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VI

No hay nada que afecte más a una mujer que ver morir a un niño, y en aquel tiempo se veían con frecuencia por las calles los coches y las cajitas blancas en que los llevaban a enterrar. Poco después de nacer tú hubo en la ciudad una epidemia de polio. Era una enfermedad terrible que, en el mejor de los casos, dejaba cojas a las criaturas. Se decían las cosas más disparatadas acerca de lo que la podía causar: que su origen estaba en las hebras de los plátanos, o en las aves, especialmente en los periquitos, que venían infectados de los remotos países de donde procedían. Nosotros teníamos dos periquitos, un macho y una hembra. La jaula estaba abierta y ellos se movían a su antojo por la casa, los llamabas y venían volando a tu dedo. Y yo, por el temor a que pudieran contagiaros, se los di a Sara para que los tuviera en casa de la tía Marta.

Por ese tiempo leí una noticia en el periódico que me estremeció. Hablaba de una mujer joven que antes de suicidarse había matado a sus hijas. Les había dado los mismos somníferos que luego tomaría ella, y dejó una carta en que decía que no soportaba imaginarlas solas en un mundo lleno de dolor. ¿Era el mundo así, tan cruel? A veces os veía acostados y me imaginaba a aquella mujer junto a sus hijas dormidas. Tras darles las pastillas y tomárselas ella, se acostaba a su lado como si unas horas después, al abrir los ojos, fueran a encontrarse en un lugar nuevo donde no existían tristezas ni calamidades. Pero no había un lugar así. Eso opinaba el padre Bernardo, que todo era creación de Dios, y aunque muchas de las criaturas y de los sucesos del mundo nos parecieran incomprensibles, teníamos que aprender a amarlos. Amar a los pájaros, a los corderos y las flores, pero también las tormentas, el granizo y el fuego, el dolor y la muerte, pues todos eran nuestros hermanos.

Hermano dolor, hermana muerte, decía, como si también ellos tuvieran derecho a andar por ahí haciendo sus bellaquerías. Todos se metían con él, por lo sucio que iba y los disparates que hacía, pero a mí me gustaba ir a su casa y hablar con él. Una vez vi que había dormido en el suelo y le pregunté por qué. Me llevó a su cama y, levantando con cuidado la manta, me mostró un nido de ratones. Lo hago para no molestarlos, me dijo. Me había cogido de la mano para llevarme, y antes de soltármela se detuvo un momento a mirarla. Nadie me ha mirado las manos así, como si tuvieran una vida propia, una vida que no me pertenecía. Creo que se enamoró de mí. A veces les pasa a los ancianos, que se enamoran de una muchacha. Puede ser una vecina, la chica que les vende la fruta o una enfermera que les viene a cuidar. Y lo hacen con la misma intensidad y la misma locura que los jóvenes. No pueden dormir, pierden el apetito y sólo viven para verlas y estar a su lado. Y eso hacía don Bernardo, que todo el día se lo pasaba merodeando por nuestra casa, aunque raras veces se atreviera a entrar. Una tarde estaba en el pozo cuando noté que andaba por el patio. Yo me estaba lavando el pelo y fingí no darme cuenta. Estaba medio desnuda, y empecé a lavarme los brazos y los hombros, consciente de que no me quitaba ojo. Me gustaba sentirme mirada por él, poder regalarle algo de mi juventud y mi belleza. Era como tener un huerto e invitarle a entrar para que lo viera. ¿Qué había de malo en eso? Si lo piensas bien, era lo mismo que mirar los membrillos que colgaban de los árboles, percibir el olor de los higos o el arrullo de las palomas. Esa noche tuve un sueño. Estaba en casa y sentía ruidos por el pasillo. Era don Bernardo, que bajaba las escaleras. Pase, le decía, venga a la luz. Y cuando le llevaba junto a la lámpara, veía que sus manos estaban llenas de sangre. Estoy así por ti, me decía con una sonrisa. Fue un sueño dulce, como si me estuviera dando gracias por aquel dolor.

El dolor y la muerte siempre estaban cerca de nosotras, las mujeres. Por eso me gustaba la Virgen, porque era como las otras madres del mundo, siempre pidiendo cosas que no se podían cumplir. Si no había podido salvar a su hijo, ¿cómo iba a poder ayudarnos a nosotros? Me arrodillaba y le decía: ¿Y ahora qué hacemos? Y ella, desde lo alto, en el altar, rodeada de ángeles y racimos de oro, me contestaba: Consentir, qué otra cosa podemos hacer. Los hombres le ponían joyas y coronas y mantos preciosos, pero ella apenas era como las muchachas que servían en las casas. Puede que valieran para sacar brillo a los suelos, para preparar la comida y lavar la ropa, abrir la puerta e ir a comprar, pero no podían curar a los enfermos, ni hacer que no hubiera dolor en la vida de los niños, ni impedir que los hombres y las mujeres terminaran odiándose. Por eso, cuando murió tu hermano nunca se lo reproché. Dime, me limitaba a preguntarle, ¿qué hacías tú, cómo pudiste soportar el dolor? Ah, el dolor… A veces era tan intenso que no podía contener el deseo de gritar. Me metía en los armarios para que no me oyeran, o me negaba a levantarme de la cama, porque no quería ver la luz del día, ni asomarme a las ventanas para ver a la gente. ¿Por qué los árboles no perdían sus hojas, los pájaros no huían de aquel lugar ni se secaban las fuentes? ¿Por qué las otras madres, cuando pasaban ante nuestra casa, no encendían velas o ponían ramos de flores para recordar a tu hermano?

Odié a tu padre con todas mis fuerzas, porque también él lo quería olvidar. No soportaba su presencia y, si me contrariaba, me revolvía como una fiera salvaje. Llegaba a romper lo que tenía a mano: los platos en que comíamos, jarrones, cuadros y espejos. Una vez quise tirarme por la ventana. No me acuerdo bien de qué pasó, pero cuando quise darme cuenta tenía la ventana abierta y tu padre me estaba sujetando por la cintura. Me llevó a la cama. Yo gritaba y trataba de soltarme. Veía la ventana abierta y quería morir de una vez. Pero me di cuenta de que te hallabas en la puerta. Acababas de cumplir seis años y te habías echado a llorar porque no entendías qué pasaba. Puede que creyeras que tu padre me estaba haciendo daño, aunque lo único que quería era protegerme. Protegerme de mí misma, de mi propia furia. Me pareciste el marrano Antón. ¿Te acuerdas? Lo soltaban por las calles del pueblo e iba de casa en casa como un alma en pena. Se plantaba ante las puertas y, si le invitaban a entrar, se quedaba allí unos días, descansando y comiendo, hasta que volvía a marcharse. Y así crecía y engordaba. Y tú estabas allí, mirándolo todo con los mismos ojos asustados del marrano Antón cuando se paraba delante de tu puerta y no sabía si le ibas a dejar entrar o le ibas a dar un escobazo. Sentí pena de todos nosotros, pena de tu hermano que acababa de morir y al que ya nunca tendría en mis brazos; pena de tu padre, al que culpaba injustamente de lo que había pasado; y pena de ti, que parecías un niño que no tenía madre e iba de mano en mano como esos gatitos que nadie quiere y que suelen acabar en el río. Y fui en tu busca para pedirte perdón. Ya pasó todo, te decía, a partir de ahora todo cambiará. Me esforcé para que así fuera. Te iba a buscar a la salida del colegio y, por las noches, te leía cuentos y me quedaba a tu lado hasta que te dormías. Pero no veas el trabajo que me costaba. Era como si todo aquello sucediera bajo el agua, donde yo no podía respirar. Tenía que subir a por aire y conservarlo en mis pulmones hasta que volvía a necesitar más. Era como si una madre que sólo pudiera respirar en la tierra se ocupara de un niño pez.

Y cuando me quedaba sola, todo me parecía extraño. La casa, los muebles, cuanto había a mi alrededor. Me quedaba mirando las cucharillas, los vasos, las madejas de lana y las agujas de hacer punto, y pensaba: ¿Por qué estarán ahí? Todo me daba pena. Veía a una madre con su bebé por la calle y sentía pena porque antes o después se tendrían que separar. Veía un grupo de niños jugando y lloraba al pensar que crecerían. Veía un caballo o un perro y sufría porque no sabían hablar y eran nuestros esclavos. Ni siquiera los pájaros me parecían felices, porque pensaba en sus fríos nidos en la noche y en los gatos que acechaban en los tejados. Veía una pareja de novios y lloraba porque el amor tarde o temprano dejaría sus corazones desiertos. Y ¿sabes una cosa? No podía pedirte que me ayudaras, porque ¿cómo una leona puede pedir a un cordero que la salve? No, eso no es posible, porque el cordero es aún más débil que ella. No podemos hacer nada, pensaba, sólo esperar.

Llamé a aquel tiempo mi noche triste, en recuerdo de Hernán Cortés. En el libro de historia de tu hermano había un dibujo en que se veía a Cortés junto a un árbol, lamentándose de su derrota. Me pasaba las tardes mirando ese dibujo porque, poco antes de la muerte de tu hermano, había estado hablando con él de lo que había pasado en esa batalla y de cómo, a su término, Cortés se puso a llorar a causa de tantos amigos y tantos tesoros perdidos, y porque no sabía qué iba a ser de los que quedaban ni dónde podían esconderse. Y eso mismo me pasaba a mí, que no sólo me parecía terrible lo que había pasado, sino todo lo que estaba por venir. Fue entonces como si la casa se llenara de niebla. Una niebla que brotaba de las paredes, de los muebles y del suelo y hacía que todo pareciera irreal. Un día me tropecé con un jarrón que se rompió al caer. Era un regalo de boda, pero vi sus fragmentos en el suelo y me dio igual que se hubiera roto. Otro día, se declaró un violento temporal. La ventana se abrió bruscamente y el agua y el viento entraron en el cuarto mojando el aparador y la alfombra, y yo, que estaba sentada en el sillón, no me levanté a cerrarla. Nada me importaba, a veces ni siquiera tú. Iba a verte por las noches y no me parecías un niño de carne y hueso, sino un ser sin alma que el agua se podía llevar sin que importara. Eras como esas cáscaras de nueces y avellanas que quedan en la mesa después de comer.

A veces me quedaba mirando el fuego de la cocina y pensaba: seguro que si meto la mano no me quemaré. Estaba como borracha de las medicinas que me daban, y una tarde me tropecé por el pasillo con Julia, que era la chica que entonces teníamos en casa. Llevaba un delantal con la labor dentro y una de las agujas de hacer punto me traspasó el muslo. Julia me la quitó como si la sacara de un bote de manteca. No sentía los sabores, ni los olores, ni el calor ni el frío. No sé cuánto estuve así, porque perdí la noción del tiempo. No había pasado ni futuro, día ni noche, ni siquiera recuerdos. Hasta que poco a poco aquella niebla se fue retirando y pude volver en mí. Habían pasado ocho meses completos y allí estabas tú, como esos perros que dejamos en el pueblo y que, al verano siguiente, nos siguen esperando en la calle, como si nos acabáramos de marchar. ¿Qué haría ahora, cómo te devolvería el tiempo que te había robado? Oh, perdóname, te decía, he estado muy enferma, pero ya pasó todo, nunca más volveré a abandonarte. Pero ya lo ves, también en esto te mentí, porque hubo una segunda vez. ¿Te acuerdas? Fue en aquel viaje que hicimos a Madrid los dos solos, el viaje en que te escribí aquella carta. Pero esto sucedería muchos años después. Nunca habías estado en Madrid y, cuando cumpliste catorce años, decidí que había llegado la hora de que lo hicieras. Aún te estoy viendo en la estación, loco de contento porque muy pronto nos iríamos juntos y yo te había dicho que me tenías que proteger. ¡Protegerme a mí, que te iba a traicionar! Pero espera, espera, que aún hay muchas cosas que tengo que contarte de aquel otro tiempo, el que siguió a la muerte de tu hermano. Tenías sólo seis años y te volviste mi caballero andante. Estabas pendiente de que tomara las medicinas, de llevarme agua, de buscarme una chaqueta cuando tenía frío. Una vez que estábamos paseando por el parque, te pregunté por lo que habías hecho durante los meses en que había estado enferma. ¿Y sabes lo que me contestaste?: esperar. Tenías sólo seis años y me hablabas como si tú fueras el adulto y yo la niña. Pero yo no era una niña, sino una mujer que sentía envidia de la felicidad de las otras mujeres, y que les deseaba en secreto lo peor. Si yo era tan desgraciada, ¿no debían, al menos, disimular su felicidad delante de mí? Ojalá te mueras, les deseaba cuando pasaba al lado de una de ellas.

Un día hiciste una trastada y me puse hecha una furia. Me pasaba eso, que cualquier contratiempo me llevaba a un ataque de inesperada cólera. Cogí la zapatilla y empecé a pegarte. Tú corrías por la casa y yo te perseguía enloquecida, hasta que te arrinconé en uno de los cuartos. Iba a seguir golpeándote cuando, lleno de terror, me dijiste: Por favor, no me pegues más. Yo no tengo la culpa de lo que pasó. Me quedé paralizada. ¿Habías pensado que te culpaba de la muerte de tu hermano? Me arrodillé a tu lado y te abracé con todas mis fuerzas. No digas eso, por favor. Nadie tiene la culpa de aquello, son cosas tristes con las que tenemos que aprender a vivir. ¿A que tú y yo lo vamos a hacer? Asentiste con la cabeza, mientras te sorbías los mocos. ¡Eras tan guapo! Parecías un almendro. Uno de esos almendros que se llenan de flores en los caminos cuando todavía hace frío, que anuncian la llegada de una nueva estación. Esa noche me arrodillé ante la Virgen para rezarle. Oh, Virgen mía, ¿qué hacías tú? Tú sufrías en silencio, no te rebelabas. Y fue así como hiciste que aquellas llamas aparecieran. Enséñame cómo hacerlo, haz que también yo pueda llevar una llama como la tuya sobre mi frente.

Y fue cosa de magia porque, a partir de entonces, fue como si las viera. ¿Recuerdas? Te hablaba de esas llamas como si estuvieran en los lugares más insospechados. Sobre un banco, suspendidas en el agua del estanque, en la rama de un árbol cuando una paloma se posaba. Y en tu cama, cuando te iba a ver. Calla, calla, te decía, que la llama está aquí. Y tú te lo creías y te quedabas casi sin respirar, no fuera que se apagara. Y ¿sabes una cosa? Que de tanto hablarte de ellas, casi llegué a verlas. Esas llamas no tenían que ver con la felicidad. Eran los más desgraciados, los que habían perdido las esperanzas, quienes las llevaban con ellos. Y a causa de su luz, todo se transfiguraba. Me decían que tenía que aprender a amar el dolor, a guardarlo en mi corazón como si fuera un tesoro.

Llegaron las vacaciones y nos fuimos al pueblo. El padre Bernardo se había muerto ese invierno, y yo, después de visitar la tumba de tu hermano, iba a ver la suya. Era la más pobre de todas. Sólo un montón de tierra con una cruz de hierro, pues era así como había pedido ser enterrado. A mi regreso, pasé una tarde por su casa y me dio pena ver su cuarto con las ventanas cerradas. Había dejado la casa a Teófila, su casera, y ésta había hecho zafarrancho general. Era de no creerse la suciedad que había en aquel cuarto, peor que una pocilga. Teófila lo bajó todo al patio para quemarlo. Me dio mucha pena cuando me lo dijo, sobre todo por los libros. Algunos eran muy antiguos y tenían primorosas ilustraciones. Siempre que iba a verle me quedaba un rato hojeándolos, ya que era a mí a la única a quien se lo consentía. Incluso a veces me permitía poner un poco de orden en aquella leonera. Solía ir con vosotros, y os encantaba el cuarto porque estaba lleno de objetos estrafalarios, muchos de ellos traídos de Tierra Santa. Y allí, mirando aquella ventana cerrada, me quedé un buen rato pensando en nuestras visitas. El padre se sabía párrafos enteros de la Biblia, sobre todo del Apocalipsis de san Juan, que era su libro de cabecera. Estaba convencido de que el fin del mundo estaba cerca y de que teníamos que prepararnos para cuando llegara. Y sin embargo, había robado el cuerpo de un niño muerto. Pensaba que esta vida no era nada, pero se había llevado ese cuerpo porque no quería que le dieran sepultura, que lo cubrieran con tierra como si fuera una raíz. Y entonces me puse a llorar. Me acordaba de tu hermano, y de que también él estaba cubierto de tierra, y de lo que pasaría si se despertaba en medio de aquella negrura, sintiendo tanta humedad y tanto frío. No, no te despiertes, le decía, es mejor que sigas dormido, que no sepas nunca dónde te encuentras.

Me dirigí a las eras, en las que ya no había nadie trabajando. La tarde estaba llena de una luz apacible y misteriosa. Los carros y las aventadoras tenían algo de ciudad abandonada, dormida. Mis sandalias se hundían en la paja y me sentía agotada y vencida. Volví a acordarme del niño de Teófila. ¡Era tan extraño que don Bernardo lo hubiera robado! Y pensé en Luisa, y en que ella me podría contar lo que sucedió. Regresé a casa y cogí la bicicleta, para subir al monte, donde Luisa vivía con su marido. No estaba muy lejos, y cuando llegué ella estaba ordenando la cocina, porque esa noche habían estado los cisqueros. A Luisa le encantaba escuchar sus historias, muchas veces de crímenes y de sucesos misteriosos. Le gustaban sus risas, sus manotazos, las bromas que se gastaban. En aquellas tierras, tan lejanas del mar, el pescado era algo maravilloso, y alguna vez traían con ellos besugo fresco que asaban en la cocina.

Luisa era la única persona del pueblo que leía libros y, en la soledad del monte, escribía poesías que luego copiaba en limpio, en un cuaderno con letra primorosa. Esas poesías hablaban de su vida en aquel lugar aislado, de su soledad, pero también de lo que había encontrado en él: el canto del cuco, los nidos de los pájaros, caballos, el husmear de los jabalíes y los zorros, las relucientes bellotas que, al madurar, parecían pequeños estuches, las flores de las jaras, cuyo olor dulzón enloquecía a las abejas. Hablaba del monte como si fuera un jardín que ella tuviera que proteger. Te he cambiado, le decía al monte, por todos mis sueños de mujer.

Llegué a su casa al atardecer. La lana de los colchones se estaba oreando sobre unas viejas colchas y junto a la pared había cacharros, sillas y baúles. Pensé en cuántas cosas se precisan para vivir, en el trabajo que supone mantenerlas ordenadas y limpias, y me pareció que la vida era como aquellos cacharros y muebles que estaban al aire para que se secaran. Nos dimos un beso y enseguida estábamos sentadas en la cocina, frente a un café con leche y unas pastas de manteca. Se estaba haciendo de noche y la niebla empezaba a extenderse entre los árboles. Si quieres te ayudo, le dije, señalándole la lana que había quedado fuera. No me parecía buena idea dejarla donde los jabalíes la podían hozar y pisar. El montón de lana parecía un barco fantasmal que vagara por un río gris. Yo pensaba en tu hermano, en la tierra húmeda, en aquella caja en que estaba y en lo que tendrían que ser las noches en el cementerio, y le dije a Luisa que había ido a verla para que me hablara del niño de Teófila.

Luisa se levantó para encender la luz. Llevaba un vestido claro, lleno de flores, y cuando volvió a sentarse me fijé en que sus manos y sus piernas estaban llenas de un polvo dorado, como al volver de la era en las tardes del verano. Al empezar a contarme aquella extraña historia, su voz se volvió ronca, como la voz de un hombre. Teófila tenía otros siete hijos y el padre Bernardo apenas les había prestado atención. Es más, siempre estaba protestando por el ruido que hacían, sobre todo cuando decía misa, y sus gritos y lloros no le dejaban musitar en paz sus oraciones. Un día se enfadó tanto que salió con el cáliz y los echó de casa, diciéndoles que hasta que no terminara la misa no los dejaría entrar. Y era cosa de ver a la pobre Teófila en mitad de la carretera con todos sus hijos alrededor como una gallina con sus pollos. Pero con el nuevo niño cambió. Teófila ya era mayor cuando lo tuvo, y el padre Bernardo se volvió loco por él. Cada dos por tres abandonaba su cuarto y bajaba a la cocina para verle. Podía pasarse horas enteras allí, sin hacer otra cosa que mirarle. Y no soportaba oírle llorar. Corría a su lado, le cogía en brazos y le cantaba las canciones de los actos litúrgicos, que eran las únicas que se sabía, hasta que se dormía. Una tarde Teófila le sorprendió bailando con el niño en el patio mientras cantaba el «Agnus Dei». Si el niño se ponía enfermo, era él quien iba a buscar al médico, y hasta que no conseguía traerlo a casa no le dejaba en paz. A todas horas le gustaba verle: cuando le bañaba, cuando le cambiaba los pañales, cuando le daba el pecho. La tía Gregoria le prestó un cochecito de niño que conservaba de su madre. Era del año de la nana, y parecía un catafalco, pero don Bernardo mandó arreglarlo y sacaba a pasear al niño por la carretera. Era una imagen extraña, ver a un fraile empujando un cochecito como aquél, que parecía arrancado de un cuadro de otra época. Algunas mujeres le gastaban bromas y le preguntaban entre risas si se le criaba bien. Bah, bah, les contestaba displicente, podíais ocuparos de vuestras casas, que seguro que las tenéis hechas unos zorros. Una vez, unas muchachas que volvían de espigar le sorprendieron en la orilla del río, arrodillado ante el enorme coche. El niño brillaba como si acabara de sacarlo del agua. Así era nuestro Señor, les dijo a las muchachas, que se arrodillaron a su lado y se pusieron a rezar con él.

Don Bernardo vivió en un éxtasis continuo mientras el niño estuvo bien. Pero tenía nueve meses cuando enfermó y en sólo dos días había muerto. Teófila lo vistió con el faldón de cristianar y lo puso sobre la mesa de la cocina rodeado de cirios. Parecía un muñeco y daban ganas de ponerte a jugar con él. A don Bernardo no se le vio por allí. Desde que el niño había muerto se encerró en su cuarto y ni siquiera quiso bajar a dirigir los rezos. Estaba anocheciendo cuando empezó a arder el pajar. El cuerpo del niño se quedó solo en la cocina y el padre aprovechó para robarlo, pues era él quien había provocado el incendio. Veinte horas estuvo escondido en el monte, con el cadáver del niño en sus brazos. Nadie sabe lo que pasó en ese tiempo, pero cuando lo encontraron les entregó al niño, que llevaba envuelto en una tosca manta, sin oponer resistencia. Estaba agotado y había en su rostro una expresión de consternación. Nadie dijo nada, ni le recriminaron lo que había hecho, ni siquiera la pobre Teófila. Enterraron al niño esa misma noche y se fueron a sus casas. En los días siguientes, el pueblo permaneció en silencio, que hasta gallinas, cerdos, vacas y ovejas dejaron de bullir en los corrales y establos, como si estuvieran al tanto de lo que había pasado.

Transcurrió el tiempo y todo se fue olvidando, hasta que Toñín empezó a hablar. Era un hombre muy delgado, con la cabeza redonda. Iba peinado con un flequillo ralo sobre unos ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fuesen de cristal. A pesar de vivir en el campo, era muy pálido y vestía de forma estrafalaria. Bebía sin parar cada día y, cuando estaba a tono, daba en hablar e inventarse todo tipo de historias. Empezó a contar por los bares que había visto a don Bernardo el día de su fuga. Él estaba en el monte, cogiendo leña, cuando le vio a lo lejos con el niño. Don Bernardo lo llevaba sobre los hombros, como san Cristóbal al Niño Jesús. Nadie le creyó, porque Toñín era un mentiroso crónico y, a causa del alcohol, era capaz de inventarse las historias más disparatadas con tal de llamar la atención. Un día llegó a decir que una vaca le había recriminado que bebiera tanto. Fue en una época en que estuvo varios días sin probar el alcohol. Y cuando sus amigos, extrañados de su abstinencia, le preguntaron la causa, él contó la historia de la vaca. Había sucedido cerca de su casa. Se resbaló cuando regresaba bien entrada la noche, y estaba tan borracho que no se podía levantar. Entonces vio a la vaca acercarse a él, y la oyó decirle: Toñín, que te estás matando. Qué van a comer tus hijos cuando revientes. Y eso le había hecho reflexionar y cambiar de costumbres. Pero no le duraron mucho los buenos propósitos porque a los pocos días volvía a andar por los bares. La gente se reía y le pedía que contara alguna de sus historias, y él no se hacía de rogar. Sólo así era feliz, con todos a su alrededor escuchándole y él bebiendo. Y eso empezó a hacer con don Bernardo, a decir que le había visto con el niño que había resucitado. Y de pronto empezó a tener dinero. Nadie sabía de dónde lo sacaba, pero pagaba religiosamente lo que consumía y hasta invitaba a los que estaban con él en el bar.

Teófila fue la que descubrió que era el padre quien le daba el dinero. Procedía de la venta de las monedas de oro de la colección de doña Gregoria. Francisco, su marido, era muy aficionado a las monedas y ella le había regalado esas piezas al poco de casarse. Y a su muerte, se las entregó a don Bernardo para obras de caridad. Teófila sabía esto porque el propio padre le había enseñado las monedas, que guardaba en el baúl de su cuarto, y le había dicho que doña Gregoria se las había dado para expiar la muerte de aquel caballo blanco, pues estaba arrepentida de haberlo envenenado. Había sido la propia Teófila quien le fue al padre con el cuento de lo que Toñín andaba diciendo por los bares. Don Bernardo le mandó varias veces recados, diciéndole que le quería ver, pero Toñín se negaba a ir. Jugaron al ratón y al gato, hasta que una tarde le sorprendió en el río. Toñín estaba pescando cangrejos y, cuando quiso darse cuenta, tenía al padre encima de él. A ver, ¿qué andas contando?, le preguntó. Toñín se puso a balbucear frases incoherentes y culpó a sus amigos de inventarse la historia. Y el padre Bernardo le enseñó una de las monedas. Toñín supo al momento que era buena, de oro puro, por cómo brillaba, y cambió de actitud. Era a comienzos de noviembre, pero aún no habían empezado los fríos invernales. Toñín sentía en la piel el sopor lento de la tarde, tan dulce y pegajoso, lleno de pereza. Los troncos de los árboles relucían aún por la última lluvia, y el suelo estaba lleno de hojas amarillas. Se habían sentado en una sombra húmeda y, mientras hablaba, se fijó en que las hormigas subían por las manos sarmentosas del padre sin que él hiciera nada por evitarlo. Y entonces le empezó a contar. Al principio, sólo por conseguir la moneda, pero enseguida, y al ver la atención con que le escuchaba, gozando con ello, como el pastor que se pone a contar sus ovejas y, al verlas tan desamparadas, se olvida de esa cuenta y sólo tiene ojos para el tembloroso rebaño que camina a su lado.

Su relato empezó a avanzar como ese rebaño, yéndose para donde quería, siguiendo querencias que ni él mismo era capaz de comprender o prever. Y Toñín le dijo al padre que sí, que les había visto a los dos por el campo al amanecer. Él llevaba al niño sobre los hombros, pero luego lo dejó en el suelo y éste empezó a andar por su cuenta. Y así estuvieron un buen rato, caminando el uno detrás del otro. ¿Andaba por sus propios pies?, le preguntó. Toñín dijo que sí, que lo hacía sin dificultad, con el faldón recogido en una de sus manos para que no le molestara, y que desprendía una luz muy blanca, una luz que parecía nacerle de dentro, como pasa con la luz de las lámparas. Y que él, el padre, iba detrás de ese rastro, que recordaba el que dejan sobre la hierba los caracoles. Hasta que llegaron al río, donde se detuvieron a hablar. ¿A hablar?, volvió a interrumpirle el padre, pero ¡si aún no había cumplido el año! Pues lo hacía como nosotros, le contestó Toñín, que al acercarse aún más para escucharles vio que el suelo estaba lleno de pájaros con las alas abiertas, pájaros que parecían sumidos en un sopor que les impedía moverse, como en los días de intenso calor. Y eso mismo le sucedió a él, que no pudo seguir avanzando, y cuando quiso darse cuenta, se sintió invadido por el mismo sopor hasta que se quedó dormido. Al abrir de nuevo los ojos, habían pasado varias horas. La corriente del río fluía lentamente y los carrizos temblaban en las orillas como copos suspendidos en el aire. Por más que les estuvo buscando, no halló rastro de ninguno de los dos.

Al llegar a este punto, Toñín vio que el padre estaba llorando. Las lágrimas brotaban de sus ojos y se perdían en sus mejillas como en una extensión de arena. Toñín ya no sabía cómo seguir. Estaba muy nervioso y quería terminar cuanto antes, porque tenía miedo a que descubriera que todo se lo estaba inventando. Pero el padre se levantó y le dio aquella moneda. Hale, ya te puedes marchar, le dijo. Toñín se fue sin dudarlo. Sentía algo raro en las manos, en las rodillas, como si se le hubiesen vuelto rígidas. Empezaba a oscurecer cuando llegó al pueblo. Al pasar por delante de la casa del padre, vio por la ventana el bulto de los muebles y los libros, como jorobas de animales. Yo aquí no vuelvo, pensó para sí.

Pero sí volvió, en busca de más monedas. Antes había ido a Medina de Rioseco, a ver a un joyero conocido, que le dijo que la moneda era buena. Le dio la dirección de un coleccionista en Valladolid, y, en efecto, la moneda era de oro y le dio por ella más dinero del que Toñín había soñado tener. Es más, le dijo que si conseguía otras monedas como aquélla no dudara en llevárselas. Toñín regresó al pueblo convertido en un potentado. Se pasaba el día en los bares, invitando a todos los que se encontraba, hasta que el dinero se le terminó. Entonces se acordó de lo que le había dicho el coleccionista y volvió a casa de Teófila. El padre le recibió en su cuarto, y ambos se sentaron a la mesa. Toñín le dijo que había recordado más cosas. Por ejemplo, que llevaba al niño atado por la cintura. Don Bernardo se incorporó despacio, bañado por algo incierto, dulzón, que flotaba en el aire. Huele a muerto, pensó Toñín. ¿Atado?, le preguntó. Sí, con una cuerda, para que el niño no se escapara. Toñín habló y habló, y se maravillaba de que el padre todo se lo creyera, y fuera capaz de asentir con la cabeza a los episodios más descabellados. ¿De verdad hacíamos eso?, se atrevía de vez en cuando a preguntar. Y Toñín le contó que bastó con que el niño tocara un escaramujo para que éste se llenara de flores, y que poco después empezó a desprenderse del suelo y si no llega a ser por la cuerda con que lo sujetaba, se habría ido volando por el aire como hace el humo cuando se queman los rastrojos. O que se encontraron con un rebaño y las ovejas, al verles, se tumbaron en la tierra y el niño las fue bendiciendo una a una. Y todo lo que Toñín le contaba era de este jaez, que tomaba aquellas cosas de las historias de santos que había escuchado en la escuela, y así estuvo varias semanas, que cuando volvía a necesitar dinero se pasaba por allí para añadir nuevos dislates a los que ya le había contado.

El padre no decía nada. Escuchaba sus historias y, al terminar, iba a por una nueva moneda y se la daba. Y un día, cuando estaba en su cuarto esperando, Toñín vio que había un libro sobre la mesa, y se puso a hojearlo pues estaba lleno de láminas con bellos colores, en las que se veían todo tipo de criaturas fantásticas: hombres que saltaban sobre un solo pie, mujeres llenas de pelos, animales de dos cabezas, pájaros con patas de felinos, jirafas con pechos de mujer, delicados unicornios que espiaban entre las ramas el baño de las muchachas. Y como el padre le sorprendiera mirando tales figuras, le preguntó si le gustaban y Toñín asintió con la cabeza. Son quimeras como las que me cuentas tú, le dijo, al tiempo que ponía la mano sobre su hombro en señal de gratitud. Y en ese instante Toñín supo que el padre estaba cuerdo, y que nada de lo que él le contaba lo daba por más real que aquellas extrañas criaturas. Y un día, al darle la nueva moneda, el padre le dijo: Es la última, ya no me quedan más. Toñín ya estaba en la puerta, cuando el padre volvió a hablar. Ya no tienes que volver, le dijo.

Don Bernardo se metió en la cama y no volvió a levantarse, que las últimas semanas de su vida se las pasó acostado y prácticamente sin comer, aunque Teófila a todas horas estuviera llevándole sopas. Y poco antes de morir la llamó para pedirle perdón por la forma en que las había tratado a ella y a su familia. Y, sobre todo, por lo que había hecho con el niño el día de su entierro. Y, cerrando los ojos, exclamó: hemos olvidado las palabras que dan la vida.

Fue lo último que dijo. Antes de retirarse, Teófila se lo quedó mirando y supo cuánto le odiaba. Odiaba su suciedad, su desdén, sus gritos en la noche, aquellos sermones llenos de amenazas que anunciaban la destrucción del mundo. Odiaba su soberbia, su feroz autoritarismo, su pretensión de ser portador de los designios de Dios. Odiaba la tiranía que había ejercido sobre ella y sus hijos, pues había tenido que soportar su malhumor, sus ataques repentinos de cólera, su inquisitiva piedad, para continuar en aquella casa. Odiaba sus libros, llenos de amenazas sombrías, y el miedo que se derivaba de ellos. Y le odiaba, sobre todo, por el acoso al que había sometido a su hijo pequeño. Que quisiera verle cuando le daba el pecho y que luego se lo pidiera para tenerlo en sus brazos. Y que hubiera robado su cuerpecito muerto y se hubiera ocultado un día entero con él en el monte. ¿Qué había hecho en ese tiempo? Acaso él, que era sacerdote, ¿no sabía que no se puede regresar de la muerte?

El padre Bernardo se había quedado dormido y Teófila le estuvo mirando. Sus manos reposaban sobre la manta raída. Aquellas manos le produjeron una sensación de angustia y repugnancia a la vez, como la vista de una culebra, y no pudo sino desear su muerte, para poder entrar en aquel cuarto y limpiar, limpiarlo todo hasta no dejar ni una huella de su paso por el mundo. Y eso hizo cuando el padre expiró. Sacó todos sus libros al patio e hizo una hoguera con ellos. Luisa llegó cuando ya estaban ardiendo. Las llamas eran tan fuertes que no pudo acercarse a salvar ninguno. ¿Qué has hecho?, le preguntó, con las mejillas sonrojadas por el calor y luz de las llamas. Ya lo ves, quemarlo todo, le contestó Teófila. Había en su rostro una expresión de felicidad y descanso, como si en aquella hoguera estuvieran ardiendo, al tiempo que los libros y ropas de don Bernardo, todos los recuerdos de esa vida que habían compartido y en la que nunca habían sido iguales.

Y así fue como Luisa terminó su relato. Ya era de noche en el monte. La casa estaba despojada de visillos, y las ventanas aparecían desnudas, abiertas a la oscuridad, como ojos sin párpados. Luisa fue a por leña y se arrodilló frente a la chimenea. El fuego se levantó en la negra y fría boca. Espejearon los cristales y los muebles se nimbaron de un color rojizo. Me pidió que me quedara a cenar, pues su marido estaba a punto de llegar, pero yo no quise. Mi bicicleta tenía uno de aquellos faros que funcionaban con una dinamo, y unos minutos después estaba pedaleando cuesta abajo. En vez de bajar por la carretera, tomé el camino que solían utilizar en el pueblo para subir al monte. Pero el camino se bifurcaba cada poco y terminé por perderme. No era grave, pues me bastaba con seguir bajando para llegar al valle. Había luna creciente, y una luz lechosa bañaba piedras y arbustos. Vi la caseta del picón de Carmina y me dirigí hacia ella, pero, al tomar una curva, perdí el control de la bicicleta y me caí al suelo. Me golpeé la rodilla, que empezó a sangrar. Apenas podía moverme y, al alzar los ojos, vi a un hombre en medio del campo. No hacía nada. Permanecía inmóvil, mirándome, entre los cultivos. Mi corazón se puso a latir atropelladamente. Conseguí levantarme y recuperar mi bicicleta, que gracias a Dios aún funcionaba. Cada poco miraba en dirección a aquel hombre, que seguía sin moverse, atento a cada uno de mis movimientos. Sentía su mirada detrás de mí y el temor a que pudiera hacerme algo.

El pueblo ya estaba cerca y se veían las primeras casas, e hice el resto del camino con el corazón en la boca. Unos días después, pasé de nuevo cerca del picón y descubrí que el temible desconocido era un vulgar espantapájaros. Allí estaba, flotando sobre el maíz, con el sombrero, la ropa raída y los brazos abiertos. Al acercarme me dio pena, pero la verdad es que en ese tiempo me daba pena todo. Los niños que andaban por la calle medio desnudos, las viejecitas que iban renqueantes a misa, los rebaños de ovejas, siempre tan mansas y cabizbajas, hasta las farolas que los chicos rompían con sus tirachinas.

Esa noche aún temblaba como una hoja cuando llegué a casa. Tu padre no estaba y fui derecha a tu cuarto. Ya estabas dormido y me metí en la cama contigo. Desprendías el calor suave y benigno de esas piedras que han estado todo el día expuestas al sol. Y te estreché suavemente entre mis brazos. Soy yo, mamá, te dije muy bajito. Y te vi sonreír en sueños. Pero yo no podía dormirme, porque me acordaba de lo que me había contado Luisa. Me imaginaba al padre llevándose al niñito muerto, y luego allí en la oscuridad del monte, rezando y rezando, para que se despertara. Tratando de encontrar esas palabras capaces de obrar el milagro de devolverle la vida. ¿Existían palabras así? Puede que no, pero todos seguían buscándolas. En todos los pueblos del mundo, en todas las casas, en el momento de la muerte, siempre había alguien que se acercaba al difunto y, cerrando los ojos, le pedía en secreto que se despertara. Nunca sucedía pero, aun así, en el corazón de los hombres seguía existiendo el absurdo deseo de intentarlo una y otra vez.