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En mi madre había una herida que nunca se curaba, fue así desde que tengo recuerdos de ella. Era aún muy pequeño cuando la oía llorar por las noches. Lloraba porque su relación con mi padre era un desastre, lloraba por mi hermano, porque su vida apenas era un pálido reflejo de lo que había esperado. Yo iba a su cuarto a consolarla y tenía miedo a encontrarme con algo oscuro y desconocido.
Unos meses antes de su muerte estuvimos paseando por los jardines de la universidad. Yo había terminado el bachillerato y cursaba el primer curso de medicina. Era un domingo de otoño. El sol desprendía llamas de las hojas y los plátanos extendían sobre nuestras cabezas sus gruesas ramas llenas de nudos. Nos sentamos en un banco.
– Te has hecho mayor sin que me diera cuenta -me dijo, con una sonrisa triste.
Mi padre y ella apenas se hablaban y yo, que era su único apoyo, había empezado a volar por mi cuenta. Ya no era el niño que había ayudado a crecer, que la necesitaba hasta para ir a la cama y desabrocharse los cordones de las botas.
Un barrendero había agrupado las hojas muertas y las prendía formando pequeñas hogueras. El humo rojizo flotaba entre los árboles, y el olor de hojas se extendía a nuestro alrededor como una droga.
– Todo se pierde -murmuró resignada.
No supe qué decirle. Desde niño era así. Se quedaba absorta en sus pensamientos y yo no me atrevía a preguntarle por ellos. Me daban miedo esos pensamientos que siempre tenían que ver con el dolor, con la pérdida de algo. El humo venía hacia nosotros y las llamas crepitaban, levantando lenguas doradas y azules. Una nube de partículas negras, como diminutos insectos, nos obligó a levantarnos.
– Anda, vamos.
Mi madre no tenía amigas ni familiares cercanos y, en ese tiempo, apenas salía de casa salvo para hacer la compra o ir a la iglesia. Iba a misa todos los días. Se arrodillaba en los bancos más cercanos al altar y rezaba. Rezaba por mí y por mi hermano. Él había muerto cuando yo tenía seis años, pero ella seguía comportándose como si la siguiera necesitando. Fue así desde que puedo recordar. Decía que tenía dos hijos, uno en el cielo y otro en la tierra. Aún me veo arrodillándome cada noche, al pie de la cama, para dedicarle a mi hermano nuestras oraciones. Luego se acostaba a mi lado, y la oía suspirar por él. Antonio, hijo mío.
Antes de trasladarnos a la que sería su última casa, habíamos vivido en una calle del barrio de San Martín. Era un lugar de pequeños artesanos y tiendas modestas donde todos se conocían. Muy cerca había una plaza con un caño donde las vecinas iban a por agua y se detenían a charlar, mientras se oían los sonidos de las máquinas de una imprenta próxima. La placita estaba bordeada de altas acacias. Habían crecido sin apenas ser podadas y sus ramas se desplegaban sobre nuestras cabezas como una cúpula verde y viva que, al atardecer, se poblaba de pájaros. En primavera, las acacias daban unos racimos de flores blancas que comíamos y llamábamos pan y quesitos.
La piedra caliza de los bancos tenía el color de los huesos y, desde el mirador de nuestra casa, los movimientos de los paseantes poseían una cualidad acuática, de cuerpos sumergidos. Era mi lugar preferido. El suelo era de tarima color miel, y era allí donde desplegaba mis pequeños soldados de goma. Podía pasarme tardes enteras jugando con ellos. Oía el sonido de las campanas de las iglesias próximas, y cuando era verano y las ventanas estaban abiertas, me llegaba el piar de los gorriones y el arrullo de las palomas, que volaban entre las ramas con sus alas de metal.
A menudo iba a ver a mi madre, que estaba en la galería cosiendo. Me gustaba acercarme sin que lo notara, pero procuraba que no me cogiera en sus brazos y se pusiera a besarme, porque eso disgustaba a mi padre, que tenía sus ideas acerca de cómo había que tratar a un verdadero muchacho. Yo era demasiado sensible y todo me daba miedo o me hacía llorar. Y a mi padre no le gustaba que me comportara así. Según él, había demasiadas mujeres en aquella casa e iban a terminar por transformarme en un afeminado. Yo había oído contar a mi madre que durante su embarazo siempre esperó que yo fuera una niña. Y a veces soñaba secretamente con esa niña que a mi madre le hubiera gustado tener.
Recuerdo que me acercaba en silencio para verla. Mi madre tenía buena mano con las plantas y la galería estaba llena de flores. Ella se sentaba a hacer punto junto a una pequeña mesa, y siempre tenía un libro cerca, pues le gustaba mucho leer. No era su belleza la que me atraía. Era algo que permanecía a su lado, que te enseñaba a ver las cosas: la diferencia que había entre unas flores y otras, entre la verdad y la mentira, entre los sueños y las cosas reales.
– Ya estás a salvo -me decía con una sonrisa cuando yo me refugiaba en su regazo. Y su cara se llenaba de luz. Era su luz, una luz única que la bañaba como una ola. Una luz que venía de otro mundo, que hablaba de una vida oculta de la que yo no sabía nada.
A veces me preguntaba cómo era esa vida, qué había en ella, pues no lograba comprender a mi madre. Podía ser la más feliz de la tierra y empezar a hacer los planes más disparatados, como hablar de aquel viaje que algún día haríamos juntos a París, o caer en profundos estados de tristeza en los que perdía todo deseo de vivir. Se encerraba entonces en su cuarto y se negaba a levantarse de la cama. Permanecía horas enteras sin moverse, sin hacer nada, casi sin comer. En la penumbra, su cuerpo parecía el de una ahogada. No sabía cómo ayudarla, pues yo sólo era un niño que no comprendía las cosas de los mayores y que vivía obsesionado con la idea de que pudieran dejar de quererme. Me asomaba a su cuarto y sentía su calor. No me parecía enteramente humana, tampoco lo era yo. Ningún niño lo es, porque los niños no creen que la muerte sea para siempre. Tampoco mi madre lo creía, y pienso que si hubiera visto aparecer en la cocina a mi hermano no se habría extrañado. Le habría dado de comer, le habría curado aquella herida que tenía en el pecho.
– Fue por mi culpa, no supe cuidarle -decía-. Hasta las hembras de los animales cuidan mejor a sus crías.
Hablaba de él como si aún estuviera allí, como si los niños muertos también necesitaran cuidados. Y yo no sabía qué hacer. No comprendía lo que había pasado, por qué mi hermano estaba muerto y yo, en cambio, seguía viviendo.
– No me hagas caso -me decía como sonámbula-, el sábado estaré bien e iremos juntos al cine.
Pero yo intuía otra cosa; lo que de verdad me pedía era que me fuera, que en ese momento no podía ocuparse de mí, que el amor no podía repartirse, que era como las espigas en el campo.
También discutía con mi padre. Cualquier motivo les hacía enzarzarse en interminables discusiones. Oía sus voces desde la cama. Discutían por el dinero, por la casa; mi madre le reprochaba que se pasara tanto tiempo fuera y apenas se ocupara de nosotros. Y hablaban de mi hermano. Le culpaba de algo y mi padre le contestaba furioso.
– Estás loca, has perdido la razón.
En ocasiones él se iba dando un portazo. Tardaba días en volver. Mi padre era policía, y aunque era muy joven ya le habían ascendido al puesto de comisario. A mi madre no le gustaba su trabajo. No veía bien que le invitaran en los bares o que cuando iban al cine les dijeran que no tenían que pagar. No quería esos favores. Decía que ellos tenían su propio dinero. Una vez le enviaron a casa un abrigo de piel. Acababan de abrir una tienda cerca, y se presentó una chica que llevaba aquel abrigo con una nota que decía: «Cortesía de la casa». Era de visón, y cuando mi madre quiso reaccionar la chica ya se había ido dejándola con el abrigo en las manos. Recuerdo que Marga, la muchacha que en ese tiempo teníamos en casa, se puso a gritar y a dar saltos, y que no paramos hasta que mi madre se lo probó. Estaba muy guapa, como una actriz.
También Marga se lo puso e hizo un pase de modelos por el pasillo, mientras todos nos moríamos de risa. Aunque a ella no le sentaba tan bien, pues era más baja que mi madre y, como dijo Felicidad, la costurera, aquel abrigo la hacía parecer un rey mago. Pero cuando llegó mi padre, mi madre se puso hecha una furia y le dijo que no quería aquel abrigo y que hiciera el favor de devolverlo.
– Tarde o temprano querrán que les devuelvas el favor -le dijo.
Pero mi padre no era un policía al que todos temieran, sino al que respetaban y querían. Por eso le invitaban y lo llenaban de regalos. Era abierto y alegre, como un niño grande. Era eso lo que le había gustado a mi madre, que solía decir que todas las mujeres enloquecen por los hombres que son como niños. Y contaba cómo se habían conocido. Fue en la joyería del abuelo. Ella se ocupaba de despachar y un día mi padre se presentó en la tienda a comprar una medalla y le pidió consejo.
– ¿Es para su prometida? -le preguntó mi madre, que se había fijado en sus ojos y en la forma tan atrevida con que la había mirado al entrar.
Mi padre le dijo que sí, y ella le enseñó una medalla de la Virgen y el Niño, la misma que llevaría al cuello toda su vida, porque luego, al comprometerse, mi padre se la regaló. Ese día se la hizo probar, para ver cómo sentaba, y luego le dijo que necesitaba pensárselo. Es guapo, se dijo mi madre cuando se fue, pero no le gustaba que se cortara tanto el pelo, y pensó que si ella fuera su novia le obligaría a dejárselo un poco más largo.
Al día siguiente estaba de nuevo allí y, aunque estuvo viendo más joyas, tampoco llegó a comprar nada. Cuando parecía que se iba a decidir por una, se echaba para atrás.
– No sé, no me termina de convencer -murmuraba con una sonrisa. Mi madre no sabía qué pensar de él. No parecía tímido, ni tampoco que tuviera una prometida. Está fingiendo, me está tomando el pelo, pensaba. Y se dijo que la próxima vez le echaría sin contemplaciones.
Mi padre era un hombre alto, moreno, de ojos grises. Unos ojos grandes, rodeados de pestañas oscuras. Unos ojos que sabían pedir. Se presentó en la joyería al día siguiente y al otro, y mi madre se tenía que probar las joyas que le enseñaba. Se probó pendientes que brillaban como gotas de rocío, cadenas tan finas como hilos de coser, dijes que recordaban delicados exvotos. Hasta que un día le pidió que no volviera, que estaba harta de que sólo fuera para entretenerla, y de que nunca comprara nada.
– Es que yo -le dijo mi padre- a quien quiero comprar es a usted.
Mi madre se quedó tan perpleja que tardó en responderle. Cuando lo hizo fue para decir algo que nunca había pensado que pudiera salir de sus labios:
– No creo que tenga suficiente dinero.
– ¿Cuánto haría falta? -le preguntó mi padre sin inmutarse.
Mi madre no lo dudó, parecía que se hubiera vuelto loca, una sonámbula ajena al peligro que corría; al revés, encantada con ese peligro.
– Un millón -le contestó ella, con los labios ardiendo como si tuviese fiebre.
Mi padre se fue y, al día siguiente, se presentó con el dinero. Lo llevaba en una bolsa de papel, y fue poniendo los billetes sobre el mostrador. Mi madre estaba atónita. Un millón era entonces una auténtica fortuna, y ver todos aquellos billetes le produjo una reacción de pánico. Sólo pensaba en su padre, el abuelo Abel, que en esos momentos estaba trabajando en el fondo de la tienda.
– Váyase, por favor -le suplicó.
Se oyó la voz del abuelo preguntando si pasaba algo.
– Nada, no se preocupe -contestó ella.
Y se volvió hacia mi padre con tal expresión de súplica que a éste no le quedó otra solución que ceder. Guardó los billetes y le dijo que se iba con una condición: tenía que prometerle que esa tarde le acompañaría al cine.
Y mi madre se lo prometió.
Quedaron en verse en el teatro principal, en la sesión vermouth. Mi madre no pensaba ir, y sólo había cedido para que la dejara tranquila. Pero le bastó ver a mi padre perderse por la puerta para saber que lo haría. Era verano y frente a la joyería había un pequeño jardín, con una casita para las palomas que parecía un cubo de cal. Al rato de marcharse él, mi madre salió a la puerta. El jardín húmedo y luminoso, el zumbido de las abejas y el intenso aroma de las flores la hicieron gemir de placer. Se dio cuenta de que estaba temblando, y supo que era por aquel hombre, como si un hilo sutil, más poderoso que las palabras, les siguiera uniendo en la distancia.
Y, en efecto, esa tarde se presentó a la cita. Mi padre la esperaba en la puerta y entraron juntos en el cine. Ponían una película que se titulaba Perdición. Mi madre tenía una memoria prodigiosa, y se acordaba de los nombres de los actores y actrices que intervenían en todas las películas que veía. En Perdición actuaban Fred MacMurray y Barbara Stanwyck. Trataba de un agente de seguros que conoce a la mujer de uno de sus clientes cuando le visita para renovar una póliza. La mujer se interesa por un seguro de accidentes para el marido, dejando al descubierto su clara intención de asesinarlo para cobrar la indemnización. Cautivado y seducido por ella, el agente decide ayudarla y juntos urden un maléfico plan de asesinato que los llevará al desastre.
Hay un momento que mi madre siempre recordaba. El hombre ha caído irremisiblemente en las redes de la mujer y ha aceptado hacer lo que le pide. Y ésta le dice: Los dos somos canallas. A lo que él replica: Sí, pero tú más. Mi madre se dio cuenta muy pronto de que mi padre también era un poco canalla, y, es más, descubrió que eso era lo que la había enamorado.
– ¿De dónde los sacaste? -le preguntaba luego, recordando la anécdota de los billetes muerta de curiosidad. Mi padre se encogía de hombros y sonreía con malicia. Como si le dijera: ¿Tú qué sabes de mí, qué sabes de mi vida, de lo que hago cuando no estoy contigo?
Ya era entonces policía y ella siempre pensó que aquel dinero se lo había prestado alguien que le debía algún favor. O que lo había tomado por su cuenta de la comisaría, de una partida que hubieran confiscado. Pero mi padre nunca le dijo de dónde procedía ni qué le habría pasado si no lo llega a devolver.
Cuando empezaron a salir juntos, a ella no sólo no le importó que fuera policía sino que le gustaba. Tenía sus ventajas, porque en Zamora todos le conocían. Les daban la mejor mesa si iban a cenar, nunca tenían problemas de entradas en el cine y en las terrazas de los bares les atendían al momento. Lo que luego llegaría a odiar con toda su alma, entonces le parecía lleno de romanticismo. Mi madre decía que las muchachas enamoradas son tontas. Flotan a dos palmos del suelo y no saben distinguir sus sueños de la realidad. Era eso lo que le había pasado con mi padre, que no supo ver sus verdaderos defectos. Tampoco era fácil, porque mi padre era muy divertido. Se detenía a mirar a los recién nacidos, ayudaba por la calle a los ancianos y, en la comisaría, escuchaba con paciencia los problemas de la gente. Con ella, al menos mientras fueron novios, se portaba como un caballero y siempre estaba pendiente de lo que pudiera hacerla feliz, como si ésa fuera su única tarea en el mundo. Pero mi padre tenía dos vidas, como probablemente tenemos todos. Una abierta y alegre, que mostraba con el descaro de los actores de las comedias, y otra oculta y perturbadora de la que ella poco a poco se iría enterando, aunque al principio se negara a aceptarla.
Tuvo el primer atisbo de esa segunda vida una tarde que estaban en un café. Fue al principio de conocerse. Era uno de los bares de la plaza Mayor, en Zamora. Habían entrado a calentarse un poco, pues era pleno invierno y hacía mucho frío. Ya estaban sentados cuando vieron entrar a un hombre menudo que se dirigió al mostrador. Debió de ver a mi padre reflejado en el espejo porque enseguida retrocedió y, como la puerta estaba lejos, se dirigió al servicio. Y mi padre fue tras él. Se oyeron unos golpes secos, como si alguien golpeara la pared. Luego se vio salir a mi padre y dirigirse al teléfono. Habló unos segundos y, tras volver al servicio para echar un vistazo, se sentó a la mesa con mi madre. Tenía la mano manchada de sangre y ella se asustó. Mi padre le dijo que no le pasaba nada y cuando ella insistió y quiso tomar su mano para mirársela, él la apartó con rudeza y le dijo de forma cortante que dejara de joderle. Ésas fueron sus palabras exactas. Mi madre se quedó de piedra, pues era la primera vez que le hablaba así. Enseguida llegaron dos policías. Mi padre fue a su encuentro y, tras recibir sus órdenes, se dirigieron al servicio. Se oyeron voces y, de nuevo, aquellos golpes. No tardaron en volver a salir. Llevaban esposado al hombre, que tenía la cara llena de sangre. Al pasar ante la mesa donde estaba mi madre, se la quedó mirando. Ella olvidó esa mirada. Era como si la advirtiera de algo, como si le estuviera diciendo que aquel hombre con el que estaba sentada no era como creía.
Esa noche se levantó a vomitar. No podía dormir, porque no se le quitaba de la mente la imagen de aquel hombre y la forma en que la había mirado al pasar. Tampoco el comportamiento de mi padre. Su brutalidad y el brillo que había en sus ojos cuando, tras volver del servicio, se sentó a su lado, como si viniera de hacer algo excitante. No sabía qué pensar de aquello. Y por primera vez se dio cuenta de que en él había algo oscuro que la llenaba de temor. Algo que mantenía oculto. El cuarto de una mujer loca, como pasaba en Jane Eyre, la película de Joan Fontaine.
– Llegamos demasiado tarde a la vida de los hombres que amamos. ¿Cómo podemos saber qué hicieron antes de conocernos? -razonaba ella.
Mi madre decía que las mujeres se equivocaban al creer que podían enseñar a los hombres a empezar junto a ellas una nueva vida. Esto no era posible, porque nadie podía separarse de su pasado. En la película de Joan Fontaine, un incendio acaba con la vida de la mujer loca, lo que les permite casarse y ser felices, pero en la vida real no solían pasar estas cosas.
– Es más -añadía-, en la vida real casi siempre terminas descubriendo que la mujer loca eres tú.
Hablaba de esto en la cocina, con las otras mujeres. Se formaban reuniones animadas ciertas tardes en que charlaban arrulladas por el sonido de la máquina de coser. A veces venía a vernos Julia, la primera chica que había tenido mi madre. Aún estaba con ella cuando pasó lo de mi hermano, y la ayudó mucho a sobreponerse al dolor. Era de ese tiempo de donde venía el perdurable cariño que se tenían. Julia se fue de casa porque se casó, y tuvo mala suerte, porque enviudó enseguida. Su marido, Teo, murió de un cáncer de estómago. Fue una muerte horrible pues, al final, los dolores eran tan fuertes que le hacían doblarse hasta casi tocar los pies con la nuca. Nada le calmaba y Julia no sabía qué hacer. Tenían una niña pequeña y ella no quería que viera a su padre así, que ese fuera el último recuerdo que tuviera de él. Pero unos días antes de morir aquel dolor cesó bruscamente.
– Es curioso, no siento nada -le dijo él a Julia una tarde.
No se lo podían creer y por unos momentos llegaron a pensar que se había curado milagrosamente. Pero no podía moverse, y lo que pasaba era que el cáncer estaba tan extendido que había afectado a la médula, privándole de sensibilidad. Fuera por lo que fuera, Teo murió sin sentir dolor. Pedía que le llevaran a la niña, y ella se quedaba jugando en la cama. Cogía las manos de su padre como si fueran muñecos. Él no las sentía, no las podía mover. Pero, inexplicablemente, le hacía feliz ver a su pequeña hija jugando con su cuerpo, que fuera ella la que se inventara una vida para él. La vida que no había tenido.
– Ya lo ves -le decía-, eres tú quien me hace vivir.
Julia salió un momento de la habitación para buscar algo y cuando regresó, Teo estaba muerto. La cama estaba llena de juguetes de la niña, y en el rostro de él había una dulce expresión de conformidad.
A Julia se le escapaban las lágrimas cuando contaba aquello. La niña se llamaba Esther. Era delgada, con los ojos muy vivos, y apenas hablaba. No se movía del lado de su madre, pero no se perdía ni un solo detalle de lo que se contaba, y a veces sorprendía a todos con sus comentarios precisos y pertinentes.
– Hay que ver cómo son los niños de ahora -decía Felicidad-. Vienen al mundo sabiendo latín.
Felicidad había dejado de ir a la escuela muy pronto para ayudar a su padre, que era sastre, y apenas tenía instrucción, pero me pedía con frecuencia que fuera a por un libro y que le leyera algo mientras hacía la labor. Le gustaban sobre todo las novelas de amores desgraciados, de traiciones, de sufrimientos extremos.
– Señor, Señor, hay que ver qué cosas suceden. Este mundo no hay quien lo entienda -murmuraba con las mejillas encendidas por la excitación.
Ella, que no hacía otra cosa que trabajar, que no se había casado, que sólo había salido una vez de Valladolid en una excursión de la parroquia en que les habían llevado a ver La Granja en Segovia, añoraba la vida de esas heroínas desenvueltas y libres que poblaban las novelas, mujeres que se enfrentaban a la vida convencidas de que el mayor pecado era renunciar a la felicidad. También mi madre lo pensaba así, a pesar de su sufrimiento. Ahora sé que debí abrir aquella carta que me escribió, preguntarle por qué había querido abandonarnos, cómo era esa vida que imaginaba lejos de nosotros. Morimos en las palabras que no llegamos a pronunciar, morimos en la tristeza de los que pierden la vida esperándolas. Las palabras que habrían podido ayudarles, y que no llegamos a pronunciar nunca, son el único pecado que no nos será perdonado.
Julia, Felicidad y las otras mujeres que iban por casa veían en la tristeza de mi madre un reflejo de lo que anhelaban y tal vez no podía ser, de esa felicidad imposible. Por eso la respetaban y le pedían consejo, a pesar de ser más joven que la mayoría. Todas deseaban el amor, la ternura de quien elige a alguien para el resto de su vida y deja de reparar en los demás, todas seguían resistiéndose a ser desgraciadas. Y así, bastaba con que en la radio pusieran una canción pegadiza para que Marga dejara lo que estaba haciendo y se pusiera a bailar mientras las otras se hartaban de reír. Hasta que mi madre decía:
– Bueno, se acabó, que hay mucho que hacer.
Así terminaba la fiesta y volvían a fregar los cacharros, a preparar la comida o planchar la ropa, poniendo la misma alegría que antes habían puesto en bailar o en probarse los vestidos y batas que Felicidad les cosía, como si hubieran venido al mundo no a comprender las cosas sino a verlas brillar. Y allí todo brillaba. Las cacerolas, la ropa recién planchada, los cristales de las ventanas, los grifos, el suelo del pasillo, que se fregaba y se daba con cera. Todo tenía que estar limpio y en orden, como estaban los manteles, los cálices y las vinajeras en los altares de las iglesias, como si de un momento a otro pudiera venir a vernos Jesús.
– ¿Sabéis por qué se dieron cuenta de que era Él? -les preguntaba Sara, que se pasaba las tardes leyéndole a la tía libros religiosos-. Por la forma en que partió el pan.
Se hacía un gran silencio en la cocina, como si todas dieran en imaginar cómo habría sido aquel instante, y la forma en que Jesús habría tenido que tomar el pan para que sus discípulos se dieran cuenta de que estaba en Emaús y acaba de resucitar.
Y cuando mi madre iba a hacer lo mismo, y tomaba el pan para repartirlo, me parecía que también ella nos estaba diciendo que era posible volver de la muerte. Pero no lo era, y por eso yo la oía llorar por las noches en el salón. Había dos sillones de orejas que había comprado con un premio que le había tocado en la lotería, y ella se sentaba en el que estaba más cerca de la ventana. El otro estaba casi siempre vacío, porque mi padre apenas paraba en casa. Incluso había noches que dormía fuera, en un hotel que había junto a la comisaría.
– No soporto estar aquí -decía bruscamente, y se iba sin dar más explicación.
En ese tiempo habían dejado de discutir. Mi madre se ocupaba de que la casa estuviera limpia y le preparaba cada noche la ropa que tenía que ponerse al día siguiente, pero apenas hablaba con él. Tampoco compartían habitación. Ella dormía en un cuarto que había junto a la cocina, pero a veces venía de noche a mi cama, cuando todo estaba en silencio. Se acostaba a mi lado y me abrazaba y besaba en la mejilla y los labios. Sentía su cuerpo ardiendo bajo la delgada tela del camisón y me turbaba su cuerpo de mujer. Estaba tan cansada que cerraba los ojos y enseguida se quedaba dormida. Pero cuando me despertaba a media noche ya no estaba a mi lado. La oía llorar. Lo hacía tapándose la cara con un cojín, y yo sentía su respiración agitada, sus gimoteos, aquellas palabras apenas articuladas que hablaban de sus secretos. Una vez me levanté para verla. Quería preguntarle qué le pasaba, por qué no dejaba de llorar. Esas lágrimas me hacían daño porque intuía que ni su felicidad ni su tristeza tenían que ver conmigo.
En ese tiempo habíamos abandonado nuestra casa del barrio de San Martín, para trasladarnos al centro de la ciudad. Vivíamos en un primer piso, y la luz de la calle se colaba por las ventanas dando al aire la luminosidad del agua. Mi madre estaba sentada en su sillón de orejas, con el cojín que utilizaba para que no la oyéramos llorar. Con el paso del tiempo, todos cambiaban hasta hacerse irreconocibles, pero ella no. Ella no perdía nada, no recuperaba nada, siempre estaba igual. Me senté a su lado y empezó a hablarme de mi hermano. De si había rezado por él, de si nos estaría viendo en ese momento. Parecía que había perdido la razón.
– Me pregunto si allí arriba, en el cielo, los niños siguen creciendo. Seguro que, cuando tú y yo vayamos a verle, se habrá transformado en un muchacho muy guapo.
Yo tenía doce años, y ella me hablaba como si fuera un niño que todo se lo creía. Sin embargo desde muy pequeño supe que me estaba mintiendo. Me bastaba con observar su dolor para comprender que no creía que hubiera otra vida. Para siempre, decían aquellos esqueletos que empujaban a los hombres hacia las puertas del infierno, en un cuadro que había en la capilla del pueblo. Decenas de hombres y mujeres se amontonaban asustados ante un inmenso cajón y los esqueletos los empujaban dentro como si fueran ganado que llevaban al matadero. Ninguno de ellos volvería, porque de la muerte no se podía volver.
En el libro de Historia Sagrada, había un dibujo que representaba el milagro de la resurrección de Lázaro. Sus hermanas habían acudido a Jesús diciéndole que estaba muy enfermo, pero él se había entretenido por el camino y, al llegar, su amigo ya había muerto. Cuando Marta y María se lo recriminaron, él les pidió que le llevaran a su tumba. Habían pasado tres días y tres noches pero a Jesús le bastó con pedirle que se levantara para que Lázaro le obedeciera. Y en el cuadro se le veía abandonar la tumba de piedra con la mortaja colgando a su espalda. Era extraño que en su rostro hubiera aquella expresión de terror. No hay nada, parecía estar diciendo, como si viniera de un lugar donde sólo hubiera oscuridad. Y sin embargo Jesús había vuelto de ese mismo lugar y sus discípulos lo habían identificado al verle con el pan. Pero puede que si había tomado el pan de aquella forma fuera porque le traía el recuerdo de las espigas y del grano que llevaba al molino, y de María, su madre, cuando de pequeño le bañaba o le daba de comer, y eso fuera lo que hubiera querido decirles a sus discípulos, que ese pan en la mesa era todo lo que tenían. ¿Era poco? No, no lo era, al menos para mí. Y me bastaba con ver a mi madre en la cocina preparando uno de sus bizcochos, para que se fuera el frío que desprendía el rostro de Lázaro. No hay nada, decía, extendiendo sus brazos ateridos. Pero ella estaba a mi lado para decirme que no le hiciera caso, que nosotros teníamos las tortitas de caramelo que nos tomábamos en Zamora cuando íbamos a ver al abuelo, nuestros paseos en barca por el río, y, cuando llegaban las ferias, los caballitos y la noria. A mi madre le gustaba cuando la cesta de la noria gigante se detenía en lo alto. Sus ojos se encendían como candelas y siempre decía lo mismo:
– Desde aquí arriba, todo parece mejor.
Sí, estaba ella y estaban las otras mujeres. Las habitantes de las cenizas, como decía Marga. Julia y su hija Esther, que venían a vernos alguna tarde; Antonia, que era la cocinera; Sara, la criada de mi tía Marta; Felicidad, la costurera; la propia Marga, que fue siempre mi preferida, aunque la tuviera harta porque no me soltaba de sus faldas. O las Capellán, que eran dos hermanas que venían cada año a varear la lana de los colchones, y a pesar de ser menudas y rechonchas, tenían una gran agilidad y eran capaces de dar saltos increíbles.
– Deberíais dedicaros al circo -les decía Felicidad, que, tal vez por no haber hecho nada en su vida que se saliera de lo normal, tenía una rara admiración por las locuras ajenas.
Yo solía quedarme en mi cuarto jugando con los soldados, pero dejaba las puertas abiertas para sentirme acompañado por sus palabras. Y de vez en cuando, me acercaba a verlas. A veces las sorprendía en medio de conversaciones que no debían de considerar adecuadas para mí y se callaban bruscamente. Yo no hacía nada por enterarme de lo que ocultaban. Sabía que las personas mayores tenían secretos, pero no quería conocerlos porque siempre tenían que ver con el dolor.
Esther tenía un año menos que yo y venía a mi cuarto mientras su madre se quedaba en la cocina hablando con las otras mujeres. Yo desplegaba mis soldados por el cuarto, simulando emboscadas y batallas, y ella seguía atentamente las maniobras de aquellos ejércitos diminutos. Era una niña muy callada, de ojos transparentes y vivos. Julia, su madre, recogía su largo pelo en una trenza que le colgaba por la espalda. Luego dejaron de venir por casa, y éramos mi madre y yo quienes las íbamos a ver. Julia regentaba una tintorería y se pasaba el día trabajando. Cuando Teo, su marido, murió, Julia y su hija se quedaron casi en la calle, pues Teo trabajaba sin contrato. Fue mi padre quien las ayudó. Acababan de cerrar una tintorería y se las arregló para conseguirles el traspaso. Y Julia se hizo cargo de ella. Era muy trabajadora y tenía mucha mano con los clientes. Sacó adelante el negocio a costa de matarse a trabajar. Pero estaba feliz porque decía que no dependía de nadie.
La tintorería se llamaba La Servicial y estaba muy cerca del mercado de Portugalete. Mi madre compraba en ese mercado la verdura y la carne, y cuando tenía tiempo se pasaba por la tintorería. Muchas veces ayudaba a Julia a planchar y a doblarla ropa. No paraban de hablar y se reían mucho. Decían que era por el percloroetileno, el disolvente que se empleaba para la limpieza en seco y que te ponía como borracha. Cuando hablaban de sus cosas, bajaban la voz, y el sonido quedo de sus conversaciones recordaba el correr del agua en las acequias. Mientras mi madre ayudaba a Julia, yo subía a ver a Esther. A su casa se llegaba por unas escaleras estrechas que había en el patio. Eran de madera, y siempre había algún gato dormitando, pues Esther les daba de comer y acudían de los tejados próximos. Esther no salía de allí, ni siquiera iba a la escuela. Sufría ataques repentinos de asma que la ponían al borde de la muerte. Dormía en el mismo cuarto que su madre. A veces se quedaba sin respiración y Julia tenía que echarle un caldero de agua fría para que se recuperara. Se acostumbró a vivir de esa forma desde que era pequeña. Sobre todo, desde que murió su padre y su asma se hizo más intensa y angustiosa, como si tuviera que ver con esa muerte. Una vez, presencié uno de esos ataques. Estaba en su cuarto cuando vi que no podía respirar. Sus ojos se pusieron en blanco y llegó a perder el equilibrio. Se quedó como muerta y yo bajé dando gritos. Julia y mi madre subieron enseguida a atenderla. Cuando regresé, Esther ya estaba tan tranquila junto a la mesa. Sonreía de una forma extraña, como si supiera cosas que nosotros no sabíamos.
Había ido a la escuela, pero sufrió uno de aquellos ataques y ya no quiso volver. Julia, su madre, no la obligó porque vivía obsesionada con la idea de que pudiera pasarle algo sin que ella estuviera a su lado para ayudarla. Esther tenía un refugio en su casa. Un cuarto al que se subía por unas escaleras interiores. Daba a una pequeña terraza a la que se salía por la ventana. Cuando hacía buen tiempo, se pasaba allí las horas muertas. Era un lugar muy hermoso desde el que se veía la torre lejana de la catedral y la estructura metálica del mercado de Portugalete, elegante y leve como la quilla de un barco. Mi madre me había dicho que lo había construido el mismo arquitecto que hizo la torre de París.
Me gustaba mucho estar en ese lugar, sobre todo por las tardes, cuando hacía buen tiempo y ya habían regresado los vencejos. Los vencejos tenían radares que les permitían detectar los obstáculos y eran capaces de dormirse sin dejar de volar. También veíamos las cigüeñas, reflexivas y distantes, inmóviles en los pináculos de los edificios. Y al atardecer empezaban a encenderse las luces, creando pequeñas ventanas amarillas que parecían guardar algo precioso.
A Esther le gustaba mucho leer, y yo le llevaba tebeos y libros. Si hacía buen tiempo los leíamos en la terraza, y si no, en el interior de su cuarto, tumbados los dos en el suelo. Le gustaba que fuera yo el que leyera. Ella cerraba los ojos para escucharme, y yo, en las pausas, levantaba los ojos del libro para mirarla. Veía su piel dorada, su larga trenza adornada con una cinta azul, y me preguntaba qué era el amor, y por qué a los protagonistas de aquellos libros, muchas veces valerosos guerreros, les bastaba contemplar a una muchacha para echarse a temblar como los niños de los cuentos.
Otra cosa que hacía era contarle películas. Esther apenas salía de casa, y yo iba al cine todas las semanas. Al cine del colegio los domingos por la tarde, y a los de sesión continua los otros días que tenía libres. Cuando iba a visitarla, ella me pedía que le contara las películas que había visto.
– ¿Por qué no vas a verlas tú? -le preguntaba yo.
Esther negaba con la cabeza y, tras una pausa, me decía:
– Yo no puedo.
Nunca decía rotundamente que no, ni daba razón alguna por la que no iba a hacer lo que le pedías. Sólo ese no puedo, que hacía inútil cualquier intento de seguir con la conversación. Nunca supe la razón verdadera de que apenas saliera de casa. Julia la justificaba diciendo que era por su enfermedad, pero en ocasiones oí a mi madre criticarla por proteger en exceso a la niña.
– Tienes que obligarla a salir -le decía-. Los niños no pueden vivir encerrados. Tienen que jugar con otros niños, debe darles el aire y el sol.
Pero no había forma. Ahora, cuando pienso en ello, me parece extraño y me pregunto la razón por la que se negaba a abandonar su cuarto, pero entonces ni siquiera me lo planteaba pues estaba acostumbrado a vivir sin entender, como les pasa a todos los niños. Esther vivía en aquella casa como las cigüeñas lo hacían en las torres de las iglesias o las golondrinas en los nidos que colgaban bajo los aleros de los tejados. Y yo iba a verla con mi madre. Eso era todo.
Tampoco entendía las ausencias de mi padre, ni por qué mi madre se levantaba por las noches para sentarse en su sillón de orejas, y se tapaba con un cojín para que no la oyéramos llorar. Ni entendía lo que había pasado entre Sara, la criada de la tía Marta, y su hermano, ni por qué cuando éste había muerto Sara había prometido no casarse nunca. Ni los cambios de estado de ánimo de Marga, ni los suspiros de Felicidad ante su máquina de coser. Dejaba un momento su labor y, con los ojos fijos en la ventana, murmuraba casi sin aliento un Dios mío, Dios mío…, para volver al momento a su pedaleo.
Por no entender, ni siquiera entendía por qué en el colegio se metían con el pobre Muñoz, al que le hacían la vida imposible por venir de un pueblo y llevar unas ropas anticuadas y viejas; ni quiénes eran aquellos niños que sólo en raras ocasiones veíamos, unos niños a los que llamábamos los gratuitos y que tenían clases y horarios distintos para que nunca pudieran coincidir con nosotros. Ni entendía la razón por la que los curas siempre nos estaban hablando del infierno y de los terribles castigos que tendríamos que sufrir a causa de nuestros pecados, si luego en la capilla te bastaba con levantar los ojos para ver a la Virgen sonriendo en lo más alto del altar, rodeada de ángeles y de una nube de oro, como diciéndonos que no nos preocupáramos, que ella no iba a consentir que nos pasara nada malo. Ni por qué a mi madre, a Julia y, en general, a todas las mujeres, les gustaban tanto las películas de amor, si luego siempre andaban quejándose y decían que el amor era un engañabobos y que había que tener mucho cuidado con él, porque siempre te prometía lo que no podía dar.
Mi madre y Marga iban a ver esas películas y luego las contaban en la cocina con todo lujo de detalles, que hasta te explicaban cómo iban vestidas las protagonistas y cómo eran las calles y las casas en que sucedían los hechos. Y a mí me bastaba con cerrar los ojos para irme imaginando las distintas escenas mientras ellas las contaban. Todavía hoy, cuando pienso en muchas películas, soy incapaz de distinguir qué parte de mis recuerdos proviene de su visión real y qué parte de los relatos y comentarios a que dieron lugar en casa siendo todavía un niño. Y de una cosa pasaban a otra, hasta que terminaban hablando de todo lo que les llamaba la atención. Embarazos, bodas, enfermedades, lo que costaba criar a los hijos o lo que habían subido la carne o la fruta en el mercado. Y, sobre todo, de las alegrías y pesares del mundo de los afectos, ese mundo que parecía constituir la sola razón de sus vidas.
Recuerdo aquellas conversaciones interminables acompañadas por el ruido monótono de la máquina de coser. Siempre había cosas que hacer: lavar y planchar la ropa, sacar brillo a los metales, encender la cocina o la calefacción de carbón, preparar las conservas o hacer la comida. Y recuerdo los distintos olores que acompañaban a esas tareas. Los olores de la leña y las piñas al quemarse, el olor del amoniaco para limpiar alfombras y tapicerías, el de la lejía para blanquear la ropa o el del almidón con que se planchaba, el olor de la cera con que se abrillantaban los suelos. Y, sobre todo, los olores gustosos de la comida al cocinarse. El aroma de la leche frita, de los churros o los bizcochos que se preparaban en el horno. Mi madre era la que cocinaba mejor. No le gustaba mucho, pero cuando estaba animada era capaz de hacer los platos y los dulces más ricos.
Era feliz mientras preparaba sus dulces. No parecía un trabajo sino un juego. Y en él participábamos gustosos. Mi madre decía que había que saber pedir, y ella lo hacía sin descanso. Te cosía un botón y estaba pidiendo que fueras educado y estudioso, te peinaba y pedía que fueras guapo. Pedía a la salsa mahonesa que no se cortara, a las magdalenas que crecieran en el horno, a la ropa blanca que pareciera recién comprada. Por eso Marga y las otras mujeres andaban a su alrededor como gallinitas en el corral. Todas ellas procedían del pueblo de mi padre y de familias muy pobres, pues aquéllos eran tiempos de escasez. Nunca hasta entonces habían salido del pueblo y muchas ni siquiera sabían leer, pues apenas habían ido a la escuela. No cobraban casi nada y se quedaban en las casas en un régimen cercano a la esclavitud, pues debían estar disponibles día y noche y sólo tenían unas horas semanales de asueto. Aun así, y si tenían suerte con la señora, eran felices con su trabajo. Todas adoraban a mi madre que, a pesar de no ser mucho mayor que ellas, las trataba como a unas hijas. Eran muy jóvenes y les enseñaba a vestirse, a comportarse y a hablar y, sobre todo, a tener cuidado con los hombres. Les decía que se anduvieran con ojo, pues ellos siempre estaban prometiendo cosas que nunca cumplían, y había muchas incautas que se dejaban engañar.
– No he tenido mucha suerte con los hombres -solía decir mi madre, cuando estaba de bromas-. A todos mis pretendientes les faltaba un tornillo.
– ¿Es verdad que el señorito la quiso comprar? -le preguntaban entre risas.
– Verdad de la buena. Se presentó en la tienda con un millón de pesetas.
También les contaba qué le había pasado con un joyero, en Zamora. Era amigo del abuelo, y su mujer, a pesar de su juventud, tenía una extraña enfermedad que la iba paralizando. Por aquel entonces estaba en una silla de ruedas, y el joyero, que era un alma de cántaro, se ocupaba de atenderla. Debajo de la casa estaba la tienda, y había tenido que despedir al empleado por robar. Mi madre fue la encargada de sustituirle mientras encontraba a uno nuevo y, al principio, todo fue bien. No sólo le ayudaba en la tienda, sino también con su mujer, que tenía un humor endiablado. A veces la hacía llorar con sus exigencias, pues la desgracia nos vuelve malvados. Un buen día mi madre empezó a observar que el joyero la miraba más de la cuenta. Si tenía que subir a por algo, el joyero se acercaba discretamente a las escaleras para mirarle las piernas, si llevaba una blusa ajustada no le quitaba ojo de los pechos. Pero lo hacía sin malicia y sin poder ocultar la zozobra que le causaba, como les pasa a los niños con sus pensamientos más secretos. Se le veía que no podía más, y que estaba agobiado con la vida que le había tocado en suerte. Además, tenía una cara muy dulce y a ella le gustaba mucho cómo la miraba, porque sus ojos le recordaban la mirada bondadosa y lánguida de los terneros.
La joyería tenía una cámara de seguridad muy amplia, como una habitación. Muy cerca de allí había un monasterio en cuya capilla se guardaba la Virgen más querida de la ciudad, y ese año las monjas habían decidido que su tesoro, que había ido creciendo con las aportaciones de sus numerosas devotas, necesitaba ser restaurado y limpiado a fondo, por lo que le habían pedido al joyero que lo hiciera. El hombre se metía en la cámara de seguridad y ella le oía trabajar en ese tesoro desde la tienda. Una tarde, cuando llegó la hora del cierre, mi madre le llamó a la cámara para despedirse, y el joyero le contestó que le esperara. Enseguida oyó los engranajes de la puerta y le vio aparecer. La piel de sus manos y de su cara parecía espolvoreada de harina, pero los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Pasa, le dijo, tengo que enseñarte algo. Había terminado de limpiar el tesoro de la Virgen y las joyas brillaban sobre la mesa como brasas. Espera, continuó, y fue a la puerta de seguridad y la cerró. Luego cogió aquel manto lleno de piedras preciosas y se lo puso a mi madre sobre los hombros, para continuar enseguida con las otras joyas, los collares, los anillos y finalmente la corona y el cetro, que puso con delicadeza en sus manos.
Mi madre no sabía qué hacer. Estaba asustada, aquello no le parecía bien, pero se sentía como embrujada por el brillo de las joyas y por la imagen de sí misma que veía reflejada en el espejo. Nunca pudo saber cuánto tiempo permanecieron así pero, de pronto, el joyero se arrodilló ante ella y abrazándose a sus piernas le pidió que se fueran juntos. Vámonos de aquí, ahora mismo. Escapémonos, le dijo en un estado de gran agitación. Y añadió: He limpiado estas joyas para ti. Sorprendida por aquel ofrecimiento sacrílego, mi madre se separó bruscamente de él y, después de quitarse el manto y las joyas, le pidió que abriera la puerta de la cámara. El joyero no opuso resistencia y ella huyó, negándose a volver por la joyería. No se lo dijo a nadie porque el joyero le daba pena. Le daba pena que tuviera que vivir con aquella mujer extraña y despiadada porque cuanto más pensaba en lo que había pasado más le conmovía la idea de que aquel infeliz, que era sumamente religioso, hubiera estado dispuesto a condenarse para toda la eternidad, pues no otra cosa habría supuesto el robo del tesoro sagrado, con tal de conseguir su amor.
Marga andaba saliendo con un chico que se llamaba Javi. Tenía una caseta de tiro e iba por las ferias, sin parar más que una semana o dos en cada lugar. Y mi madre le decía que no le convenía, porque esas personas se acostumbraban a una vida errante y luego no había forma de sujetarlos en casa. Pero Marga no le hacía caso, y a todas horas le llamaba por teléfono o, si estaba en una ciudad cercana, se escapaba para ir a verlo. Decía que no podía vivir sin él, pues a su lado nunca te aburrías.
– Esos hombres -decía mi madre- son los que más te hacen sufrir. Te roban el corazón y lo abandonan en cualquier lado cuando se cansan de jugar con él, como los niños con sus juguetes.
También mi padre había sido así. Era muy guapo, y cuando iba a la cocina hablaba con todas y las hacía reír con sus bromas. Felicidad decía que era como un actor, y bastaba con que se acercara a Marga o a Irene, las más jóvenes, para que éstas se pusieran nerviosas y rompieran platos o vasos.
– Deberíamos aprender a vivir solas -decía Sara, la muchacha de la tía Marta-, sin depender de los hombres. Nos iría mucho mejor.
Y sin embargo no paraban de hablar de ellos, unas veces para lamentar las faenas que les hacían y otras para hablar de la vida a su lado. Cada una tenía sus historias. Marga, la de su novio feriante, que podía desaparecer durante semanas sin dar señales de vida y presentarse de pronto cargado de regalos, una vez incluso con un corderito que hubo que mandar al pueblo porque mi madre no se lo dejó tener en casa; Julia, la historia de su marido, que se dejaba engañar por todos, y hasta llegaba a dar el dinero que necesitaban para comer; mi madre, las historias con sus pretendientes lunáticos; y Sara, la de su hermano.
A Jandri, el hermano de Sara, lo habían matado en la guerra. Sara tenía una fotografía enmarcada en su mesilla de noche, en que se le veía con otros milicianos, sentados en el tronco de un árbol. Siete muchachos en total.
– Fíjate -me decía-, los mataron a todos menos al que hizo la foto. Fue él quien me la dio.
Fueron víctimas de una emboscada, en un pueblo de Madrid, al día siguiente de posar para aquella fotografía. No parecían a punto de morir. Miraban a la cámara confiados y sonrientes, como si nada malo les pudiera pasar.
A veces, cuando Sara se iba, las otras mujeres hablaban del amor que había sentido por su hermano. Un amor que la había apartado de los otros hombres, así que, aun siendo muy guapa y teniendo muchos pretendientes, nunca se había querido casar. Después de la guerra, se puso a trabajar de criada en casa de la tía Marta, y llevaba con ella más de treinta años. Aunque seguía conservando su pequeña casa del pueblo, en la que guardaba todos sus recuerdos. La casa daba a la carretera y la había construido su hermano, que era albañil. Era muy pequeña, pero tenía su cocina, su comedor y su despensa, y unas escaleras que daban al piso de arriba, donde estaba la galería. A mí me gustaba mucho porque me recordaba la casa de un cuento, por lo pequeña que era. Jandri se la había hecho aprovechando una parte del corral de la casa familiar, que habían tenido que vender para poder pagar los gastos de la enfermedad de la madre. Sólo les había quedado el corral. Y aunque era tan pequeño que no parecía posible construir nada en él, Jandri se las había arreglado para hacer una casa. Era allí donde habían vivido los hermanos hasta un día en que Jandri tuvo que huir a Madrid. Desde allí escribió a Sara unas cartas que nunca pudo enviarle, y que, sólo cuando terminó la guerra, uno del pueblo con quien había compartido los últimos momentos de su vida, le entregó en su nombre. Ella las conservaba atadas con una cinta, en una cajita de lata que tenía en su habitación. Jandri era muy listo y había aprendido a leer y escribir por su cuenta, y en aquellas cartas le contaba cómo era Madrid y todo lo que pasaba en sus calles, con la ilusión de que algún día pudiera leerlas. Eran tiempos de agitación. Había broncas cada día y grupos armados que entraban en las casas robando y asustando a las mujeres. También se quemaban iglesias y conventos. Él se había hecho miliciano para defender a la República, pero todos parecían haber perdido la razón.
Sara se extendía hablando de todo esto y de lo que su hermano le contaba en sus cartas. A veces decía cosas que las dejaban a todas sin habla. Como una vez en que estaban comentando el caso de una chica que se había escapado de casa con su novio, un chico que no tenía donde caerse muerto. Y Sara dijo:
– Creen estar seguros porque son dos, pero ser dos es mucho más peligroso.
Luego, cuando ella se despedía, Felicidad y las otras mujeres se ponían a cuchichear. Hablaban de aquel hermano y de la forma en que lo seguía recordando, y cuando lo hacían bajaban invariablemente la voz para que yo no las oyera.
Fue una de esas tardes cuando Marga se inventó lo de los algodones. Yo estaba siempre con ellas en la cocina, y un día debió de pensar que no era bueno que escuchara todas sus conversaciones. Pero como yo no quería irme, a Marga se le ocurrió hacer un pacto conmigo por el cual, cuando ellas hablaran de ciertas cosas tenía que dejarme poner unos algodones en los oídos para que no las pudiera oír. A mí me pareció bien y se lo prometí, de forma que cuando iban a hablar de algo que supuestamente un niño no podía escuchar, me ponían unos algodones en los oídos y bajaban la voz de tal forma que realmente no me enteraba de lo que decían. Las veía acercarse unas a otras para susurrarse cosas, y aquella ausencia de sonidos hacía que todo pareciera más lento, como si sus movimientos tuvieran lugar bajo el agua y yo, en vez de un niño, fuera un pez boqueando en el banco de sus congéneres.
Ya lo he dicho: no quería conocer sus secretos. Los secretos eran lo oscuro, tenían que ver con el dolor. Con mi hermano muerto, y la desesperación de mi madre; con aquello que había pasado, dejando en nuestra vida un rastro de ruinas y brasas; con el hecho de que mi padre apenas parara en casa y hubiera llegado a vivir en un hotel, cerca de la comisaría.
Sin embargo, cuando mi madre enfermó, él se desvivió por atenderla. La abrigaba cuando se destapaba, le hacía tomar las medicinas, le daba de beber y comer. Una vez le sorprendí mirándola mientras dormía. Acababan de operarla y mi padre estaba sentado a su lado en la habitación del hospital. Tenía una expresión de tristeza y derrota, como si se estuviera preguntando qué los había convertido en dos completos extraños, qué había sido de todo lo que habían vivido juntos, de aquella escena tan romántica de la joyería, de su viaje de novios, en que fueron a Lisboa y les robaron la maleta con toda la ropa que llevaban, de cuando a mi padre le ordenaron custodiar el palacio de La Granja y la metía a escondidas por la noche, como había hecho Charlot con Paulette Goddard en aquella película en que era vigilante de unos grandes almacenes. Creo que la seguía amando, que siempre la amó, aunque no llegara a comprenderla. La muerte de mi hermano trastornó a mi madre, tal vez porque nunca llegó a aceptarla. Era incompatible con su amor. Y es que la muerte te robaba lo que amabas pero no la memoria de la felicidad que habías encontrado a su lado.
La enfermedad llegó de repente. Una tarde empezó con mareos, desorientación, pérdida de atención que al principio atribuimos a sus eternos dolores de cabeza. Hasta que un día la hallamos inconsciente en el cuarto de estar. Cuando recobró el sentido, no sabía dónde estaba ni quiénes éramos nosotros. Las pruebas que le hicieron en el hospital revelaron la existencia de un tumor. Estaba localizado en una zona del cerebro de difícil acceso y la operación duró varias horas. Fue un éxito y pudo volver a hablar y a comer. Mi padre consiguió que le dieran una habitación para ella sola, y desde su ventana se veían los patios de Capitanía. Las cigüeñas sobrevolaban los tejados, y al atardecer los cables de la electricidad se llenaban de bandadas de golondrinas. Mi madre estaba en la cama y yo iba a verla cuando salía de la facultad. Me sentaba a su lado y me pedía que le contara qué hacía. Parecía que se había curado, cuando un buen día empezó a preguntarme de nuevo por lo que acababa de contarle. Mezclaba los recuerdos y no parecía distinguir el pasado del presente. La situación se agravó en los días siguientes y supimos que el mal continuaba en ella.
La última tarde me habló inesperadamente de mi hermano. Estábamos solos en la habitación y me hizo gestos para que me acercara.
– No se lo digas a tu hermano -me dijo al oído-. No quiero que sufra por mi causa.
Tenía la mano muy fría y sin fuerza. Parecía entregármela para que yo me ocupara de ella, como se hace con una planta. Estábamos en primavera, y desde la ventana se veía la calle y la torre de la iglesia. Aún quedaba un rojo resplandor en sus piedras. La cabeza de mi madre, inclinada, tenía un gesto tan humilde que me conmovió. Deseé besarla en la frente y casi iba a hacerlo cuando ella levantó la cara para mirarme. Un último rayo de sol brillaba en sus ojos.
– ¿Te acuerdas de aquella carta? -me dijo-. Hay que ver lo loca que estaba, las cosas que se me ocurrían…
Estaba muy tranquila y, tras decir aquello, se quedó dormida. Me pareció que estaba mejor, que su cuerpo volvía a llenarse de esperanza, pero esa misma noche nos llamaron del hospital para anunciarnos su muerte. Julia se había quedado con ella y fue quien nos lo dijo. Estaba tan afectada que no podía hablar. Mi padre se cubrió la cara con las manos y también rompió a llorar. Lloraba de una forma ruidosa, violenta, como maldiciendo. Nos vestimos y fuimos al hospital. Temí que fuera a ponerse a gritar a las enfermeras y a los médicos, como le pasaba otras veces. Pero apenas habló. Mi madre estaba en la misma posición en que la había dejado unas horas antes. Con la cabeza vendada tenía un aspecto un poco cómico, como si de un momento a otro fuera a levantarse para darnos un susto. Me incliné para besarla. Su frente estaba fría y tenía la suavidad untosa de la cera. Pensé en aquella carta y en el hecho de que se hubiera acordado de ella en el hospital, justo antes de morir. ¿Por qué no la leí? No lo sé o no quiero saberlo.