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Hay un hecho muy remoto cuyo sentido sólo comprendería muchos años después, cuando supe que mi padre y Carmina habían sido amantes. Fue un descubrimiento doloroso, pues Carmina fue muy amiga de mi madre. De hecho, había sido su compañera casi inseparable en el pueblo. Ya he contado que a mi madre no le gustaba pasar allí los veranos. Se sentía muy sola y no estaba a gusto en el caserón que habíamos heredado. Además, la tía Marta cogió la costumbre de visitarnos. Esperaba a que nos instaláramos y se presentaba una o dos semanas después. Según mi madre, el tiempo justo para encontrarse con la casa bien limpia. Venía en un taxi, cargada de maletas y de paquetes, y ocupaba casi por completo el piso de arriba. Las paredes de su habitación estaban forradas de tela, y la cama era tan alta que para subirse tenía que poner un taburete. Mientras fui pequeño tenía que ir todas las noches a darle un beso de despedida. Entonces me hacía arrodillar y rezábamos tres avemarías, pidiendo a Jesús que protegiera a la familia.
En una esquina del cuarto había una puerta que daba al desván, pero no me dejaban subir porque decían que el tejado necesitaba arreglo y que podía ser peligroso. Lo más bonito de aquel cuarto era la ventana del patio. Había una parra enorme que lo cubría por entero, y en la que se refugiaban centenares de pájaros. Por las mañanas se ponían a piar a la vez. Mi madre y yo dormíamos en la habitación de dos camas que daba a la carretera, y mi padre, en la del cazador. Estaba en el patio, junto al lagar, y la llamábamos así porque en ella se guardaban las escopetas de caza y había cuadros de conejos muertos y de perdices que parecían frutas recién cortadas.
Toda la casa estaba llena de las fotografías de nuestros antepasados, tíos y tías, abuelos, abuelas y bisabuelas, que te miraban desde sus marcos con una expresión grave y recriminatoria, como si todo lo que hacías fuera pecado: correr por el pasillo, bajar las escaleras de tres en tres o jugar con las chapas sobre las baldosas. Las puertas estaban cerradas y las ventanas cubiertas de pesadas cortinas que ensombrecían las habitaciones. Era una casa triste, con esa tristeza que queda en los lugares cuando alguien se ha muerto. Una casa llena de ausencias, como decía mi madre.
Tal vez por eso ella prefería estar en el patio donde al menos daban el aire y el sol. En esa época yo no me separaba un momento de su lado. Era una obsesión, tenía que sentirla junto a mí; verla o, al menos, escuchar su voz, como si tuviera miedo a que pudiera desaparecer si me descuidaba. Y allí, en el patio, nos pasábamos las horas. Había una higuera y, sobre todo, aquella parra que se extendía por el aire creando un mundo flotante lleno de racimos verdes y de hojas grandes como manos. Las palomas picoteaban por el suelo, y por encima de tapias y tejados se veía la torre de Santa María, con su eterno nido de cigüeñas. Al atardecer, oías el crotorar de los cigoñinos, que sonaba como si chocaran dos tablas.
Tenía razón mi madre al decir que el pueblo estaba lleno de suciedad. Era porque los animales andaban sueltos por las calles. Había dos caños, el de Santa María y el de San Ginés, y las caballerías iban a beber por las tardes. A veces iban solas, bebían en el pilón de piedra y regresaban a las cuadras dejando por las calles el rastro de sus excrementos. A nadie le importaba, porque sin las caballerías no habrían podido arar los campos, trillar el trigo o transportar la alfalfa y el maíz. El pueblo estaba atravesado por dos arroyos, y la gente arrojaba en ellos todo lo que se le antojaba. Nuestra vecina, que vivía junto al Arco, tenía patos y daba gusto verlos cuando abría la puerta del corral y los animales se bañaban en el arroyo que pasaba por su lado, como si sus aguas fueran las más limpias de la tierra. Mi madre solía decir que todo depende de cómo miramos las cosas. Si tienes hambre, un trozo de pan puede ser un manjar, y para aquellas criaturas el arroyo sucio era como el río Jordán.
Lo del río Jordán lo decía por la botella que don Bernardo había regalado a la tía Marta. Fuimos Poldo y yo quienes se la fuimos a llevar de su parte. Pero hicimos algo que me torturó durante meses. El padre Bernardo nos había dicho que aquel agua tenía el poder de obrar milagros, porque el río Jordán era el que había elegido Jesús para bautizarse, y Poldo pensó que si se la dábamos a Paula se curaría. Se la hicimos beber y tras rellenar la botella con agua del pozo, se la llevamos a la tía.
Pues bien, un sábado de invierno mi madre tuvo que irse a Zamora porque el abuelo Abel se había puesto enfermo. Dejó preparada nuestra ropa, la comida y un papel con una serie de recomendaciones para mi padre. La principal, que no me dejara salir de casa pues aún estaba muy débil a causa de unas anginas. Pero a mi padre, cuando nos quedamos solos, le faltó tiempo para decirme que esa tarde íbamos a hacer una escapada al pueblo porque tenía que tratar unas cosas con Gonzalo.
El viaje me resultó extraño. Las tierras estaban casi blancas y la niebla empezaba a formarse. Llegamos cuando ya casi había oscurecido. No se veía a nadie por las calles, y nos encaminamos a casa de Carmina. Pero Gonzalo no estaba porque se había ido a resolver no sé qué asuntos a Medina de Rioseco. Mi padre dijo que era un irresponsable, que él se molestaba en viajar hasta allí para verle y le daba plantón. Y me pidió que me fuera con Paula. Mi padre y Carmina no dejaban de hablar y reírse. La casa estaba muy fría, y la cocina, llena de suciedad. Nadie había fregado los platos, que estaban en el fregadero con restos de comida. Paula estaba sentada en su silla y, al verme, se puso a gimotear. Yo no sabía qué hacer para entretenerla. Olía mal, y no quería acercarme ni que me tocara, pues tenía miedo a que me contagiara algo. Carmina apareció un momento y se puso a acariciarla. A pesar del frío, sus mejillas estaban encendidas y sus ojos llenos de luz, como si no se diera cuenta de la suciedad de la casa, ni del mal de su hija.
– Ahora vuelvo -me dijo desde la puerta-; anda, cuídala un poquito por mí.
Me quedé solo con Paula. Las babas se le caían de la boca, pues quería decirme algo que yo no lograba entender. Pensé en el agua del río Jordán y en que no había servido de mucho. Carmina regresó poco después. Estaba muy nerviosa y se puso a abrazar y a dar besos a Paula. También me abrazó a mí. A pesar de haber estado con Paula, no olía como ella, sino de una forma que me recordó el olor de las eras en el verano.
– Tienes mucha fiebre -me dijo.
Entonces se arrodilló a mi lado y me chupó la oreja. Se la metió entera en la boca, como si sintiera deseos de comérsela. Nunca antes me habían hecho algo así.
– Cuida mucho a tu mamá -me dijo al levantarse-, ella no es como yo.
Mi padre nos estaba esperando en la puerta.
– Este niño está ardiendo -le dijo.
Me despedí de Carmina y vi cómo mi padre se inclinaba sobre ella y le decía algo. A Carmina se le escapó la risa, una risa desquiciada, como si estuviera pensando en quemar la casa con ella y Paula dentro después de irnos. Cuando estábamos en el coche, me volví varias veces esperando ver salir llamas por las ventanas.
Ya había anochecido y la niebla se hizo aún más densa en el viaje de regreso. Al llegar al páramo casi no se veía nada. Dejamos atrás la estación eléctrica de La Mudarra y nos encaminamos hacia Villanubla, donde había un aeropuerto militar. La carretera cruzaba las pistas y, cuando iba a aterrizar un avión, la cerraban con un paso a nivel. Pero dejamos de ver la carretera a causa de la niebla. No sabíamos dónde estábamos y mi padre, después de vagar un rato por las pistas, detuvo el coche. Oímos un gran ruido y vimos cómo algo se abalanzaba hacia nosotros. Era un avión. Sus faros brillaban en la niebla como dos ojos enormes, y la cabina parecía el pico de un ave. Se detuvo muy cerca. Entonces giró un poco y pude ver en la ventanilla a un niño vestido de marinero. Mi hermano había muerto dos años atrás, y en el comedor estaba la foto de su primera comunión. Y aquel niño se parecía a él. Todo sucedió muy rápido, pues enseguida vimos perderse el avión en la niebla. Me volví hacia mi padre. Estaba ardiendo y me dolía tanto la garganta que apenas podía hablar.
– Papá -le dije-, había un niño en el avión.
Oímos sirenas y llegaron varios coches. La pista se llenó de militares. Mi padre se bajó del coche y estuvo hablando con ellos. Vino a buscarme y anduvimos por la pista hasta ver las luces de los hangares. Frente a ellos estaba el avión con el que habíamos estado a punto de chocar. Allí estaba el piloto y todos pedían disculpas a mi padre. Según parece, el soldado que estaba de guardia se había dormido y no había bajado el paso a nivel. En una de esas idas y venidas, mi padre se acercó a mí y cogiéndome por los hombros me dijo:
– Ya pasó todo, no te preocupes.
En cuanto mi padre me dejó solo un momento, me puse a devolver. No podía olvidarme de lo que había visto. Aquel avión tan cerca, y allí arriba, asomado a su ventanilla, el niño vestido de primera comunión. Unos soldados vinieron a ayudarme y oí que mi padre les decía que estaba enfermo. No sé cuánto tiempo tardamos en salir, pero en el viaje de vuelta él me dijo que nadie debía saber lo que había pasado esa tarde. Al llegar a Valladolid, y antes de bajar del coche, me hizo prometer de nuevo que no le contaría a nadie, sobre todo a mi madre, que habíamos estado en el pueblo.
Esa noche dormí de un tirón, y al día siguiente, que era domingo, me levanté casi sin fiebre y fuimos a buscar a mi madre al autobús. El abuelo ya estaba bien. Mi madre llevaba un vestido nuevo y no paraba de hablar. Yo me fijaba mucho en su ropa e incluso la ayudaba a doblarla y a guardarla en el armario. Era muy bonita allí en los cajones o colgando de las perchas, pero aún más cuando era ella quien la llevaba. Entonces las telas parecían vivas.
Cuando mi madre y yo nos quedamos solos enseguida sospechó algo. Mi madre siempre sabía lo que me pasaba y me preguntó si no tenía nada que contarle. Le dije que no. Por la noche me preparó una de sus bañeras especiales. Echaba jabón y agitaba el agua. La espuma formaba sobre el agua cordilleras blancas que recordaban nubes flotando en el aire. Me puse a jugar a que mi mano era un avión y las atravesaba sorteando peligros. Y vi a mi madre en la puerta. El vapor del agua había humedecido su piel, y estaba tan guapa que parecía que de un momento a otro iba a ponerse a bailar como en aquellos musicales americanos que tanto nos gustaban.
– ¿Me lo vas a contar o no? -me preguntó con una sonrisa.
Estaba deseando hacerlo, pero me acordé de la promesa que le había hecho a mi padre, y lo que le conté fue la historia de la botella de agua del río Jordán. Cómo Poldo y yo habíamos engañado a la tía, pues el agua verdadera se la habíamos dado a Paula para que se curara.
Mi madre me abrazó conmovida.
– Es una historia preciosa -me dijo-. No tienes que avergonzarte de haber hecho algo así.
Luego me llevó a la cama y me acostó. Esa noche no quería separarse de mí. Entonces, me puse a llorar yo. De una forma incontenible, desconsolada, como si el caudal de mis lágrimas ya no fuera a detenerse nunca.
– ¿Por qué lloras? -me repetía una y otra vez, tratando de consolarme-, sólo queríais que Paula se curara.
Pero yo no lloraba por eso. Lloraba por mí, pero también por el niño que iba en el avión, y que no sabía si había sido real o una alucinación de la fiebre, y lloraba al preguntarme por qué éramos tan infelices y por lo que iba a ser de nosotros. Recuerdo que en ese tiempo yo vivía obsesionado con la idea de que mis padres, a los que oía discutir sin descanso, pudieran separarse. Marga me había dicho que en el extranjero era normal y que muchas parejas lo hacían.
– No es para tanto -decía-. Fíjate en las actrices, cambian de marido como de vestido. Es mejor eso que estar todo el tiempo tirándose los trastos a la cabeza.
De todas las chicas que tuvimos en casa, Marga fue a la que quise más. A veces, cuando volvía de uno de sus paseos, le preguntaba si se había acordado de mí.
– Nada, ni pizca. ¿Por qué iba a hacerlo si tú y yo no somos nada?
Pero lo decía con una sonrisa limpia y desafiante que me llenaba de felicidad.
– ¿Sabes qué me pasa contigo? -añadía-. Que cuando dejo de verte me olvido de ti.
Marga era como esos pájaros que se posan a tu lado y que reemprenden el vuelo si los vas a coger. Le gustaba mucho el cine e iba casi todas las semanas, en su tarde libre. No había detalle en que no se fijara. En los vestidos que llevaban las protagonistas, en cómo eran las ciudades y las casas en que vivían. Tenía una memoria prodigiosa y era capaz de retener largas escenas de diálogos, aunque con ella nunca podías estar seguro de que no se estuviera inventando la mitad. Mi madre, que iba y venía por la cocina mientras Marga me daba de cenar, solía intervenir para corregirla.
– Marga, Marga -le decía muy seria-, deja de contar truculencias, que luego el niño no puede dormir.
Una noche regresó a casa más excitada que nunca pues había visto Drácula, príncipe de las tinieblas. Todavía hoy, cuando pienso en los vampiros y en su búsqueda de nuevas víctimas con las que saciar su sed de vida, pienso en Marga y la veo junto a mi cama contándome, temblorosa, su historia.
– Te lo juro, no tengo palabras para explicarte lo que acabo de ver.
Pero ¡vaya si tenía palabras! Empezó a contarme la película y siguió sin parar hasta que mi madre la llamó.
– ¡Ya voy, señorita!
En ese momento me estaba describiendo la escena en que el conde Drácula chupaba la sangre de la pobre Lucy.
Continuó su relato al día siguiente, mientras me llevaba al colegio. Estábamos en invierno y apenas se distinguían los árboles más allá de tres metros, a causa de la niebla. Daba un poco de miedo caminar por unas calles que recordaban las calles de Londres y los crímenes de Jack el Destripador. Al llegar a la plaza de España vimos los árboles sin hojas, parecidos a esqueletos.
– Eso era lo peor -continuó Marga-, que cuando te miraba te quedabas sin voluntad y tenías que obedecerle a la fuerza.
Lo que más le había impresionado de la película era que las chicas no gritaban cuando Drácula entraba en su cuarto, aunque les diera miedo. El conde les chupaba la sangre y ellas se quedaban quietas, como pajaritos hipnotizados por la mirada de un reptil.
Algo parecido le pasaba ella con su feriante, que bastaba una llamada suya para que perdiera la voluntad y los buenos propósitos.
– ¿Te acuerdas del conde Drácula? -me preguntó después de una de aquellas llamadas, con una mirada extraviada-, pues Javi es igual. Tengo que hacer lo que me pide.
Una tarde fuimos a ver una película de amor. A mí me había aburrido un poco, pero di por supuesto que Marga se lo había pasado en grande. Se lo pregunté y me sorprendió su respuesta tajante.
– No me ha gustado -me dijo-. El amor tiene que dar miedo para ser verdadero.
El amor no se regía por la razón. No era algo que elegías tú, sino que te elegía. Mi madre decía que era como un hechizo y que, bajo su efecto, podías prendarte de lo primero que te salía al paso. Era eso lo que le había pasado a la pobre Marga con aquel feriante y no se podía hacer nada para remediarlo, salvo esperar a que los efectos de ese hechizo pasaran.
Yo la miraba sin entender muy bien qué me quería decir, así que mi madre añadía con una sonrisa provocadora:
– Cuando seas mayor y te vayas detrás de la primera burrita que se ponga a mover las orejas y el rabo delante de ti, sabrás lo que quiero decir…
La película de Drácula había quedado grabada en mi imaginación infantil gracias al vivo relato de Marga y, cuando volvieron a reponerla unos años después, fui a verla lleno de interés. Recuerdo haber permanecido largo rato a la salida contemplando el cartel en el que se veía la boca abierta de Drácula y sus colmillos afilados llenos de sangre. Acababa de cumplir catorce años y los ojos se me iban detrás de todas las chicas que veía. Ahora entendía la mezcla de rechazo y fascinación con que Marga me había hablado de los vampiros. Me repugnaba su maldad, su deseo de hacer daño, pero a la vez sentía en la intensidad febril de sus ojos, la locura de mi propio deseo.
A mediados de septiembre, murió un compañero de clase. La noticia me sorprendió recuperándome de una borrachera. Fue el primer verano que pasé separado de mis padres. Ellos aún no habían vuelto de las vacaciones y yo estaba viviendo en casa de la tía Marta, pues ese año me habían suspendido un par de asignaturas y había tenido que quedarme en Valladolid para ir a una academia. Y esa tarde, a la salida de clase, decidí pasarme por un bar al que solía ir con Alberto, mi amigo de entonces. Me encontré con un viejo conocido. Había sido boxeador y a Alberto y a mí nos gustaba que nos contara historias de su juventud. Me bebí dos copas de coñac. Fuimos a un nuevo bar donde seguí bebiendo, y de pronto me sentí mal. Mientras aquel hombre me hablaba de sus viejos combates, todo empezó a darme vueltas. Vomité en el servicio, pero eso no mejoró mi estado. A duras penas logré salir a la calle, y cuando quise darme cuenta, me vi en el interior de un patio. Estaba tumbado en el suelo y, aunque quería pedir ayuda, no lograba articular palabra ni moverme. El aire fresco de la noche me alivió un poco y, con dificultad, pude regresar a casa. Ni la tía ni Sara se dieron cuenta de mi estado, porque estaban viendo un programa de televisión. La luz de neón se reflejaba en sus rostros dándoles un aire de ultratumba. Pensé en los zombis y en que esa noche tal vez vendrían a buscarme para rematar la tarea del coñac.
Fue una noche de perros. La cama giraba sin cesar llevándome con ella y tuve que levantarme varias veces a devolver. Ya de madrugada logré conciliar el sueño, pero apenas me había dormido cuando Sara vino a despertarme. Era mi madre que me llamaba por teléfono para decirme que Ibáñez, un compañero de colegio, acababa de morir, y que esa misma mañana a las doce se celebraba en el colegio su funeral. Estaba muy afectada y me pidió que no faltara a la misa. De modo que me duché y me dirigí al colegio.
Cuando llegué, reinaba una atmósfera de desolación. Los padres se desplazaban austeros por el pasillo, y los niños, todos de uniforme, se amontonaban en las puertas como ovejas asustadas. Fuimos entrando en la capilla, donde estaba el ataúd de Ibáñez. A su lado estaba la madre, vestida por completo de luto. Fue una ceremonia grave, premiosa y doliente. La oficiaron varios padres, que se detenían cada poco para entonar sus cánticos fúnebres. Nuestro padre espiritual se encargó del sermón de despedida. Nos dijo que no debíamos estar apenados por nuestro compañero. Su vida, como la de san Juan, el discípulo amado de Jesús, cuyo nombre llevaba, había estado dedicada a hacer el bien, y aquella ceremonia debía ser una fiesta ya que nuestro compañero había abandonado por fin este mundo para volar al cielo con los ángeles.
Nadie dudó de que fuera así, pues Ibáñez había sido desde los primeros cursos un niño ejemplar. Pálido, de aspecto enfermizo, nunca protagonizó un acto de indisciplina y sólo vivía para ocuparse de los demás. Un niño santo, como dijo el padre en un momento de su sermón. Yo lo escuchaba muerto de vergüenza. Me dolía terriblemente la cabeza y no podía olvidar que mientras él se estaba muriendo yo estaba en el bar, malgastando las horas con todos los borrachos de la ciudad y dando mis primeros pasos en falso.
Unos días después, y acompañados de uno de los padres, un grupo del curso fuimos a dar el pésame a la madre de Ibáñez. Era viuda, vivía en una casa oscura, repleta de muebles pesados, y por todos los lados había fotografías de su único hijo. Estaba muy pálida e iba vestida de riguroso luto, pero nos atendió con delicada cortesía, y sin que en ningún momento mostrara rebeldía por aquella muerte. Nos confesó que su hijo pensaba meterse jesuita, y que lo único que sentía es no haber podido estar en la ceremonia en que hubiera cantado misa y haberle visto vestido de sacerdote. Fue a despedirnos a la puerta y entonces me preguntó por mi madre. Se conocían desde hacía años, aunque apenas se veían.
– Dile que no se deje llevar por la desesperación -me susurró con una sonrisa extraña-, que nuestros hijos están en el cielo. Es así como lo ha querido Dios.
No se lo dije. Yo nunca hablaba con mi madre de mi hermano porque sabía que la hacía sufrir. Habían pasado muchos años desde el día de su muerte, pero seguía sin aceptarla. Reprochaba a aquel Dios en el que creía que se hubiera llevado a su hijo. ¿Qué sentido tenía que se lo hubiera dado si no le había dejado crecer? Por primera vez me sentí orgulloso de su dolor, porque me parecía que me protegía. Recuerdo que esa noche, cuando regresé a casa, me abracé a ella. Luego le estuve hablando de la madre de mi compañero, cuya serenidad no entendía.
– No debes juzgarla -me dijo-. Las madres son arcas cerradas.
Me miraba con una intensidad desconocida, nueva, como si nunca me hubiera visto, o como si en unas horas ya no fuera a ser el mismo y quisiera grabar cada uno de mis rasgos en su memoria antes de que esto pasara.
Al día siguiente fui a buscar a Alberto, y estuvimos dando un paseo. Estaba apenado porque no le habían elegido para ir en representación del curso a dar el pésame a la madre de Ibáñez, y me estuvo preguntando por esa visita.
– ¿No te llamó el padre? -le solté.
– No, ya sabes que no.
Íbamos al colegio de los jesuitas, que era donde iban los hijos de las familias acomodadas de la ciudad. Alberto tenía una beca, gracias a sus buenas notas. Pero nunca olvidaban que procedía de una familia pobre.
Me preguntó por la madre de Ibáñez.
– No sé qué pensar. Decía que su hijo estaba en el cielo y que eso la hacía feliz.
Los árboles daban al paseo un aire cerrado, hermético, como si todos estuviéramos prisioneros en una gran jaula. Acompañé un trecho a Alberto y luego me dirigí a casa de la tía. Tuve que cruzar el Campo Grande, que apenas estaba iluminado. Me acordé de Marga, de aquel amor que había sentido de niño por ella. Era como la princesa Labán, la protagonista de un cuento que solía contarme, y que hablaba de una princesa que salía por las noches a su jardín. Su cuerpo se ponía a brillar en la oscuridad, iluminando los estanques, las flores y los tejados próximos. Marga tenía ese mismo poder, venía a ti con cosas que nunca sabías de dónde sacaba. Transportaba esas cosas de un universo a otro, como hacían las caravanas de seda y especias. Y a su alrededor estaba la oscuridad y su mundo de muertos vivientes, el mundo al que pertenecía mi hermano.
Crecí con esa presencia incierta gravitando fatalmente sobre mi vida. Me decían que mi hermano había muerto en un accidente en la carretera y hasta aquel viaje que mi madre y yo hicimos juntos no conocí la verdad. Acababa de cumplir catorce años y ella pensó que era una buena ocasión para que visitara Madrid, donde uno de sus hermanos, el tío Óscar, tenía una joyería.
Óscar era el hermano preferido de mi madre. Tenía una hermosa voz de tenor y cualquier motivo le parecía bueno para ponerse a cantar. Entonaba romanzas de zarzuelas, habaneras, jotas y canciones montañesas, con una voz cálida y honda con la que llegaba a emocionarnos a todos. Especialmente a su mujer, mi tía Chelo, que casi siempre terminaba llorando cuando le escuchaba. Llevaban más de quince años casados y todavía se lo quedaba mirando como preguntándose de dónde podía haber salido. Era de esas mujeres que parecen vivir para repetir con sus novios o esposos la misma relación que tuvieron de niñas con su propio padre.
Tenían dos hijas mellizas, las primas Marta e Isabel. Tan iguales entre sí que hasta a su propia madre le costaba distinguirlas, sobre todo porque a ellas les encantaba contribuir a ese juego de la confusión intercambiando papeles, nombres y vestidos. Al único que no engañaban era a su padre, al que le bastaba con oírlas hablar para que su fino oído musical le permitiera identificarlas sin posibilidad alguna de error.
– El oído es el único órgano que no nos engaña -solía decir el tío Óscar.
La tía Chelo era madrileña y, aunque los primeros años de matrimonio los habían pasado en Zamora, donde el tío se hizo cargo de la joyería del abuelo, siempre había soñado con regresar a su ciudad y a su barrio. No concebía la vida lejos de Lavapiés y el Retiro, del paseo del Prado o la plaza de Cibeles, y no cejó hasta que convenció a su marido para que trasladara allí su negocio. Desde entonces no les habíamos vuelto a ver. Mi madre siempre andaba diciendo que teníamos que ir a conocer su nueva tienda, pero pasaba el tiempo y seguíamos sin hacerlo. Ese verano, mi madre y mi padre habían vuelto a hablar de ello.
– Llevamos casi dos años sin ver a las niñas -dijo mi madre-. Ya serán unas mozas.
Marta e Isabel acaban de cumplir doce años, dos menos que yo, pero a mi padre este argumento no le pareció demasiado relevante, pues ni siquiera se dignó contestar. Y ella volvió a insistir.
– A ver si sabes qué nombre le ha puesto Óscar a la joyería.
Estaba haciendo punto, y al preguntar esto casi se le escapa la risa.
Mi padre volvió a encogerse de hombros.
– Dos de Mayo.
– Tratándose de Madrid, no me parece muy original. Esperaba más de tu hermano.
Ella estaba sentada junto a una de las ventanas, con la caja de la costura. Estaba muy pálida y tenía los ojos enrojecidos. Hace un momento los había oído discutir. Pero su ira de antes parecía haberse cambiado por una cansada conformidad.
– Bueno -dijo-, todo depende del motivo, ya sabes cómo es Óscar. No es por el levantamiento contra los franceses, sino por las niñas. Nacieron en mayo y fueron dos. ¿No te parece gracioso? Dos de mayo, qué ocurrencia…
Mi padre la miró, como tratando de entender qué tenía aquello de gracioso.
– Es bueno reírse de las cosas.
Y un día, después de comer, a mi madre se le ocurrió la idea de ir conmigo a Madrid a ver a su hermano. Mi padre se había sentado en su sillón a leer el periódico y asintió distraído con la cabeza, pues no solía dar importancia a las cosas que decía mi madre, confiando en que se le olvidaran. Pero unos días después, cuando regresó de la comisaría, nos encontró con las maletas hechas. Era jueves y ella quería que nos quedáramos en Madrid hasta el domingo, con lo que yo sólo perdería dos días de colegio. Se había puesto un bonito abrigo de paño y unos zapatos de tacón que le daban un aire de independencia y desenfado.
Mi padre nos llevó a la estación y ninguno de los dos dijo nada durante el trayecto. Al llegar, cargó las maletas hasta el andén y estuvo esperando con nosotros el tren. Mi madre estaba muy nerviosa y cuando él la miraba, apartaba la vista. Noté que pasaba algo entre los dos, y, en efecto, cuando llegó el tren y fue a besarla para despedirse, ella sólo le ofreció la mejilla.
– He hablado con Óscar -le dijo con una mueca de dolor, como si ese beso la hubiera quemado-, nos estará esperando en Atocha.
Mi padre iba a decir algo, pero ella se lo impidió poniendo los dedos sobre su boca.
– Ahora no, por favor -le soltó.
Mi padre nos ayudó a subir las maletas y se despidió temeroso de que el tren pudiera arrancar. Le vimos saludarnos desde el andén agitando la mano. Miraba a mi madre con una mirada inquisidora, como si sorprendiera algo en ella que hasta ese instante no había visto. El tren se puso en marcha y mi padre se hizo más y más pequeño.
Estábamos solos en el compartimiento y, antes de sentarnos, mi madre tendió los brazos para abrazarme.
– Ya eres tan alto como yo -murmuró con una sonrisa.
Permanecimos un rato inmóviles, mirando por la ventanilla. Las casas se deslizaban a nuestro lado y veíamos sus ventanas brillando en la luz oblicua de la tarde como diminutas charcas. Cuando dejamos atrás la ciudad, los tejados se volvieron rojos. Estaban rodeados de árboles, y me pareció escuchar los cantos de los pájaros. Era como si en el mundo no hubiera palabras ni hombres.
– ¿Sabes cuál es mi problema? -murmuró mi madre sin apartar los ojos de la ventanilla-, que no puedo olvidar.
Teníamos el compartimiento para nosotros solos, y nos sentamos junto a la ventanilla, el uno enfrente del otro. Mi madre sacó un libro de su bolso pero, en vez de ponerse a leer, se quedó con él sobre las rodillas. Estaba absorta en sus pensamientos, como si quisiera saber el porqué de su vida, el porqué de las cosas que nos pasaban. Y estuve un largo rato observándola. Me recuerdo muchas veces así, contemplándola a hurtadillas. En esos instantes todo me parecía posible, hasta que abriera el balcón y se escapara descolgándose por la fachada como si fuera un gato y no la volviéramos a ver.
Recuerdo una noche en que algo me había sentado mal. Me dolía mucho la tripa y la llamé. Me preparó una manzanilla y estuvo hablando conmigo. Ya casi me estaba durmiendo cuando se abrazó a mí y me dijo:
– Tú no te vas a morir. Pasará el tiempo y llegarás a ser un viejecito, pero nunca morirás.
Me hablaba como si estuviera debajo del agua y no pudiera abandonar ese reino oscuro y frío para volver con los hombres, lo mismo que les pasaba a esas moras cautivas que vivían en las fuentes. Muy cerca de Zamora estaba la fuente de la Teja, y mi madre me contaba que en ella vivía una mora que atraía con su canto a los muchachos que se acercaban. Pero al descubrir que ninguno de ellos era el que amaba, los ahogaba llena de ira.
Mi padre decía que estaba llenando mi cabeza de tonterías y que así nunca me haría mayor. Según él, sólo la razón podía ayudarnos a entender el mundo.
– ¿La razón? -replicaba ella-. Nuestra vida no cabe en una casa tan pequeña.
Y solía contar la historia de un santo que un día estaba en la playa reflexionando sobre el misterio de Dios y había visto cómo un niño cogía el agua del mar con una concha y la llevaba a un pequeño agujero que había en el suelo. Le preguntó qué estaba haciendo y el niño le dijo que quería llevar el mar a ese agujero. El santo se echó a reír y le contestó que eso no era posible, que tanta agua nunca cabría en un espacio tan reducido. Y el niño, que en realidad era un ángel, le contestó que eso mismo trataba de hacer él queriendo resolver los misterios de aquel Dios infinito.
El tren se detuvo en un pueblo. La estación era un pequeño edificio descolorido. Había varios árboles y unos parterres de césped poco cuidado. Más allá se veían las calles, con una hilera de farolas verdes y de bancos públicos, a la misma distancia unos de otros. Había un buzón y una parada de autobús, y pasos de peatones señalizados. La luz era clara y en la distancia se veían nubes blancas y densas que flotaban en el aire. Una cometa se había enredado en los cables de la luz y se balanceaba por encima de una casa de tejado abovedado y rojo. Me gustó aquel pueblo, que no aspiraba a ser algo que nunca podría ser: las calles, los jardines, las tiendas todo había sido construido con modestia. Y pensé en todos los que vivían allí, y en si también ellos tendrían misterios y secretos que no podían contar a nadie.
Y ahí estaba, sentada a mi lado, ese hermoso misterio que era mi madre. A veces me sonreía, como dejándome asomarme a él. Era entonces como si encendiera la luz de una habitación desconocida y enseguida la volviera a apagar sin apenas haberme dado tiempo a mirar. Como el niño de la playa, yo también trataba de trasladar algo inmenso a un espacio minúsculo. Pensaba en lo dulce que sería tener a mi madre dentro de una botella y poder llevarla conmigo. Pero eso no era posible.
El tío nos estaba esperando en la estación. Era grande y fuerte, tenía unos ojos infantiles inmensos, que permanecían abiertos con expresión de asombro. Lo primero que hizo fue llevarnos a la joyería. Estaba cerca de allí, junto a la plaza de Santa Ana. Se llamaba, en efecto, Dos de Mayo y en el escaparate había puesto un viejo grabado de la revuelta popular del pueblo de Madrid contra el ejército de Napoleón, al que mi tío veneraba. Era una tienda muy bonita, con una fachada azul en la que las letras destacaban con su pintura de oro. El abuelo Abel había muerto dos años atrás y el tío había heredado la joyería. Mi madre casi se pone a llorar al entrar y ver los muebles de la tienda en que había pasado la infancia y parte de su juventud. El tío le estuvo mostrando sus últimas adquisiciones. Nos enseñaba las joyas como si no las tuviera allí para venderlas, sino por placer.
Algo dulce, extraño, vibró en la voz de mi madre al decir:
– ¿Por qué nos atraerá lo que brilla?
La casa del tío estaba muy cerca, en un barrio tranquilo, de gentes laboriosas y humildes. Había árboles en las plazas y la luz era casi blanca. La casa daba a una placita llena de castaños. Mi tía y mis primas nos aguardaban en la puerta. Mis primas acababan de regresar del colegio y aún llevaban los uniformes puestos. Las encontré muy cambiadas. Sorprendía lo parecidas que eran. Tenían los ojos de un azul intenso, con una expresión próxima a la burla. Después de besarnos, su madre les dijo que se fueran a cambiar y ellas desaparecieron por el pasillo como dos gallinitas de agua. La casa estaba llena de luz del atardecer. El tío dijo que aquella luz, la de la sierra, no tenía igual en el mundo. Combinaba la luminosidad y el silencio, y había inspirado la pintura de Velázquez.
Tras la merienda salimos a pasear. Parecía un día de fiesta y nadie tenía prisa. Los bares estaban llenos y olía a calamares fritos. La plaza de Santa Ana bullía de palomas. Picoteaban por el suelo sin que apenas les afectara nuestra presencia, hasta que el ruido de una moto las asustó y emprendieron el vuelo como pañuelos arrebatados por una corriente de aire.
No tardamos en regresar a casa. Mientras la tía preparaba la cena, las primas me llevaron a su cuarto. Me enseñaron sus tebeos y sus libros, los cuadernos del colegio, su pequeña colección de sellos, y me estuvieron preguntando cómo era Valladolid, si tenía metro, si había un parque para pasear en barca o zoológico, o si alguno de sus comercios se parecía a Galerías Preciados. Me contaron que este almacén tenía siete plantas y para subir de una a otra había unas escaleras que se movían solas. De vez en cuando se apartaban y cuchicheaban como un par de conspiradoras que traman un plan, lo que me creaba una gran incomodidad.
Volvimos al cuarto de estar. El tío no paraba de hablar y la tía había cogido la caja de la costura, que tenía sobre las rodillas. Mi madre apenas les hacía caso. Estaba ensimismada y callada, atenta a una voz lejana que sólo ella escuchaba. Le dolía la cabeza y dijo que se iba a acostar. También lo hicieron la tía y las primas, que al día siguiente tenían que madrugar para ir al colegio, por lo que me quedé solo con el tío, que se empeñó en enseñarme su colección de objetos napoleónicos. Los guardaba como si se tratara de un tesoro. Botones de las casacas, monedas de la época y hasta cuchillos y armas. Visitaba con otros amigos los lugares de las viejas batallas y buscaban los objetos que habían perdido los soldados sirviéndose de un detector de metales. Aunque pareciera mentira, a pesar del tiempo transcurrido aún encontraban cosas. Luego, tras comprobar que todas las mujeres estaban acostadas, se acercó a mí y me dijo casi al oído:
– ¿Sabes qué pienso yo? Que más nos hubiera valido que José Bonaparte hubiera seguido reinando y no la acémila que vino después. Seríamos hoy un país moderno y nuestra historia reciente habría sido muy distinta. -Y, guiñándome un ojo, añadió-: Ni siquiera Franco estaría donde está. Somos la vergüenza de Europa.
Me lo quedé mirando. Sus ojos brillaban intensamente y, al hablar, no dejaba de mover las manos. Eran muy delgadas, y sus movimientos, elegantes y precisos, parecían guardar la memoria de generaciones enteras de joyeros y orfebres. Dijo que España era un país de analfabetos. No había libertad y todos creían saber de todo. Pero para saber había que escuchar a los demás, incluso a los que no pensaban como tú. Y aquí sólo se escuchaba lo que decían los curas y los militares. Se quedó pensativo, con la cabeza ladeada. Yo no entendía bien por qué me contaba todo aquello, pero me gustaba estar con él y ser el destinatario de sus confidencias.
Cuando llegué al cuarto, mi madre llevaba un buen rato acostada, y mientras me ponía el pijama, la estuve mirando. Una luz lechosa entraba por la ventana y su rostro flotaba en ella, distante e inmaterial, como la faz de un fantasma. Sobre la almohada destacaban sus rizos alborotados. Parecía la cabeza de una niña. Tenía la cara vuelta hacia la pared y yo apenas distinguía su perfil: la nariz corta, el contorno del pómulo, enérgico y suave a un tiempo. Me incliné y la oí respirar despacio, tranquila. La llamé.
– ¿Estás dormida?
No, no estaba dormida. Mi madre nunca dormía.
– Acuéstate -murmuró-, es muy tarde.
Se tapó con las mantas para que no pudiera verla. Para que no viera que no dormía, que tenía los ojos abiertos.
Al día siguiente, cuando nos despertamos, estábamos solos en casa. Los tíos se habían ido a la joyería, y las primas, al colegio. Desayunamos y salimos a la calle. Hacía una mañana soleada. El cielo era azul, y el aire, limpio y fresco. Los árboles estaban llenos de pájaros y un viento suave movía las hojas. Se oían leves chasquidos, como si corrieran por las ramas seres diminutos. Mientras paseábamos, le conté a mi madre la conversación que había tenido con el tío.
– Hay mucha gente que no quiere a Franco -dijo.
Me contó que al abuelo Abel habían estado a punto de matarlo después de la guerra.
– En ese tiempo todos se volvieron locos -dijo mi madre.
Seguimos paseando. Ella se había agarrado de mi brazo, y apoyó su cabeza sobre mi hombro. Parecía una muchacha abandonada, que no tuviera adónde ir. El cabello le caía como un velo sobre el rostro. Paseábamos bajo los grandes castaños como por un lugar deshabitado, algún valle lejano en el que se oía el piar de los pájaros y el sonido del agua corriendo. La luz se había ensanchado y parecía emanar del suelo, de los arbustos. No era una luz recibida de arriba: era una luz propia, revelada de pronto, que deslumbraba.
– Si algún día no me ves a tu lado -me dijo, enderezando su cabeza para mirarme a los ojos-, sólo tienes que cerrar los ojos y pensar en mí. Entonces iré a buscarte.
– ¿Te pasa algo? -le pregunté.
– No -dijo-, estoy bien. Pero he estado toda la noche y todo el día pensando disparates.
Volvió a inclinarse sobre mi hombro con una mezcla de cariño y dolor, pero enseguida se separó. Se arregló los rizos con la mano, con un gesto maquinal, habitual en ella.
Fuimos al Museo del Prado y a comer. El tío nos había dicho que en la Puerta del Sol había un restaurante en el que todos los platos estaban a la vista y tú podías elegir los que te gustaban. Mi madre disfrutó como una niña, aunque luego pusiera pegas a la comida, que no le pareció nada buena. Al terminar, fuimos andando a Galerías Preciados, el comercio del que la tía y las primas nos habían hablado tanto. Tenía siete plantas y para ir de una a otra se utilizaban unas escaleras mecánicas. Nunca habíamos visto nada igual. Eran las escaleras las que te llevaban sin que tuvieras que moverte. Una de las veces me rezagué a causa de la gente, y mi madre siguió subiendo sola hasta el piso superior.
– Ya ves qué fácil es separarse -murmuró, cuando nos volvimos a reunir-, aunque no te lo propongas.
Y apenas había terminado de decir esto cuando se puso a llorar. Lloraba y se abrazaba a mí, para ocultar las lágrimas.
– Oh, Dios mío, Dios mío… -repetía una y otra vez.
Apenas podía hablar y sólo acertaba a decir cosas que no entendía.
– Aquella sangre… Tenía los brazos así…
El llanto se transformó en un temblor violento. Mi madre se acurrucaba en mis brazos, como tratando de protegerse del frío, y yo trataba de cubrirla con mi cuerpo.
– Lo siento, lo siento… Estoy loca y te hago sufrir -me dijo con una voz baja, ronca, de niña crecida.
A la salida, estuvimos paseando un rato hasta que mi madre se serenó. Un guardia se acercó para ver si le pasaba algo y ella le sonrió al tiempo que negaba con la cabeza. Nos sentamos en una cafetería. Me pidió perdón por el espectáculo que había dado, e inesperadamente empezó a hablarme de mi hermano y de cómo había sido su muerte. Yo sabía que había sido por un accidente, pero desconocía los detalles, pues era un tema del que no se podía hablar en casa. A veces mi padre y mi madre discutían por la noche, y ella le echaba la culpa de algo. Incluso una vez se puso como loca y empezó a romper cosas, y cuando yo entré en el cuarto, mi padre la estaba sujetando para que no se tirara por la ventana.
En el momento del accidente, yo acababa de cumplir seis años. Esa tarde no estaba en casa, pues otro niño me había invitado a su cumpleaños. Mi hermano hacía los deberes y mi madre salió a la calle en busca de algo que se le había olvidado comprar. Al volver, había un olor que le recordó el olor de la cocina del pueblo cuando mataban los pollos. Corrió al cuarto de estar y vio a mi hermano en el suelo, y a su lado, la pistola. Estaba en la misma postura que el hombrecillo del cuadro de los fusilamientos que habíamos visto esa mañana en el museo. Con los brazos abiertos, en medio de un charco de sangre, como un bebé enorme que se hubiera dormido en el suelo.
– Es terrible. ¿No te das cuenta? -añadió-. Estaba mirando hacia la puerta, como esperando verme aparecer.
Aquella pistola era de mi padre. Mi hermano estaba fascinado por ella, y mi padre le había llevado varias veces a la comisaría para que le viera entrenarse. Esa tarde había cogido la pistola a escondidas para jugar y se le había disparado. Y mi madre, enloquecida de dolor, había culpado a mi padre de su muerte. Ahora se daba cuenta de lo injusta que había sido.
– Adoraba a tu hermano. Fue él quien más sufrió.
Permanecimos en silencio. Mi madre estaba muy guapa, con esa belleza de las cosas que no se pueden tocar, de los pájaros cuando se posan un momento para enseguida reemprender el vuelo, de todo lo que no pertenece a este mundo.
– Anda, vamos -me dijo, limpiándose las últimas lágrimas.
El cielo seguía despejado de nubes, y el aire era transparente y limpio, aunque todo me pareció más triste. Mi madre seguía abrazada con fuerza a mi brazo. Mientras paseábamos por el paseo del Prado, me señaló una enorme fuente.
– Es la diosa Cibeles -me dijo-. Se parece a ti, los leones no le hacen daño.
Yo me llamo Daniel, y mi madre me había contado mil veces la historia del profeta. De cómo le habían arrojado a un pozo lleno de leones y éstos, en vez de comérselo, se habían acostado a su lado. Por eso me había puesto aquel nombre, para que las cosas malas de la vida no me pudieran herir.
Más tarde nos dirigimos a la joyería. Me dijo que había quedado con una antigua amiga del colegio, con la que pensaba ir a cenar, y me pidió que me quedara con el tío.
– Espero que mi corderito se porte bien.
Me sonrió. Jugábamos a eso cuando era pequeño. Yo fingía ser un cordero y la seguía balando a todas partes, hasta que ella me cobijaba en sus brazos.
Entramos en la tienda y estuvimos hablando con el tío. Le contamos todo lo que habíamos hecho, salvo nuestra conversación en el café. Mi madre parecía tranquila, pero, al volverse para despedirse, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Iba a preguntarle si le pasaba algo, pero ella me puso el dedo en los labios, como había hecho con mi padre cuando estábamos en la estación.
– Mamá… -acerté a murmurar.
– Todo está bien -me dijo-, sé bueno y no des la lata.
No tenía dónde asirse, dónde dirigir su amargura. Había sacado un espejito del bolso y se miró en él como si mirara a otro lugar cualquiera, más allá de sí misma. Tenía los ojos aturdidos de los seres que no desean, que han dejado de soñar.
Y se fue sin volver la cabeza.
Estuve con el tío hasta el cierre de la tienda y, de regreso a casa, nos detuvimos en un par de bares, donde todos le conocían y le gastaban bromas. El sol rojizo de finales de noviembre bañaba los tejados. La torre de la iglesia, dorada, con el tejadillo cubierto de líquenes verdes, brillaba contra el cielo limpio de la tarde.
Al llegar a casa, la tía estaba muy nerviosa. El tío y ella se pusieron a cuchichear. La tía cada poco levantaba la cabeza para mirarme, como hacen los pájaros cuando beben.
– Anda, vete con las niñas -me dijo con amabilidad.
Vi de reojo al tío echarse las manos a la cabeza.
– ¡Menudo dos de mayo! -exclamó.
Las primas estaban haciendo los deberes y me puse a ayudarlas, pero apenas prestaban atención. Me preguntaban por lo que habíamos hecho a lo largo del día. ¿Habíamos ido al Retiro, a Galerías Preciados? Me acordé de lo que nos había pasado en las escaleras mecánicas, cuando me había separado de mi madre. Y supe que me estaba engañando. No, no estábamos en Madrid porque quisiera visitar al tío y a las primas, sino porque nos iba a dejar.
Fui al cuarto y, en efecto, habían desaparecido su maleta y su ropa. Sobre el embozo de mi cama había un sobre cerrado con mi nombre escrito. Era la letra de mi madre. Habíamos hecho ese viaje porque pensaba irse, y en aquella carta me explicaba sus razones. Pero escondí la carta bajo la almohada y regresé al comedor. Nadie respiró durante la cena. Apenas hablamos y, a pesar de los esfuerzos de los tíos, se notaba una gran tensión. El tío volvió a sacar el tema de las andanzas de los ejércitos franceses, pero nadie le hacía caso. Las primas me miraban en silencio, como dos comadrejas.
Llamaron por teléfono un par de veces y después de la cena estuvimos viendo la televisión. Ponían un concurso de preguntas, y las primas chillaban y aplaudían cuando ganaban sus favoritos. Yo apenas prestaba atención, pues no podía apartar el pensamiento de aquella carta. Volvieron a llamar por teléfono y el tío, después de contestar, me hizo señas para que me pusiera.
– Es tu padre -me explicó, tendiéndome el auricular.
Mi padre me preguntó si me encontraba bien y me dijo que al día siguiente estaría en Madrid. Tenía algo que hacer en el ministerio y, al terminar, iría a buscarme. Me extrañó que empleara el singular, que no mencionara a mi madre. Cuando terminó el programa de televisión, el tío nos dijo que nos fuéramos a la cama. Mi tía me acompañó hasta el cuarto.
– Que duermas bien -me dijo, poniéndome una mano sobre el hombro.
Me dio un beso y entré en mi cuarto. La carta estaba bajo mi almohada pero tampoco entonces me decidí a abrirla. No quería pensar, sólo cerrar los ojos y borrarlo todo de mi pensamiento, lo mismo que hacía cuando me despertaba por las noches y oía llorar a mi madre. Me concentraba en un ruido cualquiera hasta que dejaba de oírla, y así me podía dormir. Pensé en aquella carta y en que mi madre nos había dejado porque no habíamos sabido amarla. Era la hora de los cobardes, de los tibios, de los temerosos, pero yo tenía que dormirme para no morir de tristeza. Lo hice y tuve un sueño. Estaba en mi cama y oía ruidos en el pasillo. Era mi madre, que llevaba una bandeja con vendas y una vela encendida.
– ¿Qué haces? -le pregunté.
– Voy a curar a tu hermano.
La luz de la vela enrojecía tenuemente el borde de los objetos. Era una luz que daba a las paredes y a los objetos un resplandor escarlata. Mi madre se acercaba a una puerta y sacaba una llave del mandil. Era el cuarto de mi hermano. Estaba muerto, pero su herida seguía abierta y tenía empapada de sangre la chaqueta del pijama. Mi madre me pedía que la ayudara a curarle. Tenía la herida en el costado, y era redonda y profunda: el orificio por donde había entrado la bala. Ella se la limpiaba con algodón y se la vendaba.
– Ya está -me decía, y me daba la mano para salir del cuarto.
Cuando me desperté por la mañana, la cama de mi madre seguía vacía. Un pájaro grande, de color pardo, vino a posarse al borde de la ventana, pero apenas advirtió mi presencia salió huyendo. Era extraño, porque no había vivido aquel sueño con angustia. Tampoco mi madre parecía desgraciada, a pesar de que su hijo estaba muerto, como si lavarle y vendarle la herida le proporcionara una incomprensible felicidad.
Me fui a la joyería con el tío, pues me dijeron que mi padre me iría a buscar allí. El tío no me quitaba ojo y hablaba conmigo sin parar. A media mañana fuimos a un bar que había cerca y estuvimos tomando café con porras. Yo le había contado lo que habíamos visto en el Museo del Prado y él me dio su interpretación de los cuadros de Goya. Según el tío, el error de Napoleón había sido subestimar la dignidad de un pueblo.
– Es lo que no me gusta de él. Le animaba el deseo de modernizar el mundo, pero sus guerras fueron motivo de dolor y miseria.
Regresamos a la joyería y, casi a la hora de comer, vi que en la puerta estaba mi padre. Venía sonriendo y, al verme detrás del mostrador, me preguntó bromeando si era yo el dependiente.
– Quería una medalla para regalar a una hermosa mujer -murmuró, al tiempo que retrocedía unos pasos. Allí estaba mi madre, como una criatura inesperada, salida del bosque.
El tío me dijo dónde estaban las medallas y yo puse el expositor ante ella para que escogiera. Se decidió por una de la Virgen. Estaba con el Niño Jesús, que se abrazaba muy serio a su cuello, y me besó cuando se la tendí. Luego, nos fuimos los tres juntos a comer. Mi padre y mi madre hablaban y reían y no parecía haber pasado nada entre ellos. Al terminar, regresamos a casa de los tíos para despedirnos. Mi madre vino conmigo a recoger mis cosas y yo le entregué la carta sin abrir.
– Lo siento -me dijo, mientras se la guardaba bajo la blusa-, lo siento mucho, de verdad. Nunca volverá a suceder, te lo prometo.
Unos años después, a mi regreso a Valladolid, una mañana mi madre y yo salimos a pasear por el parque. Era muy temprano y una niebla difusa envolvía los paseos y el pequeño palomar. El primer sol doraba delicadamente las cosas. Los jardineros habían puesto pintura blanca sobre los árboles que tenían que podar. Estuvimos recordando aquel viaje a Madrid, del que nunca habíamos vuelto a hablar. Y me confesó, con la mayor naturalidad, que había querido dejar a mi padre. Pensó en irse a Mallorca, donde una antigua compañera le había ofrecido un trabajo. Cuando estuviera asentada, volvería en mi busca. Pero en el último momento renunció a su plan.
– Ya sabes, no puedo olvidar -añadió-, soy como las pobres elefantas.
Nada quedaba atrás, todo regresaba a nosotros. El don de la vida era el don del pasado. ¿Era un don o un castigo? Sonrió con una tristeza dulce, como si un sol tibio iluminase de improviso zonas oscuras de su alma, mohosas por la sombra de los años.
Le pregunté por aquella carta y por lo que había escrito en ella.
– Nada especial -me contestó, con los ojos perdidos en la distancia-, la escribí para que me perdonaras.
Llegamos al estanque. La barca, quieta, tenía algo de extraña casa abandonada o dormida sobre la tierra. Y mi madre cambió bruscamente de conversación para preguntarme si iba a misa los domingos. Le dije que no, que no creía en Dios.
– No importa -me contestó-, si eres bueno es como si creyeras.