38595.fb2 La Carta Cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

La Carta Cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

VII

Mi hermano murió a finales de septiembre. Acabábamos de volver del pueblo y yo había ido a comer con la tía Marta, lo que solía hacer cada sábado. Julia fue a buscarme, y cuando llegamos a casa no había nadie. Fuimos a la cocina y me dio la merienda. Estaba muy callada y se puso a planchar. De vez en cuando se volvía nerviosa para mirarme. Lo hacía como si no me reconociera, como si dudara de que el niño que estaba en la cocina fuera yo y no otro cualquiera, un niño de la calle que se hubiera colado en la cocina para comerse todas sus magdalenas. Luego llamaron a la puerta. Era Sara, la criada de la tía. Me extrañó volver a verla tan pronto, pues acababa de estar en su casa. Me dio un beso y me dijo que me fuera a mi cuarto a jugar. Estaba desplegando mis soldados en el suelo cuando oí sollozos. No parecían provenir de una mujer sino de un animal que hubiera caído en una trampa. Me asomé a la puerta de mi cuarto. Ya había oscurecido y al fondo se veía la cocina iluminada. Sentí miedo y rabia por que no estuviera mi madre. Sabía que me daba miedo la noche y me había prometido que siempre estaría a mi lado cuando oscureciera. Avancé por el pasillo. Los sollozos habían terminado pero ahora oía susurros en la cocina, las voces sofocadas de Julia y Sara hablando bajo para que nadie las oyera. Estaban abrazadas junto a la ventana.

– Oh, Dios mío, Dios mío -decía Sara.

Se volvieron hacia mí. Julia tenía el rostro enrojecido, hinchado, como si se le hubiera quemado, y Sara parecía una niña. Tendió los brazos para que fuera con ella.

– ¿Qué pasa? -acerté a decir. En ese instante pensé en mi madre, en que le había pasado algo, y les pregunté dónde estaba.

Sara me abrazó contra su pecho. Era muy baja y apenas me sacaba la cabeza.

– Calma, calma -me dijo-, tus padres vendrán enseguida.

A mi madre le gustaba decir lo que era suyo y lo que no lo era. Por ejemplo, en la casa sólo unas pocas cosas le pertenecían de verdad. El mantel de las florecitas rojas, la imagen de la Virgen de Fátima, su ropa, sus libros y algunos muebles: un sillón tapizado en rojo que había en el salón, y donde le gustaba sentarse a leer, una lámpara de cristal, el reloj de cuco… A veces jugábamos a adivinar lo que era suyo y lo que no. No sólo en casa, sino cuando íbamos por la calle. Por ejemplo, veía algo en un escaparate y exclamaba:

– Mirad, eso es mío.

O íbamos por el parque y nos decía lo mismo de un árbol, un pato o un rosal que acababa de florecer.

– Esas rosas son mías -decía con firmeza.

Decía que bastaba con elegir algo de verdad para que pasara a ser tuyo y nadie te lo pudiera quitar. Una de las cosas que le gustaban era una gallina de porcelana que había comprado en Portugal, durante el viaje de novios. Estaba en el aparador de la cocina y pedí a Sara que me la diera. Me quedé dormido con ella. La casa estaba llena de gente cuando me desperté. Me habían llevado al cuarto de estar. Vi a los tíos y a alguna de mis primas mayores. Dos de ellas estaban llorando. Entró mi padre y, al verme despierto, vino a mi encuentro. No lograba entender qué me decía. Apenas podía hablar y ni siquiera se atrevía a mirarme. Tenía en las manos un papel doblado que apretaba como si fuese un pez que intentara escurrírsele.

– Tu hermano, ha sido un accidente terrible.

Era de noche y se había puesto a llover en la calle. Oía los pequeños golpes de lluvia contra el cristal; había en cada gota una luz diminuta, perlada. Nada se ha borrado de aquella noche y podría describir minuciosamente cada uno de sus instantes.

– ¿Y mamá? -pregunté.

Tenía miedo de que me estuvieran engañando y que a quien le hubiera pasado algo fuera a ella.

– Está bien. Ahora necesita descansar.

Los tíos estaban a nuestro lado. Sus cuerpos parecían ocultar y guardar cosas, como cajas cerradas. Sara vino a buscarme y me tendió su pequeña mano.

– Anda, ven.

Había mucha gente en la casa y cuando pasábamos junto a ellos se ponían a cuchichear. Sentía vergüenza, como si hubiéramos hecho algo malo y todos estuvieran comentándolo.

Mi madre estaba en su cuarto, sentada en la cama, con la tía y con Julia y, al verme en la puerta, tendió sus brazos para que me acercara. Me preguntó si sabía lo que le había pasado a Antonio.

– Está en el hospital, pero ya no se puede hacer nada. -Y añadió-: No lo quieren traer a casa.

Estaba serena, pero su voz sonaba de una manera extraña, como si no supiera lo que decía. También a mí me trataba como si no me reconociera. Me incliné sobre su oído:

– Mamá -le dije-, soy yo, Daniel.

No había ternura en sus gestos, y se notaban sus huesos empujando la carne. Olía a algo raro, medicinal, y tras apartarse de mí se volvió hacia Julia y le preguntó:

– ¿Has puesto el mantel bordado?

No sabía lo que decía, se preocupaba de cosas absurdas. Si habían encendido la calefacción, si había café para los que iban llegando, si tenían algo de comer.

– Hay pastas en la despensa -decía.

Una de las primas se había sentado a su lado y le retenía las manos entre las suyas. Mi madre se inclinó sobre su hombro y, aunque yo estaba un poco apartado, la oí decir:

– Creo que me he hecho pis.

No parecía ella, sino alguien que tenían allí, en la cama, y con el que no sabían qué hacer. La prima habló con Julia, que se dirigió a la cama para ayudar a mi madre.

– Ande, señorita, levántese. Tenemos que cambiarla.

Tenía el camisón empapado, y sobre el colchón había una gran mancha de humedad. La prima se puso a ayudar a Julia. Tenía los ojos negros y redondos, brillantes, como el carbón mojado por la lluvia. Mientras cambiaban las sábanas, mi madre vino hasta mí y me abrazó.

– ¿Estás bien? -me preguntó.

Parecía ida, no sabía dónde estaba ni lo que había pasado. Seguía lloviendo y el agua golpeaba los cristales como si arrojaran contra ellos puñados de arena. Mi madre me abrazó más fuerte, tiritando como un pájaro en invierno. Estaba muy fría. Fuera, en la calle, debieron de moverse las ramas de algún árbol, porque la luz tembló en la habitación, extraña como un sueño en la oscuridad. Mi madre se puso a llorar de una forma suave y silenciosa.

– Se acabó, se acabó todo -me dijo-. Ahora, ¿cómo voy a vivir?

Me acuerdo de todos los detalles de aquella noche pero no de lo que pasó en los días siguientes. No me acuerdo de haber visto a mi hermano muerto, no me acuerdo del funeral, ni de su ataúd, que era de color blanco porque mi hermano Antonio sólo tenía nueve años. Mi padre quiso llevarlo al pueblo. Su familia tenía un panteón, y lo enterraron en uno de los nichos, junto a los abuelos, bisabuelos y tíos.

– Todos son viejos -decía mi madre-; ahí no se puede quedar.

Y consiguió que mi padre comprara una tumba para él bajo unos cipreses muy esbeltos que había en el pasillo central. Era de mármol blanco, y mi madre mandó poner un ángel en la cabecera. Tenía las alas abiertas y una vestidura que le llegaba hasta los pies. Sus manos estaban sobre el pecho, en actitud de rezar.

Era una tumba muy bonita, que mi madre limpiaba siempre que la visitaba. Durante el verano, lo hacía casi todos los días. A veces la acompañaba yo. Mi madre llevaba flores, que ponía a los pies del ángel, y se quedaba un rato rezando. Siempre empezaba con aquella oración a la Virgen que tanto la gustaba: «Ave Regina Caelorum». Se la sabía en latín y me hacía arrodillarme a su lado y rezarla con las manos juntas. Hablaba de la Reina del Cielo, de la Señora de los Ángeles, y la llamaba Raíz, Puerta de la que había surgido la luz del mundo, para pedirle que implorara por todos nosotros. Mi madre pensaba que era a la Virgen a la que tenía que rezar, porque sólo ella podía entenderla. Hablaban de sus hijos, como hacen todas las madres cuando se encuentran. Luego me dejaba marchar y yo la esperaba fuera del cementerio.

Por delante pasaba el Camino Real, que discurría por campos sembrados de maíz y alfalfa. Las plantas del maíz se plantaban muy cerca unas de otras y cuando hacía un poco de viento, sus hojas chascaban con un ruido de chapas y espadas. Las mazorcas eran alargadas y gruesas como faroles, y de su extremo colgaban espesas cabelleras doradas. Podían alcanzar más de dos metros de altura y formaban selvas casi impenetrables, en las que nos gustaba entrar a jugar.

Cuando mi madre terminaba de rezar, me llamaba desde el camino. No le gustaba que bajara a la charca, una pequeña laguna junto al cementerio, porque decía que era un lugar insano y algún insecto podía picarme. Además, el limo estaba lleno de sanguijuelas, un animal que le repugnaba. Las sanguijuelas se adherían a la piel para chuparte la sangre y había que quemarlas con un cigarrillo para evitar que su cabeza se quedara dentro, provocando dolorosas infecciones.

Al cementerio raras veces iban los hombres, pues cuidar de los muertos era una tarea de las mujeres. Ellas se ocupaban de los recién nacidos, de vestir y educar a los niños, de limpiar las casas y dar de comer a los suyos, pero no descuidaban a sus familiares ausentes. Se ocupaban de los vivos y guardaban la memoria de los muertos, como si entre ambas cosas hubiera una absoluta continuidad. Luisa y Carmina iban con mi madre al cementerio y limpiaban y ponían flores en las tumbas de sus seres queridos. Las arreglaban como si fueran pequeñas casas, convencidas de que los muertos seguían añorando las costumbres de la vida. A veces, hablaban con ellos. Se sentaban en sus tumbas y les ponían al tanto de lo que había pasado en el pueblo desde que ellos no estaban. Que si una vecina había tenido mellizos, que si otra se había casado con un forastero, o que si una vaca brava se había escapado de la dehesa para refugiarse en el monte. Hablaban de las bodas, de los niños que nacían y de la gente que acababa de morir. Y apenas podían contener su tristeza. Especialmente cuando, terminados sus rezos y confidencias, se tenían que ir. Les daba pena dejarlos en aquel sitio donde no había abrigo, ni un pedazo de pan o un tomate, ni siquiera agua para beber. Allí, metidos en sus tumbas, se pasaban el tiempo sin hacer ni esperar nada, hasta que sus familiares dejaban un buen día de visitarlos y nadie volvía a acordarse de ellos.

Luisa, Carmina y mi madre salían atribuladas, con los ojos aún húmedos por las lágrimas, pero cualquier cosa tenía el poder de devolverlas a la vida. Alguien que pasaba en bicicleta, un perro que se ponía a seguirlas, un escaramujo cuyos frutos pomosos y rojos se detenían a coger para hacerse collares, como cuando eran niñas. En el pueblo estaba mal visto que una mujer fumara y ellas lo hacían a escondidas. Era Luisa quien les había metido en el vicio. Ella fumaba desde que era joven y había andado de un lado para otro de actriz. Buscaban un lugar apartado y encendían sus pitillos entre risas, con la sensación de estar haciendo algo prohibido, como tres muchachitas que burlaran la vigilancia de sus madres. Si yo andaba cerca, mi madre me decía que me fuera a jugar. Entonces iba a la charca y me quedaba escuchando el zumbido de los insectos o el arrullo monótono de las palomas. En las horas de sol, el agua brillaba con un verde de fuegos fatuos entre los juncos y las cañas. A veces veía al pájaro caballo. Volaba hasta un pino, y yo percibía el sonido de su pico perforando la madera, sus golpes secos, continuados, incansables, como un obrero loco. O, tumbado en el suelo, junto al agua, contemplaba a los renacuajos. Cuando sus patas empezaban a despuntar, parecían pequeños hombrecillos con escafandras.

Algunas tardes veía a don Bernardo. Salía de casa para dar largos paseos e iba tan abstraído que no solía reparar en nadie. Sólo algunas veces te veía de lejos y se acercaba con pasos decididos. No decía nada. Se quedaba mirándote con una expresión interrogativa y enseguida reemprendía aturdido su camino, como si no supiera qué hacía allí ni qué lugar era aquél. El padre Bernardo vivía en una completa soledad, apenas rota por esas salidas cada vez más espaciadas. Paseaba por la orilla del canal o se acercaba a la iglesia de San Ginés, lo que suponía atravesar el pueblo. Al pasar por las calles, miraba fijamente a los niños, a las mujeres, a los pájaros, con sus pupilas brillantes y negras. Nadie podía entrar en su cuarto, salvo los niños que hacían de monaguillos, pues llegó a tener una dispensa especial que le permitía decir allí la misa. Uno de ellos era Poldo, mi amigo del pueblo, y yo iba a menudo con él. Al padre Bernardo le gustaba que fuera a ayudarle porque Poldo sabía contestarle en latín.

Con frecuencia en la habitación había un hedor insoportable pues el padre hacía sus necesidades en un orinal, que muchas veces se olvidaba de sacar a las escaleras para que Teófila lo limpiara. Las ratas se paseaban por encima de la cama, y entre las vigas podridas anidaban colonias de arañas. El padre Bernardo era un hombre solitario, taciturno, de pocos amigos. Sentía un profundo respeto por todos los seres vivos y no mataba ningún animal. Incluso a menudo hablaba con ellos, como había hecho san Francisco, y no era infrecuente verle en las eras rodeado de tordos, o hablando con las ovejas como si le pudieran entender. Mi tía Gregoria le había dejado una pequeña pensión mensual de la que vivía.

Un día me quedé a solas con él. Poldo tuvo que salir a dar un recado y me senté junto a la ventana a esperarle. El padre Bernardo estaba sentado a la mesa leyendo uno de sus libros. Todos ellos hablaban del próximo fin del mundo y de las terribles desgracias que tendrían que soportar los hombres a causa de sus pecados. De repente, levantó los ojos de las páginas y me miró con sorpresa, como si se hubiera olvidado de que estaba allí. A su espalda, el ventanuco fue tomando un tinte luminoso y rosado, pues el sol se estaba poniendo. El padre Bernardo se levantó. Guardaba su ropa en un baúl negro y anduvo revolviendo en su interior hasta dar con una pequeña bolsa. Estaba llena de monedas de oro.

– Son de doña Gregoria -me dijo-. Cometió un pecado muy grande y quería que hicieran con el oro un cáliz para consagrar.

Y, mirándome con expresión de locura, añadió:

– Ya sabes qué pecado…

Y con la boca se puso a imitar el sonido de los cascos de un caballo.

– La cabrona se lo cargó.

No supe qué contestar, y enseguida me mandó que me fuera.

– Hala, vete, que aquí no haces más que incordiar.

Salí de allí de estampida. Poldo subía por las escaleras.

– Me voy a casa -le dije.

Junto a la puerta estaba la burra de Ramiro, el marido de Teófila, y me acerqué a acariciarla. Me fijé en sus ojos de pupilas redondas. No eran negras sino transparentes, de un pálido color de topacio, donde el sol se metía y se volvía de oro. Pensé en la tía Gregoria y en aquel pecado que había cometido y que no había podido olvidar. Era mi madre quien me había contado lo que se decía en el pueblo del caballo, que lo había envenenado. Ella conocía todas estas historias a través de Segunda, la criada que había cuidado a la tía Gregoria durante los últimos años de su vida.

– ¿Sabes qué hacía tu tía cuando llegaba Semana Santa? Imitaba la Pasión del Señor y tenía que caerse tres veces. Ella decía que se resbalaba, pero más de una vez la habían visto tirar las muletas y arrojarse al suelo. Se daba unos golpes terribles, porque no era que lo fingiera sino que se tiraba de verdad, y hasta que no lo había hecho tres veces, como le había pasado a Jesús, no se quedaba tranquila.

A mi madre le caía bien porque siempre andaba persiguiendo quimeras. Por eso caminaba entre las plantas como sonámbula, y cuando le llevabas los higos secos se los quedaba mirando como si no vinieran de las higueras del patio, sino del mismo huerto de Salomón. Segunda le contó a mi madre muchas cosas de la tía. Por ejemplo, que cuando ella era niña y estaba jugando con alguna amiga en el patio, a veces las invitaba a entrar. Les dejaba unas cartas muy bonitas. No eran como las cartas que conocían, pues estaban llenas de reyes, pajes, animales y signos que no entendían. La tía se sentaba a su lado y veía cómo jugaban con ellas. Nunca intervenía, ni abría la boca siquiera. Era capaz de pasarse horas enteras sin moverse, sólo mirando. Mirando, por ejemplo, una piedra o un ladrillo que había en el suelo. A veces pedía que le llevaran corderitos recién nacidos. Nadie podía tocarlos, y corrían por la casa haciendo sus cagarrutas por las alfombras. Tenían hambre, querían volver con sus madres, y se pasaban las horas balando, pero ella decía que estaban llamando a Jesús. Cuando se cansaba de ellos, pedía que se los volvieran a llevar. Lo mismo le pasaba con las niñas. Se obsesionaba con una y por un tiempo quería que estuviera siempre a su lado, que a veces hasta las mandaba hacer la camita junto a la suya, para que se quedaran allí a dormir, pero luego se le iba el capricho y no las quería ni ver. A Segunda le pasó. Un verano sólo quería tenerla a su lado. Estaba en su casa y llegaba Arturo a buscarla.

– Anda, vamos, que doña Gregoria te quiere ver.

Pero luego la tía se cansó. Fue de un día para otro. Una noche, cuando se estaba despidiendo de ella, la tía se la quedó mirando y le dijo:

– Ya no quiero que vuelvas.

Una tarde se encontraron en la calle. Arturo la llevaba a misa en la silla de ruedas y Segunda, al verla, corrió para besarle la mano. La tía se apartó con brusquedad. Pero ella vio que estaba temblando. Era una mocosa, pero se dio cuenta de que la amaba. Por eso se apartaba de ella. Era lo que había hecho Pedro con Jesús. Le habían preguntado si le conocía y él había dicho que no. Hasta tres veces. Tenía miedo de ese amor, porque no sabía qué le exigiría.

A menudo había que llamar a don Bernardo para que la confesara, pues se llenaba de remordimientos. Y esto podía ser a cualquier hora, a lo mejor en medio de la noche, por parecerle que se podía condenar si acaso le pasaba algo. Y tenían que ir a casa del padre y llamarle para que fuera, lo que él no tardaba en hacer, pues raras veces dormía. Segunda decía que era como juntar el hambre con las ganas de comer, y que después de aquellas confesiones todo era posible: desde que se despidieran echando pestes, hasta que ellas, las criadas, tuvieran que ponerse a preparar a las cuatro de la madrugada chocolate y pan frito porque al padre se le antojara, que es verdad que estaba obsesionado con el fin de los tiempos y las terribles desgracias que caerían sobre los hombres, pero no lo era menos que con todo se complacía. Y que por eso hablaba con los animales, o iba bendiciendo a los niños cuando éstos le veían y corrían a su encuentro riéndose.

– Padre, una bendición.

Y él, trazando con su mano en el aire la señal de la cruz, musitaba con los ojos cerrados:

– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.

A don Bernardo le bastaba con ver un pardal posado en el alféizar de su ventana, un campo de espigas salpicado de rojas amapolas, o un perro dormitando al sol, para que sus ojos se llenaran de lágrimas, pues no comprendía que todo aquello tuviera que morir. Y por eso recogía los pájaros que se caían de sus nidos y los llevaba a su cuarto, aunque todos terminaran muriéndose, o se le veía mezclado con los rebaños o a gatas en el suelo, contemplando el nido de una perdiz. Cuando leía el Apocalipsis, en especial el pasaje del día de la cólera, no podía evitar que las lágrimas corrieran por sus negras y ásperas mejillas.

Porque puede que ese día tuviera que llegar alguna vez, pero él no podía evitar compadecerse y amar cuanto había a su alrededor: los pollos y los conejos de los corrales, las cigüeñas de los campanarios, los niños que se encontraba en las eras, muchos de ellos tan pobres que sus madres no tenían dinero ni para comprarles alpargatas, las lavanderas que bajaban al río y cuyas manos se ponían rojas de frotar la ropa. Y amaba la espuma que se formaba en el agua cuando lavaban y que parecía nacer de sus pensamientos alegres, y sobre todo la blancura de la ropa que tendían a secar en el prado. Más de una vez, en uno de sus paseos, se había puesto a correr por encima de sábanas, manteles y toallas, mientras las mujeres se hartaban a reír al verle dar unos saltos y zancadas que más parecían propios de cabras y yeguas jóvenes que de seres humanos.

Así, con esa locura, fue como amó al niño que Teófila tuvo cuando ya casi era una vieja. Un niño al que no se cansaba de mirar desde su mismo nacimiento, y cuya muerte sería la causa del dolor más grande que sentiría en su vida, que ni siquiera ante el sepulcro de Nuestro Señor, allá en Tierra Santa, había experimentado tal desolación, que si los niños se morían como los pequeños pájaros que se caían de los nidos de qué servía tener fe y respetar los mandamientos.

Mi madre sentía por él una gran simpatía, y cuando los demás decían que estaba loco, les contestaba:

– ¿Qué es estar loco? ¿No entender lo que nos pasa? Entonces, todos estamos locos.

Después de cenar salíamos a pasear por la carretera con Carmina y su hija Paula. A esas horas no pasaba ningún coche y bastaba con dejar atrás las últimas casas para adentrarse en la oscuridad de la noche. Pero el cielo estaba poblado de estrellas. Parecían flotar en el aire, como un polvo de oro. Eran tantas como las arenas del desierto, y mi madre nos señalaba las constelaciones que se veían alrededor de la estrella Polar: Casiopea, el Cisne, el Dragón y las dos Osas. Al oeste se veían Pegaso, la Corona Boreal y la Cabellera de Berenice. Yo no distinguía muy bien aquella cabellera, cuyos límites se confundían con las otras estrellas del cielo, pero me hacía pensar en mi madre, cuando me abrazaba a ella por las noches y mis dedos jugaban con su pelo, que también parecía llegar hasta los más remotos confines. Y escuchábamos los sonidos de la noche: el croar de las ranas, el canto de los grillos y de los pájaros nocturnos, el rumor del viento en los árboles que crecían junto a la carretera y el correr del agua de algún arroyo cercano. Al salir del pueblo, la oscuridad casi completa se iba diluyendo hasta tomar un suave color azul en que podíamos distinguir perfectamente nuestras facciones y gestos. Paula dejaba de agitarse en su silla y se quedaba absorta en la inmensa quietud de la noche. Luego, al regresar, siempre veíamos la ventana iluminada de don Bernardo. Era una luz tenue, amarilla, pero que en medio de la oscuridad se derramaba por los tejados como si fuese de oro.

– Nunca duerme -decía mi madre. Y nos quedábamos un rato inmóviles, preguntándonos por lo que podía estar haciendo a esas horas y por el contenido de aquellos libros que leía sin descanso. Paula se quedaba dormida en su silla, y muy lentamente, para no despertarla, acompañábamos a Carmina hasta su casa, donde nos despedíamos con un beso. Mi madre y yo cruzábamos el Arco y todavía antes de acostarnos paseábamos por la carretera en dirección a la finca de los tíos. A veces escuchábamos el canto oscuro y tenebroso de alguna lechuza, que recordaba la respiración de los moribundos, pero no teníamos miedo. Era extraño que aquel pueblo donde no había más que miseria, se transformara por las noches en un lugar que parecía arrancado del libro del Génesis. Un lugar encantado, donde todo parecía posible. Era la hora de las confidencias, y yo le preguntaba a mi madre por lo que había pasado con el niño de Teófila y si era cierto que don Bernardo se lo había llevado cuando ya estaba muerto.

– Sí, fue para devolverle la vida. Nadie sabe cómo se las arregló, pero cuando quisieron darse cuenta, el pequeño cadáver había desaparecido y tardaron casi un día completo en hallarlo. El pobre no había comido ni dormido, y el niño ya empezaba a oler. Le encontraron en el monte San Luis, porque el padre se había acercado a las colmenas para alimentarse de miel. Todos pensaban que estaba loco, pero ¿qué pensaríamos de un pastor que sacara sus ovejas a pastar y no se ocupara de traerlas de vuelta? El niño de Teófila era como una de esas ovejas que se pierden en la noche, y don Bernardo sólo había querido llevarla de nuevo a casa.

Eso decía mi madre, que apreciaba de verdad al padre y le daba dinero a Teófila para que no le faltara de nada. Cuando estábamos en el pueblo, le llevaba ropa y comida, y no había vez que hiciera pastas o algún bizcocho que no reservara una parte para él. Al menos una vez, en el verano, íbamos a verle a su casa. Nos recibía en el corral, a la sombra de una parra, que era su lugar preferido.

– ¿No es el mundo un corral? -decía muy despacio-. Pues eso somos para Dios: como pollos, gallinas y conejos son para nosotros.

El sol se filtraba entre las hojas e iluminaba su pelo blanco, que parecía a punto de echarse a arder. No dejaba de mirar a mi madre, sus ojos, sus cabellos, su cuerpo lleno de fuerza, dorado y hermoso, como si no perteneciera al pueblo sino a un país a la orilla de un río, lleno de juncos y papiros. El país donde la hija del faraón había encontrado a Moisés flotando en un cestillo cuando se bañaba con sus esclavas. Y la miraba como si acabara de sacar a aquel niño del agua, y aún con los vestidos mojados y los ojos ardiendo de excitación, se lo estuviera enseñando. Y se volvía manso como un cordero y en todo quería complacerla, que hasta la misma Teófila se extrañaba de que pudiera comportarse así quien sólo unos minutos antes había andado dando gritos por las escaleras y amenazando a sus hijos porque no le dejaban concentrarse en sus rezos.

Cuando mi madre le pedía que nos contara cosas de Tierra Santa, él lo hacía con una oscura concentración, como si a través de sus palabras tratara de purificarse, de salvar algo de sí mismo para dárselo a ella. Y nos hablaba de los beduinos, a los que Alá prohibió plantar semillas y arar la tierra para que tuvieran que recorrerla sin descanso; y de los camellos, sus compañeros inseparables en el desierto, de su prodigiosa memoria y de su carácter rencoroso. En una ocasión, un beduino se arrojó sobre una camella que estaba criando, para beber su leche, pues estaba sediento, y años después la cría todavía se acordaba y trató de matarle. También nos hablaba de su conmovedora fidelidad y de cómo algunos camellos llegaban a morir de tristeza al separarse de sus amos. O de las madres, que al perder a sus crías se negaban a separarse de los cadáveres. Los beduinos cogían la piel de la cría y la ponían sobre un arbusto, con lo que la madre, al creerla viva, seguía produciendo la leche que necesitaban para vivir. El padre Bernardo nos decía que los camellos no se apareaban si se sentían observados, y que a veces, en las plazas y en los lugares públicos, sus dueños tenían que tender una lona sobre ellos para que los machos cubrieran a las hembras, pues su pudor era una de las cosas más extraordinarias que había contemplado jamás. También, que sus ojos recordaban los de las palestinas cuando, ocultas entre los juncos, contemplan a los muchachos que aman mientras se bañan.

Cuando por fin llegaba la hora de despedirnos, rezábamos juntos y, al terminar, don Bernardo nos daba su bendición con una mirada cálida y quieta, más allá de las sombras. Luego, al salir, mi madre y yo caminábamos en silencio. La torre de la iglesia, dorada, con el tejadillo cubierto de líquenes verdes, brillaba como un esmalte contra el cielo limpio de la tarde, y mi madre me apretaba la mano como si temiera que alguien me pudiera raptar. Yo pensaba en aquella madre camello olisqueando la piel de su cría, y me acordaba de mi madre cuando cogía la ropa de mi hermano y la abrazaba sin dejar de llorar. Por favor, tienes que volver, le decía, convencida de que, de tanto pedir, alguien la escucharía.

Regresábamos a casa dando un rodeo por las calles del pueblo. A esas horas iban las caballerías a beber y nosotros nos las encontrábamos junto al caño. Caminaban cansadas por el esfuerzo de la jornada, y sus ojos redondos y fijos expresaban perplejidad y resignación, como si no supieran qué lugar era aquél y por qué tenían que arar los campos, tirar de los carros o trillar en las eras. Por qué mi madre y yo éramos una mujer y un niño, y ellos sólo unos pobres animales que no tenían derecho a nada.

Una tarde nos sorprendió una tormenta. Grandes nubes plomizas surgieron del horizonte y cubrieron de repente el cielo. Vimos un relámpago y oímos al momento el trueno, lo que quería decir que la tormenta estaba cerca. Decidimos volver a casa, pero cuando aún estábamos en las eras empezó a llover. Al principio sólo eran gotas aisladas, aunque de gran tamaño, pero no tardó en llover torrencialmente. El agua caía sobre nosotros como si la arrojaran con calderos y cuando llegamos a la carretera, estábamos empapados. Al mirarnos, nos dio la risa. Mi madre se arrodilló a mi lado y me abrazó. Llovía sin parar y nosotros estábamos quietos en la carretera, sin importarnos que nos mojáramos, como dos peces boqueando en medio del río. Ella me besó en los labios y, tomándome de la mano, me llevó corriendo hacia la casa. Al llegar al portalón, nos detuvimos para ver la lluvia. Las gotas golpeaban el suelo, y en las calles se formaban corrientes rápidas que arrastraban la suciedad. Mi madre emitió un sonido extraño, como si acabara de atragantarse, y volvió a abrazarme contra su pecho. Las lágrimas corrían por sus mejillas confundiéndose con el agua de lluvia. Parecía que su vestido, su pelo, sus manos y su cara estuvieran empapados por esas lágrimas.

Cuando iba a visitarle con Poldo, don Bernardo se comportaba de otra manera. Llamábamos a la puerta y solía tardar en abrir. Ni siquiera nos saludaba. Poldo le ayudaba a vestirse para la misa, mientras yo preparaba el altar. Don Bernardo tenía las piernas llenas de llagas, y mientras decía la misa se las frotaba una con otra, pues el picor que sentía era casi insoportable. Terminaba exhausto y con un gesto nos pedía que nos fuéramos. Una tarde nos dijo que nos iba a confesar algo que nunca había contado a nadie, con la promesa de que le guardaríamos el secreto. Lo hicimos, y nos dijo que durante su estancia en Tierra Santa una noche había visto a Jesús. Estaba en la iglesia del Santo Sepulcro y le vio entre los peregrinos. Era una iglesia pequeña, en el corazón del barrio árabe, llena de velas encendidas, iconos y relicarios, y brillaba como la cámara de un tesoro. Y allí, en una pequeña cripta, estaba el lugar donde habían sepultado a Jesús. Tenías que arrodillarte para entrar por la puerta y el recinto era tan estrecho que apenas cabían dos personas. Toda la iglesia estaba llena de peregrinos que rezaban, algunos tirados en el suelo, en señal de arrepentimiento. En un rincón se conservaba el lugar exacto donde habían puesto la cruz. Fue allí donde le vio. Él estaba rezando cuando uno de los peregrinos le hizo señas con la mano. Era Jesús. Salieron a la calle y estuvieron andando por las callejas del zoco, que por ser de noche estaban vacías. Don Bernardo le preguntó a Jesús por qué no se había presentado a los demás peregrinos. No quieren que viva, le contestó. Prefieren adorar a un Cristo muerto. Luego se despidió de él, se dirigió a un muro de piedra y desapareció en su interior. Desde entonces don Bernardo iba allí y rezaba junto a ese muro. Todos se reían de él, porque se arrodillaba ante las piedras, como ahora se reían en el pueblo cuando le veían hacer cosas que no entendían. Pero ¿qué sabían ellos? ¿Acaso habían visto alguna vez a Jesús, habían hablado con él? Eso era lo peor, que nadie creía en los milagros. Y sin milagros, ¿qué haríamos? No sería posible la resurrección. Eso eran ahora los cementerios: almacenes de ropa vieja que nadie quería, porque un mundo sin resurrección era un mundo de fantasmas.

Poldo y yo salimos estremecidos de allí. Sabíamos que el padre Bernardo no estaba del todo en sus cabales, pero la vehemencia con que razonaba, el tono profético de sus advertencias, daba a sus palabras un poder de convicción difícil de ignorar. Además, en el pueblo la muerte estaba por todas partes. En los cadáveres de los pájaros que aparecían en cunetas y artesas, en los sacrificios de los animales domésticos, en la sangre roja que corría del matadero hasta el río, en el goteo incesante de las defunciones. Sonaban las campanas y todo el mundo sabía que había un muerto. Hasta los niños se colaban en las casas para contemplarlos rodeados de cirios. Se velaban los cadáveres durante la noche y se rezaba por su salvación, aunque a la vuelta del cementerio no tardaran en olvidarlos. Tenía razón don Bernardo, nadie creía en la resurrección. La muerte se llevaba para siempre a hijos, maridos y padres, y unos días después era como si nunca hubieran existido. Nadie creía que los siguieran necesitando, que los muertos pudieran andar perdidos por los caminos, añorando la vida que habían tenido y el tiempo que les fue concedido en el mundo.

Pero ellos venían a vernos cuando estábamos dormidos, como había hecho Jandri, el hermano de Sara. Y eso porque se acordaban del mundo y todo les gustaba. Una simple cucharilla les recordaba la luz de la cocina, el sabor de los guisos, la mano que la había cogido y los labios y la lengua que la habían lamido hasta dejarla reluciente y limpia como un objeto encontrado en el río. Si se acercaban a la despensa, se quedaban mirando las conservas de tomate y pimiento, el lomo en las ollas llenas de manteca, la caza escabechada, y se acordaban del tiempo en que podían probar todo aquello, de sus tardes en la cocina y de sus conversaciones y risas, y esto hacía menos hondo su terrible abandono. Pues eso era estar muerto, no tener adónde ir, que no pudieras hablar con nadie, vagar por el mundo como si nunca hubieras existido. Y para que a mi hermano no le pasara eso, mi madre se levantaba por las noches y hablaba con él. Lo hacía como si realmente anduviera por la casa y ella pudiera aliviar su soledad. Y yo a veces me despertaba y sentía sus pisadas en el pasillo, el murmullo de sus palabras.

– Mamá, ¿con quién hablas? -le preguntaba.

Y mi madre se asomaba a la puerta para decirme:

– Duerme, duerme, que todo está bien.

La suya era la voz de un cansancio muy antiguo que venía de muy lejos hasta ella.

Muchas tardes, a mi regreso del colegio, la hallaba sentada con la labor en las manos. Miraba absorta la ventana, por la que entraba la luz densa de la tarde y, al oírme en la puerta, volvía su cabeza y me sonreía. Me miraba como si me viera por primera vez, como si en unas horas ya no fuera a ser el mismo y no me fuera a reconocer. Yo corría a sus brazos y nos besábamos una y otra vez.

– Te olvidarás de mí -me decía-, todos los niños se olvidan de sus madres al crecer.

Yo le juraba que no, que me quedaría con ella para siempre, y ella se reía.

En esa época siempre estaba cansada. No quería salir de casa, ni vestirse, ni comer. Al menor descuido se había metido en la cama. Conchita, otra de las chicas que tuvimos, y Marga iban a buscarla y la forzaban a levantarse.

– No puede pasarse todo el día en la cama, se volverá loca de tanto pensar.

Marga había trabajado en una peluquería antes de llegar a casa, y le lavaba el pelo y le hacía las uñas. No la dejaba salir a la calle si no estaba bien arreglada, aunque sólo fuera para ir a la iglesia.

– Quién sabe -le decía-, a lo mejor le sale algún novio.

Marga siempre estaba gastándole bromas. Era alta, delgada, de hombros redondos y piernas largas y hermosas, y le gustaba hacer reír a mi madre. Pero también la reñía si dejaba de comer o quería meterse en la cama cuando aún era de día.

– Es usted como una niña. Está llena de caprichos.

Mi madre la miraba con tristeza, como si le recordara su propia juventud, su vida bajo la lluvia y el sol, las locuras alegres de su corazón. A veces venía el médico y le recetaba nuevos medicamentos, pero todo era inútil. No sé cuánto tiempo estuvo así. La casa estaba en silencio y nos movíamos por los pasillos y los cuartos como si sus suelos fueran de cristal y se pudieran quebrar.

Mi padre no soportaba ver a mi madre en la cama, asistir al espectáculo de su deterioro, y se pasaba el día en la calle con sus compañeros, persiguiendo a carteristas y timadores. Al llegar, nos contaba en la cocina sus andanzas en aquel mundo. Fue entonces cuando detuvo a un ladrón que era limpiabotas en uno de los cafés más conocidos de la ciudad. Nadie podía imaginar que tras aquel humilde oficio se ocultaba uno de los mejores espadistas que había conocido nunca. Operaba al mediodía, cuando los comercios cerraban para comer, y no había cerradura que se le resistiera. Fueron mi padre y otro compañero quienes lo pillaron. También nos hablaba de aquel otro que, protegido por el secreto de confesión, logró escapar a su castigo, pero mi preferido era un carterista llamado Manos de Plata. Se entrenaba con un maniquí lleno de cascabeles y era capaz de sacarle la cartera, incluso de los bolsillos más recónditos, sin que ninguno de aquellos cascabeles sonara. Se hizo confidente de la policía porque decía que los ladrones de ese momento eran unos vulgares aficionados, y le daba rabia que desprestigiaran un oficio tan antiguo como el hombre. Una vez le pidieron ayuda durante unas ferias. Habían detectado la presencia de numerosos carteristas y ante el temor de que pudiera haber problemas, le llamaron para que les ayudara a identificarlos. Manos de Plata lo hizo recurriendo a un ingenioso procedimiento. Se acercaba a los que conocía, y mientras hablaba con ellos les hacía una marca en la espalda con una tiza, de forma que la policía sólo tenía que retirarlos de la circulación.

Mi padre también andaba con prostitutas. Eran las mejores confidentes, pues se pasaban el día en la calle y estaban al tanto de todo lo que ocurría. Una cama era mejor que un confesionario. Los ojos de Marga brillaban como candelas cuando llegaba a ese punto, y mi padre se inclinaba sobre ella para decirle cosas que nosotros no oíamos y que la sonrojaban. A Conchita no le parecía nada bien que mi padre se tomara aquellas libertades.

– Ándate con ojo, que el señorito tiene más conchas que un galápago.

Pero Marga no corría ningún peligro porque estaba muy enamorada ele Javi, el feriante, y todos sus pensamientos eran para él. Una vez que venía de verle, mientras me bañaba me cogió la mano y me la mordió. Estábamos jugando, pero lo hizo con tanta fuerza que las lágrimas inundaron mis ojos.

– Oh, perdóname, perdóname. No sé lo que hago.

Otras veces me mordía en el brazo o en la barriga, o me abrazaba con tanta fuerza que casi no podía respirar. Ella fue quien me contó cómo se besaban los enamorados. Había que juntar los labios muy fuerte, como en las películas, y no separarlos hasta que estuvieran rojos. A veces lo hacía conmigo, y cuando se separaba de mí, tenía las mejillas encendidas, como si en algún sitio cercano hubiera una hoguera y sus llamas se reflejaran en ellas. Sí, eso era estar enamorada, me decía, vivir en un mundo lleno de hogueras. Las había por todos los sitios, encima de las mesas, en los cajones, dentro de los armarios y en el interior de los libros: abrías uno para leerlo y sus páginas estaban ardiendo. Eran hogueras que ardían sin quemar, que buscaban tu propio corazón para alimentarse.

En la época en que mi madre estuvo enferma, iba a ver a Marga de noche. Me levantaba de la cama, caminaba en silencio hasta su cuarto y le pedía que me dejara acostarme con ella. A veces me decía que no; otras me hacía un sitio a su lado, pero al poco rato me ordenaba que me fuera a mi cuarto.

– Ya está bien, se acabaron los mimos, que mañana hay que madrugar.

Una noche me dejó que le acariciara los pechos. Fue ella quien me lo pidió. Se desabrochó la parte de arriba del camisón y me dijo que metiera la mano. Tumbada, sus pechos no parecían tan grandes, y variaban de forma cuando los tocabas, como pasaba con las bolsas de grano. Tenía el pezón muy grande y duro, y a ella se le escapó un suspiro cuando se lo toqué. Le pregunté si le hacía cosquillas y asintió con los ojos cerrados.

– Si fueras mi niño -me dijo-, tendría leche para ti y te la daría a beber.

Su voz era densa y profunda, como si le costara respirar. Le contesté que no quería ser su niño sino su novio, para llevarla a los bailes como hacía Javi, y ella se echó a reír.

– Ah, está bien, está bien…

Y metiendo su mano bajo el pantalón del pijama me cogió el sexo, con el que jugó unos segundos.

– Vaya, no está nada mal -murmuró-; cuando crezcas un poco, esta culebrita le va a gustar a más de una.

Yo no entendía por qué decía eso, pero me gustaba que me tocara ahí. Era como mi madre cuando me bañaba, que jugaba con mi sexo y me gastaba bromas.

– Un día te la voy a comer.

Pero Marga enseguida retiró la mano.

– Bueno, ya está. Se acabó la luna de miel.

A la mañana siguiente, y en un momento en que nos quedamos solos en la cocina, Marga me dijo al oído, al tiempo que se señalaba los pechos:

– Lo que pasó anoche no se puede contar, ¿de acuerdo?

Y al decir esto se puso colorada. Marga se ponía colorada por cualquier cosa, y la sacaba de quicio que se rieran de ella. A veces se ponía tan rabiosa por esto que se iba a su cuarto a llorar. Sara la consolaba.

– Mujer, no seas tonta. Más vale un ratón colorado que cien descoloridos.

Se sonrojaba sobre todo con las cosas que le decían los hombres, en especial mi padre. Él siempre estaba gastando bromas y, cuando entraba en la cocina, las risas estaban aseguradas. Sara decía que era como cuando entraba el zorro en el gallinero, que todas las gallinas se alborotaban. Pero mi padre sólo buscaba un poco de distracción. No entendía a mi madre, ni sabía qué hacer para ayudarla, y se refugiaba en la cocina. Lo suyo no eran las sutilezas del corazón ni sus llamadas indefinibles. Era triste verle junto a la cama de mi madre. Parecía otro hombre, alguien que nada tenía que ver con aquel que siempre bromeaba con las mujeres, y al que ellas escuchaban encandiladas. Porque hubo otras mujeres desde el principio, sobre todo cuando empezó a ausentarse de casa. Recuerdo los hechos, pero no sé bien cuándo tuvieron lugar. La muerte de mi hermano creó un nuevo orden, un tiempo sin leyes que se prolongó hasta el día en que mi madre decidió abandonarnos.

Me cuesta volver atrás, sobre todo al tiempo de la enfermedad de mi madre, al tiempo de su noche triste. Supongo que tuvo lo que hoy no dudaríamos en llamar una depresión, que se desencadenó unos meses después de la muerte de mi hermano y que la retuvo un tiempo en la cama. Luego, y poco a poco, empezó a mejorar. En esa época, Sara iba a visitarnos por las tardes. Se sentaba junto a mi madre y hablaba con ella sin descanso porque quería que saliera de aquel pozo negro en que se había metido. Era tan pequeña que, cuando se sentaba en el sillón que hacía pareja con el de mi madre, los pies no le llegaban al suelo.

– No se puede pelear contra el destino -le decía Sara a mi madre.

Ésa era la lección que había aprendido: la vida seguía su curso, aunque nosotros nos empeñáramos en llevarle la contraria. Las personas nacían, dejaban de ser niños para hacerse adultos, y enseguida eran viejos y se tenían que despedir de todo. La vida era un río y nosotros íbamos en una barca que la corriente se llevaba. No podía detenerse, no podíamos hacerla regresar. Ella a nadie había amado más que a Jandri, pero por mucho que lo quisiera, no podía volver al tiempo en que habían vivido juntos en el pueblo, el más feliz de su vida.

Jandri medía lo mismo que ella. Cuando iban por la calle parecían dos niños que pudieran moverse libres por el mundo, al margen de la autoridad de los mayores. Y cuando ya estaba en Madrid, las cartas que escribía para Sara reflejaban el entusiasmo de un chiquillo. A pesar de la pobreza, de los bombardeos frecuentes, Jandri no tenía la sensación de estar en un mundo que se desmoronaba, sino al comienzo de uno nuevo en que serían posibles cosas inimaginables en éste: que no hubiera ricos y pobres, que las mujeres pudieran elegir la vida que querían tener, que todos tuvieran trabajo y que las puertas de las casas estuvieran abiertas porque nadie necesitara robar para vivir. Un mundo donde los gatos no se comieran a los ratones, y donde los pájaros se posaran en las manos de los hombres.

Jandri había estado en el destacamento encargado de proteger de los bombardeos las pinturas del Museo del Prado, y en sus cartas las describía. Los cuadros de los bufones, hechos de un aire quieto; el cuadro de los fusilamientos del dos de mayo, y el contraste que había entre el blanco de las camisas y el color de la sangre; o aquel otro que le recordaba al que había en la capilla del pueblo que se llamaba El triunfo de la muerte, donde se veía a los esqueletos empujando a los hombres hacia un cajón como aquellos en que se metía a los toros antes de llevarlos a la plaza. Pero sobre todo le hablaba del más hermoso de todos: una anunciación pintada sobre un fondo de oro. Su autor había sido un monje muy humilde, que antes de pintar se arrodillaba a rezar. Y en él se veía a la Virgen en una casita pequeña y a un ángel que le venía a decir que ella había sido la elegida. Lo que más le extrañaba era que el ángel parecía tan nervioso como ella, y no había forma de saber quién de los dos lo estaba pasando peor, si ella por recibir a aquella criatura alada, que no sabía de dónde venía, o el ángel por bajar a la tierra y tener que visitar a una muchacha tan asustada y hermosa. Y Jandri le contaba a Sara que se tiraban en el museo toda la noche, embalando los cuadros para salvarlos de las bombas. Y era cosa de ver el cuidado que ponían al hacerlo, que muchos de los milicianos ni siquiera sabían leer, y apenas habían tenido en las manos otras cosas que la hoz y el arado, pero cogían aquellos cuadros como los curas el cáliz durante la misa, como si un gesto equivocado pudiera significar el fin de todas las cosas. Casi siempre en silencio, porque de un mundo sin silencio ni belleza nada bueno podía esperarse. Y en aquellos cuadros estaban ese silencio y esa belleza, como lo estaban en los niños dormidos.

Cosas de este tipo eran las que Jandri le escribía a Sara. Siempre había tenido un don especial para las palabras y aunque apenas había ido a la escuela, le bastaba con empezar a hablar para que todos se pusieran a escucharle, que siempre estaba contando historias que nadie sabía de dónde se sacaba.

Sara nos decía que un día nos iba a traer una de esas cartas para que viéramos lo limpias y lo bien escritas que estaban, que no había ni una sola tachadura en ellas y la letra era menuda e igual, pero nunca lo hizo porque tenía miedo de que se pudieran estropear. Las guardaba en una caja de metal, en un rincón de su armario, y más de una vez me las enseñó cuando iba a verla, aunque su contenido era un secreto que sólo a ella pertenecía y nosotros teníamos bastante con escucharla. Marga decía que eso era porque en aquellas cartas no la trataba como a una hermana sino como a una enamorada, y que una vez una sobrina de Sara, que era amiga suya, las había leído a escondidas y se había quedado sin habla al ver las cosas que allí estaban escritas. Mi madre decía que la dejáramos en paz, que si Sara no quería enseñarnos las cartas, sus razones tendría, y que había que respetarlas, pero Marga volvía a la carga siempre que tenía ocasión.

– Bueno -le preguntaba-, ¿y entonces Jandri dónde dormía?

– ¿En qué cama iba a dormir? En la mía.

Y se hacía un silencio cómplice en la habitación.

Cuando se quedaba a solas conmigo, Sara me hablaba muchas veces de su hermano, pero luego me pedía que no se lo contara a Marga y a Conchita, porque eran unas cotillas. Pero no era justa con ellas porque si éstas trataban de sonsacarla, no era para ir contándolo por ahí, sino porque querían comprender las cosas que a ellas mismas les pasaban. Marga, aquel amor que la azotaba con la fuerza de los nublados y las tormentas de granizo, y Conchita, su historia con Juan, el cajero del banco de Santander. Quedaban los domingos y ella le sacaba a pasear en su silla de ruedas. Le había pedido que se casara con él y Conchita no quería hacerlo, pero tampoco abandonarle, porque le daba pena que estuviera así.

– Pero ¿le quieres o no le quieres? -le preguntaba mi madre.

– ¡Y qué sé yo! -decía ella-. Le quiero y no le quiero; me gusta verle y me gusta perderle de vista.

Marga y Felicidad, la costurera, se morían de risa y mi madre se reía con ellas. En su opinión, las mujeres eran unas crédulas y bastaba con que un hombre les susurrara unas cuantas palabras bonitas para que se fueran detrás de él. Ése era el problema: que creían en el amor más que en sí mismas. Por eso luego salían escaldadas, como gallinas a las que arrojaran agua hirviendo. El amor las hacía creer que los besos siempre serían como los primeros, que las promesas nunca se romperían, que habría niños resplandecientes y relojes sin agujas.

– No conocemos a nadie, y mucho menos a las personas que amamos -decía mi madre-. El amor nos hace pensar que son como nosotras queremos, pero esto no es cierto. Es el miedo a la soledad lo que nos confunde.

Mi madre ya estaba curada cuando empezó a decir estas cosas. Marga y Conchita se sentaban con ella en la cocina y, mientras se ocupaban de sus labores, la entretenían conversando. También yo, cuando regresaba del colegio, me iba a la cocina para escucharlas. Hasta mi padre empezó a pasarse más tiempo en casa y volvió a dormir en su cuarto. Incluso empezaron a salir otra vez, sobre todo al cine, a la sesión vermouth, que era la que les gustaba. Se esforzaban por aparentar una normalidad en la que sin embargo estaban lejos de vivir. La muerte de mi hermano seguía gravitando fatalmente sobre ellos, y yo no me atrevía a preguntar por lo que había pasado. No sólo mi padre y mi madre, sino también Marga, Conchita y Sara me ocultaban lo que sabían. Fue Julia quien me dijo que había sido un accidente. Mi hermano iba con mi padre en el coche y se detuvieron en el arcén a causa de un pinchazo. Mi padre se disponía a cambiar la rueda cuando mi hermano salió por la puerta que daba a la carretera. Un coche que pasaba a gran velocidad lo atropelló y, aunque lo llevaron enseguida al hospital, no pudieron hacer nada.

Muchos años después, mi madre todavía seguía acordándose de aquellos días. Yo la oía llorar, casi siempre por las noches, cuando todo estaba en silencio. A veces hablaba en voz alta. Oh, mi niño, decía, perdóname, no te supe cuidar. Se echaba la culpa de lo que había sucedido y quería volver atrás para poder empezar de nuevo. Era como esas leonas que encuentran a sus crías muertas pero siguen llevándolas en sus fauces, negándose a abandonarlas.

Una vez, mi madre sacó de una caja la ropa de mi hermano y se puso a contemplarla. Mi padre se enfadó al descubrirla. Le dijo que así nunca se pondría bien, que tenía que mirar hacia delante y olvidarse del pasado. Se fue dando un portazo y cuando entré en el cuarto, mi madre me llamó para que fuera a sus brazos.

– ¡Qué tontos son los hombres! -me dijo, mientras me besaba-, no saben que el amor no distingue entre la vida y la muerte.