38595.fb2 La Carta Cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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V

La tía Gregoria se murió de repente y mi padre, que estaba trabajando, fue a su entierro acompañado de sus dos compañeros. Desfilaron tras el ataúd con la pareja de la Guardia Civil, como si la tía fuera el gobernador. En ese tiempo había cuatro curas en el pueblo y dijeron juntos la misa. Todo el pueblo estaba en la iglesia. La tía Gregoria tenía fama de loca, pues aprovechaba la oscuridad de la noche para recorrer las calles y asomarse a las ventanas de las casas, con el consiguiente sobresalto de sus moradores, pero hacía muchas obras de caridad y sostenía con una importante suma de dinero las Escuelas del Ave María. También se ocupaba de los gastos de varios chicos del pueblo que estaban en el seminario. Todos ellos vinieron al funeral. Eran casi unos niños, pero iban vestidos con sotanas negras y tenían los rostros muy pálidos, como si nunca les dieran el aire y el sol. Desfilaban sin apenas levantar los ojos del suelo. No querían mirar las calles, las puertas de las casas, los animales que recorrían el pueblo, las bicicletas y las herramientas, porque habían renunciado al mundo para seguir su camino hacia Dios. Entre ellos estaba Teodorín, que era nuestro amigo. Teodorín tenía una burra a la que quería con locura. Se llamaba Paola, y siempre estaban juntos. Incluso muchas noches, cuando su madre se despistaba, se iba a dormir con ella al establo. Se acostaba a su lado y se dormía acariciándole las orejas. Y Paola le correspondía con un amor no menos arrebatado e inexplicable, hasta el punto de que le bastaba con sentirle cerca para ponerse a rebuznar. Era una burra muy inteligente y hacía todo lo que su amo le decía. Sabía cómo tenía que empujar la puerta para entrar y salir del establo, y era capaz de ir sola a la huerta y andar por el monte sin perderse.

Teodorín era muy aplicado en la escuela y aprendía con facilidad lo que le enseñaban. Fue don Luis, el maestro, quien aconsejó a la tía que le mandara al seminario para que pudiera terminar el bachillerato. Así lo hicieron, y Teodorín se fue a estudiar interno a Sahagún. El seminario se regía por un régimen muy severo. Tenían que levantarse cuando amanecía, y el frío era tan intenso que muchas mañanas no podían ni lavarse porque las cañerías se habían helado. Se pasaban allí encerrados todo el año y sólo podían visitar a sus familias unos días durante el verano. Pero Teodorín no pudo aguantar sin ver a Paola y se escapó. Aun sin dinero, logró aparecer en el pueblo tres días después. Y lo encontraron abrazado al cuello de la burra, dormido sobre su lomo. Iban a expulsarle del seminario, pero la tía Gregoria consiguió que le perdonaran. Aún consiguió otra cosa, que le dejaran venir en Navidad y en Semana Santa para ver a su amiga. Según Teodorín, la tía era la única que había entendido su amor por aquel animal. Y contaba que hasta una vez les había invitado a merendar a los dos.

– ¿Cómo que a merendar? -le preguntaba mi madre.

– Sí, como lo oyes. Estuvimos merendando los tres juntos: doña Gregoria, Paola y yo. Chocolate con churros, para ser más exactos.

Según parece, la tía estaba en el portalón, donde solía pasarse las tardes por ser el lugar más fresco de la casa, cuando llegó Teodorín a traerle un recado. Y la tía, al ver a la burra en la puerta, le dijo:

– Anda, haz pasar a la burra, que os invito a merendar.

E hizo que le sirvieran chocolate en una tacita. Teodorín se emocionaba al contar aquello, y mi madre no podía contener la risa.

– ¿De verdad le dio el chocolate en una taza? -le preguntaba.

– Sí, así fue, que doña Gregoria todo el rato se comportó como si la burra fuera una persona. Y hasta estuvo hablando con ella. A ver, Paola, le preguntaba, ¿y cómo te parece a ti que va a ser la cosecha de cereal? Y las uvas, ¿crees que madurarán para la Cruz?

Cuando venía al pueblo de vacaciones, Teodorín no se separaba un momento de su amiga. Subían juntos al monte, y hasta le leía en alto los libros que llevaba. Y era cosa de ver la atención con que la burra le miraba. Sus ojos densos, del color de la miel, parecían entonces, al conjuro pausado de la lectura, poblarse de pensamientos, como si de un momento a otro fuera a ponerse a comentar lo que estaba escuchando. Los burros son testarudos y a veces, sin que pueda saberse por qué, se detienen y aborrecen el lugar por donde van. Cuando a Paola le pasaba esto, Teodorín no insistía y la dejaba seguir a su aire. Un día la burra se negó a pasar por un barranco y al comentarlo en casa, el padre de Teodorín le dijo que en ese lugar estaban enterrados unos del pueblo que habían matado los falangistas durante la Guerra Civil. Teodorín decía riéndose que Paola era como la burra de Balaán, que había visto un ángel antes que su amo, y que veía cosas que nosotros no llegábamos a ver. La muerte del animal cambió su carácter. Se volvió melancólico y huraño, y cuando venía al pueblo no salía con nadie, aunque siguiera viniendo a visitarnos. Siempre me llevaba a ver el portalón.

– Mira -me decía-, justo ahí fue donde nos tomamos el chocolate con churros.

Un día mi madre le preguntó si pensaba quedarse de cura cuando terminara el bachillerato, y Teodorín le dijo que sí. Desde que se había muerto Paola, ya no le gustaba ni salir al campo, porque las cosas no le decían nada. No le importaba que lloviera o que hiciera sol, que el monte se llenara de jaras o de conejos. Tampoco le gustaba la comida. No distinguía los sabores y le daba lo mismo comer uvas, queso o membrillo porque todo le sabía igual. Se había vuelto como las ánimas del purgatorio.

Mi padre nos contó que, cuando llegaron al cementerio con el ataúd de la tía, se puso a llover a cántaros y fue la espantada general. Hasta el cura y los guardias civiles se fueron corriendo. Sólo quedaron mi padre, Teodorín y los dos inspectores. La fosa se llenó de agua y el ataúd se puso a flotar como si fuese el arca de Noé. A su muerte, la tía Gregoria no pesaba más que una niña. La estuvieron velando en el suelo. Ponían a los muertos en el suelo, sobre una sábana, para que estuvieran rígidos cuando llegara el ataúd. Pero la tía Gregoria se dobló por la cintura al meterla en la caja. No parecía muerta sino dormida, y tenía un extraño rictus en la boca. Daba escalofríos verla, porque era como si se estuviera riendo de ellos.

Su casa se la legó a mi padre. Era lógico, porque se había criado con ella. Esa herencia cambió nuestra vida, pues a partir de entonces empezamos a pasar los veranos en el pueblo. Íbamos en junio, cuando terminaba el colegio, y no regresábamos a Valladolid hasta las ferias, que eran a finales de septiembre. A mi madre no le gustaba el pueblo, ni aquella casa lúgubre e incómoda. Estaba llena de santos y de oscuras cortinas que llegaban hasta el suelo. Los muebles eran pesados y negros, como catafalcos. Mi hermano y yo, sin embargo, nos lo pasábamos en grande porque siempre encontrábamos cuartos y armarios que explorar. Un día, mirando por el piso de arriba, nos dimos cuenta de que se movía un tabla del suelo y al levantarla vimos que era una mirilla. Daba a la cocina, y la tía debía de agazaparse allí para espiar a la servidumbre. La casa estaba llena de objetos religiosos. En sus paredes colgaba el santoral completo, y en sus cómodas y armarios podías hallar remedios para todos los males: agua del Jordán, escapularios, reliquias y rosarios bendecidos por el Papa; rosas de Jericó y aceite del Monte de los Olivos. La tía tenía una religiosidad enfermiza y siempre estaba haciendo penitencias. Se contaban muchas cosas de ella. Una vez uno del pueblo, que se había quedado en el establo pues una vaca estaba a punto de parir, se despertó sobresaltado porque la tía le estaba palpando la cara. Se llevó un susto terrible y desde entonces no quiso volver por allí. La tía dormía muy poco y se pasaba las noches deambulando por las habitaciones. A veces iba al portalón, se tumbaba en el suelo y se rodeaba de cirios y sarmientos, como si la estuvieran velando.

Mi padre decía que en aquella casa se había sacado el agua del pozo con calderos de plata, pero mi madre estaba harta y le contestaba que más les valdría haberse gastado un poco de dinero en poner agua corriente y en tener un servicio como Dios manda. Y es verdad que vivir allí no era fácil, al menos para los que estábamos acostumbrados a las comodidades de la capital. Había que sacar el agua con un caldero, y cuando querías hacer tus necesidades tenías que ir al corral. Los animales para la labranza estaban en los establos, junto a la casa, y atraían a bandadas de moscas. Mi madre las odiaba. Mantenía la casa en un estado de permanente penumbra y luchaba con nosotros para que dejáramos cerradas puertas y ventanas. Era una lucha feroz, continua y destinada al fracaso. Recuerdo unas tiras de papel que desprendían un humo venenoso, el pulverizador del DDT, y aquellas cintas pegajosas que se colgaban del techo y en las que las moscas se quedaban pegadas. Podían ser tantas que llegábamos a expulsarlas con toallas y trapos que sacudíamos ante las puertas, por las que salían como nubes de ceniza. Una vez, desesperada, mi madre se echó a llorar. Mi padre estaba fuera, con sus amigos, y ella, vencida, dejó caer su toalla al suelo y se puso a llorar mientras las moscas zumbaban persistentes a su alrededor como traídas y llevadas por los mismos huracanes de desasosiego que agitaban su ánimo.

No, no tuvo que serle fácil adaptarse a aquel lugar que en verano era casi peor que un desierto. Rastrojos quemados, barbechos polvorientos, tierras baldías que no conocían el arado, se extendían a nuestro alrededor. Ella siempre decía que mi padre la había llevado engañada. Fueron a ver la casa de la tía para buscar a alguien que la quisiera comprar, y terminamos quedándonos allí. En parte, por consejo médico, pues mi padre había estado enfermo y el clima seco de esos parajes convenía a sus pulmones heridos.

La tía Gregoria había vivido sin problemas con esas incomodidades. Eran otros tiempos, y además ella despreciaba este mundo y se pasaba la vida haciendo penitencias. Unas veces deambulaba noches enteras por la calle sin destino cierto, otras se pasaba días y semanas sin hablar con nadie. Se comunicaba con gestos y cuando no la entendían se ponía frenética y era capaz de tirar platos y vasos a la cabeza de cualquiera. Sólo comía una vez al día, casi siempre cocido. Los pobres se acumulaban en el portalón de su casa, porque les daba de comer. Era muy caritativa, pero no amaba nada. No amaba a los pobres que llegaban a su casa a pedir, ni a los niños que recogía en sus escuelas, ni a los animales que vivían en sus establos. No amaba las cosas que tenía en su casa, ni los árboles de los caminos, ni el agua del canal o del río. No amaba a las palomas que arrullaban en el patio, ni a las cigüeñas que construían sus nidos en las torres de las iglesias. Pensaba que nada de eso valía la pena, que uno podía usar las cosas pero no amarlas, porque sólo Dios era digno de amor; que para amar de verdad a Dios tenías que despreciar todo lo demás.

El tío Francisco, su marido, había sido todo lo contrario. El suyo no fue un matrimonio por amor, en aquel tiempo casi ninguno lo era. Se casó con ella en segundas nupcias. Eran primos carnales. Se había casado con su hermana, y al morir ésta lo hizo con la tía. Era una costumbre de entonces para que no se repartieran las tierras. Vivían en la misma casa, pero cada uno tenía sus propias manías y sus propios horarios. Ni siquiera comían juntos y, por supuesto, dormían en cuartos separados. La tía se dedicaba a sus penitencias y sus obras de caridad, y el tío Francisco, a su vida de señorito. Tenía un negocio de compraventa de trigo, y apenas paraba en casa. Era muy simpático y le gustaban mucho las mujeres. En el pueblo se decía que tenía una hija natural, de la que nunca se ocupó y que no llegó a reconocer.

Lograron convivir apaciblemente, ignorándose, hasta que pasó lo del caballo. El tío lo quería con locura, pero un día enfermó. Nadie sabía de qué y aunque trajo un veterinario de Valladolid, no pudo hacer nada para salvarlo. El caballo lo devolvía todo y de pronto se derrumbaba presa de violentos temblores. Y una noche, el tío ya no lo soportó y fue a por su escopeta para poner fin a tanto sufrimiento. Pero se puso tan nervioso que no acertó a la primera y tuvo que hacer seis disparos para matarlo. Fue una verdadera carnicería. No parecía posible que un animal pudiera guardar tanta sangre dentro de sí, que hasta llegó a correr por el patio como un arroyo. Entonces empezaron a decir que era la tía quien había envenenado al caballo, que lo había hecho para vengarse de las constantes infidelidades de su marido y que una de sus sirvientas había encontrado en su cuarto un paquete con veneno para las ratas. Fuera cierto o no, el tío lo creyó así, y desde ese momento hasta su muerte dejó de hablarle. Es más, cuando se encontraban por la casa hacía como que no la veía.

Corría el año 1933 cuando el tío enfermó gravemente de tifus, y entonces la tía se desvivió por atenderle. Todos se sorprendieron de aquel cambio de actitud. No temía el contagio y se pasaba las horas junto a la cabecera de su cama, refrescándole la frente con compresas húmedas. El tío murió en el mes de agosto, un día de tanto calor que los cirios se derretían como si fueran manteca. Y entonces ella se trastornó. No permitió que le pusieran en el suelo para velarle, y después de vestirle de nazareno, mandó salir a todos y se acostó con él en la cama. Lo que no había hecho en vida lo hacía ahora que se había muerto. Estuvo dos días enteros así, negándose a que le metieran en el ataúd. Tuvo que ir un sacerdote para convencerla. La casa ya olía mal, pues a causa del calor el cuerpo se estaba descomponiendo, y tuvieron que enterrarle a toda prisa. La tía empezó a ir diariamente al cementerio, casi siempre de noche. Tenía llaves de la puerta y se pasaba horas allí encerrada. Se tumbaba sobre la lápida de su marido, como si quisiera entregarle en la muerte lo que le había negado al vivir. A veces, los que pasaban cerca la oían gimotear y hablar. En el pueblo decían que vivía atormentada por haber envenenado a aquel caballo y que iba al cementerio para pedir perdón a su esposo. Mi padre lo negaba. Decía que aquello era un cuento, y que sobre la tía Gregoria habían corrido muchos infundios, porque la gente, cuando no entiende a alguien, da en inventarse todo tipo de infundios para difamarle, y la tía no había sido una excepción. Según mi padre, era una buena mujer, y ahí estaban todas sus obras de caridad y sus atenciones con los más necesitados, para demostrarlo. Lo que sucedía es que no había sido feliz, y con el paso del tiempo se le había amargado el carácter. Pero con mi padre se había portado bien. No era cariñosa y no recordaba que le hubiera dado nunca un beso, pero eso no quería decir que no le hubiese querido. Es más, mi padre pensaba que lo había hecho con una intensidad extraña, desviada, como todo lo que venía de ella. Por ejemplo, todas las noches, y cuando ya estaba dormido, iba a verle a su cuarto. Lo sabía porque más de una vez se había despertado, y la había visto allí, sentada en una silla, mirándole en silencio, como si se estuviera preguntando quién era y qué hacía allí.

El cuarto en que dormía mi padre de niño pasó a ser el de mi hermano y mío. La tía no había tirado nada en toda su vida, y la casa estaba llena de trastos, en su mayor parte inservibles. Había sombreros y paraguas, vestidos antiguos, abanicos, cartas, misales y estampas. También, un gramófono de manivela y una gran colección de discos. Ese primer verano mi madre disfrutó con la novedad. Ni siquiera se atrevió a tocar nada, porque sólo habíamos ido a hacernos cargo de la casa, y pensaba que estábamos allí de paso. Pero mi padre dijo que tenía que ayudar a su hermano con la labranza, y nos quedamos el verano completo. Volvimos al año siguiente y mi madre, temiéndose lo que finalmente llegaría a suceder, empezó a hacer reformas en la casa. Quitó las pesadas cortinas que impedían el paso de la luz y mandó hacer un cuarto de baño. Habría querido cambiar mucho más, pero tampoco andábamos muy bien de dinero. Además, había cosas que ella no se atrevía a tocar, como los cuadros de los santos y las vírgenes.

Nunca sintió aquella casa como suya. Tendría que haberlo tirado todo por la ventana, volver a llenarla con las cosas que le gustaban. Tendría que haberse llevado la casa de aquel pueblo, ponerla en otro sitio, junto al mar, en una playa llena de sol. Pero mi padre era feliz allí, y una de las razones por las que a ella no le gustaba el pueblo era porque no le veíamos el pelo. Mi padre tenía muchos amigos y cuando no estaba con ellos en una bodega, se pasaba las tardes en el bar jugando a las cartas. Era muy aficionado a la caza y, al abrirse la veda, salía de casa de madrugada y no regresaba hasta el atardecer, tan cansado que se iba directo a la cama, no sin antes dejar en el fogón de la cocina su zurrón cargado de todo tipo de animales muertos: perdices y codornices, palomas torcaces y conejos. Mi madre odiaba tener que desplumar y limpiar aquellas piezas llenas de sangre, y se metía con él. No le gustaba que los matara, y que lo hiciera con aquella escopeta que apenas les daba la oportunidad de escapar.

– Pobrecito, qué riesgos has debido de correr al enfrentarte a estos animales tan feroces -le decía con sarcasmo, mostrándole la pequeña codorniz.

Mi padre se enfadaba y le decía que le dejara en paz. A mí también me daban pena las codornices, pero luego me gustaba comerlas. Mi voluntad estaba con aquellos pobres animales muertos, pero mi deseo anhelaba su carne. Las recuerdo ordenadas en el fogón, con sus muslos al aire, como diminutas bailarinas. Entonces mi madre se olvidaba de lo que eran, de sus vuelos por el campo, de que tal vez habían dejado sus nidos sin empollar o de que las crías se morían de hambre, para aplicarse a cocinarlas como sólo ella sabía hacerlo. Cortaba la cebolla muy menuda y la pasaba muy lentamente hasta que se pochaba. Luego echaba la codorniz y añadía un poquito de vino blanco y una pizca de pimienta. Y poco a poco el fuego obraba su milagro hasta formar un plato exquisito. La carne se soltaba en la boca con una leve presión de los labios, y quedaba el hueso limpio, como el más fino marfil.

A veces íbamos con mi padre a por pichones. Junto a la casa había una huerta con cuatro higueras y numerosos árboles frutales. Y al final de la huerta estaba el palomar. Nuestra entrada en aquel lugar angosto y cilíndrico provocaba una auténtica conmoción. Las palomas adultas se iban volando, y sentías el murmullo y la palpitación de los pichones. Se les capturaba sin esfuerzo, pues no sabían volar y se limitaban a acurrucarse en sus nidos. Bastaba con tender la mano para cogerlos. Estaban muy calientes y aunque trataban de escaparse no sabían hacerlo. No pensábamos en el terror que sentían. Los mataban haciendo girar bruscamente su cabeza, un pequeño gesto que, sin embargo, para ellos era fatal. La muerte era instantánea y enseguida sus cuerpecitos aún palpitantes iban al interior del saco. A veces, sentías sus movimientos agónicos bajo el tosco tejido de estopa.

Vivíamos rodeados de animales que había que matar. Nadie se planteaba que pudiera ser de otra forma. La gente del pueblo limpiaba sus corrales y establos, los alimentaba y hasta se complacía mirándolos, especialmente cuando aún eran jóvenes y acudían alborotados en busca de comida. Pero eso era todo. Los amaban con un amor desprovisto de ternura, de complicidad. Tal vez porque sabían que con aquellas manos con que los cuidaban un día les darían muerte. Y cuando llegaba el momento lo hacían sin vacilar, como quien va a la huerta y toma los frutos maduros. Todos tenían que morir. A los conejos se los cogía de las patas de atrás y se los golpeaba detrás de las orejas; a los pollos, tras darles un corte en el cogote, se los inmovilizaba hasta que se desangraban. A los cerdos se los degollaba con un cuchillo. La sangre, que se recogía en un caldero, brotaba a chorro de la herida y había que moverla para que no se coagulara. Se mataban codornices y liebres, cangrejos, tencas y carpas. Se mataban corderos y cochinillos, incluso camadas enteras de perros y gatos. Las perras parían hasta ocho o diez crías, de las que sólo se dejaban una o dos a la madre. Al resto se las ahogaba en el río, pues de otra forma el pueblo se habría llenado de perros a los que habrían tenido que alimentar. Y sin embargo los animales estaban ahí, como compañeros mudos de las alegrías e infortunios de la gente. Los pastores conocían a sus ovejas y las distinguían a simple vista, y los vaqueros, a sus vacas y terneros. Incluso tenían sus preferidas, a las que ponían nombres que sólo ellos pronunciaban. Y hasta había casos en que llegaban a tener con alguno de esos animales una cálida e inexplicable relación de afecto. Estaba, por ejemplo, el caso de Teodorín y su burra Paola, o el de doña Sofía y su corral. Convivían en él todas las especies imaginables: gallinas y pollos, conejos, patos, palomas que hacían sus nidos en el tejado, y pavos que se mataban en Navidad. Cuando llegaban las horas de las comidas, era todo un espectáculo ver a doña Sofía moverse por el corral en medio de los animales como una maestra de escuela. Les daba de comer por turnos y, cuando se alborotaban más de la cuenta, a ella le bastaba con levantar su escoba para que cada uno se fuera a su zona, como los niños en el recreo. Tenía un perro al que sólo le faltaba hablar, como decía mi madre. Se llamaba Póquer y cazaba los pájaros en pleno vuelo. Se tumbaba a la orilla de una charca y esperaba a que vinieran las golondrinas a beber. Permanecía inmóvil hasta que se ponían a su alcance. Las golondrinas bajaban a coger el agua con el pico y entonces Póquer daba un salto prodigioso y las capturaba como si fueran pelotas.

Mi padre decía que el mundo no tenía remedio y si no eras el cazador terminabas por ser la pieza cobrada. También decía que no era cierto que los cazadores no amaran a los animales. Los amaban más que nadie, pero tenían que matarlos para vivir. Así había sido desde el origen de los tiempos. No sólo se trataba de comer, sino de hacer tuyas las cualidades del animal capturado. El cazador tenía que ser silencioso, sagaz, resolutivo como ellos. De otra forma, ¿cómo los podría capturar? Tenía que conocer sus costumbres y adivinar sus deseos.

A mí me gustaba salir con mi padre, porque te enseñaba a seguir las huellas de los animales, a identificarlos por sus excrementos y a localizar sus nidos. Aquéllos no eran campos fértiles, pero las largas horas de sol en el verano hacían que el trigo madurara y llegara a producir una de las harinas más ricas del mundo. Esa harina había dado lugar a una industria floreciente que, a finales del siglo XIX, había llevado la prosperidad a la comarca. Y las grandes fábricas, hechas de piedra sillar, eran los mudos testigos de esa antigua abundancia. La mayor parte de las fábricas estaba ya abandonada en las orillas del canal y del río, y la gente entraba en ellas para llevarse las vigas de madera y los hermosos azulejos, pero bastaba con ver sus imponentes siluetas recortándose contra el cielo, para que algo de aquel tiempo y de quienes lo habían vivido volviera a renacer de sus ruinas. Mi padre se conocía el nombre de todos y las historias de sus familias. Muchas de ellas habían sido muy ricas pero sus descendientes apenas tenían para comer. Nada duraba gran cosa, y hasta las fortalezas y las grandes fortunas eran poco más que el humo que desprendían hogueras y barbechos. Mi padre se ponía serio cuando hacía estas reflexiones, pero no le duraba mucho su melancolía, y al instante nos estaba señalando unas palomas torcaces, o llamándonos la atención sobre alguna abubilla que se posaba por allí. Las abubillas eran elegantes y esquivas, parecían arrancadas de un jardín oriental. Al volar desplegaban sus alas y su cola, mostrando sus vistosas rayas blancas y negras. Comían en el suelo, pero al menor ruido se refugiaban en los árboles con un vuelo lento y pausado que recordaba el de las mariposas. Las hembras segregaban una sustancia que olía muy mal, con la que untaban a los polluelos para ahuyentar a sus enemigos.

A veces veíamos avutardas. Eran recelosas y se posaban en los campos, como rebaños. Podían llegar a pesar quince kilos y medir metro y medio. Eran muy difíciles de cazar, pues tenían una vista muy aguda y no dejaban que nadie se les acercase. Algunos cazadores ponían las escopetas sujetas en el suelo y las accionaban de lejos, tirando de cuerdas que ataban a los gatillos. Nosotros tuvimos una vez un pollo de avutarda. Nos lo regaló un pastor, que lo había capturado en el campo, y lo tuvimos varios días en la panera. Era muy excitable y nos atacaba si pasábamos a su lado con ropa de colores vivos. Murió enseguida porque las avutardas no pueden vivir en cautividad, y mi padre lo mandó disecar al hijo del farmacéutico, que había aprendido a hacerlo en Madrid, donde estudiaba. Los animales disecados eran entonces muy frecuentes, y en casi todas las casas había alguna perdiz, alguna liebre o algún zorro adornando la entrada o el salón. Solían permanecer en posturas de alerta, como si hubieran sido detenidos por un rayo en el momento de la huida o el ataque. A mi madre no le gustaban, porque decía que era como robarles el alma, si acaso los animales la tenían. Raras veces iba a la farmacia. El farmacéutico atendía por un ventanuco que daba al portal, pero a nosotros siempre nos mandaba entrar. La farmacia estaba llena de los animales que disecaba su hijo. Los había de todas las clases y en todas las posturas, y mientras te atendía no podías dejar de preguntarte qué pasaría si revivieran de repente, buscando vengarse.

Mi madre era una chica de ciudad. Le gustaba pasear por las calles, ver escaparates y sentarse en una terraza a tomar un refresco. Le gustaba ir a la piscina, y la música que ponían a todo volumen por los altavoces para amenizar los baños. También le gustaban mucho los animales, pero cuando eran libres y podían ir y venir a su antojo, sin depender de nadie: los vencejos que volaban al atardecer buscando insectos, los conejos que se escondían en las carrascas del monte, las bandadas de patos que anidaban en los ríos. Le gustaban las cigüeñas, con sus vuelos pausados y su quietud en lo alto de las torres; y le gustaban las golondrinas cuando bajaban raseando a beber agua y los nidos que hacían bajo los aleros de los tejados, como pequeños apartamentos. También amaba los campos y las veredas del río, que no era gran cosa y a veces traía tan poca agua que parecía a punto de desaparecer. Le gustaba bajar a su orilla y detenerse ante los juncos y mimbreras donde anidaban las gallinitas de agua. O, en los días de calor, observar en su superficie los movimientos aturdidos de los peces, o subir a la casa donde vivía el guarda del monte, que era una casa de piedra y estaba rodeada de encinas negras como la tinta del calamar, y pasearse por los senderos cuando florecían las jaras y el monte se poblaba de flores blancas cuyo olor aromático recordaba el del bálsamo.

– Un campo lleno de margaritas -nos decía- es más valioso a los ojos de Dios que todas las riquezas del mundo.

Mi madre y la tía Gregoria se cayeron bien desde el principio. Mi madre se ponía sus vestidos y paseaba delante de ella, o le enseñaba lo que había llevado en la maleta: sus faldas y blusas, sus camisones, su ropa interior. La visitábamos todos los años. Solíamos hacerlo en Navidad. Íbamos y volvíamos el mismo día, y estas visitas la hacían muy feliz. Yo era muy pequeño y no me acuerdo de nada, pero mi madre me contaba que poníamos música en el gramófono y bailábamos en el salón. Mi madre me llevaba en brazos y mi hermano hacía bobadas a nuestro alrededor, mientras la tía Gregoria nos miraba y se reía como una niña.

En ese tiempo apenas podía andar. Le había pasado algo en las piernas y se desplazaba con muletas por toda la casa. Pero para ir a la iglesia la llevaban en silla de ruedas. Había dos iglesias en el pueblo, la iglesia de Santa María, que estaba situada junto al Arco, y la de San Ginés, que era donde le gustaba ir. Para llegar hasta el atrio había que subir unas escaleras e hicieron una rampa para que pudiera entrar con la silla. Un año la iglesia se quemó y fue ella quien pagó la reforma. Tuvieron que pintarla entera. Lo hicieron dos hermanos, que eran los albañiles del pueblo. Fue cuando se cambiaron el nombre. Estaban hartos del mote por el que eran conocidos, y cuando terminaron la obra escribieron en la cúpula que la iglesia la habían pintado los hermanos Pirelli, en honor de los populares neumáticos. También arreglaron la capilla de la tía, que estaba a la derecha del altar mayor. Hicieron dos nichos en una de las paredes y trasladaron los restos del tío Francisco, dejando el otro vacío a la espera de que ella se muriera.

Cuando nació mi hermano, mi madre y mi padre fueron a que lo conociera, y se pasaron con ella unos días. Era verano, y llegaron al pueblo unos zíngaros que hacían títeres, acrobacias y pequeñas obras de teatro. Tenían monos, perros y cabras amaestradas, y tocaban por las calles una música melancólica que atraía a los niños. Por la noche encendían sus fogatas en la plaza, junto a la iglesia, para la función. Eran gitanos que venían del centro de Europa con sus músicas y sus vestidos de colores, y que encandilaban a pequeños y mayores con sus juegos, sus bailes y sus locuras. Pero había que tener cuidado con ellos pues, aunque venían de un mundo de libertad y gozo, también eran portadores de oscuras historias que hablaban de deseos y actos inconfesables. Se les acusaba de robos de animales y joyas, aprovechando el abandono en que quedaban las casas cuando sus dueños les iban a ver, raptos de niños que cambiaban por oro y joyas en remotos mercados, secuestros de muchachas cuya voluntad doblegaban con el encanto de sus ojos ardientes.

De forma completamente inesperada, la tía le dijo a mi madre que quería ir a verlos, y, en efecto, esa noche, cuando empezó el espectáculo se presentaron en la plaza. Mi madre, llevando a mi hermano en sus brazos, y la tía en su silla de ruedas que empujaba Arturo, su criado más fiel. La tía no quitó ojo a la función y a pesar de su seriedad mi madre veía cómo sus ojos brillaban con una intensidad nueva, con una luz que nunca había visto en ellos, el brillo de las hogueras y de los faroles que tiemblan en la oscuridad. Era una anciana, pero no sabía qué era un vestido de volantes, una canción atrevida, que un hombre y una mujer se desearan. No sabía nada del juego de los niños, ni de la locura de los monos, ni de la devoción de los perros. Uno de los zíngaros dirigía el espectáculo. Era muy guapo, con un gran bigote y un pelo negro que le caía sobre los hombros. Llevaba un sombrero negro y una capa llena de cintas de colores que, según se decía, representaban las mujeres a las que había seducido. Era muy ceremonioso y, al tiempo que presentaba los distintos números del espectáculo, hablaba de cosas que tenían que ver con la vida, con sus maravillas y sus desgracias. Y fue él quien les contó la leyenda del eterno deambular de su pueblo, y que tenía que ver con los clavos que habían servido para la crucifixión de Jesús. Había sido un herrero gitano quien, sordo al consejo de un ángel, se había comprometido a fabricar esos clavos. Pero después de haber forjado tres de ellos, el gitano intentó sin éxito enfriar el cuarto y éste permaneció hirviendo al rojo vivo dentro del cubo de agua. Los soldados romanos, impacientes por la espera, se llevaron los tres que había terminado, que serían los que emplearían más tarde para la crucifixión de Jesús. Esa noche, al herrero le despertó una luz que venía del patio y al asomarse vio el clavo que había abandonado brillando al rojo vivo en su fragua. Y aunque huyó precipitadamente, a partir de ese momento, adondequiera que iba el clavo le perseguía, obligándole a un viaje sin fin.

Mi madre en el pueblo tenía dos amigas, Carmina y Luisa, más o menos de su misma edad. Luisa había querido ser actriz e incluso había llegado a hacer una gira en una compañía de cómicos que iba por los pueblos y pequeñas capitales de provincia, pero el comienzo de una tuberculosis la había obligado a volver. Se estaba recuperando, cuando apareció Ismael, un hombre alto, guapo y culto, que la cautivó desde el primer momento y con el que terminaría cansándose. Ismael había llegado al pueblo para hacerse cargo de la guarda del monte, y se fueron a vivir a una casa aislada, entre carrascas, encinas y quejigos. Luisa, que había soñado con conocer todas las capitales de Europa, se tuvo que adaptar a esa vida solitaria, y lo hizo con gusto. Ismael era aficionado a leer y leían en voz alta todas las noches. Era algo inusual en aquel tiempo, cuando ni siquiera los señoritos tenían libros, pues los hacendados de aquellas tierras eran incultos y poco amigos de fantasear. En su casa del monte recibían a los cazadores, y en otoño llegaban los cisqueros. Hacían el carbón menudo para los braseros, las cocinas económicas y los fogones de las ciudades, utilizando las ramas más delgadas de robles y carrascas, y la leña procedente de las plantas leñosas del monte bajo, como jaras y aulagas. Se pasaban varios días recogiendo la leña y haciendo los hornos donde fabricaban el carbón. Por las noches se reunían en la casa del guarda para hablar y contar sus historias, y Luisa era feliz escuchándoles.

Carmina era muy distinta. Su belleza era la belleza de los chaparrones, los saltos de agua o de las yeguas que pastan en los prados: una belleza tocada por la locura. Se había casado con Gonzalo, uno de los señoritos del pueblo. Gonzalo era de la misma edad que mi padre y habían crecido juntos. A Carmina la conoció en una de las fondas donde se había alojado cuando se puso a arreglar su casa, pues Carmina era la hija de los dueños. Salieron de allí como marido y mujer, porque ella se quedó embarazada y su familia le dijo a Gonzalo que si no se casaba lo tiraban al pozo. Carmina era muy inculta y sus maneras distaban de ser las de una señorita de ciudad. Gonzalo se avergonzaba de ella y le pedía a mi madre que le comprara medias y ropa que le dieran una apariencia más refinada. Carmina estuvo a punto de morir en el parto y la niña que nació mal. Nunca llegaría a hablar, ni a andar, y tenía que llevarla en una enorme silla de ruedas de un lado para otro, pues no sabía valerse por su cuenta ni para lo imprescindible. Daba gritos estremecedores que te partían el alma, como si viera cosas terribles que nosotros no alcanzábamos a ver ni a sentir. Se llamaba Paula, y Carmina siempre la estaba besando, aunque luego la llevara bastante sucia y hasta hubiera días que oliera mal, lo que mi madre le reprochaba.

– Tienes que lavarla todos los días -le explicaba-. Si huele bien y va limpia, todos la querrán.

Mi padre decía que lo que le pasaba a Carmina es que no era muy lista, pero mi madre pensaba que quien no tenía dos dedos de frente era Gonzalo, que no se preocupaba en absoluto de su mujer y su hija, y vivía en un mundo que poco o casi nada tenía que ver con el real. Un mundo rancio, lleno de títulos nobiliarios y confusos escudos de piedra, en el que los hombres se diferenciaban por sus apellidos y sus propiedades antes que por su inteligencia o sus buenas acciones. Gonzalo estaba afiliado a la Falange y llevaba con frecuencia su camisa azul, con el yugo y las flechas bordados. Mi padre trataba de poner cordura en su vida, dándole consejos sobre cómo administrar sus menguadas propiedades, pero él no le hacía demasiado caso y terminó en manos de usureros que se quedaron con sus tierras. Pero incluso cuando apenas tenía para comer, siguió comportándose como si nada de aquello tuviera que ver con él. Tenía derecho a un título nobiliario, que no llegaba a reclamar por el dinero que esto suponía, y estaba convencido de que había un tesoro en su casa. Según decía, uno de sus antepasados había participado en la revuelta de los comuneros contra el emperador Carlos V y, antes de abandonar el pueblo, ocultó sus riquezas en una cripta de la casa. Gonzalo llegó a tirar varias paredes en busca del ansiado tesoro, y un verano hasta afirmó haber pedido un detector de metales con el que esperaba rematar su búsqueda. El detector no llegó, sin duda porque nunca lo compró. Le habría obligado a reconocer la inconsistencia de sus fantasías y a enfrentarse a los problemas reales de su vida, entre ellos aquella niña enferma que escondía en la cocina de su casa, o las necesidades de su esposa, que se pasaba el día cuidándola.

Carmina era feliz cuando mi madre estaba en el pueblo, pues tenía a alguien con quien hablar. Se veían todos los días y a veces subían a la casa del monte a ver a Luisa. También iban juntas a bañarse al canal, aunque en el pueblo las criticaran. Ese hilo de agua era una acequia que nacía en el canal de Castilla y que se utilizaba para regar. Los turnos se asignaban en el Sindicato, un local situado en la plaza. Había en él un mostrador, donde solía pedirse un vaso de vino mientras se esperaba el correspondiente permiso.

El pequeño bar lo atendía una familia, y muchas veces, cuando iba con mi padre, nos cruzábamos en las escaleras con una chica que debía de tener más o menos mi misma edad, y que caminaba silenciosa en medio de aquel mundo de hombres estáticos como si lo hiciera entre los troncos de una serrería. Yo me la quedaba mirando, y ella solía corresponder con una leve sonrisa, cuyo significado nunca supe dilucidar. Tenía las piernas muy delgadas, y al atardecer, que era cuando se hacía el reparto del agua, llevaba una lechera de aluminio. Una vez tropezó y la leche se derramó por el suelo delante de todos. Recuerdo cómo se extendió entre los zapatos llenos de tierra de aquellos hombres, que por unos segundos permanecieron inmóviles, como temiendo ir a mancillar su blancura. También recuerdo que, a partir de entonces, la chica se mostró más esquiva que nunca, y que cuando volvíamos a encontrarnos, me miraba con ojos atribulados y melancólicos, como si al verter la leche en el suelo hubiera dejado al descubierto algo de sí misma que hasta ese momento había permanecido escondido. Dejé de verla. Debió de escoger otras horas para hacer sus recados, y al año siguiente ya era otra familia la que llevaba el bar. Mi padre decía que había familias que vivían siempre de aquí para allá, como las bandadas de pájaros.

El encargado de la Confederación distribuía el tiempo de regar e iba dando, según las peticiones, una papeleta en que constaba el día en que podría retirarse el agua y las horas de que se disponía para hacerlo. Aquella operación se llamaba sacar el agua, y convocaba a todos los afortunados que tenían tierras a lo largo del trazado del canal, pues el control del agua les había permitido abandonar las plantaciones de cereal y forraje, y tener otros cultivos más rentables, como la remolacha, que al llegar septiembre los tractores llevaban a Valladolid en sus remolques. La carne de la remolacha era blanca y tenía un sabor dulce que contrastaba con su aspecto un poco inquietante, pues recordaba terrosos corazones arrancados de los cementerios. Los tractores llegaban hasta la azucarera, en Valladolid, donde formaban largas colas que obligaban a los agricultores a pasarse noches enteras esperando su turno de descarga. La azucarera estaba iluminada como un gran trasatlántico, y sus chimeneas expelían un humo denso y blanco que contrastaba con el rastro oscuro de los remolques, como en unas nupcias del cielo con la tierra.

Desde los balcones de Sindicatos se divisaban el Arco y la iglesia de Santa María, en una de cuyas paredes los jóvenes jugaban a la pelota. Gritaban al golpearla con sus manos y la pelota sonaba contra el muro como si arrojaran contra la piedra piezas de hierro. En una de las esquinas del local había una figura de san Isidro labrador. A sus pies se veía un ángel dirigiendo la yunta de bueyes. San Isidro triplicaba en tamaño a las otras figuras, que a su lado parecían pequeños animales de los campos. El ángel, una tórtola; y los bueyes, oscuros topos aturdidos. Toda la atención se la llevaba el santo, con sus barbas negras y su mirada arrobada. Sin embargo, su expresión no era feliz, sino de abatimiento, como si estuviera preguntándose: ¿Tanto trabajo para qué?

A mí san Isidro me recordaba a Poldo, el capataz de mis tíos, que también se quedaba mirando los campos con aquella mezcla de desapego y abatimiento, pues todo lo que hacían los hombres terminaba en tristes días abocados al pasado y al tapiz del olvido y la pobreza. Poldo parecía un gigante y poseía una fuerza descomunal. Mis primeros recuerdos del pueblo tienen que ver con él. Me cogía de los brazos y me alzaba por encima de su cabeza. Yo tenía por entonces cuatro o cinco años y temía y esperaba por igual el momento en que Poldo me tomara del suelo y, con los ojos encendidos por un brillo de inexplicable júbilo, me alzara todo lo que daban de sí sus brazos, como queriendo situarme lejos de las ofensas del tiempo y de las crueles derrotas de la vida.