38593.fb2 La Canci?n De Dorotea - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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5

En mi conciencia, por el mero efecto de la noticia recibida, Adelita pasó de ser una víctima a convertirse en culpable otra vez.

¿Así que el caso se había sobreseído y ella me lo había ocultado?

¿Por qué me lo había ocultado y por qué nunca me dijo que había mentido cuando se confesó autora del robo? Tal vez fuera una argucia del abogado. Pero, de todos modos, ¿qué pasó con la denuncia: la han ignorado o han conseguido hacerla desaparecer? ¿No había una copia en el sobre blanco que yo le había dado al abogado? ¿Qué significaba esa nueva serie de imbricados y secretos acontecimientos?

Porque se había hecho todo en el más absoluto secreto, con respecto a mí, al menos. Que actuara así un abogado de oficio cabía dentro de lo razonable, porque de lo que se trataba era de ganar el caso.

Pero la forma en que había ocurrido y, sobre todo, la forma en que yo me había enterado, no hablaban en favor de Adelita. Así lo entendí yo, tal vez porque me sentía engañada. Pero ¿era ella la que lo había organizado? Imposible.

De nuevo volvían las dudas. ¿Qué había pasado con mi denuncia? Yo la había firmado en el cuartel de la Guardia Civil y desde allí, según me dijo el sargento, la habían enviado a Gerona, desde donde se llevaría el caso. ¿Serviría de algo la copia que yo tenía? Recordaba muy bien lo que me había dicho la funcionaria del juzgado: "El juicio se celebrará dentro de unas semanas, tal vez unos meses. Y no le extrañe que no se celebre hasta después del verano, estamos colapsados." Lo recordaba muy bien, aunque entonces no le hubiera prestado demasiada atención.

Todos esos detalles, por pequeños que fueran, los fui extrayendoc de la memoria a mi llegada a Madrid, cuando fui a cenar con mis amigos Teresa y Julián. Ella era profesora adjunta en la facultad y él, aunque era abogado, no ejercía, sino que ocupaba un puesto en el Ministerio de Hacienda. No éramos grandes amigos, pero salíamos a cenar de vez en cuando. Al acabar de contarles toda la historia, Julián ni siquiera me dejó acabar: "Tienes poco que hacer porque se ha sobreseído el caso", dijo, "a no ser que quieras meterte en una investigación y consigas alguna prueba. Me has dicho que tienes una copia de la denuncia, ¿no?" "La tiene el abogado." "De todos modos, aun con ella, un juez ha sobreseído el caso, ¡déjalo ya!, no vas a sacar nada.

Porque el joyero alegará y presentará documentación según la cual entregó la fotocopia del carnet de identidad de Adelita, así que al cabo de un mes era libre de hacer con la joya lo que quisiera, habiéndola pagado y cumplidos los requisitos que exige la ley. En cuanto al policía, que tras esa información no te lo comunicó, dirá que sí lo hizo y siempre será tu palabra contra la suya." Y añadió: "No recuperarás la joya, y si lo único que pides es justicia, es difícil que la obtengas únicamente con tu declaración." Repetí otra vez todo lo ocurrido al responder a las innumerables preguntas que me hizo Gerardo a primera hora de la mañana cuando hablé con él, antes de ir a la facultad. Lo había llamado con impaciencia por la noche en cuanto llegué a Madrid, pero saltó el contestador, y aunque le dejé un mensaje, debió de haber llegado muy tarde y quizá no quiso despertarme.

Al día siguiente, cansada y ojerosa porque apenas había dormido, respondí con paciencia.

"No lo entiendo", dijo cuando acabó de preguntar, "de verdad que no lo entiendo. Una denuncia no puede haberse perdido, y aunque así fuera, lo que podría ocurrir, sí ha de quedar constancia en alguna parte de que se puso. La copia está con el resto de la documentación, ¿no? Aunque si se ha desestimado por falta de pruebas…" Nos cansamos de repetir y de especular.

Aquel mismo día a media mañana, ya desde la universidad, me puse en contacto con el señor Prats Sisquella, el abogado. Al teléfono, su voz sonaba mucho más distante y agria de lo que yo la recordaba.

Apenas me dio tiempo a saludarlo cuando me interrumpió para recordarme que, si no estaba confundido, me había dicho que me llamaría él, que tenía que dominar mi impaciencia y no adelantarme a los acontecimientos.

"Pero es que han ocurrido otros hechos, por eso lo llamo", dije con seguridad.

"¿Qué hechos? ¿Qué ha ocurrido que tenga tanta importancia?" ¿Había en su voz un tono de inquietud, de zozobra, o me lo pareció a mí?

Estoy perdida, me dije, veo fantasmas hasta en las palabras.

"El caso es que cuando me iba ya, Adelita me dijo que la habían llamado al juzgado y tras su declaración el caso se había sobreseído…" "¿Adelita es la guarda?" "Sí", dije, incómoda por la interrupción, "sí, es la guarda.

Bueno, pues me dijo que se había sobreseído el caso por falta de pruebas." La noticia no parecía sorprenderle, así que seguí: "Porque declaró que la noche en que se descubrió el robo, la habían llevado al cuartel y había confesado bajo presión de la Guardia Civil. " Callé esperando una respuesta, pero en el teléfono sólo había silencio.

"¿Oiga? Señor Prats, ¿me oye?" "Sí, sí, la oigo", dijo distraídamente, como si tuviera la cabeza en otra parte, o como si, amparándose en que no lo veía, despachara con su secretaria. "Sí, sí, siga", añadió.

"Bueno, no hay nada más que decir. Eso es todo." Entonces, con ese puntillo de resabio que emplean ciertos médicos y confesores, preguntó: "¿Cuándo dice que ocurrió?" "Ayer, serían las cinco de la tarde. Yo estaba ya por venir a Madrid." Todavía estuvo un momento sin hablar y cuando lo hizo seguía el tonillo doctoral que me intimidaba: "Esto cambia las cosas", dijo sin ningún rubor por la obviedad de la afirmación. "Esto nos pone", comenzó a usar en aquel momento el plural mayestático, "en una situación muy distinta. Tenemos que utilizar todo el tacto de que somos capaces para ver qué es lo que hemos de hacer ante una situación tan contradictoria, tan encontrada, diría yo, si entiende lo que quiero decirle", añadió con suficiencia.

"Este hombre es tonto", dijo Gerardo cuando se lo conté. "Claro que cambia las cosas que se haya sobreseído el caso, las cambia tanto que, de hecho, ya no lo necesitas. ¿Qué puedes hacer tú y qué puede hacer él? Nada, sea o no sea contradictoria la situación." "Pues aún me ha dicho más. Dice que no vaya para nada a la casa del molino hasta que él me lo autorice, así lo dijo, y que si llamo por teléfono, no le hable de este asunto a la guarda, quiere decir a Adelita. Que no vaya por ahí contándole esta historia a la gente.

Las mujeres, dice, a veces por el afán de hablar con la vecina, cometen muchas indiscreciones. Eso me dijo, el misógino. ¿A quién quiere que se lo diga? La poca gente que conozco en el pueblo la conozco sólo de vista o de ir a las tiendas, y si no les he hablado del robo, ¿por qué iba a hablarles deli sobreseimiento? Se creerá que no tengo otra cosa que hacer." Pero a pesar de mi indignación había seguido escuchándolo porque estaba convencida de que tal vez tuviera alguna estrategia que me permitiera salir de la incertidumbre en la que me hallaba. Así se lo contaba yo a Gerardo noche tras noche cuando nos hablábamos. Él me escuchaba atento pero desinteresado, porque debía de cansarle el asunto como le cansaba repetirme a cada momento lo que había de hacer.

"Dijo", continué, "que hay que investigar una serie de datos para esclarecer qué ha ocurrido y saber por qué no se ha tenido en cuenta mi denuncia." "Tonterías, está queriendo alargar el caso que ya está cerrado para cargar los honorarios." "Tal vez haya todavía una esperanza", dije con timidez.

"¿Esperanza? Esperanza, ¿de qué? ¿Qué esperas? Lo único que tienes que hacer es precisamente ir allí, cancelar el contrato con Adelita, pagarle lo que le corresponda y no verla nunca más en tu vida." "Lo que ocurre", respondí con cautela, "es que no tenemos contrato firmado." "¿Que no hay contrato? Tantos años de estar en tu casa, ¿y no hay contrato? ¿Sabes a lo que te expones? ¿Sabes que puede denunciarte y te puede caer una multa muy gorda, además de que tendrás que pagarle una indemnización? ¿Te das cuenta de que eso es un delito?" "Sí, lo sé, pero cuando entró en la casa, como estaba cobrando el paro, no quiso que la aseguráramos, y luego se nos fue pasando el tiempo. Lo cierto es que ella nunca lo reclamó abiertamente y a mí se me olvidó, la verdad. Vete a saber si estará cotizando en otra parte." "Vaya lío", se horrorizó Gerardo. "A ver cómo sales de ésta ahora. Te tiene bien cogida." "A lo mejor no hace falta hacer nada con ella. Tal vez sea cierto que se sintió presionada o lo que declaró se lo aconsejó el abogado de oficio para que no le cayera una condena más fuerte." "¿Más fuerte? ¡Si no le ha caído nada!" E insistió: "Aun así, deberías arreglártelas para que se fuera. Dale dinero si hace falta, búscale otro trabajo, haz lo que sea, pero despréndete de ella de una vez. Aunque fuera inocente, que yo no creo que lo sea, ahora tampoco te sirve de mucho." "Sí me sirve", me defendí, "no es lo que era y está un poco atolondrada, pero sigue cuidando de la casa igual que siempre." Me seguía costando pensar en deshacerme de Adelita. "Lo que le ocurre a Adelita es que le gustaría ser otra persona, más alta, más guapa, más culta y más rica. Me da pena, se deja llevar de lo primero que pasa." "¿Así lo ves tú? ¿Sólo eso?

Si es así, es peligrosa, ya sabes: desdoblamiento de personalidad, esquizofrenia…" "No es para tanto. Y sus cualidades son muchas. Es muy buena en el trabajo, y además es apasionada y voluntariosa, no se arredra ante nada y, aunque la mitad de lo que cuenta sea exageración, tiene una vida llena de apetencias y entusiasmo y, a veces", añadí recordando aquella cara iluminada del día del mercado, "hasta se pone guapa." Me detuve un momento: "Porque le pone pasión a todo lo que hace, le pone pasión a la vida." "Tu admiración no tiene límites." La voz de Gerardo rezumaba sarcasmo. "No sé si es cierto que a ella le gustaría ser otra persona, lo que sí parece serlo es que a ti te gustaría ser ella." "No digas tonterías, ¡cómo iba a querer ser como Adelita!" "Pues, búscate otra", seguía Gerardo, "o cierra la casa hasta que la encuentres." "Es una casa muy grande", me defendí, "y está muy apartada del pueblo. Si no vive nadie en ella me robarán. La semana antes de quec yo llegara, me dijo Adelita que habían robado en dos masías cercanas." "Y te lo dijo Adelita, ¿no?

¿Y tú lo creíste?" "¿Tú no?", contraataqué.

"Lo que yo creo es que si te lo dijo por algo sería, algo perseguiría, algo buscaría." "¡Yo qué sé!", dije para desentenderme del asunto, pero reconocí la huella de la duda. "Tal vez sea cierto", repuse.

Esperando la llamada del abogado, pasaban las semanas. A todas horas, por teléfono o cuando se reunía conmigo en Madrid, Gerardo no se cansaba de darme el mismo consejo, y yo, mientras tanto, seguía soñando despierta con aquellas imágenes que me hacían temblar.

Por supuesto asistía a las clases, vagamente ausente como siempre lo había hecho. Años de soledad o tal vez de indiferencia con el medio, escudándome desde el primer día en que estaba en aquella ciudad y en aquel empleo de forma provisional, me habían hecho invisible a los ojos de los demás profesores y ayudantes e incluso de los alumnos que, a veces, cuando me cruzaba con ellos en los pasillos o los veía tan ausentes en el aula, tenía la impresión de que me había convertido en un ser transparente. Nunca me había importado demasiado ni apenas había sentido el aislamiento y la soledad, y menos en aquellas semanas de vuelta de la casa del molino.

Y un día, contraviniendo las indicaciones del abogado, había llamado a Adelita, pero no estaba.

Lo probé otra vez por la tarde y por la noche, al día siguiente y al otro, pero nunca la encontré. Se ponía al teléfono un hijo, no sabía cuál porque apenas los conocía, o el marido, del que no recordaba más que aquella noche de terror en que se me había aparecido con la linterna y el cuchillo, y la cara dee fascinación y ternura que tenía la mañana del juzgado, una expresión de complicidad, de comprensión, mejor aún, de aceptación fuera lo que fuera lo que hubiera hecho, con tal de que aquel ángel que tenía por mujer se dignara mirarlo. ¿Cómo casaba esa expresión de arrobamiento con los gritos y la escena de la tarde en que Adelita había llegado con un número de la Guardia Civil o la misma noche aciaga en que yo volvía del cuartel? ¿Conocería el marido su relación con el hombre del sombrero y languidecería de celos y añoranza, o se encabritaría día tras día al adivinar el motivo de sus ausencias?

Hasta entonces apenas había pensado en la vida de Adelita, me limitaba a creer, en razón de lo que veía, convencida de que un ser tan simple debía de tener unos comportamientos que obedecían a los más elementales impulsos del alma.

Y, sin embargo, ahora, con la última versión de su proceder, con el profundo pozo de secretos e incógnitas que había entrevisto en aquella sonrisa de dulzura de la despedida, comenzaba a preguntarme por la razón de sus actuaciones, de sus mentiras, de sus falsas fidelidades, de su transformación a la vista del hombre del sombrero.

Y entonces una llamarada de fulgor envidioso me corroía las entrañas de celos puros y profundos, porque los imaginaba en las únicas escenas que sabía convocar, convencionales escenas de amor de sus desproporcionados cuerpos que, sin embargo, tan bien se acoplaron aquella mañana al ritmo de sus propios pasos.

Los veía besándose, las manos de él descubriendo los recovecos del corpachón que yo tanto había menospreciado, aunque mi imaginación no me daba un respiro y hurgaba en la herida cada vez más sangrante de mi frustración y de mi obsesión, me adentraba poco a poco en otros ámbitos de excitación y deseo que nunca había imaginado antes, y que aparecían ante mi vista, casi al alcance de la mano con toda la contundencia de una realidad. Pero ni podía ni quería evitarlos porque al tiempo que desfallecía de dolor y de miseria y de envidia, sabía que mi piel electrizada podía depararme la sorpresa de verse ocupando el lugar de ella: mis manos hechas de las suyas, rojas y regordetas de dedos chatos y uñas mal pintadas, mis labios convertidos en aquella boca grande que se abría como una herida en su rostro apaisado, y mi cuerpo transformado en el suyo, suplantando su temblor al contacto de la piel de aquel otro cuerpo largo, casi un rasgo solamente, que yo descubría e inventaba noche tras noche con la paciencia de un artesano.

Ah, en este mar de vientos y tormentas había desaguado aquella primera obsesión por la figura del hombre inmóvil bajo la higuera, cuando creía aún que lo que prometía era su presencia y no, como de hecho era, su ausencia, su prolongada ausencia.

Así vislumbraba e interpretaba los distintos aspectos de la vida y las andanzas de Adelita que se me habían desvelado en los últimos meses. La pasión que la unía a ese hombre tenía que ser por fuerza la que la hacía desaparecer y aparecer según fuera la voluntad de él.

¿A qué otra cosa podía obedecer la apremiante necesidad de ir y venir, y marcharse de nuevo de la casa a todas horas que yo había seguido por el rastro que dejaba su mobilette en el aire apacible del campo? ¿Qué otra cosa podía hacerla llorar incansable, atenta al teléfono como un animal que huele por dónde le llegará el alimento o el peligro?

Me decían que no estaba, que había ido al pueblo, al hospital, a casa de su madre, de sus suegros.

Sólo una vez, uno de los hijos me dijo que se había ido a Andorra.

"¿A Andorra? ¿Por qué a Andorra?" "No sé, se fue hace dos días y volverá pronto." "¿Cuándo es pronto?", quise saber.

"No sé." Tenían todos voces soñolientas, más que indiferentes, voces que pugnaban por salir de la garganta, como si todos estuvieran idos, drogados. El pensamiento me asustó. ¿No los habrá drogado ella para entrar y salir sin tener que dar explicaciones?

Impaciente y un poco inquieta, el primer sábado del mes de junio, un mes y medio poco más o menos después de haber vuelto a las clases, se me ocurrió ir a la casa del molino sin avisar. Nunca lo había hecho antes, pero como si un rayo de lucidez hubiera atravesado el firmamento tormentoso de mi mente, una vez se me ocurrió la idea como una posibilidad, no lo dudé ni un momento. Faltaba menos de un mes para el final de curso, pero no tuve la paciencia de esperar. Pedí una semana de baja pretextando una pérdida familiar de la que, por fortuna, el jefe del departamento no me pidió comprobación y que me fue concedida sin mayor dificultad, tal vez porque nunca había faltado ni me había retrasado en las clases.

Gerardo, que había pasado en Madrid el fin de semana anterior y como siempre no había hablado más que de Adelita, tomó mi decisión como un efecto benéfico de sus palabras y sus consejos, y quizá como la tan esperada muestra de sensatez y prudencia por mi parte.

"¿Quieres que retrase ese viaje a Londres y te acompañe?" "No, no hace falta, sólo quiero ver qué pasa, por qué no está nunca en casa, quiero saber qué hace, adónde va, a quién ve en el pueblo." Me detuve un momento, ¿no estaré mostrando demasiado interés, demasiada curiosidad?, y añadí: "A ver si lo arreglo de una vez."

El viaje en avión me proporcionó una tranquilidad momentánea que no había sentido desde hacía tiempo. Me olvidé del tren, cogí un taxi desde el aeropuerto y llegué a la casa del molino casi a las nueve de la noche de un día que había sido cálido y tranquilo.

Un último atisbo de claridad inundaba el firmamento, ni un leve soplo de brisa movía las hojas de los árboles que habían alcanzado en esas semanas la frondosidad que prometían al inicio de la primavera. El paisaje entero tenía el aspecto apacible que uno imagina cuando piensa en el campo. Su belleza sobrecogedora, con los infinitos tonos de verde y las florecillas que estampaban los campos y los caminos, sugería la bondad desinteresada de un mundo distinto, más natural, menos ruidoso, menos agotador.

Así es como ven el campo los que sólo sueñan con él, pensé, no recuerdan la oscuridad y la soledad del invierno, el tormentoso viento de marzo, el tedio y la añoranza que produce la lejanía de un mundo más vivo, el agujero de tanta ausencia, el cansancio de un transcurrir que sólo se contempla a sí mismo. Yo nunca había sido amante del campo, me gustaba la ciudad, me gustaba perderme entre la multitud y tener una tentación en cada portal, como a todos los solitarios.

Si por lo menos la casa que he heredado estuviera en un pueblo…

El campo servía para echarlo de menos, para tenerlo al alcance de la mano y descansar, no para vivir ni trabajar, pensaba una vez más mientras el taxi subía por el camino vecinal. No es extraño que Adelita busque otros alicientes, se vaya y vuelva y se vuelva a marchar. Aquí la vida se paraliza y con ella el ánimo, el humor y tal vez el deseo, añadí cuando vi aparecer al marido que salía de su casa con el inevitable palillo en la boca.

Llevaba una camisa de cuadros, limpia esta vez, e incluso se había afeitado. Tenía cara de pocos amigos, y se dirigió a mí con aire retador.

"No está", me espetó sin saludarme. "Se ha ido al pueblo porque mi cuñado…" "No me cuente historias", lo interrumpí en el mismo tono, "no tengo prisa, la esperaré." Se le dulcificó un poco la voz: "Es que llegará tarde, no sabía que usted venía." "No importa", dije, pagué el taxi, y utilizando mi propia llave entré en la casa.

Nada más abrir la puerta, me invadió un olor denso, agrio, vagamente pestilente, de comida rancia quizás en estado de descomposición, de habitación cerrada, de colillas y aire viciado de varios días.

Prendí la luz y me quedé horrorizada. El panorama era desolador.

Un leve golpe de viento que entraba por la puerta que había quedado abierta había hecho rodar botellas vacías por el suelo. La gran mesa de la cocina estaba completamente llena de platos y vasos sucios con restos de comida y bebida apilados de cualquier modo junto a ceniceros rebosantes de colillas de cigarrillos y puros que apestaban. También estaban cubiertas de detritus las mesas del comedor y del salón, y en el suelo se amontonaban servilletas de papel usadas, mondas de frutas, restos de pasteles, cuencos con patatas fritas mezcladas con lo que debió de ser el contenido de alguna lata, sardinas o berberechos o mejillones aceitosos, costillas de cordero mordisqueadas y acartonadas, salsas solidificadas, costras de alimentos irreconocibles en los cacharros y el imborrable olor agrio de las ensaladas ennegrecidas. Los almohadones de los sofás estaban tirados por el suelo, las sillas caídas, los discos desparramados sobre la mesa, la cadena sin apagar y un disco dando vueltas inútiles en el tocadiscos.

El horror. Yo no lograba reaccionar, tal vez porque ya sabía que Adelita no estaba y de poco serviría dar voces y pedir explicaciones. El marido, que me había seguido hasta la puerta, había desaparecido y yo habría desaparecido también de haber sabido adónde ir.

Desanduve el camino hasta llegar a la entrada, igualmente sumergida en el caos, subí la escalera apartando del suelo más almohadones, ahora de las camas, con el corazón encogido.

Mi cuarto, el primero en el que entré, tenía la cama deshecha, sin sábanas, y algún vaso en el suelo.

Recorrí las habitaciones y en todas encontré el mismo olor nauseabundo y el mismo aspecto de haber sido arrasadas por un vendaval o por un ejército en retirada. Ninguna cama estaba hecha, había sillas caídas, los objetos de las mesillas apartados hacia un rincón, las ventanas cerradas. Me fui al estudio y a pesar de todo no pude evitar asomar la cabeza por la ventana y mirar hacia la higuera lejana, lejana y vacía, supuse, porque la noche se había adueñado ya del paisaje y, deslumbrada por la luz de las habitaciones que había dejado encendidas en toda la casa, no lograba distinguir los perfiles de las sombras.

Pero fue sólo un instante. El denso hedor a colillas me llegaba desde los cuartos y de pronto comprendí, con toda la virulencia de una realidad incuestionable, que tendría que pasar la noche en esta misma casa. Algo había en todo el desorden que me impidió dormir en mi propia cama, y como pasaba el tiempo sin que fuera capaz de reaccionar, atenta sólo a la improbable llegada de Adelita y al progresivo ruido de motor que asomaría desde el fondo de la noche, cogí un par de mantas del armario de la ropa, que encontré intacto, y me tumbé en el sofá del estudio a esperar.

El zumbido de moscardón de la mobilette no llegó hasta el amane-g cer, rompiendo mis sueños inexplicablemente plácidos para una noche tan llena de sorpresas. Incluso con la atención alerta, debió de rendirme el cansancio a una hora imprecisa, tardía y oscura, que no pude recordar al abrir los ojos y encontrarme con el cuerpo dolorido en un lugar que a primera vista no reconocí. El zumbido se detuvo abruptamente tras dos o tres inútiles explosiones y el silencio rodó otra vez por la luz del alba. El recuerdo de la noche anterior apareció con la virulencia y la claridad de un rayo. Aparté la manta de un manotazo, me puse los zapatos, y a una velocidad que no había alcanzado hacía años, bajé la escalera y salí por la puerta de la cocina hasta detenerme en la casa de Adelita. Ella debía de haber entrado ya, no se oía una voz ni había una luz prendida, pero yo no me arredré: con golpes violentos en la puerta de su casa llamé con insistencia hasta que abrió, abrochándose la bata y bostezando, talmente como si yo la hubiera despertado.

"Qué tal, señora", dijo, soñolienta, cortando un pretendido bostezo con la palma de la mano, "perdone pero no la oía. Estaba tan dormida." "Vístase", ordené con voz apremiante, "y vaya inmediatamente a la casa. Limpie, barra, friegue y arregle todo el desorden hasta que acabe, no me importa la hora que sea ni lo cansada que esté, y mientras tanto me cuenta a qué equipo de fútbol, a qué colectivo ha invitado a una juerga en mi casa." Por primera vez, no supo qué contestar, o tal vez prefirió no hacerlo. Debía de haber tenido el tiempo justo para ponerse la bata encima cuando yo llamé porque se recogió al interior viciado de su vivienda y salió al instante, vestida y con un delantal en la mano.

Me siguió pensativa y sonrojada y entramos las dos en el campo de batalla que ahora, a la pálida luz del amanecer, adquiría trazos más lúgubres aún, como el rostro de lai resaca, tras una noche de borrachera.

Era evidente que no tenía excusa, si acaso sólo una explicación.

Y éste es el camino que tomará, me dije. Conociendo su capacidad de fabulación y de drama, no me habría extrañado que me contara una tragedia sobre cualquier familia indigente en busca de un techo donde celebrar sus festejos y que ella, en su infinita bondad, no había podido resistirse, ni que después se arrodillara pidiendo perdón al tiempo que, arrebatándome una de las manos, la besaba y la llenaba de lágrimas o de baba. Pero no fue así, sus recursos eran inagotables.

"Bien, señora, será mejor que le diga la verdad." Estaba de pie en una actitud de gran dignidad, como si estuviera a punto de contarme algún secreto atroz que ella habría querido evitarme. "Comprendo que he hecho mal y que debería habérselo dicho, pero no me atreví.

Esta es la verdad. La confianza que siempre me ha tenido y con la que yo le he correspondido me impulsó a tomar la iniciativa -cuando se ponía a contar su vida hablaba con precisión y soltura- y a celebrar en esta casa, que durante tantos años he considerado mía, la boda de un hermano de mi marido que, pobre, vive en el pueblo y apenas le dan los campos para vivir." "Y ¿también ha invitado a dormir a la familia entera?" "No, señora, todos han dormido y duermen repartidos en varias casas de la familia, en el pueblo.

Incluso el día de la fiesta, hace dos días." "Entonces, ¿por qué están todas las camas de la casa deshechas, sin sábanas y las habitaciones sin hacer y en total desorden?" No titubeó ni dejó de mirarme fijamente a los ojos al responder: "Tuve que ir a casa de mi madre que me necesitaba, ya sabe, la diabetes, y no tuve tiempo de arreglar el desorden que había causado la fiesta, pero pensé que ya que teníaa que limpiar a fondo en cuanto volviera, como ya llega el buen tiempo podía aprovechar para quitar las mantas, cambiar las sábanas y hacer la limpieza de temporada de todas las habitaciones. Pero no me ha sido posible volver hasta hoy." Sus ojos seguían clavados en los míos y ella estaba inmóvil, a todas luces esperando mi respuesta, que no llegó. Le dije simplemente: "Póngase a limpiar y, aunque toda su familia esté agonizando, no se detenga hasta haber dejado la casa completamente limpia y ordenada." La oí durante horas barrer, fregar, limpiar y sacudir. Pasó el aspirador, fregó los suelos y la escalera, limpió los cristales, puso lavadoras, y hasta le sacó brillo a los jarros dorados y plateados, tendió la ropa y, muchas horas después, cuando casi había acabado el trabajo de la casa, la recogió, la planchó y la guardó, y se llevó varios sacos de basura y un cesto lleno de botellas vacías al contenedor que había en el camino. Con lo único con lo que no pudo fue con el último jirón de apestoso hedor a agrio que habría de rondar por la casa durante muchos días aún. Eran las cinco de la tarde cuando se acercó a mí, que iba y volvía del estudio y deambulaba vigilando que no se escapara con cualquier pretexto, y me dijo: "Ya está todo como estaba, señora. No se ha roto nada. Todas las botellas que ha visto las trajeron ellos, igual que la comida que yo misma cociné. Nada se ha perdido, nada se ha gastado, señora." Y en un tono más humilde, siempre sin apartar la vista de mis ojos, con esas pupilas oscuras y penetrantes que se le ponían cuando quería mantener fija la mirada, dijo: "Para que todo esté igual que antes, sólo me queda pedirle perdón otra vez y que usted me perdone." No había servilismo en la voz, sino pesar sincero y digno.

Yo no había dicho una palabra desde aquella hora del ama-c necer en que la había sacado de su casa. Supuse que no había comido ni bebido ni había dormido tampoco. Pero ni me había conmovido ni me conmovía ahora. En el mismo tono que ella había empleado, respondí: "Si ha terminado con mi casa, puede comenzar ahora con la suya.

Recoja todas sus cosas, saque a su marido y a sus hijos de la casa y váyanse. Les doy tres horas.

Esta noche tienen que haberse ido todos." La cogí desprevenida. Unos minutos pasaron en los que me pareció que había ganado la partida, que se iría sin más protestas ni quejas, ni llantos. Cuán equivocada estaba. Arremangándose como para darse ánimos y preparar la oposición a tan injusta decisión, y dejándose llevar por la convicción de que de nada le serviría jugar una vez más a la plañidera, se puso las manos en la cintura como un cántaro y bramó: "¡Ah, no! De aquí no me echa usted tan limpiamente. No tiene nada contra mí, así que por lo menos tendrá que indemnizarme por los años que he estado en la casa, tendrá que reconocer que no ha pagado la Seguridad Social, tendrá…" Ahora era yo la que estaba roja de cólera y, si bien no me puse en jarras como ella, la agresividad me hizo crecer, porque desde la altura de mi indignación, la vi más baja aún de lo que era: "Reconoceré lo que sea ante el juez, pero primero tendrá usted que denunciarme y luego veremos cómo se las arregla para sobrevivir, porque lo que ha ocurrido en esta casa se sabrá en todo el pueblo, en Toldrá y en Gerona si hace falta, haya usted hecho las trampas que haya querido para que su caso lo eludiera la justicia. Aquí hay un embrollo que, no lo dude, acabaré descubriendo, y usted será la peor parada. Así que, váyase en buena hora y si quiere denunciarme, lo hace.

Yo también tengo mis recursos." Yo misma quedé sorprendida de la furia con la que había dicho estas palabras y la inapelable amenaza que desprendían. Una profunda ira soterrada durante las últimas horas, y quién sabe si durante los últimos meses, había asomado en mis gestos y se había manifestado en la violencia contenida de mi voz y en la parquedad de un discurso que había repetido durante toda la mañana.

Después, silencio. Yo recuperé poco a poco la cadencia de la respiración y me sentí de pronto liberada de un gran peso. Era consciente de la autoridad que, sin saber por qué, había sabido imprimir a mi amenaza y a mi actitud.

Y las consecuencias que pudiera tener el despido no me importaban en absoluto.

Adelita me miraba atónita, sorprendida por una estampa que no había visto nunca, que no conocía, y asustada como estaba le faltaba poco para echarse a llorar. Pero hice caso omiso. Cuando, callada y aturdida, se dio la vuelta en silencio para entrar en su casa, yo la seguí dispuesta a cruzarme de brazos, armarme de paciencia y asistir al desmantelamiento de su hogar y al embalaje de sus pertenencias. Nunca la había visto tan agobiada como cuando se dirigió a su marido y al hijo que con él estaba mirando la televisión. Se pusieron los dos en pie, vagamente desconcertados, y ella les habló en voz tan baja que el marido tuvo que inclinarse para oírla. Luego me miraron con rencor, más por haber interrumpido el programa, pensé, que por tener que irse de la casa.

Y comenzaron a rodar por las habitaciones, no mucho más aseadas que mi propia casa unas horas antes, siguiendo sus indicaciones. Yo me quedé de pie, apoyada en la entrada del comedor desde donde veía los cuartos y la cocina. No porque quisiera vigilar lo que se llevaban, porque creo que no había entrado en la vivienda de los guardas desde que se arregló y se pintóg poco antes de que Adelita comenzara a trabajar, hacía años, y no podía recordar lo que pertenecía y lo que no pertenecía a la casa.

Pero mantuve mi presencia, silenciosa y grave, convencida de que era la única forma que no le permitiría ganar tiempo y me libraría así de otra de sus artimañas.

Había cedido un tanto mi indignación, pero mantenía la cautela, porque no quería que, fuera quien fuera quien le diera consejos, pudiera ponerse en contacto con ella.

Así que me dirigí al supletorio del teléfono para desenchufarlo, pero en cuanto ella lo vio, se detuvo ante mí cargada con un montón de ropas que había sacado de una habitación y me dijo: "Voy a tener que usar el teléfono porque necesitamos que venga mi sobrino a buscarnos con la camioneta, iremos muy cargados." Volví a enchufar el aparato y me situé a su lado con los brazos cruzados en actitud vigilante. No sé si fue a su sobrino a quien llamó, pero fuera quien fuese el que se puso al teléfono le pidió que viniera a buscarlos con la camioneta. "Ya te lo explicaré", acabó a modo de despedida. Colgó y yo volví a desenchufar y me quedé con el aparato en las manos mientras ella me miraba como si me pidiera ayuda.

Fue entonces cuando aún hizo el último intento de obtener mi perdón. Se fue acercando muy despacio, la cabeza hundida en el cuello, la mirada triste y ladeada, las manos a la espalda como si sólo la guiara la timidez, hasta que se detuvo frente a mí. Yo ni me moví ni hice otra cosa que mantener su mirada.

"Señora…", dijo en un susurro, como si el remordimiento y la tristeza no la dejaran continuar, "señora, sé que no hay palabras para explicar lo que he hecho, sé que…", aquí estalló en sollozos ante mi imperturbabilidad. Al darse cuenta, se secó las lágrimas e intentó continuar, pero gemidos e hipos incontrolados se mezclabani con sus palabras y ella misma fue consciente de que no se la entendía. Así que hizo un esfuerzo por contenerse y acabó: "Perdón, señora, perdón, déjeme quedar aquí con usted, déjeme que le demuestre el respeto y el amor…" La interrumpí procurando recuperar el tono de mi discurso anterior: "No hay nada más que hablar, acabe de una vez y váyase con sus hijos y con su marido. No quiero volver a verla en mi vida." Debió de comprender que, por una vez, no había logrado lo que se proponía. Las lágrimas cesaron y apareció en la mirada el acero despiadado del odio, de un odio profundo que debía de tener almacenado porque no era posible que hubiera surgido tan de repente con tan evidente intensidad.

"¡Váyanse!", añadí para acabar.

No quise preguntarle qué había ocurrido con el coche de su hijo, ni me importaba saber dónde estaban los otros dos hijos, no estaba dispuesta a soportar una nueva confidencia, otra muestra de arrepentimiento y buenos propósitos, otra petición de clemencia. Lo único que quería es que se fueran ella y su marido y el hijo que estaba con ellos. Y que viniera el cerrajero al que había llamado por la mañana para que cambiara los cerrojos de todas las puertas. Estaba impaciente y tenía prisa, tal vez porque temía los imprevistos de mi propia voluntad o su debilidad, convencida de que en cualquier momento podía reblandecerse ella y yo volverme atrás. Pero resistí.

A veces, cuando recuerdo aquel día y me asombra la fuerza y la constancia que mantuve a lo largo de tantas horas, como si se las hubiera pedido prestadas a otra persona, pienso que lo que me ayudó fue precisamente el cansancio que tenía que invalidaba cualquier otra sensación, pensamiento, decisión o programa, cualquier acto de la voluntad que no estuviera encaminado a acabar de una vez para tumbarme en la cama y dormir.

Aunque era domingo, el cerrajero me había asegurado que vendría a última hora. Llegó cerca de las ocho y se puso a trabajar. A las siete se había detenido frente a la casa de los guardas la camioneta gris sin ventanas que conducía un tipo barbudo de pelo corto y tez cenicienta. Tal vez fuera el sobrino de Adelita, pero más parecía su padre, o su padrastro. Tenía un aspecto sucio y huraño y sin saludar ni hacer ninguna pregunta se puso a cargar paquetes y cestos y maletas y cantidades de ropa sin empaquetar y bolsas de comida, con la ayuda del marido y del hijo que, una vez hubieron acabado y dejado la casa sin más ropaje que los muebles desnudos y los cajones abiertos, se metieron dócilmente en la camioneta a esperar a Adelita.

Ella ni me miró cuando pasó por última vez ante mí. Tenía la cara roja como siempre que algo la reconcomía y, tan hinchada, que parecía a punto de estallar. Se había puesto de gala, llevaba un vestido de verano de color verde brillante sin mangas con un cinturón apenas visible de tan prieto a la cintura, zapatos de tacón sobre los que balanceaba sus piernas en forma de bolos descabezados y brazaletes de metal en las muñecas que tintineaban al caminar. Llevaba en el brazo un chal que se echó sobre los hombros.

Quiere impresionar, admití. Y recordé el día, lejano ya, cuando todavía vivía mi padre, en que desde la ventana del estudio la descubrí paseando por el campo vestida con un vaporoso traje de tul de color violeta que volaba con la brisa del amanecer. Era un traje largo que arrastraba sobre los rastrojos secos, y ella mientras tanto, sin enterarse del dolor y de los pinchazos que debía de sentir en los pies descalzos, movía los brazos siguiendo el ritmo de una música interna como si mostrara movimientos de baile a sus alumnos, o los dedicara a un público que la animaba y la admiraba. Desde lejos, la vi sonreír con los ojos cerrados, disfrutando de un momento y tal vez de un éxito que sólo ella sabía a qué se debía.

Quién sabe si aquel baile iba dirigido ya al hombre que todavía no había llegado, el que la vería con los ojos con que ella quería verse, el que temblaría de emoción contemplando cómo se movía entre tules por el campo agostado del verano, el amante que ella deseaba, el que quería merecer, el que finalmente había cristalizado en el hombre del sombrero, el amado Jerónimo que la había transformado en un ser capaz de irradiar belleza. Lo cierto era que entonces, igual que ahora, igual que siempre, su mayor deseo, su voluntad, se centraban en impresionar, sí, pero ¿a quién ahora?

¿A su primo, al cerrajero o a mí?

¿Y para qué? Es imprevisible, sentencié, haga lo que haga.

Había llegado casi al coche donde, de pie, junto a la puerta, la esperaba aquel primo de aspecto hosco que había agarrado por el collar al perro que ladraba enfurecido cuando, sin detenerse, dio media vuelta, volvió sobre sus pasos y vino hacia mí, que permanecía en la entrada junto al cerrajero.

Yo creí que quería despedirse y devolverme las llaves. Pero no era su intención devolver nada, ni siquiera lo que tras la llegada del cerrajero quedaría tan obsoleto como todas las llaves de la casa.

Se acercó, me miró y casi al borde de las lágrimas que contenían su rabia y su despecho, dijo: "Se arrepentirá, señora, se arrepentirá de lo que acaba de hacer, por años que viva no tendrá suficientes lágrimas para lamentarlo." El cerrajero, que trabajaba inclinado sobre la cerradura, se volvió, levantó la cabeza y sonrió, pero yo me estremecí. Había en la voz y la mirada de Adelita un rasgo desconocido de tal veracidad, dee tal profundidad, que invalidaba la experiencia y exigía la revisión de todas las afirmaciones y opiniones que yo había vertido sobre ella. Y además, al acabar de hablar, abriéndose paso en la fría mirada que me dedicó, había asomado un rasgo nuevo de su carácter que tampoco yo le conocía, tal vez porque nunca había querido verlo, pero más probablemente porque ni en sus peores actuaciones se me habría ocurrido atribuírselo: su disposición a infligir una herida, su capacidad de venganza. Sí, eso es lo que vi entonces, y eso es lo que me llevó a llamar aquella misma noche a Jalib, el jardinero, y a pedirle, sin ningún resultado por otra parte, que en cuanto pudiera se viniera con su mujer a vivir a la casa de los guardas, por lo menos hasta que yo me fuera otra vez.

Aun así, y aunque procuré convencerme de que poca cosa podía hacer contra mí, aparte de denunciarme por haberla tenido trabajando sin asegurar, eso fue lo que durante los días siguientes me tuvo en vilo, atenta a los ruidos de motor que venían del camino.

Aquella primera noche, noche clara de junio, noche de luna otra vez, que apareció recién disminuida pero poderosa aún en la ventana, iluminando la higuera lejana y el espacio vacío bajo ella, sumidos ambos en el misterio de su blanca luz, me encerré amedrentada en la casa en cuanto el cerrajero se fue, con las nuevas llaves en la mano como el tesoro que había de salvarme. Pero incluso con el temor de lo que podría ocurrir o, en último término, con la incertidumbre de no saber qué iba a hacer con esta casa, creí haberme liberado de la maraña de hilos y nudos que me habían tenido prisionera, y al despertarme a la mañana siguiente, tras una larga y pacífica noche sin sueños, me encontré con un día más radiante y un cielo más diáfano del que habían desaparecido las sombras y las nubes que hasta entonces oscurecían la historia de mi casa.

Pero no era más que el cansancio acumulado de la noche y del día anteriores, o la tensión, o la vigilante inmovilidad de tantas horas, los que me habían lanzado a la cama de sábanas limpias con un placer y un abandono que superaba la zozobra de la soledad y del peligro.

Ni el domingo ni el lunes había sonado el teléfono. Por eso cuando lo oí a media mañana del martes me sobresalté, como si el timbre se hubiera fundido con el motor de la camioneta gris, el único enemigo declarado al que esperaba y temía.

Cuando me di cuenta de que no era sino el insistente timbrazo del teléfono, se atemperó mi corazón y acudí inocente a la llamada: "Diga." "¿Está Dorotea?" Era una voz de hombre.

¡Vaya! En un instante, con el poder automático de la tecla del ordenador que recupera el texto perdido, reapareció aquella maraña de la que había creído desprenderme y volvieron a presentarse ante mis ojos horrorizados las incongruencias de los misteriosos e incomprensibles hechos del entorno de Adelita que se habían sucedido en la casa durante tantos meses. ¿Fue esta coincidencia la que convocó la vaga sospecha que pugnaba por brotar y manifestarse, un pensamiento informe aún pero con un significado preciso aunque definido en un código sin descifrar? Como la inquietud que origina la palabra que estamos viendo con la imaginación y que, sin embargo, somos incapaces de traducir al lenguaje convencional de los signos y los sonidos, la suspicacia y la impotencia crecían ciegas dentro de mí y, tal vez obedeciendo las leyes de su despertar o insuflando en mi inteligencia al hacerlo una perspicacia policial nueva, oí la voz de mi respuesta: "¿Se refiere a Dorotea la alta o la más bajita?" "La bajita, la bajita", repitió la voz para confirmar lo que quería.

En ese mismo instante, al comprobar la eficacia de la estratagema, apareció desnudo de brozas y de tropiezos el verdadero significado, como el de aquella palabra que se negaba a brotar y, con una mezcla de alivio y zozobra, supe lo que tendría que haber sabido desde siempre, desde el lejano día en que una voz comenzó a preguntar por Dorotea, aunque no hubiera tenido el valor o la inteligencia de transmitirme a mí misma un mensaje tan manifiesto: Dorotea era Adelita.

"No, no está en este momento, ha salido." El estupor no me dejaba encontrar el modo de continuar. No sabía qué más decir ni qué hacer para adentrarme en la puerta que se me acababa de abrir.

"No importa, dígale cuando venga que ha llamado Ernesto, que me han dado su teléfono en la agencia, la de María Dolores y Miriam, y que volveré a llamarla esta misma tarde." Y colgó.

Estaba temblando. Dorotea era Adelita, sí. Dorotea era su nombre de guerra, pero ¿de qué guerra?

¿Cómo podía adivinarlo yo, que ni siquiera había tenido una leve intuición de que algo tenían que ver Dorotea y Adelita? Me recriminaba no haberlo sospechado siquiera, pero al mismo tiempo era tal la sorpresa que no encontraba más que acusaciones que hacerme por mi falta de perspicacia, por mi falta de inteligencia. La había tenido aquí, día tras día atenta al teléfono, nerviosa cuando no era ella la que respondía, exagerando la incomodidad que suponía la insistencia de la llamada. Dorotea era Adelita. Dorotea era Adelita. Un indicio más. ¿Hasta dónde me llevaría?

Gerardo, que ya había vuelto de su viaje, estaba muy satisfecho porque creía que era él quien me había convencido para que por fin hubiera tomado la decisión de despedir a Adelita, sin admitir ni excusas ni explicaciones, y ahora insistía en que cerrara la casa, porque le parecía que para el poco tiempo que estaba en ella no hacía falta que la mantuviera abierta y con guardas. Me bastaba, decía, el jardinero por horas. Pero yo tenía pavor a llegar a una casa tan grande donde el polvo de la ausencia cubriría de opacidad los muebles, el piso, los libros y todas mis pertenencias, exigiéndome cada vez una de esas devastadoras limpiezas domésticas que siempre había detestado porque tergiversaban el orden natural de los objetos. Ése era mi argumento.

Teníamos largas discusiones por la noche que se resolvían en planes para el futuro a los que yo me sumaba por buena educación y cariño con cautela, sin embargo, y sin tomar nunca una decisión concreta y definitiva.

"¿Por qué no cierras ahora la casa y vienes a Barcelona? Si te quedan todavía cinco o seis días no es normal que los pases ahí, sola como un murciélago colgado de una viga, sin otra cosa que hacer que darle vueltas a lo que ha ocurrido.

Tienes que hacerte a la idea de que Adelita y todo lo que se relacione con ella pertenece al pasado.

Ya sé que no te convence la forma en que se ha resuelto el problema, pero convendrás conmigo que se ha resuelto y ya no hay más vueltas que darle. Olvídalo." Pero ni lo olvidaba ni quería olvidarlo. Estaba atada a ella, Adelita, por unos lazos bien sujetos que, aunque de vez en cuando parecían aflojarse, se volvían a tensar como para recordarme que no tenía escapatoria. ¿Qué otra cosac me depararía esta historia que me había tocado vivir, esta historia que, la mirara por donde la mirara, me obsesionaba, tal vez porque todavía estaba incompleta y cualquier interpretación acababa siendo desmentida por la experiencia? Entendía muy poco de lo que ocurría y había ocurrido, casi nada. Si pensaba en el juicio, no lo entendía, ni entendía el comportamiento de los abogados, ni entendía tampoco la ocultación de Adelita, y ahora no entendía quién era ese hombre que desde hacía meses llamaba de parte de la agencia de María Dolores y Miriam. Agencia, ¿de qué?

¿Qué oculto trabajo hacía Adelita además de ser la guarda de mi casa?

Y me preguntaba entonces, ¿me turbaría, me oprimiría y me cautivarían tanto los líos de esta historia de no ser por la presencia permanente, aunque fuera en segundo o en tercer plano, del hombre del sombrero? Tal vez por eso, desde que había llegado, pasaba de puntillas por su rostro que inmerso en mi memoria exigía atención, pero no me entretenía en la mirada de sus ojos grises ni en el gesto socarrón de su boca. Pasaba también por alto la silueta de su cuerpo encogido bajo la higuera al que en tantas noches de delirio había inventado atributos y rasgos que la repetición había hecho tan suyos como el sombrero negro o el papel con el que jugaba a todas horas. Sabía de su pelo de trigo que olía, como el de los niños, a la paja de los campos del verano, sabía del calor de su cintura y de su cuello y de la frescura de las palmas de las manos rozando mi cuerpo en infinitas fantasías que se abrían y prosperaban en los rincones más ocultos y oscuros de mi alma.

Pero ahora quería ignorarlo o al menos no detenerme en un cuerpo que me sabía de memoria: era tan turbadora su existencia que ni siquiera durante mis recurrentes fantasías en la oscuridad me sentía capaz de llamarlo por su nombre.

La palabra "Jerónimo", en mis labios, aunque fuera en un susurro, cobraba una sonoridad que, sin respetar las fronteras de la distancia, atravesaba las paredes y se extendía por el mundo vibrando acusatoria en los oídos de Adelita, de la gente del pueblo, de mis conocidos, de mis amigos, cubriéndome de humillación y oprobio. Por si no fuera bastante, la manipulación de su imagen a la luz del día me alteraba, y el miedo y la zozobra con los que vivía cada noche esperando a que llegara la camioneta gris habían alejado de mi cama la intimidad que necesitaba para atreverme a convocar su recuerdo. En estas circunstancias, ¿cómo podía ir a Barcelona con Gerardo? Llevábamos varios años de una relación pausada que había ido estrechándose sin entusiasmos ni sobresaltos, al menos por mi parte. Pero ahora, a pesar de ser incondicional, su cariño, su admiración y su complicidad me pesaban, su inteligencia me aburría. ¿Qué podemos hacer cuándo esto ocurre?

Sonó el teléfono en el momento en que yo entraba por la puerta, de vuelta del restaurante donde había ido con el pretexto de comer el primer plato caliente desde mi llegada. Era el hombre que preguntaba por Dorotea.

Sólo esperé a responder el instante que me hizo falta para hacer mía la estrategia que se me acababa de ocurrir: "Soy yo", dije.

"Yo soy Ernesto, me ha dado tu teléfono Dolores, de la agencia, me ha dicho que eres estupenda y que siempre estás disponible. ¿Es verdad?", preguntó con coquetería.

La voz había cambiado, se había vuelto melosa, pegajosa casi, y sin esperar mi respuesta añadió: "Y que podemos vernos." Ahí sí esperaba respuesta.

"Sí", respondí cauta.g "Bueno, entonces vamos a fijar el día y la hora. Mira, yo trabajo en una fábrica en las afueras de Caldas y como tengo el primer turno salgo a las cinco. ¿Tú dónde estás?" "Podemos encontrarnos en Gerona", dije siguiendo con la cautela.

"Eso, en el bar de la estación, así no nos perderemos y después ya buscaremos a donde ir. Te conoceré porque me han dicho que eres muy bajita. A mí me gustan las bajitas, no creas. No quiero saber nada de las altas que parecen jirafas." Se rió. "Me gustan bajitas y gorditas. Yo soy alto y llevaré una gorra y una chaqueta gris. ¿Te acordarás?" Y sin detenerse: "En Gerona conozco lugares magníficos.

¿Puedes mañana a las seis de la tarde?" "Sí, mañana a las seis de la tarde", repetí.

Colgué sin entender por qué había suplantado a Adelita o, mejor dicho, a Dorotea. Por la mañana sólo había querido ganar tiempo para decidir una estrategia que me permitiera informarme de más detalles, el tipo de trabajo que proporcionaba la agencia, la frecuencia de las llamadas y el perfil de quién o quiénes lo hacían. Pura curiosidad, me dije. Ahora casi todo había quedado aclarado con las palabras del hombre, no había duda. Sin embargo, la magnitud del descubrimiento era tan grande que apenas era consciente de lo que encerraba y no hacía más que aumentar la mezcla de confusión y de curiosidad que me tenía en vilo. Había estado viviendo en mi casa una persona que a ratos libres se dedicaba a la prostitución, eso es, no la prostitución de la calle, pero sí una forma de prostitución con cita fija. Debía de haber muchas y variadas formas de prostitución, no había más que ver las páginas de anuncios de servicios sexuales de todos los periódicos, los que se llamaban eufemísticamente "masajes", y muchos más debía de haber, muchos más que yo ni conocía ni sospechaba siquiera. Las historias de prostitución nunca me habían afectado, pasaba las páginas de los periódicos en las que figuraban sin curiosidad, como algo inevitable en lo que nunca había tenido necesidad de profundizar. Tampoco la prostitución de la calle me llamaba la atención. Cuando volvía del cine por la noche, a veces muy tarde, no reparaba en las prostitutas, o me había acostumbrado de tal modo a ellas que las veía como un elemento más de la ciudad que aparece a ciertas horas, igual que se encendían las farolas cuando llegaba la noche. Tener una prostituta en mi casa, aunque fuera a media jornada o en sus horas libres, me hacía pensar en la prostitución como forma de vida, como una manera de alargar los ingresos o tal vez de hacerse ver por los hombres, de hacerse desear. Esto es lo que me inquietaba y no, como había firmado una vez en un manifiesto, las condiciones de vida que comportaban esos tipos de trabajo.

Así que al día siguiente me fui a Gerona sin haber decidido qué estrategia seguir. Una niebla sofocante invadía la ciudad, niebla de calor, de bochorno, que según la radio del coche no se había visto por estas fechas desde 1916. La ciudad vieja estaba casi desierta, a pesar de que las calles estrechas de edificios de muros vetustos concitaban todo el frescor de aquella tarde sofocante. Me metí en un café que tras los cristales prometía un frío artificial. Pero tenía ganas de caminar y me quedaba aún un cuarto de hora. Salí, pues, atravesé el río y llegué hasta el paseo junto a él, que tantas veces había visto al llegar en el coche.

Los sauces levantaban al cielo sus ramas que caían después por el peso de las hojas hasta rozar el suelo, inmóviles casi, como las aguas es-a pesas por el calor que avanzaban con apatía, en silencio, sin el rumor ni el empuje ondulantes que otros días las llevaba a chocar dulcemente contra las márgenes cubiertas de hierba de la ribera.

Eran casi las cinco y media y yo seguía sofocada con ganas de desfogar mi inquietud, pero al mismo tiempo con esa sensación de que mejor sería no moverme no fuera el bochorno a adueñarse de mis sentidos. Estaba tensa y no había decidido todavía qué hacer con la cita.

¿Iría? ¿No iría? Quería de todos modos saber más, conocer detalles de estas horas extras con que Adelita había llenado los días y las semanas de mi ausencia. Tal vez lograra comprender esa compleja persona que parecía no acabar de sorprenderme. La curiosidad me corroía y las palabras que ella misma me había dicho en el coche, al volver del juzgado, cuando yo creía, y tal vez ella también, en su arrepentimiento, en la apremiante urgencia que la había llevado a robar y en la estafa de que había sido objeto no sólo yo sino también ella, volvían una y otra vez a mi memoria. Me sonaban ahora a premonición, a un aviso que yo no supe comprender en su momento: "Nuestro mundo es un mundo distinto que se rige por normas muy alejadas de su realidad. Yo pertenezco a este mundo y usted ha nacido en el de más arriba…, y por más que yo le contara, usted nunca sabría lo que nos ocurre ni por qué actuamos como actuamos, ni por qué nos queremos y nos odiamos, ni qué nos lleva a transgredir las leyes que ustedes hacen…, ¿ha pensado alguna vez de qué vivimos los que no podemos vivir del dinero?" Sólo a la luz de estas palabras cabía interpretar la extraña relación de esta mujer con su marido, con su amante, con sus clientes. Era cierto, a mí se me hacía muy difícil comprenderlo porque en la educación que yo había recibido, en los amores que había tenido, pobres amores de consenso y costumbre, no había lugar para tantas fantasías.

Y de todos modos, qué curioso me resultaba que la llamada del hombre preguntando por Dorotea, la que me había desvelado la naturaleza de las muchas relaciones que había podido tener durante meses, o años, ¿quién podía saberlo?, me causaba una sensación de envidia y de coraje de otra índole, pero de la misma intensidad que la del día que comprendí que el hombre del sombrero se había acercado a nuestra mesa por ella, no por mí. Y no es que yo le envidiara las citas con hombres desconocidos, no, por supuesto que no, no habría sabido dónde encontrar un trabajo así ni cómo hacerlo. Lo que me admiraba era la capacidad de no asustarse ante ninguna complicación, y me fascinaban tantos deseos ocultos que se sacaba de la manga como pañuelos el prestigitador, la pericia en combinar tantas vidas, la vitalidad inacabable de esta mujer que no se arredraba ante nada ni ante nadie, que mentía y que fabulaba, que ensayaba una personalidad distinta para cada caso, que se movía como una anguila entre todos los laberintos que conformaban su vida y, con toda certeza, sus sueños y sus deseos que para ella serían tan ciertos como los atributos que arrastraba desde la cuna. En cualquier paraje se orientaba y al llegar a la encrucijada sabía tomar la decisión más rápida para ir haciendo su camino en el más complicado y eficaz día a día que yo había conocido jamás.

Pero aun así, había zonas de sombra que yo seguía sin comprender. ¿Por qué hacía lo que hacía?

¿A quién quería seducir? ¿Dónde estaba el motor que la empujaba y la llevaba cada vez más lejos en una carrera imparable a la que no se le veía el fin? Y, sobre todo, ¿cómo había podido cometer el fallo de robar una joya que un día u otro se habría descubierto, cuyas consecuencias, pensaba yo, habían dado al traste, por bien que hubierae salido del trance, con el entramado que había montado aprovechando mis ausencias?

Desde el exterior del bar de la estación de ferrocarriles me dediqué a buscar en las mesas ocupadas a un hombre solo. No me fue difícil localizarlo. Era un hombre de unos cincuenta años, fuerte y de tez tostada y rojiza como si trabajara al aire libre, que efectivamente llevaba una gorra y una chaqueta de color gris y que miraba en derredor buscando a la mujer bajita de sus sueños. Un buen rato estuve mirándolo. Se había tomado un café y ahora saboreaba una gran copa de coñac. Fumaba un cigarrillo tras otro, pero no parecía nervioso, sino satisfecho, tranquilo, un hombre contento de ser quien era y que no dudaba del éxito de su cita, un hombre sencillo, de rostro un poco abotargado y simple.

Eran las seis y cuarto cuando me decidí a entrar. Me acerqué y él me miró pero no me vio, no siendo yo de la requerida altura de sus gustos, ni siquiera al detenerme junto a la mesa. Sólo cuando comencé a hablar hizo un gesto de fastidio, como si yo le asustara la caza o le impidiera descubrir la presa. Un gesto de fastidio que se transformó en sorpresa al oírme decir: "Disculpe, usted es Ernesto, ¿no?" No debía de llamarse Ernesto, Ernesto era su nombre de guerra, como Dorotea lo era de Adelita, un nombre tras el que se escondía él, de otro modo no habría sido tan evidente su asombro.

"¿Quién es usted?", preguntó, inquieto. Era evidente que no era a mí a quien esperaba, ni a quien había dado su nombre.

"No, no soy Dorotea", le dije, pero esto no le tranquilizó.

"¿Puedo sentarme?" No esperé respuesta y ocupé la silla que tenía enfrente.

"No soy Dorotea, ya lo ve." Y sin dejarlo intervenir añadí: "No sé si usted tenía idea de queg Dorotea trabajaba en mi casa, de donde era guarda. Pero esto no tiene importancia. Creo que encontrarse con usted o con quien fuera pertenecía más bien a un trabajo que hacía en sus horas libres, si he comprendido bien." El hombre estaba profundamente desconcertado pero iba recobrando la sangre fría. Había apagado un cigarrillo recién encendido y ya se había puesto otro en la boca.

Con mucha lógica, dijo: "Si usted no es Dorotea, ¿qué hace aquí?" Pero casi en seguida cambió de talante, le pudo el sentido de honorabilidad que a tantos de nosotros nos han enseñado a salvaguardar: "Oiga, no vaya usted a pensar…" No acabó de decir lo que yo no tenía que pensar. "Yo soy un hombre casado y con familia, y no busco nada que no sea legal.

Quiero mucho a mi mujer, no crea, lo que pasa es que un rato de distracción se agradece. No hay nada malo en ello. Por eso llamé a Dorotea. No la habría citado en un bar de la estación si fuera para otra cosa." Con esta respuesta parecía sentirse más satisfecho, pero era evidente que a su entender había sido cogido en falta.

"Lo que usted haga con Dorotea o con quien sea no me incumbe, ni me interesa, ni seré yo quien lo censure. Lo único que quiero saber es para quién trabaja Dorotea." Se había tranquilizado pero sus ojos no dejaban de otear el público que iba y venía hasta más allá de los cristales, como si aún tuviera la certeza de que, de todos modos, Dorotea habría de llegar. Luego se volvió hacia mí: "Yo no tengo por qué decirle nada", replicó cerrándose en banda.

Comprendí que, con ese aire de pedir cuentas que había adoptado, no lograría que hablara, así que dulcifiqué la voz y el tono: "Sé que no tiene por qué decirme nada, pero tampoco le perjudica darme la información que le pido.

Como usted ha dicho, no hay delito en estos encuentros, en cambio parai mí es importante saber lo que ha ocurrido en mi casa durante estos años." "Pero si dice que esta chica ya no está en su casa, ¿qué más le da?" Lo mismo me decía Gerardo.

Habría sido lo sensato, ya lo sé, pero insistí: "Dígame sólo para quién prestaba sus servicios." "Para el que se los pedía, para quién va a ser." "Me refiero a la forma en que funcionaban los contactos. De qué conocía usted a Dorotea, y si no la conocía, quién le habló de ella", y añadí casi con cariño: "Si no le importa decírmelo, por supuesto." Se miró las manos y se quedó pensativo un momento. Luego dijo: "Bueno, la verdad es que sólo sé que es una buena chica, porque me lo han dicho algunos amigos que la conocen, y además… según me han dicho también, es mujer de muchos recursos." Y me miró arrugando los ojillos como queriendo saber si yo lo había comprendido.

"¿Entonces no le han dado su teléfono en la agencia?" Sonrió por primera vez: "¡Qué va! Lo de la agencia fue al principio, quiero decir que sólo pasó por ella el primero de nosotros que la llamó. Por la agencia, me refiero." "¿Cuándo fue el principio?", quise saber.

"Yo no sé cuándo fue." Se resistía aún pero iba soltando información casi sin darse cuenta, como si hablara consigo mismo. "Sólo sé que cuando la noticia me llegó a mí, ya nadie recurría a la agencia, y así nos ahorramos una pasta. Es mejor para todos, para ella y para nosotros." "¡Claro!" Yo también traté de sonreír. Me habría gustado preguntarle cuánto cobraba Adelita por una "sesión", pero no lo hice, comprendí que no me lo diría. Además, me lo impedía mi arraigado pudor y tal vez no habría sabido cómoa preguntarlo. Ni siquiera sabía si se llamaba "sesión". Él, como siguiendo el hilo de sus pensamientos murmuraba: "Se habrá enterado de sus salidas y por eso la ha despedido, se ha enterado hace muy poco", y dirigiéndose a mí, "¿no es así?" Y de pronto, sin dejar de pasear la mirada por el local, quiso saber: "Pero usted, ¿por qué ha venido? Usted, ¿qué quiere? ¿Es que Dorotea no va a venir?" "No creo. Fui yo la que se puso al teléfono. Dorotea ya no está en casa, se fue hace un par de días y no volverá, así que ni siquiera sabe que usted ha llamado." "¡Demonio!" dijo, sustituyendo en consideración a mí una palabrota que había dejado a la mitad. "He hecho el viaje en balde, pues." Luego recapacitó mirando la punta de su cigarrillo, sopló la ceniza como si fuera un puro y con un aire muy extrañado dijo: "Si no le va ni le viene lo que yo haga ni lo que haga Dorotea, si Dorotea ya no está en su casa, ¿por qué no me lo dijo por teléfono y me habría ahorrado el viaje y no tendríamos esta conversación tan rara?" Sí, era rara, el hombre tenía razón. Yo busqué un pretexto, una excusa y no se me ocurrió más que confesarle el robo, consciente de que recurría a una bajeza, pero no me importaba: "He venido para decirle que a Dorotea, como usted la llama, pero que en realidad se llama Adelita, la eché por ladrona y por embustera. Por eso he venido", dije convencida de que iba a impresionarle.

Pero no lo conseguí.

"Eso no es cierto, también me lo podría haber dicho por teléfono.

O podría haber colgado cuando llamé. Usted ha venido para verme." Por un instante temí que estuviera atribuyéndose una imparable capacidad de seducción y a mí la más modesta y común de buscar a toda costa un hombre. Pero era más listo.

"Usted", y me miraba un poco de lado levantando la cabeza como si estuviera adivinando mis más ocultos pensamientos, "usted quería saber más, usted no se acababa de creer lo que estaba claro. A usted la mueve el morbo, no lo niegue.

Así que no me dijo nada, y vino para convencerse y para saber, claro, claro." Tal vez tenía razón, pensé, avergonzada, tal vez. Un tanto azorada, me levanté, le dije adiós de la forma más cordial que supe, y antes de salir arrastrando la penosa impresión de que había hecho el ridículo más espantoso y de que el hombre se iría a su casa y a su trabajo por lo menos con el triunfo de haber movilizado a una mujer, de haberla seducido, presumiría aún.

"Y por favor, dígale a sus amigos que no llamen más preguntando por Dorotea. ¿Lo hará? Gracias.

Adiós."

Poco a poco, aquel torbellino de informaciones a medias que recibía iba tomando cuerpo en mi interior, alimentándose de mis propios pensamientos, que daban vueltas sin avanzar como una tuerca pasada de vueltas, como la rueda del molino cargándose de una energía que ninguna batería podría acumular, ni ningún imperativo podría aprovechar.