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No veas lo que me hicieron sufrir. Todo lo mío les parecía mal: cómo me vestía, mi forma de reírme, que me pasara todo el santo día pegada a papá. Terminarás por hartarle, me decía la tía Marta, un hombre necesita estar solo, salir con sus amigos, tener sus propios entretenimientos. Pero yo no le hacía caso y me pasaba el día colgada de su brazo. Incluso iba a verle a la comisaría. Pasaba por aquí, les decía a sus compañeros haciéndome la distraída, y he entrado a ver a mi marido. Ellos sonreían al escucharme porque se daban cuenta de mis mañas, pero se portaban como caballeros. Me cedían sus sillas para que me sentara, me ofrecían agua, contestaban a mis preguntas con la paciencia con que los maestros contestan a los niños en la escuela.
Se llamaban Gancedo y Ramírez. Gancedo era regordete, calvo, y siempre estaba sudando; y Ramírez todo lo contrario, delgadísimo y con la piel curtida y seca como la estopa. Era muy hablador y tenía esa manía, no sé cómo se llama, de repetir lo último que oía. Decías: Aquí hace demasiado calor. Y él te contestaba: Demasiado calor. Siempre se apropiaba de las últimas palabras, como si fuera un eco. Papá compartía con ellos un despacho con tres mesas, y cada uno tenía la suya. Y cuando yo iba a ver a tu padre, ellos enseguida daban una excusa para dejarnos a solas. Me sentaba a su mesa y hacía como que era él. A ver, decía, que pase el asesino de la estufa -que fue un caso muy célebre de alguien que mató a su mujer y la cortó en pedacitos y los fue quemando en su propia estufa-. Y papá me dejaba revolver en los papeles, abrir los cajones y que cogiera su pistola. Ten cuidado, me decía, que está cargada y podemos tener un disgusto. Me moría de ganas de preguntarle si alguna vez la había utilizado, pero no me atrevía a hacerlo porque tenía miedo de que me dijera que había matado a alguien con ella. Me gustaba aquel despacho, con una ventana que daba a una escalera de incendios, me divertía que todo estuviera un poco desvencijado y que los tejados próximos, cuando llegaba el otoño, se poblaran de estorninos. Se posaban en los cables de la electricidad y parecían letras o notas musicales. Pero lo que más me gustaba era que me dejara leer sus informes. Tu padre escribía muy bien, y no se limitaba a contar escuetamente los hechos, sino que incluía en ellos los detalles más sorprendentes. Me acuerdo de uno de esos informes. Una mujer había aparecido muerta en un portal, pero su asesino, antes de abandonarla, había puesto su cabeza sobre un cojín de seda. Y tu padre hablaba de ese cojín, de su color azul, y de lo extraño que era que el asesino hubiera tenido ese gesto de delicadeza. A mí me gustaba escucharle, pero a la vez me daba miedo tanta oscuridad y prefería que no tuviera tratos con ella. Pero ¿era posible algo así? No, porque esa oscuridad no estaba sólo en las cosas sino en nuestro propio corazón. Pero entonces yo estaba demasiado enamorada para pensar en esto. Tenía en mis manos todo lo que podía desear. ¿Te acuerdas de Romeo y Julieta? Hay un momento en que Julieta está esperando a Romeo en su jardín, y se siente tan dichosa que exclama: Sólo deseo lo que tengo. Y era justo eso lo que me pasaba a mí, que no quería otras cosas que las que tenía. Y por eso no me gustaba que fuera policía y desde que éramos novios le pedí que lo dejara. No me gustaba que se pasara noches enteras sin volver a casa, ni la gente con la que estaba, ni las cosas que se veía obligado a hacer y de las que nunca me hablaba. A ver, le preguntaba, qué has hecho esta noche. Nada, mi trabajo, qué voy a hacer, me contestaba.
Pero yo sabía que no se limitaba a cumplir con su oficio y a ir detrás de delincuentes y timadores, sino que había algo en ese mundo suyo de lo que no me quería hablar. Y por las mañanas, cuando aún dormía, miraba en sus bolsillos. Sus ropas olían a humo y a perfume barato y cuando yo me disgustaba y hacía pucheros, me cogía en sus brazos y se reía de mí. ¿Dónde piensas que paso las noches?, me preguntaba con una sonrisa, ¿en el palacio arzobispal? Una vez se enfadó conmigo. No te has casado con el dueño de la casa, sino con su perro guardián, me dijo con brusquedad. Fue una época en que estuvo muy nervioso, por lo que veía hacer en la comisaría. Eran tiempos duros. Se acababa de ganar una guerra y se trató con extrema dureza a los que se oponían al nuevo régimen. Incluso se creó una unidad especial dentro de la policía, la Brigada Político Social, para controlarles. Esa brigada se regía por normas distintas a las otras. No tenían que justificar sus actos y podían retener a la gente en los calabozos el tiempo que les viniera en gana. Había torturas y los que estaban en esa unidad eran por lo general arbitrarios y crueles.
Los otros policías no tenían nada que ver con esto. Se ocupaban fundamentalmente de los pequeños delitos. No perseguían por saña, ni por las ideas. Incluso tenían tratos afables con delincuentes y prostitutas. Se mezclaban con ellos, y se ganaban su confianza, en gran parte porque los casos se resolvían gracias a la información que éstos les pasaban. Un policía podía encontrarse con un delincuente al que había detenido, y éste le invitaba a tomar una caña en el bar. Eran como actores a los que les hubieran tocado papeles distintos en la obra, pero que se respetaban.
Poco después de casarnos, hubo en Zamora una gran represión. Había guerrilleros en las montañas, y se habló de que recibían ayuda desde la ciudad, por lo que se decidió actuar con contundencia. Empezaron las detenciones y los interrogatorios. Metían en la cárcel a cualquiera que fuera sospechoso de haber colaborado con la República. Fueron unos meses muy duros, en los que tu padre se vio envuelto en asuntos que no le gustaron, pues, desbordados como estaban por tanto trabajo, los de la Brigada Político Social tuvieron que echar mano de las otras brigadas, entre ellas de la suya. Incluso pensó en dejar la policía. Un compañero suyo estaba en Madrid, en un puesto muy importante en un ministerio, y le bastó con llamarle por teléfono para que le ofreciera un trabajo. Ya teníamos la casa medio empaquetada cuando a la tía Marta se le ocurrió invitarnos a Valladolid. Eran las fiestas, y quiso que fuéramos para que la familia de tu padre me pudiera conocer un poco más, pues desde el día de la boda no nos habíamos visto. Y para acá nos vinimos. Fíjate, veníamos a pasar unos días y nos instalamos aquí toda la vida. Fue porque tu padre enfermó. Una tarde empezó a toser y cuando miró el pañuelo estaba lleno de sangre. Pensamos en una tuberculosis, que en aquel tiempo era una enfermedad prácticamente sin cura, y empezaron las consultas médicas, aquel ir y venir de un hospital a otro. Yo estaba embarazada de cinco o seis meses y la angustia por que pudiera pasarle algo a tu padre no me dejaba vivir. Resultó que no era tan grave su mal: se trataba de una antigua lesión, una herida que se había abierto, sin gran importancia, pero las cartas ya estaban echadas. La tía Marta se fue de monja y nos dejó su casa. No sólo eso, sino que los hermanos de papá le pidieron que se quedara en Valladolid donde, en caso de necesidad, podría contar con la ayuda de la familia, y hasta le buscaron un nuevo empleo. Papá aceptó quedarse en Valladolid, pero no quiso renunciar a su trabajo de policía. Y yo le apoyé en esta decisión, porque me aterraba la idea de que pudiera perder el control de su vida. Le trasladaron a la Brigada de Información, que era la menos conflictiva de todas. Aunque allí no duraría mucho, pues tu padre no estaba hecho para pasarse el tiempo moviendo papeles, sino para andar por la calle hablando con unos y con otros.
Nos instalamos en casa de la tía y tu padre mejoró tanto que muy pronto pudo volver al trabajo. Todos los días, cuando regresaba, salíamos a pasear aunque lloviera, aunque cayeran rayos y centellas. Una tarde, el cielo se puso negro y empezó a granizar. Caían trozos de hielo del tamaño de huevos de paloma, que abollaron los coches y rompieron los cristales de las ventanas. Todo el suelo se llenó de aquellas bolas blancas que daban ganas de llevarse a la boca. Era todo tan hermoso. Fíjate, en ese tiempo hasta me parecía bonito Valladolid. A menudo el parque estaba lleno de madres que llevaban a sus niños pequeños, y yo me preguntaba qué sería estar entre ellas llevando al mío. Me daban un poco de pena, porque me parecía que ninguna sabía qué hacer con esos niños ni cómo protegerlos de los peligros. Pero me bastaba con sujetarme más fuerte al brazo de tu padre para olvidarme de esos pensamientos tristes. Todo vibraba de vida, el estanque parecía uno de esos lagos de los cuentos, llenos de patos, de cisnes y de misteriosos peces. Salían a la superficie cuando te aproximabas, como si vinieran a contarte algún secreto acerca de lo que pasaba allí abajo cuando la ciudad dormía. Y tu padre estaba más cariñoso que nunca. Creo que quería compensarme de la decepción que había supuesto el que no fuéramos a Madrid, y el que su familia me lo hiciera pasar tan mal, y se desvivía por tenerme contenta. Cuando volvía del trabajo no nos separábamos ni un solo momento. Íbamos juntos a todos los sitios, hasta cuando iba al servicio. Quería hacer pis y para allá me iba con él, porque no admitía que nada nos pudiera separar. Paseábamos por la orilla del río, íbamos al teatro y al cine. Sobre todo al cine, porque aunque teníamos una casa para nosotros, nos gustaba besarnos en la oscuridad. ¡Cuántas películas pudimos ver! Nos gustaban todas, las de vaqueros, las de espías, pero sobre todo las de amor. Recuerdo que yo lloraba sin parar, porque casi todas terminaban mal. Lloraba por las cosas que les pasaban a aquellos pobres enamorados, pero también porque a nosotros pudiera pasarnos lo mismo y algún día llegáramos a enfadarnos, o que a tu padre le mataran de un disparo, o que una desgracia cambiara para siempre el sentido de nuestras vidas. Y tu padre se reía de mí cuando se lo contaba. Qué tontos son los enamorados cuando piensan que su amor los protege. Son como esos soldados novatos que se ponen de pie en las trincheras, convencidos de que nada malo les puede suceder porque sus pensamientos pueden más que el odio y las balas. Pero los pensamientos no pueden nada, son como esas hojas que se lleva la corriente del río. Hojas y más hojas que se mezclan con otras para desaparecer todas juntas vete a saber dónde. ¿Te imaginas? ¿Tantos hombres desde el comienzo de los tiempos dando en pensar y pensar, construyendo en sus pensamientos mundos de los que ahora no queda nada? ¿Has reparado alguna vez en lo hermosos que tuvieron que ser muchos de esos pensamientos? Pensamientos de los niños que no se podían dormir, de las pobres muchachas enamoradas, de los hombres de ciencia, de los generales, de los sacerdotes abriendo el sagrario. ¿Te imaginas lo que sería poder conocerlos? Un árbol, cualquier árbol es real pero, a la vez, ¿qué sería sin los pensamientos de los pastores que se refugian en su sombra, de los enamorados que graban sus nombres en su corteza, de los niños que escalan sus ramas para buscar sus nidos? ¿Te imaginas qué pasaría si se juzgara a los hombres no por lo que tienen ni por el éxito que han logrado en sus profesiones sino por lo que guardan en lo más hondo de sus pensamientos? Y sin embargo los hombres necesitan levantar catedrales, construir puentes, lanzar cohetes al espacio, escribir hermosos poemas que les digan que lo que soñaron fue real. Me dan pena los hombres, reuniendo sus rebaños a las orillas de ríos, encendiendo hogueras en la noche, construyendo campamentos llenos de rumores y aromas que a la mañana siguiente tendrán que levantar para volver a partir. Me dan pena cuando se enamoran porque todo lo confunden con sus propios sueños. Un mundo de larvas, capullos y huevos que sólo florecen en sus pensamientos, así es el mundo de los enamorados. Porque el amor es estar perdido, llevar a un niño en los brazos, un niño que vive en una jaula de plata. Y tu padre y yo sólo vivíamos para complacer a ese niño. Le dábamos las cosas que le gustaban, le preparábamos las comidas más ricas, poníamos su cama donde nos pedía, le escuchábamos cantar por las noches. No hacía ruido, era tierno y alegre como esos conejitos que tienen los ojos rojos. Recuerdo que de niña me regalaron uno así. Lo tenía siempre en mis brazos y él todo se lo dejaba hacer, pero me daban pena aquellos ojos porque me parecía que estaban así de tanto llorar. Se acordaba de las laderas de los montes, del olor del romero y el cantueso, de las huras en que vivían los suyos, y se pasaba las noches llorando. Y aquel niño, nuestro amor, era como él. Su mundo era el mundo de los tejados y las azoteas, el mundo de las guaridas en el bosque y el de las copas de los árboles, el mundo en que viven los animales, y me parecía que si no volvía pronto a él terminaría enfermando, que no teníamos derecho a obligarle a estar con nosotros.
Uno de esos días tu padre y yo vimos una película que nos encantó. En una de las escenas un muchacho comparaba el rostro de su amiga con un paisaje, y esa noche, antes de dormirnos, tu padre hizo lo mismo conmigo. Estábamos acostados y de pronto se incorporó un poco y empezó a señalarme con el dedo las distintas partes del rostro, como en aquella escena. Mi frente era una llanura; mis ojos, dos lagos de aguas pardas; mi melena, un bosque lleno de pájaros dormidos; mi nariz, una pequeña montaña; mi boca, un volcán. Yo cerré los ojos mientras me besaba y me pareció sentir a mi lado la respiración de ese niño escondido. Y tuve el presentimiento de que en cualquier momento se podía morir.
Siento decirte estas cosas, pero quiero que me perdones. ¿Recuerdas aquella carta que dejé en tu cama? La escribí porque pensaba dejaros, y quería explicarte por qué. Qué raros somos los seres humanos… Lo queremos todo a la vez, el recuerdo y el olvido, tener una casa y abandonarla, vivir en un mundo sin puertas y entrar a robar. Fíjate, aún no habíais nacido ni tu hermano ni tú, y ya pensaba en vosotros. Sabía que iba a tener dos niños, y el nombre que os iba a poner: Antonio y Daniel. También sabía que tu padre y yo terminaríamos mal. Lo supe una noche en que, siendo aún novios, fuimos a una verbena, en las afueras de la ciudad. Tu padre vio a uno de sus compañeros y se puso a hablar con él, dejándome sola, junto al mostrador del bar. Yo estaba muy guapa, con un vestido corto que me acababa de hacer, y unas sandalias que dejaban mis pies desnudos. Un chico se acercó a hablar conmigo, era pelirrojo y algo atolondrado. Me preguntó qué me pasaba, y le dije muy digna que eso a él no le importaba. Estaba disgustada porque tu padre me había dejado sola, y él lo percibió al vuelo. No sé qué bobada dijo, pero me hizo gracia y me puse a hablar con él. Sabía hacer juegos de manos. Tiraba tres naranjas al aire y conseguía que no se cayeran. Luego, puso una de sus manos sobre mi muñeca y mi pulsera desapareció. Me alarmé porque me la había regalado tu padre, y le pedí que me la devolviera. Está en tu bolso, me contestó. Y, en efecto, abrí el bolso y estaba allí. A veces me pregunto qué habrá sido de él. No era guapo, pero se movía como si fuera un alga marina. Entonces, una de esas semillas aladas que sueltan los tilos se quedó prendida en mi pelo, y él extendió la mano para quitármela, momento en que apareció tu padre y en un rápido movimiento le retorció la muñeca. Sígueme, le dijo, sin soltarlo. El pobre chico se puso pálido y obedeció sin rechistar. Traté de seguirlos, pero tu padre me dijo bruscamente que le esperara allí. Los vi perderse en la oscuridad y luego oí lloros. Cuando tu padre regresó, tenía en los ojos el mismo brillo de la otra vez, cuando pasó aquello en la cafetería. Le pregunté qué había pasado, pero él ni siquiera me contestó. Me cogió por el brazo con fuerza y abandonamos la verbena. Me haces daño, le dije. La culpa la tienes tú, por comportarte como una puta, me contestó.
Nunca me había dicho nada igual. Recorrimos en silencio el camino y, al llegar a la carretera, empezó a abrazarme y a pedirme perdón. Me dijo que le había parecido que el chico me estaba acariciando y que había perdido el juicio. Incluso se echó a llorar en mis brazos. Me besaba las manos y se frotaba con ellas, y yo sentía la humedad de sus lágrimas y de sus labios y el calor que desprendía su cabeza. Y aquello me conmovió. Pero no podía quitarme del pensamiento lo que había pasado y, dos o tres días después, regresé al lugar de la verbena para ver si veía al chico.
Todo estaba muy cambiado. Habían quitado los farolillos de colores y el mostrador del bar, y tardé en reconocer el lugar, que estaba a la orilla del río. Junto al agua crecían los juncos, que temblaban movidos por el viento. Se veía el reflejo del agua que corría entre ellos. En el tronco de un árbol, alguien había clavado una tabla en que ponía EMBARCADERO, pero no se veían barcas, ni parecía posible que pudieran llegar hasta allí. Estuve dando vueltas por el lugar, dudando qué dirección seguir. A lo lejos se veían unas casas y me acerqué. Unos niños estaban jugando al fútbol, y les pregunté si conocían a aquel chico pelirrojo. Me dijeron que trabajaba más abajo, en una gasolinera que había en el cruce.
La gasolinera estaba pintada de color amarillo. Todo el terreno estaba pelado y causaba una impresión extraña verla allí, tan limpia y brillante. Pregunté a uno de los operarios por el chico, y me dijo que estaba en el taller. Lo vi debajo de un coche, y sólo le asomaban los pies. Di la vuelta y me agaché por el otro lado para verle la cara. Hola, le dije. Salió al instante con expresión de susto. Tenía las manos llenas de grasa. Eran muy blancas, y me acordé de lo suaves que eran cuando me tocó para hacerme el truco de la pulsera. Tenía el labio partido e hinchado. Ha sido Antonio, pensé, por eso le oí llorar. Iba a decirle que venía a disculparme, que lamentaba lo que había pasado la otra noche, pero me dijo muy nervioso que me fuera. No estaba enfadado, pero era como si temiera que tu padre pudiera aparecer de un momento a otro para volver a pegarle. Tu novio está loco, añadió, ¿no lo sabes? Me fui a toda prisa, y al llegar al embarcadero me eché a llorar. Me acordaba de cuando tu padre había llevado a la joyería el dinero y de lo que había pensado yo cuando empezó a ponerlo sobre el mostrador: que me estaba comprando, que iba a quedarse con todo lo que tenía. Poco después del incidente del embarcadero fui a ver a la tía Nieves a Castrojeriz, para anunciarle mi boda. Estuvimos hablando y le conté lo que me había pasado con tu padre. La tía fue tajante, me dijo que no me casara con él. Esos hombres no cambian nunca, te acabará pegando.
Me puse hecha una furia. Anticipé el viaje de vuelta a Zamora, y estuve sin escribirle ni hablarle años enteros, a pesar de todo lo que la había querido. Pero fue verdad que tu padre no cambió. En eso tuvo razón, pero no en que no debería amarle. El amor es otra cosa, no tiene que ver con la felicidad. Y creo que si pudiera dar marcha atrás y empezar otra vez mi vida, volvería a buscarle por todas las comisarías del mundo. Hay una película que se titula Sólo se vive una vez. Trabajan en ella Henry Fonda y Sylvia Sidney, y es una de esas historias de amantes desgraciados a los que el destino les juega malas pasadas. Henry Fonda es un delincuente de poca monta condenado tres veces pero acusado de un asesinato que no ha cometido. Decide entonces escapar de la cárcel, pero esta decisión y la fatalidad le impiden seguir un camino recto, a pesar de contar con el apoyo de Sylvia Sidney, la mujer que le ama. El final no puede ser más conmovedor. Ella lo deja todo por seguirle, y ambos escapan tratando de alcanzar la frontera. Pero la policía les ha tendido una trampa y les dan el alto en la carretera. Empiezan los disparos y tienen que abandonar el coche e internarse en el bosque. Y cuando ya se creen a salvo, uno de los disparos alcanza a la chica. Henry Fonda la coge en sus brazos y sigue la marcha con ella, hasta que, agotado, se detiene junto a un árbol. Es una noche radiante, con el cielo cuajado de estrellas, y ella se le queda mirando conmovida y le dice: Lo volvería a hacer. Fíjate, se está muriendo y le dice que no le importa, que volvería a morir todas las veces que hiciera falta si ése era el precio que tenía que pagar por estar junto a él. Y eso me pasaba a mí con tu padre. Terminamos de la peor manera posible, durmiendo en camas separadas, casi sin hablarnos, como dos extraños, y sin embargo, si pudiéramos retroceder a aquella mañana en que yo estaba en la joyería y él entró casualmente a comprar una medalla, me volvería a enamorar de él. Cuando dos personas se aman, no lo hacen de la misma manera. Siempre hay uno más fuerte y otro más débil, y el más débil es siempre el que se entrega sin reservas. Ese papel me tocó desempeñarlo a mí y no me arrepiento. Muchas veces, al ver actuar a muchas mujeres, me he preguntado si les interesa de verdad el amor. Llevan a sus amantes o a sus maridos del brazo, como si fueran bolsos, sólo por lucirse con ellos, pero no quieren saber nada del amor. En cambio, hay otras que lo llevan escrito en el rostro. Cuando las veo siempre pienso que terminarán sufriendo, porque a los hombres no les gusta que se les desee. Y yo lo hacía, a todas horas, en todas las situaciones, lo que a tu padre acabó sacándole de quicio. Sí, lo que al principio le hacía gracia, que me presentara en la comisaría a buscarle, que me inventara cualquier excusa para llamarle por teléfono al trabajo, que cuando íbamos por la calle sólo quisiera ir abrazada a él, terminó por hartarle. Eres una pesada, me decía, no me dejas ni respirar.
A veces me despertaba por la noche y él no estaba a mi lado. Me levantaba sin hacer ruido y le sorprendía en el salón, fumando, con los ojos fijos en la ventana. Era como si estuviera escuchando voces que yo no llegara a percibir, voces perdidas que le decían sígueme. Y hubo noches en que lo hacía. Se vestía en silencio y se iba sin decirme nada. Una vez oí ruidos y me levanté. Le sorprendí junto a la puerta, a punto de marcharse. Es muy tarde, le dije, ¿adónde vas?
Sus excusas eran casi siempre las mismas, que había quedado con uno de sus confidentes o que un compañero le había llamado para que fuera en su ayuda. Pero esta vez se limitó a llamarme a su lado y me abrazó contra su pecho. Escucha, me dijo. Estuvimos un rato así, abrazados, con los ojos cerrados, escuchando. Le sentía respirar, oía los latidos de su corazón y el ruido lejano de algún coche que pasaba por la calle a esas horas. Pero sabía que él oía otras cosas, y que tarde o temprano se iría tras ellas como hacen los gatos.