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Cuando la tía Marta se fue al convento, nos quedamos a vivir en su casa. Tu padre había mejorado de su enfermedad y nos pasábamos el día en la calle. En los cafés de la plaza Mayor, paseando por Fuente Dorada o el Campo Grande que en esa época, estábamos en pleno invierno, se llenaba de niebla. Nos conocían en todas las pastelerías, y siempre volvíamos cargados de paquetes a casa. Me gustaba que papá derrochara el dinero, que lo hiciera por mí. Nunca me ha gustado la gente que ahorra, que se pasa la vida mirando lo que gasta. ¿Te acuerdas de la fábula de la cigarra y la hormiga? Mi preferida era la cigarra, que sólo pensaba en cantar. Yo era como ella. No quería levantarme de la cama, ni lavar la ropa ni planchar ni hacer la comida, sólo que tu padre estuviera conmigo. Las bragas y las faldas terminaban en cualquier lado, y a veces no teníamos ni para comer, que hasta una vez tuvimos que cenar un mendrugo de pan duro porque se me había olvidado comprar. Recuerdo que me quedaba mirando los retratos de los familiares de tu padre, sus tíos, sus abuelos, todos tan graves y vestidos de negro, y pensaba para mí: si pudieran ver cómo está su casa, les daría un síncope. Sólo Sara, la criada de la tía, ponía un poco de orden. Venía del pueblo a primeros de mes, y se pasaba unos días con nosotros. Nunca me hizo ningún reproche, todo lo contrario, me disculpaba. No se preocupe, me decía, las recién casadas tienen otras cosas en que pensar. Es curioso, pero de todas las personas que he conocido creo que era ella quien mejor sabía qué era el amor. El peligro que hay en él, el riesgo que corren los que se aman.
Yo siempre había sido una chica ordenada y limpia, pero en ese tiempo me trastorné. Veía unas medias tiradas en el suelo y me decía: que se queden ahí. Veía la pila de cacharros sucios y pensaba: que esperen. No era una holgazana, pero entonces me gustaba aquel desorden. Era el desorden del bosque, de los nidos repletos de crías, de las hojas agitadas por el viento, de los cuartos de los niños. El desorden que reina en esos lugares donde no sentimos miedo. Los domingos, cuando iba a la iglesia, me arrodillaba ante el altar de la Virgen y hablaba con ella. ¿A que tú me entiendes?, le decía. Seguro que el Portal de Belén también estaba manga por hombro.
Cada día se me ocurría una locura nueva. Me escondía dentro de los armarios, me disfrazaba, construía tiendas con sábanas y le pedía a papá cenar allí, como si estuviéramos aislados en el país de los hielos eternos. Una vez le hice poner el colchón en el pasillo. El colchón era una barca y mientras dormíamos nos arrastraba la corriente del río. Cuántas locuras se me ocurrieron, y papá todas me las consentía. Un buen día me descubrí mintiéndole. No me acuerdo de cómo fue. Le mentía en cosas sin importancia, porque en realidad no tenía nada que ocultarle. Que si había entrado en tal joyería a ver unos pendientes que me gustaban, que si una gitana me había leído las rayas de la mano y me había dicho que iba a tener siete hijos, que si me había encontrado con una antigua compañera del colegio que se había casado con un médico y vivía en Valladolid. Era capaz de inventarme las cosas más tontas sólo porque me daba placer. Hasta que un día me pilló. Le dije que había estado en casa de su hermano, y esa misma tarde tu padre se encontró con él y éste le preguntó qué era de mí, que hacía más de dos semanas que no me veían. Aquello le desconcertó. ¿Por qué me mientes?, me preguntó. No supe qué contestarle porque no sabía explicárselo. Cómo decirle que lo hacía para que me amara más, porque quería parecerme a aquellas mujeres que veíamos en las revistas y en el cine, por las que los hombres se volvían locos. Eso era mentir para mí, decirle a aquel mundo tan rancio que podía hacer lo que quisiera. Pero tu padre se enfadó muchísimo y le prometí no volver a hacerlo. Ya ves lo poco que duró mi vida de mujer fatal. Superamos la pequeña crisis y pasaron las semanas mientras mi tripa se iba hinchando a causa del embarazo. Incluso aprendí a amar aquella ciudad, que la verdad es que no era nada bonita, ni sus vecinos demasiado simpáticos, que cuando entrabas a comprar en una tienda te miraban como si fueras a robar.
Estaba a punto de nacer tu hermano cuando la tía Marta volvió. Se había puesto enferma porque no pudo adaptarse a la vida del convento, y regresó tan delgada como esos esqueletos que tienen en las escuelas para que los niños aprendan los nombres de los huesos. Y lo primero que nos dijo fue que no podíamos seguir allí, porque no estaba bien que en casa de una mujer soltera naciese un niño. Así que tuvimos que buscar una nueva casa a toda prisa, pues yo andaba ya al final de mi embarazo. Terminamos en una habitación con derecho a cocina, que encontramos no muy lejos de casa de la tía. En aquel tiempo muchas familias vivían así. Había problemas de vivienda y la gente se metía donde podía. Y nosotros nos fuimos casi con lo puesto, pues no teníamos muebles, ni cubiertos, ni platos. Aún recuerdo a la tía asomada al hueco de las escaleras mientras nosotros bajábamos las maletas. No me importaba irme, ni que apenas tuviéramos otra cosa que la ropa que nos poníamos, pues era como si viajáramos con nuestra propia tienda. ¡Qué hermosa era! Ni las tiendas de los más ricos mercaderes, de los príncipes que andan por el desierto, se le podían comparar. Y nos bastaba con plantarla en cualquier lugar para que al momento la noche se llenara de hogueras. Los amantes llevan su propia casa consigo, como los caracoles… ¡Cómo me iba a importar dejar aquella casa tan triste, si nos bastaba con cerrar los ojos y acariciarnos para que a nuestro alrededor el mundo se llenara de frutos y de animales que venían a mirarnos! Fue en ese tiempo cuando me inventé lo del corderito. Yo hablaba con él, como si fuese real, y le atribuía mis alegrías y enfados. Un corderito que nos seguía a todos los sitios balando, que teníamos que cuidar y alimentar, así era el amor que sentía. ¡Ya ves si estaba loca!
Cuando vi a la tía Marta arriba, acodada en la barandilla de las escaleras, a mí lo que me dio fue pena. Pena porque no tenía quien la amara, porque su ánimo estaba lleno de temores y en su vida nunca había habido ni una pizca de locura. Me hizo pasar las de Caín, pero no le guardo rencor. Recuerdo lo mal que lo pasé cuando empecé a vivir en su casa. Tuve que bajar hasta los dobladillos de las faldas porque le parecían demasiado cortas, y no le gustaba que me pintara las uñas porque decía que parecía una cupletista. La mayor parte de los días, cuando tu padre regresaba del trabajo, me echaba en sus brazos a llorar.
Nos habíamos hecho una foto en Madrid, durante el viaje de novios. Una foto en que parecemos sacados de la cartelera de un cine. Tienes que acordarte de ella porque estuvo mucho tiempo en el aparador del salón. Yo llevo una blusa blanca, y tu padre está detrás de mí. Lleva un traje de rayas, y su brazo, que está colocado sobre el respaldo de la silla, dibuja el contorno de mi hombro. Parece un ala que se extiende para protegerme. Está muy guapo, con el pelo engominado, que era la moda de entonces, y su pequeño bigote, y el cuello de la camisa prendido con un imperdible. En la foto sólo se nos ve hasta la rodilla, pero la original era de cuerpo entero y la tía me la hizo cortar, por parecerle que se me veían demasiado las piernas. Yo tenía unas piernas preciosas y me encantaba lucirlas. Más de una vez, y siendo novios, cuando estábamos en un café, tu padre me hacía levantar e ir al servicio sólo por el gusto de verme andar. Pero la tía ni siquiera nos dejaba dormir juntos. Yo estaba embarazada y ella pensaba que en mi estado no era ni higiénico ni moral que durmiera con papá. Teníamos que besarnos y acariciarnos a escondidas. Papá venía a verme por las noches y a mí me daba la risa. Tanta, que tenía que taparme la boca, para no hacer ruido, y la tía, claro, se daba cuenta. No creas que no sé lo que hacéis, me decía luego por la mañana, que no soy tonta. Y yo me ponía roja como un pimiento. Pero, ya lo ves, la perdonaba. Se limitaba a pensar y vivir como lo hacían tantas mujeres de entonces, siempre rodeadas de curas y de monjas que las hacían avergonzarse de sus propios deseos. Pero si Dios nos había dado esos deseos, ¿por qué tendríamos que avergonzarnos de ellos? ¿Acaso Jacob no había amado a Raquel con el alma y el cuerpo? Se enamoró al verla dar de beber a sus ovejas y desde ese momento sólo vivió para estar a su lado, que primero trabajó siete años para pagar su dote y, cuando su suegro lo engañó y le hizo casarse con su hermana, tuvo que trabajar siete años más para conseguir hacerla su esposa. Me gustaba un grabado en que se veía a Raquel junto al pozo y Jacob se acercaba para abrazarla. Raquel se retiraba pudorosa, pero se notaba que nada le gustaba más que Jacob deseara besarla. ¿Era malo eso? Noé guardó en su arca las semillas y los animales que amaba, y Marta y María le pidieron a Jesús que resucitara a su hermano. No se conformaban con su recuerdo y querían volver a verle en el umbral de la puerta y que se sentara con ellas a la mesa. Ninguna de las dos habría querido vivir en una casa como la de la tía. Era una casa lúgubre y triste, llena de oscuridad. Era extraño, porque tenía grandes balcones que daban a la calle, y la parte trasera se abría a una amplia galería por la que asomaban el cielo y la calle, pero era como si tuviera su propia sombra dentro, una sombra que ni la luz de la mañana lograba diluir. Sí, todo parecía muerto. Los muebles eran pesados y grandes como catafalcos; las cortinas y alfombras, de colores apagados; las lámparas tenían luces mortecinas; y jamás se oía la radio, ni había gramolas o tocadiscos, ni se oían gritos, como si todo lo que tuviera que ver con la vida, las palabras, el barullo de los niños, la música de los organillos, las canciones que cantaban las criadas, estuviera proscrito. Sólo Sara estaba viva, y cuando venía a verme no paraba de hablar. O cantaba por lo bajo mientras cocinaba y lavaba la ropa.
Era extraña aquella fidelidad que profesaba a la tía, a la que disculpaba y cuidaba como si fuera una niña enferma y asustada que no quiere ni vivir ni morir. No podían ser más opuestas, y sin embargo Sara se ocupaba de ella como de una de esas plantas, las bellas de noche, que sólo pueden vivir lejos de la luz. Claro que las bellas de noche tienen flores que nacen en la penumbra o en los días nublados y la tía era como un cardo que no sacaba gusto de nada. Sara había empezado a trabajar en casa de los abuelos siendo una niña, y dejó el pueblo para irse a vivir con ellos después de la guerra, cuando había muerto su hermano. Una tarde me contó el porqué de su devoción por la tía. Tu padre y yo aún estábamos viviendo en su casa, y la tía había vuelto a censurar mi conducta. Corrí a mi cuarto y, desconsolada, me eché a llorar. Me sentía muy desgraciada, y Sara vino a consolarme. Había una gran tormenta. En tres días casi no habíamos podido salir de casa. Estaba el cielo negro, de la mañana a la noche, cruzado por relámpagos. El río se había desbordado. Derribó parte del muro de piedra y el agua inundó calles y casas. Todos estábamos muy nerviosos a causa de aquellos desastres. Sara se sentó a mi lado en el borde de la cama y me dijo: No se lo tome en cuenta. En el fondo, es buena mujer.
Tras darme su pañuelo para que me secara las lágrimas, me contó algo que había sucedido en el pueblo, al comienzo de la guerra. Jandri, su hermano, era amigo de Modesto Sastre, uno de los muchachos a los que mataron en el pueblo los falangistas. Fusilaron a bastantes en aquella zona. Les iban a buscar por la noche y se los llevaban al monte, donde los mataban y enterraban como si fuesen perros. En el pueblo sólo fusilaron a cinco o seis en los primeros días del alzamiento. No fueron muchos, porque don Ramón, uno de los curas, la tía Gregoria y el hermano de tu padre intervinieron para templar los ánimos. La tía Gregoria llegó a enfrentarse a una patrulla que iba a buscar a un hermano de Segunda, su casera, y a prohibirles que volvieran por allí. En este pueblo mando yo, les dijo. Y ellos se acobardaron, pues sabían que conocía a muchos en Valladolid y que se podían meter en un buen lío. Pero a Modesto le cazaron en el monte como a un conejo. Parece que le denunció la hija del guarda, por despecho. Había querido tener algo con él y, como Modesto la había rechazado, cuando supo que se acercaba por las noches a beber del pozo, avisó a una de las patrullas que le tendió una emboscada. Había estado escondido en casa de Sara y Jandri, del que era muy amigo. Los dos se habían hecho muy populares en los pueblos de los alrededores, en la época de las protestas obreras. Jandri siempre iba con Modesto, que era un verdadero líder, pero ésa fue también la razón de que, cuando estalló la guerra, fueran a buscarles los primeros. Con Jandri no se atrevieron, porque sabían que la familia de tu padre no consentiría que le hicieran daño, pero a por Modesto fueron como una manada de lobos. Se escapó por el tejado y se refugió en casa de Jandri y de Sara. ¿Cómo pudo hacerlo siendo ésta tan pequeña? El misterio tenía una explicación muy simple: había una habitación que nadie conocía. En realidad, pertenecía a la casa de al lado, pero Jandri se había apropiado de una parte de su desván, sin que sus vecinos, que eran muy ancianos y nunca subían allí, se hubieran dado cuenta. Se entraba por una pequeña puerta que había en la galería. Una puerta ventana, pues estaba en la mitad de la pared, por la que Jandri, que era tan menudo y ágil, entraba y salía sin problemas. La cubrían con un mapamundi que a Jandri le había regalado don Luis, el maestro, y que cuando estaba colgado disimulaba su existencia. Era una ocurrencia de Jandri, que, al construir la casa, había decidido que debían tener un lugar que sólo ellos conocieran. Jandri tenía ocurrencias así, y Sara decía que era como José, el hijo de Jacob, que veía cosas en los sueños. Una vez le dio por levantar una pequeña torre de ladrillo en uno de los prados que había junto al río. Los que pasaban por allí le preguntaban: ¿Para qué haces eso, Jandri? Y él se reía antes de contestar: No lo sé, para algo servirá.
Llegó el invierno, y luego empezaron las lluvias. Llovió tanto que una noche el río se desbordó, inundándolo todo. Un pastor había dejado sus ovejas en un aprisco que tenía en el prado, y el agua se las llevó como si fuesen la lana de un colchón. Amaneció por fin un día precioso, lleno de luz, y un montón de niños se congregó frente a su casa llamando a Jandri, que salió bostezando y les acompañó al río. El agua llegaba casi hasta San Ginés y todas las eras estaban inundadas. Sólo despuntaban las almenas de la pequeña torre. Y ¿qué había allí para que los niños hubieran ido con esas prisas a buscarle? Un cordero. Todo el rebaño se había ahogado, pero el cordero había visto aquella torre y, como el agua estaba a su altura, pudo encaramarse a ella y salvarse. Y eso pasó con aquella habitación secreta. Jandri no podía explicar para qué la había hecho, pero fue la que permitió a Modesto burlar a los que querían matarle. Aunque no le sirviera de mucho, que poco después lo pillaron en el monte. Habían entrado en la casa y, tras retirar el mapamundi, dieron con la puerta y la habitación oculta, y vieron las pruebas de que Modesto había estado allí. Tu hermano se la ha cargado, le dijeron a Sara. Acababan de irse cuando Jandri llegó. Ella le dijo que tenía que huir enseguida, que le querían matar. Salieron a la carretera, y al ver la furgoneta de la patrulla en la plaza, Sara metió a su hermano en casa de los abuelos. Pero alguien les vio, y a los pocos minutos estaban aporreando la puerta. En la casa sólo estaba la tía Marta, ya acostada, pues acababa de anochecer. Sara se presentó en su cuarto con el hermano, y le dijo que le estaban buscando para matarlo. La tía se sentó en la cama y, después de pensar un momento, les señaló el armario. Pero antes de que Jandri se escondiera dentro, cambió de parecer y, levantando las mantas, le dijo que se metiera en la cama con ella. El chico lo hizo sin pensárselo, pues los golpes y los gritos que daban los de abajo eran cada vez más fuertes, y amenazaban con tirar la puerta. Era una cama enorme, cuya lana acababan de varear. Y como Jandri era aún más pequeño que la tía, cuando ésta recompuso las ropas de la cama no se notaba que estaba allí. Unos minutos después aquellos brutos entraron profiriendo amenazas e insultos, y le preguntaron a Sara dónde estaba su hermano. Llegaron a ponerle la escopeta en el pecho para intimidarla, pero ella les dijo que no lo sabía. Miraron por toda la casa, sin éxito, y finalmente subieron al cuarto de la tía. Ésta los conocía a todos, y les preguntó cómo se atrevían a entrar en su dormitorio. Buscamos a Jandri, le dijo el cabecilla. ¿Y qué os hace pensar que puede estar aquí?, añadió ella. Le contestaron que lo habían visto entrar en su casa y que su deber era detenerlo. La tía les dijo que hicieran lo que tenían que hacer y que se marcharan enseguida, y continuó leyendo su breviario. Se fueron derechos al armario, y luego miraron debajo de la cama. Había una puerta que llevaba al desván, y subieron para explorar el tejado. A ninguno se le ocurrió pensar que podía estar acostado en la misma cama que la tía. Ella ni siquiera levantó la vista de su breviario; es más, cuando estaban junto a la puerta les dijo que muy pronto el gobernador tendría noticia de todo aquello.
Sara les acompañó a la calle y regresó poco después. Iba a decirle que se habían ido, y que Jandri ya podía salir de la cama, cuando la tía se puso un dedo en los labios para mandarle callar. Se quedaron un rato mirándose, y luego la tía Marta sonrió. Era una sonrisa triste, como si se estuviera preguntando si hacía bien en renunciar a todo aquello que las otras mujeres buscaban: las caricias, los besos, la proximidad de un cuerpo joven, las palabras que habría podido decirle, aunque luego fueran mentiras, pues sabía que los hombres eran capaces de inventarse las mayores pamplinas con tal de conseguir lo que querían. ¿Y qué si las mujeres se creían sus mentiras? ¿No eran mentiras los ángeles, las coronas de los santos, los cálices que se guardaban en los sagrarios? ¿No era mentira que habría un juicio final y que los muertos saldrían de sus tumbas? Eso fue lo que Sara vio en la sonrisa de la tía, pero sólo un instante. De repente, Marta dio una palmada en la cama y levantó la ropa para que Jandri saliera. Hala, le dijo, carretera y manta.
Jandri se fue por el tejado como un gato y no le volvieron a ver. Mucho tiempo después, cuando ya había terminado la guerra y llegaron a manos de Sara sus cartas, ella sabría por fin cómo había sido su vida en ese tiempo. Le decía que estaba en el ejército de la República, y le hablaba de Madrid y de cómo, a pesar de la guerra, cuando llegaban los primeros fríos, las calles se llenaban de puestos donde asaban castañas y patatas. Y de la Gran Vía y de aquellas carteleras enormes que colgaban a la entrada de los cines; y del metro, que era un tren que iba por debajo de la tierra; y del café con porras y los bocadillos de calamares a que los madrileños eran tan aficionados. Y lo contaba con tal viveza que era como si todo lo estuvieras viendo con tus propios ojos.
Un día en que la tía sorprendió a Sara leyendo las cartas, le preguntó de quién eran, y cuando ella le dijo que eran las cartas que Jandri le había escrito desde Madrid y que habían llegado a sus manos al terminar la guerra, la tía le pidió que se las leyera. Le gustaron tanto que cada cierto tiempo volvía a pedirle que lo hiciera otra vez, y se veía que se emocionaba porque la piel se le sonrojaba al escucharlas y sus ojos brillaban como los ojos de las palomas cuando ven el grano en las eras. Pero la tía nunca volvió a referirse a lo que había pasado cuando le escondió junto a ella en su cama hasta una noche muchos años después. Ya eran casi unas viejas. La tía ya se había acostado, y Sara estaba arreglando las ropas de su cama, como hacía siempre. Acababa de dejar el agua en su mesilla, cuando la tía le dijo: ¿Te acuerdas de cuando escondimos a Jandri? ¡Cómo engañamos a aquellos brutos! Sara apenas pudo articular otra cosa que un inaudible sí. Y la tía añadió: Qué pequeño era, ¿verdad? Parecía el cordero que se salvó en la inundación.
Sara se retiró a su cuarto y se puso a llorar sobre la cama. Lloraba por todo lo que había pasado, por aquella guerra absurda en que los hombres se habían enfrentado como alimañas. Lloraba por lo mal que se habían portado en el pueblo con ellos, haciéndoles la vida imposible con sus murmuraciones. Y porque sólo la tía había comprendido lo que ella sentía por Jandri, que le había bastado con tener ese cuerpo a su lado para darse cuenta de lo que debía de ser el amor. Por eso la tía nunca la juzgó, ni le preguntó nada. Y Sara me dijo que era justo eso lo que le agradecía, porque en el pueblo tenían razón y ellos no se amaban como dos hermanos, sino como se aman los hombres y las mujeres. Fue por eso por lo que Jandri estaba a todas las horas con Modesto e incluso se fue a vivir a su casa y se afilió al sindicato, que no lo hizo porque fuera comunista, sino por estar con ella el menor tiempo posible y no tener tentaciones. Porque es verdad que dormían juntos. Lo hacían desde que eran pequeños y, cuando su madre no estaba, que vendía hortalizas por los pueblos y a menudo tenía que dormir fuera, se iban el uno a la cama del otro porque tenían miedo. Era ella la que le iba a buscar. Anda, ven, le decía. Sólo un poco, hasta que me duerma. Y una noche empezaron con los besos. Luego llegaron las caricias en sus cuerpos desnudos. Y así estuvieron hasta que ella se desarrolló, y Jandri cogió miedo, porque decía que se iban a condenar. Y dejó de ir a su cama, aunque ella se las arreglaba alguna noche para convencerle de que lo hiciera. Pero entonces ya no había besos ni caricias, que Jandri llegaba a poner el mango de una guadaña entre los dos, para que no pudieran tocarse, y sólo se tocaban la mano, que los dos ponían sobre el astil de la guadaña. Y así se quedaban dormidos.
Muchas noches ella se despertaba, y como no podía resistir el deseo de verle, encendía la vela y lo contemplaba a la luz de la llama. Jandri era muy guapo, tenía las facciones cortas de los animales, la nariz aplastada, las pestañas largas y los cabellos rizados, y Sara se le quedaba mirando mientras dormía. Era más bello que los burritos cuando nacían, que las flores de la calabaza y las amapolas reales. Una noche inclinó la vela más de la cuenta y se cayó la cera sobre su piel. Jandri se despertó. ¿Qué haces?, le preguntó, con una sonrisa que parecía brotarle de todo su ser. Nada, mirarte, le contestó Sara. Estuvieron un rato así, sin hacer nada, pero Jandri tenía mucho sueño y a pesar de los esfuerzos que hacía, se le cerraban los ojos. Ella esperó un poco, a que estuviera dormido, y entonces, inclinándose sobre su oído, le dijo esas palabras secretas que sólo las mujeres enamoradas saben pronunciar.
Jandri se fue y no volvieron a verse, aunque supo que estaba en Madrid por noticias que le trajo un conocido del pueblo. Poco después de la caída de la capital, en la primavera de 1939, llevaron a su casa una carta de don Ramón, que había sido uno de los curas del pueblo. Después fue sacerdote castrense y había entrado en Madrid con el ejército de Franco. Nunca antes había recibido una carta y no se atrevió a abrirla, pues enseguida supo qué le podía decir. La carta se quedó sobre la mesa de la cocina, y esa misma noche ella oyó ruidos en la galería. Pensó que sería un gato y no hizo caso. Pero a la mañana siguiente vio que el mapamundi estaba en el suelo, y que alguien había abierto la portezuela de la habitación secreta y revuelto las ropas de la cama. A partir de ese momento empezó a sentir algo. Tenía la impresión de que alguien andaba por la casa, porque las cosas no estaban como las dejaba. Una noche hizo una prueba. Puso unas marcas en la mesa con un lapicero, y dejó un vaso y dos platos cubriéndolas. A la mañana siguiente no estaban en su lugar, y supo que alguien entraba en la casa. Las pruebas eran cada vez más numerosas. Iba a coser y no estaba en su costurero el carrete del hilo rojo, que luego encontraba dentro del azucarero, o aparecían los peines en la caja de los zapatos. Como si entrara alguien que no supiera para qué servían las cosas, que se hubiera olvidado, por ejemplo, de que los dedales servían para coser y las cucharas para tomar la sopa. Hasta en su cuarto observó esos cambios. Por ejemplo, la silla estaba puesta al lado de su cama, como si alguien la hubiera estado mirando mientras dormía. Una noche echó harina alrededor de la cama, y por la mañana vio que estaba llena de pisadas. Eran muy leves, y apenas se notaban las marcas de los pies, pero cuando fue a por uno de los zapatos de Jandri vio que su tamaño era el mismo que el de aquellas huellas. Sí, era él quien venía, y lo hacía para estar con ella. Una mañana, al despertarse, comprobó que no tenía las bragas puestas. Pensó que se las habría quitado sin darse cuenta mientras dormía, pero a la noche siguiente le volvió a pasar lo mismo. Y así durante muchos días, que se acostaba con ellas, y al despertarse se las encontraba en la silla o debajo de la cama. Y una mañana la despertó una música. Al principio no entendía de dónde venía ni qué era, pero pronto supo que era de la cajita de música que les había regalado su madre antes de morir, y que era su único tesoro. Pero ¿cómo era posible, si llevaba años estropeada y todo lo que habían hecho por arreglarla había sido inútil? Se levantó con el corazón en la boca y vio que, en efecto, la música venía de esa cajita, y que alguien la había arreglado. Y ya no tuvo dudas de que sólo podía ser Jandri, que era él quien la visitaba cada noche y cambiaba las cosas de lugar. Sin poder resistirlo más, fue a por la carta y la abrió. Don Ramón le comunicaba en ella la noticia de la muerte de su hermano en el cerco de Madrid, de lo que se había enterado a través de uno de los presos. Sara arrojó la carta al fuego de la cocina, como queriendo negarlo, pero ya nada volvió a ser igual. Repetía cada noche el truco de las marcas, pero al día siguiente vasos y platos estaban en el mismo lugar. Nadie pisaba la harina, ni la silla volvió a aparecer frente a su cama, pues Jandri no regresó, que era como si ya no pudiera hacerlo porque ella sabía la verdad.
Por fin se decidió a contarle a la tía que había recibido la carta de don Ramón con la triste noticia, y fueron al cura para pedirle que dijera unas misas por él, lo que hicieron discretamente, porque Jandri era del otro bando y el pueblo estaba lleno de falangistas. Sara aceptó su muerte, aunque nunca renunciara a la locura de que su hermano había venido al pueblo para despedirse de ella y de todo lo que amaba: las espadañas y los carrizos del río, las gallinitas de agua, las caballerías, las higueras y los rebaños de ovejas, que recordaban niños llenos de temor. Y, fíjate, me dijo que cuando por las noches pensaba en su hermano, no podía dejar de preguntarse cómo vería él aquella casa los días en que la visitaba en secreto, que no podía ser de la misma forma que cuando estaba vivo, pues sabía que nunca más podría volver a ella. Cómo vería él un vaso de agua o una simple cucharilla, sabiendo que no podría tenerlos en la mano o llevárselos a los labios. Cómo sería ella, también, a la luz de aquellos ojos que la miraban, sabiendo que jamás volvería a estar en su cama, ni sus manos volverían a encontrarse en el astil de la guadaña. Cómo sería el palo de esa guadaña, ahora que no lo podía tocar. Y entonces me dijo algo que no he olvidado, que deberíamos aprender a mirar las cosas con unos ojos así, los ojos con que las mirarían los muertos que amamos si pudieran volver al mundo. Y eso hacía yo cuando murió tu hermano. Que iba a su cuarto y me quedaba mirando sus juguetes, sus ropas, sus libros, y me empeñaba en verlos no por mis ojos sino por los suyos.
Un día, mucho tiempo después, no pude evitar preguntarle a Sara si todavía pensaba que aquello había sucedido de verdad. Luisa me había contado que era medio sonámbula, y que una vez durmieron juntas y se asustó porque la vio levantarse de la cama y dirigirse a la cocina a por agua, y que al día siguiente no se acordaba de nada. Pero Sara me dijo que Jandri había estado allí de verdad.
– Tú sabes que eso no puede ser -le dije-; no se puede volver de la muerte.
Sara se quedó un rato en silencio. Sus ojos estaban encendidos y me sonrió maliciosa.
– Puede ser -añadió-, pero en ese caso, ¿quién me quitaba las bragas?
Tardé en reaccionar, pues aquella respuesta me conmovió. La muerte de su hermano la había arrojado a un exilio sin fin. Se había asomado al balcón y miraba fijamente a los niños, a las mujeres, a los pájaros, con sus pupilas brillantes y negras como el caparazón de algunos insectos.
– Tú -le respondí-, te las quitabas tú sola. ¿No te das cuenta? Todo te lo inventabas, porque querías mantener la ilusión de que seguía vivo. Hasta que leíste la carta y tuviste que aceptar la verdad.
Sara se limitó a sonreír.
– Ven -me dijo haciéndome señas para que la siguiera.
Recorrimos la galería. Sentí pena de ella, una piedad extraña, como si siguiera a un animal. ¿Adónde me lleva?, pensé. Terminamos en su cuarto. Era pequeño, con una cama de hierro negro, cubierta con una colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas de una esquina. Cogió una cajita que me entregó.
– Estuvo en mi casa -me dijo-. Vino para despedirse de mí y arregló la cajita de música.
Levanté la tapa y se oyó la música. Sara daba la espalda a la ventana y parecía nimbada de una claridad grande, como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. No quise insistir más. Me di cuenta de que estaba sola y necesitaba de aquello para seguir viviendo, pues no podemos vivir sin esperanza. Llaman a la puerta, y corremos a abrirla; escuchamos el sonido del teléfono y lo descolgamos llenos de ansiedad. Siempre confiamos en que alguien nos hable, que vengan a visitarnos los que nos gustan.
Empezó a llover. Era una tormenta. La lluvia caía con fuerza y muy pronto se oyeron los truenos. Me despedí de Sara y fui a buscar a tu padre. No podía olvidar mi conversación con ella y me dio por pensar en el pueblo. Creo que en ningún otro momento volví a amarlo tanto porque estaba lleno de locura.
Cuando la tía regresó del convento, mi idilio con Sara terminó, porque la tía no la dejaba vivir. Tenía que acompañarla a misa y acudir a buscarla cuando terminaban sus rezos, ir al mercado y hacer las labores de la casa. Así eran las señoras de entonces. La mayoría no sabía hacer la o con un canuto, pero se comportaban como si fueran las zarinas de Rusia. Tu padre y yo salimos de allí como alma que lleva el diablo, y las dejamos viviendo aquella historia de egoísmo, entrega y sumisión. Yo no soportaba a la tía, que había vuelto desquiciada del convento. Fue con la intención de hacer los votos, pero apenas dos meses después estaba de vuelta. No se acostumbró a aquella vida sin complacencias. Al frío y a los madrugones, a la comida barata y al trabajo físico. Nunca había movido un dedo, y no tardó en regresar a su mundo, donde la fiel Sara la estaba esperando. Y la tomó contra mí, tal vez porque había sido testigo de su derrota. A nadie le gusta ser descubierto en momentos así, por eso nos apartamos de los que lo hacen, como rompemos o echamos al fuego las fotografías que nos desagradan. La tía me perseguía con sus reproches y una tarde no pude más. Habíamos discutido porque iba poco a la iglesia y no vestía con el decoro que debía tener una embarazada. Y me dijo que a ver si aprendía a comportarme como una mujer casada y sentaba la cabeza de una vez.
– Mucho hablar de sacrificio -le contesté-, pero luego no aguanta que la traten como a las demás. Por eso se vino del convento con el rabo entre las piernas.
Fue como una estocada. La tía trastabilló, y hasta tuvo que apoyarse en la puerta antes de abandonar el cuarto. Me arrepentí de lo que había dicho, pero supe que si continuábamos viviendo juntas terminaríamos sacándonos los ojos, y cuando llegó tu padre le dije que teníamos que irnos esa misma tarde. Y fuimos a parar a una casa que parecía sacada de Fortunata y Jacinta, que de todas las novelas que existen es la que prefiero. Estaba en un patio interior, y en todos los pisos había realquilados como nosotros. Muy pronto los conocimos a todos. Casi siempre había viajantes, y en las ferias pasaban por allí cómicos y banderilleros. Uno de ellos nos dio entradas para ir a los toros. Toreaban Manolete y Arruza. Yo no había estado nunca en una plaza de toros y me gustó mucho, aunque me tapaba los ojos pues me daba pena ver aquella sangre tan roja, y que el pobre animal se hubiera pasado la corrida buscando una salvación que no existía.
Tu hermano nació en aquella casa, y casi inmediatamente nos trasladamos a una nueva. Era mucho más bonita y siempre estaba llena de luz, pues casi todas las habitaciones eran exteriores, pero yo seguía acordándome de la antigua y regresaba a menudo con tu hermano para que lo vieran nuestras caseras, Margarita y Jesusa. Antes de irnos, nos hicieron una fiesta en la que Margarita cantó para nosotros varias romanzas de zarzuela. Tenía una voz muy bonita, y Jesusa, su hermana, lloraba el escucharla.
– Canta como los ángeles, ¿verdad? -me dijo con los ojos llenos de lágrimas. Y yo me puse a llorar con ella. Me daba pena marcharme, dejar aquel lugar en el que habíamos sido tan felices. Creo que fue la primera vez que sentí el peso de todo lo que se transforma en pasado, de lo que se va de tus manos y sabes que no volverás a tener. Lloré al marcharme de aquella casa y me pasé varios días llorando cuando nos instalamos en la nueva. Todavía tenía pocos muebles y me parecía que era muy grande y que no iba a conseguir acostumbrarme a ella ni que a tu padre le gustara. Me pasaba el día arreglándola. Ponía las cortinas de la ducha, colgaba lámparas y cuadros, cambiaba los muebles de sitio. Nunca me gustaba cómo quedaban, y me pasaba las horas llevándolos de unos cuartos a otros. Tu hermano me observaba desde la cuna, como si se preguntara qué casa era aquella en que los muebles no podían estar dos días seguidos en el mismo lugar. Ya ves, yo era como esa casa: la mujer que se levantaba cada día no tenía nada que ver con la que se había ido a la cama la noche anterior. Tan pronto lo hacía llena de energía, dispuesta hasta a empapelar el pasillo, como me sentaba en el sillón y me pasaba el día sin hacer nada. Estaba mucho tiempo sola, porque en esa época tu padre abandonó la Brigada de Información, en que había trabajado hasta entonces y, sin decirme nada, pidió su ingreso en la Brigada Criminal, lo que le obligaba a pasarse muchas noches fuera de casa. Fue el primer disgusto gordo que tuvimos, pues me di cuenta de que no había conseguido hacerle cambiar. No podía hacerlo, porque nadie puede dejar de ser quien es.
Pero en ese tiempo aún no habían empezado nuestros problemas, y le bastaba con traerme bombones o flores para que se me pasaran los enfados. Estuvimos en aquella casa tres años, pues poco antes de nacer tú volvimos a mudarnos. Nos trasladamos al centro de la ciudad, donde estaban las mejores tiendas y vivía la gente elegante. Fueron los hermanos de tu padre quienes nos animaron a hacerlo, pues decían que debíamos estar entre los de nuestra posición. Mejoramos, pero yo seguía acordándome de nuestra casa de antes. Estaba en el barrio de San Martín, rodeada de palacios venidos a menos. Sus fachadas eran de piedra y casi todos tenían patios. Patios llenos de columnas, en los que los niños podían jugar a sus anchas. Enfrente de nuestra casa había una posada en la que la gente de los pueblos dejaba sus carros y sus caballos; y, un poco mas allá, una serrería. La calle terminaba en un prado inmenso. Todavía se veían allí vacas y ovejas, y te bastaba con andar un poco para llegar al río. Aquella zona estaba llena de ailantos, los árboles del cielo. Sus hojas brillantes daban un aspecto limpio y alegre, y al llegar el otoño sus frutos destacaban en sus ramas con su color rojizo. Parecían pequeñas hogueras que extraños viajeros habían hecho en las copas. Eran unos árboles de ramas estiradas y alegres, que parecían querer llegar hasta el cielo. Mucha gente protestaba por el olor desagradable de sus hojas, pero a mí me gustaban por las ganas que tenían de vivir. Crecían entre las grietas de las paredes, en los solares abandonados, o debajo de las alcantarillas, y al poco tiempo habían alcanzado alturas increíbles. Nosotros vivíamos en un tercer piso, y las ramas de uno de ellos llegaban hasta nuestro balcón. Me pasaba tardes enteras mirándolos, mientras veía jugar a tu hermano y pensaba complacida en esa nueva vida que ahora teníamos.
Los niños cambian tu vida para siempre. Son torpes y débiles, y te ocupas de ellos sin darte cuenta del peligro que corres a su lado, el peligro de ser hechizada para siempre por su belleza. Una piedra, un árbol añoso, una vaca vieja no tienen ningún poder sobre nuestro corazón, pero nos basta con ver un brote minúsculo, un pájaro que se ha caído del nido o un gatito maullando en un saco, para perder el juicio. Y el poder de los niños es aún mayor, porque nos dicen que es posible volver a empezar. Eso me pasó a mí con vosotros. No me cansaba de miraros, sobre todo cuando estabais dormidos. Tan guapos, tan ajenos al mal que había en el mundo. Me recordabais a Moisés flotando en su cesto en las aguas del Nilo. Tenía que daros de comer, compraros ropa y cambiaros los pañales, pero no me importaba. ¡Qué muchacha no habría deseado tener la misma suerte que la hija del faraón! Y sin embargo, a todas horas temía por vosotros, y cuanto más os amaba más crecía en mí el temor a que os pudiera suceder algo malo. Sí, eso pasa con los que queremos, que siempre pensamos que los vamos a perder. Una vez te pusiste muy malito. Tenías una infección intestinal, y en pocos días perdiste tanto peso que hasta el médico creyó que te ibas a morir. No podía darte de comer porque todo lo devolvías, y para que no te deshidrataras, me pasaba las noches junto a tu cuna dándote agua con un cuentagotas. Pero una mañana pasó algo. Acabábamos de comer y yo había llevado tu cuna a la cocina para poder vigilarte. Estaba recogiendo los platos cuando vi que te habías levantado para coger las migas que habían quedado en la mesa. La luz entraba por la ventana y era como si aquellas migas tan blancas hubieran nacido del mismo sol. Y supe que no te ibas a morir.