la manifestación de una grave enfermedad que la tiene al borde de la muerte desde la niñez. Y, aunque no estaba de humor para bromas, sonreí.
A los pocos minutos apareció de nuevo y anunció que iba al pueblo porque le faltaba harina y se había quedado sin pan. Lo dijo con normalidad, aunque con un aire un poco ofendido, como si no hubiera ocurrido la escena de hacía poco más de media hora ni ella hubiera sido su protagonista.
Cuando oí que se cerraba la puerta de la cocina, me levanté, y antes de salir del salón apagué la luz. Era de noche ya, aunque el reloj apenas marcaba las seis y Adelita se había ido sin encender las luces, tal vez aposta. Ni las del jardín. Todo parecía estar sumido en las tinieblas y, sin saber por qué, comencé a sentir miedo al buscar el interruptor en la pared de la escalera. Subí a mi cuarto, me senté en un sillón, encendí la lámpara de pie e intenté en vano retomar el libro que había estado leyendo. La casa estaba silenciosa y envuelta en oscuridad, excepto el halo de luz de la lámpara. Fuera, el silencio de un atardecer de invierno podía ocultar mil demonios. De repente, recordé el hombre alto vestido de negro y con sombrero, y su imagen se me apareció con tal nitidez que un rayo de inquietud me atravesó el cuerpo.
Me cubrí los hombros con una manta de lana porque había tenido un estremecimiento, de frío sería, me dije para tranquilizarme, y comprendí que no habría de ser capaz de fijar la atención en nada ni lograría distraerme de esa pesadilla en que se había convertido la espera, la inmovilidad a que se me había condenado.
Sonó el teléfono.
"¡Diga!, ¡diga!" Al alargar la mano tiré un jarrón de flores.
No lo detuve, atenta sólo a la voz del auricular, rodó sobre la mesa y cayó al suelo con estrépito, y el agua y las flores se desparramaron.
"Diga", insistí sin hacer caso del desastre.
"Está aquí", susurró una voz al otro lado del hilo. "Señora, está aquí, la tengo en mi despacho, yo he salido un momento para llamarla." "Ah, hola, sargento, disculpe, no lo había reconocido. ¿Quién está ahí?" "Su guarda. Adelita." "¿La ha llamado usted?" "No, acaba de llegar. Dice que ha venido a buscar el carnet de identidad que se le había olvidado esta mañana." "¿Esta mañana?" "Sí, eso dice, al parecer esta mañana el guardia de la puerta le ha pedido el carnet, pero ya sabe", añadió con voz de entendido, "el criminal siempre vuelve al lugar del crimen." "No lo entiendo, sargento. No entiendo nada. Explíquese." "Nada, que ha venido y la tengo en mi despacho." "¿Ha confesado?" A ver si acabamos con todo esto de una vez, pensé, aliviada.
"Voy a ver. Por cierto, ¿la han llamado de la comisaría de Gerona?" "No." "Es que ahora me he enterado de que Gerona ha pasado el asunto a la jurisdicción de Playa de Aro." "¿Ah, sí? ¿Por qué?" "Ah, no sé. Eso me han dicho.
Pero usted, señora, no crea que está desasistida. Nosotros haremos el trabajo que han descuidado allá.
Pero no estaría de más que llamara usted a Gerona, a ver qué le dicen." "Eso haré, gracias, sargento." "Oiga, si tiene que salir hágamelo saber y dígame dónde puedo localizarla. Tenemos que estar en contacto." "Sí, sargento. No se preocupe, muchas gracias. Buenas tardes, oi buenas noches", añadí, mirando por la ventana, negra, negra como sólo pueden ser las noches negras de invierno en el campo.
Llamé a la comisaría de Gerona y mientras dejaba que sonara la señal supe que de nada serviría. Sin saber por qué le había perdido la confianza al policía que me había atendido y que tan protector me había parecido por la mañana, y de un modo oscuro comencé a barruntar que sus intereses eran distintos de los míos. Pero ¿cuáles eran los suyos? Efectivamente el comisario había salido, y si no era por una urgencia, no iba ya a volver hasta el día siguiente, o al otro, añadió con sorna el policía del teléfono.
"No, no hay nadie que lo sustituya, bueno yo, pero yo no sé nada." Volví al reducto de luz y entonces me di cuenta de que el suelo estaba lleno de agua, la alfombra empapada, el jarrón hecho pedazos había caído más allá de la corona de luz y un trozo de porcelana blanca se balanceaba aún en el límite de las sombras. Y entonces, al darme cuenta de que tenía lágrimas en los ojos, me senté en el sillón, busqué una caja de pañuelos del estante y lloré mansamente sin saber ni querer investigar si lloraba por ese jarro caído y roto, desparramadas por el suelo las primeras caléndulas que se habían anticipado a una primavera lejana aún, o por la incertidumbre en que me había sumido el robo de la joya y su posterior desarrollo.
A la media hora oí un coche que se detenía en la entrada. Bajé la escalera a toda prisa y salí al porche de la parte delantera.
Hacía mucho frío y en la espesa oscuridad distinguí a dos guardias civiles que se destacaban en el halo de luz de los faros, encendidos aún. Una sombra menuda y corpulenta se escurría entre ellos, pasaba como una exhalación junto a mí sin querer verme y se metía en la casa.
"¿Qué ocurre?", pregunté al tiempo que encendía la luz del porche.
"Buenas noches, señora. Hemos venido para acompañar a su guarda." Era uno de los dos guardias civiles que seguían el trotecillo de Adelita.
"¿Está detenida?" "No, hemos venido porque dice que quiere mostrarnos una sortija." Entramos los tres en la casa y pasamos a la cocina tras ella, que, ignorándome de nuevo, les hizo una señal para que esperaran y salió por la puerta trasera.
"Siéntense, por favor", les dije. "¿Quieren tomar algo?", como si quisiera restablecer ante ellos la jerarquía que Adelita pretendía usurparme.
"Gracias, señora, estamos de servicio y tenemos que volver en seguida al cuartel." "¿Con ella?" "Sí, con ella. La espera el sargento." Se abrió la puerta y apareció Adelita. Se aproximó a la pareja y extendió la mano mostrándoles un objeto.
"Miren, miren, ésta es la sortija que me regaló mi madre, ésta es. Mírenla bien. Yo misma le he quitado la piedra para venderla.
Yo misma he tenido que hacerlo, de mi madre, la sortija…, yo…", y estalló en sollozos, compungida ante la prueba de la tristeza de su pobre destino.
"¿Qué nos quiere decir ahora con esta sortija?", pregunté, desconcertada.
"Me acusan de haberle robado la suya, señora." Ahora se dirigía a mí y me miraba de frente. "Yo soy incapaz de robar, ya lo sabe usted.
Soy una buena persona." Y sollozaba desconsolada, conmovida por sus propias palabras. "Es cierto que vendí una joya, pero es el brillante de mi madre, aquí está la prueba. Todos me acusan, pobre de mí. ¡Pobre de mí! Lo vendí en Gerona, no tuve más remedio." Cogí la sortija que me tendía entre sollozos Adelita. Y antes de mirarla aún tuve tiempo de decirle: "¿Por qué no me lo decía? ¿No le pregunté si tenía algo que decirme?" "Tenía miedo, señora, tenía miedo, pobre de mí", repitió entre convulsiones de la voz y del gesto.
"Tenía miedo, soy una pobre y a los pobres siempre nos acusan de todo." La cara se le había puesto roja y brillante, pero aunque seguía sollozando e hipando, no tenía una sola lágrima en los ojos, triturados por el pañuelo que tenía en la mano. ¡Qué buena actriz se ha perdido el mundo! Un pensamiento que cruzó mi mente como un relámpago.
"No diga tonterías, Adelita, ni pobre ni nada. Ya le he dicho que de momento, que yo sepa, nadie la acusa." Luego miré la sortija de estaño que algún día debió de tener una piedra engarzada y clavada en un pivote que sobresalía de la montura vacía.
"Aquí no ha habido jamás un brillante", le dije. "Los brillantes no se ensartan en un clavo a las sortijas, y menos a las sortijas de estaño." "Pues mi madre tenía un brillante precioso, muy grande, que era su única fortuna. Mi madre", y dejó de llorar para mirarme fijamente, "mi madre era hija natural de un señor muy rico que no había querido reconocerla pero cuando fue mayor, como compensación de tanto abandono…" "Adelita, por favor, no me cuente historias", procuré no sulfurarme. "No me cuente historias.
Un brillante, por muy rico que fuera ese nuevo padre de su madre, no se ensarta en un clavo ni se monta en una sortija de estaño.
Ya se lo he dicho." Los guardias civiles se impacientaron y uno de ellos, como si terciara en una discusión entre mujeres, intervino: "Bueno, bueno, vamos al cuartel y ya dirá el sargento qué hay que hacer con este anillo. Tendrá que dárselo a un joyero y que sea él como experto quien decida." Me ofendí: "Diga lo que diga el experto, le juro por mis muertos", aventuré una expresión más inapelable, "por mis muertos lo juro, que aquí no ha habido jamás un brillante." "¿Ve cómo duda de mí, señora?", y reanudó el llanto Adelita, sonándose con otro pañuelo de papel que se sacó del bolsillo.
"¿Qué está pasando aquí?", bramó una voz tras la puerta. "A ver, ¿qué pasa aquí?" Lo que faltaba, pensé, y abrí la puerta trasera. Una vaharada de cazalla regurgitada me vino a la cara: "¿Quiere algo? ¿Se le ha perdido algo?", bramé a la figura del marido que, así a media luz, sin afeitar, desabrochada la camisa de lana, y con la camiseta debajo que asomaba por el escote, con el brillo de las gafas ceniciento tal vez de pura suciedad, tenía el tenebroso aspecto de un ciego maléfico salido de un cuento de Poe.
"Vete, vete a casa", lo empujaba Adelita, que había pasado por debajo del brazo con el que yo mantenía la puerta abierta. "Vete a casa, ya te lo contaré." "Ésta es mi mujer", farfulló el hombre, "y yo tengo derecho a saber lo que ocurre. ¿Qué le están haciendo?" Cerré la puerta y fuera quedaron Adelita y su marido, chillándose y empujándose el uno al otro.
"Oiga, que yo tengo que llevarla de vuelta al cuartel", gritó a su vez uno de los guardias. Pasó como una flecha ante mí, abrió la puerta, salió corriendo tras ellos, que caminaban hacia su casa, y volvió al instante con Adelita sumida de nuevo en un mar de lágrimas, reales esta vez.
El ruido del motor al alejarse se había llevado la luz del camino, y la noche de invierno recuperó la oscuridad y el silencio. Otra vez me había quedado sola y ahora más atemorizada aún. En la pequeña casa de los guardas, junto a la mía, el marido borracho y humillado se convertía en una amenaza. Cerré la puerta delantera, la de la cocina, y una tras otra, todas las ventanas de la casa.
No fui a la cena, ni iría a la del día siguiente, la de fin de año. No tenía en la mente más que mi propio problema, que por otra parte ni quería ni podría haber compartido con los invitados, más abocados a buscar la diversión y prepararse para el fin de año que a entretenerse en los acertijos que planteaba la situación y mi propia actitud ante ella. Además, estaba tan excitada por los acontecimientos, tan angustiada por su irresolución, que apenas quedaba espacio en mi pensamiento para poder interesarme por otras cosas, fueran comidas exquisitas, conversaciones inteligentes, campanadas a medianoche o brindis para celebrar la entrada del nuevo año de 1998. Llamé aduciendo una excusa banal, comprobé de nuevo que estaban cerradas la puerta trasera y la delantera y me dispuse a esperar.
Pasó la hora de la cena, dieron las once en el reloj del zaguán y ninguna señal había de Adelita ni de la Guardia Civil, ni de la policía. Hasta las doce y media no sonó el teléfono.
"¡Ya está!", dijo a modo de saludo el sargento Hidalgo en cuanto descolgué el auricular. "Ya ha confesado. La tengo en mi despacho hecha un mar de lágrimas." Por más que desde el principio sabía lo que indefectiblemente tenía que ocurrir, el asombro me dejó sin palabras. Él, con una sombra de vanagloria en la voz por el resultado y por la reacción que había provocado en mí, no esperó respuesta, y añadió: "Dice que le gustaría hablar con usted. ¿Podría venir, señora?" "Sí, sí, ahora voy. Gracias, sargento." Y colgué.
Una gran tristeza se había adueñado de mí, como si la confesión de Adelita hubiera desmoronado un cúmulo de posibilidades que habían de hacer la situación menos hiriente, como si de un manotazo se hubieran machacado todas mis ocultas esperanzas que, ahora lo veía, no había perdido en ningún momento, como si se hubiera entablado una lucha feroz entre los acusadores y la acusada, y yo hubiera tomado partido por ella. Y de pronto, al recordar el problema doméstico que se me planteaba, me di cuenta de que no era ésta mi verdadera preocupación, ni la confianza que Adelita había roto aunque de hecho nunca había contado con ella cabalmente, recordé, desde aquel primer día en el bar al darme cuenta de que esquivaba mi mirada. Por eso no me sentía herida ni decepcionada, sino sólo abrumada, y tal vez por eso también estaba dispuesta a ser benevolente y misericordiosa.
Pero entonces ¿por qué me había puesto triste?
La escena en el despacho del sargento fue conmovedora y habría sacado de ella cierto consuelo de no haber sido porque, en el momento de entrar en el cuartelillo de la Guardia Civil, una sombra leve como un pensamiento fugaz había atravesado el portal y desaparecido por la calleja lateral dejando tras de sí, como un cometa agorero, una estela de inquietud: el hombre del sombrero negro. Pero ni se me ocurrió preguntar a Adelita por él, ni habría podido de haberlo decidido, porque en cuanto me vio, la mujer cayó de hinojos, me tomó ambas manos con las suyas y me las llenó de lágrimas y de babas: "Señora, señora, perdón", bramó, "perdón. No tengo vergüenza, yo misma lo he negado varias veces.
No tengo perdón. Si quiere me iré de la casa en seguida. Perdón, señora." La levanté como pude e intenté calmarla, pero fue imposible.
Había puesto en marcha un dispositivo dramático para redondear una escena que por nada del mundo iba a desperdiciar. Fue inútil que el sargento quisiera llamarla al orden, por el contrario, a cada voz que le daba, ella añadía un nuevo gesto sacado quién sabe de qué representación o de qué serial y era imposible seguirla. Se mesaba de pronto los cabellos como si quisiera ella misma iniciar su propio castigo, o lloraba mirándome arrobada, me besaba las manos y los pies, o se volvía hacia el sargento, detenía su llanto por un momento y, abriendo los brazos, le decía sin dejar de verter lágrimas: "¿Qué será de mí ahora? Tengo tres hijos, tengo marido y hermanos. Dígame, ¿qué será de mí?
¿Dónde han quedado mi honor, mi vergüenza?" El sargento Hidalgo y yo estábamos confundidos. Como si la hubieran acusado de un delito que no había cometido, nos veíamos casi en el deber de consolarla y de calmarla. Lo logramos al cabo de un buen rato y faltó poco para que, antes de irse, no se abrazara a mí en busca de un consuelo que le durara toda la noche. Porque a partir de ese momento Adelita quedaba en manos de la justicia y tendría que dormir en el cuartelillo. Al día siguiente a las doce de la mañana, el coche celular la llevaría al juzgado para que el juez le tomara declaración.
Todavía, antes de que me fuera, tuvo ánimos para pedirme como un favor especial que no dijera nada a su marido cuando llegara a casa porque el disgusto que se llevaría sería muy grande y le parecía, añadió, compungida, que le debía ella misma una explicación antes de que se enterara por terceros. "Gracias, señora, gracias", musitó cuando le dije que ya inventaría una excusa para su marido. "Gracias, es usted un ángel, es usted la persona más buena que conozco." Y con un aire de humildad recién estrenado, secándose aún las lágrimas de los ojos y las huellas de caracol que habían dejado en las mejillas, siguió al sargento que la acompañó al interior del edificio para mostrarle dónde había de dormir aquella noche.
"No se preocupe por nada, señora Aurelia", me había dicho el sargento antes de llevársela.
"Estará bien atendida." Lo dijo como si fuera de verdad mi hermana o una hija mía que se veía obligada a pasar la noche fuera de casa por su propio bien o tal vez por el bien de la comunidad. Luego puso la mano sobre el hombro de Adelita y la condujo hacia la puerta. Un momento antes de salir los dos, todavía se volvió y me dedicó una mirada y un gesto tranquilizadores.
Cuando se hubieron perdido al final del oscuro pasillo, yo también me fui.