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Hasta casi tres meses después no volví a la casa del molino. Fue durante las vacaciones de Pascua, cuando ya las mimosas se habían dorado y comenzaban a florecer las glicinas. Aquel invierno había sido lluvioso y el campo brillaba con verde intensidad sin dejar resquicio al polvo. El cielo estaba movido a todas horas y la calma no era más que un breve descanso para dar paso a la tramontana, el viento del norte que aúlla por las noches y de día aclara el paisaje y la mente hasta producir dolor. Dos, tres días de ráfagas ruidosas y continuas y otra vez cielos grises y capotados para acabar en lluvia menuda y cantarina que empapaba de nuevo la tierra, como para compensar la sequedad con que la amenazaban los vientos.
Cada vez que llegaba a la casa, la belleza del campo me extasiaba, y la miraba y la volvía a mirar, sorprendida y embelesada, pero no sabía qué hacer con ella para absorber tanto aroma, para aprovecharla, para disfrutarla, como si para gozar no me bastara con mirar.
Igual que con las noches de luna, cuando el paisaje adquiere un tono de ámbar helado, de luz tamizada, las sombras de los árboles pisan la tierra embebida en resplandor plácido y mágico, y el silencio, sorprendido por la magnética quietud del aire, se hace más denso, más poderoso. Y yo, suspendida la conciencia y paralizado el pensamiento, me dejaba envolver un instante por el halo de misterio, sólo un instante. Después, sin saber qué más hacer, dejaba de contemplarla.
Con ese tiempo cambiante, aunque fueran noches de luna llena, llegué a la casa. Atardecía. Los colores y las sombras habían desaparecido del mundo, y el paisaje, acuciado por la estela crepuscular de la primavera, se resistía a sumirse en la tiniebla. Adelita salió a recibirme, modosa y un poco distante, como había estado durante todo el trimestre cada vez que nos hablábamos por teléfono. Un poco más incluso, diría yo, y con un gesto de dignidad vagamente ofendida. Tampoco yo tenía demasiadas palabras, así que con el pretexto de que estaba cansada, le dije que no cenaría y que subiría a mi habitación en seguida. No sé lo que me había preparado, pero algo debía de ser porque se retiró con una actitud altiva, incomprensible para la ocasión, que ella mostraba levantando la barbilla y dejando al descubierto la potencia de su ancho cuello, sin decir una palabra. No quise saber más. Yo tampoco tenía ganas de hablar demasiado. Durante estos meses me había torturado muchas veces la duda de si había obrado bien dejándola en la casa y otras tantas, al pensar que estaba allí sola, me había invadido un sentimiento de indignación contra mí misma, por ser tan ingenua, que alternaba con el malestar de mi propia desconfianza. Y en alguna ocasión también, dudando de mis premoniciones, dejaba renacer la confianza hasta creer que todo se había resuelto y que volverían los días felices de antaño. Pero, aunque yo me negara a reconocerlo, el problema subsistía, oculto, agazapado, y el tiempo no hacía más que acercar el día en que no tendría más remedio que enfrentarme a él.
Un vago desasosiego presidía tanto mis días de optimismo como los días de profundo malestar.
Además, estaba toda la cuestión de la recuperación de la joya y de la actuación de la policía que no se aclaraba. Para desvelar la bruma que envolvía mis suposiciones había intentado seguir el asunto desde Madrid, aunque sin resultado ninguno. El abogado no había llamado, y cuando lo había hecho yo no había logrado hablar con él. Le había dejado recado a la secretaria sin resultado. Le había enviado una carta, un fax y, pocos días antes de volver a casa, un telegrama que tampoco contestó. Hay gente así, gente que nunca contesta las cartas ni responde a las llamadas, y yo había tenido la mala suerte de toparme con un elemento que si no iba a buscarlo nunca lo encontraría. Eso pensaba yo, pero para Gerardo, que iba y venía de Barcelona a Madrid cuando yo no podía moverme, no era cuestión de mala suerte o de desidia profesional, sino de la voluntad deliberada de evitarme.
"Pero ¿por qué?", le preguntaba yo.
"No sé por qué, pero nunca he visto a un abogado que no se ponga al teléfono ni llame a su cliente.
Hay algo raro en todo esto." Tal vez ésta fuera una de las razones por las que volver a casa era como sumergirme de nuevo en un terreno vago y desconocido de acusaciones y juzgados que, a veces, recordando las palabras de Gerardo, intuía plagado de peligros, de culebras, escondidas culebras que nunca habían aparecido, es cierto, pero que debían de estar moviéndose por el cieno del fondo del lago.
Y como Adelita sí respondía a mis mensajes, las culebras que me amenazaban de ningún modo las identificaba con ella. Aunque, de hecho, ¿me bastaba la justificación insinuada por Adelita que atribuía el móvil del robo a las dificultades económicas de su casa y su familia?
¿Qué dinero necesitaba con tanta urgencia y para qué? No, no era esto lo que me inquietaba. Era una sospecha de origen desconocido, una sospecha que amenazaba con acabar en calamidad en cuanto aparecieran los elementos oscuros y turbios que envolvían la historia de este robo.
Y la ausencia de estos tres meses no había logrado distanciarme del problema, por el contrario, a fuerza de no querer pensar en él, se había convertido en una niebla de dudas y conjeturas que no habían hecho sino incrementarlo, porque, no habiendo querido o no habiendo podido hacer frente a lo conocido, lo desconocido se había agigantado y había alcanzado tales proporciones que una sombra de angustia no me abandonaba ni durante el día ni en los sueños por las noches. Tal vez las culebras tengan más que ver con esa soterrada amenaza y las brumas que la envuelven que con la traición de Adelita, decía mi conciencia, torturada por tanta incertidumbre, aunque, tenía que reconocerlo, la inquietud se había apoderado de mí y no me había abandonado desde el día que había descubierto el robo.
"Esto te ocurre por mantener a Adelita en la casa. Es un disparate. Sean las que sean las causas de lo ocurrido, olvídalo, despídela y apártate de toda esta historia que te está cambiando el carácter y la vida", decía Gerardo.
La casa, sin embargo, me recibió con la calidez del orden y el cuidado que Adelita había puesto siempre en ella. Más aún, me pareció. Flores en las habitaciones y en el salón, frutas en los cuencos del comedor y de la cocina, brillo de maderas y metales, cristales impolutos de las ventanas y las puertas. ¿Qué ocurría, pues, con esta casa que, a pesar de ello, seguía sin ser mía? ¿Qué oculto misterio se deslizaba por ella, qué fría perfección, qué perfume de ausencia la cubría? El tiempo no había logrado borrar la presencia de mi padre, que la había elegido para acabar sus días, pero tampoco había perdido la pátina misteriosa que parecía ocultar un presagio, que la había envuelto aquella inacabable noche del robo cuando descubrí en la agónica oscuridad del miedo cuán lejos estaba todavía de acogerme. A veces tenía el vago y escalofriante sentimiento de que era la casa la que escondía un secreto. ¿Habría que investigar o esperar aún más? Pero otras veces la misma actitud de Adelita me decía que algo ocultaba su talante altivo, que alguna explicación de lo ocurrido se me escapaba o se me había arrebatado.
Obsesionada por encontrar las causas ocultas, no se me ocurrió pensar que mi desasosiego, o por lo menos parte de él, procedía, como ocurre casi siempre, de mi propia alma. Ni siquiera arrojó un vestigio de luz la creciente turbación con que la noche de mi llegada recorrí la entrada y el salón, subí la escalera y, sin que mediara decisión ninguna, me dirigí a la gran ventana del estudio desde donde, a la luz crepuscular del mes de abril -clara luz que anticipa los días más largos, el canto de las cigarras, el croar de las ranas-, al mirar hacia el único lugar lejano que buscaron mis ojos, como si mi vuelta no tuviera más justificación que convencerme de que allí la encontraría, la silueta del hombre del sombrero, inmóvil, casi un fantasma en la penumbra, se destacó del resto del paisaje con la pulcritud con que a veces el aire contornea los elementos que nos son más cercanos.
Allí estuve con la luz apagada, fijos los ojos en la mancha oscura que fue diluyéndose y mezclándose con otras sombras hasta que la tiniebla cubrió la tierra y no quedaron sobre ella más que la luz de la bombilla en la puerta de nuestros vecinos del otro lado del valle y el vago resplandor de la lejana carretera tras las lomas de levante. Cuando las estrellas se abrieron paso en el cielo y, mucho más tarde aún, cuando la luna se levantó roja y redonda como un globo de fiesta suplantando el reflejo de las luces de los coches, yo seguía sentada en un sillón frente a la ventana, tejiendo complicadas cábalas sobre la noche, sus múltiples significados y la influencia del paisaje oscuro en la mente de los humanos, sin que me alertara aún ese temblor apagado pero irreductible de mi cuerpo, ese latir de mi propio corazón, ese agujero de angustia que yo achacaba vagamente al frío y al miedo, que me oprimía el pecho ante el vacío que se había formado en aquel punto, como si la tiniebla hubiera arrastrado consigo al hombre del sombrero.
Al día siguiente me presenté en casa del abogado. La puerta estaba entornada y un letrero indicaba que se podía entrar.
"Quisiera ver al señor Pérez Montgui9, por favor." La chica de la entrada apenas me había mirado cuando entré, pero al oír el nombre de Pérez Montgui9, levantó la cabeza y suspendió el tecleo de su ordenador.
"¿De qué empresa?" "De ninguna. Soy Aurelia Fontana. Estuve aquí en enero." "El señor Pérez Montgui9 no está." "¿Puede darme hora para más tarde, o para mañana o pasado?" "Es que yo, la verdad, no sé cuándo vendrá", y como si hubiera acabado conmigo, volvió a su ordenador.
"Algún día volverá, digo yo, ¿no?", dije con sorna.
"Oiga, a mí no me ha dicho cuándo volverá. De hecho, lleva ya muchas semanas sin venir. Ha abierto bufete en Palam9s y no viene casi nunca." "Pues déme el teléfono de Palam9s." Se sacó las gafas y me miró con descaro: "Es que no se lo puedo dar porque no lo tengo", y siguió con la vista fija en la mía y esa media sonrisita socarrona esperando mi reacción.
"Bien", dije, "entonces déme mi dossier, ¿no se habrá ido a Palam9s con mi dossier? Porque yo lo necesito." "Mire, señora", añadió volviendo a su texto, "yo no tengo más que decir. Si usted encuentra al señor Pérez Montgui9, se lo pide. Yo no sé ni dónde está su dossier ni siquiera si se lo podría dar. Estoy sola y tengo mucho trabajo." "¿Puede decirme por lo menos quién se cuida ahora de este bufete?" "Esto no es un bufete, señora, es una agencia inmobiliaria." Y añadió con rabia: "Ahora." No se oía ninguna voz en el fondo del piso, las puertas estaban abiertas todas, de modo que desde donde estábamos se podía ver el balcón que daba a la calle.
"Y ¿me quiere decir a dónde tengo que ir a reclamar mis papeles?", le pregunté, apoyándome en su mesa como para dar a entender que tenía todo el tiempo del mundo.
"No lo sé. Si viene el señor Pérez Montgui9, yo se lo diré y usted no se preocupe que él la llamará. Y ahora déjeme trabajar, por favor." Ya había abierto la puerta para irme cuando volví sobre mis pasos: "Bien, si en ocho días no tengo noticias suyas o no he recibido los papeles, iré a la policía, porque…" No pude acabar porque una risita de escepticismo me lo impidió.
Si había pensado acobardarla, había conseguido el efecto contrario.
"¿Qué le ocurre? ¿Le hace mucha gracia que llame a la policía?" "No, no, todo lo contrario", dijo con una sonrisa, "usted haga lo que tenga que hacer y déjeme trabajar. Adiós, cuidado con la puerta al salir, procure que no golpee." Salí, irritada, y en el primer bar que encontré pedí la guía telefónica. Pero en la lista de usuarios de Palam9s no figuraba ningún Pérez Montgui9.
"Te lo dije", me recriminó Gerardo aquella tarde cuando se lo conté por teléfono. "Te dije que este hombre te eludía." "Pero ¿por qué no me dijo que no quería ocuparse del caso? ¿No habría sido lo más natural? Ahora, ¿qué hago?" "Esperar un par de días y, si no tienes noticias, ponerte de acuerdo con el Colegio de Abogados." "Es que yo no tengo muchos días. La mitad de la próxima semana es fiesta y a finales de la otra ya tengo que volver a irme." "Hoy es miércoles, espera lo que queda de semana."
El viernes por la mañana, cuando estaba leyendo el periódico, apareció Jalib, el jardinero, con un sobre en la mano.
"Para ti, señora", dijo.
"¿Quién lo ha traído?" "Un señor en un coche verde.
Dice que es para ti." "Gracias. Pero ¿no ha dado su nombre? ¿No ha dicho de parte de quién?" "No, sólo que es para ti, señora." El sobre era blanco, sin remitente, tampones ni etiquetas. Lo abrí, no había más que los papeles que yo le había dado al abogado y el escrito con mi propia letra con los datos que yo conocía, la dirección del joyero, y la historia de mi visita a la policía de Gerona, y una copia del documento que le habían dado a Adelita en el juzgado. Pero no había ni carta ni tarjeta.
Me quedé desconcertada. ¿Qué quería decir esta devolución? Simplemente que el abogado había renunciado a investigar el destino de la joya como yo le había sugerido y a denunciar la ineficacia de la policía de Gerona. No me quedaba más remedio que buscar otro abogado.
Jalib seguía de pie a mi lado.
Era tan amable y tan servicial que no se iría hasta que yo le dijera que no necesitaba nada. Tal vez fue su talante lo que me llevó a hacerle una confidencia, porque algo de confidencia tenía la pregunta: "Jalib, ¿has visto alguna vez a un hombre alto, muy alto, que siempre lleva un sombrero negro y que a veces está debajo de la higuera que hay cerca de la casa de Pontus, del otro lado del valle? ¿Sabes dónde digo?" "Sí, lo he visto a menudo, alquiló hace unos meses un cuarto en la parte trasera de la casa y lo tiene de almacén. Sí, es alto", y levantó la mano a más altura que la de su propia cabeza, "muy alto." No tuve tiempo de responder.
Adelita, que había entrado sin que yo me diera cuenta, se hizo un sitio entre Jalib y yo y dijo con precipitación: "Yo lo conozco. Es un vendedor de máquinas de coser, yo le compré la mía. Ha alquilado el cobertizo y un antiguo corral detrás de la casa de Pontus, que utiliza de almacén." Sí, ya sé que lo conoce, podría haberle respondido, porque recordaba muy bien aquellas veces; hacía más de un año que Gerardo y yo los habíamos visto juntos cuando volvíamos de dar un paseo, y cuando habían hablado en la calle frente al juzgado y luego en la tienda de periódicos, o por la tarde de aquel mismo día, cuando ella y su marido se iban a la casa de los vecinos, como los llamaban, para contarles lo que había sucedido. Pero no le dije nada porque incluso a mí me sorprendió la detallada memoria de sus encuentros.
"Ah", respondí.
Y ella continuó: "Desde que ha muerto Pontus, el dueño, ¿se acuerda de Pontus?, en la casa no vive más que la mujer, que está muy enferma, y su hermano, que ya tiene bastante con cuidar de los campos, así que ya no tienen animales. Se llama Jerónimo." "¿Quién, el hermano?" "No, qué va, el hombre ese por el que pregunta usted. ¡Jerónimo!" "Ah", repetí.
"¿Por qué lo pregunta?", quiso saber ella, inquieta. "¿Cuándo lo ha visto?" "Lo vi cuando llegué, la otra noche; estaba oscureciendo y él estaba junto a la higuera de la casa de enfrente, quieto. Y me llamó la atención, esto es todo." "Es que a veces va después del trabajo al cobertizo para hacer sus cuentas y luego se queda un rato a tomar el fresco" dijo, más tranquila.
Por prudencia tenía que callar, pero no pude contenerme: "¿A tomar el fresco? ¿Qué fresco, Adelita? Si lo que tenemos es frío." "Bueno", balbuceó, "quiero decir que a veces se queda allí antes de irse a cenar. A lo mejor le gusta estar al aire libre un rato." Había recuperado la seguridad y me miraba fijamente a los ojos, imperturbable.
Sonó el teléfono y se fue a toda prisa. Hablé todavía con Jalib unos minutos sobre el coche verde que había traído el sobre, y cuando se fue, entró Adelita, sofocada.
"¿Es para mí?", pregunté.
"Era para mí, señora, era mi hermano." "¿Le ha ocurrido algo grave?" "No, nada grave. Nada."
Aquella misma tarde, cuando hablé por teléfono con Gerardo, le pedí que me ayudara a encontrar a un abogado que quisiera hacerse cargo de mi caso.
"Por cierto, ¿todo anda bien por ahí?", interrumpió en un momento la conversación. "¿Qué tal está tu protegida?" Me impacienté: "¿Cómo quieres que ande? Todo anda bien, y aunque fuera mal, ¿cómo podría saberlo? Todo tiene un perfecto aire de normalidad." Y, sin embargo, me había inquietado la zozobra de Adelita cuando había vuelto de la llamada del teléfono, o más aún, cuando a la hora de comer había vuelto a sonar, lo había cogido yo, había oído una voz de hombre preguntando por Dorotea y ella, desde el teléfono supletorio de su casa, había descolgado y lo había oído. Lo sabía porque a los pocos minutos se había presentado de nuevo, sofocada y casi llorosa, denunciando una conspiración que nos amenazaba y nos tenía en vilo con tanta Dorotea.
"No paran, todo el día con que si está Dorotea, que si ha llegado Dorotea. Yo estoy muy asustada porque esto quiere decir que alguien nos quiere mal. O ¿no podría ser también que llamaran, y si no contesta nadie, saben que tienen el camino libre para venir a robar?" "Adelita, no sea exagerada.
Será que han cambiado el número de teléfono y la gente no lo sabe aún." "¿Que les han cambiado de teléfono? Pero si por lo menos desde la muerte de su padre, que en paz descanse, nos están llamando." "Cálmese, Adelita, no es para tanto." Y no parecía que fuera para tanto, una llamada insistente preguntando por Dorotea no tenía por qué querer decir otra cosa que lo que yo había supuesto. Pero ella estuvo durante más de un cuarto de hora quejándose y hablando de Dorotea, de los hombres, los hombres, dijo en más de una ocasión que no paraban de llamar preguntando por ella. Tampoco de esto le hablé a Gerardo. No sé por qué.
"Quiero decir, si te ha desaparecido alguna otra cosa", seguía él.
"No, creo que no, por lo menos no me he dado cuenta. Además, la caja está cerrada." Tampoco le hablé del hombre del sombrero, que había vuelto a ver aquella misma mañana un par de veces acarreando cajas hacia un punto tras la casa que yo no podía ver. Nunca le había hablado de él.
Gerardo se había ocupado de llamar a su abogado en Barcelona que, según él mismo reconocía, no había entendido la actuación del señor Montgui9. De todos modos, la justificó diciendo que tal vez no había tenido el éxito que esperaba en Toldrá y se había ido a Palam9s o quizá había reconvertido su despacho en una empresa de construcción que debía de parecerle más provechosa. Tal vez era la empresa de algún familiar. En realidad no tenía importancia, había dicho. Y le había dado el nombre y la dirección de un abogado de Gerona que no conocía personalmente porque él no se dedicaba a lo penal, pero del que tenía muy buenas referencias.
Anotando el teléfono y la dirección estaba aún, cuando Adelita apareció con la chaqueta y el bolso, diciéndome por señas algo que no entendía. Colgué.
"¿Qué me dice, Adelita?" "Que me voy al pueblo, a por recetas." "Al pueblo a por recetas, y eso, ¿qué quiere decir?" "Que el médico, para que no lo molesten tanto, ha fijado un día para dar recetas." "¿Para dar recetas? ¿Qué es eso de dar recetas?" "Pues que vas allí y le pides que te recete lo que necesitas.
Por ejemplo, si quieres pastillas para el estómago, o para el riñón, o inyecciones de lo que sea…, vitaminas, hierro, incluso aspirinas y gasas y eso. Y con la receta vas luego a la farmacia y las pasas por el seguro." "No me lo puedo creer. ¿Le da una receta de cualquier cosa que le pida?" "Cualquiera, y no sólo yo, todo el mundo. Es un médico muy bueno y muy organizado. Dígame si no es un acierto elegir un día, un solo día para las recetas. Antes era un desbarajuste, todo el mundo hacía cola, se mezclaban los que querían medicinas con los que iban a visitarse. Ahora, en cambio, en un día lo arregla todo. Cuando yo trabajaba…" "Pero eso es ilegal, Adelita." "¡Qué va! Qué va a ser ilegal.
Si es la Seguridad Social la que lo paga, no la farmacia. No se estafa a nadie, de verdad, señora, créame. No habré sacado yo medicamentos así para su padre, que en paz descanse, tranquilizantes, pastillas para dormir, de todo, ya le digo, de todo." "Y usted ¿qué medicinas necesita?" "Bueno, yo le pido para toda la familia. Nos turnamos, ¿sabe? Hoy me toca a mí, que voy con las recetas de los demás, la semana que viene a mi cuñada, y la otra a mi sobrino." Adelita se fue a por sus recetas y aquella noche volvió muy tarde. Tanto que, cuando llegó, yo ya me había preparado la cena y estaba mirando la televisión. Venía, como tantas veces, completamente sofocada.
"Perdone, señora", suspiraba, "disculpe lo tarde que es. Es que he aprovechado que iba al médico para hacerme una diálisis." "Por Dios, Adelita, ¿sabe lo que es una diálisis?" Se me habían olvidado sus fantasías. Desde el asunto del robo se había vuelto mucho más callada y comedida. Pero aun así saltó, indignada: "Claro que lo sé, tengo la sangre infectada y de vez en cuando…" "Pero ¿sabe lo que está diciendo? Tendría que estar muy grave para que le hicieran una diálisis, y además no podría tenerse en pie, o estar así como si nada le hubiera ocurrido. Vamos a dejarlo, Adelita." Y la dejé que se fuera con su cesto cargado de medicinas y la sangre recién cambiada.
Tenía el aire ofendido "por mi falta de confianza", dijo, pero añadió en un tono muy preparado, humilde y despechado a la vez: "Buenas noches, señora." Aquella misma noche, cuando ya me había ido a la habitación, sonó tres veces el teléfono y cada vez era una voz de hombre que preguntaba por Dorotea. Tenía el aparato junto a la cama, así que contestaba yo, pero Adelita desde el supletorio de su casa levantaba también el auricular, lo que nunca habría hecho antes si yo estaba en la casa.
Cuando la llamada era para ella, yo no tenía más que tocar el timbre dos veces, como habíamos acordado hacía años, y ella descolgaba el teléfono y hablaba. Pero aquella noche ella descolgaba sin esperar, aunque un poco más tarde que yo, y escuchaba cómo yo decía que allí no había ninguna Dorotea, que debía de haber un error porque nos estaban llamando continuamente. Pero la tercera vez no me dio tiempo a responder, fue ella la que a gritos debió de asustar al hombre que apenas había tenido tiempo de preguntar por Dorotea, conminándolo a que no llamara más, que dejara de molestar, que esta tortura no se podía soportar por más tiempo y que ella tenía los nervios destrozados.
Oí colgar el teléfono del hombre mientras ella, desde el suyo, seguía aullando.
Qué difícil resultó todo lo que me propuse durante aquellos pocos días de vacaciones. El abogado que me había recomendado Gerardo, en Gerona, tampoco me sirvió de mucho. Después de escucharme en silencio, miró los papeles que yo llevaba conmigo, me preguntó si quería tomar un café que no acepté, y llamó a la secretaria para decirle que no le pasara llamadas de ningún tipo. Y cuando hubo colgado, se desabrochó la americana como para quedarse más cómodo, se echó el pelo hacia atrás, me miró fijamente y dijo: "No me interesa este caso." El sol entraba por las rendijas de las persianas. El balcón estaba entornado y las voces del mercadillo de la calle llenaron de pronto la habitación, como si quisieran distraer mi sorpresa y sustituir mi respuesta. El abogado Rius, un hombre mayor y gordo que llevaba un traje marrón demasiado apretado para sus carnes y que fumaba un puro que echaba un olor pestilente, sudaba un poco, muy poco, lo suficiente para que la cara se le pusiera brillante. "Si estuviera en la televisión -pensé-, le pondrían polvo transparente para los brillos." Tenía los ojos fijos en los míos y yo, tal vez alejada del ambiente por la luz tamizada y de rayas que caía sobre la mesa o por el ruido de la calle, o tal vez aturdida por el alcance que no quería ver en sus palabras, le sostenía la mirada sin la menor intención de desafío, simplemente porque no tenía la mente en lo que veían mis ojos. Y, sin embargo, podría haber dicho que tenía las pupilas pequeñas, por la luz quizá, y que el aro que las rodeaba era del color de las castañas. La piel de la cara, de pronto, había adquirido tanto detalle como si me hubieran puesto delante una lente de aumento. Venillas, surcos, puntos negros. Toda una orografía grasienta que en la frente se detenía en las cejas, largas y levantadas como finos alambres, y perdían densidad hacia el nacimiento del pelo.
"He dicho, señora, que no me interesa este caso." Salí de mi ensimismamiento con pereza, tomé el bolso que había dejado en la butaca pareja a la que yo ocupaba y me levanté dispuesta a irme. Estaba claro, no quería ocuparse del caso, poco más había que añadir. Le tendí la mano en señal de despedida y le dije: "¿Puedo saber por qué?" Había recuperado el dominio que tal vez se había tambaleado con mi silencio. Estaba de pie del otro lado de la mesa y se había puesto a arreglar unos papeles como para dar la entrevista por terminada, me miró y dijo: "No me interesa, eso es todo." Y sostuvo la mirada aún un buen rato como si quisiera decirme con ella, "¿pasa algo?" Salí a la calle con mi desconcierto a cuestas.
A veces, cuando se complica la consecución de un proceso que ha de llevarnos, pensamos, a la solución de un problema, acabamos olvidando cuál es el motivo que nos ha impulsado a actuar e, incapaces de volver al origen, nos debatimos buscando la sustitución de ese segmento de la maniobra que ha fracasado y que así, desconectado de su causa primera y de la estrategia de conjunto, nos parece irreal. Así me sentía yo aquella mañana. Obsesionada por el revés de este segundo abogado, razonaba sin tener en cuenta la joya, el robo o la estafa, y mi pensamiento no podía moverse más que en torno a las dos negativas que había recibido. Esto es una conspiración, no puede ser de otro modo. Pero ¿de quién?, ¿quién me conoce? Nunca he estado en esta ciudad más que de compras, no he llevado vida social alguna, ni siquiera voy al cine cuando estoy en la casa del molino. Es ahora cuando por primera vez he tenido algún contacto con la gente del lugar, ¿qué estará ocurriendo, pues? ¿Será contra mi padre, por algo que hizo o que dejó de hacer?
¿Contra quién si no? Me senté en un café al aire libre aunque el tiempo era ventoso y gris, dispuesta a recapacitar y a tranquilizarme. La catedral se levantaba sobre la ciudad, asomando el campanario sobre los tejados y el frente de colores pardos de las casas de la Judería junto al río. Pedí un cortado y una botella de agua. Y de pronto, el desconcierto se convirtió en indignación y la indignación en ansia y el ansia en actividad. Fui al interior del café en busca de la guía telefónica, "Páginas amarillas", puntualicé. De vuelta a la mesa, me dediqué a buscar un despacho de abogados que me pillara más o menos cerca, para probar suerte. A la media hora subía la escalera de una casa señorial en la calle Maura. En el piso principal llamé con el picaporte a una gran puerta de madera, en la que, sobre la mirilla, una placa brillante como el oro reproducía en letras inglesas: "Rosendo Prats Sisquella y Lucas Prats González, abogados." Después de hacerme esperar un buen rato, me recibió un jovencito imberbe que debía de haber terminado la carrera el curso anterior y que se presentó como Lucas Prats González, abogado. Era un chico delgado y rubio, vestido con tejanos, una camisa sin corbata y un jersey amarillo claro, que tenía una sonrisa tranquilizadora y que me escuchó incluso con atención. Cuando acabé, tomó el sobre blanco con los documentos que yo le tendía sin hacerme ni una sola pregunta y dijo que se ocuparía de pasarle el caso a su padre, que sería él quien me llamara y que decidiríamos entre todos la estrategia que había que seguir.
"Tenga en cuenta que yo me voy dentro de muy pocos días, porque vivo en Madrid y he venido solamente para las vacaciones de Semana Santa." "Hoy es viernes", calculó, "nosotros trabajamos los tres primeros días de la semana próxima, la llamaremos en seguida, no se preocupe." Y me acompañó hasta la puerta.
Más complicado aún se me hacía el trato con Adelita. Se había vuelto más callada y escurridiza, excepto en ciertos momentos en que la excitación la desbordaba, aunque me era difícil saber a qué se debía porque no sabía encontrar la razón aparente del cambio, y mantenía el mismo aire levemente ofendido y digno del día en que llegué, como si en lugar de tenerla en casa después de lo ocurrido, la hubiera acusado de un delito que no había cometido. O quizá no fuera éste el motivo, quizá ésta era su forma de quejarse de que no se le reconocía lo suficiente el trabajo que hacía.
Fue en vano que yo intentara darle las gracias más reiteradamente que otras veces para recuperar la normalidad de que habíamos gozado antes de "los hechos de fin de año", como los llamaba ella cuando quería precisar una fecha o un período.
Los "hechos…" se habían convertido en un hito que separaba el pasado del presente, como la "guerra" lo fue para nuestras abuelas o como yo misma hablaba del "curso anterior" para situar los hechos en el pasado. No sólo era extraño su talante, sino que además desaparecía y aparecía sin tener jamás en cuenta el horario de las comidas, o el de la limpieza, o el de la compra, que con tanto rigor había respetado antes de los "hechos…", y no es que no hiciera su trabajo, pero se las arreglaba para que nunca coincidiera con la hora adecuada. Y yo, en aras de recuperar la tan ansiada normalidad, apenas se lo recriminaba.
Así que sólo en los dos o tres días que llevaba en la casa se había diluido aquella sensación de orden que la propia Adelita había impuesto y mantenido y, lo que era peor, tampoco recuperaba el tiempo porque pretendía darme un plato de sopa a las cinco de la tarde, y cuando le decía que no lo quería, subía a mi habitación a limpiar, pero al instante sonaba el teléfono, al que se precipitaba, y acto seguido tenía que salir agobiada por extrañas prisas e insólitas urgencias de parientes y amigos que la solicitaban sin dilación, retrasando la huida el tiempo justo de contarme tragedias cada vez más horripilantes que exigían su experimentada presencia. Pero no se entretenía en hablar de sí misma y de sus dotes inigualables, que tal vez daba ya por sabidas, sino que más parecía que tuviera la mente vagando en algo distinto que, era evidente, la hacía sufrir, la tenía nerviosa y agitada, la hacía tartamudear al responder alguna pregunta, y en cualquier momento, sin previo aviso, podía volver a salir por la puerta de la cocina como alma que lleva el diablo, para no regresar hasta la madrugada cuando creía que yo ya dormía y comenzaban a cantar los gallos. Seguía su recorrido por el ruido de su mobilette sin silenciador que salía por el camino trasero de la casa, se iba atenuando con la distancia hasta que perdía su nitidez tras los bosques y se fundía finalmente con los ruidos de la carretera lejana.
O en sentido contrario, un vago murmullo de avispa se iba desgajando de los ruidos de la carretera hasta horadar el silencio del jardín con la nitidez de sus tercas explosiones.
"Pues dile que se vaya, si no te sirve de nada", me dijo Gerardo por teléfono el día que estuve en Gerona. "Ésta se lleva algo entre manos y tú lo vas a pagar. ¿Te has dado cuenta de lo nerviosa que estás?" "No me digas que estoy nerviosa. No puedo soportarlo. Los hombres siempre decís estas cosas a las mujeres. No estoy nerviosa, estoy preocupada, eso es todo. Y creo que no me falta razón. Pero bueno, ¿qué te parece lo del abogado? Menos mal que el tercero se ha hecho cargo del caso y tal vez se anime a ocuparse del insólito comportamiento de la policía." "¿No habrá pasado ya el tiempo de denunciar un hecho que ocurrió hace más de tres meses y que se hizo con toda legalidad?", preguntó, escéptico.
"¿Con toda legalidad llamas tú a dejar pasar el tiempo reglamentario desde que el joyero dio la noticia a la policía, antes de comunicármelo? ¿Te parece que se ha respetado la legalidad al comprar una joya como ésta por un precio infinitamente más bajo del que se paga en el mercado? Estamos hablando de un doble delito, la estafa por parte del joyero y el incumplimiento del deber por parte de la policía, ¿a eso llamas tú con toda legalidad?" "Siempre acabas viendo el caso como si la perjudicada no fueras tú, sino Adelita, la pobre, la han estafado, a ella, tan inocente.
Comprar por un precio inferior a su valor no está penado por la ley." El tono era de burla, pero yo no me inmuté.
"Tú dirás lo que quieras, pero es lógico que yo pretenda aclarar lo que ocurrió." "¿Cómo lo vas a aclarar? No hay precio establecido para un brillante por grande que sea, y la policía siempre puede decir que tú no estabas, ya lo hemos discutido muchas veces. Esperemos a oír la opinión de este nuevo abogado. ¿Te ha dicho algo hoy?" "No es eso lo que me preocupa ahora, lo que quiero saber es por qué el segundo abogado, en cuanto ha sabido de qué se trataba, no ha querido llevar el caso. ¿Tú crees que hay algo contra mí? No sé, por ser forastera, por no vivir aquí.
¿O contra mi padre? Yo qué sé." "Lo que faltaba, ¿no te dejarás llevar ahora por la paranoia? Este caso te está trastornando, te lo he dicho muchas veces. ¿Qué quieres que haya contra ti?" Siempre estábamos igual.
Gerardo había dicho que iría a pasar conmigo la Semana Santa, pero en el último momento prefirió irse a la montaña a caminar. Unos amigos habían organizado una excursión al Engadina, en Suiza, y él, después de preguntarme si yo quería acompañarlo, había tomado la decisión de irse.
"¿Estás segura de que no quieres venir?", insistió aún antes de colgar.
"No puedo, ya ves que las cosas se me complican." "No veo yo que se te compliquen tanto. Despides a Adelita, cierras la casa, pones la alarma y te vas. Y olvidas de una vez la joya, el juicio y los abogados. Sé sensata y ven." Pero yo no había podido desprenderme de la telaraña que me envolvía. O me dejaba llevar de una actividad furibunda como cuando busqué el nuevo abogado, o, decepcionada por el vacío que encontraba cada vez que iba al restaurante de la carretera, me sentaba en la butaca frente a la ventana en el estudio, mirando con insistencia aquel otro vacío que se había formado bajo la higuera la noche de mi llegada y que sólo volvía a llenarse fugazmente. Una sombra que iba y volvía, que a veces se detenía bajo las ramas de la higuera un instante, o que trajinaba cajas para desaparecer tras la casa.
El lunes era día de mercado.
Y cuando Adelita vino a decirme que se iba le dije: "Yo también tengo que ir al pueblo, así que venga usted conmigo en el coche, irá más cómoda si tiene que traer paquetes." No sé muy bien por qué se lo dije, de hecho yo no tenía nada que hacer en el pueblo, era ella la que siempre compraba verduras y frutas y lo que hiciera falta. Tal vez el cansancio o quién sabe si la esperanza de que algo sucediera en aquel torbellino de voces, colores, vendedores bajo los toldos y gentes caminando al sol.
Se quedó callada un momento y me miró como si procesara mi proposición y buscara la respuesta adecuada, pero no debió de encontrarla porque finalmente hizo un gesto de avenencia, se dio la vuelta y murmuró: "Voy a buscar los cestos. La esperaré en el coche." Seguía el silencio mientras el coche bajaba por el camino vecinal y se mantuvo en silencio también durante el breve trayecto hasta el pueblo.
Llegamos a la calle lateral que daba a la plaza del mercado y, cuando no había yo aparcado aún, ella quiso escabullirse. Decía que tenía mucha prisa. Pero yo, no sé por qué, no estaba dispuesta a dejarla marchar.
"Prisa ¿para qué? ¿Qué tiene usted que hacer? Son las nueve y media de la mañana. Venga conmigo y tómese un café con calma." Nos sentamos en la terracita de un bar instalada sobre la acera.
Ella no estaba a gusto, era evidente. Sin embargo, no era la primera vez que tomábamos juntas un café. Antes de los "hechos…" a menudo iba con ella al pueblo y, después de charlar un rato sentadas bajo los árboles, ella iba a sus compras y yo me acercaba a correos o daba una vuelta y la esperaba de nuevo en el café a la hora que habíamos convenido. Pero ahora la situación era distinta. Ella estaba tensa y nerviosa y yo, que desde que había llegado creía ver sombras en todo lo que decía y no lograba encontrar un ápice de normalidad en lo que ocurría a mi alrededor, me puse al acecho. ¿Qué le ocurre?
¿Qué esconde? Me transmitía su inquietud.
Nos trajeron los cafés. Desde el bar y calle arriba hasta perderse de vista, los puestos del mercado se sucedían unos a otros formando hileras de mesas y mostradores cubiertos de verduras y hortalizas.
Los vendedores habían montado sus toldos porque finalmente había salido un sol primaveral intenso, más intenso tal vez porque era la primera manifestación de calor del año. La gente iba y venía con sus cestos o sus carritos, mirando, deteniéndose para comprar, oyendo las virtudes del producto que les recitaba con entusiasmo y convicción el vendedor y charlando con cualquier otra persona que se terciara. El runrún de las voces, apenas sin estridencias, continuo, sonoro, se esparcía por el aire con el aroma fresco de las lechugas y los primeros guisantes y habas.
Montañas de naranjas se mantenían inmóviles como un mágico juego de construcciones, impertérrito frente a los golpes y empujones de los viandantes. Sacos de cebollas y patatas y coliflores en torno a los puestos o frente a ellos como avanzadillas, hierbas aromáticas colgadas de las perchas, e hileras de manzanas rojas y tentadoras que desafiaban a las flores con su color, eran desde el café una diversión y un placer para los sentidos.
De pronto Adelita, que había permanecido en silencio como el niño que acepta de mal grado el castigo de su superior y, tal vez en señal de muda protesta, no había probado el café, se revolvió en el sillón de mimbre demasiado grande para ella. Yo dejé de contemplar el movimiento y el color del mercado para seguir la dirección de su inquieta mirada.
Apoyada la espalda contra la pared y una pierna doblada, con el sombrero negro casi sobre los ojos, allí estaba el hombre jugando de nuevo con un papel, más alto aún que de costumbre por la sombra que alargaba su cuerpo delgado y se extendía por la acera casi hasta nuestros pies. El ala del sombrero no le impedía mirar en nuestra dirección, los ojos casi por debajo de la línea de sombra se abrían a la luz cuando levantaba los párpados y los volvía a entornar, atento a las maniobras de su mano con el papel. Adelita no podía apartar de él los ojos expectantes en busca de una señal, de un signo, pensé yo.
Le daba el sol en la mitad de la cara, y las hojas del árbol cercano dibujaban con capricho un juego de sombras y luces sobre el ansia gozosa que irradiaba el rostro entero. Tenía la cabeza un poco levantada y había un ligero temblor en la barbilla, se le había dulcificado la expresión, y tal vez por un proceso de mimetismo, se habían estilizado las facciones y se había transformado en un ser radiante.
Pero a pesar de lo que me había fascinado el cambio, pasé por él con la levedad de una caricia inconsciente, atraída por el descubrimiento inicial, sobresaltada como estaba, no tanto por él cuanto por haberme inquietado la sombra de una duda y el temor de que esa mirada acerada y un tanto despectiva no fuera dirigida precisamente a mí, sino a ella. Hubo un momento de pavor. Como si las voces se hubieran detenido y las gentes inmovilizado. Sólo su mirada, que me parecía oscilar de la una a la otra, y el sol, que envalentonaba el sofocante calor y me quitaba ahora la respiración. Adelita tampoco se movía, atenta la vista al hombre, y yo, lo sentía en las mejillas, me había ruborizado como si tuviera doce años, como si un numeroso público estuviera sólo pendiente de mi reacción y me hubieran pillado en falta o, en mi azoramiento, se hubiera desvelado mi secreto. Fue él quien puso el mundo en movimiento otra vez, fue él el que lanzó hacia nosotras el papelito blanco con el que jugaba que, convertido en una bola, rodó por el suelo, pasó de largo y se perdió a nuestras espaldas. Se acercó sin prisas y se dirigió esta vez claramente hacia Adelita.
Ella, mucho más azorada que yo, se levantó y algo le dijo que no logré oír. Y entre las brumas de la turbación tuve la impresión de que eso la hacía recuperar la tranquilidad.
Mirándome, como si me acabara de descubrir, dijo: "Señora, éste es nuestro vecino, el que alquiló el cobertizo de la casa de enfrente, ¿recuerda que le hablé de él?, ¿recuerda que usted me preguntó?"; que no diga esto, por Dios, que se calle, pero ella seguía: "El que usted ve desde la ventana del estudio, ¿recuerda?" ¿Habría notado mi confusión?
¿Me estaría martirizando a conciencia? ¿Se estaba cebando en mi temblor?
El hombre mantenía ese gesto de la boca, de sonrisa que quiere asomar, ¿de desprecio?, ¿de suficiencia?, y los ojos oscuros brillaban apenas bajo los párpados fruncidos por el esplendor de la luz.
Adelita seguía: "Cuando usted se lo preguntó a Jalib, yo le dije que se llamaba Jerónimo… ¿Recuerda?, cuando le expliqué lo de la máquina de…" ¡Por Dios, que se calle!, pero ni yo era ahora capaz de hacerla callar ni ella, disparada por la emoción, lo habría logrado aun de haberlo querido. Y seguía y seguía, y su voz se iba convirtiendo en otro runrún que sobresalía de las voces del mercado y se fundía al cabo con ellas. Ya no la oía, no sabía de qué estaba hablando, porque había descubierto que, a mi pesar, yo no lograba sostener la mirada del hombre, que ahora sí estaba segura, me estaba dirigida, pero volvía a ella una y otra vez, fascinada, y lo que es peor, convencida de que él veía desde fuera mi turbación y conocía su origen, del mismo modo que yo misma lo reconocía desde el interior de mi cuerpo por el excesivo temblor de mis labios y por los golpes de sangre de mi corazón. Habría dado la vida para que acabara aquella escena, pero también la habría dado para que durara toda la eternidad.
Cuando levanté de nuevo la mirada, confundida y temerosa, ya no estaba allí. Encontré al instante su espalda que se alejaba, con la mano descansando en el hombro de Adelita, que se había arrimado a él con el cesto colgado del otro hombro. La visión me cegó el entendimiento. Sí, en el trasfondo de la conciencia tenía la vaga idea de que Adelita me había prevenido de que se iba a comprar, porque ahora recordaba que el ronroneo de su discurso se había truncado y había tomado otra entonación, más breve, más expeditiva. Pero me daba igual, no tenía ojos ni atención más que para seguir sus espaldas tan dispares, tan alta la una y tan bajita la otra, ajustadas, sin embargo, a un mismo ritmo a pesar de la desproporción, perdiéndose entre el bullicio del mercado, y un gesto involuntario de dolor, frustración y rabia me torció los músculos de la cara, tan intenso e incontrolable que ya no había lugar para temer al público que un instante antes parecía haber asistido al desvelamiento de mi secreto.
¡Qué poco me importaba! Toda mi atención y mi esfuerzo se concentraban en la imagen dispar que acababa de descubrir, mientras mi inteligencia se resistía a aceptar que no era a mí a quien el hombre del sombrero había mirado, ni mucho menos a quien había venido a buscar.
Pedí otro café, miré el reloj, eran las diez y media. No sabía hasta cuándo tenía que quedarme esperando a Adelita. Si me lo había comentado no había reparado en ello. Ella no tenía vehículo, era cierto, pero se las arreglaría para volver si yo me iba a casa.
O si volvía a la hora que me había dicho y no me encontraba, llamaría para que fuera a recogerla. Tal vez el hombre del sombrero la llevara a casa, tal vez tomara un taxi, otras veces lo había hecho cuando no le funcionaba la mobilette. Pero yo seguía sentada, inmóvil, bebiendo a pequeños sorbos el café y hurgando en la multitud que iba y venía para descubrir la imagen que había visto desaparecer, con la esperanza de verla esta vez en sentido contrario. El gesto de ternura de la mano del hombre sobre el lejano hombro de Adelita y el tenue acercamiento de su pequeño cuerpo al cuerpo delgado de él permanecían en mi mente como una canción de cuya melodía no podía desprenderme, y al mismo tiempo como una tortura que suscitaba arranques incontrolados de envidia. Envidia no de ellos, intentaba convencerme, envidia de lo que la vida concede gratuitamente a algunos. Yo nunca había caminado así por un mercado, nunca había tenido la oportunidad de recostarme al ritmo de sus pasos al costado de un ser al que pudiera mirar con expectación. ¿De dónde provenía el poder de transformarse de un rostro, de dónde le venía la belleza y el ardor que yo misma había comprobado en el de Adelita?, ¿del hombre cuya presencia, ahora me daba cuenta, los había provocado, o de ella, ese ser extraño y desproporcionado en cuyo interior, por extraño que pudiera parecer, moraba la pasión?
¿Conocía yo lo que era la pasión? ¿La había experimentado alguna vez? Más aún, ¿era capaz, como esa mujer casi deforme, de despertar pasión? Pasaron como en un vuelo las relaciones sentimentales que habían llenado mi vida, vacías ambas de ese arrebato que nos convierte en seres acuciados por el deseo y por la necesidad del otro, incapaces de transformarnos en luciérnagas poseídas de la belleza de un renacimiento. De hecho, ¿cuál era mi canción? Si era cierto, como decía mi padre a todas horas para justificar la voluntad de hacer en todo momento lo que le diera la gana, si era cierto que todos hemos venido al mundo a cantar una canción, ¿cuál era la mía? Y si no hay canción, si no hay pasión, me decía con palabras amargas la tortura que me embargaba, ¿qué hacemos? Vegetar no es cantar, arrastrarse por el tiempo y la rutina no es cantar, mantenerse en los límites del pensamiento, de la palabra, de la acción, eludir el compromiso y la aventura en la profesión o en la vida, ¿esto lo es?
¿Elegir un compañero porque nos conviene, porque es rico o inteligente o amable y complaciente?
¿Mantenerse al margen del riesgo y renunciar a lo que se anhela?
¿Se renuncia porque no hay pasión o porque no hay coraje? Y si no los hay, ¿quién es el responsable?, ¿nosotros o la naturaleza que nos hizo inanes?
Permanecía con la cabeza apoyada en la pared, dando sorbos a una taza que llevaba vacía mucho tiempo, con la vista fija en un punto que no veía apenas porque un torbellino de imágenes y de angustias, de preguntas sin resolver, tenían mi mente y mi corazón en vilo transitando con cautela por unos parajes novedosos del pensamiento, de una claridad difusa y blanca, como la que descubrimos entre dos capas de nubes cuando desciende el avión, como la luz del fondo del mar.
Era casi la una y media cuando decidí volver a casa. La gente se había retirado del mercado y los vendedores desmontaban sus tenderetes, doblaban las lonas que apilaban junto a tablas, perchas y caballetes, en las profundidades de la camioneta. Las verduras y las frutas las habrían retirado mucho antes, porque cuando yo fui consciente de dónde estaba y de la hora que era, la plaza parecía una construcción de bastidores de madera, con los estantes vacíos y los suelos cubiertos de deshechos. Me levanté y un poco aturdida me fui con calma al coche, esperando, tal vez, ver aún materializarse la imagen de dulzura y complicidad que no me había abandonado.
Adelita no volvió a casa hasta las siete de la tarde. Llorando, llorando desconsoladamente. Debía de llevar horas llorando, por los párpados hinchados que tenía, y que empeoraban cada vez más al frotarse los ojos con esa eterna bola que siempre se empeñaba en convertir su pañuelo.
Yo no estaba enfadada. No estaba de humor para estarlo. Y no la había necesitado tampoco. Estaba acostumbrada a vivir sola y no me suponía ninguna incomodidad hacerme la comida, además, no había tenido hambre y había continuado mis soliloquios en un largo paseo por la montaña. El resplandor solapado del sol en el interior del bosque me había tranquilizado un poco y había vuelto a casa con el tiempo justo para, desde una loma cercana, verla llegar en su propia mobilette sin bolsas ni cestas.
Eso quería decir que alguien la había traído a casa cuando yo estaba de paseo, que ella se había vuelto a marchar y que ahora volvía. ¡Qué más daba! Eso creía yo, porque sí me importaba; sus movimientos traían consigo parejos otros que, aunque me costara reconocerlo, me tenían más en vilo que sus elocuentes trastornos, que la marcha de la casa, que todos los problemas que había venido a solucionar, el robo, la policía, la joya. ¿Qué me estaba ocurriendo?
¿De dónde procedía esa desazón que yo no había sentido jamás, cuando pensaba en el hombre del sombrero, de dónde ese agujero de dolor en el pecho al recordarlo junto a ella?
Yo entraba por la puerta delantera cuando oí cerrarse la de la cocina y en seguida Adelita, sollozando con desespero, vino a reunirse conmigo con paso rápido, atropellándome casi.
"¿Qué le ocurre?", pregunté con frialdad.
¿Cómo podía ser aquella mujer tan bella del mercado la misma que ahora mostraba ese rostro rojo y abotargado y que, entre sollozos, intentaba convencerme de una nueva tragedia? Porque tragedia había, puesto que la cabeza de alfiler en que se habían convertido sus ojos, escondidos en la hinchazón de los párpados, era real.
"Un hermano de una amiga, que tenía cáncer y que lo habían tenido que llevar al hospital de Palam9s, y nadie podía porque el padre se había ido a Gerona con el coche y no lo encontraban y mientras tanto tuvo un vómito de sangre…" Sonó el teléfono. Y aunque ella quiso precipitarse a descolgar, interrumpiendo el encadenamiento de tantas desgracias, un punto más de atención en la mancha de sangre que describía o en el profundo dolor de la familia, le hizo perder la vez, y yo la adelanté: "¡Diga!" Ella me miraba con ansia y había suspendido los sollozos.
"¿Es la señora Fontana?" "Sí, soy yo, ¿quién es?" "Soy Rosendo Prats Sisquella, abogado. Usted estuvo hablando con mi hijo ¿recuerda?" "¿Cómo no voy a recordar?" E hice un gesto con la mano para que Adelita interrumpiera los sollozos que había reanudado y que apenas me dejaban oír la voz. "Sí, ¡dígame!" "Nada, nada de particular. La llamaba para decirle que mi hijo y yo hemos estado considerando el caso y que con mucho gusto nos ocuparemos de él. Le ruego que nos dé unos días, tal vez unas semanas, para saber a qué atenernos e investigar las causas de unos comportamientos que podrían llamarse presuntamente irregulares." Lo interrumpí: "¿Presuntamente? ¿Qué quiere decir presuntamente? El robo tuvo lugar, la policía lo supo y no me avisó con el tiempo suficiente para que yo recuperara la sortija. ¿Qué hay de presunto en este comportamiento?" "Lo comprendo, lo comprendo, pero también usted tiene que comprender que en la justicia las cosas no sólo hay que saberlas, sino que hay que demostrarlas, y cuanto mejor demostradas estén, tantos más puntos tendremos a la hora de conseguir lo que queremos. ¿Me sigue, señora Fontana?" "Sí, claro", dije con poca convicción pero dispuesta a agarrarme a lo único que tenía.
"Así que, si usted no tiene inconveniente", continuó, ceremonioso, "la llamaremos, bien sea mi hijo bien sea yo mismo, si necesitamos su ayuda, quiero decir si hubiera algún dato que no estuviera en nuestro poder. Sólo quería reiterar que estamos a su disposición y que esperamos tener el gusto de saludarla personalmente muy pronto." "¿Cuándo quiere que vaya a verlos?" "Se lo haremos saber." "¿No necesita que le haga unos poderes?" "No, no de momento, ya le digo que la llamaré en cuanto la necesite. Entretanto usted no haga nada sin antes consultarnos." "Claro. ¿Qué podría hacer yo?" "Nada relativo a este asunto, no haga nada, le digan lo que le digan los amigos que, a veces, ya se sabe, con buena intención dan consejos que no se basan en la estrategia que habrán elegido los que de verdad van a defender sus intereses. Así que, nada más, no tengo más que decirle, señora Fontana.
Tendrá noticias nuestras. Buenas tardes." "Buenas tardes, señor Prats, hasta pronto." Adelita se había escabullido.
La puerta trasera se había cerrado tras ella y posiblemente estaba llorando su desconsuelo escondida en su casa o, si no quería que la viera su marido, en el campo, tal vez bajo la higuera junto a la casa de enfrente. Los celos son serpientes que se escurren por todos los entresijos de la imaginación y de la conciencia.
A toda prisa, subí la escalera y me precipité a la ventana de mi cuarto, más pequeña que la del estudio, escondida ahora por una celosía de hiedra que había brotado a borbotones ocultando la fachada y colgando sobre los cristales como los párpados de la ventana.
Era un bello atardecer, la "sagrada hora del regreso", la sombra alargada del sol poniente dulcificaba el paisaje y deslumbraba la casa de enfrente con una luz tamizada que embellecía aún más las piedras tostadas de las paredes hasta la cubierta de tejas pintadas de musgo, dorado por el sol, la lluvia y el tiempo. Junto a ella, las largas ramas de la higuera con sus diminutas hojas recogían el sol del ocaso lanzando los hilos de sombra contra el monte a sus espaldas. Pero bajo ella no había nadie.
Los días que faltaban para mi vuelta a Madrid fueron días extraños, dolientes. Miraba sin ver por la ventana de mi cuarto casi el día entero, ajena a un paisaje que cambiaba a cada hora con la firme entrada de la primavera. De haber prestado atención, habría visto convertirse las ramas de los árboles, desnudas cuando llegué, en anticipos de la frondosidad que adquirirían en unas semanas. Los campos cubiertos de hierba por las lluvias, que fueron de un verde lozano los primeros días, amarilleaban aquí y allá, y los bordes de los caminos se habían cubierto de flores rojas y amarillas. El bosque, donde volvía a caminar mañana y tarde buscando refugio en mis pensamientos, crepitaba de vida, cantaba bajo el sol, y los vuelos de las golondrinas cruzaban como trazos de lápiz el firmamento, pero yo apenas tenía más oídos que para mis propias preguntas ni otra obsesión que el agujero negro de ansiedad en el interior de mi alma. A veces un atisbo de sensatez me llevaba a alejarlo de la mente, consciente de la falta de sentido que tenía esa obsesión, y desviaba entonces el pensamiento hacia otros problemas más acuciantes y cotidianos, pero la mayor parte del tiempo, aunque añadiera intensidad al vacío de dolor que no cejaba, me regodeaba en el recuerdo de su cuerpo, largo y delgado como una espiga apoyado en la pared y de sus ojos cruzándose con los míos. La imagen era siempre la misma, de tal modo que a la angustia del corazón se añadía el cansancio de la repetición. Pero ¿qué otra imagen podía convocar? ¿La del juzgado o la de Adelita y él, aquel primer día que Gerardo y yo los habíamos descubierto? ¿La del restaurante, tan fugaz, tan dolorosa en el recuerdo?
No, eran imágenes lejanas que habían perdido brillo e intensidad y que poco decían frente a la repetitiva del mercado que me aportaba tanta excitación como cansancio.
Y aunque hubiera pasado horas caminando por el bosque, o sentada inútilmente en el restaurante con los obreros de la construcción o en el bar con la vista fija en las calles que desembocaban en el mercado, la vuelta a casa se teñía súbitamente del color de la esperanza y hacía los últimos metros corriendo y jadeando para subir la escalera y asomarme a la ventana.
El paisaje inmutable me devolvía sin la menor compasión un decorado yermo, porque había perdido la capacidad de ver otra cosa que no fuera el espacio vacío bajo la higuera que se extendía ahora hasta el horizonte y abarcaba los montes y las lomas y saltaba sobre ellos hasta fundirse con el mar.
Las horas de la noche se alargaban interminables en reproches a mí misma y a mis necios sentimientos que, me decía, no sostenían un examen racional de la situación ni admitían la más mínima base lógica. ¿Qué me estaba ocurriendo?
¿No estaría mi espíritu obsesionándose y regodeándose inútilmente en la imagen para eludir lo que estaba sucediendo en mi alma? ¿No sería éste un pretexto de mi inconsciente para no reconocer lo que Gerardo me había dicho tantas veces, que no quería enterarme de lo que ocurría? Tal vez, me decía con cierta esperanza, agarrándome a esa luz del entendimiento que habría de liberarme de la tortura. Y por un instante, o incluso por unos minutos, me alejaba de mis obsesiones y recordaba vagamente a Adelita y su comportamiento cada vez más extraño que, sin embargo, yo aceptaba como si no lo viera, como si nada tuviera que ver conmigo, incapaz de establecer una relación entre su proceder de esta semana y el robo que se había producido pocos meses antes.
Pero ¿qué relación podía establecer? ¿Qué sabía yo de sus idas y venidas, de sus llantos imparables desde aquella primera tarde que me atronó con sus sollozos?
¿Cómo podía interpretar sus ausencias y, sobre todo, ese reguero de ruido de su mobilette, yendo y viniendo, de día y a altas horas de la noche, nadie sabía hacia dónde ni desde dónde? Pero podría haber exigido su presencia, me recriminaba, haberle preguntado qué le ocurría, por qué tenía la casa tan desatendida, por qué se tomaba tantos días de fiesta, ella que nunca antes se había ido cuando yo estaba en la casa pretextando que ya se tomaría la fiesta que le correspondía cuando yo estuviera ausente.
Y, sin embargo, no lo había hecho, la había ignorado casi por completo sin apenas ocuparse de sus desatendidas obligaciones porque, dejando aparte esas largas horas del insomnio, apenas había pensado en ella más que como -vergüenza me dabauna rival que se atrevía a suplantarme.
Así llegué al último día de mis vacaciones y preparé la maleta con una mezcla de alivio por la distancia que iba a tomar y esa resistencia a admitir la definitiva desaparición del hombre que me tenía a todas horas mirando por la ventana.
Pero, me dije una vez más mientras llamaba el taxi y recogía las últimas cosas, ¿y qué, si estuviera bajo la higuera? De todos modos, fuera cual fuere lo que yo esperaba que sucediese, el tiempo se había esfumado, resbalándome entre los dedos de las manos como el agua.
Todavía en el último momento un nuevo acontecimiento vino a enturbiar aún más el panorama, es más, a desbaratarlo completamente, dejándome sin palabras ni argumentos, casi sin historia. El día de la marcha, había esperado hasta el último instante con el tiempo justo de tomar el tren que me llevaría a Barcelona y, de allí, a coger el último avión del puente aéreo, para iniciar al día siguiente las clases en la facultad. Adelita, aún con señales de haber llorado hacía un instante, me ayudó a llevar las maletas al taxi que esperaba en la puerta de atrás.
Le dije que se cuidara, que dejara de llorar, y le di algunas indicaciones. Absurdas debían de ser, porque apenas había pensado en la casa, y todas esas exigencias se me antojaban ahora órdenes sobre cuestiones tan distantes que apenas tenían entidad, ni relieve, ni color, ni forma. Pero cumplí mi papel.
Ya me había metido en el coche cuando, no sé por qué, tal vez para disimular mis ausencias y demostrarle que, aunque no hablara, aunque no diera órdenes, lo tenía todo presente y controlado, me despedí con un último encargo: "Bien, Adelita, hasta pronto, yo no sé cuándo volveré, depende del abogado, pero ya sabe, llámeme si hay algo. Y no se olvide de mirar el correo y si llega una carta del juzgado, mándemela, por favor." Y añadí: "Por cierto, ¿usted no ha recibido ninguna carta del juzgado?", ya me había sentado y levanté la cara, que quedó a la altura de la suya.
"No", se extrañó, "¿por qué habría de recibir una carta del juzgado?" "Por el juicio, el juicio de usted, Adelita." Estaba de pie y tenía una mano en la manilla del coche, dispuesta a cerrar la puerta. Su expresión vagamente enfurruñada no desapareció al responder: "¿El juicio? Ya me llamaron hace semanas." "¿Qué quiere decir? ¿Que ya tuvo lugar el juicio?" Mi mente se tambaleaba. "¿Tan rápido?", me extrañé.
"Bueno, han pasado más de tres meses." "Pero en el juzgado nos dijeron aquel día que tardarían varios meses, después del verano dijeron, ¿no se acuerda?" "Pues ya fui", replicó, zanjando la cuestión un poco abruptamente.
"Y ¿cómo no me ha dicho nada?, ¿cómo no me han llamado a declarar, a mí, que puse la denuncia? Y usted, ¿por qué no me avisó?" "Pues no sé. Me enviaron un papel citándome, fui al juzgado, se presentó el abogado de oficio, aquel que usted ya vio, y ya está." "¿Ya está?" Y con más cautela añadí: "¿La condena ha sido…?" "Sobreseído el caso, no hubo juicio", cortó sin dejar de mirar al frente, como si repitiera una respuesta aprendida de memoria.
"¿Sobreseído?" Yo pasaba de un sobresalto a otro. "¿Sobreseído?
¿Por qué?" "Por falta de pruebas." "Pero si usted había confesado", chillé. El chófer del taxi no perdía palabra.
Ahora sí, Adelita se había enfadado, dolida estaba conmigo por mi actitud. ¿Sería capaz de acusarme de falta de confianza? Con cinismo, contestó: "Eso fue aquella noche en el cuartel de la Guardia Civil.
Allí confesé y así lo repetí al día siguiente en el juzgado, porque me presionaron todos y no tuve más remedio. Pero cuando me llamaron y fui de nuevo, declaré y dije la verdad: que yo me había aturrullado, que había tenido miedo, porque no estoy acostumbrada a ser interrogada por la policía…" "¿Esto lo dijo el día que yo estaba con usted en el juzgado?" "No", repuso con precisión, "aquel día yo todavía estaba bajo los efectos de la presión de la noche anterior, así que no sabía lo que me decía. Pero, como le he dicho, cuando me llamaron hace un mes o más, no recuerdo, es cuando les dije la verdad, toda la verdad de lo ocurrido." "¿Todo esto me lo dice en serio? ¿Fue una estrategia del abogado? ¿O me está tomando el pelo?" Me faltaba la respiración pero continué: "¿Y su discurso sobre lo que no sabemos los ricos, sobre el perdón que me pidió, ¿lo he soñado yo?" El taxista miró el reloj.
"Es tarde", dijo, "perderá usted el tren, a esta hora hay mucho tráfico." "Mire, señora", decía ella sin importarle la presencia del taxista, "usted es muy buena, no lo niego, pero aquel día con la sortija estaba muy nerviosa, la verdad. Y tiene que comprender que una no es de piedra. Yo soy una persona muy sensible y a poco que me aprieten soy capaz de confesar lo que sea." "Pero si incluso me dio usted la dirección y el nombre de la joyería." "Dije el nombre de la joyería donde había comprado una cadenilla para mi madre, hacía poco. Se lo dije para que me dejara en paz. Ya no podía más, compréndalo, señora", y la cara era de profunda compasión hacia sí misma sin dejar de fijar en mí su mirada de búho.
Sí, tendría que haberme quedado, tendría que haber perdido el tren, haber llamado al día siguiente al jefe del departamento diciendo que un percance imprevisto me impedía incorporarme al trabajo, tendría que haber ido a la policía de Gerona, y definitivamente tendría que haberme desprendido de Adelita, de su marido y de sus hijos, y olvidar de una vez y para siempre una historia a la que no se le veía el fin, y esa nueva confesión de Adelita, que una vez más, me obligaba a cambiar la teoría que había elaborado sobre los hechos.
La idea cruzó como un rayo por mi mente, pero algo más profundo, más inconfesable, me impidió seguir recapacitando. Envuelta aún en el asombro y el descalabro de ese nuevo descubrimiento, "¡Adelante!", grité, y arrancando la puerta de las manos de Adelita, la cerré con un golpe que sólo molestó al taxista, que me miró con reprobación, y a mí misma, que salté en el asiento asustada por el estrépito y la sacudida. Porque Adelita sonreía como hacía días que no la había visto sonreír y con la mano me decía adiós con amabilidad, casi con dulzura.