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CAPITULO QUINCE

NARRADO POR DIOMEDES

Ulises era un hombre notable. Incluso cuando trataba con un esclavo lo hacía con educación. Al final de un simple mes había conseguido que aquellos doscientos cincuenta y cuatro hombres fueran exactamente como él deseaba, aunque aún no estaban en condiciones de entrar en acción. Pasé casi tanto tiempo con él como con mis hombres de Argos, pero lo que aprendí de Ulises me permitió controlar y dirigir mejor a mis tropas en la mitad de tiempo de lo que solía costarme. No se advirtieron más señales de descontento en mi contingente durante mis ausencias, ni más disputas entre los oficiales, pues utilizaba los métodos de Ulises para conseguir tales resultados.

Desde luego que capté algunas bromas y advertí las intencionadas miradas que cruzaban mis principales oficiales argivos cuando me veían con Ulises; incluso los restantes soberanos comenzaban a cuestionarse la naturaleza de nuestra amistad.

Pero a mí no me disgustaba en absoluto. Si hubiera sido cierto lo que ellos pensaban, no me hubiera importado; para hacer justicia a los demás, no había malicia ni desaprobación en ello. Todos estábamos en libertad de aliviar nuestros ardores sexuales con quienquiera, fuera cual fuese su sexo. En general preferíamos a las mujeres, pero una larga campaña en el extranjero significaba que las féminas estaban menos disponibles. Las extranjeras nunca sustituían el puesto de las esposas y las novias, las mujeres de nuestra patria. Mejor en tales circunstancias buscar la parte más suave del amor con un amigo que luchaba a nuestro lado en el campo de batalla y mantenía a raya con su espada al enemigo, al que también nos enfrentábamos nosotros.

En pleno otoño Ulises me aconsejó que acudiese a presentar mis respetos a Agamenón. Así lo hice, curioso por saber qué se preparaba. Últimamente Ulises había confraternizado mucho con el viejo Néstor, pero no me confiaba los secretos que ambos compartían.

Durante cinco lunas no habíamos visto ni rastro del ejército troyano y en nuestro campamento reinaba el pesimismo. El abastecimiento no había resultado un problema difícil, pues la costa norteña de la Tróade y las lejanas playas del Helesponto nos facilitaban un excelente forraje. Las tribus que vivían en aquellas zonas se perdían de vista ante nuestras patrullas carroñeras. Lo que no modificaba el hecho de que nos halláramos tan lejos de nuestros hogares que no podíamos considerar el retorno ni los permisos. Tampoco habíamos recibido órdenes del gran soberano para disgregarnos, atacar ni emprender acción alguna.

Al entrar en la tienda de Agamenón descubrí que Ulises ya se encontraba allí con aire despreocupado.

– Cuando apareció Ulises debí de haber imaginado que no estarías lejos -comentó Agamenón.

Sonreí pero no hice comentario alguno.

– ¿Qué deseas, Ulises?

– Que convoques consejo, señor. Hace mucho tiempo que no cambiamos impresiones.

– ¡Estoy totalmente de acuerdo! Por ejemplo, ¿qué sucede en cierta hondonada y por qué no puedo encontraros ni a ti ni a Diomedes cuando anochece? Anoche me proponía convocar una reunión.

Ulises se libró de la desaprobación del soberano con su gracia habitual. Esbozó una sonrisa, de aquellas con las que solía imponerse a sus más implacables enemigos, capaz de encantar a un hombre mucho más frío que Agamenón.

– Lo diré todo, señor… pero durante el consejo.

– Perfecto. Sin embargo quédate hasta que lleguen los demás. Si te dejo marchar, acaso no regreses.

El primero en llegar fue Menelao, como siempre con aire avergonzado. Nos saludó tímidamente con una inclinación de cabeza y se sentó acurrucado en la oscuridad, en el rincón más alejado de la estancia. ¡El pobre y deprimido Menelao! Tal vez comenzaba a comprender que Helena era un elemento muy secundario en las intrigas de su dominante hermano, o quizá empezaba a desesperar de conseguir que ella regresara. Pensar en su esposa le despertaba recuerdos de hacía casi nueve años, ¡al final había resultado una simple ramera! Sólo le importaba su propia satisfacción y se había mostrado indiferente a los deseos de un hombre. ¡Era tan hermosa y tan egoísta! ¡Oh, cómo debió de hacer bailar a Menelao a su aire! Yo no podía odiarlo, era un pobre hombre que más merecía ser compadecido que despreciado. Y que la amaba como jamás amaría a otra mujer.

Aquiles compareció acompañado de Patroclo; Fénix iba en pos de ellos como Argos, el perro de Ulises, cuando se hallaba en ítaca, tan fiel como el vigilante. Los soberanos tributaron homenaje, Aquiles muy protocolario y de evidente mal grado. Era un tipo extraño, pero había advertido que a Ulises no le preocupaba. Sin embargo, me era indiferente para preocuparme de advertirle en secreto de que se mostrara más amable con Agamenón. Aunque el muchacho dirigiera a los mirmidones no debería manifestar tan abiertamente su antipatía. Encontrarse abandonado en un extremo durante una batalla es bastante fácil, y muy duro tener que ceñirse a una estrategia mala y rutinaria.

Advertí la expresión de los ojos de Patroclo y sonreí instintivamente. ¡Aquélla sí era una tierna amistad! Por lo menos por una parte, pues Aquiles se dejaba querer. Y también ardía mucho más por la lucha que por el placer corporal.

Macaón llegó solo y se sentó en silencio. Él y su hermano Podaliero eran los médicos más excelentes de Grecia, mucho más valiosos para nuestro ejército que una ala de caballería. Podaliero era como un recluso; prefería su consultorio a los consejos de guerra; pero Macaón era inquieto y enérgico, tenía dotes de mando y era capaz de luchar como diez mirmidones. Idomeneo cruzó la puerta con elegancia seguido de Meriones y, en virtud de la importancia de la corona cretense que ceñía y de su posición de copartícipe en el mando, se inclinó ante Agamenón en lugar de doblar la rodilla. Los ojos del gran soberano relampaguearon ante el desaire.

Me pregunté si pensaba que Creta se engreía demasiado, pero su rostro nada reflejó. Idomeneo era un petimetre, pero un robusto y magnífico líder de hombres. Meriones, su primo y heredero, posiblemente era el mejor de ambos… no me importaba compartir con él un banquete ni luchar a su lado; ambos tenían el mismo aire generoso característico de los cretenses.

Néstor avanzó decidido hasta su asiento especial y saludó con una inclinación de cabeza a Agamenón, que no se ofendió por ello. El hombre nos había tenido a todos sobre sus rodillas cuando éramos pequeños. Si tenía un defecto, éste era su tendencia a recordar en exceso los «viejos tiempos» y a considerar pusilánime a la presente generación de reyes. Sin embargo, no podía evitar quererlo e imaginaba que Ulises lo adoraba. Lo acompañaba su primogénito.

Áyax llegó con sus alegres compañeros: su hermanastro Teucro y su primo Áyax el Pequeño, hijo de Oileo, de Locres. Se sentaron en silencio junto a la pared del fondo con aire incómodo. Ansiaba que llegara el día en que viese a Áyax en el campo de batalla (no lo había tenido próximo en Sigeo) para comprobar con mis propios ojos cómo esgrimía su famosa hacha con tan poderosos brazos.

Menesteo los seguía de cerca, pisándoles los talones; era un excelente gran soberano de Ática, pero con sentido común para no dárselas de Teseo. No era ni la décima parte de lo que aquél había sido, aunque en realidad no había nadie que pudiera comparársele. Palamedes fue el último en aparecer y se sentó entre mí y Ulises. Era poco prudente por mi parte simpatizar con él cuando Ulises lo odiaba. Ignoraba la razón, aunque deducía que Palamedes lo habría herido de algún modo cuando él y Agamenón fueron a ítaca en su busca para llevárselo a la guerra. Ulises era paciente y aguardaría el momento oportuno, pero yo estaba seguro de que se vengaría. No sería una venganza sangrienta ni violenta, pues tenía mucha sangre fría. El sacerdote Calcante no se hallaba presente, lo cual era una singular omisión.

– Es el primer consejo serio que he convocado desde que desembarcamos en Troya -comenzó secamente Agamenón-. Como todos estáis al corriente de la situación, no creo necesario que nos extendamos sobre el tema. Ulises os expondrá los hechos, no yo. Aunque sea vuestro soberano me habéis cedido vuestras tropas gustosamente y respeto vuestro derecho a retirar tal apoyo si lo creéis conveniente, a pesar del juramento del Caballo Descuartizado. Tú te encargarás del bastón, Patroclo, pero entrégaselo a Ulises.

Se encontraba en el centro de la estancia (Agamenón había sucumbido al creciente frío y se había hecho construir una casa de piedra, aunque su presencia sugiriese permanencia), peinaba la roja melena hacia atrás de modo que despejaba su delicado rostro y formaba una masa de ondas. Sus grandes ojos grises penetraban hasta nuestra médula reduciéndonos a nuestra auténtica estatura: reyes, pero hombres a pesar de todo. Los griegos siempre habíamos respetado la presciencia y Ulises la poseía en gran medida.

– Sirve vino, Patroclo -dijo para comenzar.

Aguardó a que el joven sirviera una ronda a todos y prosiguió:

– Hace cinco lunas que desembarcamos y nada ha sucedido durante ese tiempo aparte de en los confínes de una hondonada próxima a mis naves.

Aquella declaración se vio seguida de una rápida explicación de Ulises acerca de que había asumido la responsabilidad de encarcelar a los peores soldados del ejército en un lugar donde no pudieran causar daño. Yo conocía las razones por las que no deseaba divulgar las verdaderas causas de aquel reducto: no confiaba en Calcante ni en alguno de los presentes, pese a estar comprometidos por juramento.

– Aunque no hayamos celebrado ningún consejo oficial -prosiguió con su grata y serena voz-, no ha sido difícil adivinar los principales sentimientos que experimentáis. Por ejemplo, nadie desea sitiar Troya. Respeto vuestros criterios por las mismas razones que Macaón pueda aducir, que el asedio deja tras de sí plagas y otras enfermedades y que una conquista por tales medios podría fracasar. Por ello no pretendo hablar del asedio.

Se detuvo para lanzarnos una mirada inquisitiva.

– Diomedes y yo hemos realizado muchas visitas nocturnas al interior de Troya y nos hemos enterado de que, si seguimos aquí, la próxima primavera la situación cambiará radicalmente. Príamo ha despachado mensajeros a todos sus aliados de la costa de Asia Menor que le han prometido enviarle sus ejércitos. Cuando la nieve desaparezca de las montañas dispondrá de doscientos mil efectivos en tropas y nosotros seremos expulsados.

– Has presentado una imagen muy negra, Ulises -lo interrumpió Aquiles-. ¿Para eso hemos salido de nuestros hogares? ¿Para soportar una absoluta ignominia a manos del enemigo, con el que sólo nos hemos enfrentado en una ocasión? Tal como hablas parece como si nos hubiéramos embarcado en una cruzada inútil, enormemente costosa y sin la perspectiva de vernos recompensados por el botín del contrario, ¿Dónde están los bienes que nos prometiste, Agamenón? ¿Qué ha sucedido con tu batalla de diez días? ¿En qué se ha convertido tu fácil victoria? Miremos donde miremos nos espera la derrota. Y en esta causa algunos nos hemos confabulado para un sacrificio humano. Hay derrotas peores que ser vencido en combate. Verse obligado a evacuar esta playa y regresar a nuestros hogares es la peor de todas las afrentas.

Ulises se rió entre dientes.

– ¿Estáis los demás tan desmoralizados como Aquiles? Entonces, lo lamento por vosotros. Sin embargo, no puede negarse que el hijo de Peleo dice la verdad. Sumemos a ello que si hemos de pasar aquí el invierno, será difícil conseguir suministros. Por el momento podemos obtener cuanto necesitamos de Bitinia, pero por aquí, según dicen, los inviernos son fríos y de nieves.

Aquiles se levantó bruscamente e interpeló a Agamenón:

– ¡Eso te lo dije en Áulide mucho antes de zarpar y no dedicaste atención alguna a los problemas de alimentar a un ejército inmenso! ¿Qué elecciones tenemos? ¿Nos queda alguna opción entre permanecer aquí o regresar a casa? No lo creo así. Nuestra única alternativa es aprovechar los primeros vientos invernales y zarpar hacia Grecia para no volver jamás. ¡Eres un necio, rey Agamenón! ¡Un necio vanidoso!

Agamenón permanecía inmóvil y contenía su enojo.

– Aquiles, tienes razón -gruñó Idomeneo-. Ha estado muy mal planeado.

Respiró profundamente y lanzó una mirada iracunda a su compañero de mando.

– Respóndeme, Ulises, ¿podemos o no asaltar las murallas de Troya?

– No existe modo de conseguirlo, Idomeneo.

La irritación iba en aumento provocada por Aquiles y alimentada por el hecho de que Agamenón prefería guardar silencio. Estaban todos dispuestos a arremeter contra él y lo sabía. Se mordía los labios y estaba tenso, esforzándose por contener su propia cólera.

– ¿Por qué no admitiste que eras incapaz de planear una expedición tan importante como ésta? -inquirió Aquiles-. Si no fueras quien eres, y lo eres por la gracia de los dioses, te fulminaría. Nos condujiste a Troya sin pensar en nada más que en tu propia gloria. Utilizaste el juramento para organizar tu gran ejército y luego decidiste ignorar los deseos y necesidades de tu hermano. ¿Cuánto has pensado en él? ¿Puedes confesar honrosamente que lo has hecho por Menelao? ¡Desde luego que no! ¡Nunca has pretendido tal cosa! Desde el comienzo tu propósito ha sido enriquecerte con el saqueo de Troya y conquistar un imperio para ti en Asia Menor. Reconozco que todos íbamos a lucrarnos con ello, pero tú más que nadie.

Menelao lloraba, las lágrimas corrían por sus mejillas y su aflicción revelaba cuan desilusionado se sentía. Al verlo sollozar como un niño doliente, Aquiles le pasó el brazo por los hombros y le dio cariñosas palmadas. El ambiente era tormentoso, una palabra más y todos saltarían al cuello de Agamenón. Palpé mi espada y sentí un hormigueo. Miré a Ulises, que permanecía inmóvil sujetando el bastón mientras Agamenón fijaba los ojos en las manos que cruzaba en su regazo.

Al final fue Néstor quien entró en la liza.

– ¡Merecerías ser azotado por tu falta de respeto, joven! -intervino agriamente-. ¿Con qué derecho criticas a nuestro gran soberano cuando se abstienen personas como yo? Ulises no le ha imputado cargo alguno… ¿Cómo te atreves a imaginarlo así? ¡Conten tu lengua!

Aquiles aceptó aquellas palabras sin rechistar. Inclinó la rodilla ante Agamenón a modo de disculpa y se sentó. No era de naturaleza irreflexiva, pero entre el gran soberano y él existía odio desde que Ifigenia murió en Áulide. Era comprensible, habían utilizado su nombre para separar a la muchacha de Clitemnestra, pero sin que Agamenón le pidiera su consentimiento. Aquiles no podía perdonarnos a ninguno, y mucho menos a Agamenón, nuestra intervención en el asunto.

– Es evidente que no tienes categoría suficiente para dirigir a estos nobles autócratas, Ulises -dijo Néstor-. Así, pues, dame el bastón y déjame hablar. -Nos lanzó una mirada fulminante-. ¡Esta reunión es un desastre! ¡En mi juventud nadie se hubiera atrevido a decir las cosas que he oído esta mañana! Por ejemplo, cuando yo era joven y Heracles estaba por doquier las cosas eran muy distintas.

Volvimos a sentarnos y nos resignamos a soportar uno de los famosos sermones de Néstor, aunque cuando más tarde reflexioné sobre ello comprendí que el anciano había comenzado a divagar intencionadamente. Al vernos obligados a escucharlo, nos tranquilizamos.

– Fijaos en Heracles -prosiguió Néstor-. Injustamente obligado a servir a un rey indigno de vestir la sagrada púrpura de su rango, le impusieron la realización de una serie de tareas cruelmente escogidas para que le reportaran la muerte o la humillación, y ni siquiera protestó. La palabra del soberano fue sagrada para él. Tenía nobleza de espíritu, así como una poderosa fortaleza. Podía haber sido engendrado por los dioses, pero era todo un hombre. Mejor de lo que tú nunca llegarás a ser, joven Aquiles; ni tú, joven Áyax. El rey es el rey. Heracles jamás lo olvidó, ni al hallarse enfangado en estiércol hasta las rodillas, ni cuando se encontraba al borde de la desesperación y la locura. Su hombría lo situó sobre Euristeo, al que servía. Eso hacía que los demás lo admiraran y honraran. Sabía lo que se debía a los dioses y lo que se debía al rey, y servía a cada uno de ellos, en cada momento, con la máxima consideración. Aunque gustosamente lo traté como a un hermano, jamás aprovechó la simpatía que me inspiraba… Yo, heredero de Neleo, era casi un monstruo para él. Era consciente de su posición como esclavo y su deferencia y su paciencia le hicieron ganar un merecido amor y la categoría de héroe. ¡Ah, el mundo nunca verá a alguien semejante!

¡Bien! Al parecer ya había acabado. Devolvió el bastón a Ulises, con lo que podía reanudarse el consejo. Pero no había concluido. En lugar de ello se embarcó en un nuevo discurso.

– ¿Y qué me decís de Teseo? -exclamó-. ¡Tomad a Teseo como otro ejemplo! Le dominó la locura, no la falta de nobleza ni el olvido de lo que se debía al rey. Aunque también era un gran soberano, para mí siempre fue un hombre. O fíjate en tu padre, Diomedes. Tideo era el guerrero más valeroso de sus tiempos y murió ante las mismas murallas que tú tomaste una generación después, sin ver empañada su vida por el deshonor. Si yo hubiera sabido qué clase de hombres, que se autoconsideran reyes y herederos de coronas, se encontrarían en esta playa de Troya, jamás hubiera dejado mi arenosa Pilos, ni me hubiera embarcado en el mar oscuro como el vino. ¡Sirve más bebida, Patroclo! Quisiera seguir hablando, pero tengo la garganta seca.

Patroclo se levantó lentamente. Estaba más molesto que ninguno, visiblemente herido al ver cómo regañaban a Aquiles. El anciano rey de Pilos se tragó el vino no aguado sin pestañear, se relamió y ocupó un puesto que estaba vacante junto a Agamenón.

– Me propongo robarte el éxito, Ulises. No pretendo ofenderte al hacerlo así, pero al parecer es necesario que un anciano mantenga a estos jóvenes insolentes en su lugar -dijo.

– ¡Adelante, señor! -repuso Ulises sonriente-. Expones la situación tan bien o acaso mejor que yo.

Entonces comencé a olerme que había algo sospechoso. Los dos llevaban varios días cuchicheando. ¿Habrían tramado aquello de antemano?

– Lo dudo -repuso Néstor chispeantes los azules ojos-. Pese a tu juventud tienes la cabeza inmejorablemente sentada sobre los hombros. Seguiré en mi puesto, olvidaré las alusiones personales y me atendré a los hechos. Debemos abordar este asunto sin arrebatos, comprenderlo sin confusiones ni errores. Ante todo, lo hecho, hecho está. Lo pasado debe mantenerse en el pasado, no arrastrarlo para atizar resentimientos.

Se adelantó en su asiento y prosiguió:

– Pensad en esto: contamos con un ejército de más de cien mil efectivos, entre combatientes y no combatientes, instalado a unas tres leguas de las murallas de Troya. Entre los elementos no bélicos disponemos de cocineros, esclavos, marinos, armeros, mozos de cuadras, carpinteros, albañiles e ingenieros. Considero que si la expedición hubiera estado tan mal planeada como el príncipe Aquiles trata de demostrar, no contaríamos con personal especializado. Perfecto, eso no es preciso discutirlo. También tenemos que considerar el factor tiempo. Nuestro digno sacerdote Calcante habló de diez años y personalmente me inclino a creerlo. ¡No estamos aquí para derrotar a una ciudad sino a muchas naciones! Naciones que se extienden desde Troya hasta Cilicia. Una tarea de tal magnitud no puede realizarse en un abrir y cerrar de ojos. Aunque derribáramos las murallas de Troya, no habríamos acabado.

¿Acaso somos piratas o bandidos? Si lo fuéramos, asaltaríamos una ciudad y regresaríamos a nuestros hogares con el botín. Pero no es ése el caso. ¡No podemos detenernos en Troya! ¡Tenemos que seguir adelante y derrotar a Dardania, Misia, Lidia, Caria, Licia y Cilicia!

Aquiles observaba absorto a Néstor, como si no lo hubiera visto en su vida. Al igual que, según advertí, hacía Agamenón.

– ¿Qué sucedería si dividiéramos nuestro ejército por la mitad? -prosiguió Néstor con aire pensativo-. ¿Si dejáramos una parte apostada ante Troya y destinásemos la otra como delegación activa? Las fuerzas estacionadas ante Troya contendrían a la ciudad, con efectivos por lo menos suficientes a cualquier ejército que Príamo pudiera enviar contra nosotros. La segunda fuerza vagaría arriba y abajo de la costa de Asia Menor atacando, saqueando e incendiando todas las colonias entre Adramiteo y Cilicia, con lo que diezmaría, asolaría, tomaría esclavos, saquearía ciudades y devastaría terrenos. Y siempre aparecería de manera inesperada. De ese modo se alcanzarían dos fines: mantener a ambas partes de nuestro ejército sobradamente abastecidas de alimentos y otros artículos de primera necesidad, tal vez incluso de lujos, y someter a los aliados de Troya en Asia Menor a un estado de temor continuo que haría que jamás enviaran ayuda alguna a Príamo. En ningún lugar a lo largo de la costa existen suficientes concentraciones de gente capaces de enfrentarse a un ejército importante y bien dirigido. Pero dudo muchísimo que ninguno de los reyes de Asia Menor se aventure a abandonar sus propios países a fin de reunirse en Troya.

¡Era indudable que aquella pareja lo había tramado todo previamente! Las palabras surgían a raudales de la boca de Néstor como el jarabe de un pastel. Ulises permanecía sonriente en su silla, satisfecho y mostrando una absoluta aprobación, y Néstor se encontraba en su elemento.

– La mitad del ejército que permaneciese ante Troya evitaría que los troyanos efectuasen ningún ataque a nuestro campamento ni a nuestras naves -reanudó Néstor su discurso-. Lo que menguaría notablemente la moral dentro de la ciudad. Para las mentes de sus habitantes, debemos convertir los muros protectores en una prisión. Sin entrar en detalles, existen medios para poder influir en la mentalidad troyana, desde la Ciudadela hasta el más ínfimo tugurio. Os doy mi palabra de que es así. Es esencial tener arte para ello, pero contando con Ulises no nos faltará.

Suspiró, se removió en su asiento y pidió más vino, pero en esta ocasión, cuando Patroclo efectuó la ronda, lo hizo con creciente respeto hacia el anciano rey de Pilos.

– Si decidimos proseguir esta guerra -dijo Néstor-, obtendremos múltiples compensaciones. Troya es más rica de cuanto podamos imaginar. El fruto del pillaje enriquecerá a nuestras naciones y también a todos nosotros. Aquiles no se equivocaba en ello. Os recuerdo que Agamenón siempre previo la ventaja de aplastar a los aliados de Asia Menor. Si lo hacemos así, estaremos en libertad de colonizar, de reasentar a nuestros pueblos entre mayor abundancia de la que actualmente disfrutan en Grecia. -Redujo su tono de voz pero aumentó su intensidad-: Y lo más importante de todo, el Helesponto y el Ponto Euxino serán nuestros. Podremos colonizar también el Ponto Euxino. Dispondremos de todo el estaño y el cobre que necesitemos para fabricar bronce. Tendremos el oro de los escitas, esmeraldas, zafiros, rubíes, plata, lana, trigo, cebada, electrón y otros metales, otros alimentos, otras mercancías. ¿No os parece una perspectiva apasionante?

Nos rebullimos en los asientos, sonrientes, mientras Agamenón se recuperaba de manera visible.

– Los muros de Troya deben quedar aislados por completo -prosiguió el anciano con firmeza-. La mitad del ejército que permanezca aquí deberá realizar una función de pura hostigación, mantener a los troyanos inquietos y conformarse con pequeñas escaramuzas. Disponemos de un excelente campamento, no veo necesidad alguna de trasladarnos a otro lugar. ¿Cómo se llaman esos dos ríos, Ulises?

– El mayor, de aguas amarillas, es el Escamandro -repuso Ulises con viveza-. Llega contaminado por las aguas residuales troyanas, razón por la cual está prohibido bañarse en él o beber de sus aguas. El menor, de aguas puras, es el Simois.

– Gracias. Por consiguiente, nuestra primera tarea consistirá en levantar un muro defensivo desde el Escamandro hasta el Simois, de aproximadamente media legua desde la laguna y que deberá tener por lo menos quince codos de altura. En el exterior pondremos una empalizada de estacas puntiagudas y cavaremos una zanja de quince codos de profundidad con estacas más afiladas en su fondo. Esto mantendrá ocupada a la mitad del ejército que quede ante Troya durante el próximo invierno… y a los hombres calientes y en acción.

De pronto se interrumpió y le hizo señas a Ulises.

– Ya he concluido. Prosigue, Ulises.

¡Desde luego que estaban confabulados! Ulises reanudó la exposición como si él mismo acabara de interrumpirla.

– Ningún elemento de las tropas debe permanecer inactivo ni un instante, de modo que ambas partes del ejército efectuarán turnos de las tareas, seis meses ante Troya y seis meses atacando arriba y abajo de la costa. Esto los mantendrá a todos en condiciones. Hago mucho hincapié en que debemos crear y mantener la impresión de que nos proponemos permanecer en esta parte del Egeo eternamente si es necesario -añadió-. Sean troyanos o licios, deseo que los estados de Asia Menor desesperen, se desmoralicen y vayan perdiendo las esperanzas a medida que transcurran los años. La parte móvil de nuestro ejército sangrará mortalmente a Príamo y a sus aliados. Su oro acabará en nuestros cofres. Calculo que tardaremos dos años en infiltrarles el mensaje, pero así será. Así debe ser.

– De ello se deduce que los delegados activos de la mitad del ejército no vivirán aquí, ¿no es eso? -intervino Aquiles con tono y modales muy corteses.

– No, dispondrán de su propio cuartel general -le respondió Ulises muy complacido ante su cortesía-. Más al sur, tal vez en el lugar en que Dardania linda con Misia. Por aquellos lugares existe un puerto llamado Aso. Yo no lo he visto, pero Télefo dice que es adecuado para tal fin. El botín de guerra de la costa se traerá aquí, así como los alimentos y otros elementos. Entre Aso y esta playa operará continuamente una línea de suministro que navegará próxima a la costa para mayor seguridad, haga el tiempo que haga. Fénix es el único marino experto entre la alta nobleza, por lo que sugiero que él se encargue de esa línea de suministro. Me consta que le prometió a Peleo que permanecería con Aquiles, pero puede ser muy útil en esta función.

Se interrumpió un momento para pasear su mirada por los rostros de todos aquellos que lo observaban.

– Concluiré recordando a todos cuantos os encontráis aquí la predicción de Calcante de que la guerra duraría diez años. Creo que no podrá concluir antes. Y eso tenéis que pensar todos; que permaneceremos diez años lejos de nuestros hogares, diez años durante los cuales nuestros hijos crecerán y nuestras mujeres tendrán que gobernar. La patria está muy lejos y nuestra labor aquí es demasiado exigente para permitirnos visitar Grecia. Diez años es mucho tiempo.

Se inclinó ante Agamenón y le dijo:

– Señor, el plan que Néstor y yo hemos esbozado sólo será válido con tu aprobación. Si no lo autorizas, Néstor y yo no seguiremos hablando. Como siempre, somos tus servidores.

Diez años lejos del hogar, diez años de exilio. ¿Valía ese precio la conquista de Asia Menor? Yo, personalmente, lo ignoraba. Pensé que si no hubiera sido por Ulises, hubiera zarpado hacia mi patria al día siguiente. Pero como era evidente que él había decidido quedarse, no llegué a expresar mis más íntimos deseos.

– Así sea -intervino Agamenón con un suspiro-. Diez años. Creo que la empresa lo vale. Tenemos mucho que ganar. Sin embargo, delegaré mi decisión al voto. Supongo que lo deseáis tanto como yo.

Se levantó y se dirigió a todos nosotros.

– Os recuerdo que casi todos cuantos estáis aquí sois reyes o herederos de trono. En Grecia hemos basado nuestro concepto de soberanía en el favor de los dioses del cielo. Desechamos el yugo del matriarcado cuando sustituimos la Antigua Religión por la Nueva. Pero mientras los hombres gobiernen deben consultar a los dioses en busca de apoyo, porque los hombres no tienen pruebas de fertilidad, ni íntima asociación con los niños ni con las cosas de la madre Tierra. Respondemos a nuestro pueblo de un modo diferente que cuando nos regíamos por la Antigua Religión. Entonces éramos víctimas propicias, criaturas desventuradas que la reina ofrecía para apaciguar a la Madre cuando fallaban las cosechas, se perdían las guerras o se abatía sobre nosotros alguna terrible plaga. La Nueva Religión ha liberado a los hombres de ese sino y nos ha elevado a la debida soberanía. Respondemos directamente por nuestro pueblo. Por consiguiente, yo estoy a favor de esta poderosa empresa que será la salvación de nuestros países y difundirá nuestras costumbres y tradiciones por doquier. Si regresara ahora a mi hogar, me humillaría ante mis subditos y debería admitir la derrota. ¿Cómo resistirme entonces si el pueblo, al compartir mi humillación, decidiera retornar a la Antigua Religión, sacrificarme y coronar a mi esposa?

Se arrellanó en su asiento y apoyó sus blancas y bien formadas manos en sus rodillas cubiertas de púrpura.

– Aguardaré el voto. Si alguien desea retirarse y volver a Grecia, que levante la mano.

Nadie movió los brazos. Todos permanecimos inmóviles.

– Así sea: nos quedaremos. Ulises, Néstor, ¿tenéis alguna otra sugerencia?

– No, señor -dijo Ulises.

– No, señor -repitió Néstor.

– ¿Y tú, Idomeneo?

– Me considero satisfecho, Agamenón.

– Entonces será mejor que entremos en detalles. Patroclo, puesto que has sido designado nuestro copero, ve y encarga alimentos.

– ¿Cómo dividirás el ejército, señor? -inquirió Meriones.

– Como se ha sugerido, mediante una rotación de contingentes. Sin embargo, debo añadir alguna condición. Pienso que el segundo ejército debería contar con un núcleo consistente de hombres permanentes, hombres que siguieran en él durante el transcurso de la guerra. Algunos de los que os encontráis en esta sala sois jóvenes muy prometedores y os irritaría instalaros ante Troya con carácter permanente. Yo debo permanecer aquí de modo constante, así como Idomeneo, Ulises, Néstor, Diomedes, Menesteo y Palamedes. En cuanto a Aquiles, los dos Áyax, Teucro y Meriones sois jóvenes. A vosotros os confío el segundo ejército. El alto mando recaerá en Aquiles. Aquiles, tú responderás ante mí o ante Ulises. Todas las decisiones sobre el servicio activo o relativas a Aso serán de tu competencia, por mayores que sean los hombres que, procedentes de Troya, realicen su servicio bianual. ¿Está claro? ¿Deseas asumir el alto mando?

Aquiles se levantó temblando. Le brillaban poderosamente los ojos, dorados y firmes como el sol de Helio.

– Juro por todos los dioses que nunca tendrás motivos para lamentar la confianza que depositas en mí, señor -dijo.

– Entonces, así te lo confío, hijo de Peleo, y escoge a tus lugartenientes -dijo Agamenón.

Con aire dubitativo, miré a Ulises, que, a su vez, enarcó una ceja y le centellearon los ojos. ¡Aguardaría a encontrarlo a solas! Como siempre, urdiendo y tramando.

CAPITULO DIECISÉIS

NARRADO POR HELENA

Agamenón erigió una ciudad piedra a piedra a la sombra de Troya. Cada día cuando me asomaba a mi balcón, al otro lado de las murallas, veía cómo los griegos instalados en la playa del Helesponto se afanaban como hormigas en la distancia, empujando cantos rodados y amontonando troncos de poderosos árboles para formar un muro que se extendía desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. Tras la playa proliferaban las casas, altos barracones destinados a albergar a los soldados en invierno y almacenes de grano para conservar el trigo y la cebada a salvo de los ratones y de las inclemencias del tiempo.

Desde que la flota griega había llegado a nuestras costas mi vida se había vuelto más dura que nunca, pese a que jamás había sido lo que imaginaba antes de llegar a Troya. ¿Por qué no veremos el futuro claramente en el telar del tiempo, aunque esté allí descrito de manera manifiesta? Debería haberlo sabido, tenía que haberlo sabido. Pero París lo era todo para mí. No podía imaginar la vida sin él. ¡París, París, París!

En Amidas yo era la reina. Mi sangre había sido legitimada por Menelao en el trono. El pueblo lacedemonio recurría a mí, la hija de Tíndaro, para su bienestar y sus contactos con los dioses. Era importante. Cuando paseaba en mi carro real por la ciudad, el populacho se humillaba ante mí. Era venerada, adorada como la reina Helena, la única que permanecía en el hogar de los cuadruplos de la divina Leda. Y, al considerarlo retrospectivamente, comprendía cuan plena había sido allí mi existencia: la caza, los deportes, los festivales, la corte, toda clase de diversiones. En Amidas solía decirme que el tiempo se eternizaba, pero ahora me constaba que durante aquellos años yo no tenía ni idea de lo que era realmente aburrirse.

Me enteré de ello cuando llegué a Troya. Aquí no soy reina, carezco de importancia en el esquema general. Soy la esposa de uno de tantos hijos imperiales y una odiada extranjera. Me hallo coartada por normas y reglas que no tengo el poder ni la autoridad de omitir. ¡Y no hay nada que hacer ni adonde ir! No puedo chasquear los dedos para que me traigan un carro para salir al campo, ni ver jugar ni entrenarse a los hombres para convertirse en soldados. Me es imposible huir de la Ciudadela. Cuando intenté aventurarme por la ciudad todos protestaron, desde Hécuba hasta Antenor. Me dijeron que yo era disoluta, inmoral y una caprichosa por desear visitar los barrios bajos. ¿No comprendía que en el instante en que los hombres que frecuentaban los tabernuchos vieran mis senos descubiertos me violarían? Pero aunque me ofrecí a cubrírmelos, París siguió negándose.

De pronto mis aposentos (Príamo había sido generoso en este sentido y París y yo ocupábamos una extensa y hermosa serie de habitaciones) y las cámaras en las que las damas nobles de la Ciudadela se reunían se habían convertido de pronto en los límites de mi mundo. Y París, mi maravilloso París, según he descubierto, es un hombre corriente que desea ¡y consigue! salirse siempre con la suya, lo que no implica hacer compañía a su esposa. Estoy aquí para el amor, y el amor es una cuestión efímera cuando los amantes no tienen nada nuevo que aprender uno del otro.

Desde que los griegos llegaron a mi existencia empeoró el aburrimiento del que ya me resentía. La gente me miraba como si yo fuera la causa del desastre y me acusaban de la venida de Agamenón. ¡Cuan necios eran! Al principio traté de convencer a la nobleza troyana de que Agamenón no entraría en guerra por mujer alguna, aunque se tratase de su cuñada, que Agamenón ya pensaba en el enfrentamiento con Troya la noche en que los sacerdotes descuartizaron el caballo blanco y me entregaron a Menelao. Pero nadie me escuchaba. Nadie deseaba escucharme. Yo era la razón de que los griegos se hubieran atrincherado en la playa, a orillas del Helesponto. Yo, la causa de que la ciudad griega creciera tras la poderosa muralla que erigían desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. ¡Todo cuanto sucedía era por mi causa!

Príamo, el pobre viejo, estaba muy preocupado. Se encorvaba en su trono de oro y marfil en lugar de arrellanarse en él como solía. Se arrancaba mechones de la barba y enviaba hombre tras hombre a la torre de vigilancia de la parte occidental para que lo mantuvieran informado de los avances de los griegos. Desde el día en que entré por vez primera en su sala del trono había recorrido toda la gama de emociones, del regocijo al haber burlado a Agamenón hasta el auténtico desconcierto. Mientras los griegos no dieron señales de que se proponían permanecer, se reía entre dientes; al recibir la promesa de ayuda de sus aliados, se mostró satisfecho; pero cuando comenzó a levantarse el muro defensivo griego, se le ensombreció el rostro y andaba con los hombros caídos.

Yo lo apreciaba muchísimo, aunque carecía de la fortaleza y dedicación de los soberanos griegos. Los hombres tenían que ser muy fuertes para conservar sus posesiones en Grecia o tener hermanos que lo fueran por ambos, mientras que los antepasados de Príamo habían gobernado Troya desde hacía eones. Su pueblo lo amaba como los pueblos griegos no podían amar a sus reyes y, sin embargo, él desempeñaba sus deberes con mayor ligereza, pues se sentía seguro en el trono. La palabra de los dioses no era tan preciada para él.

El viejo Antenor, cuñado del rey, no cesaba de renegar de mí. Yo lo odiaba aún más que Príamo, que no era poco. Siempre que Antenor fijaba en mí sus ojos legañosos, veía brillar en ellos la enemistad. Luego abría la boca y refunfuñaba sin cesar. ¿Por qué me negaba a cubrirme los senos? ¿Por qué golpeaba a mi doncella? ¿Por qué carecía de las habilidades propias de las féminas como tejer y bordar? ¿Por qué se me permitía quedarme a escuchar en los consejos masculinos? ¿Por qué era tan franca en mis opiniones cuando a las mujeres no se les permitía tenerlas? Antenor siempre tenía algo que criticarme.

Cuando el muro que se hallaba tras la playa del Helesponto estuvo concluido, la paciencia que Príamo le tenía llegó a su fin.

– ¡Cállate, viejo simplón! -masculló-. ¡Agamenón no ha venido para llevarse a Helena! ¿Crees que él y los reyes, sus subditos, invertirían tanto dinero sólo para recuperar a una mujer que dejó Grecia por voluntad propia? Es Troya y Asia Menor lo que Agamenón desea, no a Helena. Quiere instalar colonias griegas en nuestras tierras, llenar sus cofres con los tesoros de nuestras arcas, invadir con sus naves el Ponto Euxino por el Helesponto. La mujer de mi hijo es sólo un pretexto, nada más. Devolvérsela significaría seguirle el juego, de modo que no quiero volverte a oír hablar de Helena. ¿Está bastante claro, Antenor?

Antenor bajó la mirada y se retiró con una inclinación de cabeza y un ostentoso ademán.

Los estados de Asia Menor comenzaron a enviar embajadores a Troya; la siguiente asamblea a la que asistí estaba atestada de ellos. No podía retener todos los nombres en mi cabeza, tales como Paflagonia, Cilicia, Frigia. Algunos de sus representantes significaban más para Príamo que otros, aunque no trataba a ninguno a la ligera. Pero entre todos ellos, al que con más entusiasmo saludó fue al enviado de Licia. Gobernaba conjuntamente en Licia con su primo hermano Sarpedón y se llamaba Glauco. París, a quien se le había ordenado estar presente, me informó en un susurro que Glauco y Sarpedón eran tan inseparables como si fueran gemelos y que, por añadidura, eran amantes. Algo extraño tratándose de soberanos. No tenían esposas ni herederos.

– Tranquilízate, rey Glauco, cuando hayamos expulsado a los griegos de nuestras playas, Licia obtendrá una generosa participación en el botín -anunció Príamo con lágrimas en los ojos.

Glauco, un hombre relativamente joven y muy hermoso, respondió sonriente:

– Licia no se halla aquí para participar en el botín, tío Príamo. El rey Sarpedón y yo sólo deseamos una cosa: aplastar a los griegos y devolverlos escarmentados a su costa del Egeo. El comercio es vital para nosotros porque ocupamos la parte sur de esta costa. Realizamos nuestras negociaciones con nuestros vecinos septentrionales así como con los meridionales, como Rodas, Chipre, Siria y Egipto. Licia es el eje. Creemos que debemos unirnos por necesidad, no por codicia. Tranquilízate, podrás contar con nuestras tropas y con otras ayudas al llegar la primavera. Veinte mil hombres, totalmente equipados y aprovisionados.

Le caían las lágrimas. Príamo lloraba con la fácil aflicción de los ancianos.

– Mi sincero reconocimiento para ti y para Sarpedón, querido sobrino.

Se sucedieron los demás, algunos tan generosos como Licia; otros que negociaban por dinero o privilegios. Príamo prometía a cada uno lo que deseaba y así veía crecer el número de hombres y de ayuda. Al final me pregunté cómo conseguiría Agamenón mantenerse firme en su terreno. Príamo dirigiría a doscientos mil hombres en la llanura al llegar la primavera, cuando los azafranes surgieran de la nieve que se fundía. A menos que mi antiguo cuñado recibiera refuerzos o contase con algún triunfo escondido bajo su manga púrpura, sería derrotado. ¿Por qué, pues, me seguía preocupando? Porque conocía a mi gente. Dadle a un griego bastante cuerda y colgará a todos cuantos tenga delante, nunca a sí mismo. Conocía de antiguo a los consejeros de Agamenón y había vivido en Troya bastante tiempo para comprender que el rey Príamo no contaba con asesores tales como Néstor, Palamedes y Ulises.

¡Oh, cuan aburridas eran aquellas reuniones! Únicamente asistía a ellas porque el resto de mi vida aún era más aburrida. No se permitía que nadie se sentase más que el rey, y mucho menos una mujer. Me dolían los pies. De modo que mientras un paflagonio vestido con lo que parecían delicadas pieles bordadas parloteaba en un dialecto que me resultaba incomprensible, dejé vagar ociosamente la mirada por la multitud y se me iluminaron los ojos al distinguir a un hombre en el fondo que parecía recién llegado. ¡Oh, magnífico, era un tipo estupendo!

El hombre se abrió camino fácilmente entre la multitud. Su altura era superior a la de todos los presentes, con la excepción de Héctor que, como de costumbre, se encontraba junto al trono. El desconocido tenía la altivez de un soberano y, por añadidura, de alguien que se considera muy superior al resto. Me recordó irresistiblemente a Diomedes; tenía la misma gracia al andar y un aire duro y bélico. De cabellos y ojos negros, vestía con suntuosidad. Su capa, descuidadamente echada sobre los hombros, estaba forrada con la piel más hermosa que había visto en mi vida, esponjosa y con manchas leonadas. Cuando llegó ante el estrado donde se hallaba el trono se inclinó levemente, como ante un soberano a quien difícilmente se admite como de rango superior.

– ¡Eneas! -exclamó Príamo con singular matiz de voz-. Hace muchos días que te estaba esperando.

– Aquí me tienes, señor -repuso el tal Eneas.

– ¿Has visto a los griegos?

– Aún no, señor. He entrado por la puerta Dárdana.

El énfasis al pronunciar el nombre de la entrada había sido significativo. Recordé dónde había oído su nombre. Eneas era el heredero de Dardania. Su padre, el rey Anquises, gobernaba la parte sur de aquel país desde una ciudad llamada Lirneso. Príamo siempre se mofaba al mencionar Dardania, a Anquises o a Eneas. Yo deducía que en Troya los considerábamos unos advenedizos, aunque París me había dicho que el rey Anquises era primo hermano de Príamo y que Dárdano había fundado tanto la casa real de Troya como la de Lirneso.

– Te sugiero entonces que salgas al balcón y contemples el Helesponto -repuso Príamo rebosante de sarcasmo.

– Como gustes.

Eneas desapareció unos momentos y regresó con un encogimiento de hombros.

– Parece que se proponen quedarse, ¿no es eso?

– Una conclusión perspicaz.

Eneas hizo caso omiso de la agudeza.

– ¿Por qué me has llamado? -inquirió.

– ¿No te parece evidente? Cuando Agamenón haya clavado sus dientes en Troya, le seguirán Dardania y Lirneso. Deseo que ofrezcas tus tropas para ayudarme a aplastar a los griegos cuando llegue la primavera.

– Grecia no tiene nada en contra de Dardania.

– Grecia no necesita pretextos en estos momentos. Grecia busca tierras, bronce y oro.

– Bien, señor, ante el formidable surtido de aliados aquí presentes, no creo que necesites a los hombres de Dardania para ayudarte a acabar con tus enemigos. Cuando tu necesidad sea auténtica, traeré un ejército, pero no esta primavera.

– ¡Mi necesidad será perentoria la próxima primavera!

– Lo dudo.

Príamo golpeó en el suelo con su cetro de marfil y la esmeralda que coronaba la empuñadura despidió destellos azules.

– ¡Quiero a tus hombres!

– No puedo comprometerme a nada sin la explícita autorización de mi padre el rey, señor. Y no cuento con ella.

Príamo desvió la cabeza sin saber qué responderle.

En cuanto estuvimos a solas, consumida por la curiosidad, interrogué a París acerca de aquella extraña discusión.

– ¿Qué sucede entre tu padre y el príncipe Eneas?

París me tiró perezoso de los cabellos.

– Rivalidad.

– ¿Rivalidad? Pero el uno reina en Dardania y el otro en Troya.

– Sí, pero según un oráculo, Eneas reinará en Troya algún día. Mi padre teme la sentencia de los dioses. Eneas conoce también el oráculo, por lo que siempre espera ser tratado como el heredero. Pero si consideras que mi padre tiene cincuenta hijos, la actitud de Eneas es ridicula. Creo que el oráculo se refiere a otro Eneas que existirá más adelante.

– Parece todo un hombre -dije pensativa-. Y es muy atractivo.

Me lanzó una mirada centelleante.

– No olvides de quién eres esposa, Helena, y mantente alejada de Eneas.

Los sentimientos que compartíamos París y yo se estaban enfriando. ¿Cómo era posible si me había enamorado de él a primera vista? Sin embargo, así había sido, supongo que porque no tardé en descubrir que, pese a su pasión por mí, no podía resistir el apremio de mariposear con otras mujeres. Y, al llegar el verano, tampoco contuvo sus impulsos de retozar por las proximidades del monte Ida. Aquel verano entre mi llegada a Troya y la aparición de los griegos, París desapareció durante seis lunas completas. ¡Y cuando por fin regresó, ni siquiera se disculpó! Tampoco llegó a comprender cuánto había sufrido en su ausencia.

Algunas mujeres de la corte se esforzaban todo lo posible por amargarme y hacer insoportable mi vida. La reina Hécuba me aborrecía, pues me consideraba la ruina de su querido París. Andrómaca, la esposa de Héctor, también me odiaba porque le había usurpado el título de más hermosa… y porque la aterraba que Héctor pudiera sucumbir a mis encantos.

¡Como si yo fuera a molestarme en ello! Héctor era un tipo enojoso, tan mojigato y envarado que no tardé en considerarlo el tipo más aburrido en una corte de aburridos.

Pero quien más me aterraba era la joven sacerdotisa Casandra, que recorría salones y pasillos con los negros cabellos salvajemente agitados, el rostro pálido y desencajado y reflejada la locura en sus ojos. Cada vez que me veía se enfrascaba en un estridente galimatías ofensivo, palabras e ideas tan enmarañadas que nadie alcanzaba a comprender su lógica. Yo era un diablo, un caballo, la causante de todos los desastres. Estaba confabulada con Dardania y con Agamenón. Era la ruina de Troya, etcétera, etcétera. Me trastornaba, como Hécuba y Andrómaca no tardaron en descubrir, lo que las indujo a estimularla para que me acechara constantemente, sin duda con la esperanza de que me recluyera en mis aposentos. Pero Helena estaba hecha de un material más resistente de lo que imaginaban. En lugar de retirarme, adopté la irritante costumbre de reunirme con Hécuba, Andrómaca y las restantes damas nobles en su cámara de esparcimiento para irritarlas acariciándome los senos (son realmente espléndidos) ante su escandalizada mirada (ninguna de ellas se hubiera atrevido a mostrar sus fofas y colgantes carnes). Cuando aquello se agotaba abofeteaba a las sirvientas, vertía leche en sus aburridos tapices y en los extensos productos de sus telares y me sumergía en monólogos sobre violaciones, incendios y saqueos. Una mañana memorable enfurecí de tal modo a Andrómaca que se lanzó sobre mí con uñas y dientes y se llevó una sorpresa mayúscula al descubrir que Helena se había ejercitado en la lucha siendo niña y era demasiado experta para competir con una dama educada como ella. Le puse la zancadilla y le propiné un puñetazo en el ojo, que se le hinchó, cerró y amorató durante casi una luna. Luego anduve divulgando insidiosamente que era obra de Héctor.

A París le insistían constantemente para que me castigase; su madre, en particular, lo atormentaba en todo momento. Pero siempre que trataba de amonestarme o me rogaba que fuese más amable me reía de él y le recitaba una letanía de las ofensas que las demás me infligían. Todo ello significaba que cada vez veía menos a mi marido.

Al llegar el invierno el desasosiego comenzó a dominar a la corte troyana. Se rumoreaba que los griegos se habían marchado de la playa, que hacían incursiones arriba y abajo de Asia Menor para atacar y destruir ciudades y pueblos. Sin embargo, cuando enviaron destacamentos armados hasta los dientes para examinar la playa encontraron al enemigo muy presente, dispuesto al enfrentamiento y a la lucha. Aun así, a medida que avanzaba la estación, llegaron noticias fidedignas de los ataques que realizaban. Uno tras otro, los aliados de Príamo despacharon comunicados acerca de que ya no podían cumplir sus promesas de enviar ejércitos en primavera porque sus propios países se veían amenazados. Tarses, de Cilicia, fue pasto de las llamas; su gente, exterminada o vendida como esclavos; los campos y los pastos, incendiados en cincuenta leguas a la redonda; el grano, arrebatado y cargado en naves griegas; el ganado, sacrificado y ahumado en sus propias instalaciones para alimento de los griegos; los santuarios, despojados de sus tesoros, y el palacio del rey Eetión, saqueado. Misia fue la siguiente en sufrir el ataque griego. Lesbos envió ayuda a Misia y fue atacada a su vez. Thermi fue arrasada hasta sus cimientos; los lesbianos se lamieron sus heridas y se preguntaron si sería político recordar la parte griega de sus antepasados y declararse a favor de Agamenón. Cuando Priene y Mileto sucumbieron en Caria, cundió el pánico. Incluso Sarpedón y Glauco, los dobles soberanos, se vieron obligados a permanecer en su reino de Licia.

En cuanto se producía cada ataque recibíamos la noticia de la forma más original. El mensaje corría a cargo de un heraldo griego que se plantaba ante la puerta Escea y transmitía al capitán de la torre de vigilancia occidental la información destinada a Príamo. El hombre enumeraba las ciudades saqueadas, el número de los ciudadanos muertos y de las mujeres y niños vendidos como esclavos, el valor de los despojos y las medidas de grano. E invariablemente concluía su mensaje con las mismas palabras:

– ¡Di a Príamo, rey de Troya, que me envía Aquiles, hijo de Peleo!

A los troyanos llegó a horrorizarlos la mención de aquel nombre: Aquiles. Al inicio de la primavera Príamo tuvo que soportar en silencio la presencia del campamento griego, porque no llegó ninguna fuerza aliada para aumentar sus efectivos, ni dinero para contratar mercenarios hititas, asirios o babilonios. El dinero troyano debía ser cuidadosamente conservado, pues entonces eran los griegos quienes recaudaban impuestos en el Helesponto.

En los salones troyanos y en los corazones de los ciudadanos comenzó a infiltrarse cierta pesadumbre. Y como yo era la única griega de la Ciudadela, todos, desde Príamo hasta Hécuba, me preguntaban quién era el tal Aquiles. Les dije cuanto podía recordar, pero al explicarles que era poco más que un muchacho, aunque de rancia estirpe, dudaron de mí.

A medida que transcurría el tiempo crecía el temor hacia Aquiles; la simple mención de su nombre hacía palidecer a Príamo. Sólo Héctor no daba muestras de sentirlo. Ardía en deseos de encontrarse con él, se le encendían los ojos y se llevaba instintivamente la mano a la daga cada vez que el heraldo griego se presentaba ante la puerta Escea. En realidad, enfrentarse a Aquiles se convirtió en tal obsesión para él que se aficionó a efectuar ofrendas ante todos los altares, rogando a los dioses que le dieran la oportunidad de acabar con su enemigo.

Cuando acudió a interrogarme se negó a dar crédito a mis respuestas.

En el otoño del segundo año Héctor perdió la paciencia y rogó a su padre que le permitiera salir al exterior con todo el ejército troyano.

Príamo lo miró como si su heredero se hubiera vuelto loco.

– No, Héctor -respondió.

– Señor, nuestras investigaciones han revelado que los griegos han dejado en la playa menos de la mitad de sus fuerzas. ¡Podemos vencerlos! ¡Y lo haremos! ¡El ejército de Aquiles tendrá que regresar a Troya y entonces acabaremos con él!

– O él con nosotros.

– ¡Los superamos en número, señor! -exclamó Héctor.

– No me lo creo.

Héctor apretó los puños y siguió buscando nuevas razones para convencer al aterrado anciano de que estaba en lo cierto.

– Entonces déjame recurrir a Eneas de Lirneso, señor. Sumando los dárdanos a nuestras reservas superaremos numéricamente a Agamenón.

– Eneas no está dispuesto a implicarse en nuestros problemas.

– A mí me escuchará, padre.

Príamo se levantó indignado.

– ¿Autorizar a mi hijo, el heredero, a que suplique a los dárdanos? ¿Te has vuelto loco, Héctor? ¡Preferiría morir que inclinarme y humillarme ante Eneas!

En aquel momento acerté a ver a Eneas. Acababa de entrar en la sala del trono pero había oído gran parte de la discusión que ambos sostenían ante el estrado. Tenía los labios tensos y paseaba su mirada de Héctor a Príamo sin dejar entrever sus pensamientos. Antes de que alguien importante advirtiera su presencia -yo no lo era- dio media vuelta y se marchó.

– Señor, no puedes esperar que permanezcamos eternamente dentro de nuestras murallas -exclamó Héctor, desesperado-. Los griegos se proponen reducir a cenizas a nuestros aliados. Nuestra riqueza está mermando porque nuestros ingresos desaparecen y abastecernos nos cuesta cada vez más. Si no me permites sacar al ejército, por lo menos déjame dirigir grupos de asalto para coger desprevenidos a los griegos, hostigar sus partidas de caza y obligarlos a interrumpir sus insolentes expediciones ante nuestras murallas para insultarnos.

Príamo vacilaba. Apoyó la barbilla en la mano y permaneció largo rato pensativo. Por último dijo suspirando:

– Bien. Ve a ejercitar a los hombres. Si logras convencerme de que no es un plan temerario, puedes llevarlo a cabo. -No te defraudaré, señor -repuso Héctor, radiante. -Eso espero -dijo Príamo, fatigado. En la sala del trono alguien se echó a reír. Me volví en redondo sorprendida. Pensé que París estaba de nuevo ausente, pero se encontraba allí, riendo a mandíbula batiente. A Héctor se le ensombreció el rostro. Bajó del estrado y se abrió paso entre la multitud.

– ¿Qué es eso tan divertido, Paris?

Mi marido se serenó un tanto y pasó un brazo por los hombros de su hermano.

– ¿Cómo es posible que armes tanto alboroto por pelearte cuando tienes una esposa tan encantadora en el hogar? ¿Cómo es que prefieres la guerra a las mujeres?

– Porque soy un hombre, Paris -repuso Héctor pausadamente-, no un muchachito lindo.

Me quedé petrificada, mi marido no sólo era un necio sino también un cobarde. ¡Oh, qué humillación! Consciente de las miradas despectivas de la gente, salí de la estancia.

Paris y yo éramos dos hermosos necios. Había renunciado a mi trono, a mi libertad y a mis hijos -¿por qué apenas los echaba de menos?- para vivir en una prisión con un lindo necio que también era un cobarde. ¿Por qué echaba tan poco de menos a mis hijos? La respuesta era evidente. Porque pertenecían a Menelao y, en aquellos momentos, en algún lugar de mi mente, debía arrinconar a Menelao, a mis hijos y a Paris en un mismo y desagradable montón. ¿Había peor destino para una mujer que saber que en su vida nadie era digno de ella?

Como necesitaba aire fresco, salí al patio bajo mis aposentos y allí paseé arriba y abajo hasta apaciguar mi pena. Luego me volví rápidamente y tropecé con un hombre que venía por el lado opuesto. Ambos extendimos las manos de manera instintiva, él me asió por los brazos un momento y me miró el rostro con curiosidad mientras desaparecían de sus negros ojos las últimas huellas de su propia ira.

– Tú debes de ser Helena -dijo.

– Y tú eres Eneas.

– Sí.

– No sueles venir por Troya -dije muy satisfecha al verlo.

– ¿Conoces alguna razón por la que debería venir?

Puesto que era inútil disimular, repuse sonriente:

– No.

– Me agrada tu sonrisa, pero estás enojada -dijo-. ¿Por qué?

– Es asunto mío.

– Te has enfadado con Paris, ¿no es eso?

– En absoluto -repuse negando con la cabeza-. Enfadarse con Paris es tan difícil como asir mercurio.

– Cierto.

Después de lo cual me acarició el seno izquierdo.

– Una moda interesante llevarlos descubiertos. Pero eso enciende a los hombres, Helena.

Bajé los párpados y le sonreí.

– Es agradable saberlo -respondí en voz baja.

Esperando recibir un beso, me incliné hacia él con los ojos aún cerrados. Pero al no sentir nada los abrí y descubrí que se había marchado.

El aburrimiento era cosa pasada, y acudí a la siguiente asamblea con el propósito de seducir a Eneas, que no estaba presente. Al preguntarle a Héctor con despreocupación dónde se encontraba su primo de Dardania, me dijo que Eneas había cargado sus caballos durante la noche y había regresado a su patria.