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No nos cansamos de que nos hablen de los que amamos, no nos cansamos de escuchar lo que nos cuentan de ellos, aunque sepamos que son mentiras. Don Bernardo escuchaba absorto los disparates de Toñín y yo me pasaba las tardes en casa de Carmina, que no dejaba de hablarme de tu hermano. Sentía devoción por todo lo suyo, porque nadie había querido a su hija Paula como él. No la trataba como si fuera retrasada, sino como una criatura misteriosa que se hubiera colado por error en nuestro mundo, algo así como si un pulpo o un calamar gigante tuvieran que vivir en la tierra. Y la niña estaba loca por él. Le bastaba con oír su voz para ponerse a gritar y a agitar sus bracitos delgados, con aquellos movimientos que tenían la dulce somnolencia de los seres que viven en el fondo del mar. Carmina, que era muy bruta, decía riéndose que estaba enamorada de él. Don Extravagancias, así llamaba Carmina al amor, por su afición a unir a los seres más dispares. Paula se hacía las cacas encima y para darle de comer había que atarla a la silla, pero era ver llegar a tu hermano y que todo se lo dejara hacer por él, que hasta la sopa se la comía sin mancharse.
El amor aparecía en los lugares más insospechados y tenías que obedecerle sin rechistar. Era el dueño de todo; de los tejados, de las vigas, de las madrigueras, de la vida que había en el aire y de la que había debajo de la tierra, de las huertas y del zumbido de las cigarras. Daba una orden, y los vencejos abandonaban los campos; daba otra, y las vides se llenaban de racimos. Y hacía las mezclas más extrañas, que, sin ir más lejos, allí mismo en el pueblo tenían el caso de don Bernardo con aquel niño, el de Sara y su hermano Jandri, el de Toñín y su burra, o el de la pobre Marga con aquel tunante que la hizo sufrir lo que no está escrito, para luego dejarla plantada. Sí, el amor era equivocarse, hacer lo que no debías, creer que las cosas podían transformarse en lo que querías tú. El cuarto de una pensión, en un palacio; los cuerpos, en huertos llenos de frutos; la noche, en un manto para esconderse; las palabras, en llamas que nunca se apagarían; y el dolor, en vida. Fue eso lo que me destruyó. Desde el primer día seguí llamando a tu hermano por las noches, buscando cuanto le recordaba. Por eso visitaba a Carmina, porque no dejaba de hablarme de él. Siempre terminábamos llorando. Me gustaba que me abrazara, porque de su cuerpo brotaba un calor denso y benigno, un calor que te alimentaba como el calor del pan cuando lo sacas del horno. Una vez nos besamos. Fíjate, nuestros labios estaban muy cerca y fui yo quien acerqué los míos para besarla. Su boca era como un panal, como la mantequilla cuando se derrite. No sé cuánto tiempo estuvimos así, con los ojos cerrados, besándonos suavemente, sin cansarnos nunca. Cuando nos separamos, los ojos de Carmina brillaban como carbones.
Era como un animal, un animal que se hubiera escapado de uno de esos jardines que hay en los cuentos, donde hay árboles que cantan y fuentes de oro. Un ser sin culpa ni remordimientos. No era extraño que los hombres se volvieran locos por ella. Y ya lo ves, también ella me engañó. Al principio, la odié con todas mis fuerzas, pero luego aprendí a perdonarla. Ya era tarde para pedirle cuentas. ¡Fue todo tan rápido! Poco después del verano empezó a tener mareos y fuertes dolores de vientre. Aguantó hasta Navidades, en que le diagnosticaron una enfermedad muy mala, y una mañana de primeros de marzo nos dijeron que acababa de morir.
Estaba a punto de ir a su entierro cuando Luisa me llamó desde el pueblo para pedirme que no lo hiciera. No me quería decir por qué, pero enseguida supe que tenía que ver con tu padre. No tardó en confesármelo. Él y Carmina se habían hecho amantes ese mismo verano, sin que yo me enterara de nada. En el pueblo lo sabían todos, y yo no debía ir a ese entierro si no quería hacer el ridículo. No supe qué decir. Sabía que tu padre me engañaba con frecuencia, y en aquel tiempo casi no había relación entre nosotros. Él no paraba en casa y apenas hablábamos cuando lo hacía. Tampoco dormíamos juntos. ¿Recuerdas? Fue la época en que me trasladé a tu cuarto y dormía en la cama de tu hermano. Pero jamás habría podido imaginar que se acostara con Carmina. Había sido la mujer de su amigo Gonzalo, y siempre había hablado de ella con una superioridad cercana al desprecio: que si era una analfabeta, que si no estaba a la altura de su amigo. ¡Fíjate, a su altura…, ni que eso fuera tan difícil! Gonzalo nunca había trabajado y sólo sabía de abolengos, caballos y galgos. No era mala persona, pero no había hecho otra cosa que malgastar su herencia en el casino, jugando con otros como él.
Aquel mundo estaba lleno de gentes así. Señoritos rancios que tenían la mente llena de fantasías y delirios de grandeza, aunque apenas fueran dueños de unas hectáreas de tierras que no valían gran cosa, y de grandes y frías casas de piedra llenas de goteras. Gonzalo se murió cargado de deudas, pues se había puesto en manos de prestamistas, y tu padre intervino para poner un poco de orden en aquel desastre. Supongo que fue entonces cuando Carmina y él se hicieron amantes, pues iba casi todos los días a su casa para ver papeles. Y yo fui tan tonta que no me enteré, aunque poco debió de faltarles para acostarse delante de mis propias narices.
Me sentí traicionada. No entendía que después de todo lo que había hecho por ella y por su hija, que hasta había llegado a limpiar su casa y a hacerles la comida, porque era un desastre y podía pasarse las mañanas enteras en la cama, me lo pagara acostándose con mi marido. Pero enseguida la perdoné. Era como un animal, una criatura inocente. Me acordé de aquel beso que nos habíamos dado. Los demás teníamos palabras, un mundo en el que vivir, proyectos y sueños; Carmina, sólo su cuerpo. Recuerdo que a veces hablaba con ella, tratando de poner un poco de sensatez en su vida. Le decía que no se vistiera de aquella forma tan provocativa, o que no dijera lo primero que se le pasaba por la cabeza. Ella intentaba hacerme caso, pero enseguida volvía a lo suyo. No parecía ser consciente de sus actos ni del efecto que causaban, y luego se hartaba a llorar porque en el pueblo se metían con ella. La culpa la tienes tú, que haces lo que te parece, le decía, y ella se encogía de hombros. ¿Qué hago yo?, me contestaba. ¿A quién hago daño?
Era verdad, no hacía daño a nadie, su problema es que no podía dejar de desear. A ella la perdoné, pero me revolví contra tu padre como una gata. Cuando regresó del trabajo, le pregunté si era cierto que se había acostado con Carmina, y me dijo que sí. No quise oír sus explicaciones. Fui a la puerta de casa y le dije: No quiero volver a verte. Cuando sepas dónde vas a vivir, me mandas la dirección y te envío tus cosas. Se fue sin abrir la boca. Supongo que no le importaba en exceso, porque nuestra relación llevaba muerta desde hacía meses.
Al principio me sentí aliviada porque pensaba que podría empezar una nueva vida. Incluso llegué a hablarlo contigo. Te dije que papá y yo nos habíamos enfadado y que ya no volveríamos a vivir juntos. Pero todo se puso cuesta arriba. Empecé a agobiarme por el dinero. Tu padre no ganaba mucho; como vivía en un hotel, tenía que quedarse una parte de su sueldo, y con lo que me daba apenas había para los gastos de la casa. Incluso tuve que decirle a Conchita que se fuera porque no le podía pagar. Las horas se me hacían eternas y cuando te iba a buscar al colegio, me daba pena de ti. Los otros niños tenían padres que los iban a buscar o que los esperaban en casa, y tú sólo me tenías a mí. Me sentía culpable. Me preguntabas por papá, y yo empecé a mentirte, a decirte que volvería muy pronto. Me parecía que no tenía derecho a privarte de él, que era yo la culpable: una especie de pájaro de mal agüero que traía la desgracia. Había fracasado por completo. Tu hermano había muerto y mi relación con tu padre era un desastre. Además estabas tú, al que no sabía cómo cuidar. Habías adelgazado y tenías pesadillas que me obligaban a acostarme contigo. Recuerdo aquellas noches. Parecíamos dos náufragos, el mundo entero había sido destruido y nosotros flotábamos sobre las aguas, sin saber qué hacer. Todos mis sueños estaban rotos. ¡Eran tan simples esos sueños! No quería mucho, ¿sabes? Sólo tener una casa, un hombre que me quisiera, niños que cuidar. Así eran los sueños de las mujeres de entonces. No soñábamos con grandes palacios, con fiestas interminables, con vestidos escotados y encuentros furtivos entre los setos del jardín, sólo con tener visillos en las ventanas, manteles y sábanas bordadas, una despensa con legumbres y conservas. No nos habían dejado crecer, aún éramos niñas que jugaban acunando muñecos, ordenando armarios y haciendo camas. Sólo queríamos un lugar donde poder estar, un lugar como el arca de Noé, lleno de cacharros, semillas y absortas criaturas.
Y un buen día me tragué el orgullo y llamé a tu padre por teléfono. Quedamos en un bar de la plaza Mayor. Yo llegué la primera y me senté a la mesa que había junto a la ventana. El cielo estaba muy oscuro y se puso a llover torrencialmente. Era una tormenta y enseguida empezaron los truenos. Me hizo gracia. Vaya tardecita que hemos elegido para reconciliarnos, pensé. Por la ventana entraba en pequeñas sacudidas la luz blanca de la tormenta. Volví la cabeza y tu padre estaba en la puerta. No le había visto entrar. Venía empapado, con el cabello pegado a las sienes, y me miraba de una forma inexpresiva. Se sentó a mi lado y me besó. Primero en la mejilla y luego en los labios. No sabía qué hacer, sentía demasiado cerca su fuerza, su atroz y avasalladora fuerza. Pensé que podría mover las tazas y los vasos con el pensamiento, sólo con quererlo así.
Una camarera muy joven vino a atendernos. Tenía unos ojos muy bonitos, y percibí en ellos una alegría demente, una felicidad que no podía ocultar. En mis ojos, pensé, ya nunca habrá una felicidad así. Seguía amando a tu padre, pero no entendía por qué aquel amor me apagaba y mataba, en vez de darme empuje para vivir. Estuvimos hablando. Le pedí que volviera a casa, que tú no hacías sino preguntar por él. Un trueno me hizo enmudecer. El agua corría sobre el asfalto, formando remolinos junto a las alcantarillas, como si una fuerza oscura la estuviera succionando desde el interior de la tierra. Encendieron la luz del bar. Los cabellos y el rostro de tu padre, aún mojados por el agua, brillaban a la luz de las bombillas. De repente lo vi menudo, casi un niño, como si fuera yo la que tuviera que protegerle a él y no al revés.
Tu padre regresó a casa esa misma noche. Incluso me pareció que todo iba a cambiar, y ese verano nos fuimos los tres a Gijón. Íbamos a la playa, salíamos a cenar y hacíamos excursiones. Tu padre se ocupaba mucho de ti, y yo os veía jugar y meteros en el agua, o cuando os ibais de pesca, y sentía un orgullo infantil. Pero enseguida empezaron otra vez los problemas. Tu padre salía de casa y no se sabía cuándo iba a volver. Según él, era a causa de su trabajo. Mientras los demás dormían tranquilos en sus camas, él tenía que vigilar como un perro guardián. Una noche regresó muy tarde. Hacía mucho ruido en el cuarto de baño y me levanté para ver si necesitaba algo. Tenía la camisa y el cuerpo llenos de sangre y se estaba lavando. Me asusté, porque pensé que estaba herido, pero aquella sangre no era suya. Le pregunté qué había pasado, de quién era aquella sangre y me contestó que eso qué importaba. En su voz había un eco de antiguos insultos, humillaciones, lágrimas contenidas. Me senté a su lado y le atraje hacia mí para abrazarle. Era como oír la respiración de un niño encerrado en una casa vacía. Anda, vamos a la cama, le dije. Cuando llegamos al cuarto me empezó a besar. Lo hacía con furia, como si estuviera luchando conmigo. Sentía su fuerza y me dejaba arrastrar por ella. Me tiró sobre la cama. Me haces daño, acerté a decirle, pero me gustó la rudeza con que me trataba. Su cuerpo creció a mi alrededor como una planta extraña y oscura que me ahogaba, y descubrí que se podía respirar allí dentro, que sentías placer al hacerlo. Si ya estoy condenada, pensaba, para qué luchar. No sabía quién era, qué quería de mí. Me fijé en sus ojos, en ese brillo especial, de oro derretido. De pronto ya no me oponía a su fuerza, sino que nos movíamos a la vez, como esos peces que nadan juntos entre las algas. Todo era angustiosa y maravillosamente lento, desde su voz y sus movimientos hasta aquella sonrisa que le temblaba en los extremos de la boca. Supe que era así como trataba a aquellas mujeres con las que pasaba las noches, y me pareció descubrir que podía ser como ellas y llevar la vida que llevaban.
Fue como si él adivinara mis pensamientos. En la cama todas sois iguales, murmuró. No me molestó que lo dijera. Estaba sobre mí y apenas podía moverme, pero era yo la que lo estaba salvando. Como si hubiera visto un caballo caerse al río y me hubiera arrojado al agua y le estuviera ayudando a salir tirándole de las patas. ¿Te gusta que te folle?, me preguntó. Le dije que sí, que me gustaba mucho, y experimenté el mismo placer que los niños cuando pronuncian en voz baja las palabras que les prohíben los mayores. ¿Era eso lo que les decía a las mujeres con las que estaba? Deseaba que me dijera las mismas cosas, que me tratara como si fuera una de ellas. Parecemos dos locos, pensé. Al rato su respiración se hizo más lenta y profunda, y supe que se había dormido. Tuve que hacer un gran esfuerzo para zafarme de él, pues me tenía apresada entre sus brazos. Yo era como un pájaro que hubiera caído en una trampa, que no pudiera volar. Pero ¿para qué quería hacerlo si no sabía adónde ir? Me estás ahogando, protesté llena de felicidad. Su cabeza, negra como el carbón, descansaba sobre la almohada. ¿Cómo serían sus sueños? Me pareció que los sueños de los hombres no eran como los nuestros. Los suyos tenían que ver con lo que querían y eran, los nuestros con lo que habíamos perdido.
Sentí en la calle el ruido de un coche. Debió de detenerse cerca, porque la luz de los faros iluminó la ventana. Un rectángulo amarillo se dibujó en la pared. Era una luz especial, una luz con olor, gusto y tacto. Pero el coche reanudó su marcha dejando en el aire un negro parpadeo de ramas azotadas por el viento. Fue nuestra última noche de amor. Volvimos a estar juntos, y aún conocimos épocas de tranquilidad, especialmente durante las vacaciones. Eran veranos tranquilos, pero ya no había amor entre nosotros. Y yo me volqué en ti. Ya no eras un niño pequeño. Tendrías unos diez años y eras casi tan alto como yo. Hasta me daba apuro colarme en tu cama, aunque todas las noches me lo pidieras. Te iba a buscar al colegio, hacía los deberes contigo, íbamos a merendar a las cafeterías, y siempre que podíamos íbamos al cine. A los dos nos encantaba. Cuando las películas eran de mayores y no te dejaban entrar, a la vuelta me pedías que te las contara. Me gustaba ver tus ojos de asombro mientras lo hacía, y la atención que ponías al escucharme. Cuando íbamos solos tu padre y yo nos dábamos la mano o comprábamos chocolatinas, como hacen los novios. Me encantaba estar así, sentirle a mi lado en la butaca, consciente de su calor y su fuerza. Una vez se volvió hacia mí cuando apagaron las luces y con una mirada triste me dijo: se está bien aquí, ¿verdad? Lo dijo como lamentándose de que fuera existiera la calle y todas nuestras obligaciones y problemas, deseando que aquella sala en penumbra fuera lo único real. Fíjate, todavía me acuerdo de la película que estábamos viendo: Carta de una desconocida. Trata de un hombre que recibe una carta de una mujer de la que no se acuerda. Sin embargo la mujer le habla en ella del amor que sintió por él en su juventud, un amor que ha durado toda su vida. Le recuerda su breve pero intenso romance, y le habla del niño que nació, y de todas las dificultades que tuvo que vencer para criarlo sola. Y de una vez en que volvieron a verse y él no la reconoció, y de cuando murió su hijo, que era el único vínculo que todavía la ataba al pasado, y de cómo dejó de tener fuerzas para seguir viviendo. Sólo por carta ella es capaz de contarle la verdad. Y hay un instante en que le recuerda el día en que se conocieron. Ella era apenas una niña de trece años, y una mañana le vio bajar de un coche y, al pasar a su lado, el hombre le sonrió lleno de ternura. Luego sabría que aquella sonrisa de seductor nato era la forma que tenía de reaccionar ante cualquier mujer que se hallara junto a él, y que no significaba otra cosa que la tierna inclinación que sentía hacia todas las mujeres del mundo, pero ella creyó que le estaba destinada y se enamoró para siempre de él, «porque estaba sumergida en fuego». Recuerdo que, al escuchar aquella frase, me volví hacia tu padre, convencida de que iba a encontrar en su rostro la misma emoción que yo sentía, pero estaba roncando. Ya lo ves, yo estaba llorando como una Magdalena y él dormía plácidamente. Era así muchas veces, me llevaba al cine por complacerme pero se quedaba dormido en cuanto apagaban la luz. Salí trastornada del cine, y cuando tu padre me preguntó cómo terminaba la película, yo no se lo quise decir. No haberte dormido, le contesté un poco molesta.
Fuimos a un bar de la plaza Mayor donde daban una leche merengada que me gustaba mucho. Allí había además un camarero muy simpático, que me tiraba los tejos siempre que iba. Era italiano y se llamaba Francesco. Las mujeres le gustábamos a rabiar y siempre nos piropeaba. Ni con las monjas podía contenerse, y era raro que no terminaran riéndose. Me gustaba la ternura con que nos miraba. Tu padre se fue al baño y él se acercó a la mesa para preguntarme qué iba a tomar. Deberíamos fugarnos juntos, me dijo. Me reí de buena gana. Le pregunté adónde me llevaría, y no lo dudó: Al lago de Como. Francesco hablaba a menudo de aquel lago, de los pueblecitos que había en sus orillas, de las hermosas villas cuyos jardines lindaban con sus aguas tan claras. Había nacido muy cerca, y, según él, era el lugar más hermoso del mundo. Un lugar que sólo estaría completo cuando yo fuera a visitarlo. Sus ojos grises brillaban al hablar, y tenía las manos grandes y morenas. Está bien, me has convencido, le dije riéndome. Ahora tienes que convencer a mi marido. Era muy amigo de tu padre y, cuando regresó, Francesco le dijo riéndose: comisario, tu mujer y yo nos vamos a escapar juntos, espero que no mandes a tus agentes a detenernos.
Tu padre se sentó a mi lado. Noté que estaba preocupado por algo. ¿Qué te pasa?, le pregunté. Miraba el reloj cada poco, pendiente de cuándo me iba a terminar la leche merengada, para irnos. Había estado todo el rato con el rostro apoyado en la mano, que le había dejado una marca roja en la mejilla. Algo extraño empezó a nacer en mí, una súbita rebeldía, el deseo de sacarle de sus casillas. A él, el hombre impasible. Apenas mojaba la cucharilla en la leche merengada, con lo que no parecía terminar nunca. Hasta que tu padre no pudo resistir más y se fue furioso a pagar.
Francesco acudió a atenderle. Estuvieron hablando un rato y se echaron a reír. Parecían hombres sin culpa, como esos cazadores que después de matar se reúnen a reír y beber. Me acordé de la película que acabábamos de ver y del dolor de esa mujer, y me pareció que yo era como ella. Que también me había enamorado siendo una niña, y me había quedado embarazada a una edad en que aún creía que el amor era una prolongación de los juegos de la infancia. Todo eso que vivimos, ¿dónde está?, me pregunté. Tu padre avanzó hasta la puerta y se detuvo un momento antes de salir. Le pedí con el pensamiento que se volviera. Por favor, no me dejes así, pensé. Pero siguió su marcha y le vi perderse en la calle desde las ventanas. Un grupo de niñas se detuvo ante el café y empezaron a reírse y a hacer burla a los que estábamos dentro. Irradiaban felicidad, pero no las envidiaba porque estaba tan absorta en tu padre que amaba hasta el dolor que me hacía sentir.
Francesco vino otra vez a hacerme compañía. Sabía que veníamos del cine, y me preguntó qué película habíamos visto. Se lo dije, y añadí: es la historia de mi vida. Nos quedamos mirándonos el uno al otro, pero le llamaron desde otra mesa y yo aproveché para irme. Al llegar a la puerta me volví hacia él y me despedí levantando la mano.
La tarde era cálida y el sol hacía brillar las losas de la calle. Me sentía un poco embriagada, como si hubiera estado bebiendo vino. Paseaba sin una dirección fija, y me crucé con una procesión. Llevaban en andas a una Virgen diminuta. Su cabeza asomaba entre las flores como la cabecita de un pájaro con una corona de oro. No sé qué hago aquí, pareció decirme cuando la miré. La gente iba cantando. Eran casi todas mujeres. Olían a incienso y parecían moverse sin rumbo. Una de ellas se quedó mirándome. Su cabello, rubio ceniza, caía suavemente sobre la frente tostada. Llevaba unas sandalias blancas, como las que llevan los niños. Me entraron ganas de seguirla, de colarme en la procesión e irme con ella. Me acordé de aquello que decía Marga de un mercado donde pudieras ir a venderte. ¡Estaba tan loca! Decía que en todas las ciudades debería haber un mercado donde todos los que quisieran pudieran ir a vender su libertad, porque ¿de qué les había servido si por su causa habían sido tan desgraciados? Me pareció que aquellas mujeres buscaban ese mercado. Nunca sabías por qué amabas a alguien, ni qué tenías que hacer cuando esto sucedía. El amor era uno de esos pájaros que se equivocan y se meten en las casas. Maravilla verlos revolotear de un lado a otro, saltar de las mesas y las camas a lo alto de los armarios, y que prefieran quedarse allí, a pesar de que la ventana siga abierta. Y yo me acordaba del tiempo en que ese pájaro había estado con nosotros, de cómo bajaba a comer las migas de la mesa, o se acurrucaba en la almohada cuando dormíamos, o descansaba en el tendal de la ropa. Me acordaba de cómo piaba y de sus saltos nerviosos por la terraza en busca de hormigas.
No sé cuánto tiempo estuve andando sin un destino cierto, pensando en la película y en el comienzo de aquella carta: Pero recuerdo, querido mío, el día y la hora en que quedé para siempre enamorada de ti. Yo era como esa mujer, había vivido una vida que tu padre había olvidado. ¿Cómo era posible? Vivía a mi lado sin acordarse de lo que habíamos hecho, de las palabras que nos habíamos dicho, como si fuera una completa desconocida y aquel pájaro nunca hubiera venido a comer las migas de nuestra mesa. Fue entonces cuando empecé a jugar con la idea de irme cuando fueras mayor y ya no me necesitaras. Y un día te dije en bromas que a lo mejor un día os dejaba plantados a tu padre y a ti y empezaba una nueva vida en otro lugar. Tú me preguntaste que en dónde, convencido de que nunca lo haría. En Palma de Mallorca, te contesté, con Montse, a trabajar en su farmacia. Montse era una antigua compañera del colegio, y en esos días acababa de recibir una carta suya. Habíamos sido muy amigas, pero llevábamos años sin saber nada la una de la otra. Tenía una farmacia en Palma de Mallorca, y una conocida le había dado mi dirección y me había escrito para saber de mí. Ella se acababa de separar y me hablaba de nuestros recuerdos de colegio, la época más feliz de su vida. Me decía que le encantaría verme. Iba a menudo a Madrid y podíamos quedar un día para hablar de los viejos tiempos. Seguro que si se lo pido, añadí, me da un trabajo en su farmacia.
Nos quedamos callados. No podía saber en qué estabas pensando, pero en tus ojos bailoteaba una pregunta. Estás un poco loca, me dijiste al fin, con una sonrisa triste. Habías crecido y en ese tiempo ibas todos los domingos al fútbol con tu padre. También os levantabais de madrugada para ir al pueblo a cazar, cuando se abría la veda. Y tú le imitabas en todo, como suelen hacer los chicos a esa edad. Cerca de nuestra casa había un frontón, y era raro el día de fiesta en que no ibais a jugar. A veces os acompañaba. Me gustaba veros juntos, peleando con los otros hombres, enloquecidos por vencerlos. Me sentía orgullosa de ti. Una vez estabas muy disgustado porque habías fallado un tanto muy sencillo y tu padre te había reñido delante de todos, y yo te dije que no le hicieras caso, que a veces era un poco bruto, pero que luego se arrepentía de lo que había hecho. Y, en efecto, al día siguiente, te pidió perdón.
En ese tiempo sólo querías estar a su lado y hacer las cosas que hacía él, y a mí me gustaba que fuera así y que aprendieras a vivir por tu cuenta. Pero también me daba un poco de pena. Una noche en que tu padre estaba de viaje, me llamaste. Ya estabas en la cama y me pediste que me acostara contigo. Como cuando era pequeño, dijiste con una expresión triste, lamentando que aquel tiempo hubiera pasado. Me acosté contigo. Estabas muy caliente y apenas te atrevías a abrazarme, porque ya eras un hombre y no querías que me diera cuenta de que mi proximidad te turbaba. Entonces me preguntaste algo, no recuerdo qué. Era algo que te había pasado con un amigo del colegio y querías saber qué debías hacer. Y yo te dije que todo lo que hacíamos se transformaría en recuerdo alguna vez y que siempre había que actuar teniéndolo en cuenta. Eso era lo que había que preguntarse antes de hacer algo: cómo nos gustaría recordarlo.
Cuando te quedaste dormido, me levanté de la cama. Conchita se había ido al pueblo y estábamos solos tú y yo. Todo estaba en silencio y recorrí lentamente el pasillo. Entonces, tuve la impresión de que tu hermano estaba allí. Llevaba nueve años muerto y le sentí como si estuviera muy cerca, oculto en algún lugar de la casa. Fue una impresión tan intensa que tuve que apoyarme en la pared para no perder el equilibrio. Me resulta difícil explicarte esto. No se trataba de que yo me lo imaginara sino que lo sentía como real, por más que me diera cuenta de que no era posible. Incluso llegué a llamarle por lo bajo. Antonio, le decía, ¿dónde estás? Me parecía que todos esos años había estado escondido en algún lugar de la casa, en una habitación como la que había construido Jandri, el hermano de Sara. Una habitación secreta, oculta tras un armario o unas cortinas, donde estaría aguardando a que le fuera a curar, porque su herida continuaba abierta. Porque tu hermano no había muerto en un accidente de coche, como te habíamos dicho, sino jugando con la pistola de tu padre. Y por eso yo le culpé a él de su muerte, ahora sé que sin ninguna razón. Pero le culpé porque no me gustaba su trabajo, ni que metiera armas en casa. Ni que se las enseñara a tu hermano, y hasta le dejara jugar con ellas, quitándoles las balas. Un día en que tu padre no estaba, Antonio cogió la pistola a escondidas y, jugando con ella, se le disparó. Estaba solo en casa y cuando llegamos se había desangrado y no pudimos hacer nada por salvarlo.