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III

Hay una foto de mi madre que fue siempre mi preferida. Está con dos amigas en un puente. Es muy joven y se apoya en la barandilla con los brazos estirados, a punto de saltar. El viento tensa la falda sobre sus piernas, como la vela de una barca. Lleva un pañuelo en la cabeza y mira a la cámara de una forma desafiante. Puedo hacer lo que quiera, parece estar diciendo. Incluso arrojarse al vacío, como esas aves que se posan en los acantilados y que momentos después vemos planeando en el aire.

Fue por aquel entonces cuando conoció a mi padre, que estaba en Zamora completando sus prácticas de policía. Mi padre era un poco la oveja negra de la familia. Al contrario que su hermano, que hizo una carrera universitaria y siempre tuvo puestos relevantes en la sociedad de entonces, mi padre nunca terminó los estudios. Él decía que había sido a causa de la guerra, pero lo cierto es que la universidad nunca le gustó, y si había empezado la carrera de derecho era por complacer a su hermano. Mi padre era muy distinto de él, más alocado e inconstante. Le gustaba pasárselo bien, aunque los estrictos preceptos religiosos que gravitaban sobre la familia se empeñaran en prohibírselo. Durante los años de la República, que fueron sus años universitarios, formó parte de los grupos de fascistas que querían la creación de un Estado Nuevo que engrandeciera la idea y la unidad de la Patria. Tenía la misma edad que Girón, y participó con él en muchas de aquellas pendencias que alteraron la vida de la ciudad, y que serían el preámbulo de la Guerra Civil.

Aunque después de la guerra habría podido regresar a la universidad, no quiso hacerlo. Un amigo le habló de la policía, diciendo que con una prueba muy sencilla podría aspirar a una plaza de comisario, y mi padre se presentó a esa prueba. Su segundo destino fue Zamora y la foto del puente es de unos meses antes de hacerse novios. Hay otras fotos de esa época. En una de ellas, están los dos junto a la catedral. Mi padre lleva un abrigo muy largo y un sombrero que le da un aire de galán cinematográfico. Está fumando un pequeño puro y sonríe a la cámara con una pintita de malicia en el rostro, como si estuviera diciendo: ¿A que no sabes de dónde venimos? Mi madre no puede estar más guapa. Lleva un abrigo de piel y el pelo negro formando una ola justo encima de la frente. Una ola con una leve depresión en el centro. Tiene los labios y los ojos levemente pintados, y las mejillas tersas y limpias como si les hubiera sacado brillo frotándoselas con la manga del jersey. Guantes de cuero negro y unos zapatos con plataforma, de esos que hacen que las piernas de las chicas parezcan suspendidas en el vacío. Está cogida del brazo de mi padre y se les ve muy felices, aunque hay algo extraño en la fotografía. La sombra de mi padre se proyecta sobre la pared, y es como si no estuvieran ellos solos y alguien les acompañara en secreto, esperando una ocasión para actuar.

Estaban viviendo los primeros tiempos de noviazgo, y sin duda se amaban de verdad. Aún vivía la abuela Tomasa. Era muy estricta y a mi madre no la dejaba ni respirar. Tenía dieciocho años y todavía le hacía llevar calcetines. Mi madre guardaba las medias en el bolso, y al salir de casa se las ponía a escondidas en el portal. Cuando empezó a salir con mi padre no cesó la vigilancia. Iban al cine, pero se tenían que marchar antes de que terminara la película, pues a las diez de la noche ella debía estar en casa sin excusa. Aun así, seguían yendo siempre que podían, pues era el único sitio donde, amparados por la oscuridad, podían besarse y estar a solas. A pesar de la vigilancia de la abuela, mi madre se quedó embarazada y tuvieron que precipitar la boda. En la sociedad puritana de entonces esto era un auténtico escándalo y la familia de mi padre no se lo perdonó. Pensaron que su embarazo había sido para forzar una boda que ellos no querían.

La familia de mi padre siempre se creyó de la pata del Cid, aunque no estaba claro por qué, pues el tatarabuelo había andado por los pueblos vendiendo aceitunas y pimentón. Pero terminó haciéndose rico, y uno de sus hijos se las arregló para multiplicar por diez su fortuna. El abuelo Teodoro Guzmán fue su único descendiente y heredó a su muerte una considerable fortuna en fincas rurales. Se casó con una prima carnal, la abuela Joaquina, y tuvieron ocho hijos de los que sólo sobrevivieron cuatro: el tío Víctor, que era el mayor, las tías Elena y Marta, y mi padre.

El tío Víctor llevaba la labranza. Era médico, pero le gustaba el campo y se ocupaba de las tierras, como los antiguos señores feudales. La gente del pueblo iba a pedirle consejo y él los recibía en su despacho. Esperaban en el patio e iban pasando por turnos. Al entrar, se quitaban la boina y, en señal de respeto, inclinaban levemente la cabeza. El tío Víctor ni siquiera los mandaba sentar, para evitar que su visita se prolongara más de la cuenta. Se colocaban ante la mesa y le pedían consejos sobre todo lo imaginable, desde asuntos familiares hasta cuestiones relacionadas con la salud y sus siempre precarias economías. Era paternal y distante, y en el pueblo le tenían un gran respeto. No lo veían como un igual sino como el señor al que todo se lo debían, que podía decidir sobre su vida y su muerte, su desgracia o su felicidad.

La tía Elena se casó con el tío Carlos, que era todo lo contrario. Se fue a estudiar a Madrid y esto le hizo más abierto y mundano. Madrid al final ele los años veinte era una ciudad en plena ebullición, y el tío participó del espíritu liberal de la época. Aunque siempre se mantuvo fiel a sus posiciones conservadoras, era más tolerante y mantenía una prudente distancia frente al clero, sobre todo frente a los jesuitas, que gracias a la abuela Joaquina tenían vara ancha en aquella casa. Se hizo arquitecto y fue arquitecto municipal durante muchos años. Sobre todo en los años del desarrollo económico. Varias industrias se instalaron en Valladolid, y la gente de los pueblos emigró a la ciudad en busca de trabajo. Empezó a haber dinero y se construyó sin tino. La gente lo quería todo nuevo, así que tiraban sólidas casas burguesas del siglo XIX y viejos palacios renacentistas para construir bloques de vivienda de seis y siete plantas. Y el tío Carlos se enriqueció con ello. La tía Elena se contagió del espíritu liberal de su marido e introdujo en la familia algo de modernidad y un aire menos lúgubre. Iba a la iglesia lo justo, y no tenía tratos especiales con sacerdotes y monjas que, en su casa, al contrario que en el resto de la familia, apenas tenían influencia. Ella fue la protectora de mi madre cuando desembarcó en la familia con su tripa de tres meses, causando una auténtica revolución. Mi madre siempre decía que sin su ayuda nunca hubiera podido sobrevivir a la vida que la aguardaba.

Era casi una niña, y tuvo que abandonar su casa y su ciudad para irse a vivir a un mundo con el que no tenía nada que ver. Su familia era más humilde, pero también más generosa y vital que la de mi padre. Era la pequeña de cinco hermanos, todos varones. También para ellos fue un trauma su embarazo y que tuviera que dejar su casa para irse a vivir a otra ciudad. Mi madre se reía cuando se acordaba de esos momentos y de todo lo que había pasado. Dos de sus hermanos fueron a ver a mi padre a la comisaría y le dijeron que no les importaba que fuera inspector y que si no se casaba con ella lo tiraban desde el puente al río Duero. Mi padre sabía cómo meterse en el bolsillo a la gente y terminaron en el bar de la esquina brindando con champán por la felicidad de los dos.

Hay que reconocer que mi padre tenía un don innato para las relaciones. Si te hablaba de su trabajo, lo hacía de tal forma que sólo vivías para saber lo que había pasado y por qué; si hablaba de caza, su gran afición, las perdices en su relato parecían estar a punto de irrumpir con su vuelo alocado en el lugar en que le estabas escuchando. Mi madre siempre decía que lo más importante de un hombre era su voz. Le gustaba tanto la de mi padre que muchas veces, cuando estaban juntos, cerraba los ojos para concentrarse mejor en ella. Y se olvidaba hasta de dónde tenía la cabeza.

Algo así le debió de pasar de joven, pues apenas llevaban tres meses de novios cuando se quedó embarazada. En la familia de mi padre hubo reuniones, conversaciones secretas en las que se decidió hablar con mi madre para que se olvidara de aquel matrimonio. A cambio le darían una fuerte suma de dinero y se ocuparían de que al niño o la niña que naciera nunca le faltara de nada. Pero mi padre, al enterarse, se enfrentó furioso a su familia. Amaba a mi madre y quería casarse con ella. Además, no se llevaba bien con la abuela Joaquina. No podía perdonarle su frialdad y su falta de cariño. La abuela siempre andaba entre curas y, aunque había parido ocho hijos, consideraba el sexo y la crianza de los niños como una penosa obligación. No sentía amor por sus hijos, y tan pronto nacían, los dejaba en brazos de nodrizas y criadas. Cuando nació mi padre, se sentía tan mayor y cansada que lo mandó al pueblo, a casa de una prima suya, la tía Gregoria. Y fue ella quien lo crió.

La tía Gregoria había enviudado muy joven y proyectó sobre el niño su desmesurado y morboso anhelo de maternidad. En casa había una fotografía de ese tiempo. Mi padre era un niño de unos ocho años y está junto a un carrito tirado por una cabra. La tía Gregoria había mandado hacer unos aperos a su escala, y la cabra con esos adornos parece realmente un caballo de ojos vivos y alucinados, como si hubiera tomado alguna yerba enloquecedora. Mi padre está sentado en el pescante, mientras varios niños del pueblo miran la escena como pequeños animales de los corrales. Los niños van vestidos con harapos y algunos están descalzos, pues eran tiempos de extrema escasez.

La tía Gregoria hacía muchas obras de caridad, y llegó a fundar un comedor y unas escuelas para los niños más pobres, en que se educaba según los preceptos del padre Manjón, el fundador de las Escuelas del Ave María. Sin embargo, era hosca, imprevisible y despótica, y en el pueblo le tenían pánico, especialmente los críos, entre los que tenía fama de bruja. Pero le concedía todos los caprichos a mi padre, que siempre hablaba de ese tiempo como el más feliz y absurdo de su vida. Se levantaba a la hora que quería, comía lo que se le antojaba y aunque iba a la escuela, también allí hacía su santa voluntad. Si se cansaba de las clases, se levantaba y se iba tan campante, sin que el maestro, que vivía gracias al exiguo sueldo que le pagaba la tía, se atreviera a recriminárselo. Cuando a la edad de diez años sus padres le llevaron a Valladolid, no supo adaptarse a la nueva vida y al nuevo colegio. Era indisciplinado y rebelde, y se escapaba con frecuencia, pues añoraba la libertad del pueblo. Los jesuitas aconsejaron un régimen de internado, y lo mandaron a un colegio en Oviedo, donde hizo el bachillerato. Odiaba a su madre, la abuela Joaquina. Odiaba su autoritarismo, su beatería, su falta de cariño. No podía aceptar que, tras habérselo quitado de encima mandándole al pueblo, pretendiera decirle qué tenía que hacer.

Al terminar el bachillerato, regresó a Valladolid y se matriculó en la Facultad de Derecho. Pero enseguida llegó la guerra. Se alistó en el ejército de Franco, que necesitaba urgentemente oficiales para mandar las tropas. Se crearon así los alféreces provisionales, que solían ser universitarios que tras un corto periodo de instrucción eran nombrados oficiales y podían ascender a tenientes por actos de combate. Mi padre fue uno de ellos y combatió en distintos frentes, destacando por su valor.

Fue haciendo guardia en una trinchera cuando le hirieron de un disparo. Estaba atardeciendo y vio volar a una perdiz. Parecía desorientada y mi padre la vio lanzarse contra un arbusto. Fue a liberarla y a su regreso oyó una detonación. No se dio cuenta de que le habían herido hasta que no estuvo en la trinchera. Sintió empapado su pantalón y vio que estaba lleno de sangre. Fue un disparo limpio que le atravesó el muslo, sin causarle apenas lesiones, y del que se recuperó en unos días. Siempre decía que lo más hermoso que había hecho en aquella guerra era haber salvado aquella perdiz.

Al llegar la victoria, tenía el grado de teniente y, aunque pensó en quedarse en el ejército, abandonó la idea a causa de un enfrentamiento con uno de los oficiales. Así que ingresó en el cuerpo de policía. Lo hizo sin encomendarse ni a dios ni al diablo, y en su casa sólo se enteraron cuando tuvo en las manos el nombramiento de agente de tercera. La abuela Joaquina llegó a amenazarlo con desheredarle si persistía en su actitud, pero aunque la vida de policía era entonces muy dura y apenas se ganaba dinero, él no dio su brazo a torcer. Había unas plazas vacantes en Canfranc, en el Pirineo de Huesca, y pidió ese destino con otros dos compañeros de promoción. No le vieron en tres años. Se ocupaban de guardar la frontera y cobraban por ello un plus especial, que mejoraba su exiguo sueldo. Luego le destinaron a Zamora, donde conoció a mi madre. Eso fue en el año 1944, cinco años después de terminada la guerra.

En el ejército había hecho de radiotelegrafista y en todo ese tiempo había trabajado en la Brigada de Información. Pero a mi padre lo que le gustaba era la calle y, al llegar a Zamora, se cambió a la Brigada Criminal. La llamaban el pringue, y el trabajo consistía en escuchar a prostitutas y carteristas. Tenía mucha libertad y el trabajo no era especialmente conflictivo. No había grandes delitos, y hasta los delincuentes respetaban a la autoridad. Mi padre solía contar cómo una vez fueron a recoger a un espadista a Miranda de Ebro y le dejaron en un vagón de tercera mientras ellos se iban con el revisor. Estuvieron todo el viaje jugando a las cartas y, al llegar a Zamora, fueron a por el detenido, que no se había movido del asiento.

A mi madre le ocultó al principio su verdadero trabajo. Le dijo que trabajaba de funcionario, y ella no preguntó más. Uno de sus hermanos le fue con el cuento y le dijo que era policía secreta. Ella al principio se disgustó mucho, pero enseguida empezaron los problemas con la familia de mi padre a causa de su noviazgo, y entonces le apoyó. Hasta llegó a ver con buenos ojos que fuera policía, ya que lo había elegido en contra de los deseos de su familia. Pronto comprobaría los inconvenientes de aquella profesión. Mi padre no tenía un horario fijo, y nunca sabía si iba a volver o no a casa por la noche. Enseguida nació mi hermano, y ella se pasaba las horas en vela llorando, con el niño en los brazos, esperando que él regresara. Aún más, le bastó con conocerle un poco para darse cuenta de que le gustaba frecuentar aquellos ambientes turbios. El deseo de separarle de ellos se acentuó cuando nací yo. Mi madre tenía una familia que defender y no podía aceptar que su marido no estuviera a su lado para ayudarla. Una tarde, paseando por el Campo Grande, el parque de la ciudad, pasó algo que nunca olvidó. Yo iba en el cochecito y mi hermano tenía tres años. Mis padres estaban cruzando una de las grandes islas de sombra que formaban las ramas en el suelo cuando se encontraron con unas mujeres. Iban vestidas de una forma llamativa y saludaron a mi padre como a un viejo conocido. Él fue a su encuentro, y estuvieron hablando un rato. Mi madre no oyó qué le decían, pero las vio colgarse de sus brazos y acariciarle sin que les importara que ella estuviera viéndolo todo. Una de las mujeres se inclinó hacia el oído de mi padre y le dijo algo que a él le hizo reír de una forma exagerada y extraña, como si hubiera perdido la razón. Nunca le había visto reírse así y, cuando regresó, mi madre le preguntó quiénes eran aquellas mujeres. Mi padre le dijo que prostitutas, y que en la policía se servían de ellas como confidentes porque nada escapaba a su control. Y añadió:

– Los hombres en la cama hacen confidencias que jamás harían en otro lugar.

Mi madre quiso saber de qué se había reído. Y mi padre negó haberlo hecho.

– Sí, lo has hecho -insistió ella-. Era como si te rieras de nosotros.

Mi padre se enfadó con ella y le dijo que bastante tenía con trabajar hasta en sus horas libres, sin tener ni un momento de paz, como para que ahora encima se lo reprochara. Ella no insistió, y continuaron el paseo en silencio. El Campo Grande estaba lleno de pavos reales, y uno de ellos se puso delante y extendió su cola inmensa. Mi madre se fijó en aquellos dibujos que parecían ojos, en el color azulado de las plumas del cuello, en su pequeña cresta y en su cabeza minúscula. Poseía una belleza disparatada, como dictada por el capricho, y al ver su paso desafiante y esquivo, a ella le pareció que mi padre era como esos animales, que también él tenía otra vida que empezaba justo donde terminaba la suya. Una vida abierta a otros deseos y otras palabras, de las que ella apenas sabía nada. Aún más, como si su verdadera vida fuera ésa, y no la que llevaba en casa. Su vida secreta de pavo real. No me conoces, decía esa vida, donde yo voy tú no puedes seguirme. Pero ella no quería seguirle, sino mantenerlo a su lado, como si hubiera comprendido de pronto la verdadera naturaleza del mundo.

La muerte de mi hermano la puso al borde de la locura. Entonces, y por una razón que tardaría años en descubrir, se enfrentó a mi padre. Le culpaba de lo que había pasado. Fue una lucha sorda que se prolongó varios años. Finalmente, mi padre empezó a ausentarse de casa. Pasaba la noche en hoteles de poca monta, y terminó por alquilar un pequeño piso. Un día mi madre y yo fuimos a espiarle y le vimos subir con una mujer. Era muy joven, y mi padre la miraba lleno de felicidad. Mi madre ni siquiera lloró. Ya no tenía fuerzas para hacerlo, para reprocharle sus frecuentes infidelidades. Sabía que existían pero no decía nada, tal vez porque se daba cuenta de que había dejado de ser una buena esposa y la vida a su lado se había vuelto insoportable. Era lógico que mi padre buscara en otras mujeres lo que ella no sabía darle.

Recuerdo que en esa época yo sacaba a menudo las viejas fotografías. Me gustaban sobre todo aquellas en que mi padre y mi madre estaban juntos. ¿Qué había sido de ese tiempo? ¿Siempre era así, y la felicidad apenas duraba un instante? Hay un tiempo de nacer y otro de morir. Un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar. Un tiempo para los lamentos y un tiempo para las danzas. Un tiempo de abrazarse y otro para separarse. Así está escrito en el Eclesiastés. Todos tenemos un tiempo de felicidad en la tierra y el suyo fue cuando conoció a mi padre y nacimos nosotros. Recuerdo que ella venía todas las noches a nuestro cuarto, y mientras nos entraba el sueño no paraba de hablarnos de ese tiempo. De lo guapo que era mi padre, y de la envidia que sentían sus amigas al verlos paseando juntos, y de cómo se lo comían con los ojos. Una vez se presentaron juntos a un concurso de bailes de salón y lo ganaron sin esfuerzo. Cuando subieron al escenario a que les dieran la pequeña copa, los aplaudieron como a dos estrellas de cine. Ella nos hablaba de su vida, como si niños y adultos no fueran tan distintos y todo lo que nos contara lo pudiéramos entender, porque las cosas importantes eran iguales para todos. Mi madre era muy religiosa y, como todas las mujeres de entonces, obedecía sin rechistar las prédicas de los sacerdotes, pero en el fondo creo que pensaba que nada de lo que se hiciera por amor podía ser pecado. Por eso no se avergonzaba de su embarazo. Es más, hablaba de ello con naturalidad, como si en el fondo estuviera orgullosa de que hubiera sucedido así. Orgullosa del lío que se había armado en su casa, hasta el punto de que uno de sus hermanos había llegado a atarla para que no se escapara, y sobre todo en la de mi padre.

– A la abuela Joaquina -nos contaba riéndose- estuvo a punto de darle un ataque cuando se enteró.

Mi madre pensaba que la había vencido, que la vida que había en su cuerpo era más fuerte que los prejuicios de la abuela. Pero la realidad fue mucho más amarga, una locura que estuvo a punto de acabar con su relación con mi padre. La presión de su familia fue enorme, y mi padre llegó a dudar de que una boda como aquélla le conviniera. Con la connivencia de los jesuitas, le llevaron casi a la fuerza a Villagarcía de Campos, a la gran colegiata que tenían allí como seminario y casa de espiritualidad. Tenía que convivir con los seminaristas, y por las noches cerraban con llave la puerta de su celda. Pero una noche se escapó. Se descolgó por la ventana, haciendo una cuerda con unas sábanas atadas. Recorrió a ciegas los campos hasta llegar a un pueblo en que, de madrugada, pudo coger un autobús. Esa misma tarde estaba en Zamora y fue a buscar a mi madre a la joyería, para prometerle que ya nada ni nadie les podría separar nunca. Ella decía que se había portado como un héroe y que hasta el abuelo Abel, que hasta entonces le había mirado con reserva, finalmente les dio su bendición. Siempre disculpaba a mi padre; decía que él no había tenido la culpa, y añadía:

– La culpa la tuve yo, que era una completa ignorante.

Estábamos acostados los tres juntos, mi madre en medio y mi hermano Antonio y yo abrazándola. Sentíamos el calor de su cuerpo y aquel olor inconfundible que desprendía, como el olor de un gato que hubiera regresado del jardín, el olor de su cuerpo mezclándose con el de las flores y la hierba húmeda.

– ¿Queréis que os cuente cómo pasó? -nos preguntaba con una sonrisa pícara-. Todo sucedió de la forma más increíble que podáis imaginaros.

Así empezaba su relato, y mi hermano y yo conteníamos la respiración como si estuviéramos a punto de oír una de esas historias que tienen el poder de revelar el sentido de las cosas. Todo contribuía a aquella atmósfera encantada. El silencio de la noche, el calor denso de su cuerpo, su pelo que se derramaba sobre la almohada. Yo tendía la mano y enredaba los dedos en ese pelo mientras pensaba en las copas de los árboles, en los pájaros que hacen en ellas sus nidos. Mi madre solía dejar la luz del pasillo encendida y cuando empezaba a hablar sus ojos brillaban como los ojos de las palomas junto a las lagunas. Todo fue, nos decía, porque mi padre tenía que ir a un acto muy solemne y cuando sacó del armario el traje que iba a ponerse vio que estaba hecho un desastre. La última vez que se lo había puesto había sangrado por la nariz y se había manchado la chaqueta y la camisa, y aunque lo había llevado a la tintorería aún eran visibles los cercos de esas manchas. Esa tarde, cuando fue a buscar a mi madre a la joyería, le contó lo que le había pasado. Estaba muy nervioso porque ya no tenía tiempo para volver a llevarlo a la tintorería, y mi madre le dijo que no se preocupara, que si se lo llevaba, ella se encargaría de que al día siguiente lo tuviera preparado para a ir a la recepción. Y mi padre se lo llevó.

– ¿Sabéis cómo se quitan las manchas de sangre? -nos preguntaba.

Los relatos de mi madre eran pequeños cuentos de aprendizaje: siempre tenían que contener una enseñanza. Unas veces era una enseñanza moral, acerca de lo que podía hacerse o no; otras, simplemente práctica, con consejos sobre cómo actuar ante problemas concretos. Para eso debían servir las historias, para decirnos que fuéramos generosos y buenos, y que amáramos la verdad; pero también para enseñarnos cosas que nos permitieran salir del paso en situaciones difíciles. De forma que, si se hablaba de manchas, ¿por qué no aprovechar para dar unos cuantos consejos acerca de cómo se debían quitar?

– No hay nada más fácil -continuaba mi madre- que limpiar una mancha de sangre, si es reciente. Basta con lavar la prenda con agua fría. Si las manchas están secas es más difícil. Y aquéllas lo estaban, ¡vaya si lo estaban! Pero no se me resistieron. Primero me ocupé de la camisa. La lavé con agua abundante y eliminé los cercos frotando con un paño mojado en agua oxigenada. Luego la puse a blanquear dejándola un ratito en lejía. Y pasé a ocuparme de la chaqueta. Hay una fórmula infalible para quitar unas manchas así en un tejido de lana: una aspirina disuelta en agua.

Bien, pues eso hizo mi madre. Limpió aquellas manchas, tendió la ropa a secar, y por la noche la planchó cuidadosamente. Ya era tarde y se fue a su cuarto. El traje había quedado impecable y lo colgó en la puerta del armario. Se acostó pero no se podía dormir. Daba vueltas y más vueltas en la cama, y siempre terminaba con los ojos puestos en aquel traje. Hasta que no pudo resistirlo más y se levantó para ponérselo. Quería saber qué se sentía llevando aquella ropa. Se estuvo mirando al espejo, imaginándose lo que sería vivir como lo hacía mi padre, ir a la comisaría, que el comisario te llamara para encargarte algo, estar con los compañeros e ir de bar en bar bebiendo cervezas. Incluso se imaginó que llevaba bajo la chaqueta una pistola como la de mi padre, y que la sacaba para detener a un ladrón. Manos arriba, canalla. Si no se detiene, es hombre muerto. Cerraba los ojos y se quedaba quieta un momento, como si por llevar aquel traje pudiera adivinar los pensamientos de mi padre y ser lo que no era. Al rato volvió a quitarse el traje y a meterse en la cama, y al día siguiente se lo dio a mi padre. Y unos días después supo que se había quedado embarazada, y la culpa era del traje.

Su locura por mi padre duró hasta la muerte de mi hermano, que todo lo cambió. Pero creo que aun entonces, cuando se le enfrentó con toda la fuerza de su amor herido, nunca dejó de quererle, que si se revolvió de aquella forma fue a causa de ese amor que lo quería todo, que no se conformaba con las migajas del banquete.

Cuando estaba de humor, mi madre solía decir en bromas que no había tenido suerte con los hombres, pues ninguno de sus pretendientes estaba muy bien de la cabeza. Lo decía riéndose, dichosa de ser un pararrayos capaz de atraer a todos los chiflados del mundo. Creo que lamentaba no haber tenido más aventuras, más novios, haber conocido a otros hombres para poder comparar. Ella pensaba que nuestro pecho guarda muchos corazones distintos, y cada corazón tiene su propia vida y sus propios anhelos. Pero como sólo prestamos atención a uno de ellos, los otros poco a poco se van muriendo: son como esos pájaros a los que la madre no da de comer. Por eso hombres y mujeres se entristecen al dejar atrás su juventud, porque sus pechos están llenos de corazones muertos y se acuerdan de cuando los sentían latir y de todo lo que les pedían, y se arrepienten de no habérselo dado.

Así eran las historias de mi madre, muchas veces extraídas de sucesos de la propia vida, y otras, de leyendas y cuentos que había escuchado o leído en los libros de la tía Nieves, una hermana de la abuela. La tía Nieves era maestra y mi madre la visitaba todos los veranos. Vivía en Castrojeriz, un pueblo de la provincia de Burgos que formaba parte del Camino de Santiago. Todas sus casas estaban situadas en los lindes de una única calle. Tenía un castillo, en lo alto, y dos iglesias muy grandes. En las afueras estaban las ruinas de un hospital donde en el siglo XIV se atendía a los enfermos del fuego de San Antón. La tía Nieves era maestra, y había participado en la gran renovación de la enseñanza que tuvo lugar durante la República. Su casa estaba llena de libros y cuando mi madre iba a verla, se pasaba el día hablando con ella y diciéndole qué tenía que leer.

– Hay que leer por placer -le decía-. Los libros son como los juguetes que se dan a los niños.

Tanto el abuelo Abel como la abuela Tomasa eran republicanos, al contrario que la familia de mi padre, que eran de derechas y habían apoyado el levantamiento de Franco. El abuelo Abel jamás se metía en política. Era un hombre tranquilo, que se pasaba todo el día entre relojes, pero, aun así, durante la guerra estuvieron a punto de matarle. Zamora estuvo desde el primer momento en el lado nacional, y uno de sus vecinos, el capitán Rojas, le hizo la vida imposible. A mi madre no se le había olvidado nunca aquel nombre, porque había estado a punto de matar a su padre. Todo porque una vez se había enfrentado a él en el casino. El capitán Rojas estaba con otros amigos jugando a las cartas cuando el camarero tropezó al servirles y derramó el café sobre la mesa. Era un pobre chico que empezaba ese día a trabajar. Se disponía todo nervioso a limpiarlo cuando el capitán le dijo que ya que les había jodido la partida, ahora tenía que limpiar el café con la lengua. Había bebido más de la cuenta e incluso llegó a sacar la pistola. El pobre chico no dudó en hacerlo como le pedía. El abuelo no estaba presente, pero esa tarde, cuando se lo contaron, fue en busca del capitán y se lo recriminó.

– Yo pensé -le dijo-, que los militares estaban para defender a los pueblos de los abusos, no para cometerlos ellos.

Varias personas se pusieron a aplaudir, y el capitán Rojas se sintió humillado. Acababa de terminar la guerra cuando se cobró su venganza. Se celebraba la procesión del Corpus, y cuando el Santísimo pasó ante la joyería del abuelo, el capitán Rojas les pidió a los cofrades que se detuvieran y entró a buscarlo. Llevaba la camisa azul de la Falange e iba acompañado de otros dos amigos. Lo obligaron a salir a la calle y le pidieron que se arrodillara. El abuelo jamás iba a la iglesia, pero supo que si no lo hacía podía darse por muerto y se arrodilló en la acera. Poco después al capitán Rojas lo destinaron fuera de Zamora y todo volvió a la normalidad.

El abuelo Abel era un hombre afable, al que todos respetaban. No le gustaba atender en la tienda sino estar dentro, en su taller. Su gran afición eran los relojes, que él mismo fabricaba. Relojes y diminutas cajas de música. Su joyería se llamaba LA ROSA DE PRAGA, en recuerdo de un viaje que había hecho a Praga durante su juventud, con el gremio de relojeros castellanos. Mi madre contaba que la abuela Tomasa y la tía Nieves se habían enamorado a la vez de él. Eran hermanas y por un tiempo habían llegado a salir los tres juntos. Paseaban e iban a los cafés, donde se sentaban tardes enteras hablando y jugando a las cartas. Cuando acudían al teatro, cada una se ponía a un lado del abuelo. Ellas no lo sabían, pero al margen de esas salidas comunes el abuelo se citaba unos días con la abuela y otros con la tía Nieves. Cuando lo descubrieron, se sentaron a hablar entre ellas. Tenían que poner fin a aquella situación y decidieron jugarse al abuelo a la oca. La que perdiera se retiraría. Así que una noche, cuando ya todos se habían acostado, sacaron el tablero y se pusieron a jugar. La tía Nieves estaba a punto de lograr su objetivo cuando cayó en la casilla de la calavera, lo que la obligó a volver a empezar. Ya no tuvo tiempo de alcanzar a su hermana, que pudo llegar al final sin mayores contratiempos.

La tía Nieves cumplió su palabra y no se interpuso jamás entre ellos. El abuelo no se enteró de lo que había pasado, y aunque es posible que llegara a sospechar algo, no volvió a preguntar por la tía y pidió la mano de la abuela. Era un caballero y no podía hacer otra cosa, aunque, según mi madre, a quien amaba de verdad era a la tía. Mi madre decía que las dos hermanas eran como Marta y María. La abuela era reservada y práctica, mientras que la tía siempre estaba en las nubes. Mi madre, cuando era niña, iba a verla todos los veranos al pueblo en que estaba destinada como maestra. Se levantaban a la hora que querían y no tenían horarios fijos para las comidas. Al atardecer paseaban por los caminos y la tía le contaba la historia de aquellos lugares. Del hospital de San Antón, donde los padres hospitalarios atendían a los peregrinos con enfermedades contagiosas como la lepra, la peste o el fuego de infierno. En las naves del edificio se veía el signo del tau, que libraba de pestilencias a quienes lo llevaban y combatía los malos espíritus. Otras veces subían hasta un castillo en ruinas, desde el que se contemplaba toda la llanura, o visitaban la colegiata o la iglesia de San Juan, cuyas bóvedas nervadas semejaban grandes palmeras. En verano había una fiesta en que las mujeres competían para ver quién hacía con los ajos la trenza más grande. Luego, comían sopas y pollo. Muy cerca pasaba el río Odra y había una gran cantidad de árboles, chopos y álamos que al atardecer temblaban movidos por la brisa. Pero lo más bonito era el páramo, plantado de cereal. Llanuras inmensas que en verano tomaban el color dorado de las espigas.

Muchas tardes mi madre y la tía bajaban en una calesa hasta el río. Ponían un pequeño toldo, que colgaban de las ramas, y tendían una alfombra en el suelo. Y allí permanecían largo rato, escuchando el rumor de las hojas y el canto de los pájaros. Allí era donde la tía le contaba historias de personajes célebres, como Miguel Ángel o Leonardo da Vinci, o le hablaba de los viajes de Marco Polo, o de cómo Pasteur había descubierto las vacunas. Uno de sus personajes preferidos era el poeta alemán Novalis. La muerte de su prometida, la jovencísima Sophie von Kühn, cuando apenas era una adolescente, a causa de la tuberculosis, le había sumido en una tristeza profunda de la que sólo le libraría su propia muerte, sucedida poco después. La tía tenía uno de sus libros, Himnos a la noche, y a veces lo leían en aquella tienda improvisada. Hablaba de la noche, que en aquel libro era la metáfora de una muerte liberadora, pues suponía iniciar el camino hacia la vida verdadera, que el poeta sólo podía encontrar en los brazos de su amada. Mi madre, que tenía entonces la misma edad que Sophie, escuchaba fascinada y se preguntaba si ella sería capaz de amar a alguien de aquella forma.

– ¿Y sabéis una cosa? -nos decía-. Claro que lo fui y ésa fue mi desgracia porque amar mucho es una pesadez. Fue lo que me pasó con vuestro padre. Le amaba tanto que al final terminé hartándole. Y seguro que con vosotros me pasará lo mismo y que cuando crezcáis no querréis verme ni en pintura.

Mi hermano y yo protestábamos y, al tiempo que nos peleábamos por abrazarla, le jurábamos que aquello no pasaría nunca.

– Pasará, claro que pasará -decía mi madre riéndose-. El demasiado dar agobia a quien lo recibe.

De todas las historias de la tía, la preferida de mi madre era la que hablaba de la princesa persa. Mi madre nos decía que le bastaba con cerrar los ojos para recordar la tarde en que se la contó. Estaban a la orilla del río y se habían tumbado sobre la hierba, con los ojos fijos en las copas de los árboles. Parecía que eran sus propias palabras, y la oculta fuerza que guardaban, las que hacían temblar las hojas y las ramas flexibles, como si fueran las palabras las que movieran el mundo, las que guardaran el secreto de la realidad.

– Pues veréis -continuaba mi madre-, todo empezó por un viajero que un día llegó a un pueblo situado en los lindes del desierto. Al pasar por el mercado vio a una hermosa muchacha de la que se enamoró. Quiso saber quién era y le dijeron que una princesa que vivía retirada en su palacio, y que era inútil que tratara de acercarse, pues sólo aceptaba a los niños y a las otras mujeres como compañía, rechazando a todos los hombres que querían estar a su lado. El viajero preguntó la razón y le dijeron que debido a un sueño que no dejaba de repetírsele cada noche. En él veía a una pareja de palomas. Volaban felices por el campo hasta que el palomo quedaba apresado en las redes de un cazador. Y la paloma acudía en su ayuda y lo liberaba. Pero un tiempo después, cuando la paloma caía en las redes, su compañero no acudía a liberarla. Éste era el sueño de la princesa y la razón de que decidiera apartarse de los hombres, para que no le sucediera lo mismo que a la pobre paloma.

»El viajero, al escuchar aquel relato, se prendó de ella aún más y concibió un plan para llegar hasta su corazón. Contrató a dos albañiles, que esa noche entraron a escondidas en el jardín y compusieron sobre la bóveda de un templete un mosaico que reproducía en imágenes el sueño de la princesa. Al día siguiente ella lo vio. No comprendo, se dijo, ésta es la historia de mi sueño. Pero entre aquellas imágenes, había una que ella no había soñado, en que se veía a un palomo en las garras de un gavilán. Así comprendió que el macho que había creído un cobarde, en realidad había caído en las garras de un ave rapaz que lo había matado.

No había una verdad absoluta, nada duraba para siempre, pues nuestra experiencia cambiaba sin descanso. Mi madre había luchado con todas sus fuerza por su felicidad. Creía tener la verdad absoluta, pero le faltaba enfrentarse a la muerte de su hijo. Entonces comprendió que no había ninguna verdad a la que agarrarse, que la verdad era un pozo negro que todo lo devoraba.

Es así como la recuerdo en los últimos tiempos. Sentada en su sillón de orejas, absorta en sus pensamientos. Por entonces yo solía salir de noche y, a mi regreso, me la encontraba esperándome. Siempre tenía el retrato de mi hermano sobre la mesa.

– ¿Por qué no te acuestas? -le decía.

– No puedo dormir.

Me sentaba a su lado y me quedaba un rato con sus manos entre las mías. Era la muerte de mi hermano lo que nos unía. La muerte podía ser algo tan vivo, concreto y cierto como la existencia.

A veces le daba por hablar.

– En la joyería me lo pasaba en grande. Entraba la gente a comprar, y enseguida sabía si necesitaban una medalla, unos pendientes o un anillo. Si buscaban esas joyas por devoción, porque estaban enamoradas o sólo por presumir. Todos pensaban que al mundo le faltaba luz, y a mí me gustaba ayudarles a conseguirla.

Había adelgazado mucho, pero seguía siendo muy guapa. Tenía una belleza escondida que crecía según la mirabas y la oías hablar. Sus ojos eran oscuros y densos, como bañados en miel. Yo tenía la costumbre de besarla suavemente cerca de la sien, donde nacía el cabello. Su piel era fina y tersa, casi como la de una muchacha. Continuaba hablando:

– Es extraño, sueñas con algo y recibes otra cosa completamente distinta.

No parecía triste, sino perpleja. Un día de repente me dijo:

– ¿Te acuerdas de cuando os iba a ver por la noche? ¿Cuando me acostaba con vosotros? No os cansabais de pedirme historias, y yo, para que os durmierais, os hacía cerrar los ojos. Era como estar en una habitación secreta, en la que sólo nosotros podíamos entrar.

– La habitación de los ojos cerrados…

– Sí, así es como la llamabais. Un lugar para hablar sólo de lo más importante.

Se volvió hacia mí y me miró silenciosa, dolorida como un animal. Y dijo:

– Lo terrible es que ese lugar ya no le hace falta a nadie.

Aquellas noches sus palabras se posaban sobre nuestros ojos y nuestros labios, se desplazaban sobre la cama como pequeñas llamas. Sentíamos su calor, su ondulación vibrante, su rastro sobre la piel y las cosas, mientras el sueño se iba apoderando de nosotros. Yo era el primero en dormirme. Me decía que esa noche no lo consentiría y que iba a aguantar más que mi hermano, pero nunca lo lograba. Por la mañana me despertaba furioso. No quería dejarlos solos. Me parecía que tenían una vida a mis espaldas.

Una noche me desperté y mi hermano no estaba. Nuestro cuarto tenía dos camas, pero yo solía pasarme a la suya porque tenía miedo a la oscuridad. Oí que sonaba una canción. No sabía de dónde venía y permanecí sin moverme, con los sentidos aguzados en la oscuridad. La puerta estaba entreabierta y la música venía de algún lugar de la casa. Me levanté para asomarme al pasillo. Avancé lleno de temor, imaginando miradas, oscuros y menudos túneles atravesando el aire hacia mí. La puerta del salón estaba entreabierta y una luz roja iluminaba los cristales esmerilados, como si fuese sangre. Me asomé lleno de temor y vi a mi hermano y a mi madre. Habían puesto un pañuelo rojo sobre la lámpara, para amortiguar la intensidad de la luz, y estaban bailando sobre la alfombra. Mi hermano apenas le llegaba a la altura del pecho. Mi madre se inclinaba sobre él para que pudiera decirle algo. En ese instante me vieron. Mi hermano se volvió hacia mí con una mirada de rabia. ¿Por qué nos interrumpes?, parecía decir, ¿no ves que estamos hablando de nuestras cosas?

– Anda, ven con nosotros -dijo mi madre, arrodillándose en el suelo y tendiendo los brazos para recibirme.

Corrí hacia ellos y, después de besarme, ella me levantó del suelo. Bailamos los tres juntos, yo en brazos de mi madre y mi hermano haciendo el payaso a nuestro alrededor. Nos hacía cosquillas. A mi madre en el costado y a mí en las plantas de los pies. No parábamos de reír. De repente, ella se quedó quieta un momento.

– Silencio -dijo-, oigo algo.

Fue al tocadiscos y lo apagó. Nos quedamos callados y, en efecto, oímos ruidos que venían del portal, y enseguida el traqueteo del ascensor al ponerse en marcha. Salimos disparados hacia la cama, y poco después oímos cómo mi padre abría la puerta. Venía de trabajar.

Oímos a lo lejos la voz de mi madre. Se estaba riendo. En ese tiempo era feliz y se reía por cualquier cosa. Mi padre decía que no estaba bien de la cabeza, que a pesar de ser la madre de dos hijos se seguía comportando como si fuera una cría. Luego dejaron de oírse ruidos y la casa se quedó en silencio. Me levanté y me fui a la cama de mi hermano. Tenía el cuerpo ardiendo.

– ¿Qué hacíais? -le pregunté.

– ¿Cuándo?

– Antes, en el salón.

Pensaba que tenían otra vida que sólo ellos conocían, en la que yo no podía entrar. Siempre andaban con secretos. Estábamos comiendo y de pronto mi hermano se levantaba y, dando la vuelta completa a la mesa, se acercaba a mi madre y le decía algo al oído. Me parecía que ella le prefería a él, que él era su verdadero hijo. Incluso mi hermano bromeaba con esto. Me decía que una tarde había sorprendido a mi madre en la cocina contándole a Felicidad, la costurera, cómo me había comprado a una gitana. La gitana estaba pidiendo en la calle, mientras me daba la teta, y mi madre había sentido tanta pena al verme que se había encaprichado de mí. Y que cuando me cogió en brazos para llevarme pesaba tan poco, de lo delgado que estaba, como los huesos que quedan en el plato después de comernos el pollo. Yo protestaba, pataleaba en el suelo e iba a buscar a mi madre.

– ¿A que no es verdad? -le preguntaba, a punto de echarme a llorar.

– No, claro que no -decía ella, tomándome en sus brazos para consolarme-. ¿Sabes cuál es la verdad? Que te hice con miga de pan. Fue como Gepeto cuando hizo a Pinocho. Un día fabriqué un muñeco con la masa que me había sobrado y lo me ti en el horno. Y entonces oí una vocecita que no sabía de dónde venía. Una vocecita muy fina que gritaba: Socorro, socorro. Y yo le pregunté: ¿Quién eres, dónde estás? En el horno, me contestó, asándome con las pastas. Fui corriendo y, al abrirlo, allí estabas tú, en la bandeja, y como vi que te movías, te saqué a toda prisa. Tan pronto te coloqué sobre la mesa te pusiste a sacudirte el azúcar que te había echado encima, y era tan gracioso ver cómo lo hacías que decidí quedarme contigo. Te preparé una camita muy pequeña en una caja de cerillas de cocina, pero luego empezaste a crecer y crecer hasta que te hiciste como eres ahora. Aunque basta con olerte un poquito para saber que estás hecho con la masa de las pastas y que aún conservas el calor del horno en que te encontré.

Eso era lo que me contaba, pero era ella la que parecía recién salida del horno. Se metía en mi cama y cuando la abrazaba sentía el calor de su cuerpo bajo la tela leve del camisón.

– Y cuando aquella princesa vio la imagen del ave rapaz matando a la paloma, comprendió que las cosas no eran como había pensado y que no era que el macho hubiera abandonado a la pobre paloma, sino que no había podido socorrerla porque un gavilán lo había matado justo cuando iba en su ayuda. Así se dio cuenta de que los sueños nos inducen a error, porque la verdad completa no cabe en un solo sueño. Y por eso la tía decía que ninguna vida se basta a sí misma, y que necesitamos las vidas y los sueños de los demás para completarnos. Por ejemplo, antes de nacer vosotros yo no sabía qué era cuidar a un niño, ocuparse de que no tenga frío, de que esté limpio, de darle de comer; lo graciosos que son cuando tienen hambre y lo bien que huele la harina de sus papillas cuando se tuesta al horno. Yo no sabía que llevar a un niño en brazos es lo más hermoso que puedes hacer en esta vida.

– Ahora, otro cuento -le decía yo.

– Está bien. Os contaré el cuento del príncipe que se quedó sin cuerpo.

Estábamos en el pueblo, en la casa que había heredado mi padre. Me levanté de un salto y me senté sobre la almohada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, junto a mi hermano. Mi madre nos miró complacida, con la boca entreabierta, como si un velo nos ocultara de los ojos del mundo.

– Érase una vez un príncipe -comenzó- tan enamorado de su esposa que se pasaba los días y las noches siguiéndola a todos los lados.

»Si ella se levantaba, él le iba detrás como un corderito. Si ella montaba a caballo, el príncipe hacía lo mismo. Si cogía una barca para navegar por el lago, la seguía en una barquita. Porque ¿sabéis qué pasa cuando quieres a alguien? Que nunca te cansas de él y quieres verle a todas horas. Verle cuando se acuesta, cuando se levanta, cuando se lava los dientes o se pone los zapatos. Quieres saber adónde va y, si es a la compra, por qué elige estas manzanas en vez de las otras, o esta falda en lugar de aquellos pantalones. Pero, sobre todo, quieres conocer sus pensamientos. Y él en todo momento quería conocer los de la princesa. Bastaba con que se quedara un momento callada, o mirando por la ventana, para que él quisiera saber qué estaba pensando, pero la princesa no quería revelar lo que rondaba por su cabecita. El príncipe le ofrecía perlas, monedas de oro, cacatúas y cajas de marfil para que lo hiciera, pero en vano. Un día en que ya no sabía qué ofrecerle, el hombre le prometió una de sus manos. Y la princesa aceptó, no porque quisiera esa mano para algo, sino porque era muy caprichosa y era la primera vez que alguien le ofrecía un regalo así. Y el príncipe se la tuvo que dar. Pero al día siguiente la historia se repitió, y le tuvo que dar el brazo. Y luego, la otra mano y el otro brazo, los dos pies, las piernas, hasta que sólo quedó de él la cabeza. Y tampoco es que la princesa pensara en nada importante, que unas veces pensaba en un vestido que se quería comprar, otras en el próximo baile de palacio o en irse de excursión al bosque con sus damas de honor, que aquella princesa no tenía mucho seso y sólo se preocupaba de las cosas más simples. Pero aun así el príncipe no dejaba de preguntarle por sus pensamientos, que era como si siempre esperara de ellos la respuesta a alguno de los grandes enigmas de la vida. Y así hasta que un día, cuando sólo le quedaba la cabeza, le ofreció su lengua a cambio de lo que estaba pensando. Y ella se lo dijo, pero el príncipe ya no pudo volver a hablar. Y la princesa empezó a avergonzarse de él, que no era cosa de ir a los bailes y a los banquetes con un esposo que sólo era una cabeza, y que además no tenía conversación. Así que una noche, cansada de tenerle a su lado, y de que las otras damas se rieran a escondidas de ella, tiró la cabeza por una ventana del palacio que daba al pantano, que era lo que había hecho con todas las demás partes de su cuerpo. Y del príncipe nunca más se supo. Lo que no quiere decir que muriera, porque había pasado algo que nadie sabía. Que, mientras la princesa iba tirando los pedazos de su cuerpo por la ventana, alguien allá abajo los recogía. Era una muchacha que amaba al príncipe por encima de todo, porque había crecido con él. Y muchas noches se acercaba al palacio y se quedaba mirando las ventanas iluminadas, preguntándose por lo que podía estar haciendo. Quiso la suerte que estuviera bajo la ventana la noche en que la princesa arrojó la primera mano. Flotaba entre los nenúfares, como una flor, y aunque llevaba años sin verle enseguida supo que era una mano del príncipe. Luego fue recogiendo la otra mano, los pies, los brazos y las piernas, hasta que le llegó el turno a la cabeza, y pudo comprobar no sólo que era su antiguo compañero de juegos, sino que se había vuelto el muchacho más hermoso que había visto jamás. Y con ayuda de unas hierbas que ella misma recogía, pues se había criado en el pantano y conocía todos sus secretos, logró unir los pedazos y tener al príncipe completo. Bueno, completo no, que la noche en que la princesa tiró su lengua por la ventana era muy oscura, y ella no la vio caer ni pudo por tanto recuperarla, y un pez se la tragó entera. De forma que cuando el príncipe regresó a la vida no podía hablar, lo que tampoco le importó mucho, pues le bastó con ver a la muchachita para darse cuenta de que era su compañera de juegos y comprender que era la única a la que había amado de verdad. Y que a ella no necesitaba preguntarle por lo que estaba pensando pues le bastaba con quedarse mirándola para saberlo al instante. Que siempre es así cuando amas a alguien de verdad, que tienes el poder de adivinar sus pensamientos. Por ejemplo, si estaba comiendo cerezas, pensaba en los besos que se daban a la hora de la siesta; si se metía en el agua, al sentirla corriendo sobre su piel se acordaba de sus caricias al despertarse; si se acercaba al fuego, su calor le recordaba las cosas que hacían durante la noche. Como tampoco ella necesitaba hablar, en su casa siempre había un silencio muy grande. Y empezó a pasar algo todavía más extraño. Que los animales se contagiaron de aquel silencio y cuando se acercaban a la casa lo hacían sin hacer ningún ruido. Los perros dejaban de ladrar, los pájaros no piaban, las ardillas no rechistaban y los ciervos no berreaban por las noches. Y hasta los propios árboles dejaron de hacer ruido con sus hojas cuando el viento los agitaba. Y entonces el bosque se llenó de llamas que nacían de ese silencio incomparable; bastaba con quedarse callado y mirar fijamente, para que se vieran por todos los lados. Sobre las plantas y los animales, pero también sobre los hombres. Que era como en el cuadro que había en la iglesia. Cuando la Virgen y los apóstoles, tras la muerte de Jesús, se habían reunido para ver qué hacían y sobre sus frentes empezaron a aparecer llamas y supieron que tenían que ver con Jesús y que esas llamas significaban que nunca les abandonaría. Y eso era lo que les pasaba al príncipe y a la joven. Todo el mundo les compadecía, porque pensaban que un pantano no era un lugar para vivir, pero ellos eran más felices allí, con aquellas llamitas sobre sus frentes, que en el más hermoso de los palacios.

– Mamá, otro cuento. El último, por favor.

– Está bien -nos decía-. Os contaré ahora el del ogro que no tenía memoria. Érase una vez un ogro con un hambre feroz, que todo se lo comía. Veía una cigüeña y se la comía; veía un jabalí, veía una oveja, veía una vaca y se lo comía todo. Comía y comía hasta que dejaba los huesos limpios y mondos y, cuando había llenado la tripa, le entraba tanto sueño que tenía que echarse la siesta. Podía pasarse días enteros durmiendo, según la comilona que se hubiera dado, y, al despertarse, se había olvidado de todo. Pero había una urraca a su lado que no se perdía ni un solo detalle de lo que hacía. De modo que el ogro, al encontrarse con los restos de su comida, invariablemente le preguntaba: ¿De quién son estos huesecillos tan blancos? A lo que la urraca le contestaba: Bien lo sabes, tragón. Que menuda merienda te diste ayer. Pero no es verdad que lo supiera, que con la digestión se olvidaba de sus crímenes, y por eso no tenía remordimientos y los volvía a cometer otra vez. Cuando no estaba hambriento era una criatura apacible y atenta que enseguida se ganaba la confianza de todos. Se hacía amigo de un corderito, por ejemplo, y sólo vivía para hacerle feliz. Pero cuanto más a gusto estaba a su lado, más apetitoso se volvía para él. Ése es el problema de los ogros, que para ellos el amor es comer.

»Así hasta que un día en que se había apartado del bosque más de la cuenta, vio a una niña. Era la primera vez que veía una, pues nunca se había acercado a los pueblos donde viven los hombres. La niña estaba a la orilla del río y lo primero que le sorprendió fue que no se asustara al verle. Tenía fama de asesino, y estaba acostumbrado a que todos se pusieran a correr y a gritar tan pronto le veían aparecer. Pero aquella niña se quedó tan campante. No sólo eso, sino que se volvió hacia él y le empezó a hablar sin manifestar el mínimo temor. Le dijo que había perdido la última barcaza y que ahora tendría que quedarse hasta el amanecer, a la espera de que volviera el barquero para llevarla a la otra orilla. Y añadió: ¿Puedes ayudarme tú? El ogro se la quedó mirando. Tenía hambre, pues llevaba dos días sin comer, y aquella criatura le pareció un bocado muy apetitoso. Nunca había visto un ser tan perfecto. Era delgada y leve como las pequeñas garzas que llegaban al bosque en primavera, pero tenía además otra cosa, algo que no había visto en ningún otro animal del bosque y que no sabía cómo definir, pues no conseguía saber si era real o sólo soñada. Y pensó: Está bien, la ayudaré a pasar el río y luego me la comeré. Sólo entonces se dio cuenta de que a la niña le pasaba algo raro porque, cuando tendió sus manos para que se acercara, ella no se movió. Comprendió que estaba ciega y que ésa era la razón de que no le tuviera miedo.

»Cuando finalmente empezó a cruzar el río con ella, le pasó algo que lo desconcertó. Nunca había llevado a un niño en los brazos, y aquel peso tan leve, el hecho de notar su cuerpecito latiendo en sus manos, le hizo sentir algo que nunca había experimentado. Como si todo, el río que corría a sus pies, el vuelo de los pájaros, el murmullo de las hojas mecidas por el viento, la luz y el zumbido de los insectos, dependiera de lo que estaba haciendo. Era algo muy dulce y muy triste a la vez, como si se diera cuenta de lo frágil que era todo y lo cerca que está lo que vive de dejar de vivir. Y cuando llegó a la otra orilla, estaba tan aturdido por lo que había sentido, que dejó a la niña en el suelo y la miró alejarse sin hacer nada.

»Aunque luego volvió al bosque y se comió a unas pobres ovejas que se habían escapado del rebaño, algo empezó a cambiar para él, pues al despertar de la siesta, por primera vez se sintió infeliz. Cada poco tenía que pararse y se quedaba mirándose las manos, como si echara en falta algo que no podía explicar qué era. Tomó la costumbre de coger piedras y llevarlas consigo, porque era como si así no se sintiera tan solo. Casi siempre terminaba en la orilla del río, pues, aunque él no supiera por qué, ver correr el agua le daba tranquilidad.

»Un día quiso la suerte que se encontrara de nuevo con la niña ciega. Estaba con su familia, esperando a que llegara el barquero para cruzarles al otro lado, y al ver al ogro todos se echaron a correr. Todos menos ella, que enseguida les dijo que no tuvieran miedo. Y se volvió hacia él y le preguntó: ¿No te acuerdas de mí? El ogro no se acordaba, y la agarró para comérsela. Pero le bastó levantarla y sentir su peso en las manos para que algo se removiera en él. Y cuando la niña le pidió que les ayudara a cruzar el río, el ogro la obedeció. Primero la pasó a ella y luego, uno a uno, fue pasando a todos sus hermanos. Y, al terminar, los dejó irse por el camino sin hacerles daño porque aún estaba desconcertado. Y ese día se olvidó de comer, y al día siguiente estaba de nuevo en la orilla del río. Y vio que estaba llena de niños, porque los hermanos de la niña ciega habían contado en el pueblo lo sucedido, y todos quisieron ir a ver al ogro y a que les cruzara la corriente del río. Y el ogro uno a uno los fue pasando a todos, y luego les volvió a llevar de vuelta.

»A partir de entonces todas las tardes estaba allí y ayudaba a los niños a cruzar el río. No volvió a matar a ningún animal, pues se alimentaba sólo de lo que le llevaban sus amigos, y siempre estaba dispuesto a ayudar al que se lo pedía. Y una vez, una pareja de novios se acercó para conocerle y la chica le preguntó: Tú que has vivido tanto y sabes tantas cosas, ¿qué crees que es lo más hermoso del mundo? Y el ogro se acordó de la cieguita y de cuando hace ya muchos años le ayudaba a cruzar el río y, con los ojos llenos de lágrimas, le contestó: Unos dicen que los anillos de oro con que los novios se prometen, otros que una ventana encendida en la oscuridad del bosque o las golondrinas que quitaron las espinas a Jesús para que no sufriera. Pero yo digo que lo más hermoso es llevar al niño que amamos en nuestros brazos.