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Fuera de las oficinas de administración, media docena de equipos de noticias y un puñado de reporteros permanecían a la espera. John conocía a varios de ellos. Uno era un compañero de clase de Columbia que se había casado con una chica poco agraciada de una familia adinerada con una casa de veraneo en los Hamptons. Evidentemente, había conseguido un empleo en The New York Times. Philip Underwood. Había estado presente la noche del incidente de Ginette Pinegar y era el que le levantaba las piernas a John hacia el techo mientras otra persona le sujetaba el embudo en la boca. Todo estaba muy confuso y nunca se aclararía. Tras todos aquellos años, John seguía sintiéndose tan avergonzado que no quería encontrarse con nadie que hubiera estado presente. Otra cara familiar era la de un veterano con el que había trabajado en el New York Gazette, un hombre conocido por escribir mensajes de advertencia en cinta de carrocero y pegarlos en sus almuerzos en la nevera común por si a alguien se le ocurría robarlos, y también famoso por aliñar su discurso con términos obsoletos como «esconder la entradilla» y «recapitulación». Estaba demacrado, pero tenía una panza prominente y un aspecto gris, tanto por el cabello y la ropa como por la actitud. Hacía unos años había pasado por un divorcio que le había consumido la vida, el color y posiblemente una década. Llevaba una gabardina gastada y tenía los hombros encorvados para protegerse del viento. John se acercó a él.

– Hola, Cecil.

Cecil levantó la vista hacia John, le dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al suelo. Este se alejó rodando de él con la punta aún encendida. Se frotó las manos enrojecidas y sopló para calentárselas.

– Hola, John.

– Espero que lleves un jersey debajo de eso.

– La verdad es que no. -Cecil se encogió de hombros y lo miró a los ojos-. ¿Sigues en el Inky?

– Sí. ¿Y tú en el Gazette?

– Sí.

Las bromas que vinieron después eran tan rituales como una danza de apareamiento: los dos intentaban imaginarse qué sabía el otro sin soltar prenda.

Finalmente, Cecil se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.

– No tienes nada, ¿verdad?

– No -dijo John sacudiendo la cabeza-. ¿Y tú?

– Nada de nada.

Asintieron lentamente, compadeciéndose el uno al otro. John no vio la necesidad de contarle a Cecil que había estado con Isabel y con los primates el día de la explosión y se preguntó qué le estaría ocultando Cecil a él.

Se produjo un murmullo de emoción y dos hombres enormes abrieron las puertas dobles de cristal del edificio. Una mujer menuda vestida de traje y con unos tacones kilométricos se abrió paso escaleras abajo hasta el micrófono de pie. Los hombres se acercaron a ella y se pusieron uno a cada lado.

Se subió las gafas sobre la nariz y se atusó el cabello. Sus cuidadas manos temblaban de frío.

– Gracias por venir -dijo, mirando a su alrededor. Los equipos de noticias empezaron a empujarse para situar los micrófonos de pértiga en el sitio adecuado y los periodistas empezaron a gritar preguntas:

– ¿Estaba la familia Bradshaw en casa en el momento del ataque?

– ¿Cómo está Isabel Duncan?

– ¿Están heridos los primates?

– ¿Han detenido a alguien?

La mujer escrutó las caras que tenía delante. Los flashes esporádicos de las cámaras se le reflejaban en los cristales de las gafas. Las peludas fundas negras de los micrófonos le rodeaban la cara como orugas monstruosas suspendidas del cielo. Cerró un momento los ojos y tomó aliento.

– La policía ha interrogado a varias personas de interés, aunque hasta ahora no las han declarado sospechosas. También nos han dicho que esta mañana la situación de Isabel Duncan se ha estabilizado y los médicos esperan que se recupere totalmente. El asalto a la casa del rector de la universidad también está relacionado con este incidente y, aunque él y su familia están bien, el FBI ha declarado a la Liga de Liberación de la Tierra como uno de los principales grupos terroristas del país y, por lo tanto, todas y cada una de las amenazas se están tomando sumamente en serio. Los primates no están heridos, pero por su propia seguridad han sido trasladados a otro emplazamiento.

La interrumpió una nueva ráfaga.

– ¿Quiénes son las personas de interés?

– ¿En qué tipo de instalaciones se encuentran los primates?

– ¿Siguen en el campus?

Levantó una mano para hacerles callar.

– Lo siento, pero no puedo responder de forma explícita a esas preguntas. Tenemos plena confianza en que encontrarán a los culpables y en que todo el peso de la ley caerá sobre ellos, y alentamos a cualquier persona que pueda tener algún dato sobre este incidente a que se ponga en contacto con las autoridades. Mientras tanto, estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para garantizar la seguridad de nuestros estudiantes y de nuestra facultad y seguiremos haciéndolo. Gracias.

Dobló las tarjetas de notas por los extremos sin alzar la vista. Estaba claro que estaba a punto de irse. Los gritos se hicieron más audibles:

– El asalto a la casa de Bradshaw tuvo lugar casi veinticuatro horas después de la explosión. ¿Qué medidas ha tomado la universidad para evitar más ataques en el futuro?

Al cabo de un rato, ella apoyó la mano en el micrófono de pie y añadió:

– Hemos tomado medidas drásticas para asegurarnos de que no vuelva a suceder nada parecido. Por favor, si tienen más preguntas diríjanse a la oficina de prensa. Gracias. -Y, dicho esto, dio media vuelta y volvió a subir la escalera de piedra.

– Pero ¿la maldita oficina de prensa no es ella? -murmuró Cecil.

De allí, John se fue al laboratorio. Un par de policías con aspecto aburrido recorrían el perímetro para vigilar a los fotógrafos y asegurarse de que no se colaban por debajo de la cinta amarilla. ¿Dónde estaba Osgood, por cierto? John supuso que Elizabeth había decidido utilizar las fotos de Associated Press para no tener que pagarle el billete de avión.

John creía que estaba preparado para ver el laboratorio, pero fue como recibir un cañonazo en la barriga. Hacía dos días había subido por aquellas escaleras y tocado aquel pasamanos que entonces estaba pintado de un azul grisáceo y ahora se encontraba lleno de burbujas y ennegrecido. Había seguido a Isabel Duncan a través de aquella puerta y le habían dejado entrar en las salas donde estaban los primates. La puerta había desaparecido y su ausencia dejaba un hueco enorme señalando un epicentro de color negro. En la pared exterior había feroces aguijones chamuscados.

Solo se veían unos cuantos metros del pasillo, pero el aislante y el cableado colgaban de paneles del techo cubiertos de hollín y el asqueroso olor a plástico quemado aún no había desaparecido.

John echó un vistazo al aparcamiento: allí, donde John, Cat y Osgood habían subido al taxi, los guijarros estaban mezclados con fragmentos de cristal. Casi seguro que también había sido allí donde habían subido a Isabel Duncan en la ambulancia. Y detrás del árbol donde los primates habían buscado refugio yacían ramas rotas que parecían salidas de un enorme y desaliñado nido de pájaro, prueba de que los bonobos habían fracasado en su empeño de quedarse arriba. John dio media vuelta para intentar en vano borrarse de la cabeza los cuerpos inconscientes que se precipitaban al vacío en plena noche.

Después se fue en coche hasta la Protectora de Animales de Kansas City, un edificio de un solo piso lleno hasta el fondo de hileras de perreras delimitadas con rejas. Las paredes de ladrillo de la recepción estaban pintadas de verde y, a juzgar por el olor, los suelos de linóleo habían sido recientemente blanqueados con lejía. Tras la puerta abatible que daba a la parte trasera, se oía un operístico aullido canino.

– Parece un wookiee -dijo John.

– Acaba de llegar -dijo la mujer que estaba sentada detrás de la mesa-. No está muy contento. Pero mejor aquí que donde estaba, desde luego.

– Soy John Thigpen, del Philadelphia Inquirer. Me preguntaba si…

Ella levantó una mano para detenerlo.

– Los primates no están aquí.

– ¿Y dónde están?

– Resumiendo: un camión vino en plena noche, unos tipos les administraron tranquilizantes y se los llevaron -respondió, después de evaluarlo durante unos segundos.

– ¿Les volvieron a disparar?

– Dijeron que era la única solución. Aquí no tenemos jaulas de contención, sobre todo trabajamos con perros y gatos. Lo más raro que hemos tenido ha sido un cocodrilo. Un tío lo compró en Florida cuando aún era una cría y en el momento en que quiso reaccionar ya medía dos metros de largo, tenía que tirarle muslos de pavo por las escaleras del sótano y llenarle con una manguera varias piscinas hinchables para niños que había lanzado allí dentro. Todo iba bien hasta que se le estropeó la caldera y tuvieron que ir a arreglársela.

John la miró con los ojos como platos. Luego sacudió la cabeza.

– Los primates… ¿Estaba usted aquí cuando se los llevaron?

– Sí. Somos pocos empleados. Pillaron a un puñado de voluntarios en la redada de ayer. Uno de ellos era un becario del laboratorio.

– ¿En serio? ¿Me puede dar su número?

– Es una chica. No veo por qué no, total, sale en todas partes en Internet. Aunque creo que aún está bajo custodia. -Sacó un libro de un cajón y pasó varias páginas antes de copiar un nombre y un número en un trozo de papel. Se lo pasó a John deslizándolo sobre la mesa. Celia Honeycutt. La LLT la había nombrado en el vídeo, lo cual le resultó extraño, ya que, al parecer, la consideraban sospechosa. ¿La habría incluido la LLT para intentar borrar huellas? Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.

– ¿Sabe por qué la cogieron?

– Ni idea. Por cierto, ¿qué hora es? -Miró el reloj y dejó escapar un suspiro de desesperación-. Dios mío, llevo aquí dieciséis horas.

– ¿Quién se llevó a los primates?

– Ni idea -dijo, sacudiendo la cabeza-. El camión incluso llevaba cubierta la placa de la matrícula. Lo único que sé es que tenían contratos de venta, así que se los tuve que entregar.

– ¿Qué? -Cerró los ojos, como si lo hubiera entendido todo. De repente comprendió a qué se refería la universidad cuando afirmaba que había tomado medidas para asegurarse de que aquello nunca volviera a suceder. Se preguntó si Isabel lo sabría ya, y solo de pensarlo sintió dolor físico.

Ella los consideraba su familia.

Se inclinó sobre el mostrador y apoyó la frente en el antebrazo.

– Dígame que vio el nombre del comprador en el contrato.

– Era un CIF.

– Dígame que se quedó con una copia.

– Creo que no lo entiende. Estaba aquí sola. Tenía seis primates en la parte de atrás, además del resto de los animales. Venía con ellos un abogado, aparte de un representante de la universidad. ¿Qué iba a hacer? Eran suyos. -Se quedó un momento en silenció y luego añadió-: ¿Sabe? A veces, cuando estaba en un Starbucks, Celia o alguna otra persona del laboratorio entraba y pedía cafés con leche desnatada para los simios. Siempre llevaban una cámara de vídeo porque, según decían, a los primates les gustaba verlo después. Los empleados siempre hablaban a la cámara como si los simios estuvieran allí mismo. Siempre me pareció la leche. Dicen que entendían inglés.

– Es verdad. Yo los conocí -dijo John en voz baja, sacudiendo la cabeza. Suspiró y golpeó un par de veces la mesa con los nudillos-. Vale. Bueno, gracias. Me ha sido de gran ayuda.

* * *

John llamó a Celia Honeycutt desde el coche, pero, tal y como esperaba, no obtuvo respuesta. Cuando volvió al hotel, percibió el aroma del trabajo artesanal de Amanda desde la recepción.

La puerta de la habitación daba directamente a la cocina, donde una enorme olla burbujeaba frenéticamente sobre uno de los fogones eléctricos. Amanda estaba de pie delante de la encimera retirando meticulosamente la epidermis de los sombreros de los champiñones. El resto de la superficie estaba oscurecido por hojas de cilantro, mondas de cebolla, carcasas de pollo, latas de conservas, botellas de vino, trozos de bambula, restos de puerros y manojos de perejil.

Le dio un beso en la nuca.

– ¿Qué estás haciendo?

– Relleno de empanada de pollo. Supongo que, si no hay masa, podría llamarse simplemente sopa.

– Qué bien. -Y, al cabo de un rato, añadió-: Pero la masa es lo que más me gusta.

– Sé hacerla. Lo que pasa es que no hay ni molde ni rodillo -dijo, pasando la mirada por la encimera-. Supongo que puedo despegar con agua la etiqueta de una de las botellas de vino y usarla para amasar. En el supermercado debe de haber moldes de papel de aluminio.

John cogió una caja cuadrada de plástico de un enorme montón que había al lado de la nevera y la analizó. Amanda lo miró.

– Los he comprado porque tienen el tamaño de una ración y pensé que así podrías ir cogiéndolos de la nevera para calentarlos en el microondas. -A John le dio un vuelco el corazón porque se dio cuenta inmediatamente de que estaba hablando en singular-. También he hecho ternera bourguignon para que varíes un poco. Hay noodles al huevo en la alacena, o podrías hervir unas patatas para acompañar. Además he comprado algunas verduras de esas que se hacen al vapor dentro de la bolsa. Ni siquiera hay que pincharla, solo meterla en el microondas. -Amontonó los champiñones en una esquina de la tabla de cortar, los movió todos a la vez hasta el centro y los cortó con destreza. Cuando terminó, los echó en la olla, le colocó la tapa y puso el fogón al mínimo.

– Listo -dijo, secándose las manos en los muslos. Tenía la cara colorada y mechones de cabello rizado pegados a la frente y a la sien-. ¿Una copa de vino? He abierto un tinto decente para la ternera.

– Eres preciosa -dijo John.

Ella sonrió, se quitó el pelo de la cara y cogió la botella.

– ¿Eso es un sí?

Caminaron tres metros hasta la supuesta sala de estar y se sentaron en el sofá. Amanda se sentó encima de los pies y se acurrucó sobre la axila de John.

– ¿De verdad te parece bien que vaya a Los Angeles?

– Sí.

– Porque he reservado un vuelo para mañana por la mañana.

– Vaya, qué rápido.

– Sí. -Lo miró nerviosa-. Es que si lo voy a hacer tiene que ser ya; no tenía sentido volver a Filadelfia, porque está en dirección contraria, y aunque perdamos la vuelta de este último vuelo sigue saliendo más barato…

John la atrajo hacia sí y hundió la nariz en su coronilla. Olía a burdeos y a otras delicias. Le dio un beso.

– Me parece bien, en serio.

Ella sonrió, respiró hondo y lo miró.

– ¿Qué tal el día?

– ¿Sabes qué? Hay un jacuzzi abajo. Hablemos de ello allí. Después tendré que ir a buscar a Cat o hacer el reportaje yo solo.

Amanda le echó un vistazo a la cacerola, que hervía a fuego lento, dudó visiblemente durante una décima de segundo y luego desapareció en la habitación para cambiarse.

* * *

John estaba sujetando la puerta de cristal del recinto de la piscina para que Amanda entrara, cuando vislumbró el cogote de Cat. Estaba sola en el jacuzzi, con los brazos estirados sobre el borde. Amanda volvió la cabeza hacia John y susurró:

– Hablando del rey de Roma…

– Y que lo digas -respondió John, apretando los dientes sin dejar de mirar hacia delante.

Mientras Amanda iba a por toallas, John se quedó de pie al lado del jacuzzi bajando la vista hacia Cat. Esta tenía la cabeza apoyada en el borde, con los ojos cerrados; los extremos de la media melena de color castaño oscuro pulcramente cortada se apoyaban ligeramente sobre las baldosas. No estaba claro si estaba muerta o dormida. John ladeó la cabeza para contemplarla. Si no la conociera, la encontraría atractiva: la prominente clavícula, la torneada parte superior de los brazos, los dedos cincelados y aquella pequeña y bonita nariz. Pero sí la conocía, así que todo se quedaba en eso.

John se giró para echar un vistazo a la sala. En la piscina que había al lado del jacuzzi los niños de tres familias chapoteaban y chillaban en un agua artificialmente azul. Sus progenitores descansaban al lado, aunque todos los padres estaban encorvados hacia delante mirando con el ceño fruncido sus BlackBerrys, con el bañador seco y dando de vez en cuando un trago a sus latas de cerveza. Las madres estaban tumbadas sobre toallas con trajes de baño igualmente secos, las rodillas ligeramente dobladas y los brazos caídos sobre la cabeza, como si estuvieran tomando el sol. Una de ellas estaba leyendo un periódico sensacionalista, The Weekly Times, y tenía una pajita doblada dentro de la copa de vino de plástico para no tener que levantar la cabeza para beber. Las paredes de cemento estaban adornadas con imágenes de palmeras y de playas arenosas un poco despegadas al lado de los conductos de ventilación. Sobre ellas parpadeaba la luz artificial de varios plafones en forma de bandejas para cubitos de hielo.

Amanda regresó con un montón de toallas blancas, las puso sobre una mesa cercana y atrajo la atención de John para asegurarse de que estaba mirando. Levantó la vista con dramatismo hacia la sombrilla que salía del centro de la mesa y se rio. A continuación se quitó lo que llevaba puesto encima del bañador.

Dos de los tres padres de los móviles levantaron la cabeza arrugando la nariz como perros de caza. En una fracción de segundo, Amanda fue abducida por un rayo colectivo. Mientras se acercaba al jacuzzi, uno de los hombres le dio un rodillazo al que estaba distraído para ponerlo al tanto de la situación.

«Qué más quisierais», pensó John. Aquel repentino e irracional ataque de ira lo pilló desprevenido. Los hombres siempre miraban a Amanda en todas partes y, hasta aquel momento, a John incluso le gustaba.

Amanda bajó las escaleras del jacuzzi. Cuando tuvo los muslos bajo el agua, articuló silenciosamente las palabras «¡Quema, quema!», antes de lanzarse y sumergirse hasta los hombros. Se sentó pegada al borde, dejó escapar un largo suspiro y miró a John expectante.

– ¿No vienes?

John lanzó una última y feroz mirada a los padres de mediana edad. Ahora que el cuerpo de Amanda había desaparecido en las profundidades del jacuzzi, continuaron enviando correos electrónicos e ignorando a sus esposas e hijos.

John se metió con Amanda en el agua humeante llena de remolinos y se sentó al lado de Cat.

– ¿Y bien? -dijo -. ¿Dónde has estado hoy?

Cat levantó la cabeza y abrió un ojo con enorme recelo.

– Ah, eres tú -dijo, volviendo a dejar caer la cabeza.

– No has respondido a mis llamadas. -Me quedé sin batería. Lo siento.

– Se supone que tenemos que trabajar juntos.

– Ya te he dicho que lo siento.

– ¡Pues haz el favor de cargarlo, por el amor de Dios!

– Lo haré -respondió irritada. Removió el agua con las yemas de los dedos de una mano-. Por supuesto.

Un nuevo juego comenzó en la piscina que tenían detrás, y las voces de los niños resonaron en el cemento.

– ¡Marco! -¡Polo!

– ¡Marco! -¡Polo!

Se oyó un «chof, chof, chof» de pies mojados sobre el cemento, seguido de un lastimero grito:

– ¡No vale! ¡Pez fuera del agua!

– Por Dios -dijo Cat, incorporándose enfadada. Puso las manos en forma de bocina alrededor de la boca y gritó a los padres-: ¿Podrían hacer un poco más de ruido? -Se volvió a dejar caer hacia atrás y una vez más reposó la cabeza sobre el borde-. Su prole se colará aquí antes de que te des cuenta, chapoteando y haciéndose pis, y los padres seguirán sin mover un dedo. Genial -dijo, girando los ojos mientras otra familia con niños pequeños entraba en la sala-. Eh -les dijo a John y a Amanda, sacudiendo el dorso de las manos-, dispersaos para ocupar todo el sitio.

– Solo se están divirtiendo -dijo Amanda, aunque se fue moviendo lentamente en la dirección que Cat indicaba.

John se quedó en su sitio y se acomodó contra un chorro.

– Dime, ¿qué has hecho hoy? -le preguntó, levantando el brazo para apoyarlo en el borde.

Cat se encogió de hombros.

– He entrevistado a Peter Benton y he visto a Isabel Duncan. ¿Y tú?

John se enderezó y le echó un vistazo rápido a Amanda.

– ¿Has visto a Isabel?

– Sí.

– ¿Cómo está?

– De muy mal humor. Y tiene la mandíbula llena de hierros, así que no le he sacado mucho. Excepto, claro, la presentación de Peter.

– ¿Cómo entraste?

Cat agitó una mano para restarle importancia.

– Bah, fue fácil.

Mientras la miraba, John cayó en la cuenta.

– ¡No habrá sido capaz!

– Por supuesto que sí. ¿Cómo iba a entrar si no? Una niña pequeña de tripa redondeada pasó como un rayo a su lado, chillando de alegría, mientras su padre la seguía de cerca.

– ¿Es eso un bañador pañal? -dijo Cat arrugando la cara-. Esas cosas no son resistentes al agua. ¿Para qué sirven?

– A mí me parece una monada -dijo Amanda-. ¿Has visto las margaritas del bañador? John la miró, alarmado.

– ¿Y qué tenía que decir Benton? -preguntó después de dejar de mirar a Amanda, que había vuelto la cabeza para seguir la trayectoria del bebé.

– Creo que los científicos necesitan que les dé más el sol. Son una panda de desabridos.

– En resumen, que no conseguiste nada. Cat se encogió de hombros.

– Le pregunté por el dedo que le faltaba y se puso como una fiera conmigo. Y eso que no intenta ocultarlo ni nada. Está claro que ahí hay una historia.

John suspiró y se frotó la frente.

– Vale, escucha. Tenemos que redactar juntos un informe, sea como sea. ¿Prefieres hacerlo ahora o después de cenar?

– Ya lo he hecho.

– ¿Qué?

– Que ya está hecho. Lo he enviado hace una hora. Relájate.

John se echó hacia delante, enfadado.

– ¿Has dado por hecho que no conseguiría nada?

– ¿Tienes algo?

– La universidad vendió a los primates. ¿Lo sabías? Cat alzó una ceja.

– Y uno de los becarios del laboratorio está bajo custodia. ¿Qué te parece?

Cat lo miró irritada, y luego se dio la vuelta.

– Enviaré una corrección.

– No -dijo John-. Yo lo haré. Supongo que me habrás enviado una copia.

Cat empezó a remover de nuevo el agua mientras se miraba los dedos.

– Te lo reenviaré.

John se quedó mirándola sin poder dar crédito. Aquello era tan inaceptable que ni siquiera fue capaz de responder. ¿Habría incluido al menos su nombre en él?

Un anciano apareció en el borde del jacuzzi.

– ¿Hay sitio para otro? -preguntó. Amanda se echó a un lado.

Bajó los dos primeros escalones, los miró a los tres y le guiñó un ojo a John.

– Parece que tiene las manos llenas. ¿Quiere que le deje una libre?

– Usted mismo -dijo John, señalando a Cat con la barbilla.

Cat giró lentamente la cabeza y le dirigió al hombre una mirada tan fulminante y devastadora que este cambió de opinión: volvió a subir los escalones y fue a sentarse en un sillón.

– ¡Pervertido! -dijo Cat.

– Creo que solo intentaba parecer simpático -dijo Amanda.

– Y a ti te cae bien todo el mundo, ¿verdad? -preguntó Cat.

– Casi todo el mundo -respondió Amanda con malicia. Se secó la cara y se puso en pie. El agua le resbalaba por las caderas y goteaba en el humeante jacuzzi-. Me vuelvo a la habitación. -Mientras subía los escalones, John miró alarmado a la colección de padres, que, una vez más, se quedaron observándola descaradamente.

John se puso de pie de un salto, cortando chorros y encrespándolos a su paso. Subió los escalones de dos en dos, cogió la toalla que tenía más cerca y cubrió con ella a Amanda.

– Gracias, cielo -dijo ella. Se puso la toalla, cogió la parte de arriba y se dirigió hacia la puerta.

John la siguió. Tiró de la puerta para abrirla y volvió a mirar a los hombres, que seguían con lo ojos fijos en Amanda. Primero la señaló a ella y luego su alianza, y articuló sin emitir ningún sonido la palabra «mía».

* * *

Aquella noche hicieron el amor de tal forma que John acabó jadeando y tembloroso. Se había sentido como un animal, desesperado por la necesidad, desesperado por reclamarla, y ella le había respondido de la misma forma.

Hasta aquella noche, John se había sentido orgulloso cada vez que los hombres encontraban atractiva a su mujer. Pero esta vez había tenido ganas de matarlos. Nunca había sido tan claramente consciente de su verdadera intención. Se trataba de hombres casados, de hombres con hijos, de hombres cuyas esposas e hijos estaban delante. ¿Cómo iba a dejar que se marchara a Los Ángeles sin él?

Pero había algo que le daba más miedo aún, algo que le aterraba tanto que ni siquiera quería pensar en ello. John se consideraba fiel y entregado como él solo. No había nada que no fuera capaz de hacer por Amanda. Si necesitaba su hígado, ahí lo tenía. ¿Un ojo? Era suyo.

Y, aun así, en aquel momento, con su hermosa, perfecta y codiciada esposa tumbada a su lado desnuda, no era capaz de evitar que sus pensamientos vagaran por la ciudad para llegar hasta Isabel Duncan.