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Durante aquellos pocos días que me quedaban antes de volver a Madrid, a menudo pensé en el hombre del bar de la estación al que yo había robado una tarde o una noche de placer con mi guarda, que a saber la cantidad de tiempo que dedicaba a esos menesteres extralaborales. Lo que me había contado, como todo lo que tenía relación con este asunto, podía ser un detalle más, tal vez un indicio, pero no suponía ningún avance, seguía dejando la historia a medio contar y, a mí, empeñada en hurgar en ese nuevo resquicio que se me había abierto.
Sin embargo, los "desde cuándo", "con quién" y "cuántas veces", añadían a mis pensamientos una zozobra de voluptuosidad obsesiva que me dejaba temblando de excitación y que paralizaba mis pretendidas investigaciones. No puedo avanzar, me decía, porque desconozco el nombre de la agencia y el número de teléfono, no tengo más remedio que esperar a que llame otro de sus clientes, volver a citarlo y convencerlo para que me los dé. Creía que éste era mi verdadero objetivo, aunque no se me ocurrió pensar lo que haría una vez lo hubiera alcanzado.
Tal vez el hombre de la estación había dado la alerta y había corrido la voz, porque en aquellos días no hubo más llamadas preguntando por Dorotea. Quién sabe si Adelita ya había comunicado el cambio de domicilio a la agencia.
O tal vez, como Andrés y sus amigos, ya no tenía contacto con aquellas Dolores y Miriam, y citarlas no era más que una contraseña para que ella, Adelita, supiera que quien llamaba lo enviaba un antiguo cliente. ¿Cuántos habría?, ¿cuántos serían? ¿Qué ocurría cuando yo estaba en casa y ella no podía salir? El teléfono no paraba de so-g nar. ¿Sabría su amado Jerónimo a qué trabajos se dedicaba en los ratos libres?, ¿se habría enterado por fin?
Durante los últimos días, Adelita no había dejado de llorar. No es probable que lo hiciera por ninguno de esos hombres que venían de la supuesta agencia. Lloraba, pues, por Jerónimo, porque el llanto y los gemidos eran de la misma naturaleza y los empujaba la misma pasión y el mismo arrebato que la mirada de amor que transformó su cara aquel día en el mercado, y poco tenía que ver con los lamentos y las lágrimas con que bordaba las escenas de arrepentimiento que me dedicaba. Ese llanto nuevo también la había transformado, pero oscureciéndola y no iluminándola, afeándola y no embelleciéndola. Y a mí, el recuerdo de su expresión opaca y de su piel amarillenta me producía una perniciosa sensación de complacencia. Pero también de curiosidad, quería saber más de ella, de su vida, de qué inspiraba el ansia evidente de ser deseada, de cómo se las arreglaba para atender tantos frentes a la vez.
Por eso, el mismo día que se había ido, cuando ya no quedaba de la camioneta gris más que el pánico de que volviera para cumplir la amenaza del último minuto que ella me había echado a la cara como las heces de un odio insalvable, salí de mi casa, amedrentada y con cautela, sin prender las luces del jardín y con pasos silenciosos, como si hubiera ojos escondidos entre los arbustos, fui a su casa, abrí con tiento la puerta que por la novedad del cerrojo se me resistía y entré en aquel recinto que sabía más de Adelita de lo que yo conseguiría saber en toda la vida.
Olía a cerrado, a moho, tal vez había una mancha de humedad o una tubería rota. Encendí la luz de la entrada, una bombilla escueta que colgaba del techo. El suelo estaba cubierto de papeles, trapos sucios, bolsas de plástico, botes de cristal y trastos y deshechos que noi habían querido llevarse. Fui a cerrar la ventana porque noté una fuerte corriente de aire, pero me di cuenta de que no estaba abierta, sino que le faltaba uno de los cristales. El enchufe de la televisión había sido arrancado de cuajo, y el sillón y el sofá se habían quedado desnudos de cojines y de colchonetas y mostraban parte de los muelles desvencijados y rotos, no había mesitas ni estantes, y quedaba una sola silla a la que le faltaban dos patas. En el cuarto de baño la encimera acusaba las huellas de botes y botellas y recogía con impudicia pelos y restos de lo que fueron peines y cepillos, y el pavimento, al igual que el fondo de los sanitarios, estaba revestido de una costra oscura. Las habitaciones, que vi a la luz de la bombilla de la entrada, porque habían desaparecido las lámparas, tenían el mismo aspecto de haber sido arrasadas y dejaban al descubierto un deterioro avivado aún por las luces y sombras de aquella bombilla distante que, movidas por el viento, alcanzaban al descascarillado de las paredes y el techo, a la suciedad apelmazada del piso, a las manchas en los colchones ajados y con las fundas desgarradas. En la cocina apenas quedaban cacharros ni cubiertos ni vasos, sólo trastos inservibles, y una capa de grasa negra casi sólida envolvía los fogones, las placas, el horno, los quemadores y las llaves.
Todo lo demás, así como el resto de los muebles de las dos habitaciones pequeñas, había desaparecido. Debieron de entrar por la puerta trasera del cuarto que se utilizaba de despensa y que se abría al terreno baldío donde guardaban los coches y las motos. La encontré abierta aún y afuera no quedaba rastro de los vehículos.
Quizá habían venido los otros dos hijos con sus coches o con otra camioneta y, amparados por la oscuridad y contando con que yo no oiría nada desde la otra casa, habían cargado los muebles y se habían ido pendiente abajo sin encender los motores. O habían vuelto una vez vaciada la camioneta gris. Pero en cualquier caso tenía que haber sido hacía menos de media hora. Tal vez, me dije en un ataque repentino de pánico, salían por esa puerta casi al mismo tiempo que yo entraba por la otra, tal vez rondaban todavía por los alrededores.
Cerré las dos puertas con llave, pero me di cuenta entonces de que, por un descuido mío, ésa trasera era la única a la que no se le había cambiado el cerrojo. Poco importa, pensé sin poder evitar un estremecimiento, poco importa quién entre por esa puerta, de todos modos por ella tendrá que salir, no hay comunicación entre la vivienda de los guardas y la mía.
Y a toda prisa, a pesar de la oscuridad, me fui a mi casa, me atranqué por dentro y encendí todas las luces del jardín.
Sentada en una silla de la cocina, amedrentada aún, me dejé llevar por las cábalas y conjeturas que me sugería ese repugnante escenario que daba cuenta de la miserable vida que habían llevado Adelita y los suyos desde hacía años sin que yo, a pesar de tenerlos tan cerca, me hubiera enterado. La variedad de aspectos de su vida, los contrastes entre lo que pensaba y hablaba de sí misma, sus amores desgraciados e inquietantes, la eficacia de su trabajo, su dedicación a la prostitución y el estado ruinoso y nauseabundo en que se encontraba la vivienda, me mostraron cuán agobiada tenía que ser su existencia, y cuán mísero el transcurrir cotidiano de su vida de familia. Estaba más desconcertada cada vez, pero no por ello remitía esa malsana curiosidad que me corroía, ni el temor a que se hiciera realidad la amenaza de Adelita que se agazapaba tras cada objeto, tras cada sombra, para acecharme a partir de ahora a todas horas.
El día antes de irme, decidí hacer una visita al abogado Prats Sisquella, que aun sin haberle pedido cita, me recibió inmediatamente, aunque sin demasiada cordialidad.
"¿Por qué ha venido?", dijo extendiendo la mano. Se quedó entre el vestíbulo y el pasillo y no parecía dispuesto a hacerme entrar.
"¿Puedo hablar con usted un instante?" "Sí, sí, claro", dijo como si se hubiera distraído. "Pase, por favor." Y me hizo pasar a un despachito interior que tenía el aspecto de no haberse utilizado desde hacía tiempo.
No había más que una lámpara en el techo, que brillaba con luz tímida y que no incitaba demasiado a la conversación, una mesa de oficina con un don Quijote y Sancho de metal bruñido y un único cenicero de cerámica con el anuncio de un hotel.
"Siéntese, siéntese, por favor." Una vez nos hubimos sentado en las dos ridículas butaquitas que estaban frente a la mesa, comencé a hablar. No había ido para pedir consejo ni a solicitar que acelerara unos trámites que sabía inútiles, sino a saber si tenía algo que decirme, y a comunicarle que, en mi opinión, no tenía sentido seguir, puesto que ya se había sobreseído el caso y poco quedaba por hacer.
A menos que descubriera alguna prueba que nos diera la posibilidad de poder avanzar, lo que hasta el momento no se había producido, no al menos de la mano de los abogados. Pero esto último no se lo dije. Callé y esperé su respuesta.
Se quedó mirándose las puntas de los dedos que había unido como en una plegaria, y después de un buen rato en que debió de estar pensando qué responder, dijo: "No crea, mi querida señora Fontana, que las cosas son tan fáciles." "Hace más de un mes que hablamos, ¿no cree que hay tiempo de sobra para conocer los pormenores del caso?", lo dije con amabilidad, como si quien tuviera que conocer esos pormenores no fuera él, sino un ser anónimo y ausente. Pero aun así, me dejó muy satisfecha el golpe directo que le había infligido.
Sin embargo, él no se inmutó, siguió mirándose las puntas de los dedos y después hizo un gesto vago separando las manos, como queriendo decir, esto es lo que hay, lo mire como lo mire. Y como no hablaba ni, pendiente aún de sus dedos, parecía querer hablar, solté una perorata y lo puse al día de lo último que había ocurrido en mi casa.
Le expliqué en pocas palabras que, cansada de no tener noticias, de usted, especifiqué, y de no encontrar nunca a Adelita cuando la llamaba, me había presentado en la casa del molino, mi casa, añadí, sin avisar y la había encontrado en un estado lamentable, como si en ella se hubiera celebrado un banquete. "¡Que digo banquete!", añadí, "una verdadera bacanal." Le conté que ella no estaba pero que cuando llegó la había despedido.
Me di cuenta de que, desde el comienzo de mi discurso, parecía que quería dividir la responsabilidad de lo ocurrido entre Adelita y él, pero no le di mayor importancia precisamente porque, imbuida de esta furia de investigación y curiosidad que me había entrado desde que con el robo había comenzado a descubrir comportamientos extraños, en ella, por supuesto, pero también en toda la gente que tenía que ver con el caso, veía indicios y pistas que había que seguir en cada palabra y encontraba caminos ocultos e imbricados en cada actuación. Lo mismo me había ocurrido el día anterior, que volvía a ser día de mercado. Sentada a la misma mesa del café, el simple hecho deg no descubrir entre la gente ni a Adelita ni al hombre del sombrero me había llevado a atribuirles románticas fugas donde muy probablemente no había más que una simple ausencia.
El señor Prats Sisquella se había quedado más pensativo aún, y se había acercado las manos con los dedos extendidos y juntos a la cara sin levantar los codos de los brazos del sillón, hasta que con los índices se tocó la nariz en una actitud de profunda reflexión.
"No sé qué responder", admitió al fin. "No hay mucho más que decir." Pero luego, separando por fin las manos en un gesto admonitorio, añadió: "Lo que sí le aconsejaría, aunque ya veo que sabe equivocarse sola", y me miró para ver el efecto que me había producido una frase tan aguda y al mismo tiempo tan mordaz, que debía de haber repetido mil veces, "lo que sí le aconsejaría es que olvidara este asunto. No lo remueva más, no va a sacar nada con ello, créame.
Déjelo morir. No tiene ya nada que ganar." ¿Qué me estaba queriendo decir?
Había algo raro y ambiguo, e incluso temeroso, en su actitud y en sus palabras. Hice un último intento por hacerle hablar y le pregunté con un punto de ironía: "¿Teme que si sigo con mis pesquisas acabaré encontrando al verdadero culpable?" "Oh, no, mi querida señora, no me interprete mal. No he querido decir eso. Porque, sin pruebas, ¿cómo iba a encontrar al culpable?
Cualquiera puede haber robado una joya de una caja fuerte abierta, no hace falta que sea la guarda. En un momento en que la puerta de la casa estuviera abierta, entra una persona, la coge y se la lleva.
Pero usted, ¿cómo encuentra a la persona?, ¿y cómo lo demuestra?
Usted me acaba de decir que los familiares de la guarda han celebrado un banquete en su propia casa. Podría haber habido otros en su ausencia y ¿quién le dice quei alguno de sus parientes no haya subido la escalera y se haya adueñado de la pieza?" Dijo la "pieza", igual que ciertos editores llaman "producto" al manuscrito. Me entraron ganas de reír.
"Y la policía, ¿no podría investigar quién se ha llevado la pieza?", pregunté. "El precio de la pieza bien lo vale." "El precio de la pieza lo sabe usted. No se sabe que haya informe alguno sobre ese valor." Rectificó: "Si, como usted afirma, la guarda hubiera vendido la joya y el joyero hubiera ido a la policía con el carnet de identidad de ella, se podría saber, pero al haberse sobreseído el caso como usted me dice, todo parece indicar que no podemos contar con la opinión profesional del joyero"; aumentó la intensidad de su ironía: "sea cual fuere, y por lo tanto, de la valoración que usted hace es poco probable que se justifique una investigación en toda regla. No estamos hablando de la Joya de la Corona, mi querida señora Fontana. Así que, déjelo. No recuperará la joya por valor que le atribuya y perderá su tiempo." "¿Entonces no admite usted la versión que yo le he dado? ¿No admite que la policía tiene la información y que no sé por qué la oculta, que en el juicio se desestimó mi denuncia y que parece haberse extraviado toda la información relativa al joyero? ¿Cree que todo es un invento mío? ¿También es un invento mío la copia de la denuncia que tiene usted con los demás documentos?" "¿Copia de la denuncia, dice?
¿Qué copia?", preguntó, extrañado.
"No sabía que se hubiera puesto una denuncia." "Yo misma se lo dije, además, en el sobre que le di con toda la información había también un documento del juzgado y la copia de la denuncia que yo presenté en el cuartel de la Guardia Civil. " "Señora Fontana, en el sobre no había tal copia, ni documento alguno del juzgado, se lo aseguro.
Siento ahora no haberlo revisado con usted, pero no creerá que yo hago desaparecer documentos. ¿Con qué objeto, además?" No estaba disgustado por mi escepticismo.
Me estaba explicando las cosas tal como habían ocurrido, me estaba aleccionando. Continuó: "¿Cree usted que si yo hubiera tenido la copia de la denuncia no habría actuado con mayor celeridad? ¿Se da cuenta de que no hay forma de hacer lo que me pide con la información que me ha dado? Porque yo confío en sus palabras, pero ¿qué las sustenta?" Aunque estaba segura de haber puesto yo misma la copia de la denuncia en el sobre blanco que había entregado al primer abogado, y al segundo también, dudé. Porque no había revisado el contenido al entregarlo al hijo del señor Prats Sisquella. El sobre había permanecido encima del escritorio del estudio, ¿unos días, unos meses?
No lo recordaba, y la propia Adelita podría haberla sustraído, o el primer abogado o el segundo haberla hecho desaparecer o, simplemente, se había perdido. No parecía que hubiera motivos para dudar de lo que me decía ahora el señor Prats, pero ¿confiaba en él? Reaccioné: "Aun así, podría usted haber ido a la policía." Puso cara de circunstancias: "En primer lugar, usted ha dicho que la policía no tiene los documentos, así que de poco me habría servido ir allí a buscarlos, en segundo, yo no tengo acceso a la información de la policía." Y me miró de frente, como me miraba Adelita cuando mentía, pensé.
"¡Menos mal, pues, que usted no ha de defenderme! No habría justicia para mí, como tampoco la habrá ahora." "La justicia no está sólo para que se recuperen objetos de valor, señora, sino para evitar condenar a un inocente."c "Ya lo sé", pasé por alto la velada acusación, "pero también debería ocuparse de la propiedad privada, ¿no?" No pude contenerme: "¿No estamos en un liberalismo económico según el cual lo más importante es la propiedad privada, precisamente? Me está usted hablando como si estuviéramos en Cuba, señor Prats." Prefirió tomar mis palabras por una broma antes que iniciar una discusión sobre los valores de la civilización occidental que yo había puesto en entredicho. Y lo hizo de la mejor manera: se levantó y me comunicó que me enviaría la minuta a mi domicilio. Y añadió: "Hágala efectiva a su comodidad." No pude contenerme: "¿Quiere decirme qué minutará?" Esta vez el sarcasmo era evidente pero tampoco le afectó.
"Como usted vea, señora. De un modo u otro tendrá que hacerla efectiva." Salí del despacho indignada y, por qué no admitirlo, humillada también. Con menos información aún de la que tenía al entrar y mucho más perdida de lo que estaba. Me fui a casa y recogí mis cosas. Al día siguiente vendría una vez más el taxi para llevarme a la estación. Luego tomaría otra vez el avión hacia Madrid.
Tenía la impresión de que no hacía más que ir y venir de la casa del molino a mis clases en Madrid, sin ver otra cosa ni pensar en nada más, y sin resolver absolutamente nada, desgastándome en una aventura que, debía admitirlo, me mantenía a mí en vilo e intacta la obsesión que me atenazaba. ¿Me estaré volviendo loca?
No, no me volvía loca, lo comprobé durante los quince días que estuve de exámenes. Trabajé como nunca lo había hecho antes, con dedicación, paciencia y eficacia, sin dormir apenas y preparando tex-e tos o corrigiendo exámenes de mis cursos y de los del jefe del departamento, como si en ello me fuera la vida. Porque lo que quería era acabar cuanto antes y volver al único lugar del mundo donde, estaba segura, ocurrían cosas trascendentales e insólitas que conmocionaban mi alma aunque fuera al precio de un sufrimiento confuso pero profundo que tan pocas veces había conocido.
Tras su alegría al ver que había despedido a Adelita, Gerardo comenzaba a inquietarse, a inquietarse y a enfadarse. No entendía lo que me estaba ocurriendo y yo no podía contárselo porque bastante tenía con ocultar unos sentimientos que ni sabía de dónde procedían ni entendía por qué me tenían prisionera.
En los atardeceres o incluso durante las calurosas noches de Madrid, cuando agotada de tanto trabajar me sentaba en el balcón de mi casa, un piso en la calle San Bartolomé, y miraba a la gente caminar, gritar o charlar apoyados en los quicios de las puertas con esa desenvoltura que muestran jóvenes y viejos cuando se acerca el verano, me parecían extraterrestres; tan lejos estaban mis pensamientos y mis afectos de lo que los movía a ellos. Nunca me había sentido muy cerca de la gente, por eso no me gustaban las fiestas populares, las manifestaciones, los partidos de fútbol o las procesiones.
Y eso a pesar de lo que había sido en tiempos el obligado ejercicio de mis ideas. Visto desde el presente, me parecía extraño que durante todos aquellos años yo no hubiera sido capaz de vencer esas aversiones, precisamente porque tenía tan claras las ideas y las defendía con tanto valor y entusiasmo. Ideas sobre la justicia, la libertad, sobre la igualdad de derechos. Ahora, y desde hacía tiempo ya, apenas pensaba en ellas, apenas hacía otra cosa que darlas por sabidas, adjudicándomelas no sé por qué motivo sin tocarlas ni enmendarlas ni revisarlas ni compararlas con las de los demás.
La evolución del país en la última década ya no me afectaba; el cambio de partido en el gobierno, menos aún. Yo, como tantos otros, me escudaba en la decepción, aunque ahora al cabo de los años, sin querer profundizar en ello habría reconocido que con ella justificaba la fría distancia que había tomado con la vida pública y con los hombres y mujeres que se dedicaban a la política. Una decepción que creía justa porque entre otras cosas nacía en una transición que se había hecho de forma muy distinta de cómo la habíamos esperado, una transición que había barrido de un plumazo la lucha contra la dictadura, que permitía seguir en sus puestos a los colaboradores y que había puesto de manifiesto la debilidad de la izquierda, en una apagada, cuando no inexistente, lucha contra la reacción. Y en ella me había anclado, barriendo de una sola vez mis viejos intereses.
Sí, yo también había luchado cuando estaba en la universidad durante la dictadura franquista, e incluso después, también fui a manifestaciones y corrí ante la policía. Pero ahora me preguntaba, ya sin amargura, ¿para qué?
Fue tras esos años cuando llegó, o tal vez nos inventamos, esa decepción que nos sirvió para, aferrándonos a ella, desentendernos de lo público, como si se tratara de una invención de los ganadores. Ya se sabe lo distinta que es la realidad de los sueños. No sólo ya no creíamos en los que habíamos ayudado a obtener el poder, sino que ni siquiera nos preocupaba que la derecha volviera a gobernar. Algunos de nosotros, ¿por qué no?, se pasaron a esa derecha que había sido su enemigo. Allí estaban en sus puestos sobresalientes, vestidos de marca y escalando los peldaños del poder. Yo no llegué a tanto, pero me quedé inmóvil sin defender ni atacar, reconcomiéndome en mi de-i cepción, una forma como cualquier otra de pasarse al enemigo, hasta que los años pulieron las aristas del resentimiento y dejé de pensar en la política. Soy de los que prefieren que ganen los estúpidos antes que votar en unas elecciones.
Ya casi somos mayoría.
A Samuel, mi marido, le había ocurrido lo mismo que a mí. O mejor dicho, fue él quien me transmitió o me inoculó el virus, o la lucidez, de la decepción, al tiempo que también él, y yo con él, olvidaba por inútiles tantas otras luchas como habíamos hecho nuestras en la universidad. Él estudiaba Derecho, pero aunque acabó la carrera, nunca ejerció. Tenía la fortuna personal de la herencia de sus padres, no tenía hermanos y quería ser pintor. Así me expuso su situación cuando yo volví de La Jolla, en California, cinco años después de haberme doctorado con una tesis en virología, dispuesta a continuar con la investigación en Salamanca, aprovechando el contrato de reinserción que me habían ofrecido tras mil inútiles intentos por volver a España. Diez años de estudios y de dedicación constante, sin embargo, se esfumaron sin que yo apenas me diera cuenta, y sin luchar tampoco contra Samuel, que entendía la pareja, el matrimonio incluso, él que tanto lo había denigrado, como una forma de vida que no admitía más pensamiento que la familia que se suponía que íbamos a crear.
"Y tú, ¿también pensarás en la familia?" "No veo por qué ser pintor tenga que alejarme de ella." No recuerdo del todo cuáles fueron los argumentos que esgrimió para convencerme ni cuáles los míos para rendirme. No debieron de ser ni demasiados ni muy sólidos y, sin embargo, no habían pasado seis meses cuando me encontré con el anillo en el dedo y un contrato por un año de profesora ayudante, en la Facultad de Biología de la Complutense de Madrid había renuncia-a do al contrato de reinserción para trabajar en Salamanca, había truncado el camino de la investigación que había comenzado en Estados Unidos y estaba decidida a hacer del pequeño apartamento de Madrid, que había sido de mis suegros, mi nuevo domicilio. No puedo echarle a él la culpa. No la tenía. Era como si yo hubiera dejado de ser la persona que era, como si mis cualidades y mis defectos se hubieran allanado, y mi pasión hubiera desaparecido.
¿Por qué no seguí? Tenía como pretexto que el contrato de reinserción, el que me permitiría seguir investigando, suponía vivir en Salamanca, y Samuel quería que viviéramos en Madrid, donde tenía a sus amigos y donde había vivido siempre excepto los dos cursos que estuvo en la Universidad de Barcelona, cuando nos conocimos y nos enamoramos. Aunque no recuerdo los arrebatos de amor que nos llevaron a casarnos, ni sé siquiera por qué precisamente nosotros, tan socialmente ácratas como habíamos sido, fuimos al altar. Todo está confuso en mi mente. Como confusos son los pocos meses previos a su muerte cuando, tras cinco años de vida en común, los dos ya éramos conscientes de nuestro escaso entendimiento y sabíamos que su enfermedad no tenía remedio. Se fue como había venido, sin dejar huella ni apenas memoria de sí mismo, ni tan sólo de la sombra de amenaza que suponía a todas horas la defensa a ultranza de lo que quería en cada momento.
Como tampoco su ausencia supuso para mí una liberación. Y, sin embargo, había sido él quien había creado a mi alrededor un cinturón de soledad al que me había acostumbrado de tal modo que en ningún caso necesité romper. Tenía muy pocos amigos. ¿Cómo era posible que en tantos años, aún hoy, no tuviera más que conocidos, apenas un par de amigos en Madrid, la ciudad abierta donde cualquiera podía haberlo sido? Sí, es cierto, algún colega que pensaba pasar las vacaciones enc la playa cerca de la casa del molino llamaría este verano también con la intención de visitarme, pero yo apenas tendría ánimo para responder y con cualquier pretexto le diría que cuánto lo sentía, precisamente en esos días iba a estar ausente, otra vez, quizá, no te olvides de llamarme si vuelves.
¿Reanudar el camino de la investigación cuando él murió? No sé cómo podría haberlo hecho, pero en cualquier caso fue entonces cuando mi padre se puso enfermo. Y, sin embargo, ahora al pensarlo sabía que no era ésa la razón. Pero ya era demasiado tarde: siempre me faltó coraje. No tenía problemas económicos porque había heredado de Samuel una pequeña fortuna que me ayudó a mantenerme en el camino de la seguridad y de la economía de esfuerzos. Además, tras varios años de ayudante, cuando había salido a concurso la plaza de profesor asociado de la asignatura de Biología General, me había presentado y la había sacado. Y profesionalmente no deseaba mucho más.
¿Cuándo llegó Gerardo? Al poco tiempo sería, y no me fue difícil sustituir a uno por otro, Gerardo era tanto mejor y pedía tan poco a cambio que yo interpreté mi propia decisión como un acto de modernidad. El amor, la pasión, ¿a quién le importaban entonces? No lo recuerdo, los hechos y las fechas de mi vida se confunden como si los viera a través de un cristal esmerilado. Tal vez porque los oculto, consciente de cuánto me dolería reconocer que esas capitulaciones iban a suponer la rendición incondicional de todos los demás objetivos que me había trazado en todos los aspectos de mi vida y de mí misma, llevada a cabo de una forma tan paulatina y tan poco traumática que sólo me di cuenta cuando ya no había vuelta atrás.
Habían pasado muchos años, demasiados, sin rectificar la decisióne primera, me decía ahora, y tal vez la musculatura y los tejidos de mi alma y de mi conocimiento, a base de no moverlos ni utilizarlos, se habían anquilosado de tal modo que ya no obedecían, y no me quedaba más que envidiar lo que de ningún modo podrían alcanzar. La edad no perdona, la edad nos arrebata lo mejor de nosotros mismos, ésa era mi justificación. Pero sabía que no era la edad la que me había arrebatado la pasión, el coraje y la vida, sino que, de haberlos tenido alguna vez, habían sido la cobardía y el ansia de seguridad las que habían elegido un paisaje en el que no podía fructificar más que la rutina. Me había convertido en una criatura de la costumbre y, ahora, sólo ahora, de pronto y por un camino impensable y desfasado, rocambolesco y contradictorio, descubría que lo que de verdad me habría gustado ser era una criatura de la imaginación.
No esperé al día siguiente de acabar con la corrección de los exámenes para volver a la casa del molino. Me fui aquella misma noche. Gerardo se había disgustado de tal modo al negarme yo a ir a Barcelona unos días, "para hablar, para que te quites ese incomprensible peso que te ha dejado la historia de Adelita", decía, que durante los últimos días de mi estancia en Madrid ni siquiera llamó. No me importaba, es más, apenas me enteraba.
Me fui con el pretexto de un trabajo urgente, tenía que hacer una selección entre los artículos sobre los virus que inducen tumores que había publicado a lo largo de los últimos años en el suplemento de salud de un periódico, corregirlos a la luz de los últimos descubrimientos y añadir alguno si hacía falta, para un libro que me había pedido la misma editorial que había publicado mi libro anterior, también de divulgación, también sobre infecciones virales. Así se lo dije en una carta, breve carta que le envié tras intentar en vano hablar con él por teléfono. No estaba o no quería ponerse. Creo que llegó a imaginar entonces que mi obsesión por ir a la casa del molino, ahora que Adelita ya no estaba, se debía a que había alguien en el pueblo o en las cercanías, o tal vez en la misma casa, que reclamaba mi presencia. Y como había una buena dosis de verdad en ello, no lo desmentí y me fui.
Recuerdo de mi llegada la soledad de la que fui consciente durante la larga la noche de San Juan, más evidente quizá por el bullicio luminoso del cielo sobre un paisaje tan familiar y tan conocido en el que por más que aguzara la vista no lograba ver ni una sombra, ni un movimiento bajo la higuera frondosa de la otra margen del valle.
Llegaron los primeros días de julio. Los campos segados se alternaban con el verde intenso de los chopos, de los cipreses y de las hojas de las vides en las viñas. El cielo era de un azul claro, diáfano, no del azul intenso de los atardeceres de Madrid, pero igualmente bello. Sin embargo, yo no lo veía. No tenía ojos más que para esa higuera que se había poblado con una frondosidad verde y potente que, de todos modos, no podría haber ocultado la figura del hombre que yo buscaba en ella.
No veía nada, no hacía nada, sobre la mesa mis artículos, junto con los papeles, los libros y el ordenador, comenzaron un proceso de inmovilidad que los llevó a confundirse con la propia mesa, como un inmenso bodegón que trascendía de su marco e invadía mi vida entera, inútil en su soledad, porque ni siquiera mis ojos le daban la vida.
Me había instalado en las habitaciones del piso alto de la casa donde estaba también el estudio que había sido de mi padre y que él llamaba siempre "el despacho". Era una habitación que debía de tener un reclamo o un hechizo especial porque también a él le atraía, y se encerraba entre aquellas cuatro paredes de una ala de la casa, gélida en invierno, que se había empeñado en construir de cara al norte desoyendo los consejos de los albañiles, ignorando la sabiduría de la tradición y olvidando su larga experiencia en vientos tormentosos. "Da igual", decía mientras subían las paredes y se reía de él el constructor. "En los días claros me asomo a la ventana y hacia occidente veo los Pirineos nevados." Era cierto, la vista desde una de las ventanas era tan espectacular que, incluso cuando no había nieve, suspendía la respiración, pero aun así yo, y supongo que también él, me pasaba las horas muertas sin ni siquiera asomarme a mirarla. Ignorando los artículos que había de escribir para completar el libro, había encontrado un refugio, o me parecía que habría de encontrarlo.
La casa había quedado solitaria y desierta. No tenía ánimos para buscar otra guarda, porque antes había que emprender la remodelación de la vivienda que seguía con su porquería incrustada y sus papeles en el suelo, tal como la había encontrado aquel último día de la estancia de Adelita en la casa.
Y pensar en ello me producía tal pereza que prefería renunciar a la guarda. Además, quedaban todavía tantos cabos por atar en una historia que no acababa de comprender, que la sustitución de Adelita a la fuerza me habría alejado de mi objetivo. Eso creía. Me las arreglaba provisionalmente con Marina, una mujer que venía del pueblo a limpiar, mantener las habitaciones aireadas y descargarme a mí, ocupada en otros menesteres, del cuidado de la casona, aunque yo, por más que sabía en qué había de centrar mi trabajo, vagaba por los paisajes más misteriosos de mí misma o de la historia inacabada que a su modo cada vez reclamaba más atención, una historia que mantenía desde el principio la pincelada de inquietud que se originaba en su núcleo profundo que, aún sin aparecer, irradiaba más veneno y más destrucción que un proyectil lanzado directo al corazón. Un núcleo de atracción y de zozobra que va deshojando las flores que lo envuelven, un agujero negro que sólo conocemos por las tensiones, las desapariciones y los conflictos que origina su inexplicable comportamiento, su ciego existir.
"Y ¿qué más?", se burlaba Gerardo el día que decidió llamarme, "¿qué más vas a inventar en esa historia que ya terminó? ¿Qué te ocurre? ¿Qué estas buscando, o qué ocultas?" "Eso es lo que me ocurre, créeme", insistía yo y, procurando ver mi problema desde otro ángulo, añadía: "Es que no entiendo nada, mi inquietud radica en que no entiendo nada." "No hay nada que entender, déjalo ya." "Hay mucho que entender." "Hay un lío, lo reconozco, del que será mejor que te alejes. Has intentado defender a tu guarda, has descubierto que te engañaba, que se dedicaba a la prostitución…" "Yo no diría tanto", protesté.
No me hizo caso: "…buscar al culpable, y la historia se te ha escurrido como si quisieras pescar un pez con la mano. Y aun así cada vez hay más puntos negros, y cada vez te es más difícil descifrarla. Olvídala.
¿No te vas a poner tú sola contra la judicatura y la policía, no?" A finales de mes incluso fue a verme y se quedó conmigo un par de días. Debió de encontrarme desmejorada, porque el susto se le dibujó en la cara.
"Estás mal, deberías llamar a un médico, hazme caso. Tal vez lo que tienes es una depresión." "Una depresión, ¿yo? Si no tengo motivo alguno." "Sí, tú, no hace falta tener motivo para estar deprimido. De hecho, se está deprimido al margen del motivo." Me llevaba a dar largos paseos que yo apenas disfrutaba, pendiente sólo de volver, de meterme en el estudio, con las persianas bajadas, las puertas cerradas.
"Acabarás debajo de la cama, ya verás. Sí, debes de tener una depresión, estoy seguro." Pero se fue, sólo estuvo aquellos pocos días de un largo puente y se fue. A mí me daba igual que se fuera o que se quedara. Gerardo era paciente conmigo, bueno y amable, y hasta inteligente. Pero ni él ni nadie podría sacarme de ese pozo en el que me encontraba.
"Pero ¿qué quieres?, ¿qué deseas?, ¡di algo!", repetía, aún furioso, antes de irse.
Y allí continué sin querer moverme durante todo aquel mes de julio y hasta por lo menos la primera semana de setiembre. Cuando salía del despacho, vagaba por el piso alto mirando sin ver los objetos, los libros, las lámparas, sin reparar que se iban llenando de polvo, un polvo leve que parecía haberse incrustado tenuemente en la madera, impermeable a los plumeros y las gamuzas que Marina pasaba con extremo cariño sobre ellos. El calor no me afectaba, ni el viento que a veces soplaba ardiente y hacía batir las persianas contra los marcos de las ventanas. Ni el sopor de los días de calma, la inmovilidad, el canto lejano de las cigarras. Es la muerte, es la muerte que me acecha, es la desolación, me decía, que como una mancha de aceite se extiende a mi alrededor y mancilla no sólo mis pensamientos y mis actos, sino el paisaje y la casa, los recuerdos y las esperanzas, como la capa de polvo, que no existe más que en el laberinto de mi conciencia torturada por una obsesión que ni siquiera soy capaz de definir.
Y cuando caía la noche, envuelta en el vaho de una casa deshabitada, sin ánimo de prender las luces, como habría hecho Adelita, entraba en el ámbito de la desolación y de la inquietud que me trastornaba y me enfurecía. Un yogur tomaba, desechando la tortilla de patata y cebolla que me aguardaba en el horno, e incapaz de vencer la pereza que me producía la sola idea de lavarme los dientes, una pastilla y a dormir, y me metía en la cama con el ansia de alcanzar el estado de somnolencia que habría de liberarme de la inquietud, ¿era inquietud? No, era apatía, una profunda apatía que me impedía reaccionar, largarme a otro lugar, llamar por teléfono a Gerardo, ir al cine, volver al trabajo o pasearme por la ciudad, llamar a los amigos. Y sin embargo, ahora tenía la sensación de que todos me habían abandonado a mi suerte. Y no es que no pudiera llamarlos y volver a la vida, sino que no sabía cómo hacerlo, no me habría atrevido a confiar a nadie, ni siquiera a mí misma -pensaba en los raros accesos de lucidez que se abrían paso en mi entendimiento-, lo que me estaba ocurriendo. Como si me hubiera ido tan lejos que ya no pudiera retroceder, aminorar el paso para encontrarme con el de ellos, como si ya no hubiera camino de regreso.
Lo que había ocurrido, había ocurrido y no había vuelta atrás.
Así lo veía al levantarme, así me lo había dicho Gerardo. Tal vez lo que me torturaba era mi propio y absurdo comportamiento, antes y ahora. Esa forma de proteger a Adelita cuando se descubrió el robo, esa forma de aceptarla en contra de la opinión de Gerardo, que no hacía más que decirme: "Despréndete de ella, que se vaya.
Qué te importa a ti que haya sido engañada. También ella te engañó a ti. Que se vaya." Pero no lo había hecho, es más, la había aceptado y reconducido como emulando al padre de familia que recibe con júbilo al hijo pródigo, organiza un banquete en su honor, y mata un cordero para celebrar su vuelta.
¿En qué estaría pensando? ¿Era la humillación de haber sido engañada por dos veces, era el sentido del ridículo lo que me horadaba el pecho con ese dolor que me impedía respirar cada vez que volvía a pensar en todo esto? Todo el mundo riéndose de mí, los de las tiendas del pueblo que debían de saber lo que había ocurrido, los abogados que habían desaparecido, la policía que me había recibido con la media sonrisa de quien sabe que lo tiene todo ganado. La suficiencia, el ridículo, yo había sido la víctima.
Eso es lo que yo le decía a Gerardo, pero mi dolor era más profundo y ni yo misma alcanzaba a conformarme con la explicación de que la higuera seguía vacía. No puede ser que sea ésta la razón de tanto desánimo.
"Y ¿qué más te da? Te han estafado, pero no es cierto que el mundo entero esté en contra de ti.
¿Por qué no dejas de torturarte?
No recuperarás la joya." "Me da igual la joya, nunca la usaba." "Entonces quédate tranquila, aprovecha las semanas que te quedan de vacaciones, vayámonos de viaje, hagamos algo, no te quedes quieta como si ya estuvieras muerta." Esto lo dijo por teléfono y, tal vez con la intención de que la herida lograra lo que no habían logrado sus palabras, añadió a gritos: "Estoy harto, no hay quien te aguante, ni siquiera tú misma sabes lo que tienes, lo que quieres, lo que necesitas, lo que te está pasando, así que aquí acaba mi papel.
Cuando quieras me llamas. Adiós." Así estaban las cosas cuando, a mediados de agosto, Marina, la silenciosa Marina que acariciaba los muebles con el plumero, me comunicó que no podía venir más porque le había salido un trabajo en un hotel a jornada completa y que usted lo comprenderá, señora, usted en mi lugar haría lo mismo, ya sé que le dije que cuidaría de su casa pero compréndalo, señora. Decidí, pues, arreglármelas sola, al fin y al cabo también en Madrid vivía sola y nunca había tenido esta sensación de desamparo. Tal vez lo que me ocurre, pensé, es que tengo poco que hacer, tal vez ir a la compra, arreglar mi habitación, hacerme la cama, llenarían mi tiempo y dejaría de obsesionarme, me dije una mañana, convencida como estoy siempre de que cualquier plan, por vago y absurdo que sea, trae consigo la solución de buena parte del problema. El problema, si es que lo había, estaba en mí, no en Adelita, ni en los supuestos misterios que la envolvían.
El problema era yo y ese nudo de angustia y celos que me envolvía.
Lo demás no era sino un cúmulo de casualidades que se habían producido, de efectos en cadena que podían confundir y dar la impresión de que efectivamente había un misterio que descifrar. Eso pensé para animarme. Pero aun así no logré desprenderme de la apatía y seguía deambulando por la casa con cierta esperanza de que el tiempo pasara y no tuviera más remedio que volver al trabajo. "Tal vez tengan razón los días laborables", recordé. "No estoy hecha para la fiesta, no estoy hecha para el ocio, no sé qué hacer con él." A veces, en los peores momentos, miraba los años que me quedaban de vida, como si tuviera poder para verlos en toda su exigua extensión, veinte, treinta, cuarenta, y encontraba placer y solaz en la recomendación que me hacía a mí misma: aguanta un poco más, te alcanzará la muerte, y ya no tendrás que lamentarte de haber sido o de no haber sido, de haber actuado o no, ni te morderán los celos y la envidia que no quieres reconocer, ni el menosprecio por tu pasado, ni te fundirás de angustia ante los vacíos bajo la higuera, en las mesas de los bares, en los restaurantes. No habrá entonces ni pasado ni presente ni menos aún futuro, todo se disolverá en el olvido. Aguanta un poco más. Del mismo modo que pasaron los años que has vivido, pasarán los que quedan, aguanta un poco más. La muerte te redimirá, la muerte te liberará. Y me dejaba mecer por el consuelo de la muerte.
Un consuelo que se desvanecía, como todos los consuelos, en la mera repetición, en su propio envejecimiento.
Por la pereza que me producía la sola idea de hacerme la comida, me acostumbré a las latas de atún y a las de guisantes cocidos y al pan que me traía el jardinero por la mañana con el periódico, los tres días de la semana que seguía viniendo. Dormitaba a todas horas para sofocar el desánimo, no paseaba ni apenas me cambiaba de ropa. Llevaba siempre el mismo pantalón gastado y una camiseta, hiciera sol o comenzara a llover.
Nadie me llamaba, nadie se acordaba de mí, ni yo me acordaba de nadie. Como cabía esperar, algunos amigos habían llamado al principio del verano y yo, efectivamente, los había despedido con evasivas. Y no habían vuelto a llamar, porque, ya se sabe, a los amigos hay que cuidarlos y yo no lo había hecho. No pensaba en ellos. De hecho, no pensaba en nadie ni me daba cuenta de nada. Ni siquiera había reparado en que los días iban siendo más cortos, que el verano se agotaba y que un velo se esparcía por el campo y el cielo que no dejaba adivinar si haría buen tiempo al día siguiente o si comenzaría a llover.
En cuanto oscurecía me atrancaba en la casa, ajena a la luna y las estrellas que tanto me había gustado contemplar. En otra vida, me parecía ahora. Miraba durante horas la higuera, por mirar, porque había perdido la esperanza, del mismo modo que alguna vez, muy de tarde en tarde, iba al mercado o al pequeño restaurante pero no en busca de lo que ya sabía que no podía llegar. Pasaban los días con el único anhelo de que llegara la noche y sumergirme en aquellos sueños que yo había comenzado a convocar y a inventar, movida por el deseo apenas reconocido de un cuerpo largo y dorado como una espiga para repetir el sutil contacto de su pie contra el mío o de su mano sobre la mía que daban pábulo a infinitas variaciones y combinaciones, pero que, al cabo de tanta repetición, de tanta confusión, se habían convertido en pesadillas que se sucedían implacables cada vez que cerraba los ojos, como si fueran la oculta secuencia una vida más profunda que tenía su propia lógica y su propio devenir.
Cualquier ruido del exterior, el ladrido de un perro, el canto de una cigarra, un bocinazo lejano o la sirena de una ambulancia que se perdía en el horizonte, me desvelaba y suponía el fin de un terrorífico ensueño donde se mezclaban rostros dulces y cuerpos deformes, gritos de policías y camionetas grises, ladrones bizcos de rasgos conocidos y personajes de mi pasado convertidos en degenerados y viciosos seres que se lamentaban gimiendo en su viscosa transformación, me perseguían y me ultrajaban. Pesadillas en las que me sentía al mismo tiempo o alternativamente despreciada, vilipendiada, deseada y escarnecida, y que la memoria repetía al despertar para dejarme jadeando de deseo, de frustración y de angustia. Y aun así, cerraba de nuevo los ojos, obsesionada por volver al sueño y encontrarme con aquella mezcla de rostros, cuerpos y actitudes tras las cuales, como a la luz de un relámpago o del resplandor fugaz de una ventana al abrirse contra el sol, aparecería el hombre que no lograba encontrar en el ámbito de un tiempo y un espacio que había dejado de ser real.
Del resto del mundo no veía nada, y si lo veía no me calaba en el ánimo como otras veces, como otros años, a la manera de esa lluvia fina y compacta de la primavera que empapa la tierra sin abrir surcos ni hacer destrozos. No, ahora llovía a ráfagas, anticipando las ventoleras y tormentas de setiembre, pero yo ni vi llegar la lluvia ni la sentí, ni me di cuenta cuando se fueron las nubes cargadas, barriendo los campos hacia el ocaso, como tampoco reparé en los tijeretazos de los hombres que recorrían con sus cestos los corredores entre las vides. Y cuando se fueron al cabo de unos días y dejaron las ramas vacías lánguidamente esparcidas por el suelo bajo un sol mortecino que arrancaba tímidos destellos de las hojas doradas, tampoco me percaté de ello.
Será que estoy anémica, llegué a pensar al sentirme tan exhausta.
"Señora", habría dicho Adelita, "deje que le tome la tensión", y con sus pasitos cortos y rápidos, "camina como si llevara patines", había dicho Gerardo el día que la conoció, habría ido a su casa y habría vuelto con el fonendoscopio, dispuesta a demostrar cuán lejos llegaba su sabiduría hospitalaria.
Y yo habría sonreído con suficiencia y bondad, confiada como entonces. Pero el tiempo no vuelve atrás. "No puede ser que un acontecimiento doméstico, no es más que eso, te haya afectado tanto", la voz de Gerardo con un deje de sorpresa y al mismo tiempo de burla volvía como un reproche.
A veces era tan doloroso mi estado de ánimo que me escudaba en mi propia historia y, volviendo la vista atrás, me lamentaba del mal uso que había hecho de ella. ¿Qué vida he tenido? Me decía entonces mirando al pasado. Un padre, un marido, una carrera y ese Gerardo que se derrite de puro bueno. ¿Qué canción he cantado yo? Olvidé mi profesión, no me dediqué a la investigación como quería, no luché por lo que creía que era mi vocación y seguí los dictados de un marido al que ni admiraba, ni tal vez siquiera me gustaba. No he tenido hijos, no me han tentado las riquezas o el éxito o el poder, y no he conocido la pasión, repetía como si en la repetición hubiera de encontrar el consuelo. Jamás, ni siquiera cuando era joven, tuve el coraje que me hubiera hecho falta para hacer lo que me había propuesto. Y ahora ya es tarde, es tarde para todo. De lo único de que podría vanagloriarme es de haber llegado a la rutina del trabajo y, como mucho, a languidecer ante el paisaje o al mirar la luna llena, sin saber exactamente qué más hacer mientras me reconcomen mis propios pensamientos, incapaz de transmitir o de compartir o de despertar ningún sentimiento, ninguna emoción, más allá de las estrictamente formales.
Otras veces buscaba una causa física, algún síntoma de un mal oculto, el estómago, que según dicen provoca malhumor, o el hígado, que cansa el cuerpo y el alma, pero mi salud no tenía fugas, así que casi siempre acababa atribuyendo mis males a la depresión, sobre todo cuando en alguno de los frecuentes altibajos entre la ofuscación y la lucidez, mi inteligencia, que no sabía qué le estaba pasando, tenía sin embargo la vaga conciencia de que ese sopor que me envolvía, esa modorra preñada de inerte inquietud, era como el silencioso preludio de un seísmo, una espera inmóvil que a la fuerza había de desembocar en un estallido, como el de un forúnculo que necesita echar lo que contiene de putrefacción y dolor. O ¿sería esa quietud de mi alma el inicio de una situación que ya no habría de cambiar? ¿El inicio de una madurez que había coincidido con esos acontecimientos y que me había derrotado dejándome inquieta y pasiva para siempre?
Tal vez, me decía con un hálito de esperanza, no era más que una simple crisis. Ya no tenía por qué temer la crisis de los treinta, ni la de los cuarenta. Ahora me acechaba, si acaso, la de los cincuenta. O la depresión. Y así volvía a recomenzar la rueda imparable de mis obsesiones y de lo que las provocaba. No tengo remedio, no tengo remedio, sollozaba en mi desespero.
Pero un nuevo e inesperado hecho habría de sacarme de ese absurdo pozo de desolación de forma tan rápida y concluyente que, de no haber estado tan pendiente de él, habría perdido por completo la fe en la legitimidad de mis emociones y sentimientos.