38593.fb2 La Canci?n De Dorotea - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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3

La noche era tenebrosa. Como mi espíritu, me dije, acongojada, cuando dejé la carretera y me adentré por el camino vecinal hacia la casa. Apenas había luces en las masías de la otra margen del valle y el cielo encapotado parecía más bajo, más cercano, como si cayera a plomo sobre el paisaje en la penumbra, adormecido y helado. Al acercarme a la casa recordé que al irme, a pesar de haber oscurecido, no había encendido las luces. Era Adelita la que lo hacía todos los días, a última hora de la tarde, y ahora la casa emergía de la sombra como una mole más negra aún, espesa y borrosa como un mal sueño. Al llegar a la solana las luces largas del coche iluminaron la fachada sin lograr desprenderle una chispa de vida. Tampoco había luz en la casa de los guardas ni siquiera en las rendijas de las ventanas. Mi casa, pensé, yace en una sombra más oscura que la noche misma, mi casa está muerta. ¿Pero es mía esta casa?

Qué extraño no reconocerla como propia sino como un simple decorado en el que me muevo desde hace un tiempo, tal vez familiar pero ajeno a mí, un decorado en el que acaban de ocurrir hechos que tampoco reconozco, que no tienen que ver conmigo. Y la rodeé, dejándola otra vez negra a mis espaldas hasta detener el coche bajo el cañizo del aparcamiento. Apagué las luces y salí buscando en el bolso la llave de la puerta trasera. ¡Las llaves, nunca encontraba las llaves! ¿Las habré dejado en la guantera? Allí, en el ámbito recogido de la parte trasera, rodeada de altos cipreses y sin vistas al valle, la tierra entera parecía haberse cubierto de tiniebla y no quedaba en el aire ni el atisbo de luz ni el halo vago y lejano que llegaba de la carretera cuando subía por el camino. Habíag en el aire gélido una espesura de opacidad que me impedía ver la distancia que me separaba de la casa.

Volví sobre mis pasos con la intención de encender las luces del coche para que me iluminaran, pensando que luego, una vez hubiera encendido las del jardín, ya volvería a apagarlas. Con la mano en el bolso logré al fin dar con el llavero, pero de pronto, cuando había dado sólo unos pasos en completa oscuridad y estaba buscando a tientas la manecilla de la puerta, la luz de una linterna me cegó y me dejó inmóvil. Con el pensamiento detenido me apoyé en la carrocería, consciente sólo de mi espanto y de los latidos de mi corazón, que horadaban la noche. Poco a poco la luz temblorosa se desplazó a mi derecha y fue entonces cuando lo vi: la cara abotargada por el juego de luces y sombras de la linterna que temblaba en su mano y se reflejaba en el cristal de la ventanilla, negras las mejillas sin afeitar, la camisa abierta, el pelo tan despeinado como si la plácida noche fuera de tormenta y apestando a agrio, esa mezcla de sudor antiguo y vino regurgitado. Me arrimé más aún al coche y abracé el bolso contra el pecho como si con eso pudiera defenderme, porque vi brillar en la otra mano del hombre la hoja de una navaja. Una voz ronca, más ronca de lo que la conocía o recordaba, reventó el silencio: "¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde se la han llevado?" La voz me sobrecogió. Era una voz gangosa que se arrastraba tras el haz de luz. Me armé de valor, abrí la puerta del coche de todos modos, sin hacer caso a sus preguntas y prendí las luces. El fulgor de la linterna había quedado en nada y, con él, el hombre mismo desprovisto de violencia.

"Su mujer está en el pueblo con unos amigos", dije, inventando el pretexto que me había implorado su mujer aunque en el mismo momento me di cuenta de que no se sostenía.

Yo estaba aún dentro del coche.i Tal vez sería mejor huir, cerrar la puerta, dar marcha atrás y lanzarme a la carretera, pero estaba tan cansada y eran tantas las ganas de estar en la cama que me armé de valor. Apagué las luces y salí por la otra puerta.

"¿Qué amigos?", rugió el hombre.

"No sé", dije y avancé un poco a tientas hacia la casa.

Pero el hombre se interpuso en mi camino y me detuvo.

"¿Qué amigos?", repitió.

"Eso no es cierto. ¿Dónde está mi mujer?" Había en su tono una voluntad dramática evidente y exagerada. Se puso a sollozar y cuando levantó la mano que sostenía la navaja con el ademán de secarse las lágrimas, lo rodeé y corrí hacia la casa. En cuanto se dio cuenta rugió más aún y me siguió. Por el camino saqué la llave del bolsillo y al llegar a la puerta, iluminada por el reguero de luz de la linterna que venía tras de mí, tanteé, encontré el cerrojo, metí la llave, di la vuelta y entré. Una vez dentro encendí las luces del jardín y miré por el cristal de la ventana. La linterna sin la oscuridad que la envolvía había vuelto a perder agresividad y el hombre frente a la puerta tenía un aire distante y perdido, como si hubiera olvidado lo que lo había llevado hasta allí.

Miró la puerta otra vez y con la linterna encendida aún, dando bandazos en la mano caída, dio la vuelta y se fue caminando hacia su casa.

Temblando me preparé una tisana, luego recorrí todas las puertas y ventanas del piso bajo para asegurarme que estaban bien cerradas.

Subí a mi habitación dispuesta a meterme en la cama, dormir y olvidarme por unas horas de Adelita, de su robo y de su marido. Al día siguiente, como me había dicho el guardia civil, tendría que ir al juzgado de Toldrá porque Adelita sería presentada al juez. ¿Presentada, había dicho? ¿La iban a juzgar entonces¿a No. La juzgarán a su debido tiempo, me había respondido el sargento. De momento la interrogarán nada más y a partir de sus declaraciones y de mi denuncia establecerán el cargo que le imputan. ¿Es así como lo había dicho? No tenía mucha idea de cómo funcionaban los juicios. ¿Qué pasaría con ella?

¿Volvería o no volvería? Y ¿qué tenía que hacer yo? ¿Tenía que despedir a la mujer y quedarme sin guarda precisamente ahora que faltaba menos de una semana para que me fuera durante tres meses?

¿Dónde encontraría otra guarda en esos tres días? ¿Cómo iba a dejar sola una casa que está en medio del campo?

Una vez en la cama me puse a leer "El peregrino secreto", de John Le Carr\ que debía de estar allí, sobre la mesa, desde hacía meses, segura de que embebida en su historia dejaría de pensar en la mía. Era demasiado tarde para llamar a Gerardo. El silencio parecía haber tomado cuerpo y retumbaba como el susurro de las caracolas.

Sonó en el exterior un grito prolongado y me quede inmóvil, sofocada por el espanto. Cuando ya el silencio se había reinstaurado en la casa y yo había destensado los músculos de la espalda que descansaba de nuevo sobre la almohada, un nuevo grito igualmente largo lo rompió. Un búho, una lechuza, ¿qué otra cosa podía chillar de este modo?

Intenté centrarme en la lectura pero no lograba enterarme de lo que leía, así que apagué la luz, dispuesta a dormir. Las escenas del día se repetían en mi mente con tal fuerza que me inquietaba todavía más. La tiniebla de mi habitación se poblaba de imágenes, y el silencio, de ruidos. Más de una vez encendí la luz y volví al piso bajo para asegurar las ventanas. ¿Y si el hombre subía por las terrazas, rompía los cristales y entraba?

Recorrí las habitaciones para comprobar inútilmente que no me había olvidado de cerrar ningúnc postigo. La casa en la oscuridad parecía haber crecido. Daba igual que yo encendiera las luces a medida que pasaba de una habitación a otra: cuando deshacía los pasos y las apagaba, un universo de oscuridad me perseguía, y los gritos de las rapaces nocturnas se ampliaban, las puertas rugían, mis pies rompían el suelo y los ecos de tantos ruidos y sonidos distintos se juntaban en un concierto sin melodía, desafinado e imparable.

En uno de estos viajes entré en la habitación donde mi padre había pasado los últimos años. En el delirio de aquella noche insomne lo vi aún sentado en la silla de ruedas, con las escuálidas rodillas esqueléticas y puntiagudas, marcando los huesos, aguijones bajo la manta, las manos tensas sobre los muslos, el rostro avejentado, raído, arrugado, con bolsas de piel al final de la comisura de los labios que habían dejado el feroz adelgazamiento a que la enfermedad lo había sometido; el escaso cabello canoso, borroso, electrizado casi, haciendo visible la piel manchada, brillante y traslúcida que le cubría el cráneo. Y esos ojos hirientes y malhumorados, testigos de unos jirones de inteligencia nunca del todo desaparecidos tanto más vivos que el cuerpo vencido, crispados y tan tercos que parecían tener por sí mismos la fuerza sobrehumana de levantar, si así lo decidía, los miembros paralizados y, puesto en pie, recuperar la figura amenazante que había exhibido con audacia durante toda su vida.

De ahí el miedo que nunca me había abandonado del todo al pensar en él, de ahí ese temblor al entrar en el cuarto que sentía nacer en la profundidad de mi propio corazón, en el más recóndito pliegue de mi conciencia, en ese oculto y cavernoso lugar donde viven y se mecen en la cósmica oscuridad del ser los terrores infantiles, donde crecen y palpitan y se esconden invencibles, como si dormidos a veces desde la muerte de quien los originó, see desperezaran de vez en cuando para recordarnos que su imperio no había muerto con él.

Volví a la cama todavía caliente, segura de que la memoria de mi padre había sustituido la pesadilla del robo. Y con la esperanza de alejar aquellas dudas y angustias, me rendí a su recuerdo que giraba en mi mente y fuera de ella como un torbellino de igual intensidad.

¿Lo había amado realmente, lo había amado tanto como decía a todos que lo había amado? Nunca me había mostrado cariño, ni cuando era niña, pero sobre todo le guardaba todavía rencor por haberse atribuido durante años sacrificios por mi carrera profesional que no le correspondían, como esa letanía constante que había repetido hasta la saciedad según la cual era él el que me había enviado a estudiar a Estados Unidos cuando en realidad fui yo la que conseguí una beca posdoctoral para el Instituto Salk en La Jolla, California, y lo que de verdad me dolía, lo que aún hoy no le perdonaba es que nunca, ni una sola vez, había reconocido, ni frente a mí ni ante los demás, el mérito de haber obtenido esa beca. Y desde que tuvo aquel ataque de ira que lo dejó paralítico y sin habla podría interpretarse, no sin cierta razón, como una imposición de mi victoria la forma que yo tenía de cuidarlo con tanto esmero y con tan poco cariño. De hecho había sido una victoria mía pero que sólo yo conocía, tan escondida en mi voluntad de comportarme lo mejor posible con él que apenas la disfrutaba. Muchas veces me había sorprendido pensando cómo habría reaccionado siendo niña de haber sabido que aquella torre de autoridad y de trueno yacería un día desmoronada sobre una silla de ruedas a mi merced. Cuando era niña y mi madre, como si se hubiera rendido al tratado de justicia que predicaba el padre, convertida en una flor anodina para siempre, había desaparecido fundida su blancura en la blancura de las sábanas,g ida, deshecha casi, dejando en el último momento la marca violeta de sus profundas ojeras, y de unas palabras que se habían licuado en el tiempo y que pronto se licuarían en el olvido. De tal modo que cuando la evocaba no veía más que esos ojos inmensos, hundidos, morados de dolor y de muerte y no me sentía con ánimo de asociarlos a la mujer siempre vestida de blanco, siempre callada y sonriente que había tenido por madre. Tal vez por esa reacción de mi alma, no había seguido su ejemplo y desde que aquellos ojos violetas pasaron a vivir únicamente en mi entendimiento, había iniciado una lucha soterrada y cruenta contra mi padre, a cuya voluntad me había sometido sólo a la fuerza, que me otorgaba la tenacidad necesaria para resistir, consciente de que no tenía más arma que la de no caer en el desánimo.

Y en lucha se convirtieron cada uno de los momentos en que estaba con él, dictara o no dictara una orden. Callaba, sí, pero no me dejaba vencer, porque mi resistencia consistía precisamente en no aceptar nunca lo que la orden decretara, aun si algunas veces hubiera coincidido con mis deseos.

Pero aquella noche apenas podía evocar el odio que me provocaron sus arrebatos, su ira, su afán justiciero que se había cebado en mí desde que yo tenía uso de razón.

Ni podía recordar cuánto resentimiento me había inculcado frente a todos los hombres por el mero hecho de serlo él, y hasta qué punto había fomentado el odio irracional en respuesta a los olvidos de mis primeros amores. ¡Oh!, ¡cómo se deleitaba en ofrecerme constantes dosis de amargura frente a ellos, frente a mis propias limitaciones, frente al mundo en su totalidad!

No, no había sido una vida de amor la nuestra, era cierto, pero aun así, ¿cómo había podido ser yo tan indiferente a aquella piltrafa humana, que vivía sin poder defenderse de mi indiferencia, y que no tenía más que el brillo de los ojosi para suplicar tal vez un poco de compasión? No sabemos que amamos hasta que desaparece el ser amado.

O mejor dicho, no sentimos la verdadera profundidad del amor hasta que se ha ido, por breve y escaso que haya sido ese amor. Y la conciencia se nos carga entonces de dolor por más que intentamos justificar la actitud que tuvimos con él en vida como una consecuencia normal de su comportamiento, de su prepotencia, de su frialdad, de su despotismo.

No hay consuelo para el reconocimiento de que nunca correspondimos a sus últimas y desesperadas llamadas. ¡Qué fácil nos habría sido una caricia, una delicadeza, una sonrisa que no estuviera teñida de esa bondad insultante de quien cuida al enfermo por responsabilidad pero que no se separa un ápice del papel que ha querido desempeñar! ¡Qué poco me habría costado acariciarle la calva!, pensaba en mi tortura. ¡Qué fácil hacerle un poco menos brutal el aislamiento, la enfermedad, la soledad! Y cuánto mejor me sentiría ahora, resumí con dolor en el pecho, lejos del remordimiento. Pero dando vueltas en la cama, horrorizada por el tiempo que transcurría sin que apareciera ni un bostezo ni la más leve señal de que el sueño me rendiría, reaccioné con furia: pero también es cierto que nunca me dio ni cariño, ni simpatía, ni otra cosa que no fuera severidad, truculencia, brutalidad. Nunca hubo un hombre más hosco, año tras año sin mover un músculo del rostro para sonreír, nunca un destello de complicidad ni de comprensión en la mirada.

No sé las horas que estuve sumergida en aquella amarga vigilia.

Daba vueltas y más vueltas, y apenas podía mantener los ojos cerrados. No lograré dormir, me lamentaba, pero tal vez el cansancio iba invadiendo todo mi cuerpo porque cuando descubrí un hilo de luz del amanecer en las rendijas de la ventana, caí en un sueño lejano y profundo.

Tenía que estar en el juzgado a las doce, pero cuando llegué la funcionaria de la entrada me dijo que tendría que esperar porque el juez se había retrasado aquella mañana. Salí a comprar un periódico y me senté en el vestíbulo.

Debía de llevar una media hora esperando cuando, por el cristal de la puerta de la calle, vi a un hombre que miraba hacia el interior.

Era un hombre alto cuya figura me resultaba familiar. Pasó dos veces ante la puerta, como si paseara muy despacio, y cada vez escudriñaba el interior con disimulo y seguía su camino. Al cabo de un rato lo descubrí apoyado en la pared de enfrente, lo miré con detenimiento, escudada en el cristal que nos separaba, pero no lograba reconocerlo por más que intentaba recordar. De pronto, como si me diera una pista de su identidad, se puso la mano en el bolsillo, tiró de un objeto oscuro, lo desdobló y se lo puso en cabeza. Era el hombre del sombrero negro.

Miraba a su alrededor con prevención. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno, y con el gesto adquirió un aire de mayor normalidad como si, entretenido en aspirar el humo, se hubiera tranquilizado. Me levanté y me acerqué al cristal. Mi figura debió de ser para él entonces más visible. Me vio y en el mismo instante en que me descubrió lanzó lejos el cigarrillo y clavó sus ojos en mí, sin pestañear, con descaro incluso, con esa mirada que nos intimida porque parece decirnos que sabe mucho más de nosotros de lo que imaginamos.

Yo la sostuve, tal vez protegida por el cristal que nos separaba.

La sostuve y descubrí en su rostro lejano una sombra de ironía en el gesto de la boca. Entonces, azorada, la desvié un instante y cuandoc volví a mirar él se había dado la vuelta y desaparecía del segmento que alcanzaba mi vista. Volví al banco, pero no me senté, sino que me quedé de pie. Un espejo en la pared me devolvió la imagen de mi rostro. Era el mío, pero ahora me parecía el rostro de una desconocida. Llevaba el pelo hacia atrás y algunas mechas se habían escapado del elástico que lo recogía, y me caían sobre la frente y a los lados en las sienes, las canas que no me había teñido hacía semanas destacaban con violencia sobre el castaño oscuro que utilizaba desde que había descubierto el primer cabello blanco, hacía ya tantos años que ahora no podría saber a ciencia cierta de qué color lo tenía. Ojos grandes, sí, pero rodeados de arrugas finas que a la luz que entraba por la puerta y que multiplicaba la cristalera eran mucho más profundas y numerosas de lo que yo creía. La piel era todavía tersa y el color vivo, moreno, lo mismo en invierno que en verano, aunque no tomara el sol. ¿Y la expresión? ¿Qué expresión tenía yo? ¿Esa expresión tan sosa que me devolvía ahora mismo el espejo? Nunca había sido fea, pensé. Gerardo incluso me consideraba bella, muy bella, decía mirándome, arrobado, pero ahora yo me encontraba horrible. Con la mano me arreglé el pelo en un intento de remediar lo inevitable, las mechas volvían a caer sobre la frente y yo recuperaba ese aire un poco descuidado de siempre que tanto había odiado Samuel, mi marido. ¿No podrías ir a la peluquería como todo el mundo, al menos una vez por semana y no andar constantemente recogiéndote el pelo?

Me senté en el banco, con la imagen de mi rostro persiguiéndome.

Yo no me sentía una persona mayor.

¿Tenía el aspecto de una señora mayor? ¿Tan mayor como esas señoras que van de dos en dos al café o al cine, peinadas de la misma manera, teñidas de rubio ceniza para disimular, como yo, sus canas?

Yo era alta y seguía estando del-e gada, tenía buena salud y andaba ligera, tal vez eso me hacía parecer más joven. ¿Cuántos años me echaría la gente? ¡Qué difícil es adivinar cómo te ven los demás!

¿Cuántos le echaría yo a Adelita si no la conociera, si ella no me hubiera dicho que tenía treinta y dos? Y como si su rostro surgiera de los telones superpuestos que formaban mi entorno en aquel momento, el hombre del sombrero sonreía tan real como lo acababa de ver tras los cristales, ¿cuántos años tendría?, ¿cuántos pensaría él que tengo yo?

Adelita todavía tardó más de un cuarto de hora en aparecer. Llegó en un furgón del que descendió con dos guardias civiles, uno a cada lado. Pero como el coche había aparcado enfrente de la puerta del juzgado, no tuvo que andar por la calle, sino únicamente atravesar la estrecha acera y entrar. Venía llorando quedamente, vencida y humillada. Al verme se abalanzó sobre mí, sollozando desconsolada.

Me miraba con sus ojos anegados y pedía perdón amarrándome las manos y besándolas.

"Perdóneme, señora, perdóneme, aunque no tenga perdón. Sé que no tengo perdón, pero perdóneme." Yo no sabía qué hacer, ni qué decir. Me sentía incómoda aunque en el vestíbulo no había más que la funcionaria que controlaba la puerta y los dos guardias civiles que habían venido con ella. No me gustaba la escena, pero menos aún me gustaba que me tocara y me sobara las manos en un intento de hacerse perdonar. Aun así, sentí por ella una pena intensa. Por suerte, los guardias que la custodiaban la arrastraron al interior del edificio.

Me quedé de nuevo sentada en el banco de la entrada. Esperando.

"¿Qué espero? ¿Por qué he venido?" De pronto me di cuenta de que lo que tendría que haber hechog era decirle a Adelita, ayer o hace un instante, que estaba despedida y luego irme. Claro, ¿quién iba a tener en casa a una persona que robaba? Y en mi caso peor aún, porque ella quedaba dueña y señora de todo lo que contenía la vivienda y la finca durante semanas, incluso meses. No es que hubiera cosas de valor, pero todo me parecería inseguro en sus manos ahora y más aún me lo parecería cuando desde Madrid pensara en ella y en el funcionamiento de la casa. ¡Oh! ¡Qué lío!, buscar guarda, volver a la policía para intentar recuperar la joya, y todo esto en menos de una semana, que es lo que me quedaba antes de reincorporarme al trabajo.

De ningún modo podía retrasarme.

¿Qué podía hacer?

Por la cristalera de la calle entraba el sol, que alargaba la sombra de los batientes sobre el suelo de baldosas. Un sol de invierno claro y luminoso que daba cuenta del frío gélido de la mañana. Me levanté y me acerqué a la puerta. Y allí estaba otra vez el hombre del sombrero negro. Apoyado en la pared como lo había visto antes, pero más alejado del juzgado. Acerqué la cara al cristal para poder verlo mejor. Él, como si hubiera sabido que alguien lo espiaba, levantó la vista, me vio y sostuvo la mirada, sin dejar de manipular un papel o un cartón que doblaba y doblaba sobre sí mismo.

Había cierto descaro en aquella cabeza un poco ladeada. ¿Sonreía o era una débil mueca para defenderse del sol que, al levantar la vista, le hería los ojos que no alcanzaba a cubrir el ala del sombrero? La mirada seguía fija en la mía y la expresión de la cara, fuera o no fuera una sonrisa, inmóvil. Azorada, me retiré de la puerta y volví al banco. Quería pensar en lo que tenía que hacer pero era incapaz de concentrarme. Ni en mis problemas, ni en mis decisiones, ni en lo correcto de mi proceder. Al poco rato me levanté otra vez y con cautela fui acercándome a la puerta,i y antes de llegar a la cristalera alargué la cabeza y miré. La retiré en seguida porque el hombre permanecía allí con la mirada fija hacia donde yo estaba, como antes, como si hubiera tenido desde el principio la seguridad de que yo volvería a mirar.

No había tenido tiempo de sentarme cuando de la puerta del fondo salieron Adelita y los dos guardias. Los seguían una funcionaria que yo había visto entrar en la sala sosteniendo una gruesa carpeta y un tipo joven, con bigote muy negro y una cartera en la mano.

Ella, más serena pero con la cara abotargada, y un pañuelo hecho una bola en la mano derecha, vino hacia mí con actitud respetuosa, casi humilde. La siguieron los demás, como un coro, y la funcionaria se dirigió a mí como si me conociera, o como si Adelita ya le hubiera dicho quién era yo, y me presentó al abogado de oficio, el señor Ruipérez. ¿Qué hago yo aquí?, me pregunté otra vez. ¿Qué se me ha perdido en la historia de esta mujer? Ni que yo fuera su madre. Si fuera sensata, huiría y no la vería nunca más. Me estoy cargando de responsabilidad en un caso en el que, además, soy la perjudicada.

Sí, si fuera sensata, me iría.

Pero no lo hice, sino que escuché atentamente lo que me decía la funcionaria del juzgado. Que ya se le comunicaría el día del juicio, que podía irse a casa pero no podía salir del país, que… Mientras me hablaba no separaba la vista de mis ojos, esperando mi reacción. Pero yo no dije nada. Y cuando acabó, y tanto ella como el abogado me dieron la mano al irse, tuve la sensación de que la dejaban no sólo bajo mi amparo, sino además bajo mi responsabilidad. Fue en aquel momento cuando se abrió la puerta cristalera y entró el marido. Se había afeitado y llevaba ropa limpia.

Tenía otro aspecto. Se quedó inmóvil en el quicio de la puerta, mirándome primero a mí, después a su mujer, a todas luces sin sabera qué decir ni qué hacer. Me saludó vagamente con un gesto pero no tenía ojos más que para Adelita.

Ella se le acercó, le susurró algo que no comprendí y le tomó la mano.

Él la miró con tanta ternura y tal inquietud que sentí pena por él cuando, desprendiéndose de su mano, su mujer lo dejó y volvió hacia donde yo estaba.

"¿Puedo ir con usted a casa?", me preguntó.

"Sí, claro", respondí. "Pero, ¿y su marido?" Me miró a los ojos con esa mirada transparente y límpida tan convincente y dijo: "Él tiene que quedarse aquí para arreglar unos papeles del paro." Había recuperado el aplomo y nadie habría dicho que nos encontrábamos en un juzgado donde se la había acusado de robo.

"Pero si es más de la una y está todo cerrado", le dije.

No se arredró y sin bajar la vista contestó: "Los ha dejado en casa de un compañero que ha trabajado con él en la última obra. Pero mañana, bueno, pasado mañana tiene que tenerlos, los van a presentar los dos juntos. Es él quien rellena los impresos, ya sabe, hay gente que apenas sabe leer y escribir." Así que salimos a la calle y vimos al marido que se iba en otra dirección. El hombre del sombrero negro había desaparecido, pero cuando tras caminar unos cuantos metros nos metimos en el coche, lo vi por el cristal retrovisor frente a la tienda de periódicos. Y cuando me disponía a arrancar, Adelita me detuvo con la mano: "Perdone, señora, perdone, ¿le importa que vaya un momento a la panadería? No hay pan ni en su casa ni en la mía." A punto estuve de gritarle: ¡Déjese de pan!, ¡vamos!, pero no lo hice, mucho más interesada en el hombre del sombrero negro que tenía a mis espaldas y que según había visto por el espejo acababa de entrar en una tienda. Adelita bajóc del coche y seguí sus pasitos menudos y rápidos en dirección a la panadería.

Pasaron varios minutos y, cuando ya había decidido ir a buscarla, la vi salir pero no de la panadería, sino de la tienda de periódicos en la acera de enfrente. Iba cargada con el pan envuelto en papel de seda y, presurosa, llegó hasta el coche, abrió la puerta y entró.

"Disculpe, señora, me han hecho esperar mucho, la panadería estaba muy llena porque hoy es Nochevieja y mañana no abren. El que no lo compre hoy se ha quedado sin pan.

Es lo que pasa." "Pero yo la he visto entrar en la tienda de enfrente, Adelita.

¿Dónde iba usted?" "He visto a mi marido comprando tabaco y he entrado un momento.

¿No le importa, ¿verdad? Está tan hundido con todo esto." Había dicho "todo esto" como si se tratara de un cataclismo que nos hubiera enviado la naturaleza, algo ajeno a nosotros y, por supuesto, a ella.

Y a mí, debo reconocerlo, también me lo pareció. Sí, no cabía la menor duda, no era más que un simple asunto de mala suerte.

Entretanto puse el coche en marcha. Ella parecía tranquila, tal vez por este diálogo que había alejado de nosotras el robo de cuyas consecuencias no tendríamos más remedio que hablar en un momento u otro. Yo conducía despacio, las dos en silencio. Ante mí, la carretera era un camino inacabable bajo el tibio sol invernal, cuanto más despacio fuera, pensé, más tardaría en llegar, más lejos quedaría la conversación, la decisión. Pero aun sin querer pensar en ello, me di cuenta de pronto de que había dejado que las cosas fueran demasiado lejos. Tendría que haberle dicho que no volviera cuando ayer estuve en el cuartel de la Guardia Civil, y no convertirme en su cómplice engañando al marido. Al contrario, tendría que haberme enfrentado a él, un pobre desgraciado, ale fin y al cabo, que tal vez ni siquiera estaba borracho y que bien pudiera ser que tuviera el cuchillo en la mano porque había salido de la casa con él al oír el coche mientras acababa de comer la naranja o el queso. Así comían los pastores de tierra adentro, cortaban un pedazo con la navaja y con ella lo acompañaban a la boca. Eso es lo que era, en mi angustia y con la oscuridad de la linterna había tomado su navaja por un arma, y sus preguntas por una amenaza. Pero ¿por qué había salido con la linterna? ¿Por qué no había encendido la luz? Me estaba entreteniendo en lo que había ocurrido ayer para no pensar en la realidad de hoy.

Volví a ella. Sí, tendría que haberme quedado en casa esta mañana y ahora no estaría en el coche con Adelita a mi lado, compungida y serena, pero segura de que está ganando la partida. Pero ¿qué partida? ¿Es que ella piensa que podrá quedarse? Los pensamientos zigzagueaban por mi mente sin descanso, suplantándose unos a otros como seres ocultos dispuestos a discutir y a desmentirse.

Fue en un semáforo que acababan de instalar, dos o tres kilómetros antes de que tomáramos el camino para ir a casa, cuando habló. Al principio, entretenida en tejer y destejer lo que podría haber hecho o lo que tendría que haber hecho, no me di cuenta de qué me hablaba.

Sólo cuando me tomó con sus manitas el brazo que cogía el volante fui consciente de su agobio: "Señora, por favor, escúcheme, por favor. Se lo ruego." Hasta tal punto estaba ausente y sus palabras me habían cogido por sorpresa que, un poco alterada, arrimé el coche al arcén de la carretera, apagué el contacto, dispuesta a decir lo que tenía que decir que, a fin de cuentas, pensé, todavía no sabía lo que era, pero con la vaga convicción de que con la conversación se haría de una vez la luz en mi mente y decidiría lo mejor.g "Señora, se lo ruego, tenga compasión de mí", y estalló en sollozos.

Se cubría la cara con sus manitas de uñas cuadradas y chatas que, aunque de dedos cortos, le tapaban completamente el rostro.

Los ricitos de su cabeza, como una corona, eran opacos, vidriosos, casi grasientos me parecieron entonces, y recuerdo que pensé que no debía de haber podido lavarse el pelo como hacía casi cada día cuando estaba en casa, porque en el cuartelillo no habría tenido un cuarto de baño ni una ducha.

Le alargué un pañuelo de papel, y como sus lamentos no le dejaban oír mis palabras, le toqué una de las manos como si llamara a la puerta y ella, como si la abriera, las separó y dejó a la vista la cara mojada y rojiza y unos ojos que me miraban entre sorprendidos y temerosos.

"Tenga, Adelita, tenga el pañuelo y cálmese. La escucho, de verdad. Dígame lo que tenga que decir y acabemos pronto." "Claro", dijo con tristeza.

"Claro, acabemos pronto. Para usted todo es muy fácil, usted siempre ha tenido suerte, suerte hasta por haber nacido. Yo lo he tenido todo en contra, todo, también desde que nací, soy baja, soy fea, no tengo educación, no tengo dinero", y se reanudaron los sollozos ante el panorama que mostraba de sí misma, hasta el punto de que se ahogaba con ellos y apenas podía continuar.

Era una faceta nueva en ella, siempre tan orgullosa de su persona.

"Adelita, cálmese, de verdad." No sabía qué decirle. "Es bajita, es cierto, pero no es fea, no diga eso, cálmese, lo peor ya ha pasado." "…y ahora soy yo la que tengo que hablar, y usted no tiene más que escucharme. Pero para mí…" Volvió a cubrirse la cara y después de unos cuantos gemidos continuó: "Yo soy una desgraciada, se-i ñora, soy una desgraciada. Yo no quería hacerlo, pero no tenía más remedio, mi marido hace más de tres años que no trabaja." "¿Pero no tenía un trabajo fijo?", pregunté, aliviada por hablar de cuestiones más concretas.

"Lo perdió", y de nuevo me miraba sin pestañear, "lo perdió hace tiempo, era un trabajo con un contrato de un año que no se lo renovaron, luego encontró otro de tres meses y ahora ya está otra vez en el paro. Usted no sabe lo que es tener un hombre en el paro y tres hijos", el llanto otra vez arreciando y el pañuelo hecho una bola restregándose los ojos. "Un hombre enfermo, además." "Pero si necesitaba dinero, ¿por qué no me lo pidió?" "No quería molestarla", y dejó de llorar para fijar en los míos sus ojos amarillos, casi dorados con el prisma de las lágrimas. "No quería molestarla, usted es para mí", no dejaba de mirarme, "¿cómo le diría?, usted es el ángel de mi…" "Bueno, bueno, Adelita. No es de esto de lo que tenemos que hablar." "Se lo digo de verdad", insistió, "usted es para mí la oportunidad de ser algo en la vida." No pude contenerme: "¿Yo? ¿Por qué yo?" "Porque usted me ha tratado…" De nuevo la interrumpí: "De acuerdo, de acuerdo, comprendo que esté agradecida, yo también lo estaba, pero ¿es así cómo me paga su agradecimiento? ¿Robándome?" Volvió a llorar: "Por favor, señora, no diga eso." "¿Cómo que no diga eso?" Y sin hacer caso de su llanto que se había desbordado otra vez, ni de las lágrimas que le corrían bajo las manos, ni de las veces que se sonó con estruendo y se secó, ni de sus ruidos guturales y nasales, continué: "Me roba una sortija, la vende, me niega que lo haya hecho, mea hace ir a la policía de Gerona, me hace hablar cien veces con el comisario o el comandante o el sargento, ¡yo qué sé! Y ahora me dice que no le diga que me ha robado. ¿Qué ha hecho, pues, sino robarme?" Me había enfurecido, me parecía injusto que no reconociera su culpa, esto es lo que me decía para justificar mi alteración, pero sabía que lo que más me enojaba era haber caído en una trampa, haber hablado, tenerle y demostrarle pena, casi complicidad, y encontrarme ahora en una situación que podía volverse en mi contra o de la que por lo menos no sabría cómo salir.

Porque ella pensaría, "ni siquiera me deja hablar, todo ha de ser como dice ella, no le importan los motivos por los que lo he hecho, no me deja ni explicarlos". Y al mismo tiempo otra voz me rebatía, "pero ¿qué más te dan a ti sus motivos?, ¿por qué tienes tú que saberlos?, ¿es que quieres saberlos? ¿Qué te importa esta mujer por buena relación que hayáis tenido durante todos estos años? Te has portado bien con ella, ¿no? No tiene queja, ella misma lo ha dicho." Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta de forma tan clara y precisa, como si el pensamiento hubiera tomado el cuerpo de una aparición, que nunca le había demostrado más que agradecimiento, incluso admiración por su eficacia, nunca otra cosa, nunca afecto. De hecho, ¿le tenía afecto?, ¿se lo había tenido alguna vez?

Esta reflexión me dejó pasmada.

Y mientras ella lloraba amargamente mi incomprensión, arranqué de nuevo el coche con prisa ahora por llegar a casa y acabar con una escena que me había alterado y me había dejado una extraña y dolorosa sensación de inseguridad e intranquilidad. Necesito distanciarme del problema, quiero alejarme de todo esto, decidí. Pero no había pasado un kilómetro cuando ella, todavía gimiendo y suspirando y secándose las lágrimas con esac fuerza inusitada que siempre le dejaba los párpados enrojecidos, dijo, gritó casi, como para estar segura de que ni el ruido del motor ni mi propia ausencia podrían evitar que la oyera: "Detenga otra vez el coche, por favor, aún no he empezado a hablar." Con un frenazo que por poco nos estampa contra el cristal, lo detuve de nuevo en el arcén sin preocuparme por la hilera de coches que me seguía. Debe de ser la una y media, pensé, todos se van a comer.

Y me parecía que aquel paisaje cubierto de escarcha de las ocho de la mañana cuando me asomé a la ventana, poco antes de salir para el juzgado, pertenecía a un mundo lejano que ya no volvería. Entonces estaba aún a tiempo, pensé, ahora en cambio… ¿A tiempo de qué?

¡Dios Santo!, que acabe pronto esta historia. La voz me salió mucho más irritada de lo que en realidad estaba: "Está bien, dígame lo que tenga que decirme y acabemos de una vez." Y al mismo tiempo pensaba, ya has vuelto a equivocarte, qué más te da lo que tenga que decirte. Dile que se vaya, acaba con todo esto, con ella, con sus llantos, con sus robos, acaba con todo de una vez.

Pero ya la estaba escuchando, y no habían pasado cinco minutos aún cuando mirándola como si nunca la hubiera visto, fascinada por lo que me estaba contando, descubrí ese destello difícil de calificar que tanto me había llamado la atención cuando la había conocido, cuatro años antes. Parecía otra persona.

Hablaba ahora con calma, y su rostro se había cubierto con un tinte de dulzura que casi nunca le había visto. Dulzura, humildad, y comprensión consigo misma, con sus fallos, decía, y con el mundo entero, ese lugar lleno de gentes que sufren, que viven como pueden luchando por subsistir, por llevar una vida mejor que la que les ha tocado en suerte al nacer y más digna también, un lugar desconocidoe por los ricos, los famosos, los que salen en los periódicos…

"También los pobres salen en los periódicos", la interrumpí.

No hizo caso de mis palabras.

"…de los que mandan y de los que cuentan, de los que además de ricos son guapos, inteligentes, de los que no tienen problemas para encontrar trabajo, de los que compran en sus tiendas objetos más caros y mucho más bellos que los que nosotros encontramos en las nuestras. Un lugar que está por debajo del mundo de esos famosos, esos ricos, y de todos los que los rodean, un lugar que no se ve pero que ellos aprovechan aunque renieguen de él. Ellos hacen las leyes, detienen a los que no las cumplen y los juzgan, pero no saben lo que hacen ni por qué lo hacen, no entienden nada porque, de hecho, no saben nada. Nuestro mundo es un mundo distinto que se rige por normas muy alejadas de la realidad de ustedes. Yo pertenezco a este mundo y usted ha nacido en el de más arriba, en el que se ve, lo sé porque he vivido en su casa desde hace casi cinco años y veo la diferencia que hay con la mía, entre la vida de usted y la de los míos y, por más que yo le contara, usted nunca sabría lo que nos ocurre ni por qué actuamos como actuamos, ni por qué nos queremos y nos odiamos, ni qué nos lleva a transgredir las leyes que ustedes hacen, porque usted lo mira con sus ojos, que no tienen la capacidad de ver más allá de lo que se lee en los periódicos, de lo que deciden los políticos, los economistas, los empresarios, los que mandan. ¿Ha pensado alguna vez de qué vivimos los que no podemos vivir del dinero? También nosotros tenemos derecho a cantar nuestra canción. ¿Se acuerda de lo que decía siempre su padre?" ¡Qué bien se expresa!, pensé.

¿De dónde habrá sacado esta teoría? ¿No pertenecerá a un partido político, a un sindicato o algo así? ¿O a una secta?

Continuaba:g "Yo no se lo voy a explicar porque usted, que es profesora, tendría que saberlo, y si no lo sabe no serviría de mucho lo que yo le dijera. Pero sí quiero que me oiga ahora, déjeme hablar, déjeme que le cuente." Volvía a llorar, había desaparecido aquella pátina de candor que había descubierto un momento antes, y con ella la lógica del discurso se había desvanecido.

Volvía a ser la Adelita tan amiga de hablar de sí misma, tan abocada a representar toda clase de escenas.

Desconcertada aún por esos cambios, le dije: "Hable, pues. La escucho." Y habló. Pero lo que tenía que decirme no respondía a las expectativas que había creado ni estaba a la altura de la teoría de los dos mundos que a mí, tengo que confesarlo, me dio que pensar, aunque me parecía exagerado que no nos enteráramos de lo que ocurría en el de ellos. Pero me sorprendió cuando, tras enumerar de nuevo las dificultades con que se encontraba en su propia casa, con esos chicos que apenas trabajaban, con un marido en el paro y con sus deseos de llevar una vida mejor, se quitó la chaqueta, se levantó el jersey y me mostró unos grandes moratones al lado izquierdo de su inmenso tórax que me dejaron pasmada.

"¿Cómo se lo ha hecho, Adelita? ¿Qué le ha pasado?" Y tras la lente de sus lágrimas que fluían ahora suavemente de los ojos irritados, fijos en los míos, dijo: "Es mi marido, señora, es mi marido, que me ha pegado." "Pero ¿cuándo?" "Fue hace un par de días. No porque sea mala persona, sino porque llegó borracho, y cuando bebe no sabe cómo se pone." "Pero sus hijos son ya mayores, ¿no la defendieron?" "Mis hijos no estaban, señora y yo aguanté sola todos los golpes." Lo que faltaba.

Habíamos llegado al camino que parte de la carretera y asciende por el valle hasta llegar a la casa. Aquel paisaje de invierno me pareció entonces suave y sedante, con sus encinas y los campos recién abonados, con los chopos altivos sin hojas que se arremolinaban en el torrente, con la columna de humo del montón de abrojos que ardían con lentitud frente a la primera masía, con los almendros junto al camino y la tierra oscura por las lluvias del invierno y con las escasas nubes suspendidas en el cielo como un decorado. Al paisaje le da igual lo que ocurra, el paisaje sigue en pie hasta que lo destruye la mano del hombre, pero, si escapa a ella, permanece impávido frente a nuestras angustias y dolores, él y su inmutable devenir. Incluso la muerte le es indiferente. Podría morir yo ahora mismo y el paisaje no se inmutaría, ni un leve temblor en las hojas de los árboles, ni una nota falsa en el trino de los vencejos, ni un sobresalto en el dulce movimiento de las nubes.

Al salir del coche, Adelita me siguió con su pan envuelto en papel de seda tostado y entró conmigo en la casa. Yo me senté en el salón, inquieta, pensando en cómo se iba a desarrollar la siguiente escena, porque de hecho todavía no habíamos hablado de la cuestión más que dando rodeos, es decir, no habíamos mencionado el despido. Yo tenía que despedirla, era evidente. No iba a tener en mi casa a una persona que había abierto la caja y se había llevado una sortija. Y tenía que decírselo. Pero al mismo tiempo tendría que ir al pueblo y comenzar a buscar una nueva guarda que se quedara en la casa. No podía cerrarla sin más y dejarla sola de noche. En los últimos tiempos se habían producido infinidad de robos en las casas de los alrededores, sobre todo en las que, como la mía, estaban apartadas y lejos de los pueblos. Además, tendría que ir a Gerona para que la policía me diera la dirección del joyero y vera si recuperaba la joya, o ir a un abogado que lo hiciera en mi nombre. Y al cabo de dos días tendría que comenzar a pensar en irme.

Aquella noche era la última del año. Mañana sería el primer día de otro que llamamos nuevo. Dios mío, primero de año y yo casi sin enterarme, y las clases a punto de comenzar. Tres, cuatro meses, lejos de casa y con este panorama. Claro que podría organizarme para volver algún fin de semana aunque sólo fuera para ver qué ocurría, pero aun así…

Apareció al poco Adelita con una taza de té, la dejó sobre la mesa junto a mí, y ella se quedó de pie, esperando. Y como yo durante un buen rato no hice otra cosa que tomar sorbitos de té, abstraída en lo mío, fue ella la que una vez más tomó la palabra: "Si me dice que me vaya, lo comprenderé", dijo, "haré lo que usted diga, señora, pero quiero que sepa que yo no soy una ladrona, he tenido un mal momento, muy malo, ya lo sé, pero no soy una ladrona, y usted lo sabe, señora, llevo cinco años en la casa, bueno, cinco años hará en el mes de julio, y nunca le ha faltado nada." Se detuvo mientras yo la miraba por encima de la taza, esperando a que continuara pero sin apartar sus ojos de los míos, callada. Así que hablé yo.

"Bueno, Adelita, ¿qué me propone?" Yo había oído mi voz pero no me parecía que fuera yo la que había hablado, porque yo lo que quería era despedirla. ¿O no? O ¿tal vez ahora podía quedarse porque habiendo robado una vez y visto lo que había ocurrido ya no volvería a hacerlo? Me acordé de pronto, como si un rayo de luz cruzara mi mente, del día en que había invitado a Gerardo por primera vez a cenar y el pescado había salido mal. No es que estuviera podrido ni que oliera, pero sí que había quedado desmenuzado una vez salido del horno y apenas tenía sabor. Lo dejamos en el plato, él sonriente, yo avergon-c zada. "Nunca más le compraré pescado a esta mujer", dije, indignada, "nunca más." Él puso una mano sobre la mía con ese tono entre irónico y protector que utilizan los hombres al principio de una relación: "Pues harás muy mal", dijo, "mejor volver con el pescado al puesto del mercado donde lo compraste, y enseñárselo. Te pedirán mil disculpas, te darán otro y nunca más te volverán a engañar. Así es como funcionan las cosas." Y así fue. Desde entonces me había servido siempre el mejor pescado y el más fresco del mercado. Tal vez el truco sirviera también para Adelita. Siempre que dejara cerrada la caja, por supuesto. Y ¿si se llevaba un cuadro? ¿Qué haría con un cuadro? ¿Cómo podía saber ella dónde se compra la pintura contemporánea, como la mayoría de los que yo tenía? No, no se llevará nada ahora, estoy segura, es más, creo que tenerla aquí es una garantía contra el robo. Y, además, es cierto que la pobre bien merece otra oportunidad.

Adelita lloraba quedamente, sin suspiros ni hipos. Dos goterones le caían por las mejillas. La expresión de dolor se le había inmovilizado en la cara, me miraba fijamente con los ojos anegados y seguía de pie sin balancear el cuerpo ni cambiar el peso de una pierna a otra. Impertérrita y sumisa.

"Dígame, Adelita, ¿cuánto le dieron por la sortija?" "Ciento setenta y cinco mil pesetas", dijo en un susurro.

Una oleada de indignación me levantó de golpe del sillón.

"¿Ciento setenta y cinco mil pesetas por una sortija que hace veinte años costó un millón?… La engañaron, Adelita. La engañaron miserablemente, así que somos dos las engañadas." "¿Qué iba a saber yo? Ni siquiera sabía que esa joya valía tanto. Yo no entiendo de joyas, señora, yo nunca las he tenido." Y comenzó de nuevo a sollozar.

No puedo, pensé, no puedo aguantar todo esto ni un minuto más. Creo que fue éste el motivo por el que, sin darle más vueltas, acuciada por las ganas de acabar de una vez, me acerqué a ella, le puse las manos en los hombros y le dije: "Adelita, yo no quiero que se vaya, quiero creer que es cierto que es la primera vez…" "Se lo juro por mis hijos y por mi padre, que en paz descanse." No lloraba ya, me miraba de esa forma entre altiva y justiciera que tenía de mirar y se persignaba y se besaba el pulgar una y otra vez.

"Déjese de tonterías, Adelita, vayamos al grano, que ya no puedo más", casi grité. "No se irá pero ha de prometerme que nunca más me dirá una mentira, y que, si le ocurre algo, o necesita dinero, recurrirá a mí, no a mis cosas. Además, quiero saber ahora mismo la dirección del joyero. La escucho." Al principio dudaba, pero no me costó convencerla: "¿No se da cuenta de que la han estafado? Le han tomado el pelo, se han quedado con la joya y a usted le han dado unas migajas y ahora es usted la que carga con la culpa. ¿No se da cuenta?" "Tal vez sí", dijo, compungida, "yo de estas cosas no entiendo, yo cogí lo que me dieron, porque no sé el valor de las joyas." "Pues déme el nombre del joyero y la dirección", esta vez mi voz era firme y surtió efecto.

La suya, en cambio, era un mero susurro, cuando dijo: "Joyería Reina, paseo de la Constitución, 27", que yo anoté de cualquier modo en mi agenda. Y en seguida me dejé caer, exhausta, mejor dicho derrotada, pero en el fondo apaciguada porque todo se había simplificado en un instante.

Ella se arrodilló junto a mí y me tomó la mano. Yo me dejé hacer, convencida de que no podría evitarlo y procuré no oír las alabanzas y los agradecimientos que salían atropelladamente de su boca. Y cuando me pareció que comenzaba ag repetir el discurso por cuarta vez, la interrumpí: "Bueno, ya está bien. Ahora usted a lo suyo y yo a lo mío." No había acabado aún cuando sonó el teléfono. Sería Gerardo.

Me levanté, salí del salón y me precipité a la consola de la entrada.

"¡Diga!", grité.

"¿Dorotea?" "Aquí no hay ninguna Dorotea, dejen de incordiar con tanta Dorotea. Aquí no hay ninguna Dorotea, éste no es su teléfono" y colgué.

Adelita, detrás de mí, se hizo eco de mi indignación: "¡Es que ya no se puede tolerar!" Fruncía los labios y echaba el mentón para adentro. "Se lo dije al sargento ayer, tendrían que hacer algo para evitarlo porque no podemos estar todo el día con Dorotea no está aquí, aquí no hay ninguna Dorotea." Por la desenvoltura con que soltó la parrafada me di cuenta de que había dejado de torturarse, como si todo hubiera pasado, y mientras subía a mi habitación oyéndola murmurar todavía sobre Dorotea, y después, cuando me asomé a la ventana y la abrí para que entrara el sol de invierno, y más tarde, aún sentada sin saber qué hacer, me pareció que tenía razón, que la historia del robo, mis dudas, el viaje al juzgado y nuestra intermitente e inacabable conversación no sólo eran cosa del pasado sino que, bien mirado, se diría que ni siquiera habían ocurrido. ¡Qué descanso! Sí, qué descanso, pero también tras el sosiego y la paz que sucede a la solución de un problema, esa inquietud de origen desconocido que asoma al comparar lo que hemos hecho con lo que querríamos haber hecho, y la amarga conciencia de que no somos más que un soplo, una invención, casi una patraña o, mejor aún, una marioneta en manos de fuerzas ocultas que viven en nuestro interior y mueven nuestros brazos y nuestras manos al margen de nuestra voluntad. Quizá fuera ésta la razón por la que me resistía aún a hablar con Gerardo, como si me sintiera culpable y no tuviera demasiados argumentos para justificar mi conducta. Aun así, un poco antes de la hora de la comida, lo llamé: "Pero ¿estás loca? ¡Cómo se te ocurre quedarte con esta mujer después de toda la historia que me has contado! Te vaciará la casa cuando no estés." "No seas exagerado", repetí parapetándome ofendida en mi postura, "no la ha vaciado en todos estos años, no lo va a hacer ahora, después de lo que ha pasado. No es una ladrona, es una buena persona, ha tenido un mal momento, esto es todo. Todos tenemos un mal momento." Gerardo estaba furioso: "Has actuado como una criatura, una niña pequeña que se deja convencer con cuatro palabras. Nadie diría que eres profesora en la universidad ni que tienes los años que tienes." "Cuarenta y siete. Cuarenta y siete he cumplido hace dos meses, cuarenta y siete, ¿y qué?". Todo me parecía un ataque.

Él no veía más que desastres, yo me negaba a abandonar mi punto de vista por más que me decía que no le faltaba razón. Pero no quise ceder. En vano intentó convencerme, yo me había hecho fuerte tras mis argumentos y ni quería ni sabía cómo pasarme a su bando. Además, estaba muy alterado. Nunca nos habíamos peleado desde que estábamos juntos. No es que viviéramos juntos, lo cierto es que nos veíamos poco, aunque siempre estábamos en contacto. Yo vivía en Madrid.

A veces él, que vivía en Barcelona, iba a buscarme al acabar el semestre y hacíamos un viaje o iba a pasar unos días conmigo a mi casa cuando podía dejar su oficina de contratas, aunque la mayor parte del tiempo que teníamos libre yo me instalaba en su casa de Barcelona, la ciudad donde yo había vividoa antes de irme a estudiar al extranjero. A mí, la solución me parecía perfecta y bastante definitiva, pero él la consideraba provisional.

Ojalá me hubiera ido esta vez a la ciudad con él, ojalá no me hubiera enterado del robo de la sortija.

Nunca miraba el joyero, ¿por qué había tenido que hacerlo esta vez?

Todo habría sido mucho más fácil, no pude evitar pensar, confundida y dolida, por el golpe del teléfono.

¿Había sido yo la que había colgado o había sido él?

Al día siguiente, me fui a Toldrá en busca de un abogado.

Podría haber ido a ver a Félix Baltasar, el abogado de mi padre en Barcelona, pero me pareció más adecuado encontrar a uno de la zona. Fui a la empresa de Vallas Metálicas Palau, donde me conocían, y me informé. Me dieron la dirección y el teléfono de un abogado, Pérez Montgui9, "de toda confianza" me dijo el señor Palau, "aunque hace poco que lo conocemos porque acaba de abrir su bufete, pero ya tiene muchos clientes y todo el mundo está contento. Dígale que va de mi parte".

Llamé y me concedió una entrevista aquella misma mañana, "ahora mismo, si puede ser, porque tengo que ir después al juzgado", me dijo por teléfono.

Toldrá es una población pequeña fuera del circuito habitual de los turistas, que cuando las playas eran tierra entre los piratas del mar y la población, había sido importante por sus mercados de ganado, que todavía conservaba. Si bien había perdido su lugar preeminente en la región, había sabido preservarse con dignidad. Había crecido en torno a un centro vetusto y un tanto sombrío y en sus alrededores, como una corona de progreso, se habían construido hileras de casitas adosadas que se encaramaban por las lomas cercanas y hacían las delicias de sus habitantes. Igual que las había hecho, tres décadas atrás, aquel rascacielos plagado de terrazas diminutas con la apariencia de un inmenso panal de miel, que un banco había construido dejando al altivo campanario de la iglesia en inferioridad de condiciones.

El abogado Pérez Montgui9 tenía su bufete en la calle principal, una calle porticada que había construido un indiano a principios del siglo Xx. Era un piso oscuro y frío, y en la entrada me recibió una secretaria que trabajaba a la luz de un flexo. "La están esperando", dijo.

Durante un cuarto de hora expliqué a ese caballero pulcramente vestido con traje oscuro y una corbata de minúsculos lunares blancos, ondulada por una aguja de oro, la historia que quería que defendiera.

Tenía ojitos de búho, y cuando hablaba para pedirme detalles, sus labios, escondidos tras un bigote negro, apenas se movían. Llevaba el pelo planchado sobre la cabeza como si lo hubiera untado con aceite y al ponerse a tomar notas me di cuenta de que llevaba gemelos de oro a juego con la sortija, el reloj y una pulsera también de oro en la otra mano. Apenas me miraba, ni siquiera cuando yo respondía a sus preguntas, escribía lo que yo decía y se quedaba quieto esperando a que continuara. Una vez le hube contado la historia completa, le di el teléfono del sargento, la dirección de la comisaría de Gerona, le comuniqué que al día siguiente pensaba ausentarme, le dejé el teléfono y el fax de la universidad y mi móvil, aunque apenas lo utilizaba, y el de mi departamento. Y un sobre con la exigua documentación del caso, que comprendía entre otros papeles la copia de la denuncia, la citación del juzgado y un texto que yo misma había redactado contando los pormenores del caso por si se le olvidaba alguna cosa.

"De todos modos, tal vez usted tenga acceso a la comisaría de Gerona, es allí donde me dijo el teniente de la Guardia Civil que enviarían la documentación, porque el caso se llevaría desde allí." Y al ver que nada añadía fui yo la que le pregunté: "¿Podremos recuperar la sortija?" "No puedo decirle nada en este momento, antes de hacer una serie de gestiones, pero ya le anticipo que lo más probable es que el joyero, amparado por la ley, haya partido el brillante en varias piezas y las haya vendido. En cualquier caso, déjeme hacer." "Lo que quiero es que haga valer mis derechos en la policía.

Ellos tendrían que haberme avisado, tendrían que haberlo intentado por lo menos. Quiero saber por qué no lo han hecho." "Sí, claro, tiene usted razón, pero ¿cómo se demuestra que no lo han hecho?" "Nadie me ha llamado." "Usted no lo sabe, me ha dicho que estaba en Madrid." "Pero no me han enviado ninguna carta, tendrían que saber mi dirección porque Adelita cuando entregó su carnet de identidad al joyero, como él le exigió, dijo que estaba de guarda en mi casa." "Sí, claro, pero veamos primero lo que dice la policía." De pronto pareció que había tenido una iluminación, porque levantó la mano que sostenía la pluma y como si con ella señalara el punto donde se resumía todo el embrollo, fijó la vista en la misma dirección, y dijo para sí pero evidentemente para que lo oyera yo y lo corroborara: "Así que le robó una joya su guarda, usted la denuncia, van las dos al juzgado y ahora se queda en su casa, es decir, no la despide. ¿Es o no es así?" "Sí, así es, pero esto, ¿qué tiene que ver?" "De momento, nada, claro, pero tal comportamiento podría provocar ciertas sospechas." Sonrió fugazmente y, volviendo la vista a su cuaderno, preguntó: "¿Qué le han dicho los del seguro, si es que tiene asegurada la vivienda y su contenido?" ¿El seguro?, ni me había acordado del seguro, era cierto, tendría que llamar y enviarles una copia de la denuncia. Pero respondí: "No he llamado todavía, ayer era fiesta." Y añadí, intrigada: "¿Qué quiere decir con que podría provocar sospechas?" No respondió a mi pregunta, dijo solamente: "No deje de comunicarme lo que le digan." Y levantándose me tendió la mano con solemnidad, y frialdad también, debo decirlo.

"Es un caso complicado, pero algo haremos, no se preocupe. Y no deje de informarme de todo cuanto ocurra, por insignificante que le parezca." Con mi mano todavía en la suya resumí: "Claro que quiero recuperar la joya, pero más me importa que se denuncie a la policía por su actuación en los términos que usted crea posibles y convenientes, ya que también la policía es culpable.

Si se juzga a mi guarda, que se los juzgue también a ellos por su desidia. O por su colaboración." "Claro, claro, ya la entiendo", y me lanzó una breve mirada esquinada. Luego me acompañó hasta la puerta y antes de que se cerrara tras de mí, se retiró a su despacho.

No podría decir por qué, pero aquella visita me había dejado cierta inquietud. Me habría gustado encontrar a un abogado amable y comprensivo que se hiciera cargo de la situación y, lo que es más importante, la compartiera conmigo hasta tal punto que mi desasosiego por todos estos acontecimientos quedaran en sus manos igual que habían quedado los documentos. Yo me habría ido en paz, liberada de preocupaciones, y mi misión, por decirlo así, habría acabado, no me quedaría más remedio que una vez en Madrid esperar a que me llamara el amable y eficaz abogado para comunicarme qué le había dicho el joyero, cuándo y cómo había puesto la denuncia a la policía, si se había aceptado a trámite y la fecha del juicio.

"Pero dime", me preguntó Gerardo aquella misma tarde por teléfono, "¿el abogado no te ha pedido que le hicieras poderes para poderte representar, o para poner la denuncia?" "Pues no, no me ha pedido nada de eso." "Bueno, no importa, tal vez primero quiere conocer el asunto y en su momento lo hará. De todos modos, si hay juicio", añadió con ese tono desesperanzado con que siempre hablamos de la justicia, "si hay juicio será dentro de años.

No es que la justicia sea lenta, es que es lentísima." Nos habíamos reconciliado en parte, porque para una reconciliación en toda regla habría sido necesario que yo despidiera a Adelita. Y yo no quería ceder, no podía. Al día siguiente tenía que irme y no habría sabido cómo solucionar la situación. Además, no me parecía tan mal darle una oportunidad, al fin y al cabo, nunca se había portado mal conmigo ni mucho menos con mi padre. Bien la merecía, pues, me dije. Así que dejé las cosas como estaban, convencida de que con el tiempo todo volvería a la calma.

Por su parte, Adelita había adquirido un talante grave como a su entender exigía la situación, un talante con un punto de humildad, es cierto, pero también con una pincelada de dignidad ultrajada, no frente a mí, ni siquiera frente a la policía o el juzgado, sino frente a la vida, al mundo en general, al sol que ilumina el paisaje y a la noche que se cierne sobre él. Caminaba erguida, todo lo erguida que su estrafalaria figura se lo permitía, el delantal más impoluto que nunca, el pelo recién lavado y la actitud reconcentrada de quien ha decidido no hablar aunque se lo pidan pero al mismo tiempo atenta y un poco ofendida porque nadie lo hace.

Por la tarde, cuando ya había acabado de recoger mis papeles y de hacer las maletas, la vi atravesar el jardín con su marido en dirección al campo, los dos peinados y arreglados como para ir a un bautizo, cogidos del brazo y caminando al mismo compás y en silencio como hacen las parejas que llevan años ensayando y practicando este mismo paso. Abrí la ventana y me asomé.

Como en esa dirección no se podía ir al pueblo, le pregunté: "¿Adónde va, Adelita?" Mi voz sonaba nítida en la tarde plácida, como si se anticipara a las de las calmas de enero, esa pausa de dulzura y buen tiempo que parece tomarse la naturaleza para arremeter con mayor fuerza los rigores del invierno.

"Vamos a ver a los vecinos de la casa de enfrente, el hijo de Pontus y su mujer, a contarles lo que ha ocurrido." La miré buscando una explicación. Se habían detenido sin soltarse del brazo. Ella había levantado la cabeza hacia mí y sostenía la mirada, esta vez desprovista del asomo de arrogancia que tenía siempre a punto cuando había de responder, sino con naturalidad, como si buscara en mí la complicidad que la ayudaría en ese incomprensible afán por confesar a sus vecinos el delito que había cometido.

No respondí y ellos, sabiendo que no había más que decir, dignos y al unísono, atravesaron el campo hasta encontrar el camino que llevaba a la casa de Pontus en la ladera de enfrente. Y fue siguiendo sus pasos por el paisaje de invierno cuando, en la misma hondonada donde había descubierto hacía poco tiempo al hombre del sombrero negro, lo vi de nuevo agazapado bajo la higuera desnuda, envuelto en una capa o un gran abrigo, como un inmenso cuervo que espera silencioso e inmóvil a su presa. Pasaron los dos a pocos metros de él, aunque era difícil que lo descubrieran porque entre unos y otros se levantaba un muro de cipreses resecos pero todavía altivos. Sin embargo, me pareció descubrir un asomo de movimiento descompasado en Adelita, que redujo el paso un instante para quedar un poco rezagada y echar entonces una ojeada a un escenario que conocía pero que no podía ver, una esperanza sin ninguna posibilidad.

Y cuando ya subían la cuesta me di cuenta de que al tomar altura, ahora sí, ella debería haberlo visto por encima de los árboles. Y de hecho volvió la cabeza en el instante en que él, el hombre del sombrero negro, respondiendo como un resorte a su mirada, levantaba la suya, y en seguida el brazo, en un gesto que forzosamente debía de tener un significado, porque ella, entonces, como si ya hubiera comprendido el mensaje, se arrimó de nuevo al brazo de su marido, no sin antes haber movido la cabeza en señal de asentimiento.

¿Era así como lo había visto?

¿O era mi imaginación que llevaba unos días dando saltos por los sentimientos de una mujer que no lograba comprender? Curiosidad, tremenda curiosidad, y esa punzada de incomprensibles celos que asomaban por primera vez, celos de una mujer que, de todos modos, nunca me había merecido consideración ni admiración ninguna. ¡Bah! No son celos, es la angustia que me sorprende cada vez que asoma materia nueva en esta historia. Pero algo en ella y en la complicidad de los gestos que intercambiaba con el hombre me movían a mirar y a comparar, y a seguir mirando en esa dirección, aunque ellos ya habían entrado en la casa y el hombre, como si hubiera conseguido lo que quería, se sacudía la capa para que cayeran las hojas o las pajas que se le habían quedado prendidas, se la quitaba con un gran gesto que rasgaba el aire y se la ponía al brazo como si hiciera calor y, sin embargo, se levantaba el cuello oscuro de la cazadora para resguardarse de un frío que parecía haberle calado hasta los huesos. Porque el sol se había retirado y comenzaba a notarse, incluso para mí que seguía en la ventana, ese gélido airecillo que limpia el ambiente para que entre poderosa la noche clara y estrellada del invierno. Me separé de la ventana y fui a coger un chal, y cuando volví a mirar, el hombre se confundía ya con la opacidad de un crepúsculo que caía vertiginoso sobre la tierra.

No sabía entonces hasta qué punto iba yo a ser víctima de aquella incipiente y envidiosa pasión que iba a crecer hasta convertirse en un revestimiento de horror que me cubriría y me envolvería, no sabía las noches de zozobra y descalabro que me esperaban deseando amores que me estaban vedados y huyendo de ellos, imaginando como míos los que eran de otros que, en lugar de disuadirme, incrementaban mi deseo y me provocaban una excitación que hasta entonces me había sido ajena, como si fuera otro el cuerpo que disponía del mío. No sabía entonces que a partir de ese mismo instante en que vi nacer la envidia, la búsqueda de ese hombre desde mi ventana se convertiría en una imperativa servidumbre, o en una insoportable carencia, que por veces que se repitiera nunca alcanzaría la indiferencia de la costumbre. Ni sabía tampoco que, en cualquier caso, se había abierto un campo infinito de posibilidades al sufrimiento que antes yo ni siquiera había sospechado.

Lo comencé a vislumbrar durante la siguiente estancia en la casa del molino. Después de irme precipitadamente al día siguiente de hablar con el abogado, tuve que volver apenas una semana después para firmar en la notaría la venta de un terreno en las montañas. Y ese día precisamente Adelita dijo que si no me importaba se tomaría fiesta porque quería pasarlo con su madre enferma. Así que decidí almorzar en un pequeño restaurante de carretera situado a la entrada del pueblo.

Me senté a una mesa pequeña que, como todas, tenía mantel de plástico de cuadros blancos y rojos, vinagreras antiguas y servilletas de papel. Lo conocía de otras veces y recordaba un estofado de buey excelente. El local estaba lleno de obreros de la construcción, polvorientos y ruidosos, y solitarios viajantes de comercio con camisa, jersey y corbata, el maletín junto a la silla y la americana colgada en el perchero con el abrigo. Tenía hambre ese día, me había comprado un periódico y me apetecía tomarme un guiso de carne con setas mientras lo leía. Sobre la mesa había una botella de vino, la abrí y me serví un vaso. Vino la chica y trajo la cesta con el pan, le pedí el estofado y se fue anotando mi pedido en un bloc. Ya me había llevado el vaso a la boca, cuando una sombra se inmovilizó ante mí y me obligó a mirar hacia arriba.

El hombre del sombrero me miraba, risueño. Me quedé sin saber qué hacer. Fue él quien, tras tenerme anestesiada por la mirada de sus ojos más reidores que el amago de sonrisa, que no se había acentuado desde la primera vez que lo vi, cogió la silla que había enfrente de la que yo ocupaba y dijo simplemente: "¿Puedo?" Hizo un leve gesto con la cabeza, se quitó el sombrero, y sin esperar mi respuesta, se sentó. Yo seguía con el vaso en la mano, detenida la conciencia o hipnotizada tal vez, hasta que el chirrido de una silla contra el suelo me devolvió al ruidoso restaurante.

No puedo decir que a lo largo del almuerzo la nuestra fuera una conversación fluida, porque no lo fue. De hecho aquella palabra "¿puedo?" habría de ser casi la única que me diera el tono de su voz en aquella hora que yo imaginé feliz, un rasgo de su persona que me acercó a él más tarde, cuando en la duermevela que anticipa el sueño recurrí a la sonoridad que ratificara la memoria del encuentro, como el tacto incierto de su carácter, como el inicio de una música que prometía los más recónditos arpegios de su alma.

Decidí dejarlo hablar, convencida de que me había visto entrar en el restaurante y se había acercado para abordarme. Pero pasaron los minutos y podrían haber pasado las horas sin que saliera de su boca una palabra más. Con un gesto había pedido lo mismo que yo y hasta que no nos trajeron el plato se dedicó, si la memoria no me falla, y creo que no me falla en absoluto, se dedicó a hacer bolitas con las migas de pan que habían cubierto la mesa al cortar un trozo con la mano. De vez en cuando levantaba la vista y me miraba, me miraba y había en la mirada algo canalla pero tan tierno a la vez que me seducía y dulcificaba el calor de mis mejillas cuando recibía la luz de aquella mirada. Luego volvía a las bolitas, rascando la mesa con la mano, como si quisiera hacerla avanzar. Pero no hablaba, y yo no hacía sino esperar sin saber lo que esperaba. Tal vez, que la mano, en su lento camino, tropezase con la mía o la tocara como preludio de una seducción que había de desenvolverse, magnificarse y estallar.

¡Oh, Dios mío!, no pude mantenerla en el lugar donde se encontraba expectante, y en un momento hice amago de coger con ella el periódico, pero él levantó la cabeza tan sorprendido que lo dejé junto a mi bolso, en la silla que tenía al lado, aunque de todos modos mantuve la mano bajo la mesa. Pero seguí esperando, inquieta y atónita, hasta que llegaron los dos platos de estofado. Él me ofreció pan, luego se sirvió vino, cogió el tenedor y comenzó a comer, yo hice lo mismo, aunque el hambre y las ganas de comer estofado habían desaparecido.

Pero, poco a poco, fui comiendo a pequeños bocados, tratando de ocultar el jadeo cada vez más incontrolado de mi pecho. Y cuando me detenía y dejaba descansar el tenedor y levantaba hacia él mi cabeza, como el pez al que le falta agua, sentía incrementarse el resuello de mi aliento al cruzarse con la mía su mirada oscura. De pronto sentí en mi pie el peso de otro pie, claro y definido como si no hubiera llevado zapatos, peso inmóvil, envolvente, que llenaba el mío de calor. Yo tenía los ojos fijos en el plato, estaba acalorada y, cuando en un esfuerzo infinito vencí la turbación y levanté la vista y me encontré con la suya, esta vez sin el pretexto del azar sino con la voluntad de mantenerla firme, como queriendo saber hasta qué punto me había afectado una idiotez infantil como aquélla, alguien lo llamó: "¡Jerónimo!" Él se volvió, oyó lo que le decían, que yo no pude oír tal vez por el ruido del local, se levantó, hizo un gesto de excusa como dando a entender que no tenía más remedio que irse, puso la mano sobre la mía, apretó con suavidad en ella sus dedos largos y fríos, dijo "adiós, hasta mañana", y se fue.

Me dejó tan desamparada que no supe cómo acabar la carne y dejé el plato a medio terminar, pedí la cuenta, pagué y me fui.

"Hasta mañana", había dicho él.

Por eso volví al día siguiente al restaurante, respondiendo a la llamada de su voz. Sí, estaba, se había reunido con un grupo de hombres y desde la mesa, abriéndose paso su mirada entre los que tenía enfrente, la dirigía a mí de vez en cuando, con la expresión de quien no quiere decir nada en concreto pero está determinado a seguir presente, vigilante, y a crear una barrera en torno a su objetivo, porque en todo el rato que permanecí en el local no dejó de levantar los ojos del plato y dirigirlos hacia mí a cada rato ni acabó de desplegar esa probable sonrisa de la que yo sólo había conocido una leve insinuación. A cada rato, es cierto, excepto en el momento en que yo, una vez hube terminado, cogí el bolso y, caminando entre las hileras de mesas, pasé junto a la suya, tal vez en busca de la mirada final, la de la despedida, porque sin él saberlo, yo tenía que irme al día siguiente. Pero ni siquiera volvió la cabeza hacia donde yo caminaba, sino que con un interés desmedido y redoblado se volvió ostentosamente del otro lado, hacia un hombre al que, quise creer, ni siquiera estaba oyendo.

Un halago para mí, en cierto modo, pensé, o tal vez un reproche porque me iba, pero no pude evitar que ese adiós sin querer verme me dejara dolida y un poco humillada.