38594.fb2
Los estados de Asia Menor curaron sus heridas sombríamente acurrucados contras las vastas montañas que pertenecían a los hititas. Temían acercarse a Troya y agruparse en cualquier otro lugar porque no imaginaban dónde atacaríamos los griegos seguidamente. En realidad, los derrotamos incluso antes de emprender nuestra primera campaña, pues contábamos con todas las ventajas. Navegábamos por la costa a prudente distancia para no ser detectados desde tierra, con mayor movilidad de la que ellos podían permitirse porque, en aquel país de valles fluviales entre accidentadas cordilleras, no disponían de caminos fáciles entre sus diversos focos de colonización. Las naciones de Asia Menor se comunicaban por mar, un medio que nosotros dominábamos.
Durante el primer año interceptamos muchas naves que transportaban armas y alimentos para Troya, pero los convoyes se interrumpieron al comprender que, en lugar de beneficiar a Troya, los griegos nos aprovechábamos de ellos. Éramos demasiados para ellos, ninguna de las ciudades que salpicaban aquella extensísima costa podía aspirar a ofrecer suficiente resistencia para derrotarnos en combate ni sus muros bastaban para impedirnos el paso. Por consiguiente, saqueamos diez ciudades en dos años, desde mucho más allá de Rodas hasta Tarses, en Cilicia, y tan próximas a Troya como Misia y Lesbos.
Cuando costeábamos los mares, Fénix siempre cedía el cargo de la línea de suministro establecida entre Aso y Troya a su lugarteniente y zarpaba con nosotros al mando de doscientas naves vacías para almacenar el botín. Sus ventrudos cascos se hundían profundamente en el agua cuando izábamos nuestras velas, libres del humo de alguna ciudad incendiada y atestadas de despojos nuestras embarcaciones guerreras.
Aquiles se mostraba implacable. Eran pocos los que quedaban para concitar futuras resistencias. Aquellos que no podían ser destinados a la esclavitud ni vendidos a Egipto y Babilonia eran exterminados: ancianas decrépitas y hombres marchitos carentes de utilidad. El nombre de Aquiles era odiado a lo largo de aquellas costas y yo era incapaz de condenarlos por execrarlo.
Cuando entramos en el tercer año, Aso se agitó y renació lentamente a la vida. La nieve se derretía, los árboles echaban brotes. No había peleas ni diferencias entre nosotros porque hacía tiempo que habíamos olvidado toda lealtad salvo la que debíamos a Agamenón y al segundo ejército.
En Aso estaban acuartelados sesenta y cinco mil hombres; un núcleo de veinte mil veteranos que nunca regresaban a Troya, treinta mil más que permanecían con nosotros mientras se prolongaba la temporada de la campaña, quince mil comerciantes y toda clase de artífices, algunos de los cuales residían en Aso durante todo el año. Uno de los cabecillas permanentes se hallaba siempre en la guarnición para proteger la ciudad de algún posible ataque de Dardania mientras la flota estaba ausente; incluso Áyax se turnaba en ello aunque Aquiles navegaba constantemente y, como yo no me separaba de él, también navegaba. Era un cabecilla feroz que no concedía cuartel ni escuchaba las súplicas de rendición. En cuanto vestía su armadura era tan frío e implacable como el viento del norte. Nos decía que el objetivo de nuestra existencia era asegurar la supremacía griega y no renunciar a ningún enfrentamiento hasta el día en que las naciones griegas comenzaran a enviar sus excedentes de ciudadanos a colonizar Asia Menor.
Cuando entramos en el puerto de Aso tras una última campaña invernal en Licia (Aquiles parecía tener un pacto con los dioses marinos porque navegábamos con tanta seguridad en verano como en invierno), Áyax nos aguardaba en la playa para darnos la bienvenida y nos saludaba alegremente con las manos para indicar que no habían sido amenazados durante nuestra ausencia y que estaba ansioso por volver a la lucha. La primavera había llegado en su plenitud: la hierba nos llegaba hasta los tobillos, flores tempranas salpicaban los campos, los caballos saltaban y retozaban en las praderas y el aire era tan suave y embriagador como el vino. Nos llenamos los pulmones con el aroma del hogar y saltamos sobre los guijarros.
Entonces nos separamos para reunirnos más tarde. Áyax se alejó con Áyax el Pequeño y con Teucro, pasándoles los brazos por los hombros, mientras Meriones marchaba al frente haciendo gala de su superioridad cretense. Yo paseaba con Aquiles encantado de hallarme de regreso en Aso. Las mujeres se habían afanado durante nuestra ausencia: retoños de tenue verdor en el huerto prometían verduras y hierbas para los guisos, y guirnaldas floridas para nuestras cabezas. Era un lugar hermoso Aso, en nada se asemejaba al austero campamento bélico construido por Agamenón en Troya. Los barracones estaban diseminados al azar entre bosquecillos y las calles se extendían como en una ciudad normal. Por otra parte, estábamos seguros. Nos rodeaba un muro, una empalizada y una zanja de veinte codos de altura, fuertemente custodiada incluso en las lunas más frías del invierno. No porque Dardania, nuestro enemigo más próximo, pareciera interesada en atacarnos; se rumoreaba que su rey Anquises andaba constantemente a la greña con Príamo.
En el campamento había mujeres por doquier, algunas en avanzado estado de gestación, y durante el invierno se habían producido una avalancha de nacimientos. Ver a los niños y a sus madres me complacía porque mitigaban el dolor de la guerra, el vacío de matar.
Entre aquellas criaturas no había ninguna de Aquiles ni mía. Las mujeres me parecían interesantes, pese a no sentirme atraído por ellas. Todas aquellas habían sido capturadas por la espada; sin embargo, una vez disipada la primera impresión y la desorientación, parecían capaces de olvidar las existencias que habían conocido en el pasado y los hombres que habían amado, y se concentraban en sus nuevos amores y familias y en adoptar las costumbres griegas. Es natural, pues no son guerreras sino recompensa de los vencedores. A mi parecer, las aptitudes femeninas les son inculcadas por sus madres cuando aún son pequeñas. Las mujeres son creadoras de nidos, por lo que el hogar es para ellas de una importancia básica. Es evidente que algunas nunca pueden olvidar, que lloran y se afligen, pero en Aso no duraban: eran enviadas a trabajar sin descanso en los campos cenagosos donde el Eufrates casi se une con el Tigris, y allí supongo que morían de pena.
El salón era la estancia mayor de nuestra casa y servía a la vez de sala de estar y de cámara de consejo. Aquiles y yo entramos juntos y nuestros hombros cubrieron todo el vano de la puerta. Al advertirlo, yo siempre sentía una punzada de placer, como si en cierto modo reflejara que nos habíamos convertido en líderes, en señores.
Me quité la armadura y Aquiles dejó que las mujeres lo despojaran de ella, erguido como una torre, mientras media docena de sirvientas tiraban de correas y nudos y se escandalizaban al ver la larga y negra línea de una herida semicurada de su muslo. Yo no permitía nunca que ellas me desarmasen, pues recordaba sus rostros cuando las escogíamos del botín como la participación que nos correspondía, pero a Aquiles no le importaba en absoluto. Las dejaba recoger su espada y su daga sin que pareciese comprender que alguna de ellas podía atacarlo con el arma y darle muerte mientras se hallaba indefenso. Las observé dubitativo, pero tuve que admitir que semejante peligro era muy improbable. De la más joven a la de más edad, todas estaban enamoradas de él. Nuestros baños ya estaban preparados con agua caliente y teníamos dispuestos faldones y blusas limpios.
Una vez nos hubieron servido el vino y retiraron los restos de nuestra comida, Aquiles las despidió y se tendió con un suspiro. Ambos estábamos cansados pero era inútil tratar de conciliar el sueño, pues la luz del sol se filtraba por las ventanas y aún era probable que acudieran a visitarnos los amigos.
Aquiles había estado muy silencioso todo el día, lo que no era insólito, salvo que su silencio en aquellos momentos sugería reserva. No me agradaba aquel talante suyo. Era como si se encontrara en otro lugar al que yo no pudiera seguirlo, en un mundo sólo suyo, a cuyas puertas me dejara llorar infructuosamente. De modo que me incliné a tocarlo en el brazo con más fuerza de la que pretendía.
– Apenas has probado el vino, Aquiles -le dije.
– No me apetece.
– ¿Estás indispuesto?
La pregunta le sorprendió.
– No. ¿Acaso es signo de enfermedad que rechace el vino?
– No, supongo que es propio de tu mal humor.
Suspiró profundamente y paseó la mirada por el salón.
– Me encanta esta sala más que ninguna. Y es porque me pertenece, porque no hay nada en ella que no haya ganado con mi espada. Me hace comprender que soy Aquiles, no el hijo de Peleo.
– Sí, es una hermosa habitación -repuse.
Frunció el entrecejo.
– La belleza es una complacencia de los sentidos, la desprecio como una enfermedad. No, me gusta esta habitación porque es mi trofeo.
– Un espléndido trofeo -respondí vacilante.
Hizo caso omiso de aquella trivialidad y se abstrajo de nuevo. Intenté devolverlo otra vez a la realidad.
– Después de tantos años aún dices cosas que no llego a comprender. Sin duda te agradará la belleza en alguno de sus aspectos. Vivir considerándola una enfermedad no es vivir, Aquiles.
– Me importa poco cómo vivo ni cuánto viviré siempre que haya conseguido la fama -gruñó-. Los hombres nunca deben olvidarme cuando esté en mi tumba.
De nuevo surgió su mal talante.
– ¿Crees que he seguido un camino erróneo para conseguir la gloria?
– Ésa es una cuestión pendiente entre tú y los dioses -respondí-. No has pecado contra ellos, no has asesinado a mujeres fértiles ni a niños demasiado pequeños para empuñar armas. No es ningún pecado entregarlos a la esclavitud. Tampoco has ganado una ciudad por hambre. Aunque tu mano ha sido dura, nunca se ha comportado de modo criminal. Yo soy más blando, eso es todo.
Una sonrisa iluminó su rostro.
– Te subestimas, Patroclo. Con una espada en la mano eres tan inflexible como cualquiera de nosotros.
– En las batallas es diferente. Puedo matar sin misericordia. Pero a veces tengo sueños sombríos y siniestros.
– Al igual que los míos. Ingenia me maldijo antes de morir.
Se durmió, incapaz de proseguir la charla. Me dediqué a observarlo, pues era lo que más me agradaba. Muchas de sus cualidades me resultaban incomprensibles; sin embargo, si alguien conocía a Aquiles, ése era yo. Poseía la habilidad de conseguir que la gente lo amara, ya fueran sus mirmidones, sus cautivas… o yo mismo. Pero la razón no radicaba en su atractivo físico, sino que era una faceta de su espíritu, una grandeza de la que los demás siempre parecían carecer.
Desde que zarpamos de Áulide hacía tres años se había vuelto en extremo autosuficiente. A veces me preguntaba si su propia mujer lo reconocería cuando volvieran a encontrarse. Por supuesto que sus problemas venían de la muerte de Ifigenia, y aquello yo lo compartía y lo comprendía. Pero ignoraba adonde se dirigían sus pensamientos y las capas más profundas de su mente.
Una repentina ráfaga de aire frío agitó los cortinajes a ambos lados de la ventana. Me estremecí. Aquiles aún yacía de costado con la cabeza apoyada en una mano, pero su expresión había cambiado. Pronuncié su nombre en voz alta pero no me respondió.
Me levanté del diván repentinamente alarmado, me senté en el borde del suyo y apoyé una mano en su hombro desnudo sin que pareciera advertirlo. Entre los fuertes latidos de mi corazón contemplé su piel bajo la palma de mi mano e incliné la cabeza hasta posar mis labios en ella; las lágrimas brotaban de mis ojos con tal fluidez que una de ellas le cayó en el brazo. Aparté los labios horrorizado mientras él se estremecía y volvía la cabeza para mirarme con una expresión extraña, como si en aquel momento viese por vez primera al auténtico Patroclo.
Abrió sus tenues labios para hablar pero no llegó a formular sus pensamientos. Miró hacia la puerta y dijo:
– Madre.
Observé aterrado que babeaba, que le temblaba la mano izquierda y la misma parte de su rostro se movía nerviosamente. Luego se cayó del diván al suelo y se quedó rígido, con la espalda arqueada y los ojos tan cegados y blancos que pensé que iba a morir. Me senté en el suelo para sostenerlo y aguardé a que se diluyera la negrura de su rostro en un gris moteado, que se interrumpieran sus temblores y volviera a la vida. Cuando aquello hubo concluido le limpié la saliva de la barbilla, lo mecí relajadamente y acaricié sus cabellos empapados en sudor.
– ¿Qué te ha sucedido, Aquiles?
Me miró con turbia expresión, reconociéndome lentamente. Luego suspiró como una criatura agotada.
– Ha venido mi madre con su hechizo. Creo que he estado presintiendo su llegada todo el día.
¡El hechizo! ¿Era aquello el hechizo? Me había parecido un ataque de epilepsia, aunque, en los casos que yo había presenciado, a las víctimas se les debilitaba el cerebro hasta quedar anulados por la imbecilidad y poco después morían. Fuese lo que fuese lo que afectase a Aquiles no había atacado a su mente ni tampoco se habían vuelto más frecuentes los ataques. Pensé que era el primero que sufría desde Esciro.
– ¿Por qué ha venido, Aquiles? -Para recordarme que debo morir.
– ¡No puedes decir eso! ¿Cómo lo sabes?
Lo ayudé a levantarse y a recostarse en su diván y me senté junto a él.
– Te he visto cuando sufrías el hechizo, Aquiles, y me ha recordado un ataque de epilepsia.
– Tal vez lo sea. De ser así, mi madre me lo envía para recordarme mi mortalidad. Y no se equivoca. Debo morir antes de que caiga Troya. El hechizo es un anticipo de la muerte, la existencia como una sombra, insensible.
Frunció los labios y añadió:
– Larga e infame o breve y gloriosa. No cabe elección, lo que ella se niega a comprender. Sus visitas mediante el hechizo no cambiarán nada, pues ya tomé mi decisión en Esciro.
Me volví y apoyé la cabeza en mi brazo.
– ¡No llores por mí, Patroclo! He escogido el destino que deseo.
Me pasé la mano por los ojos.
– No lloro por ti, sino por mí.
Aunque no lo miraba advertí un cambio en él.
– Compartimos la misma sangre -dijo entonces-. Antes de que el hechizo se presentara distinguí algo en ti que no había visto antes.
– El amor que me inspiras -repuse con un nudo en la garganta.
– Sí, y lo siento. Debo de haberte herido muchas veces al no comprenderlo. Pero ¿por qué lloras?
– Cuando el amor no es correspondido provoca llanto.
Se levantó del diván y me tendió las manos.
– Te correspondo, Patroclo -dijo-. Siempre lo he hecho.
– Pero tú no eres un hombre que ame a los hombres, y ése es el amor que deseo.
– Quizá sería así si escogiera una existencia larga e ignominiosa. Tal y como están las cosas, y por si sirve de algo, no siento aversión a amarte. Estamos juntos en el exilio y me parece muy dulce compartirlo en la carne así como en espíritu -repuso Aquiles.
Así fue como nos hicimos amantes, aunque no encontré el éxtasis que había imaginado. ¿Lo hallamos alguna vez? Aquiles se apasionaba por muchas cosas, pero la satisfacción de los sentidos nunca fue una de ellas. No importaba. Tenía más de él que cualquier mujer y por lo menos encontré cierta satisfacción. En realidad, el amor no se circunscribe al cuerpo. El amor es la libertad de vagar por la mente y el corazón del amado.
Hacía cinco años que no visitábamos Troya ni a Agamenón. Como es natural, fui con Aquiles, que llevó asimismo consigo a Áyax y a Meriones. Me constaba que hacía tiempo que debíamos haber efectuado aquella visita pero pensé que ni siquiera entonces él hubiera ido allí si no hubiera necesitado entrevistarse con Ulises. Los estados de Asia Menor se habían vuelto recelosos e ideaban estratagemas para anticiparse a nuestros ataques.
La larga y accidentada playa que se extendía entre el Simois y el Escamandro no se parecía en absoluto al lugar que habíamos dejado cuatro años antes. Había perdido su aire destartalado y provisional y el propósito de permanencia era evidente. Las fortificaciones eran prácticas y estaban bien proyectadas. El campamento contaba con dos accesos, uno por el Escamandro y otro por el Simois, sobre los que se habían levantado puentes de piedra que cruzaban las zanjas y con grandes puertas practicadas en los muros.
Áyax y Meriones desembarcaron en el extremo de la playa donde desembocaba el Simois mientras Aquiles y yo lo hacíamos por el Escamandro, y nos encontrábamos con que habían sido construidos barracones para albergar a los mirmidones a su regreso. Avanzamos por la calle principal que atravesaba el campamento, buscando la nueva residencia de Agamenón que, según nos habían informado, era muy grande.
Algunos curaban sus heridas sentados al sol; otros silbaban alegremente mientras engrasaban sus armaduras de cuero o bronce pulido; había quienes se dedicaban a arrancar plumas púrpuras de los cascos troyanos para poder lucirlas en las batallas. Era un lugar donde se respiraba actividad y alegría, lo que nos hacía comprender que las tropas que habían quedado en Troya en modo alguno habían estado ociosas.
Ulises salía de la casa de Agamenón en el instante en que nosotros llegamos. Al vernos apoyó su lanza en el pórtico y se acercó sonriente para abrazarnos. En su corpulento cuerpo se veían dos o tres rasguños recientes; ¿los habría recibido en franco combate o durante alguna de sus excursiones nocturnas? Es el único personaje tortuoso que conozco que no teme arriesgar su vida ni su integridad física en una buena lid. Tal vez por ser pelirrojo o acaso porque está convencido de que gracias a Palas Atenea su vida se halla a salvo.
– ¡Ya era hora! -exclamó al tiempo que nos abrazaba.
Y saludó a Aquiles con estas palabras:
– ¡El héroe conquistador!
– Poco afortunado. Las ciudades costeras han aprendido a anticiparse a mi llegada.
– Hablaremos de eso más tarde -dijo mientras se disponía a acompañarnos al interior-. Debo agradecerte tu deferencia, Aquiles. ¡Nos has enviado despojos generosos y mujeres magníficas!
– En Aso no somos avarientos. Pero parece que aquí tampoco habéis permanecido ociosos. ¿Habéis luchado mucho?
– Bastante para mantenerlos a todos ocupados. Héctor efectuó un cruento ataque.
Aquiles pareció repentinamente atento.
– ¿Quién es Héctor?
– El heredero de Príamo y jefe de los troyanos.
Agamenón se mostró cortésmente complacido al recibirnos con la mitad de nuestro ejército, aunque no nos ofreció ningún incentivo para quedarnos a pasar la mañana con él. Ni a Aquiles le hubiese agradado que lo hubiera hecho, pues desde que había oído el nombre de Héctor estaba deseoso de saber más cosas de él y le constaba que Agamenón no era la persona adecuada para preguntarle.
Ninguno de ellos había cambiado realmente ni había envejecido, aparte de mostrar algunos rasguños recibidos en combate. En todo caso, Néstor parecía más joven. Supuse que porque se hallaba en su elemento, ocupado y constantemente estimulado. Idomeneo se había vuelto menos indolente, lo que favorecía su figura. Sólo Menelao no parecía haberse beneficiado de vivir en un campamento guerrero. El pobre aún echaba de menos a Helena.
Nos alojamos como invitados de Ulises y Diomedes, que también se habían hecho amantes, en parte por conveniencia y también por el gran afecto que se tenían. Las mujeres eran una complicación cuando los hombres llevan nuestra clase de vida y no creo que Ulises haya mirado nunca a ninguna otra que no fuese Penélope, aunque sus historias demostraban que era muy capaz de seducir a cualquier troyana para conseguir información. A Aquiles y a mí nos explicó la existencia de la colonia de espías, una empresa sorprendente. Era la primera noticia que teníamos de ello.
– Es extraordinario -dijo Aquiles-. ¡Oh dioses, si se enteraran! Pero yo lo ignoraba al igual que todos con quienes he hablado.
– Ni siquiera Agamenón lo sabe -dijo Ulises. -¿A causa de Calcante? -le pregunté. -Acertada suposición, Patroclo. Ese hombre no me inspira confianza.
– Bien, ni él ni Agamenón sabrán nada por nosotros -dijo Aquiles.
Durante toda aquella luna permanecimos en Troya. Aquiles sólo pensaba en una cosa: encontrarse con Héctor.
– Será mejor que lo olvides, muchacho -le dijo Néstor al final de una cena que Agamenón dio en nuestro honor-. Podrías pasarte aquí todo el verano sin verlo. Sus apariciones son fortuitas, impredecibles, pese a los singulares conocimientos de Ulises acerca de cuanto sucede en Troya. Y por el momento tampoco nosotros planeamos ninguna salida.
– ¿Salidas? -preguntó Aquiles al parecer alarmado-. ¿Vais a tomar la ciudad en mi ausencia?
– ¡De ningún modo! -exclamó Néstor-. No estamos en condiciones de asaltar Troya, aunque la Cortina Occidental se desplomase mañana en ruinas. Tienes la mejor parte de nuestro ejército en Aso y lo sabes perfectamente. ¡Regresa allí! No aguardes en la confianza de ver a Héctor.
– No hay esperanzas de que Troya caiga en tu ausencia, príncipe Aquiles -dijo el sacerdote Calcante en tono quedo a nuestras espaldas.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Aquiles evidentemente alterado ante aquellos ojos bizcos y rosados.
– Troya no puede caer sin que tú te halles presente, pues los oráculos así lo predicen.
Y tras estas palabras se alejó con su túnica de color púrpura resplandeciente de gemas y de oro. Ulises obraba bien al mantener algunas de sus actividades en secreto. Nuestro gran soberano apreciaba enormemente a aquel hombre, cuya residencia, contigua a la de él, era suntuosa y quien escogía libremente entre las mujeres que enviábamos de Aso. Diomedes me dijo que en una ocasión Idomeneo se irritó de tal modo cuando Calcante le arrebató a la mujer que a él le gustaba que expuso su caso ante el consejo y obligó a Agamenón a quitársela a Calcante y entregársela a su compañero de mando.
De modo que Aquiles marchó decepcionado de Troya. Y lo mismo le sucedió a Áyax. Ambos habían vagado por la ventilada llanura troyana confiando incitar a Héctor a salir, pero no se vieron indicios de él ni de las tropas troyanas.
Los años transcurrían inexorables, siempre iguales. Las naciones de Asia Menor se convertían lentamente en cenizas mientras los mercados de esclavos del mundo desbordaban de licios, carios, cilicios y demás. Nabucodonosor aceptaba todo cuanto le enviábamos a Babilonia, y el asirio Tiglat Pileser olvidó los vínculos troyano-hititas hasta el punto de aceptar miles de ellos. Descubrí que ningún país parecía contar jamás con suficientes esclavos y hacía ya mucho tiempo que no se obtenían resultados tan fructíferos como los de Aquiles.
Aparte de nuestras incursiones, la vida no siempre era apacible. Había ocasiones en que la madre de Aquiles lo atormentaba con su maldito hechizo día tras día; luego se ausentaba a cualquier otro lugar y lo dejaba tranquilo durante lunas y lunas. Pero yo había aprendido a hacerle más cómodos aquellos períodos y él había llegado a depender de mí para todas sus necesidades. ¿Y qué hay más consolador que el amado dependa de uno?
En una qcasión llegó una nave de Yolco portadora de mensajes de Peleo, Licomedes y Deidamía. Gracias al constante flujo de mercancías que cruzaban el Egeo procedentes de nuestros saqueos, nuestra patria prosperaba en gran manera. Mientras Asia Menor se desangraba mortalmente, Grecia se enriquecía. Según informaciones de Peleo, se habían congregado los primeros colonos en Atenas y Corinto.
Para Aquiles, la cuestión más importante de las noticias recibidas se refería a su hijo Neoptólemo, que alcanzaba rápidamente la virilidad. ¡Cómo pasaban los años! Deidamía le explicaba que el muchacho era casi tan alto como él y que demostraba iguales aptitudes para el combate y las armas. Aunque más salvaje, era inquieto por naturaleza y un conquistador de féminas, amén de poseer genio vivo y cierta tendencia a beber vino puro. Según Deidamía, en breve cumpliría los dieciséis años.
– Ordenaré a Deidamía y a Licomedes que envíen al muchacho junto a mi padre -dijo Aquiles tras despedir al mensajero-. Necesita que lo guíe un hombre experimentado.
Su rostro se contrajo al añadir:
– ¡Oh Patroclo, qué hijos hubiéramos tenido Ingenia y yo!
Sí, aquello seguía torturándolo… Pensé que aún más que su madre y el hechizo.
Tardamos nueve años en acabar con Asia Menor. Al concluir el noveno verano no quedaba nada por hacer. Llegaban naves cargadas de colonos griegos a lugares como Colofón y Appasas, deseosos todos ellos de iniciar una nueva vida en un lugar nuevo. Unos cultivarían la tierra, otros se dedicarían al comercio, y algunos probablemente se internarían hacia el este y el norte. Ninguno se uniría a nosotros, que formábamos el núcleo del segundo ejército en Aso. Nuestra tarea había concluido, salvo efectuar en otoño un ataque a Lirneso, núcleo del reino de Dardania.
CAPITULO DIECIOCHO
NARRADO POR AQUILES
Dardania era la ciudad de Asia Menor más próxima a Aso, pero la había dejado deliberadamente en paz durante los nueve años de nuestra campaña y había reducido a ruinas las ciudades costeras. En parte por tratarse de un territorio interior que compartía frontera con Troya y, por otra razón más sutil, puesto que deseaba infundir una falsa sensación de seguridad a los dárdanos, hacerles creer que su distancia del mar los hacía inviolables. Por añadidura, Dardania no confiaba en Troya. Mientras no los molestara, el viejo rey Anquises y su hijo Eneas se mantendrían distantes de nuestro enemigo.
Pero ahora todo iba a cambiar, pues nos disponíamos a invadir Dardania. En lugar de emprender el largo desplazamiento habitual, preparé a mis tropas para un viaje largo y difícil. Si Eneas esperaba algún ataque, supondría que rodearíamos la punta de la península por mar y que desembarcaríamos en la costa opuesta a la isla de Lesbos, desde donde llegar a Lirneso consistía en una simple marcha de quince leguas. Pero yo me proponía marchar directamente tierra adentro desde el mismo Aso, cruzar una zona desértica de casi un centenar de leguas que se extendía desde las laderas del monte Ida hasta el fértil valle donde se encontraba Lirneso.
Ulises me había cedido algunos expertos exploradores que espiaban desde nuestra línea de marcha; ellos nos informaron de que la zona contaba con espesos bosques, que por el camino había algunas granjas y que la estación estaba demasiado avanzada para encontrar pastores en nuestro camino. Sacamos de nuestro equipaje pieles y fuertes botas, porque las laderas de Ida ya estaban cubiertas de nieve a mitad de camino y era posible que nos sorprendiera alguna ventisca. Calculé que marcharíamos unas cuatro leguas diarias y que nos bastarían veinte días para tener el objetivo a la vista.
En la decimoquinta jornada, el viejo Fénix, mi almirante, tenía órdenes de desembarcar en el abandonado puerto de Adramiteo, el más próximo de la costa sin correr el peligro de encontrar oposición. Yo había arrasado la ciudad hasta sus cimientos a comienzos de aquel año… por segunda vez.
Avanzábamos en silencio y los días de marcha transcurrían sin incidentes. Entre las colinas nevadas no encontramos pastores que pudieran escapar a Lirneso para advertir de nuestra llegada. El tranquilo paisaje nos pertenecía en exclusiva y nuestro viaje era más fácil de lo que esperábamos. Llegamos a una distancia no detectable de la ciudad al decimosexto día. Ordené un alto y prohibí que se encendieran fuegos hasta que pudiera asegurarme de que no habíamos sido detectados.
Acostumbraba a realizar personalmente aquella última investigación, por lo que marché solo a pie desoyendo las protestas de Patroclo, que a veces me recordaba a una gallina clueca. ¿Por qué será que el amor engendra posesión y restringe drásticamente la libertad?
Apenas había avanzado tres leguas subí a una colina y me encontré con Lirneso a mis pies; se extendía por una vasta zona de terreno, con poderosas murallas y una ciudadela elevada. La examiné durante algún tiempo, combinando mi visión con lo que los agentes de Ulises me habían dicho. No, no sería un asalto fácil, pero tampoco la mitad de difícil que las ciudades de Esmirna o Tebas Hypoplakian.
Cedí a la tentación y descendí un trecho de la ladera disfrutando de que aquélla fuera la parte abrigada de la colina, por completo libre de nieve, y que el suelo aún permaneciera sorprendentemente cálido. ¡Me lamenté de mi error! Cuando aún me lo autorreprochaba estuve a punto de tropezar con él. El hombre rodó a un lado ágilmente, se levantó con rapidez, corrió hasta quedar lejos del alcance de una lanza y se detuvo a observarme. Me recordaba a Diomedes; tenía la misma expresión terrible y felina, y por sus ropas y su porte podía adivinarse que se trataba de un personaje de nobilísima cuna.
Tras haber escuchado y memorizado el catálogo de todos los dirigentes troyanos y aliados que Ulises nos había preparado y que circulaba entre los mensajeros, decidí que se trataba de Eneas.
– ¡Soy Eneas y estoy desarmado! -exclamó.
– ¡Lo siento, dárdano! ¡Yo soy Aquiles y voy armado!
Enarcó las cejas y sin parecer impresionado repuso:
– Decididamente hay ocasiones en la vida de un hombre prudente en que la discreción es más importante que el valor. ¡Nos encontraremos en Lirneso!
Como me constaba que yo era más rápido a pie que la mayoría, emprendí la persecución con ligereza pretendiendo agotarlo. Pero él era muy ágil y conocía la disposición del terreno, algo que yo ignoraba. De modo que me condujo entre matorrales espinosos y me dejó titubeando sobre un terreno plagado de hoyos producidos por zorros y conejos y, finalmente, hasta el amplio vado de un río que él cruzó como un rayo sobre piedras ocultas con gran familiaridad, mientras que yo tenía que detenerme en cada una de ellas y buscar la próxima. De modo que lo perdí de vista y me quedé maldiciendo mi propia estupidez. Sabedora de nuestro ataque inminente, Lirneso contaba con un día de ventaja.
Al despuntar el alba marché con agrio talante. Treinta mil hombres llegaron al valle de Lirneso y escalaron los muros de la ciudad como hormigas. Los acogió una lluvia de dardos y lanzas que detuvieron con sus escudos como les habían enseñado y salieron ilesos. Me sorprendió no encontrar demasiada resistencia tras la muralla y me pregunté si los dárdanos serían una raza de enclenques. Sin embargo, Eneas no me había parecido el cabecilla de un pueblo degenerado.
Echamos las escalerillas y, al frente de los mirmidones, alcancé el angosto paso superior de las murallas sin encontrarme con piedra alguna ni cántaros de aceite hirviendo. Apareció un grupito de defensores a quienes derribé con mi hacha sin necesidad de pedir refuerzos. A todo lo largo de la línea vencíamos con una facilidad realmente ridicula y no tardé en descubrir la razón: nuestros adversarios eran ancianos y muchachos.
Según descubrí, Eneas había regresado a la ciudad el día anterior y había convocado inmediatamente a sus soldados a las armas. Pero no tenía la intención de enfrentarse a nosotros, sino que había huido hacia Troya con su ejército.
– Al parecer, los dárdanos también cuentan con un Ulises en sus filas -le dije a Patroclo y a Áyax-. ¡Vaya zorro! Príamo tendrá veinte mil hombres más dirigidos por otro Ulises. Confiemos en que los prejuicios del anciano lo cieguen y no advierta lo que es Eneas.
CAPITULO DIECINUEVE
NARRADO POR BRISEIDA
Lirneso se extinguió, replegando sus alas y extendiendo su plumaje entre la desolación con un grito que era como los lamentos de todas las mujeres proferidos por una sola boca. Habíamos confiado a Eneas al cuidado de Afrodita, su madre inmortal, satisfechos de darle la oportunidad de salvar a nuestro ejército. Todos los ciudadanos habían convenido en que era lo único que podíamos hacer para que sobreviviera parte de Dardania y pudiera devolver el golpe a los griegos.
Los ancianos sacaron de sus cofres antiguas armaduras con sus nudosas manos, temblorosas por tal esfuerzo, y los muchachos se vistieron sus trajes infantiles con pálidos rostros, prendas que no habían sido destinadas a recibir el filo de las armas de bronce. Como era de esperar, todos encontraron la muerte. Las barbas venerables se empaparon de sangre dárdana, los gritos de guerra de los soldaditos se convirtieron en aterrados sollozos infantiles. Mi padre incluso me arrebató mi daga con lágrimas en los ojos mientras me explicaba que no podía dejármela para defenderme, pues era necesaria, al igual que todas las armas que se hallaran en poder de las mujeres.
Desde mi ventana contemplé impotente la destrucción de Lirneso, rogando a Artemisa, la compasiva hija de Leto, que disparara velozmente uno de sus dardos a mi corazón y detuviera su clamor antes de que los griegos me apresaran y me enviaran al mercado de esclavos de Hatusa o Nínive. Nuestra lastimosa defensa se vio en breve reducida hasta que tan sólo las murallas de la ciudadela me separaron de una masa rabiosa de guerreros con armaduras de bronce, más altos y rubios que los dárdanos; a partir de aquel momento imaginé a las hijas de Coré también altas y rubias. El único consuelo que tenía era que Eneas y el ejército se hallaban a salvo, al igual que nuestro querido y anciano rey Anquises, tan hermoso en su juventud que la diosa Afrodita se enamoró de él hasta el punto de darle un descendiente llamado Eneas, el cual, como buen hijo, se negó a abandonar a su padre. Como tampoco abandonó a su esposa Creusa ni a su hijito Ascanio.
Aunque no podía apartarme de la ventana, desde las habitaciones que tenía a mi espalda distinguí los sonidos de los que se preparaban para la batalla… Pisadas de ancianos, voces agudas que susurraban apremiantes. Mi padre se encontraba entre ellos. Sólo quedaban los sacerdotes orando ante los altares, quienes incluso, entre ellos mi tío Crises, gran sacerdote de Apolo, habían elegido abandonar su manto sagrado y vestir armadura. Según dijo mi tío, lucharía para proteger al Apolo asiático, que no era el mismo que el Apolo griego.
Acudieron con arietes para derribar las puertas de la ciudadela. El palacio se estremeció profundamente hasta sus entrañas y entre el estrépito ensordecedor creí oír el rugido del Agitador de la Tierra, un sonido de duelo. Porque Poseidón los apoyaba a ellos, no a nosotros. Debíamos ser ofrecidos como víctimas por el orgullo y desafío de Troya. Él no podía hacer otra cosa que demostrarnos su simpatía mientras prestaba sus fuerzas a los arietes griegos. La madera se redujo a astillas, los goznes se aflojaron y la puerta cedió con gran estrépito. Los griegos irrumpieron en el patio, dispuestas sus lanzas y espadas, implacables ante la patética oposición que les presentábamos, impulsados tan sólo por su ira hacia Eneas, que los había engañado.
El hombre que los capitaneaba era un gigante que vestía armadura de bronce con adornos de oro y esgrimía una poderosa hacha con la que rechazaba a los ancianos como si fueran mosquitos, hundiéndola en sus carnes despectivamente. A continuación irrumpió en el gran salón seguido de sus hombres y cerré los ojos al resto de la carnicería que se producía fuera rogando a la casta Artemisa que les inspirara la idea de matarme. Prefería la muerte a la violación y la esclavitud. Una niebla rojiza dificultaba mi visión, la luz del día se filtraba implacable en ellos y mis oídos no estaban sordos a los gritos sofocados y a los balbuceantes ruegos de misericordia. La vida es preciosa para los viejos, pues comprenden cuán duramente se gana. Pero yo no distinguía la voz de mi padre y pensé que habría encontrado la muerte con tanto orgullo como había vivido.
Llegó a mis oídos el ruido de firmes y poderosas pisadas. Entonces abrí los ojos y me volví hacia la puerta situada en el extremo opuesto de la angosta estancia. En ella aparecía un hombre que empequeñecía aquella abertura, con el hacha colgando a un costado y manchado de sangre el rostro, coronado por un casco de bronce con penacho de oro. Tenía una boca tan cruel que los dioses que lo habían creado se habían olvidado de darle labios; comprendí que un hombre sin labios no sentiría piedad ni mostraría amabilidad alguna. Por un momento se quedó mirándome como si yo hubiera surgido de la tierra y luego entró en la habitación con la cabeza ladeada como un perro que husmea. Me erguí y decidí que no le obsequiaría con mi llanto ni con gemidos me hiciera lo que me hiciera. No deduciría por mi conducta que las mujeres dárdanas éramos cobardes.
Ganó la distancia que nos separaba en lo que tan sólo me pareció un paso, me asió por una muñeca y luego por la otra y me levantó en el aire.
– ¡Carnicero de ancianos y niños! ¡Animal! -lo insulté jadeante al tiempo que le propinaba patadas.
De pronto golpeó mis muñecas entre sí con tal fuerza que los huesos crujieron. Estuve a punto de gritar de dolor, pero me contuve, ¡no lo haría! En sus ojos amarillos como los de un león brilló la ira; lo había herido en lo único aún sensible de su amor propio. No le había agradado verse calificado de carnicero de ancianos y de niños.
– ¡Conten tu lengua, muchacha! ¡En el mercado de esclavos te azotarán con un látigo erizado para despojarte de tu arrogancia!
– ¡Agradeceré que me desfiguren!
– En tu caso sería una lástima -dijo.
Me dejó en el suelo y me soltó las muñecas. A continuación me asió por los cabellos y me arrastró hacia la puerta mientras yo me revolvía y golpeaba con pies y manos contra su coraza metálica hasta lastimarme.
– ¡Déjame andar! -grité-. ¡Permíteme que marche con dignidad! ¡No pienso encaminarme a la violación y la esclavitud lloriqueante y avergonzada como una vulgar criada!
Se detuvo bruscamente y se volvió a mirarme muy confuso.
– ¡Tienes el mismo valor que ella! -dijo lentamente-. No eres igual y, sin embargo, te pareces… ¿Así imaginas tu destino? ¿Sometida a violación y esclavitud?
– ¿Qué otro porvenir le espera a una cautiva?
Sonrió, lo que le hizo más similar a cualquier otro hombre porque al sonreír los labios se adelgazan, y me soltó los cabellos. Me llevé la mano a la cabeza preguntándome si me habría desgarrado el cuero cabelludo y luego marché al frente. El hombre me asió bruscamente la dolorida muñeca con tal fuerza que no abrigué esperanza alguna de soltarme.
– Aunque respete la dignidad no soy un necio, muchacha. No te escaparás de mí por un simple descuido.
– ¿Como se le escapó Eneas en la montaña a vuestro jefe? -me mofé.
– Exactamente -repuso impasible sin que se le alterara el gesto del rostro.
Me condujo por estancias que apenas reconocí, con las paredes manchadas de sangre y el mobiliario ya amontonado para los carros que conducirían los despojos. Cuando entramos en el gran salón apartó con los pies un montón de cadáveres y empujó a uno de ellos sobre los otros sin respetar los años ni la categoría de aquellos personajes. Me detuve buscando algo en aquel anónimo montón que me permitiera identificar a mi padre. Mi captor trató de apartarme de allí con escaso entusiasmo, pero me resistí.
– ¡Tal vez esté ahí mi padre! ¡Déjame verlo! -rogué.
– ¿Quién es? -preguntó indiferente.
– Si lo supiera, no tendría que buscarlo.
Aunque no me ayudó, me dejó tirar de él siempre que deseaba mientras inspeccionaba ropas y zapatos. Por fin descubrí el pie de mi padre, inconfundiblemente calzado con su sandalia de granates incrustados. Como la mayoría de ancianos, había conservado su armadura pero no sus botas de combate. No pude liberarlo porque tenía demasiados cadáveres encima.
– ¡Áyax! -llamó mi captor-. ¡Ven a ayudar a esta dama! Debilitada por el terror sufrido aquella jornada, aguardé mientras se aproximaba otro tipo gigantesco, un hombre más corpulento que mi captor.
– ¿No puedes ayudarla tú mismo? -dijo el recién llegado. -¿Y que se me escape? ¡Áyax, por favor! Esta mujer es muy enérgica, no puedo fiarme de ella.
– ¿Te has encaprichado de ella, primito? Bien, ya es hora de que te aficiones a alguien que no sea Patroclo.
Áyax me apartó a un lado como si fuera una pluma y luego, sin desprenderse de su hacha, fue tirando los cadáveres en el suelo hasta que apareció el de mi padre y me encontré con sus ojos carentes de vida fijos en mí, su barba escondida en una herida que casi le cruzaba todo el pecho. Era una herida de hacha.
– Este anciano se me enfrentó como un gallo de pelea -comentó admirado el tal Áyax-. ¡Un viejo valiente!
– De tal palo, tal astilla -dijo el que me retenía.
Me tiró bruscamente del brazo y añadió:
– ¡Vamos, mujer! ¡No hay tiempo para entregarse a lamentaciones!
Me levanté con torpeza y mesé y desordené mis cabellos como homenaje hacia aquel que había sido mi padre. Era preferible marcharse sabiéndolo muerto que permanecer en la angustiosa incertidumbre de ignorar su destino y abrigar las más necias esperanzas. Áyax se alejó diciendo que debía reunir a los supervivientes, aunque dudaba que los hubiera.
Nos detuvimos en la puerta que daba al patio; allí mi captor le quitó un cinturón a un cadáver que yacía en la escalera, ató fuertemente un extremo a mi muñeca y el otro a su brazo y me obligó a marchar muy próxima tras él. Yo lo observaba dos peldaños más arriba, con la cabeza inclinada, mientras finalizaba aquella sencilla tarea con una minuciosidad que imaginé característica en él.
– Tú no mataste a mi padre -le dije.
– Sí -respondió-. Soy el jefe a quien engañó tu Eneas. Eso me hace responsable de todas estas muertes.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.
– Aquiles -repuso secamente.
Comprobó su obra y me arrastró hacia el patio. Me vi obligada a correr para seguir sus pasos. ¡Aquiles! Debía de haberlo imaginado. Eneas lo había mencionado al final, aunque yo hacía años que conocía aquel nombre.
Salimos de Lirneso por la puerta principal, abierta mientras los griegos entraban y salían por ella sometiendo a la población a saqueo y violaciones, algunos con antorchas en las manos; otros, con botas de vino. Aquiles no hizo ningún intento de reprenderlos, sino que hacía caso omiso de ellos. En lo alto del camino me volví a contemplar el valle de Lirneso.
– Habéis incendiado mi hogar. Ahí he vivido durante veinte años; ahí esperaba residir hasta que concertaran mi matrimonio, pero jamás imaginaba que sucediera algo semejante.
– Son los azares de la guerra, muchacha -repuso con un encogimiento de hombros.
Señalé las diminutas figuras de los soldados entregados al pillaje.
– ¿No puedes impedir que se comporten como bestias? ¿Hay alguna necesidad de eso? Oigo chillar a las mujeres… ¡Lo he visto todo!
Entornó los párpados y respondió con cinismo: -¿Qué sabes tú de los griegos exiliados ni de sus sentimientos? Nos odias y lo comprendo. Pero no nos odias como ellos a Troya ni a sus aliados. Príamo les ha impuesto diez años de exilio y están satisfechos de hacérselo pagar. Tampoco podría detenerlos aunque lo intentara. Y francamente, muchacha, no me apetece detenerlos.
– He oído esas historias durante años, pero ignoraba qué era la guerra -susurré.
– Ahora ya lo sabes -repuso.
Su campamento se hallaba a tres leguas de distancia. Cuando llegamos fue en busca de un oficial de suministros.
– Éste es mi botín, Polides. Coge esta correa y sujétala a un yunque hasta que puedas forjar mejores cadenas. No la dejes libre ni un instante aunque te suplique intimidad para sus necesidades. En cuanto la hayas encadenado, instálala donde pueda disponer de todo cuanto necesite, comprendido un orinal, comida adecuada y un lecho conveniente. Partid mañana a Adramiteo y entrégasela a Fénix. Dile que no me fío de ella y que no debe dejarla en libertad.
Me tomó por la barbilla y la pellizcó ligeramente. -¡Adiós, muchacha!
Polides encontró unas cadenas ligeras para mis tobillos, protegió todo lo posible las esposas y me condujo a la costa a lomos de un asno. Allí me entregó a Fénix, un anciano noble de aspecto honrado con ojos azules y arrugados y los contoneantes andares de los marinos. Al ver mis grilletes, el hombre chasqueó la lengua pero no hizo ningún intento de quitármelos tras acomodarme a bordo de la nave insignia. Aunque me invitó a sentarme con gran cortesía, yo insistí en permanecer de pie.
– Lamento las cadenas -dijo con expresión pesarosa, aunque comprendí que no se apiadaba de mí, pues exclamó-: ¡Pobre Aquiles!
Me molestó que el anciano me juzgara a la ligera.
– ¡Aquiles ha comprendido mejor que tú mi valor, señor! ¡Deja una daga al alcance de mi mano y yo me liberaré de esta muerte en vida o moriré en el intento!
Su tristeza se transformó en una risa burlona.
– ¡Vaya, vaya! ¡Qué valiente guerrera! No confíes en ello, muchacha. Fénix no liberará lo que Aquiles ha atado.
– ¿Es ley sagrada su palabra?
– Lo es. Es el príncipe de los mirmidones.
– ¿Príncipe de hormigas? Me parece muy acertado.
Por toda respuesta rió de nuevo y empujó una silla hacia adelante. La miré con odio pero me dolía la espalda por el trayecto recorrido a lomos del asno y las piernas me temblaban de debilidad tras haberme negado a comer y beber desde mi cautividad. Fénix me obligó a sentarme con su firme mano y destapó un botellón dorado de vino.
– Bebe, muchacha. Si deseas mantener tu oposición, necesitas sustentarte. No seas necia.
Era un consejo razonable. Al seguirlo descubrí que mi sangre estaba clara y el vino se me subió en seguida a la cabeza. Ya no pude seguir resistiendo. Apoyé la cabeza en mi mano y me quedé dormida en la silla. Cuando más tarde desperté, descubrí que me habían acostado en un lecho y que estaba sujeta con grilletes a una viga.
Al día siguiente me llevaron a cubierta y prendieron mis cadenas a la borda para que pudiera tomar el débil sol y el aire y observar las idas y venidas de los atareados personajes que se encontraban en la playa. Pero de pronto aparecieron cuatro naves a la vista en el horizonte y advertí que se producía una gran agitación en los atareados marinos, en especial entre sus superiores. Inmediatamente Fénix me soltó de la borda y me envió con presteza no a mi antigua prisión sino a un refugio en la popa que hedía a cuadra. Me condujo al interior y me sujetó a una barra.
– ¿Qué sucede? -inquirí curiosa.
– Es Agamenón, rey de reyes -me respondió.
– ¿Por qué me traes aquí? ¿No valgo bastante para que me vea el rey de reyes?
– ¿No tenías espejos en Dardania, muchacha? -repuso con un suspiro de impaciencia-. Si Agamenón te viera, se te llevaría consigo a pesar de Aquiles.
– Puedo gritar -repuse pensativa.
Me miró como si me hubiera vuelto loca.
– Si lo hicieras, lo lamentarías. ¡Te lo aseguro! ¿Qué imaginas que conseguirás cambiando de amo? Créeme, acabarás prefiriendo a Aquiles.
Su tono me convenció, por lo que al oír voces fuera del establo me agazapé tras un pesebre y distinguí las puras y líquidas cadencias del griego perfecto y el poder y la autoridad que emanaba de una de aquellas voces.
– ¿Aún no ha regresado Aquiles? -inquiría con acento imperioso.
– No, señor, pero tiene que llegar antes de anochecer. Debía supervisar el saqueo. Ha sido un espléndido alijo, los carros están muy cargados.
– Excelente. Aguardaré en su camarote.
– Será mejor que esperes en la tienda de la playa, señor. Ya conoces a Aquiles, para él las comodidades carecen de importancia.
– Como gustes, Fénix.
Cuando se desvanecieron sus voces salí de mi escondrijo. El sonido de aquella voz fría y orgullosa me había aterrado. Aquiles también era un monstruo, pero en mi niñez mi nodriza solía decirme que más valía monstruo conocido que monstruo por conocer.
Nadie acudió a verme durante la tarde. Al principio me senté en el lecho que imaginé pertenecía a Aquiles e inspeccioné curiosa el contenido de aquel camarote austero y anodino.
Contra un candelero se apoyaban algunas lanzas, las sencillas tablas de las paredes aparecían sin pintar y la estancia era de dimensiones muy reducidas. Sólo se veían dos objetos sorprendentes: una exquisita colcha blanca de piel en el lecho y una maciza copa de oro con cuatro asas en cuyos costados aparecía grabado el dios de los cielos en su trono, coronada cada una de ellas por un caballo a pleno galope.
En aquel momento di rienda suelta a mi desbordante aflicción, quizá porque por vez primera desde que me habían capturado no había tenido que enfrentarme a una situación apremiante ni peligrosa. Mientras yo me encontraba allí mi padre se hallaría tendido entre las basuras de Lirneso y serviría de alimento a los perros de la ciudad, siempre hambrientos; tal era el destino que aguardaba tradicionalmente a los grandes nobles caídos en combate. Las lágrimas inundaron mi rostro. Me eché sobre la blanca colcha de piel y lloré inconteniblemente. La piel se volvió resbaladiza bajo mi mejilla mientras yo seguía llorando, entre lamentos y gimoteos.
No oí el ruido de la puerta al abrirse, por lo que, al notar que una mano se apoyaba en mi hombro, el corazón me latió con fuerza en el pecho como un animal acorralado. Todos mis grandes propósitos de desafío se disiparon y sólo pensé que el gran rey Agamenón me había descubierto, y me sentí acobardada.
– ¡Pertenezo a Aquiles! -gemí.
– Soy consciente de ello. ¿De quién te creías que se trataba?
Disimulé cuidadosamente la expresión de alivio de mi rostro antes de mirarlo y me enjugué las lágrimas con la palma de la mano.
– El gran soberano de Grecia.
– ¿Agamenón?
Asentí.
– ¿Dónde se encuentra?
– En la tienda de la playa.
Aquiles fue hacia una cómoda que estaba al otro lado del camarote y de su interior extrajo un paño de delicado hilo que me tiró.
– Ten. Suénate y sécate el rostro. Vas a enfermar. Le obedecí. Al volver a mi lado, miró la colcha con pesar. -Confío en que no queden señales cuando se seque. Es un obsequio de mi madre.
Me observó con aire crítico.
– ¿No contaba Fénix con recursos para que te prepararan un baño y te proporcionaran ropa limpia?
– Me lo ofreció, pero me negué a aceptarlo.
– Pero conmigo no te resistirás. Cuando las sirvientas te preparen la bañera y vestidos limpios, los utilizarás. De no ser así, ordenaré que lo hagan por la fuerza… y no serán mujeres. ¿Lo has comprendido?
– Sí.
– Bien.
Puso la mano en el pestillo y se detuvo un instante.
– ¿Cómo te llamas, muchacha?
– Briseida.
Sonrió complacido.
– Briseida, «la que prevalece». ¿Seguro que no lo has inventado?
– Mi padre se llamaba Brises, era primo hermano del rey Anquises y canciller de Dardania. Su hermano Crises era gran sacerdote de Apolo. Somos de casta real.
Durante la tarde se presentó un oficial de los mirmidones, soltó mis cadenas de la viga y me condujo a un costado de la nave. De la borda pendía una escalerilla de cuerdas por la que me indicó mediante señas que debía descender y me cedió primero el paso gentilmente para no mirarme las piernas. La nave estaba apoyada sobre los guijarros que rodaban y me herían los pies.
Una enorme tienda de cuero se extendía en la playa aunque no recordaba haberla visto cuando llegué a lomos del asno. El mirmidón me hizo pasar por la abertura de acceso a una sala atestada por un centenar de mujeres de Lirneso, a ninguna de las cuales reconocí. Sólo yo me veía atada por cadenas. Múltiples miradas se centraron en mí con tímida curiosidad mientras yo escudriñaba entre aquella multitud en busca de un rostro familiar. ¡Por fin lo descubrí en un rincón! Una preciosa melena rubia que resultaba inconfundible. Mi guardián seguía sujetándome por los grilletes, pero cuando demostré mi intención de dirigirme hacia aquel lugar me dejó ir.
Mi prima Criseida se cubría el rostro con las manos. Al tocarla se sobresaltó presa de pánico. Se descubrió, me miró con viva sorpresa y se arrojó a mis brazos llorando.
– ¿Qué haces aquí? -le pregunté sorprendida-. Eres hija del gran sacerdote de Apolo y, por lo tanto, inviolable.
Me respondió con un grito. La sacudí para que se calmara.
– ¡Oh, deja de llorar, por favor! -exclamé con brusquedad.
Puesto que la regañaba desde los tiempos de nuestra infancia, me obedeció.
– Me han prendido sin ninguna consideración, Briseida -dijo por fin.
– ¡Eso es un sacrilegio!
– Insistieron en que no era así. Mi padre vistió una armadura para luchar y los sacerdotes no luchan, por lo que lo consideraron un guerrero y me tomaron.
– ¿Te tomaron? ¿Ya te han violado? -le pregunté.
– ¡No, no! Según las mujeres que me vistieron, sólo las mujeres corrientes son entregadas a los soldados. Las que nos encontramos en esta habitación estamos reservadas con algún fin especial. -Bajó la mirada y observó mis grilletes-. ¡Oh Briseida, te han encadenado!
– Por lo menos llevo una evidencia visible de mi condición. Nadie puede confundirme con una buscona de campamentos con estas cadenas.
– ¡Briseida! -exclamó con su característica expresión escandalizada.
Yo siempre conseguía horrorizar a la pobre y sumisa Criseida.
– ¿Qué ha sido de tío Brises? -me preguntó seguidamente.
– Muerto, como todos los demás.
– ¿Por qué no le lloras?
– ¡Lo estoy haciendo! -repliqué-. Pero llevo bastante tiempo en poder de los griegos para saber que las cautivas necesitan mantenerse alertas.
Me miró sin comprender.
– ¿Por qué estamos aquí?
– ¡Eh, tú! -exclamé volviéndome hacia el soldado mirmidón que me custodiaba-. ¿Por qué estamos aquí?
Sonrió ante el tono empleado pero me respondió con cierto respeto.
– El gran soberano de Micenas ha sido invitado por el segundo ejército y se están repartiendo el botín. Las mujeres de esta sala serán distribuidas entre los reyes.
Aguardamos durante lo que nos pareció una eternidad. Criseida, que no podía hablar de agotamiento, se sentó en el suelo. De vez en cuando entraba un guardián y se llevaba consigo a un grupito de mujeres según el color de las señales que llevaban en las muñecas. Todas eran muchachas hermosas, no había entre ellas vejestorios, rameras, rostros desagradables ni cuerpos esqueléticos. Sin embargo, ni Criseida ni yo llevábamos distintivo alguno. La cantidad se reducía sin que nadie reparara en nosotras. Por fin fuimos las dos únicas que quedábamos en la sala.
Entró un guardián que nos cubrió los rostros con velos y nos condujo a la sala contigua. A través de una tenue malla que tenía sobre los ojos distinguí el inmenso resplandor de luz de lo que parecían mil lámparas, un dosel y alrededor de él un mar de hombres sentados ante mesas con copas de vino mientras los criados se apresuraban a servirles. Criseida y yo fuimos conducidas a una tarima situada frente a un gran estrado en el que se encontraba la mesa principal.
Tan sólo una veintena de hombres se sentaban a un lado, frente a los restantes comensales. En un sillón de alto respaldo situado en el centro se hallaba un hombre cuyo aspecto se asemejaba al que yo imaginaba tendría el padre Zeus. Su expresión era hosca en la noble testa, los negros aunque canosos cabellos laboriosamente rizados le caían en cascada por las resplandecientes ropas y, sobre el pecho, la barba lucía hilos de oro entrelazados y gemas rutilantes sujetas por alfileres ocultos. El hombre nos escudriñó pensativo con sus negros ojos mientras su mano blanca y aristocrática jugueteaba con su bigote. Era el imperial Agamenón, gran soberano de Micenas y Grecia, rey de reyes. El porte de Anquises no era la décima parte de regio.
Desvié de él la mirada para examinar a sus compañeros repantigados cómodamente en sus asientos. Aquiles se encontraba a la izquierda de Agamenón, aunque resultaba difícil reconocerlo. Lo había visto con armadura, sucio y comportándose con dureza. En aquellos momentos se hallaba en compañía de reyes, su pecho desnudo carente de vello brillaba bajo un collar de oro macizo y gemas que le pasaba por los hombros, en sus brazos resplandecían los brazaletes y los anillos en sus dedos. Iba perfectamente rasurado, sus cabellos brillaban como oro pulcramente peinados de modo que le despejaban la frente y lucía pendientes de oro. Sus dorados ojos eran claros y serenos y aquel insólito color resaltaba bajo las cejas y las pestañas muy marcadas, que llevaba pintadas al estilo cretense. Parpadeé y desvié la mirada confusa y agitada.
Junto a él se veía a un hombre de aspecto realmente noble, erguido en el asiento, con abundante cabellera pelirroja y rizada sobre su amplia y alta frente, y de cutis claro y delicado. Bajo sus cejas sorprendentemente oscuras, sus hermosos ojos grises tenían una penetrante mirada y eran los más fascinantes que había visto en mi vida. Cuando examiné su pecho desnudo me compadecí al advertir las múltiples cicatrices que mostraba; su rostro parecía la única parte de su cuerpo que había resultado ilesa.
A la diestra de Agamenón se encontraba otro individuo pelirrojo y torpón que mantenía su mirada fija en la mesa. Cuando se llevó la copa a los labios observé que le temblaba la mano. Su vecino era un anciano de aspecto muy regio, alto y erguido, con barba plateada y grandes ojos azules. Aunque vestía con gran sencillez una túnica blanca, llevaba los dedos cargados de anillos. El gigantesco Áyax se sentaba junto a él; parpadeé de nuevo sorprendida, sin apenas poder relacionarlo con el mismo que había descubierto el cadáver de mi padre.
Pero me cansé de examinar sus distintos rostros, todos tan engañosamente nobles. El guardián obligó a Criseida a adelantarse y le arrancó el velo. El estómago se me revolvió. Estaba hermosísima con aquellas ropas extranjeras que le habrían entregado de algún ropero griego y que en nada se asemejaban a las largas y rectas túnicas que lucíamos las mujeres lirnesas y que nos cubrían desde el cuello hasta los tobillos. Nosotras nos ocultábamos a la vista de todos, salvo de nuestros esposos; era evidente que las griegas vestían como rameras.
Sonrojada de vergüenza, Criseida se cubrió los senos desnudos con las manos hasta que el guardián la obligó a retirarlos de modo que los hombres reunidos en silencio en torno a la mesa pudieran apreciar la brevedad de su cintura ceñida por una faja y la perfección de su busto. Agamenón dejó de parecerse al padre Zeus y se convirtió en el dios Pan. El hombre se volvió a Aquiles y le dijo:
– ¡Por la Madre que es exquisita!
– Nos complace que te agrade, señor -repuso Aquiles con una sonrisa-. Es para ti… en señal de la estima del segundo ejército. Se llama Criseida.
– Ven aquí, Criseida -le ordenó Agamenón haciendo con la blanca mano una señal que ella no se atrevió a desobedecer-. ¡Ven y mírame! No debes asustarte, muchacha, no te causaré daño.
Le sonrió mostrando una dentadura blanca y luego le acarició el brazo al parecer sin observar cómo se estremecía.
– Conducidla al punto a mi nave.
Se la llevaron y llegó mi hora. El guardián me arrancó el velo para exhibirme con mi indecoroso atavío. Me erguí todo lo posible con las manos en los costados y rostro inexpresivo. Eran ellos quienes debían avergonzarse, no yo. Fijé desafiante mis ojos en los ojos llenos de lujuria del gran soberano y lo obligué a desviar la mirada. Aquiles guardaba silencio. Moví ligeramente las piernas para que resonaran mis grilletes y Agamenón enarcó las cejas sorprendido.
– ¿Cadenas? ¿Quién ha ordenado que se las pusieran?
– Yo, señor. No me fío de ella -respondió Aquiles.
– ¿Sí? -Aquella simple palabra tenía un profundo significado-. ¿Y a quién pertenece?
– A mí. La capturé yo mismo -dijo Aquiles.
– Deberías haberme ofrecido la elección de ambas muchachas -comentó Agamenón, disgustado.
– Ya te he dicho que la capturé yo mismo, señor, lo que la convierte en mi propiedad. Además, no me fío de ella. Nuestro mundo griego sobrevivirá sin mí, pero no sin ti. Tengo suficientes pruebas de que esta muchacha es peligrosa.
– Hum -murmuró el gran soberano, aunque no estaba muy convencido.
Suspiró y añadió:
– Nunca había visto cabellos con este color entre rojo y dorado ni ojos tan azules.
Con un nuevo suspiro concluyó:
– Es más hermosa que Helena.
El individuo nervioso y pelirrojo sentado a la diestra del gran soberano propinó un puñetazo en la mesa con tal fuerza que las copas saltaron.
– ¡Helena es inigualable! -exclamó.
– Sí, hermano, somos conscientes de ello -repuso Agamenón, paciente-. Tranquilízate.
– Llévatela -le ordenó Aquiles al oficial mirmidón.
Aguardé en su camarote sentada en una silla. Se me cerraban los párpados, pero me esforzaba por no dormirme. Nadie más indefenso que una mujer dormida.
Aquiles llegó mucho después. Cuando levantó el pestillo, pese a mi decisión, yo dormitaba. Me sobresalté. Había llegado el momento decisivo y estaba asustada. Pero Aquiles no parecía consumido por el deseo. Sin reparar en mí acudió a la cómoda y la abrió. Entonces se quitó el collar, los anillos, los brazaletes y el cinturón enjoyado, aunque no su faldellín.
– ¡No puedo resistir por más tiempo estas tonterías! -exclamó mirándome.
Yo lo miré a mi vez sin saber qué decirle. Me preguntaba cómo comenzaría una violación.
La puerta se abrió y por ella entró un hombre muy similar a Aquiles en rasgos y complexión, aunque menos corpulento y con expresión más tierna. Tenía unos labios preciosos y sus ojos azules, no dorados, me inspeccionaron con un brillo receloso.
– Ésta es Briseida, Patroclo.
– Agamenón no se equivocaba, es más hermosa que Helena.
La mirada que dirigió a Aquiles estaba cargada de intención y dolor.
– Te dejo. Sólo quería saber si necesitabas algo.
– Aguarda fuera. No tardaré -dijo Aquiles con aire ausente.
Cuando ya se dirigía a la puerta, Patroclo se detuvo y fijó una mirada inconfundible en Aquiles, llena de absoluta alegría y posesión.
– Es mi amante -me explicó Aquiles cuando él se hubo marchado.
– Lo he comprendido.
Se sentó a un lado del angosto lecho con un suspiro de cansancio y me hizo señas para que ocupara una silla.
– ¡Vuelve a sentarte! -me ordenó.
Le obedecí y lo miré con fijeza mientras él me observaba con una expresión que sugería distanciamiento; comenzaba a sospechar que él no me deseaba lo más mínimo. ¿Por qué entonces me había reclamado para sí?
– Creí que las mujeres de Lirneso estabais muy protegidas -dijo por fin-, pero parecéis conocer las costumbres del mundo.
– Algunas, las que son universales. Aunque no comprendemos modas como éstas. -Me toqué los senos desnudos-. La violación debe de estar muy extendida en Grecia.
– Al igual que en cualquier otro lugar. Las cosas llegan a perder su novedad cuando son… universales.
– ¿Qué te propones hacer conmigo, príncipe Aquiles?
– No lo sé.
– Mi carácter no es fácil.
– Lo sé -repuso con una sonrisa seca-. En realidad, tu pregunta era muy reveladora. Lo cierto es que no sé qué hacer contigo.
Me miró con sus ojos dorados.
– ¿Sabes cantar y tocar la lira?
– Muy bien.
Se levantó y anunció:
– Entonces te conservaré para que toques y cantes para mí -dijo. Y gritó-: ¡Siéntate en el suelo!
Lo hice así. Él levantó las pesadas faldas hasta mis muslos y salió del camarote. Regresó con un martillo y un escoplo y al cabo de unos momentos me había liberado de mis cadenas.
– Has estropeado el suelo -dije señalando las profundas marcas producidas por el escoplo.
– Esto no es más que un refugio en la avanzadilla de proa -dijo al tiempo que se levantaba y me ayudaba a ponerme en pie.
Sus manos eran firmes y estaban secas.
– Ve a dormir -me dijo.
Y me dejó.
Pero antes de acostarme dediqué una oración de agradecimiento a Artemisa. La diosa virgen me había escuchado: el hombre que me había tomado como botín no era aficionado a las mujeres. Estaba a salvo. ¿Por qué parte de mi tristeza no se debía a mi querido padre?
Por la mañana arrastraron la nave insignia hasta las aguas y marinos y guerreros se apresuraron por cubierta y por los bancos de remos llenando el ambiente de risas y maldiciones escogidas. Era evidente que estaban muy satisfechos de dejar la sombría y destruida Adramiteo; quizá podrán oír los reproches de las sombras de miles de inocentes sacrificados.
El sensible Patroclo se coló graciosamente entre el atestado centro de la nave y subió los escasos peldaños que lo separaban de la avanzadilla de proa, donde yo estaba observando.
– ¿Estás bien esta mañana, señora?
– Sí, gracias.
Me volví pero él permaneció a mi lado, al parecer satisfecho pese a mi frialdad.
– Con el tiempo te acostumbrarás a la situación -dijo.
– Es imposible imaginar una observación más necia -repuse mirándolo-. ¿Acaso tú te acostumbrarías a verte obligado a vivir en la casa del hombre responsable de la muerte de tu padre y de la destrucción de tu hogar?
– Probablemente no -repuso sonrojándose-. Pero es la guerra y eres una mujer.
– La guerra es una actividad masculina -respondí con amargura-. Las mujeres somos las víctimas como lo somos también de los hombres.
– La guerra -replicó divertido- predominaba por igual cuando las mujeres gobernaban bajo la égida de la Madre. Las grandes soberanas eran tan codiciosas y ambiciosas como cualquier hombre. La guerra no tiene características sexuales. Forma parte intrínseca de la raza.
Como era un argumento indiscutible cambié de tema.
– ¿Por qué tú, un joven tan sensible y perspicaz, amas a un hombre tan duro y cruel como Aquiles? -le pregunté.
Me miró sorprendido.
– ¡Aquiles no es duro ni cruel! -repuso tajante.
– No lo creo.
– No es lo que parece -repuso su perro fiel.
– ¿Qué es entonces?
Movió apesadumbrado la cabeza.
– Eso deberás descubrirlo por ti misma, Briseida.
– ¿Tiene esposa?
¿Por qué siempre hemos de hacer tal pregunta?
– Sí, es la única hija del rey Licomedes de Esciro. Tiene un hijo de dieciséis años, Neoptólemo, y él es también hijo único de Peleo y heredero del gran reino de Tesalia.
– Nada de eso muda mi opinión sobre él.
Con gran sorpresa por mi parte, Patroclo me cogió la mano y la besó. A continuación se marchó.
Permanecí en la popa hasta que el último vestigio de tierra se perdió de vista en el horizonte. Debajo de mí estaba el mar, nunca podría regresar. Ya no podía huir de mi destino. Estaba destinada a dedicarme a la música, yo, que había esperado casarme con un rey. Ya debería estar casada si los griegos no se hubieran presentado y aquellos que en otros tiempos habrían venido a negociar mi enlace no se hubiesen visto de pronto demasiado ocupados para pensar en alianzas matrimoniales.
El agua murmuraba bajo el casco, rompía en blanca espuma y se estrellaba con el golpeteo de los remos con un sonido firme y relajante que inundaba mi cerebro sutilmente. Transcurrió largo rato hasta que comprendí que había decidido lo que debía hacer. La borda no presentaba dificultad alguna, me subí a ella y me dispuse a saltar.
Alguien me hizo descender bruscamente. Era Patroclo.
– ¡Déjame! ¡Olvida que me has visto! -grité.
– ¡Nunca más! -exclamó muy pálido.
– ¡No soy importante, Patroclo, no significo nada para nadie! ¡Déjame, déjame!
– ¡No! ¡Nunca más! Tu destino le importa a él. ¡Nunca más!
¡Cuánto misterio! ¿A qué se referiría? ¿A quién? ¿Qué significaba «nunca más»?
Tardamos siete dias en llegar a Aso. En cuanto rodeamos la punta de la península que se hallaba frente a Lesbos los remos resultaron inútiles, los vientos soplaban de manera intermitente y nos impulsaban a la vista de la playa y luego volvían a apartarnos de ella. La mayor parte del tiempo lo pasé sentada a solas tras un reducto separado por una cortina en la avanzadilla de popa y, siempre que salía, Patroclo dejaba lo que estaba haciendo y se acercaba a mí apresuradamente. No vi ni rastro de Aquiles y por fin me enteré de que se hallaba a bordo de la nave de un tal Automedonte.
Llegamos a la playa la mañana del octavo día. Me envolví en mi capa para protegerme del crudo viento y observé fascinada las operaciones, pues no había visto nada similar en mi vida. Nuestra nave fue la segunda que fue colocada sobre calzos, precedida por la de Agamenón. En cuanto dispusieron la escalerilla, me permitieron descender a la playa. Aquiles pasó a escasos codos de distancia de mí y erguí el mentón dispuesta para la lucha, pero él no pareció advertir mi presencia.
Poco después se presentó el ama de llaves, una anciana corpulenta y animada llamada Laodica, que me condujo a la casa de Aquiles.
– Eres un ser privilegiado, palomita -graznó la mujer-. Dispondrás de una habitación propia en la casa del amo, algo que ni yo, ni mucho menos las demás, podemos permitirnos.
– ¿No tiene cientos de mujeres?
– Sí, pero no viven con él.
– Debe de vivir con Patroclo -repuse al tiempo que emprendía la marcha.
– ¿Con Patroclo? -dijo ella con una sonrisa-. Así era hasta que se hicieron amantes. Luego, al cabo de pocos meses, Aquiles le hizo construir su propia casa.
– ¿Por qué? Eso no tiene sentido.
– ¡Oh, sí lo tiene si conocieras al amo! ¡Quiere ser dueño de sí mismo!
Hum. Bien, quizá no conocía a Aquiles, pero aprendía con rapidez. ¿Le gusta realmente ser dueño de sí mismo? Las piezas del rompecabezas estaban disponibles, como cuando yo era una niña. El verdadero problema radicaba en colocarlas debidamente.
Eso me mantuvo ocupada durante todo aquel largo invierno, prisionera del frío. Aquiles iba y venía constantemente, con frecuencia cenaba en otros lugares y a veces dormía también fuera de casa, según yo suponía, con Patroclo, el cual, pobre hombre, parecía más atormentado que dichoso por su amor. Las restantes mujeres estaban dispuestas a odiarme porque vivía en la casa del amo, pero no lo hicieron porque soy muy hábil para enfrentarme a mis congéneres, por lo que en breve mantuvimos excelentes relaciones y me pusieron al corriente de todas las habladurías que circulaban acerca de Aquiles.
Éste sufría períodos de enfermedad que culminaban con una especie de hechizo (lo habían oído referirse a ello); a veces se mostraba muy reservado; su madre era una diosa, una criatura marina llamada Tetis, capaz de mudar su forma física con tal rapidez como el sol cuando asoma y desaparece tras las nubes: sepia, ballena, pececillo, cangrejo, estrella de mar, erizo marino, tiburón; su abuelo paterno era el propio Zeus; había sido instruido por un centauro, un ser extraordinariamente fabuloso con cabeza, torso y brazos humanos, aunque el resto de su cuerpo era el propio de un caballo; el gigantesco Áyax era primo hermano y gran amigo suyo. Vivía para la lucha, no para el amor. No, a Aquiles no lo creían aficionado a los hombres, pese a las relaciones que mantenía con su primo Patroclo. Pero tampoco les parecía interesado por las mujeres.
De vez en cuando me llamaba para que tocase y cantase, lo que yo realizaba agradecida, pues mi existencia era muy monótona. Y él permanecía sentado, pensativo, escuchando a medias, mientras por otra parte se hallaba ausente en algún lugar que nada tenía que ver con la música ni conmigo. Nunca advertía en él destellos de deseo ni señal alguna de las motivaciones por las que me mantenía a su lado. Tampoco llegué a descubrir qué escondían las palabras que Patroclo me había dicho cuando traté de lanzarme a las aguas del mar. «¡Nunca más!» ¿De quién se trataría? ¿Qué había sucedido para anular los deseos de Aquiles?
Con gran pesar por mi parte descubrí que Lirneso y mi padre se diluían gradualmente del lugar privilegiado de mis pensamientos. Cada vez me interesaba más lo que sucedía en Aso que lo que había ocurrido en Dardania. En tres ocasiones Aquiles cenó solo en su casa y en todas ellas ordenó que yo le sirviera y que ninguna otra mujer se hallase presente. La necia Laodica me acicaló y perfumó, convencida de que por fin iba a ser suya, pero él nada dijo ni hizo.
A fines del invierno nos trasladamos de Aso a Troya. Fénix realizó múltiples idas y venidas y de manera gradual fueron vaciados todos los almacenes, graneros y barracones y, por último, el propio ejército zarpó hacia el norte.
Troya. Incluso en Lirneso regía Troya porque era el centro de nuestro mundo. Algo que no era del agrado del rey Anquises ni de Eneas, pero no obstante una realidad. Entonces, por vez primera, yo veía Troya. El incansable viento barría su llanura y la despejaba de nieve; sus torres y cumbres, engalanadas de hielo, resplandecían al sol. Era como un palacio del Olimpo: remota, fría, hermosa. Allí residía Eneas en compañía de su padre, su esposa y su hijo.
El traslado a Troya me abrumó de un modo que no acertaba a comprender; me volví proclive a accesos depresivos y estallidos de llanto y a un irrazonable mal humor.
Era el décimo año de la guerra y todos los oráculos anunciaban que se aproximaba el fin. ¿Sería aquélla la razón de que me sintiera deprimida? ¿Saber que cuando aquello hubiera concluido Aquiles me llevaría consigo a Yolco? ¿O temer que pretendiera venderme como una música excelente? Al parecer no lo complacía de ningún otro modo.
A principios de la primavera comenzaron a salir de la ciudad grupos de soldados que efectuaban ataques por sorpresa. Puesto que todos los griegos se hallaban concentrados en un enorme campamento, tenían que procurar que se prolongaran las reservas de los alimentos que se almacenaban en grandes cantidades. Héctor estaba al acecho, a la espera de las expediciones de asalto, mientras que los griegos como Aquiles y Áyax acechaban a la espera de Héctor. Por entonces yo ya sabía cuánto deseaba Aquiles enfrentarse a Héctor; las mujeres comentaban que el deseo de matar al heredero troyano casi lo consumía. Durante todo el día y parte de la noche en la casa resonaban voces masculinas. Acabé por conocer a los otros cabecillas por su nombre.
La primavera impregnó el ambiente con húmedos y embriagadores aromas, la tierra estaba salpicada de florecillas blancas y las aguas del Helesponto intensificaron su azul. Casi cada día se producían pequeñas escaramuzas y Aquiles estaba cada vez más ansioso de enfrentarse a Héctor. Sin embargo, su mala suerte no dejaba de perseguirlo: nunca lograba encontrarse con el esquivo heredero, como tampoco Áyax.
Aunque Laodica me consideraba de cuna demasiado noble para emplearme en trabajos serviles, yo me entregaba a ellos con todo mi entusiasmo cuando ella desaparecía. El trabajo era mejor que dedicarse a cualquier inútil labor de bordado con aguja, una tarea aburrida y de escaso aliciente.
Una de las anécdotas más intrigantes que circulaban sobre Aquiles se refería a cómo había aceptado finalmente a Patroclo como amante tras tantos años de una amistad que nada tenía que ver con los placeres del cuerpo. Según Laodica, la transformación se había producido durante uno de los hechizos de Tetis. Según me dijo, en tales ocasiones, nuestro amo era en especial susceptible a los deseos y ansias ajenas y Patroclo había aprovechado la ocasión. Pensé que era una explicación demasiado manida, sencillamente porque no había advertido nada en Patroclo que indicara tal falta de escrúpulos. Pero los caminos de la diosa del amor son bastante extraños. ¿Quién hubiera podido predecir que también yo sufriría el hechizo? Tal vez lo cierto fuera que Aquiles se blindaba de manera tan efectiva que no ofrecía grietas vulnerables en ninguna otra circunstancia.
Sucedió un día en que me escabullí para realizar el trabajo que más me agradaba: pulir la armadura que se guardaba en una habitación especial. Y allí fui sorprendida por la llegada de Aquiles. Sus pasos eran más lentos que de costumbre y no me vio, aunque yo me hallaba bien visible con un trapo en la mano y dispuesta a presentarle mis disculpas. Su rostro estaba tenso y con expresión de fatiga y tenía sangre en el brazo derecho. Me tranquilicé al comprobar que no era suya. Le cayó el casco al suelo y se llevó las manos a la cabeza como si le doliera. Me asusté y comencé a temblar mientras él se soltaba torpemente las ataduras de su coraza y conseguía liberarse de ella y del resto de su parafernalia. Me pregunté dónde estaría Patroclo.
Cubierto con la prenda acolchada que llevaba debajo de aquellos metales, avanzó tambaleándose hacia un asiento y volvió hacia mí su rostro palidísimo. Pero en lugar de dejarse caer en la silla se desplomó en el suelo, comenzó a agitarse y a retorcerse, a babear copiosamente y a murmurar palabras ininteligibles. Luego puso los ojos en blanco, se quedó rígido, con los miembros extendidos, y sufrió sacudidas. De su boca surgieron grandes gotas de espuma y se le ennegreció el rostro.
Yo no podía hacer nada mientras él se agitaba con tanta violencia, pero cuando aquello cesó me arrodillé a su lado. -¡Aquiles, Aquiles! -exclamé.
No me oyó. Yacía con el rostro grisáceo en el suelo y movía los brazos inconscientemente. Al tropezar conmigo me tanteó hasta conseguir tocarme la cabeza y me la agitó suavemente.
– ¡Déjame tranquilo, madre! -exclamó.
Su voz era tan confusa y alterada que apenas la reconocí. Me eché a llorar, asustada ante el estado en que se encontraba.
– ¡Soy Briseida, Aquiles! ¡Briseida!
– ¿Por qué me atormentas? -preguntaba, aunque no a mí-. ¿Por qué tienes que recordarme que debo morir? ¿Acaso no tengo bastantes pesadumbres sin ti…? ¿No puedes conformarte con Ingenia? ¡Déjame tranquilo, déjame!
A continuación se sumergió en un estado de aturdimiento. Hui de la habitación en busca de Laodica.
– ¿Está preparado el baño del amo? -pregunté jadeante.
Ella confundió mi estado de angustia por el de expectación y comenzó a proferir risitas y a pellizcarme.
– ¡Ya era hora, necia! Sí, está preparado. Puedes bañarlo tú, yo estoy ocupada. ¡Je, je!
Lo bañé, aunque no me distinguió de Laodica. Eso me permitió contemplarlo libremente y me obligó a reconocer lo que me había negado a admitir: cuán hermoso era y lo mucho que lo deseaba. La habitación estaba caliente, mi túnica dárdana se me pegaba al cuerpo por causa del sudor y maldije mi propia necedad. Briseida se había incorporado a las filas. Como sus restantes mujeres, me había enamorado de él. Enamorado de un hombre que no se inclinaba por los hombres ni por las mujeres. Un hombre que sólo vivía con un objetivo, para un combate mortal.
Mojé un paño en agua fría, lo escurrí y me subí en un taburete junto al baño para humedecerle el rostro. A sus ojos asomó cierta expresión de conciencia. Levantó la mano y la apoyó en mi hombro.
– ¿Eres Laodica? -preguntó.
– Sí, señor. Ven, te acompaño a la cama. Cógete de mi mano.
Me asió con fuerza. Sin necesidad de mirarlo comprendí que él reconocía mi voz. Me escabullí de su contacto y cogí un tarro de ungüento de la mesa. Al echarle una rápida mirada al rostro advertí que me sonreía; era una sonrisa que casi le confería una boca adecuada y que era inesperadamente amable.
– Gracias -dijo.
– No hay de qué -respondí sin apenas oír mis propias palabras entre los latidos de mi corazón.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
No podía mentirle.
– Desde el principio.
– Entonces me has visto.
– Sí.
– Y por consiguiente no tenemos secretos.
– Compartimos el secreto -dije.
Y entonces me encontré en sus brazos sin saber cómo. Salvo que no me besó; después me explicó que como carecía de labios los besos le proporcionaban escaso placer. ¡Pero su cuerpo sí lo experimentaba! El suyo y el mío. No quedó fibra en mí que aquellas manos no hicieran vibrar como una lira. Permanecí en silencio sintiendo la cegadora intensidad que era Aquiles. Y yo, que había ansiado en vano durante tantas lunas sin saber lo que deseaba, conocí por fin el poder de la diosa. No estábamos ni divididos ni consumidos; por un breve espacio sentí vivir a la diosa en él y en mí.
Después me confesó que me amaba, que me había amado desde el principio. Porque aunque no era como ella, había visto a Ifigenia en mí. Y más tarde me contó aquella terrible historia, ya satisfecho, imaginé, por vez primera desde que ella murió. Y me pregunté cómo tendría valor para enfrentarme a Patroclo, que por la pureza del amor había intentado encontrar la cura pero que había fracasado. Y las piezas del rompecabezas coincidieron.