38593.fb2 La Canci?n De Dorotea - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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7

Una tarde miraba el campo sin verlo, desde la ventana, con esa melancolía tan distinta de la que sentimos a la hora plácida y azul que precede al crepúsculo o cuando reparamos en la inminencia de la llegada del otoño. Y de pronto vi subir por el camino una camioneta blanca, y detrás de ella, un coche.

A medida que se acercaban pude leer las letras de los costados de la camioneta, "Máquinas de Coser La Puntual ", y recordé en seguida que ésa era la marca de la máquina de coser que Adelita se había comprado. El coche que la seguía era un viejo Dodge azul marino, limpio y brillante, más elegante parecía precisamente porque era un modelo antiguo. Hemos llegado a un punto, reflexioné, en que todo lo antiguo nos parece mejor. Y mientras subían los vehículos me distraje dándole vueltas a cuánto amor había por las viejas casas de campo, por las ruedas de carro, por los azulejos descascarillados. Mi padre también había sucumbido a esa pasión por lo pretérito, de otro modo nunca se habría comprado esta casa rodeada de campos que ya nadie cultiva, con un jardín de césped verde que se traga, mejor dicho se tragaba, toda el agua del pozo.

Desde su muerte habíamos dejado de regarlo, en seguida se había secado y yo lo había sustituido por gravilla dorada. Ahora, tras tanto tiempo sin renovarla, la poca que quedaba dejaba clapas polvorientas que en verano se llenaban de hierbas y rastrojos. A mí no me disgustaba, pero recordé que a Adelita le horrorizaba. ¿Por qué no plantamos césped otra vez, como antes?, decía cada pocos meses; el jardín estaba precioso entonces, parecía un parque que rodeaba la casa y le daba más prestancia y más categoría. Y permanecía embobada ante el espectáculo que le deparaban el recuerdo y la imaginación.

Tenía razón, pero el esmirriado pozo de la casa daba tan poca agua y era tan sensible a los períodos de sequía, que no había quedado otra opción que renunciar al jardín. ¡Qué ávidos estamos por hacer lo que hacen los demás, qué poco amantes somos de seguir nuestros propios gustos, de hacerle caso a nuestro criterio!, recordé que tantas veces me había dicho Gerardo.

Si alguien comienza a sembrar césped, todos tenemos que hacer lo mismo, tengamos agua o no, vivamos en un país seco o no. Seguía dándole vueltas a la incongruencia de una casa de campo que, sin embargo, exigía jardines británicos en este país de sequías, desertizaciones e incendios, cuando me despertó de mi ensimismamiento un bocinazo que venía de la parte trasera de la casa, donde debían de haber aparcado los dos vehículos. Bajé la escalera y salí por la puerta de la cocina.

"Hola, buenas tardes", dijo el hombre que había salido de la camioneta y se acercaba dando vueltas al juego de llaves con una mano, mientras con la otra se arreglaba el cuello de la camisa para que no se lo escondiera demasiado la chaqueta que se acababa de poner. Detrás de él había bajado del coche su compañero, un poco mayor pero igualmente vestido con pulcritud un tanto antigua, como el modelo de Dodge, traje de rayadillo azul pálido, camisa de hilo azul marino, pañuelo de seda al cuello y mocasines marrones. Eran evidentemente amigos o conocidos o colegas. Los dos sonreían.

"Usted debe de ser la señora", dijo el más joven alargando la mano.

"¿Qué señora?", pregunté.

"La señora de la casa." "Soy la señora de la casa, sí.

Y ustedes, ¿quiénes son? ¿A quién buscan?" "Buscamos a Dorotea." Había cierto desafío en la voz suavizado por la sonrisa.

Me quedé un poco cortada, pero finalmente respondí: "Dorotea ya no está aquí." "¿No?" Sonrió ya francamente el mayor. "¿Se ha ido?" "No está aquí ya", repetí con voz neutra.

"¿No me diga que la ha puesto de patitas en la calle?" Había torcido la cabeza y me miraba casi de reojo con una media sonrisa.

"Piense lo que quiera." Mi voz era cada vez más seca.

"¿Por puta?", preguntó de pronto el joven con curiosidad. "¿La ha echado por puta?" Hubo un momento de silencio.

Luego, sin darme tiempo a responder, retomó la palabra el remilgado caballero de la chaqueta de rayadillo: "Si quiere la llamamos Dorotea y si lo prefiere la llamamos Adelita. A nosotros nos da igual, nosotros conocemos a las dos", dijo sonriendo como si presentara sus credenciales. "Nos da igual la una que la otra. Conocimos primero a Adelita, y al poco tiempo conocimos también a Dorotea. O sea que, ya le digo, nos da igual." Me miraban buscando complicidad. Tenían un aire simpático.

Devolví la sonrisa.

"No, no la eché por puta", reconocí, "sino por ladrona y embustera." "¡No me diga!" La sorpresa parecía sincera.

De pronto recuperé el ánimo.

¡Oh!, esa curiosidad que reaparecía ahora, tantas veces escondida para volver sin avisar con fuerza mayor. Era como si el mundo a mi alrededor hubiera cobrado vida y se hubiera puesto en movimiento.

Una levísima ráfaga de aire me acarició la cara, me llegó el penetrante aroma del jazmín y descubrí en el cielo una escueta tajada de luna blanca. Sentí que el calor me llenaba las mejillas, como si me hubiera azorado ante aquellos dos hombres que, al menos uno, podía ser mi hijo, y me di cuenta de que en la más lejana profundidad de mi entendimiento se había prendido una lucecita, suave, temblorosa: "¿De qué la conocen?" Ya no había malhumor en mi voz.

Se rieron mirándose.

"Bueno", dijo el joven, "es una historia muy larga. De hecho la conocimos hace por lo menos cinco años, cuando todavía vivía aquí un señor mayor que", me miró como si quisiera adivinar, "debía de ser su padre, ¿no?" "Sí, era mi padre", admití.

"Nosotros vendemos máquinas de coser", dijo el mayor, "vamos por las casas y hacemos propaganda de las máquinas de coser y luego las entregamos, y cobramos y hacemos lo que haga falta." "Eso, todo lo que haga falta", rió el más joven. "Y más aún. Somos expertos en contentar a nuestras clientas." Estábamos de pie, yo un poco cohibida, pero no había tensión entre nosotros. Al contrario, se diría que nos habíamos caído bien.

"Permítame que me presente", dijo el mayor. "Me llamo Segundo Cáceres y éste es mi amigo y colega Félix Pallarés. No, no se moleste", dijo alargando la mano para saludarme, "sé quién es usted.

Usted es Aurelia Fontana, profesora de biología o de virus o de microbios, algo así, en la Universidad de Madrid. No sé en cuál, la verdad, pero sé que es profesora." Y en seguida, adquiriendo un aire jocosamente ceremonioso y engolado, añadió: "Somos los dos representantes de las Máquinas de Coser La Puntual y estamos a su servicio para lo que nos quiera mandar. Por cierto, ¿ya tiene máquina de coser?" Me eché a reír.

"Sí, ya tengo máquina de coser, pero aunque no tuviera no creo que sea la clienta ideal. Nunca la he usado." "Siempre se puede empezar y pasar a formar parte del club de usuarias. Le daríamos gratis servicio posventa y le enviaríamos una preciosa revista a todo color.

No sabe usted la felicidad que se deriva de una buena máquina de coser, y las máquinas de coser La Puntual…" Le interrumpí: "Entren, por favor, entren y tomen un café conmigo." Y seguí riendo con ellos.

Todavía no sé por qué los invité. Además de ese curioso desparpajo, tenían un atractivo basado en la simpatía y la confianza. Si era efectivo con las mujeres que serían sus posibles clientas, ¿por qué no tenía que serlo para mí si tenían el añadido de lo que podían saber de Adelita? O tal vez también había influido el hecho de que llevaba días y semanas de aislamiento y soledad. ¿Y si ésta fuera la señal de que habían terminado?, me dije llena de esperanza. Quizá estoy saliendo del pozo. Y aunque no era mi estilo permitirme esas confianzas, me sentí contenta por primera vez en muchos días.

Félix, el más joven, y Segundo, el mayor, eran en efecto vendedores de máquinas de coser. Llevaban años trabajando juntos y desde primera hora de la mañana recorrían las calles de las ciudades y pueblos y los caminos y carreteras de toda la zona que les estaba asignada por la central, en busca de ventas. Mostraban los prodigios de la máquina de coser La Puntual, que además bordaba y zurcía y hacía remiendos y dobladillos, ofrecían a la clienta las condiciones de venta a plazos y, como ya me habían anunciado, daban además un excelente servicio posventa. La compradora o el comprador podía elegir entre domiciliar los pagos en el banco o pagar los plazos en metálico, previa aceptación de unas letras que los propios vendedores les pasaban al cobro en mano dos días antes del vencimiento. Si no pagaban, las llevaban al banco a que las ejecutaran. Salían juntos de la urbanización "Mar y montaña", en las afueras de Vilassar de Mar, en el Maresme, donde vivían; hacían juntos las visitas y juntos volvían por la noche a casa. Así llevaban seis años.

Todo esto lo supe mientras ellos, sentados ante una mesa del salón, seguían mis idas y venidas preparando el café y buscando unas galletas o unas chocolatinas que darles. Serán rancias, pensé cuando encontré un paquete que debía de estar allí desde hacía meses, serán rancias o estarán reblandecidas. Así que decidí darles un licor. Saqué whisky, coñac, ginebra y vodka. Aún hoy, cuando pienso en aquella tarde no acabo de comprender qué es lo que me llevó a ser tan obsequiosa. Estaba contenta y me habían entrado de pronto muchas ganas de escuchar y de hablar. Así que en cuanto el café estuvo hecho lo llevé a la mesa y me senté con ellos. Abrí la puerta que daba a la terraza y dejé que el aire ventilara aquel ambiente enrarecido del salón que ya no recordaba cuándo se había abierto por última vez.

Más allá de las baldosas, la tierra reseca había comenzado a despedir un aroma a espliego, o tomillo, o quién sabe si a salvia. Tal vez no olía más que a los rastrojos que tras la siega y sin una gota de lluvia se habían convertido en paja seca, pero yo, sin comprender la naturaleza del cambio que se había operado en mí, aproveché sin analizarlo ese renacer de los sentidos que en tantos momentos había creído no sólo apagados, sino definitivamente muertos. ¡Qué poca cosa hace falta para reaccionar!, me decía mientras los oía reír, qué fácil es, pero al mismo tiempo ¿cómo descubrir lo que provoca en nosotros el cambio? Yo no sabía aún a qué se debía el mío y me costaba aceptar que se hubiera producido sólo por la presencia de esos vendedores.

Segundo, el mayor, me estaba haciendo una pregunta.

"¿Cómo dice?, discúlpeme, estaba distraída." "Le preguntaba por Adelita.

Nosotros no sabíamos que se dedicaba al robo." "No diría yo que se dedicaba al robo, he dicho que me robó. Me robó una joya, de esto estoy segura", dije con convicción, como si ellos hubieran ya tenido noticia del robo y del sobreseimiento de la causa, "porque incluso lo confesó cuando la llevaron al cuartel de la Guardia Civil. " "Y ¿qué pasó?" "Pues no sé qué decirle…" "Oiga", me interrumpió Segundo, que ya se había tomado un vasito de whisky y se estaba sirviendo el segundo, "¿no le importa que nos tuteemos? Me parece tan raro estar aquí tomando copas y llamándonos de usted." "Claro que no", dije, "claro que no me importa." Mi familiaridad era más extraña aún que la suya.

"Sigue, pues, Aurelia." ¡Qué fácil! pensé, qué fácil le ha sido, como si me hubiera tuteado toda la vida, pero dije: "Ella vendió la joya, o dijo que la había vendido a un joyero de Gerona y este joyero…", me detuve, "…¿de qué os reís?", quise saber, porque se estaban riendo los dos. "¿He dicho algo gracioso?" Y contestaron a coro: "…fue a la policía con el carnet de identidad de la chica…" Los interrumpí: "¿Cómo lo sabéis?" "¿Puedo servirme otra copa?", preguntó Félix.

"Sí, claro", dije, pero lo que quería es que acabaran lo que habían comenzado. "¿Cómo lo sabéis?" "Es un viejo truco. Se ponen de acuerdo el joyero y el policía y el policía no avisa a la persona que tendría que avisar, a la que le han robado, con lo cual y si hay suerte esa persona no se entera del robo ni, por tanto, lo denuncia hasta que ya es tarde, hasta que ha pasado el período de tiempo que establece la ley, una vez finalizado el cual el joyero ya puede vender tranquilamente la joya. Luego se dividen las ganancias." "Ignoraba que fuera un truco tan extendido." "Tal vez no esté tan extendido, pero fíjate que nosotros dos ya lo sabíamos." Estaba confusa, siempre había creído que el policía de la mancha en la cara, el de Gerona, no me había informado por desidia, por descuido o por olvido, y porque era un irresponsable. El hecho de que ellos lo vieran como una prueba de corrupción establecida me dejó perpleja. Aún insistí: "Pero la policía…" "Hay toda clase de policías, claro, pero no tienes más que leer los periódicos para enterarte de los chanchullos que se llevan con los robos, con las joyas, con las mafias, sean de tabaco, de drogas o de inmigrantes. ¿No te parece raro que la policía no descubra un camión en el que viajan treinta inmigrantes más que de vez en cuando?

¿No te parece raro que sólo se detenga a los camioneros que entran marroquíes y nunca, por ejemplo, a los que entran a gentes del este de Europa? Y los que llegan por el aeropuerto, que son la mayoría y todos organizados por mafias, ¿por qué pasan sin dificultad? La policía a la fuerza tiene que saber y, sin embargo, no actúa. Y ¿qué me dices del tráfico de drogas que hay en las cárceles, por ejemplo? ¿Les caen del cielo a los presos?" "Pero aquello no era la cárcel, era una comisaría." "¿Te avisó el policía de que el joyero había ido a decir que una mujer que trabajaba en tu casa le había vendido una joya que valía…, ¿cuánto valía la joya?, ¿era muy valiosa?" "Muy valiosa", reconocí.

"¿Lo ves? Y ¿cuándo te dijeron que había ido el joyero con el carnet de identidad de Adelita?" "Cuando fui a denunciar el robo de la sortija a la Guardia Civil.

Un mes y medio después del robo, según las fechas que ellos mismos me dieron." "¿Estás segura?" "Sí que lo estoy, porque recuerdo que fui al cuartelillo de la Guardia Civil uno o dos días antes de año nuevo y, según el sargento, la venta de la joya se había producido el 11 de noviembre, que es el día de mi cumpleaños. Por eso me acuerdo. Luego fue el mismo sargento el que me envió a Gerona, que es donde Adelita había vendido la joya, y allí fue el propio comisario de policía el que lo corroboró." "¿Qué te dijo?" "Nada especial. Se excusó porque no había sabido encontrarme, dijo que me había llamado una vez y que yo no estaba, pero reconoció que tendría que haber insistido, que a veces las cosas no son tan fáciles de arreglar como parece, que harían lo posible por recuperar la joya, cosas así." "¿Te ha vuelto a decir algo?

¿Te ha llamado?" "No, no me ha llamado. Y después se me ocurrió denunciar a la policía, por ineficacia, por descuido, pero al final no lo hice." "¿Por qué?" "Pues porque, como yo no sabía muy bien cómo se hacen estas cosas, busqué a un abogado que lo hiciera por mí, pero de los tres que visité ninguno quiso hacerse cargo del caso." Saltaron los dos a la vez de sus asientos, exaltados, casi dando saltos.

"¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿No lo comprendes?" "¿Qué tengo que comprender?

¿Qué tienen que ver los abogados con la policía y el robo?" "Pues que, primero, los abogados no quieren llevar un caso en el que hay que denunciar a un policía, porque no quieren y porque, además, algunos tienen sus motivos, y segundo, porque la policía conocía y defendía a Adelita." "¿A Adelita? ¿De qué la conocían? ¿Por qué habrían de defenderla?" Todo aquello se iba complicando y, por las caras risueñas de los vendedores, que bebían tranquilamente sus whiskys, me di cuenta de que sabían mucho más de lo que decían. Porque no paraban de reír, de hacerse guiños, de echarse hacia atrás con la copa en la mano como dando a entender lo claro que estaba, aunque a mí ni me parecía claro ni me hacía gracia tampoco.

"Bueno, ¿qué estáis tramando?, o ¿qué estáis ocultando?" "Verás", dijo Félix como si me ayudara a pensar, "¿qué te hemos preguntado nada más llegar?" Dudé: "No sé" dije, "que si había echado a Adelita por puta", lo que más me había llamado la atención.

"Eso, muy bien. Y ¿por qué crees que lo decimos?" "¡Yo qué sé! Porque tal vez seáis vosotros alguno de los que requiere los servicios de la agencia." "¿Qué agencia?" saltaron los dos a la vez, muy interesados.

"¿No sabéis de qué os hablo?

La agencia, una agencia que le proporcionaba clientes a Adelita.

O la que, en principio, debía de proporcionárselos, pero parece que los propios clientes acabaron prescindiendo de ella y llamaban directamente a Adelita, que ya tenía establecida su propia red de contactos. Dorotea era su nombre de guerra." "Anda, con la Dorotea. Esto sí que no lo sabíamos. Vaya jornada laboral." "Yo creía que también vosotros habíais coincidido con ella por este sistema. ¿Cómo sabéis que se llama Dorotea si no?" Félix se sirvió otra copa y me hizo señal de ponerme una a mí.

"Sí", dije, "creo que la voy a necesitar." "Eso, la vas a necesitar, te lo juro." Y volvieron a reírse los dos.

Félix cogió un cigarrillo y, sin encenderlo, se lo iba pasando por los labios y por debajo de la nariz al tiempo que comenzaba una especie de discurso: "Verás, nosotros vamos por las casas de los pueblos o de campo, pero también por los pisos en las ciudades, y vendemos máquinas de coser. Hasta aquí está claro, ¿no?

Bueno pues, como somos amables y simpáticos, hacemos amistad con las mujeres que nos compran." "Y no sólo amistad", dijo Segundo. "De hecho, muchas veces llegamos incluso a una gran intimidad. ¿Me entiendes? ¿Sabes a qué me refiero?" Se les hacía difícil decirme estas cosas, era evidente, hablaban a golpes como si no dispusieran del lenguaje adecuado, como si, así debía de ser, sólo hubieran hablado de estas experiencias con otros hombres.

"Creo que sí, creo que te entiendo", lo tranquilicé.

"De la misma manera que establecemos una red de ventas, también tenemos nuestra red de, llamémosle, amistades." "¿De verdad?" Simulé una sorpresa mayor de la que tenía.

"De verdad. No te lo digo por presumir, que podríamos, ¿no es cierto, Félix?" Y el otro asintió. "Te lo digo para contarte que fue así cómo conocimos a Adelita.

Al principio nos dijo que se llamaba Adelita, pero cuando comenzamos a ser más amigos nos pidió que por teléfono la llamáramos Dorotea. Y así lo hacíamos. Nosotros estábamos convencidos de que era una estratagema para despistar a la señora de la casa, tú", y se detuvo mirándome, "lo que son las cosas de la vida." "Bueno, continúa." "Pues eso, no sabíamos que Dorotea usaba este nombre para los clientes de la agencia, porque nada sabíamos de la agencia. Y si al llegar preguntamos si la habías echado por puta no lo dijimos por lo que hacíamos con ella." "¿Ah, no? Entonces, ¿por qué?" "Calma, calma. ¿Tú tienes prisa?" "Yo no", dije, "yo no tengo nada más que hacer que estar aquí escuchándoos. Y, ¿vosotros?, ¿no tenéis que trabajar?" "Nosotros ya hemos acabado por hoy, veníamos a ver qué era de Adelita o de Dorotea, porque llevamos tiempo sin saber de ella.

Si tú no tienes prisa, nosotros tampoco." Se sirvió más whisky y continuó: "Pues verás, también Adelita pasó por la piedra, o pasamos nosotros, vete a saber, y además da igual." "Pero…", dudé.

"¿Sabes qué pasa?", dijo Segundo viendo la cara de escepticismo que yo ponía, "¿sabes qué pasa?

Que llegas a una casa como ésta, fuera de la circulación, como quien dice, y encuentras a una mujer que no tiene en qué distraerse ni divertirse, con un marido que en el mejor de los casos va y viene sin hacerle caso. Pues oye, un poco de alegría no le viene nada mal. Esto es lo que ocurre." "Así que un día llegasteis aquí y conocisteis a Adelita y…" "Eso es, así sucedió. Pero no por eso la llamamos puta. Porque no lo hacíamos como una transacción ni como un negocio. Quiero decir que no pagábamos. Era por puro placer." El whisky me daba confianza: "¿Así, sin más, llegabais y os ibais a la cama?" "Bueno, uno tiene sus artes de seducción." También a ellos los ayudaba el alcohol. Tenían los ojos brillantes y se veían muy felices de poder hablar de sus andanzas. "Tú ya ves cuándo puedes y cuándo no puedes ir más lejos. Hay mujeres que ni siquiera te apetecen, hay otras que aunque te apetezcan a ti, a ellas ni se les ocurre tal cosa, pero aun hay otras que sólo con la mirada ya te dicen que están dispuestas. No tienes más que ponerte en marcha y ya está." "¿En la misma casa o quedabais para luego?" "En la misma casa, en su cama, en la sala, donde más nos gustara." "Pero si el marido de Adelita estaba siempre en casa, apenas trabajaba", dije.

Esta vez era sólo una sonrisa, temerosa, apagada casi. Segundo tenía incluso el gesto de querer pasar por alto la historia de Adelita.

"Sí, es cierto, está en casa siempre porque está enfermo, muy enfermo, eso dice ella, claro, pero a veces no estaba, a veces…" Lo interrumpió Félix, dirigiéndose a él, decidido: "Si se lo vamos a contar, se lo contamos todo. Y si nos echa, que nos eche. Mejor que lo sepa, ¿no?" "Sí, tal vez, como quieras", concedió Segundo.

Con más desparpajo del que hacía falta, como para darse ánimos, dijo Félix: "Con Adelita nunca tuvimos problema, teníamos esta casa entera a nuestra disposición", hizo un gesto de semicírculo con la mano y esperó a ver mi reacción.

Yo me había quedado sin habla.

Lo que me costó un buen rato no fue, como creían ellos, decidir si los echaba o no los echaba, sino cómo lograría que continuaran hablando. Tragué saliva.

"No me lo creo", pero lo dije con demasiada vehemencia. Había todo un mundo que se movía en paralelo al mío del que yo no me enteraba, ¿qué más me quedaría por saber? Callábamos los tres y ya creí que ése sería el final de nuestra conversación, porque en ese mismo instante se había creado una corriente de tensión. Procuré ocultar mi turbación, incluso mi indignación todavía sin delimitar ni definir, y continué con toda la naturalidad que pude: "¡Qué cara!", dije, dándome palmadas en la mejilla y procurando sonreír como si aquello no me afectara. "¡Qué cara!" La sonrisa ya salía más natural. Dije entonces: "Y en otros casos que no teníais tantas facilidades", decididamente me reí y esta vez ellos conmigo, "¿no teníais miedo de que viniera alguien, el marido, por ejemplo?" El peligro había pasado. Los dos estaban tan aliviados que siguieron hablando incluso con mucho mayor entusiasmo que hasta entonces, y con más confianza, como si yo hubiera pasado una prueba y ya pudieran considerarme de los suyos.

Al fin y al cabo, pensé con sorna, de un modo u otro habíamos compartido la casa. Ahora podía yo saberlo todo, con detalles incluso.

"Ellas saben. Claro que siempre hay imprevistos. Recuerdo un día en que estábamos…", ¿no se atrevía a continuar o buscaba las palabras?, "pues eso, estábamos…

en la cocina es donde estábamos, sobre la mesa, ya me entiendes, cuando de pronto se oye la puerta…" Como si contara el argumento de una película por centésima vez, sabía detenerse para mantener la emoción en el momento en que el marido estaba a punto de entrar, se reía de sí mismo al contar cómo tuvo que correr a esconderse con camisa y sin pantalones en un hueco detrás de la nevera, y llegaba al colmo del paroxismo cuando explicaba el horror de asistir a las desaforadas ansias eróticas que había suscitado en el marido encontrar en la cocina a su mujer desnuda a media mañana de un día laborable.

"Y para colmo", reía, "sobre la misma mesa en que un minuto antes estaba haciendo lo mismo conmigo." La contención con la que hablaba parecía quitarle salsa a la historia, a juzgar por la expresión ajena de Félix, que se entretenía en mirar las aguas de su licor en el vaso. O tal vez había oído tantas veces la historia que ya no le hacía el menor efecto.

"¿Y el otro qué hacía mientras tanto? Decís que siempre ibais juntos." Se echaron a reír, estaban siempre al borde de la risa. Todo aquello tenía un tono lúdico tan desenfadado que ni siquiera yo, después de haber visto mi casa convertida en un burdel, me sentía violenta.

"Pues, el otro mientras tanto esperaba." "Ya." Tomé otra copa, cada vez la necesitaba más.

"No creas que se trata de forzar a nadie, no. Para estas mujeres la situación es ideal. No hay peligro, casi nunca, por lo menos", rectificó, "porque vamos a horas en que los maridos están trabajando.

Tampoco hay compromisos que distorsionen la vida familiar, porque nosotros no volveremos hasta al cabo de un mes y si quieren repetimos, y si no quieren, no. Somos muy civilizados y ellas lo hacen si quieren y si no les ha gustado no repiten." "Pero les gusta. Claro que les gusta, como a nosotros, que también nos gusta." Oía sus voces pero ya no sabía cuál de los dos hablaba. De hecho, el dúo era tan perfecto que se turnaban para completar una frase.

"Es una organización perfecta", dije.

"Sí que lo es, porque al mismo tiempo que trabajamos, nos deleitamos." Reían los dos y bebían y continuaban hablando: "No creas que mientras estamos con una chica nos perdemos otra venta, no, no es eso, nos ganamos muy bien la vida porque trabajamos duro. Vamos a cobrar cada mes el recibo, o cuando nos llaman porque hay algún desperfecto en la máquina." "A gusto de todos", dijo Félix, y llevado de su entusiasmo, me enseñó una agenda con las visitas de cada semana, por lo menos a seis meses vista.

"Es una buena organización", repetí. No sabía qué más decir.

"Claro que lo es, las mujeres aceptan esta organización porque ellas también son organizadas. Te dicen la mejor hora del día para ir, se lo hacen venir bien, son una delicia. Y si hay dificultades, encuentran una solución para todo.

Recuerdo una chica de Masiellas, un pueblo pequeño del interior, que fue ella misma la que se ofreció.

Dijo que no tenía dinero para comprarse una máquina, me lo dijo a mí, que había subido a su casa, y que si yo quería… pues eso, cada mes al ir a cobrar, pues a lo nuestro. Pero yo le dije que éramos dos, así que ella me preguntó dónde estaba el otro. Yo le dije que esperaba abajo. Pues que suba, dijo y a lo mejor lo podemos arreglar.

Subió Segundo, se miraron, se gustaron y cerramos el trato. Fue una de las mejores clientas que jamás hemos tenido, no falló ni un plazo. ¡Miento!", dijo de pronto, "¡miento! En el mes de agosto se iba de vacaciones con su marido, empleado en la farmacia del pueblo, y al no poder pagar en especie nos pagó en dinero. Era un ángel." "Sí, era un ángel, pero no la hemos vuelto a ver. Tal vez tendríamos que hacerle una visita." Era una conversación muy entretenida, pero yo quería que me hablaran de Adelita, o de Dorotea.

Y, una vez más tranquilizada, insistí: "¿Qué más pasó con ella? Si no es por acostarse con vosotros, ¿por qué la llamáis puta? ¿Qué es lo que me tenéis que contar?" "Pues sí, algo hay que contar, es cierto. Verás, el caso de Adelita se complicó, porque un día vino con nosotros otro vendedor también de la casa, quiero decir, de las máquinas de coser, y en seguida nos desbancó." "Y ¿por eso la habéis llamado puta? ¿Porque se fue con el otro?" "No, no es por eso. Espera, espera, ten paciencia, mujer. Resulta que ése que nos desbancó, un tipo que se llamaba Jerónimo, era un vendedor como nosotros muy alto y muy guapo, que se había dedicado desde siempre a seducir a las chicas…" "…y a vivir de ellas", le interrumpió Félix.

Yo tenía los ojos fijos en ellos, atenta sólo a disimular mi conmoción.

Segundo continuaba: "Y como Adelita se enamoró perdidamente de él, cayó en sus manos y ya no pensaba más que en si venía o si no venía. Pero Jerónimo era un cínico, te lo juro, te lo juro por Dios", repitió viendo mi cara de horror, "era un verdadero chorizo." "No sé por qué dices era, era y sigue siendo, esté donde esté, porque éste lleva ya demasiados años en el oficio. No te puedes imaginar la maña que se da, cómo enloquece a las mujeres, y cómo las vence y las somete. Por más que te lo diga no te puedes hacer una idea." "Déjame que te cuente lo primero que le hizo a Adelita", lo interrumpió Félix. "Déjame que te lo cuente." Yo estaba con el corazón en un puño, los insultos eran como puñaladas, como heridas que me infligían, como si fuera a sabiendas, más dolorosas por más secretas, por menos sabidas, por más inesperadas.

"Cuando Adelita cayó en sus redes, que cayó, no puedes figurarte hasta qué punto, nosotros ya le habíamos vendido una máquina de coser y bordar, un modelo carísimo y sofisticado que sólo compran los profesionales, porque ella siempre quería lo mejor. Ya había firmado las letras de los plazos cuando llegó Jerónimo, nos pidió que le traspasáramos la venta y así sería él el que fuera todos los meses a cobrar. Lo hicimos, pero mira cómo es, que se fue a decirle a Dorotea que las letras se habían perdido y que le tenía que firmar otras. Pero además, como él no podría haberlas descontado sin un aval, le dijo que alguien tenía que avalárselas porque si no tendría que devolver la máquina, y entonces ella consiguió el aval del dueño de un restaurante donde había trabajado, antes de estar en tu casa." La gracia que les hacía la estafa no parecía haber decrecido con el tiempo. Reían a carcajadas, que acompañaron con otra ronda de whisky. La botella estaba casi vacía.

Para esconder mi confusión, me levanté con el pretexto de ir a buscar otra y traer un poco de hielo.

Las primeras copas las habían tomado con calma, a sorbitos, acompañando el café, pero las últimas las bebían de golpe, al estilo del oeste, decía Segundo. Levantaban el vasito lleno, decían "yo en tu lugar no lo haría, forastero" y se echaban el whisky al gollete de una vez, con la cabeza hacia atrás y riéndose al final como dos niños.

Y seguían hablando y descubriendo informaciones que, yo bien lo adivinaba, no habían hecho más que comenzar, informaciones que no me llegaban todas de una vez, sino que, como si hubieran recibido la orden de andar con cuidado, soltaban gota a gota, a pequeñas dosis, noticias sobre Adelita y sobre el hombre del sombrero, y luego otra y otra, como anticipando la lluvia torrencial que no tardaría en desencadenarse. Pero entretanto, esas gotas mezcladas con sus carcajadas y con su simpatía y hasta con su ternura, atemperaban el golpe.

Se sirvieron la última copa de la botella y se tomaron riendo su "forastero". Y yo hice lo mismo con el ansia de que dejara de dolerme el agujero de angustia que otra vez se iba formando en un lugar incierto entre el estómago y el corazón.

Cuando volví con la botella, un cuenco con pistachos y almendras y otro con aceitunas, los vasos grandes y un cazo con los cubitos de hielo, me recibieron alborozados.

"Eres una mujer estupenda", dijo Félix, "magnífica." Yo no había bebido tanto como para envanecerme, pero lo decía con tanta cortesía, con tanta amabilidad, que sus palabras y sobre todo su presencia, por borrachos que comenzaran a estar los dos, me tranquilizaban. Durante mucho rato aún, hasta que, bien entrada la noche, cuando con la botella nueva más que mediada decidieron irse, fui viviendo los hechos que se habían producido en mi propia casa -¿durante dos años?, tal vez tres o incluso quizá cuatro, dudaban, o cinco-, es más, a veces todo lo que me contaban encajaba tan bien con los cabos que habían quedado sueltos, que tenía la impresión de ir rellenando con las piezas que me daban los espacios vacíos que había dejado el puzzle de mi historia.

Yo los interrumpía pocas veces, ellos se pisaban o se detenían para soltar una carcajada, y al final ya ni siquiera me miraban para ver el efecto que me hacían sus palabras.

Yo también bebía, aunque no a la velocidad de ellos, tal vez por esto el ambiente siguió siendo cordial hasta el último minuto y aunque un par de veces yo les había preguntado cómo harían para conducir con tanto alcohol en la sangre, no le dieron importancia y en pocas palabras me vinieron a decir que no pasaba nada, que estaban acostumbrados y que antes de soplar no tenían más que hacer unas cuantas inspiraciones muy hondas. Con eso no subía el marcador, lo habían comprobado. "O una buena propina", remachó el otro. "Los conocemos a todos." Para Adelita o para Dorotea, Jerónimo había sido el gran amor de su vida, decían ellos, y se reían también no sé si porque casi no hablaban sin soltar una carcajada o porque la vista de Adelita con su cuerpo menudo junto al altísimo de Jerónimo era en sí misma un motivo de risa.

"Adelita sólo vivía para Jerónimo, lo llenaba de regalos, que luego él nos enseñaba, agujas de corbata, gemelos, pitilleras de plata, regalos antiguos, pero buenos, no vayas a creer. Pero también camisas, y pañuelos de seda y prendas de vestir…" Esta vez sí los interrumpí con cierta cautela para aclarar lo que más me interesaba.

"¿Y crees que ese Jerónimo", dije, afectando distancia, "ese Jerónimo, estaba enamorado de ella?" "¿Jerónimo? ¿Jerónimo, enamorado? Pero ¿qué dices? Jerónimo nunca ha estado enamorado de nadie, sólo de sí mismo. Pero las mujeres no lo ven, ni lo saben, es más, ni lo quieren saber, caen rendidas a sus pies, porque las cuida y las mima como si fueran lo único que existe para él en este mundo." "Así es como les saca el dinero", añadió Segundo.

"Pero si Adelita no tiene, no tenía dinero." "No tenía pero lo podía producir. Y mucho. Y él controlaba." "¿Qué quieres decir?" "¿Se lo decimos? ¿O no se lo decimos?" "Se lo decimos, sí, ya, qué más da. Mejor que lo sepa." Yo estaba en ascuas. "De todos modos, te lo pensábamos contar." "¿Qué es lo que tengo que saber? Anda, cuéntame lo que sea." "No te gustará, aunque es muy divertido. ¿Sí o no?" Era Segundo el que hablaba esta vez, y Félix le aprobaba bebiendo a pequeños sorbos su whisky y dando cabezaditas de asentimiento.

"Sí", dijo al fin, "es divertido, tal vez para ella no tanto, pero cuéntaselo de todos modos, por partes mejor." El nivel del whisky seguía bajando pero a mí no me preocupaba; al contrario, me parecía que cuanto más bebieran más largarían.

"Al principio, Jerónimo se contentó con cuatro cosas que ella debía de coger de tu casa." "¿Como qué?" interrumpí. "Yo no he echado nada de menos." "¡Yo qué sé!, algo sacaría, porque de lo contrario la hubiera dejado en seguida. Pero luego la cosa se le puso mal, porque el truco de las letras con el que engañó a Adelita, o cualquier otro tipo de estafa, debió de repetirlo en más ocasiones. Creo que tenía alquilado un almacén en alguna parte de esta zona donde guardaba las máquinas de coser que entregaba a las clientas, pero al cabo de unos días con el pretexto de que tenían un defecto se las iba a buscar y las volvía a vender, y cosas así.

Pero claro, aunque él daba teléfonos cambiados, la empresa acabó enterándose y lo echaron, pero nunca pudieron recuperar el material.

Y lo denunciaron, y entonces él se escondió, creo que se fue a Andorra unos meses, aunque luego volvió. Recientemente, otras empresas para las que también trabajaba lo denunciaron y ahora ha tenido que esconderse otra vez. No tengo ni idea de dónde está." "Bueno, y eso, ¿en qué me afecta? O ¿en qué afecta a Adelita?" "Cuéntaselo", insistió Félix.

"Cuéntale, cuéntale." "Por partes, de lo contrario me olvidaré alguna cosa." Se arrellanó en el sillón, encendió un cigarrillo, se quitó la chaqueta con un gesto que quería ser refinado. "¿Puedo?", dijo, señalándola, y comenzó a hablar: "El que puso en contacto a Adelita con el joyero fue Jerónimo, él lo conocía bien, y también conocía al policía de Gerona. Debieron de montar el asunto entre los tres, a ella le dieron una pequeña parte y se dividieron el resto, pero Jerónimo, además, debió de cobrarse buena parte de lo de Adelita. Al fin y al cabo, había sido él el que la había convencido de que robara la joya y él el que la llevó a la joyería, ¿me sigues?" "Sí, hasta ahora, sí." Todos mis sentidos estaban en suspenso, algo me decía que todavía no me había llegado el momento de descansar, en el horizonte aparecía la mancha de una tormenta lejana que iba tomando cuerpo y se acercaba.

No podría haber dicho si era una tormenta de agua, de viento, de arena, o una simple plaga de langostas, tan negra era la mancha.

Pero al tiempo que la zozobra iba creciendo, sentía la excitación de la curiosidad y pienso ahora que me fui regodeando en la ignominia que surgía de la historia, en el perfil o el retrato de ese hombre cuyo cuerpo creía conocer sin haberlo visto ni tocado. Nunca me había preocupado de otra cosa y ahora, al irse desvelando la naturaleza de su carácter, no me afectaba la carga de inmoralidad que iba apareciendo, al contrario, la tomaba como un rasgo de su personalidad o de su forma de manifestarse, pero sin darle más importancia que a la de una característica meramente superficial, como si hubiera sido tartamudo o zurdo, o tuviera que usar gafas para leer.

Pero al mismo tiempo su conducta, por ignominiosa que fuera, o precisamente por ello, me seducía como había seducido a Adelita y a tantas otras, según decían esos dos, porque tenía el fascinante atractivo de la procacidad y de la maldad unidas a la golfería. De la maldad en sí misma, pero también de la que infligía precisamente al ser que lo amaba, y de la misma naturaleza del que llevaba a ese ser a someterse y a soportar con mansedumbre todas las ignominias y a obedecer todas las órdenes por nefastas que fueran para la propia estima, si es que se conservaba aún. Yo también, reconocía, como Adelita en su momento, incluso ahora mismo, me habría dejado seducir por él y, probablemente como ella, me habría deleitado en el daño que me hubiera hecho, en el dolor que me provocara. Lo reconocía por la excitación que se iba apoderando de mí y por el extraño placer que encontraba en las explicaciones de los vendedores. Y porque no me arredraba, quería saber más, llegar al fondo si es que fondo había en ese insondable pozo de negra oscuridad.

"¿Todo esto ocurría antes o después de que lo echaron de la empresa?" "Antes, mujer, todo ocurría en paralelo, él trabajaba en la empresa, estafaba a las clientas y se montaba, además, sus negocios." "¿Así que era él el que estaba en contacto con los delincuentes?

¿El que obligaba a Adelita a robar? ¿Eso es lo que me queréis decir?" "Eso es. Tal vez fue él mismo el que obligó a Adelita a ir a la agencia. Lo de la agencia es nuevo para nosotros, así que no podemos decirte exactamente cómo fue, pero conociendo la naturaleza de sus relaciones, y de todas las que tuvo anteriormente, que esto sí lo conocemos, lo más probable es que él la obligara y ella después le diera el dinero a él. También sabemos que él reunía a una serie de gente y organizaba con cierta frecuencia, eso… ¿por qué no llamarlo por su nombre?, camas redondas, orgías por todo lo alto, a las que asistían hombres muy influyentes, e incluso empresarios, jueces y políticos." "Y a Adelita, ¿la obligaba a ir? No puede ser, no puedo imaginarme una cama redonda con Adelita en ella." Era como un marasmo de acusaciones y desvergüenzas que turbaba mi conciencia. Y celos, envidia, mala voluntad, eso sentía hacia Adelita también.

"Pues así es. Nosotros estuvimos en dos o tres." Más risas conjuntas. "Tenía tales artes para conseguir que sus mujeres hicieran lo que él quería, que las convencía de que eran lo más bello, lo más atractivo, lo más deseable, y saber y comprobar que otros hombres las deseaban y se morían por su amor, cuando el verdadero amor le estaba reservado a él, le excitaba. Eso les decía, nos lo contaba él mismo, incluso delante de Adelita, que sonreía, adulada y feliz." Qué turbulencia la que se había formado en mi interior, qué angustia, pero qué voluptuosidad al mismo tiempo; como la de ellos, quise creer, viéndolos tan enardecidos, sólo que más etérea, más irreal, más solitaria.

"Podría decirte quién había.

Varias mujeres, alguna incluso muy hermosa, pero no creas que era la más solicitada. Adelita era la más solicitada, no sé cómo lo hacía." "Pero si es más ancha que larga", no pude evitar la crueldad provocada por un feroz resentimiento que me impedía matizar mis palabras y distinguirlas del artificio.

"Pero una vez desnuda, ese cuerpo lleno de neumáticos, carnoso y a la vez fuerte, pequeño pero poderoso, podía ser tan deseable como una mujer de una pintura de Rubens." "Y tú, ¿cómo sabes tanto de Rubens?", mi voz se había vuelto agresiva.

Segundo reaccionó bien: "Yo soy pintor, bueno soy pintor en mis ratos libres. He hecho varias exposiciones, no en salas muy importantes, pero vendo bastante. Y he estudiado a los grandes maestros. Sí, aunque te parezca sorprendente, Adelita tenía el atractivo de un cuerpo de Rubens.

Yo no sé si los demás pensarían lo mismo, ni siquiera sé si saben quién es Rubens, pero te juro que en aquellas fiestas, ella era la más deseada. Y lo sabía. Ella estaba convencida de que era por su persona por lo que Jerónimo lograba convocar a tanta gente y eso la llenaba de orgullo, era como si se hubiera convertido en la persona que él le decía que era. Siempre que podía te contaba lo atractiva que era y lo mucho que su cuerpo exaltaba al concejal de urbanismo, el que, según decía, le juró que le recalificaría el terreno donde ella tenía su casa. Eso creía ella, y de eso vivía, y la verdad es que le habría arreglado la vida." "¿Se lo recalificaron?", una pausa en el galope de la sensualidad y el pasmo.

"Que yo sepa, no, ya te digo que llevamos meses sin verla. Le habría venido muy bien, pero si lo hubiera conseguido, Jerónimo la habría engañado otra vez. Porque era él el que tenía que cuidarse de construir, y al final el negocio lo habría hecho él y para él." "Y ¿estás seguro de que era él quien la obligaba a ir?" "Segurísimo. Pero Adelita no sólo iba a las fiestas, llamémoslas así. Era ella la que las organizaba, bueno, no la que invitaba, que eso lo hacía Jerónimo. Él lo controlaba todo y era el que conocía a los que iban, ella se ocupaba de la comida, la bebida, preparaba las camas, todo." "¿Y dónde?", pregunté sin reflexionar.

Pero en el mismo instante en que oí mi propia voz, supe la respuesta. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo no lo había comprendido el día que llegué y me encontré la casa tan revuelta? Pero ¿cómo podía haber imaginado una cosa así? De pronto, toda la cruda realidad que no había querido o no había sido capaz de ver apareció no como una imagen de la fantasía ni con la vaguedad de la imaginación, sino con la legitimidad de la propia rememoración, del mismo modo que lo vería si yo hubiera participado en la fiesta, como ellos, que ahora seguían hablando y se quitaban la palabra de la boca.

A partir de entonces intervine pocas veces, ¿qué podía decir?, preguntaba y luego callaba y los oía como un telón lejano, como un decorado que importaba poco. Pero eso añadía entidad a unos personajes que iban surgiendo del fondo de la historia para ocupar su lugar exacto, personajes que iba reconociendo por el papel que se les había adjudicado en ella.

¿Policías en mi cama? Un hombre con una gran mancha roja en la mejilla y aquel atildado caballero de gafas de oro sin montura, siempre vestido, con americana y corbata, que se negaba a desnudarse delante de los demás. O el otro, con la barriga, el secretario del concejal… Jerónimo, ¿en la puerta cobrando? Que no, mujer, que estas cosas no se hacen así. También un concejal del Ayuntamiento de Toldrá: el que le tenía que recalificar… Ah, sí, también el de Barcelona. ¿Era un magistrado? ¿El que le arregló lo del juicio? No sé, era amigo del abogado de Palam9s: aquel hombre gordo y muy mayor, ¿recuerdas? No, éste no volvió, dijo que no le gustaban esas orgías. Se quedaba solo.

Jerónimo lo organizaba, conocía a todo el mundo, había montado…

y eso es lo de menos. ¿Droga? No sé, droga no sé, pero… Tal vez sí, porque el marido, enfermo, nunca salía. En mi cama, con mis sábanas y mis licores. No, nunca he estado en una cama redonda. Yo sí, varias veces; el año pasado por lo menos en cuatro, o tal vez en cinco. Ah no sé, no sé si se hicieron fotos. No sólo en tu cama, en todas. No lo sé, no sé si estuvieron los abogados que dices.

Era todo muy secreto. Nosotros porque éramos amigos de Jerónimo.

Tampoco lo sé, el marido no se movía de casa. Lo sabía, seguro que lo sabía, lo sabía él y lo sabía todo el pueblo, lo sabía todo el mundo. ¿Que qué secreto? Yo qué sé. No se podía decir a nadie.

Hasta el alcalde lo sabía. La recalificación del terreno, eso es lo que le dijeron a ella, recalificar el terreno. ¿Cómo no lo iban a saber? Y éste también, sí, el que se hizo rico con lo que le cayó de la Comunidad Europea. No sé lo que era. Eran burros, criaba burros. Tal vez sí: era la Generalitat, que quería salvar los burros catalanes, y patrocinaba la cría.

A lo mejor sólo eran clases para inmigrantes, no me acuerdo. ¡Ah, claro!, las chicas debían de venir de la agencia, claro, claro que sí.

Siempre me pregunté de dónde salían. Comida y bebida, y lo que hiciera falta. Droga, no sé, ya te digo. Algún porro, sí. Bueno, pues muchos; yo no fumo porros.

¿Heroína también, y coca? No lo sé, no los días que yo estuve.

No sé, no sé si también lo de la coca pasaba por ella. Él sí, él lo organizaba todo. Frío. Eso era: frío. Por el dinero sólo vivía. Le daba igual la estafa de una miserable letra de una máquina de coser que cobrar cantidades millonarias por extorsión.

En juego, sí; era jugador. Al Casino de Perelada o a Francia se iba. Nunca tenía bastante, nunca. Droga, dices, ¿eh? Yo no creía. Sí, tal vez eso no fuera más que la punta del iceberg, no sé, la verdad, yo no lo sé.

Tal vez por consideración a mí o por pudor, o porque lo daban por sabido, no añadieron más detalles, no hablaron de su papel en la orgía, ni se entretuvieron en una pelea que, al parecer, hubo uno de los días, en la que alguien, no dijeron quién, había amenazado a otro con una pistola. Demasiado alcohol, dijeron, demasiado alcohol. Pero todo había quedado en nada. ¿Estarían desnudos ya?

¿Dónde se deja la pistola cuando uno se desnuda? ¿Como en las películas del oeste? Salen corriendo siempre abrochándose el cinturón de la pistola. ¿Se llama cartuchera?

Veía los movimientos en la casa, las subidas y las bajadas, la ocupación de las habitaciones y mi cama repleta de hombres y mujeres.

Mi cama, mi cama… ¿Cuánta gente habría pasado por mi cama? Una sensación de asco me llenó la boca y me dejó acartonado el pensamiento: cómo habrían quedado las sábanas y el colchón. ¡El colchón!

Apenas podía pensar; sólo era consciente de las vueltas que daban esos hombres y mujeres en mi cabeza; los traficantes o los negociantes o los políticos o quien fuera, que se habían apropiado de mi casa para montar orgías en sus horas libres. Veía la casa iluminada, con música, lejos del pueblo, sin testigos y con la connivencia de la policía. Claro que la policía no había investigado, claro que el juez había desestimado mi denuncia, claro que nadie quería ocuparse de mi caso, claro.

El alcohol y la estrafalaria situación en que quedaba yo misma, con mi sorpresa a cuestas, me iban dejando sin habla casi, pero no hacía falta que me preocupara por hablar más, por disimular. La fiesta había acabado. Ellos, vencidos al fin por el alcohol, se levantaron lentamente, pidieron un vaso de agua para acallar el fuego de la bebida, o el de la memoria.

Con sus Adelitas y sus Doroteas, y sus redes de prostitución y delincuencia, con las que habían compartido momentos deliciosos sin apenas violencia ni agresividad, lo justo para seguir riendo. Reír a todas horas: eso es lo que importaba. Reír en el coche, en la cama, en la calle. Reír y fornicar siempre. ¿Reirían en su casa?

¿Reirían y se divertirían sus mujeres con otros vendedores que llamaran a la puerta mientras ellos recorrían el país en busca de una nueva mujer, de una nueva conquista, de una nueva risa? ¿Así era el mundo que yo no conocía? El sexo reinaba durante el día y durante la noche, y yo entretanto en Madrid, trabajando.

Hay personas para las que el sexo es una mera condición de la pareja que se disfruta el tiempo que dura, y no se piensa más en él hasta la próxima vez, como si fuera un mundo estanco, como lagunas en el territorio de nuestra vida. Pero hay mil mundos ocultos bajo la tierra que pisamos; tal vez lo obvio, lo que está a la vista, no sea más que una convención que necesitan el poder, el dinero, la moral, para poder subsistir mientras cada cual siga haciendo lo que más le guste; pero en otro ámbito, entrando a formar parte de una trama de organizaciones que engloba la orgía, el tráfico de drogas, el de armas, ¿por qué no? Para mí, esa red, esa pequeñísima red de sexo entre influyentes amigos que se conceden mutuamente prebendas, era la única; pero para ellos, ¿lo era también? ¿No sería sólo una entre las miles que se extienden por todo el país, por la tierra entera? Un lugar que está por debajo del mundo convencional de los famosos, los ricos, los poderosos y de todos los que los rodean, un lugar que no se ve pero al que acuden aunque renieguen de él, me había dicho más o menos Adelita. Y era cierto: había otro mundo que daba respuestas distintas a las pasiones y las obsesiones que nadie quería reprimir, sino por el contrario, provocar, exagerar y magnificar, pero siempre en la oscuridad, para no ser reconocidos, para no ser castigados por las leyes que ellos mismos promulgan.

Se fueron diciendo que volverían. Se fueron cada uno en su coche, abriéndose camino los faros en la noche negra que había quedado borrosa tras el velo de la bebida.

Los vi torcer con cautela hacia el camino vecinal y aún pude seguir el rastro de los faros entre los árboles hasta la carretera general.

Después entré en la casa que olía a tabaco y con la indiferencia que da la borrachera apagué las luces, abrí las ventanas y puertas del salón, y me dejé caer en el sofá sin ni siquiera pensar en lo fácil que le habría sido al enemigo que me rondaba como un fantasma, viniera o no en una camioneta gris, entrar por las puertas que había dejado abiertas.

Mañana amanecerá otra vez, mañana pensaré en todo esto, mañana no me dolerá tanto la cabeza, mañana compraré otro colchón.

Alejada como me sentía de los peligros que me acechaban, e incluso de aquellos dos hombres que acababan de irse habiendo soltado su desconcertante carga de acusaciones, me dormí entre cuerpos desnudos, enlazados y amontonados, riéndose a carcajadas de mí, ese ser de otra especie, de otro mundo, que había caído por azar entre ellos y que los contemplaba acurrucada en un rincón del cuarto, vencida por su imposible tristeza y soledad.

Pero un instante antes, cuando todavía era consciente del traqueteo del alcohol en mi cerebro y me hundía en el estado angustioso que precede al sueño profundo de quien ha bebido más de lo que puede soportar, una reflexión surgió del marasmo de palabras e imágenes, tan prístina, tan evidente, que se prolongó solapándose con las alucinaciones y quimeras de la noche e, impertérrita, vino a hostigarme al despertar. Así que esos dos tipos vulgares entran en las casas con su desenvuelta simpatía, sus risas y su desparpajo, les hacen todo tipo de proposiciones deshonestas a las tranquilas amas de casa, acaban revolcándose con ellas en la cama, en el suelo o en la mesa de la cocina, y en cambio a mí, a pesar de estar sola en este caserón, de ser alta, delgada, culta y elegante, y guapa aún, y de haber bebido y reído con ellos, ni siquiera con cautela se les ha ocurrido dirigirme, ni de palabra ni con la mirada, la más leve insinuación. Y Adelita, baja y gorda, con pinta de pelotari, cara ancha y el triste peinado de ricitos que le cubre las orejas participa en orgías y es deseada por todos los hombres, mientras que a mí, ellos, los vendedores y, al parecer, los demás hombres del mundo, cuando les abruma el deseo y la pasión, ni siquiera me ven, soy transparente, no existo.

Así dormí hasta la madrugada, pero había de ser una noche sin reposo, porque cuando, vencida aún por el sopor, reanudé el sueño pesado y angustioso con los berridos y los lamentos de tantas agonías eróticas ardiendo en la corteza de mi cerebro, emergió de la conciencia suspendida la figura de un anciano inmovilizado en la silla de ruedas, cubiertas las afiladas rodillas con una manta de cuadros, vidriosos los ojos de pavor como si se diera cuenta de que estaba condenado a contemplar ese espectáculo de procacidades durante toda la eternidad.

Un leve sobresalto al caer por la acera donde me encontré de pronto caminando me hizo cambiar de postura. Desapareció la imagen, pero un interrogante amargo había quedado colgado de su estática brutalidad como un hilo en la tenebrosa conciencia que de nuevo se abría paso entre los jirones del sueño: ¿Habría sido mi padre en su inercia física y emocional, en su condición de vegetal, un testigo recurrente de aquellos descalabros, un aliciente morboso para los orgiásticos?

Se fundían y confundían en mi mente tantas imágenes, deseos, inquietudes y desvelos que, agotada por ese torbellino, cuando el amanecer se abría paso en el cielo fatigado de la noche, me dormí sumida esta vez en el silencio y la tiniebla.