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CAPITULO VEINTISEIS

NARRADO POR HÉCTOR

Los encerré en sus propias defensas como corderos; tenía la victoria en la palma de la mano. Yo, que había vivido entre murallas desde el día en que nací, sabía mejor que ningún ser vivo cómo atacarlas. Ninguna muralla, salvo las de la propia Troya, era invulnerable. Había llegado el momento que esperaba. Me regocijé con la derrota de Agamenón prometiéndome que le haría sentir a aquel ser orgulloso la desesperación que nosotros habíamos soportado desde que sus mil naves asomaron detrás de Ténedos. Las cabezas se alineaban tras su patético muro mientras yo pasaba en mi carro acompañado de Polidamante. El bueno de Quebriones había ido a buscar agua para los caballos.

– ¿Qué piensas? -le pregunté a Polidamante.

– Bien, no nos enfrentamos a ninguna Troya, Héctor, pero son unas murallas difíciles. Los dos pasos elevados están separados de un modo muy inteligente. Y lo mismo sucede con la zanja y la empalizada. ¿No adviertes el error que han cometido?

– ¡Naturalmente! La abertura entre la muralla y la zanja es demasiado amplia -le respondí-. Utilizaremos sus caminos superiores, pero no atacaremos sus puertas. Las usaremos para cruzar la empalizada y la zanja y luego introduciremos a nuestros hombres tras la zanja para atacar el propio muro. No es fácil extraer piedra en esta zona, por lo que habrán tenido que construirla de madera, salvo las torres de vigilancia y los contrafuertes.

Polidamante asintió.

– Sí, yo haría lo mismo, Héctor. ¿Ordeno que vayan a buscar combustible a Troya?

– Inmediatamente… todo cuanto pueda arder, incluso la grasa corriente de cocina. Mientras te encargas de ello, yo convocaré una asamblea con los jefes -dije.

Cuando Paris apareció -el último como siempre- informé al grupo de mis propósitos.

– Dos tercios del ejército cruzarán el camino superior del Simois, un tercio por el Escamandro. Dividiré las tropas en cinco segmentos. Yo dirigiré el primero con Polidamante; tú, Paris, te encargarás del segundo; Heleno asumirá el mando del tercero, con Deífobo. Los tres entraremos por el Simois. Eneas, tú conducirás la cuarta sección por el Escamandro, por donde entrarán asimismo Sarpedón y Glauco.

Heleno estaba radiante porque yo había decidido confiarle a él el mando en lugar de a Deífobo, y éste no acababa de decidir si le enojaba más este menosprecio o el hecho de que le hubieran confiado a Paris su propia división. Tampoco Eneas estaba muy satisfecho de verse agrupado con Sarpedón y Glauco como un forastero.

– Cuando los hombres lleguen a los extremos interiores de los caminos girarán para encontrarse mutuamente, ya vengan de un río como del otro, hasta que rellenen todo el espacio que discurre a lo largo del muro, entre él y la zanja. Entretanto los no combatientes podrán desmantelar la empalizada y convertirla en escaleras y leña. El fuego será nuestro mejor instrumento, pues con él derribaremos su muralla. De modo que nuestra primera tarea consistirá en provocar fuegos e impedir que sus defensores los apaguen.

Entre los jefes se hallaba mi primo Asios, siempre reticente a cumplir órdenes.

– ¿Te propones abandonar la caballería, Héctor? -preguntó con voz estentórea.

– Sí -respondí sin vacilar-. ¿Qué utilidad tiene? Lo último que necesitamos son caballos y carros en un espacio cerrado.

– ¿Y si atacáramos las entradas?

– Están demasiado defendidas, Asios.

– ¡Tonterías! -resopló-. ¡Verás, voy a demostrártelo!

Y antes de que pudiera prohibírselo, echó a correr ordenando a su escuadrón que montara en sus carros. Se puso al frente de sus hombres y fustigó a sus caballos dirigiéndolos hacia el paso elevado del Simois. Aunque el camino era amplio, también lo era un tronco de tres caballos en línea. A los animales de los extremos se les desorbitaron los ojos de pánico ante los pinchos que surgían a ambos lados de la zanja y transmitieron su terror al del centro. Al cabo de un momento retrocedían los tres y corcoveaban tras sembrar también la confusión entre los carros que marchaban tras Asios. Mientras el auriga de mi primo se esforzaba por controlar a sus corceles, las puertas de un extremo del camino se abrieron ligeramente y por la rendija aparecieron dos hombres al frente de una gran compañía cuyo estandarte demostraba que eran lapitas. Me estremecí: mi primo era hombre muerto. Uno de los dos cabecillas arrojó su lanza y ensartó con ella a mi fanfarrón primo en el pecho. Asios cayó al suelo dando un salto hacia el frente y quedó tendido sobre los postes de la zanja. Su auriga no tardó en seguirlo; los lapitas rodearon el carro y arremetieron contra quienes lo habían seguido sin que pudiéramos hacer nada por socorrerlos. Una vez consumada la carnicería, los hombres se retiraron en perfecto orden y las puertas del Simois quedaron cerradas.

Me encontré con que debía aclarar la confusión creada en el camino para poder ponerme en marcha con mis hombres, pero entretanto Eneas, Sarpedón y Glauco deberían realizar una larga marcha hasta el camino del Escamandro que, según pensé con satisfacción, no estaría bloqueado por defensor alguno. Aquiles se hallaba al otro lado de las puertas de aquel río y no había cumplido con sus deberes para con Agamenón. Una simple muchacha era más importante para él que la salvación de sus compatriotas. ¡Qué vergüenza!

Los hombres se precipitaron en masa y corrieron hacia el interior a lo largo de la base del muro; una lluvia de lanzas, flechas y piedras fue arrojada por parte de los defensores. Al protegerse los hombres las cabezas con los escudos el alcance de los proyectiles fue escaso mientras corrían regularmente hacia el camino del Escamandro, donde tropas extranjeras comenzaban a correr también hacia ellos. Los no combatientes ya desmontaban la empalizada de madera y convertían los fragmentos mayores en escaleras y desmenuzaban todo cuanto no era aprovechable como leña menuda. Ordené a mis hombres que construyesen estructuras donde poder colocar sus escudos como los guijarros de un techado para resguardarse al tiempo que trabajaban mientras ya llegaba aceite, brea y grasa de cocinar desde Troya.

Se encendieron las hogueras y vi remontarse el humo en penachos hacia los rostros repentinamente asustados que coronaban lo alto del muro. El agua cayó en cascada pero algunos de mis refugios habían sido adaptados para proteger los fuegos hasta que hubieran prendido lo suficiente para no extinguirse. La negrura del aceitoso humo aguado también resultó una gran ventaja.

Tratamos de subir con nuestras escaleras improvisadas pero los griegos eran demasiado astutos para permitirlo. Áyax arremetió arriba y abajo del sector medio, donde yo me encontraba, vociferando y derribando las escaleras con el pie. Comprendí que era inútil y ordené que cesaran en los intentos.

– Tiene que ser el fuego -le dije a Sarpedón, cuyas tropas se habían unido a las mías.

Las hogueras de nuestro sector, las primeras que se habían encendido, ardían ya fieramente. Los arqueros licios inclinaban las cabezas sobre el parapeto bajo los resguardos inferiores, mientras otros licios y mis troyanos alimentaban los fuegos con aceite.

– Déjame intentar subir los muros -dijo Sarpedón.

Protegidas por el humo, levantamos las escaleras entre las llamas y allí permanecieron mientras los arqueros de Sarpedón lanzaban descarga tras descarga. Luego, al parecer de modo mágico, los penachos de los cascos licios ondearon en lo alto del muro y comenzó la lucha. Distinguí vagamente que algún capitán griego pedía refuerzos, pero yo no esperaba a Áyax y a sus hombres. Al cabo de unos momentos la breve victoria se convirtió en aplastante derrota; los cadáveres se desplomaban a nuestros pies, los gritos de guerra de los licios se habían convertido en lamentos de dolor. Y Teucro se protegía con el escudo de su hermano y lanzaba sus flechas, no hacia la confusión creada en lo alto del muro sino contra nosotros.

Percibí en la proximidad un gemido sofocado seguido del peso de alguien que se cayó sobre mí; se trataba de Glauco, al que tendí en el suelo con el hombro atravesado por una flecha que había penetrado a través de la armadura. La herida me pareció demasiado profunda. Crucé una mirada con Sarpedón y moví pesaroso la cabeza; de la boca de Glauco surgía una espuma rosada, señal de muerte inminente.

Estaban tan unidos como si fuesen gemelos, habían gobernado juntos y se amaban desde hacía muchos años. La muerte de uno seguramente significaría la de su compañero.

Sarpedón profirió un breve grito de angustia y luego arrebató la manta de una montura a un soldado herido, se cubrió con ella el rostro y los hombros y marchó directamente hacia una de las hogueras. De un gancho olvidado por los griegos en su afán de expulsar a los licios del parapeto pendía una cuerda. Sarpedón se asió a ella y tiró con fuerzas sobrehumanas, tan grande era el dolor que sentía por la pérdida de Glauco. La madera crujió y chirrió, los maderos ennegrecidos comenzaron a abrirse y agrietarse y, de pronto, se desplomó un gran sector del muro alrededor de nosotros. Los troyanos que por desdicha se encontraban debajo quedaron aplastados; los griegos que por desdicha se encontraban en lo alto cayeron en picado con él; y al instante todo el sector medio de mi línea se hallaba descompuesto. A través del hueco distinguí altas casas de piedra y barracones, más allá hileras de embarcaciones y el gris Helesponto. Entonces Sarpedón bloqueó mi visión, arrojó la manta, cogió su espada y su escudo y entró en el campamento griego clamando muerte.

Los griegos desaparecían a medida que avanzábamos, y el número de nuestros hombres que se introducía por allí aumentaba por momentos, hasta que el enemigo se recuperó y nos hizo frente. Áyax se encontraba presente incitándolos a resistir, pero entre tanta aglomeración nadie confiaba en la posibilidad de entablar un duelo. De todos modos, la línea no cedía la mínima fracción; Idomeneo y Meriones acudieron con sus cretenses y mi hermano Alcatoo cayó. Vertí amargas lágrimas por él y maldije mi debilidad, aunque sentía más furia que pesar. Me esforcé por luchar mejor.

Los rostros aparecían y desaparecían: Eneas, Idomeneo, Meriones, Menesteo, Áyax y Sarpedón. Ya se veían muchos troyanos entre los licios y dárdanos; eché una ojeada atrás y advertí que el hueco del muro era mucho más amplio. Sólo los penachos morados nos impedían matarnos entre nosotros mismos, tan grande era la confusión y con tal dureza se discutía el terreno. Los hombres morían valerosamente y a puñados; mis botas resbalaban sobre los cuerpos y había zonas donde la presión era tan enorme que los cadáveres permanecían erguidos, boquiabiertos y manando sangre de sus heridas. Me goteaba sangre ajena de los brazos y el pecho, que tenía empapados.

Polidamante se materializó a mi lado.

– ¡Héctor, te necesitamos! ¡Hemos cruzado la brecha en gran número pero los griegos ofrecen firme resistencia! ¡Ve cuanto antes hacia el Simois, por favor!

Me costó algún tiempo liberarme sin sembrar el pánico entre los que quedaban detrás, pero por fin estuve en condiciones de retroceder con sigilo hasta que pude seguir a lo largo del muro griego, animando a los hombres en mi camino, recordándoles que nuestra sería la victoria definitiva en el momento en que incendiásemos aquellas mil naves y los dejáramos sin esperanzas de huir en ellas.

Alguien tropezó conmigo. El hombre estuvo a punto de abrirse la cabeza, salvo que al ponderar el golpe recibido lo descubrí sentado y riendo.

– ¿Por qué no miras por dónde vas? -me preguntó Paris.

Lo miré atónito.

– ¡Me sorprendes continuamente, París! Mientras los hombres sucumben por doquier, tú apareces por aquí sano y salvo. Tan tranquilo que te diviertes poniéndome la zancadilla.

Ni siquiera aquellas palabras borraron la sonrisa de su rostro.

– Bien, si crees que voy a rogarte que me perdones, tendrás que pensártelo mejor, Héctor. Si no fuera por mí, no estarías aquí, ésa es la pura verdad. ¿Quién escogió uno tras otro a los griegos más importantes para destinarles sus flechas? ¿Quién obligó a Diomedes a abandonar la lucha?

Lo así por los largos y negros rizos y lo obligué a levantarse.

– ¡Entonces escoge algunos más! -le grité entre dientes-. ¡Tal vez Áyax!, ¿qué te parece?

París se escabulló con una mirada de odio y en aquel momento descubrí que parte de nuestra línea, ya en dificultades, era atacada por Áyax y su gran compañía de soldados.

El frente de batalla en pleno había cambiado de dirección. Ahora luchábamos entre las casas, tarea difícil y peligrosa; todos los edificios albergaban a griegos preparados para una emboscada. Pero los que se encontraban al descubierto retrocedían sin cesar hacia la playa y las naves. Áyax oyó mi grito de guerra y respondió con el suyo, tan famoso: «¡A ellos! ¡A ellos!» Nos abrimos paso entre los innumerables cadáveres para encontrarnos mutuamente, yo con la lanza preparada. Luego, cuando casi estaba sobre él, se inclinó de repente y apareció con una piedra en las manos, uno de los calzos que se utilizaban para asegurar los barcos que recalaban en las playas. Mi lanza era inútil; la arrojé al suelo y desenvainé la espada, contando con mi velocidad superior para atacarlo primero. Mi adversario lanzó la piedra con todas sus fuerzas apuntando directamente a su objetivo. Sentí un dolor desgarrador cuando me alcanzó de pleno en el pecho, y me desplomé.

Me pareció surgir de la rumorosa oscuridad a un mundo de terrible dolor. Sentí el sabor de la sangre en la boca, vomité y, al abrir los ojos, distinguí junto a mí el suelo ennegrecido por la sangre. Entonces volví a perder el sentido. La segunda vez que recobré el conocimiento el dolor no era tan intenso y uno de nuestros cirujanos se arrodillaba sobre mí. Me esforcé por incorporarme y él me ayudó.

– Tienes algunas costillas muy magulladas y varias venas rotas, príncipe Héctor, pero nada reviste gravedad -me dijo.

– ¡Los dioses nos acompañan hoy! -logré articular apoyándome en él mientras me ayudaba a ponerme en pie.

Cuanto más me movía, menor era el dolor que sentía, por lo que seguí en movimiento. Algunos de mis hombres me habían conducido más allá del camino del Simois, cerca de mi carro. Quebriones me sonreía.

– Te creímos muerto, Héctor.

– Devolvedme allí -dije mientras subía en el carro.

Poder ser transportado fue una bendición, pero cuando llegué junto a la multitud tuve que apearme. Al considerarme muerto, mi ejército había comenzado a flaquear, pero en cuanto suficientes hombres se enteraron de que seguía con vida y que había vuelto a la lucha, se recuperaron. Volver a verme debió de representar un duro golpe para los griegos, que rompieron filas y huyeron entre las casas hasta que un jefe para mí desconocido consiguió detenerlos bajo la proa de una nave que se levantaba solitaria, una especie de mascarón de proa en sí misma, muy adelantada de la, al parecer, primera e interminable hilera de naves. Puesto que se negaban a retirarse más lejos, habíamos doblegado a los griegos; sólo quedaban Áyax, Meriones y algunos cretenses para desafiarnos.

La proa de aquella nave solitaria se cernía sobre mi cabeza; intuí el éxito en mi fuero interno cuando Áyax se plantó ante mí y empuñó su espada, mi espada, la que yo le había regalado. Arremetí contra él, que me esquivó limpiamente; de nuevo se repetía nuestro duelo, pero en esta ocasión nadie tenía la oportunidad de observarnos, alrededor de nosotros los demás luchaban con igual ferocidad.

– ¿De quién es ese barco? -pregunté entre dientes. -Pertenecía a Protesilao -repuso jadeante. -Lo incendiaré. -¡Antes arderás tú!

Llegaban más griegos para defender lo que sin duda era un navio talismán cuando una repentina oleada de la masa nos separó a Áyax y a mí. En aquellos momentos me acompañaban algunos miembros de mi guardia real y los griegos que se nos enfrentaban no tenían la calidad de los soldados de Salamina. Avanzamos, eliminando adversario tras adversario. Áyax se cruzó de nuevo por mi visión pero en esta ocasión no trató de reanudar nuestro enfrentamiento. Con fuertes y sucesivos empujones se subió a la cubierta de la nave de Protesilao, rápido y ágil como un titiritero. Una vez allí cogió un largo palo que agitó de un lado a otro en perezosos círculos derribando a mis hombres de la cubierta en el instante en que la alcanzaban.

Cuando hubo caído el último griego que tenía ante mí, me apoyé en sendos hombros troyanos y trepé hasta asirme a la proa de Protesilao. Desde allí hasta la cubierta bastaba con un simple salto. Frente a mí, Áyax seguía balanceándose sobre sus talones, aún invencible. Nos estudiamos el uno al otro, sintiendo en el mismo instante el cansancio de tanta lucha. Áyax agitó la enorme cabeza lentamente como si tratara de convencerse de que yo no existía e hizo girar de nuevo su palo. Levanté la espada y lo golpeé con la hoja, que se partió en dos. La repentina falta de equilibrio estuvo a punto de derribarlo, pero se enderezó y buscó a tientas su espada. Me escabullí hacia adelante, seguro de que él estaba acabado, pero de nuevo me demostró cuán gran guerrero era. En lugar de enfrentarse a mí corrió hacia la popa, tensó los músculos y saltó desde la nave de Protesilao hasta la que se encontraba inmediatamente detrás, en el centro de la primera hilera.

Lo abandoné. En mi fuero interno experimentaba un sentimiento de amor hacia aquel hombre, amor que sin duda también él compartía. El afecto mutuo nace entre amigos o enemigos. Sabía que los dioses no querían que nos matáramos el uno al otro, pues habíamos intercambiado regalos de duelo.

Me incliné sobre la barandilla y divisé un mar de penachos morados troyanos.

– ¡Dadme una antorcha!

Alguien lanzó una hacia arriba. La cogí, me dirigí hacia el vacío mástil entre sus sudarios y dejé que el fuego lamiera amoroso las gastadas cuerdas y la astillosa y reseca madera. Áyax me observaba desde la nave contigua con los brazos inertes en los costados y las lágrimas deslizándose por su rostro. Las llamas prendieron, una sábana de fuego recorrió el mástil hasta las crucetas, la cubierta comenzó a despedir regueros de humo procedentes de otras antorchas que habían sido arrojadas en la parte inferior por las aberturas de los remeros. Corrí hacia la proa y me subí a ella.

– ¡La victoria es nuestra! -grité-. ¡Las naves arden!

Mis hombres corearon mis gritos y llegaron en masa a reunirse con los griegos que se apiñaban frente a las naves formando una hilera tras el solitario talismán de Protesilao.