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CAPITULO VEINTINUEVE

NARRADO POR AGAMENÓN

Los días de lucha abierta habían concluido. Príamo había cerrado la puerta Escea y nos contemplaba desde sus torres. Quedaba un puñado de troyanos; de sus más valiosos elementos, sólo Eneas seguía aún con vida. A Príamo, tras la muerte de sus hijos más queridos, sólo le restaban los inútiles para consolarlo. Era tiempo de espera mientras sanaban nuestras heridas y nuestros espíritus revivían lentamente. Algo curioso había sucedido, un don de los dioses que nadie hubiera imaginado: Aquiles y Áyax parecían haberse infiltrado en la propia sustancia de los soldados griegos. Todos, hasta el último, estaban decididos a conquistar las murallas de Troya. Le mencioné aquel fenómeno a Ulises y le pregunté qué opinaba.

– No hay nada misterioso en ello, señor. Aquiles y Áyax se han transformado en héroes y los héroes nunca mueren. De modo que los hombres asumen la carga. Por añadidura, desean regresar a sus hogares, pero no derrotados. La única justificación existente para los hechos de estos últimos diez años de exilio es la caída de Troya. Esta campaña nos ha resultado muy cara; la hemos pagado con nuestra sangre, con nuestras canas, con nuestros corazones dolientes, con los rostros que hace tanto tiempo que no vemos que apenas recordamos sus queridas facciones, con las lágrimas y el amargo vacío. Troya nos ha roído hasta los huesos. No podemos en modo alguno regresar a nuestra patria sin convertirla en polvo como tampoco podemos profanar los misterios de la Madre.

– Entonces buscaré el consejo de Apolo -dije.

– Simpatiza más con los troyanos que con los griegos, señor.

– Aun así por él se expresa el oráculo. De modo que le preguntaré qué necesitamos para entrar en Troya. No puede negar a la representación de un pueblo, ¡de ningún pueblo!, una respuesta sincera.

El gran sacerdote Taltibio examinó las incandescentes entrañas del fuego sagrado y suspiró. No era griego como Calcante, utilizaba fuego y agua para la adivinación y reservaba a los animales como simples víctimas destinadas al sacrificio. Tampoco anunció sus descubrimientos en el mismo augurio sino que aguardó a que estuviéramos reunidos en consejo.

– ¿Qué has visto? -le pregunté entonces.

– Muchas cosas, señor. Algunas ni siquiera logro comprenderlas, pero se me han revelado plenamente dos cosas.

– Cuéntanoslas.

– No podemos tomar la ciudad con los recursos que poseemos. Hay dos elementos queridos a los dioses que debemos poseer primero. Si los conseguimos, sabremos que acceden a que entremos en Troya. Si no nos es posible, será porque el Olimpo se ha unido contra nosotros.

– ¿De qué cosas se trata, Taltibio?

– En primer lugar, del arco y las flechas de Heracles. Lo segundo es un hombre… Neoptólemo, el hijo de Aquiles.

– Gracias. Puedes irte.

Observé sus rostros. Idomeneo y Meriones permanecían tristes y graves; mi pobre e incapaz hermano Menelao parecía inmutable; Néstor había envejecido tanto que todos temíamos por él; Menesteo seguía adelante sin lamentarse; Teucro no nos había perdonado a ninguno; Automedonte aún no había asimilado que tenía que asumir el mando de los mirmidones. Y Ulises, ¡ah, Ulises!, ¿quién sabía realmente lo que se escondía tras aquellos luminosos y hermosos ojos?

– Bien, Ulises, sabes dónde se hallan el arco y las flechas de Heracles. ¿Qué posibilidades consideras que tenemos de conseguirlos?

Se puso en pie lentamente.

– Durante casi diez años no hemos recibido una sola noticia suya desde Lesbos.

– Dijeron que había muerto -comentó Idomeneo con pesimismo.

Ulises se echó a reír.

– ¿Filoctetes muerto? ¡Ni aunque una docena de víboras hubieran vertido en él su veneno! Creo que aún se encuentra en Lesbos. Desde luego tendremos que intentarlo, señor. ¿Quién debe ir?

– Tú mismo con Diomedes, erais amigos suyos. Si nos recuerda con simpatía, será por vosotros. Embarcad hacia Lesbos al punto y pedidle el arco y las flechas que heredó de Heracles. Decidle que le hemos guardado su parte del botín y que nunca lo hemos olvidado -dije.

Diomedes se desperezó.

– ¡Unos días en el mar! ¡Excelente idea!

– Pero aún está la cuestión de Neoptólemo -añadí-. Todavía tardará más de una luna en llegar… si el viejo Peleo le ha permitido venir.

Ulises se volvió desde la puerta.

– Tranquilízate, señor, esto también ha sido previsto. Envié a por él hace más de media luna. En cuanto a Peleo… Haz una ofrenda al padre Zeus.

Ocho días después la vela de color azafrán que Ulises había escogido aparecía de nuevo en el horizonte. Yo, con el corazón en la boca, lo aguardaba en la playa junto a los diques vacíos. Aun suponiendo que siguiera con vida, Filoctetes llevaba diez años en Lesbos sin habernos enviado nunca noticias. Tampoco nuestros mensajeros habían dado jamás con su paradero. ¿Cómo saber hasta qué punto trastorna la enfermedad una mente humana? Bastaba con recordar a Áyax.

Ulises se encontraba en la proa y nos saludaba alegremente. Proferí un largo suspiro de alivio. Era un hombre sinuoso, pero no se hubiera mostrado tan animado si hubiera fracasado. Menelao e Idomeneo se reunieron conmigo mientras aguardaba, sin que ninguno de nosotros supiéramos exactamente qué podíamos esperar. Habíamos desesperado de que siguiera con vida y, en el caso de que hubiera sobrevivido, habría perdido la pierna. De modo que imaginaba a un tullido, a un guiñapo marchito, no al hombre que saltó sobre la borda de la nave los numerosos codos que la separaban del suelo con tanta ligereza como un muchacho. No había cambiado en absoluto, y apenas había envejecido. Lucía una pulcra barba dorada y sólo vestía un faldellín. Sobre su hombro pendía un poderoso arco y un mugriento carcaj cargado de flechas. Sabía que por lo menos tenía cuarenta y cinco años, pero su cuerpo bronceado y duro parecía diez años más joven y sus poderosas piernas estaban perfectamente. Me quedé boquiabierto.

– ¿Cómo es esto, Filoctetes? -logré articular al final.

Nos hallábamos sentados en mi casa y un criado nos servía vino.

– Cuando conozcas la historia, verás que es muy sencillo, Agamenón.

– ¡Pues cuéntamela! -le ordené.

Me sentía más feliz que nunca desde que murieron Aquiles y Áyax. Tal era el efecto que Filoctetes tenía sobre nosotros. Enviaba ráfagas de vida y alegría por los salones enmohecidos.

– Me costó un año recobrar el juicio y utilizar la pierna -comenzó-. Temiendo que la gente local no fuese amable con un griego, mis criados me trasladaron a lo alto de una montaña y me instalaron en una cueva. Ésta se encontraba muy al oeste de Thermi y Antisa, a varias leguas de cualquier poblado, incluso de las granjas. Mis sirvientes eran fieles y leales, por lo que nadie sabía quién era yo ni dónde estaba. ¡Imagina mi sorpresa cuando Ulises me dijo que Aquiles había saqueado Lesbos cuatro veces durante los últimos diez años! ¡Y yo sin saber nada de ello!

– Bien, las ciudades son sometidas a saqueos -dijo Meriones.

– Desde luego.

– ¡Pero sin duda te aventurarías más lejos cuando te recuperaste! -objetó Menelao.

– No -respondió Filoctetes-. No lo hice. Apolo me habló en sueños y me ordenó que permaneciera donde me encontraba. Con franqueza, no me resultó nada difícil. Me dediqué a correr, a cazar, y derribaba ciervos y jabalíes, cuya carne trocaban mis sirvientes por vino, higos u olivas en el pueblo más cercano. ¡Llevaba una existencia idílica sin preocupaciones, sin reino, sin responsabilidades! Los años transcurrían, yo era dichoso y nunca sospeché que la guerra prosiguiera. Pensé que todos habríais regresado al hogar.

– Hasta que escalamos la montaña y te encontramos -intervino Ulises.

– ¿Te dijo Apolo que podías irte? -inquirió Néstor.

– Sí, y estoy muy satisfecho de encontrarme en el lugar del combate.

Apareció un mensajero que susurró algo en el oído de Ulises, quien se levantó y acompañó al recién llegado al exterior. Al regresar lucía una expresión de cómica sorpresa.

– Señor -me dijo-, uno de mis agentes me informa de que Príamo planea otro combate. El ejército troyano estará en nuestras puertas mañana, mucho antes de que amanezca, con la orden de atacar mientras dormimos. ¿No resulta interesante? Una flagrante violación de las leyes que rigen la guerra. Apuesto a que ha sido idea de Eneas.

– ¡Vamos, Ulises! -exclamó Menesteo inesperadamente con un burlón resoplido-. ¿Qué es eso de violar las leyes que rigen la guerra? ¡Tú llevas años haciéndolo!

– Sí, pero ellos no se lo permitían -repuso Ulises con una mueca.

– Lo hicieran o no, ahora se lo permiten, Menesteo -dije-. Ulises, tienes mi autorización para utilizar todos los medios que puedas urdir para meternos tras las murallas de Troya.

– La muerte por hambre -repuso prontamente.

– Menos eso -le respondí.

Nos preparamos entre las sombras mucho antes de que la oscuridad comenzara a disiparse, por lo que Eneas descubrió que se había retrasado. Dirigí yo mismo el asalto y los hicimos pedazos, demostrándoles de qué éramos capaces sin Aquiles ni Áyax. Los troyanos, ya intranquilos porque no podía resultarles cómodo el engaño de Eneas, fueron presa del pánico cuando caímos sobre ellos. Nos bastó seguirlos para exterminarlos a cientos.

Filoctetes utilizaba las flechas de Heracles con efecto devastador. Había adoptado un sistema por el que sus hombres corrían para dar alcance a sus víctimas, extraían sus preciosas flechas y, tras limpiarlas, las devolvían al raído y viejo carcaj.

Los que lograron huir regresaron a la ciudad y la puerta Escea se cerró ante nuestras narices. La lucha había sido muy breve. Resultamos victoriosos con cadáveres troyanos sembrados por doquier poco después de que el sol hubiera aparecido, la última flor de Troya había caído en el polvo.

Idomeneo y Meriones montaron en su carro seguidos de cerca por Menelao y todos los demás, que giraron sus vehículos formando un círculo para escudriñar el campo y cambiar impresiones sobre la batalla.

– Las flechas de Heracles sin duda poseen magia cuando tú las disparas, Filoctetes -le dije.

Me respondió con una sonrisa.

– Reconozco que disfrutan más con esta función que cuando derribaban ciervos, Agamenón. Pero cuando mis hombres hagan recuento de ellas echaran de menos tres.

Observó a Automedonte, que había capitaneado perfectamente a los mirmidones.

– Tengo buenas noticias para que las transmitas a tus hombres, Automedonte.

Aquello nos dejó a todos fascinados.

– ¿Buenas noticias? -repitió Automedonte.

– ¡Desde luego! Comprometí a Paris en un duelo. Uno de los soldados me lo señaló, de modo que lo seguí con sigilo hasta acorralarlo. Entonces alardeé de mis proezas como arquero y me burlé desagradablemente de su afeminado arquito. Puesto que no me distinguía de cualquier mercenario asirio, se tragó el anzuelo y aceptó mi desafío. Solté mi primera flecha muy desviada para despertar su interés. Aunque debo reconocer su excelente vista, pues si yo no me hubiera cubierto rápidamente con el escudo, su primer proyectil me hubiera alcanzado de pleno. Entonces fui a por él. La primera flecha le inmovilizó la mano que sostenía el arco, la segunda le acertó en su talón derecho, pensé que a modo de compensación por Aquiles, y la tercera le atravesó el ojo derecho. Ninguna de ellas era mortal para fulminarlo inmediatamente, pero más que suficientes para asegurarse de que antes o después moriría. Pedí al dios que guiara mi mano para hacerlo perecer lentamente.

Dio una palmada en el hombro de Menelao y se echó a reír.

– Menelao lo siguió desde el campo pero a pesar de sus heridas era demasiado resbaladizo, demasiado para nuestro indignado y maduro pelirrojo.

Por entonces todos reíamos. Envié heraldos a difundir entre el ejército la noticia de que el asesino de Aquiles era hombre muerto. Habíamos visto por última vez al seductor Paris.