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Navidad de 1329
Barcelona
Arnau había cumplido ocho años y se había convertido en un niño tranquilo e inteligente. El cabello, castaño, largo y rizado, le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro atractivo en el que destacaban los ojos, grandes, límpidos y de color miel.
La casa de Grau Puig estaba engalanada para celebrar la Navidad. Aquel muchacho que a los diez años había podido abandonar las tierras de su padre gracias a un vecino generoso había triunfado en Barcelona, y ahora esperaba junto a su esposa la llegada de sus invitados.
– Vienen a rendirme homenaje -le dijo a Guiamona-. ¿Cuándo se ha visto que nobles y mercaderes acudan a la casa de un artesano?
Ella se limitaba a escucharlo.
– El propio rey me apoya. ¿Lo entiendes? ¡El propio rey! El rey Alfonso.
Ese día no se trabajaba en el taller, y Bernat y Arnau, sentados en el suelo y aguantando el frío, observaban desde la explanada de las tinajas cómo esclavos, oficiales y aprendices entraban y salían sin cesar de la casa. En aquellos ocho años Bernat no había vuelto a poner los pies en el hogar de los Puig, pero no le importaba, pensó mientras revolvía el cabello de Arnau: ahí tenía a su hijo, abrazado a él, ¿qué más podía pedir? El niño comía y vivía con Guiamona, e incluso estudiaba con el preceptor de los hijos de Grau: había aprendido a leer, escribir y contar al mismo tiempo que sus primos. Sin embargo, sabía que Bernat era su padre, ya que Guiamona no había dejado que lo olvidara. En cuanto a Grau, trataba a su sobrino con absoluta indiferencia.
Arnau se portaba bien en el interior de la casa; Bernat se lo pedía una y otra vez. Cuando entraba riendo en el taller, el rostro de Bernat se iluminaba. Los esclavos y los oficiales, incluido Jaume, no podían dejar de mirar al niño con una sonrisa en los labios cuando corría hacia la explanada y se sentaba a esperar a que Bernat terminase de hacer alguna de sus tareas, para correr hacia él y abrazarlo con fuerza. Después volvía a sentarse, apartado del trajín, miraba a su padre y sonreía a todo aquel que se dirigiera a él. Alguna noche, cuando el taller cerraba, Habiba dejaba que se escapara y entonces padre e hijo charlaban y reían.
Las cosas habían cambiado aun cuando Jaume siguiera interpretando el papel que le exigía la omnipresente amenaza del patrón. Grau no se preocupaba de los ingresos que obtenía del taller, y menos todavía de cualquier otra cosa relacionada con él. Pese a todo, no podía prescindir de él pues gracias a éste atesoraba los cargos de cónsul de la cofradía, prohombre de Barcelona y miembro del Consejo de Ciento. Sin embargo, una vez superado lo que no era más que un requisito formal, Grau Puig entró de lleno en la política y en las finanzas de alto nivel, algo bastante sencillo para un prohombre de la ciudad condal.
Desde el inicio de su reinado, en el año 1291, Jaime II había tratado de imponerse a la oligarquía feudal catalana, para lo cual había buscado la ayuda de las ciudades libres y sus ciudadanos, empezando por Barcelona. Sicilia ya pertenecía a la corona desde tiempos de Pedro el Grande; por eso, cuando el Papa concedió a Jaime II los derechos de conquista de Cerdeña, Barcelona y sus ciudadanos financiaron aquella empresa.
La anexión de las dos islas mediterráneas a la corona favorecía los intereses de todas las partes: garantizaba el suministro de cereales a Cataluña así como el dominio catalán en el Mediterráneo occidental y, con él, el control de las rutas marítimas comerciales; por su parte, la corona se reservaba la explotación de las minas de plata y las salinas de la isla.
Grau Puig no había vivido aquellos acontecimientos. Su oportunidad llegó con la muerte de Jaime II y la coronación de Alfonso III. Ese año, el de 1329, los corsos iniciaron una revuelta en la ciudad de Sassari. Al mismo tiempo, los genoveses, temiendo el poder comercial de Cataluña, le declararon la guerra y atacaron a los barcos con bandera del principado. Ni el rey ni los comerciantes lo dudaron un momento: la campaña para sofocar la revuelta de Cerdeña y la guerra contra Genova debía ser financiada por la burguesía de Barcelona. Y así se hizo, principalmente bajo el impulso de uno de los prohombres de la ciudad: Grau Puig, quien contribuyó con generosidad a los gastos de la guerra y convenció con encendidos discursos a los más reacios a colaborar. El propio rey le agradeció públicamente su ayuda.
Mientras Grau se acercaba una y otra vez a las ventanas para comprobar si sus invitados llegaban, Bernat despedía a su hijo con un beso en la mejilla.
– Hace mucho frío, Arnau. Mejor será que entres. -El niño hizo ademán de quejarse-. Hoy tendréis una buena cena, ¿no?
– Gallo, turrón y barquillos -le contestó su hijo de corrido.
Bernat le dio una cariñosa palmada en las nalgas.
– Corre a la casa. Ya hablaremos.
Arnau llegó justo a tiempo de sentarse a cenar; él y los dos hijos menores de Grau, Guiamon, de su misma edad, y Margarida, año y medio mayor, lo harían en la cocina; los dos mayores, Josep y Genis, lo harían arriba, con sus padres.
La llegada de los invitados aumentó el nerviosismo de Grau.
– Ya me ocuparé yo de todo -le dijo a Guiamona cuando preparaba la fiesta-; tú limítate a atender a las mujeres.
– Pero ¿cómo vas a ocuparte tú…? -intentó protestar Guiamona; sin embargo, Grau ya estaba dando instrucciones a Estranya, la cocinera, una corpulenta esclava mulata y descarada, que atendía a las palabras de su amo mirando de reojo a su señora.
«¿Cómo quieres que reaccione? -pensó Guiamona-. No estás hablando con tu secretario, ni en la cofradía, ni el Consejo de Ciento. No me consideras capaz de atender a tus invitados, ¿verdad? No estoy a su altura, ¿no es así?»
A espaldas de su marido, Guiamona trató de poner orden entre los criados y prepararlo todo para que la celebración de la Navidad fuera un éxito, pero el día de la fiesta, con Grau pendiente de todo, incluso de las lujosas capas de sus invitados, tuvo que retirarse al segundo plano que su esposo le había adjudicado y limitarse a sonreír a las mujeres, que la miraban por encima del hombro. Mientras, Grau parecía el general de un ejército en plena batalla; charlaba con unos y otros pero a la vez indicaba a los esclavos qué tenían que hacer y a quién tenían que atender; sin embargo, cuantos más gestos les hacía, más y más nerviosos se ponían. Al final, todos los esclavos -salvo Estranya, que estaba en la cocina preparando la cena- optaron por seguir a Grau por la casa atentos a sus perentorias órdenes.
Libres de toda vigilancia -pues Estranya y sus ayudantes, de espaldas a ellos, trajinaban con sus ollas y sus fuegos-, Margarida, Guiamon y Arnau mezclaron el gallo con el turrón y los barquillos e intercambiaron bocados sin parar de gastarse bromas. En un momento determinado, Margarida cogió una jarra de vino sin aguar y echó un buen trago. De inmediato su rostro se congestionó y sus mejillas se arrebolaron, pero la muchacha logró superar la prueba sin escupir el vino. Luego, instó a su hermano y a su primo a que la imitaran. Arnau y Guiamon bebieron, tratando de mantener la compostura igual que Margarida, pero terminaron tosiendo y tanteando la mesa en busca de agua, con los ojos llenos de lágrimas. Después los tres empezaron a reírse: por el simple hecho de mirarse, por la jarra de vino, por el culo de Estranya.
– ¡Fuera de aquí! -gritó la esclava tras aguantar un rato las chanzas de los niños.
Los tres salieron de la cocina corriendo, gritando y riendo.
– ¡Chist! -los reprendió uno de los esclavos, cerca de la escalera-. El amo no quiere niños aquí.
– Pero… -empezó a decir Margarida.
– No hay peros que valgan -insistió el esclavo.
En aquel momento bajó Habiba a por más vino. El amo la había mirado con los ojos encendidos de ira porque uno de sus invitados había intentado servirse y sólo había conseguido unas miserables gotas.
– Vigila a los niños -le dijo Habiba al esclavo de la escalera al pasar junto a él-. ¡Vino! -le gritó a Estranya antes de entrar en la cocina.
Grau, temiendo que la mora trajera el vino ordinario en lugar del que debía servir, salió corriendo tras ella.
Los niños no reían. A los pies de la escalera, observaban el ajetreo, al que de repente se sumó Grau.
– ¿Qué hacéis aquí? -les dijo al verlos junto al esclavo-. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí parado? Ve y dile a Habiba que el vino debe ser el de las tinajas viejas. Acuérdate, porque como te equivoques te despellejaré vivo. Niños, a la cama.
El esclavo salió disparado hacia la cocina. Los niños se miraron sonriendo, con los ojos chispeantes por el vino. Cuando Grau subió corriendo escaleras arriba, estallaron en carcajadas. ¿La cama? Margarida miró hacia la puerta, abierta de par en par, frunció los labios y arqueó las cejas.
– ¿Y los niños? -preguntó Habiba cuando vio aparecer al esclavo.
– Vino de las tinajas viejas…-empezó a rezar éste.
– ¿Y los niños?
– Viejas. De las viejas.
– ¿Y los niños? -volvió a insistir Habiba.
– A tu cama. El amo dicho os vayáis a la cama. Están con él. De las tinajas viejas, ¿sí?, nos despellejará…
Era Navidad y Barcelona permanecería vacía hasta que la gente acudiera a la misa de medianoche a ofrecer un gallo sacrificado.
La luna se reflejaba sobre el mar como si la calle en la que se encontraban continuara hasta el horizonte. Los tres miraron la estela plateada sobre el agua.
– Hoy no habrá nadie en la playa -musitó Margarida.
– Nadie sale a la mar en Navidad -añadió Guiamon.
Ambos se volvieron hacia Arnau, que negó con la cabeza.
– Nadie se dará cuenta -insistió Margarida-. Iremos y volveremos muy rápido. Son sólo unos pasos.
– Cobarde -le espetó Guiamon.
Corrieron hasta Framenors, el convento franciscano que se alzaba en el extremo oriental de la muralla de la ciudad, junto al mar. Una vez allí, miraron la playa, que se extendía hasta el convento de Santa Clara, límite occidental de Barcelona.
– ¡Vaya! -exclamó Guiamon-. ¡La flota de la ciudad! -Nunca había visto la playa así -añadió Margarida. Arnau, con los ojos como platos, asentía con la cabeza. Desde Framenors hasta Santa Clara, la playa estaba abarrotada de barcos de todos los tamaños. Ninguna edificación entorpecía el disfrute de aquella magnífica vista. Hacía casi cien años que el rey Jaime el Conquistador había prohibido construir en la playa de Barcelona, les había comentado Grau a sus hijos en alguna ocasión en que, junto a su preceptor, lo habían acompañado al puerto para ver cargar o descargar algún barco en cuya propiedad participase. Había que dejar la playa libre para que los marinos pudieran varar sus barcos. Pero ninguno de los niños había dado la menor importancia a la explicación de Grau. ¿Acaso no era natural que los barcos estuvieran en la playa? Siempre habían estado allí. Grau intercambió una mirada con el preceptor.
– En los puertos de nuestros enemigos o de nuestros competidores comerciales -explicó el preceptor- los barcos no están varados en la playa.
Los cuatro hijos de Grau se volvieron de repente hacia su maestro. ¡Enemigos! Aquello sí que les interesaba.
– Cierto -intervino Grau, logrando que los niños le prestaran por fin atención. El preceptor sonrió-. Genova, nuestra enemiga, tiene un magnífico puerto natural protegido del mar, gracias al cual los barcos no necesitan varar en la playa.Venecia, nuestra aliada, cuenta con una gran laguna a la que se accede a través de estrechos canales; los temporales no la afectan y los barcos pueden estar tranquilos. El puerto de Pisa se comunica con el mar a través del río Arno, y hasta Marsella posee un puerto natural al abrigo de las inclemencias del mar.
– Los griegos foceos ya utilizaban el puerto de Marsella -añadió el preceptor.
– ¿Nuestros enemigos tienen mejores puertos? -preguntó Josep, el mayor-. Pero nosotros los vencemos, ¡somos los dueños del Mediterráneo! -exclamó repitiendo las palabras que tantas veces había oído de boca de su padre. Los demás asintieron-. ¿Cómo es posible?
Grau buscó la explicación del preceptor.
– Porque Barcelona ha tenido siempre los mejores marineros. Pero ahora no tenemos puerto y, sin embargo…
– ¿Cómo que no tenemos puerto? -saltó Genis-. ¿Y eso? -añadió señalando la playa.
– Eso no es un puerto. Un puerto tiene que ser un lugar abrigado, guarecido del mar,y eso que tú dices…-El preceptor gesticuló con la mano señalando al mar abierto que bañaba la playa-. Escuchad -les dijo-, Barcelona siempre ha sido una ciudad de marineros. Antes, hace muchos años, teníamos puerto, como todas esas ciudades que ha mencionado vuestro padre. En época de los romanos, los barcos se refugiaban al abrigo del tnons Taber, más o menos por allí -dijo señalando hacia el interior de la ciudad-,pero la tierra fue ganando terreno al mar, y aquel puerto desapareció. Después tuvimos el puerto Comtal, que también desapareció, y por último el puerto de Jaime I, al abrigo de otro pequeño refugio natural, el puig de les Falsies. ¿Sabéis dónde está ahora el puig de les Falsies?
Los cuatro se miraron entre ellos y después se volvieron hacia Grau, quien, con gesto picaro, como si no quisiera que el preceptor se enterase, señaló con el dedo hacia el suelo.
– ¿Aquí? -preguntaron los niños al unísono.
– Sí -contestó el preceptor-, estamos sobre él. También desapareció… y Barcelona se quedó sin puerto, pero para entonces ya éramos marineros, los mejores, y seguimos siendo los mejores…, sin puerto.
– Entonces -intervino Margarida-, ¿qué importancia tiene el puerto?
– Eso te lo podrá explicar mejor tu padre -contestó el preceptor mientras Grau asentía.
– Mucha, muchísima importancia, Margarida. ¿Ves aquella nave? -le preguntó señalándole una galera rodeada de pequeñas barcas-. Si tuviésemos puerto podría descargar en los muelles, sin necesidad de todos esos barqueros que recogen la mercancía. Además, si ahora se levantase un temporal, se hallaría en gran peligro, ya que no está navegando y está muy cerca de la playa, y tendría que abandonar Barcelona.
– ¿Por qué? -insistió la muchacha.
– Porque ahí no podría capear el temporal y podría naufragar. Tanto es así que hasta la propia ley, las Ordenaciones de la Mar de la Ribera de Barcelona, le exigen que en caso de temporal acuda a refugiarse en el puerto de Salou o en el de Tarragona.
– No tenemos puerto -se lamentó Guiamon como si le hubiesen quitado algo de suma importancia.
– No -confirmó Grau riendo y abrazándolo-, pero seguimos siendo los mejores marineros, Guiamon. ¡Somos los dueños del Mediterráneo! Y tenemos la playa. Ahí es donde varamos nuestros barcos cuando termina la época de navegación, ahí es donde los arreglamos y los construimos. ¿Ves las atarazanas? Allí, en la playa, frente a aquellas arcadas.
– ¿Podemos subir a los barcos? -preguntó Guiamon.
– No -le contestó con seriedad su padre-. Los barcos son sagrados, hijo.
Arnau nunca salía con Grau y sus hijos, y menos con Guia-mona. Se quedaba en la casa con Habiba, pero después sus primos le contaban todo lo que habían visto o escuchado. También le habían explicado lo de los barcos.
Y ahí estaban todos aquella noche de Navidad. ¡Todos! Estaban los pequeños: los laúdes, los esquifes y las góndolas; los medianos: leños, barcas, barcas castellanas, tafureas, calaveras, saetías, galeotas y barquants, y hasta algunas de las grandes embarcaciones: naos, navetes, cocas y galeras, que a pesar de su tamaño tenían que dejar de navegar, por prohibición real, entre los meses de octubre y abril.
– ¡Vaya! -volvió a exclamar Guiamon.
En las atarazanas, frente a Regomir, ardían algunas hogueras, alrededor de las cuales estaban apostados algunos vigilantes. Desde Regomir hasta Framenors los barcos se alzaban silenciosos, iluminados por la luna, arracimados en la playa.
– ¡Seguidme, marineros! -ordenó Margarida levantando su brazo derecho.
Y entre temporales y corsarios, abordajes y batallas, la capitana Margarida llevó a sus hombres de un barco a otro, saltando de borda en borda, venciendo a los genoveses y a los moros y reconquistando Cerdeña a gritos para el rey Alfonso.
– ¿Quién vive?
Los tres se quedaron paralizados sobre un laúd.
– ¿Quién vive?
Margarida asomó media cabeza por la borda. Tres antorchas se alzaban entre las naves.
– Vamonos -susurró Guiamon, tumbado en el laúd, tirando del vestido de su hermana.
– No podemos -contestó Margarida-; nos cierran el paso…
– ¿Y hacia las atarazanas? -preguntó Arnau.
Margarida miró hacia Regomir. Otras dos antorchas se habían puesto en movimiento.
– Tampoco -musitó.
¡Los barcos son sagrados! Las palabras de Grau resonaron en el interior de los niños. Guiamon empezó a sollozar. Margarida lo hizo callar. Una nube ocultó la luna.
– Al mar -dijo la capitana.
Saltaron por la borda y se metieron en el agua. Margarida y Arnau se quedaron encogidos, Guiamon cuan largo era; los tres estaban pendientes de las antorchas que se movían entre las naves. Cuando las antorchas se acercaron a las naves de la orilla, los tres retrocedieron. Margarida miró la luna, rezando en silencio para que siguiera oculta.
La inspección se alargó una eternidad pero nadie miró al mar y si alguien lo hizo…, era Navidad y a fin de cuentas sólo eran tres niños asustados… y suficientemente mojados. Hacía mucho frío.
De vuelta a casa, Guiamon ni siquiera podía andar. Le castañeteaban los dientes, le temblaban las rodillas y tenía convulsiones. Margarida y Arnau lo agarraron por las axilas y recorrieron el corto trayecto.
Cuando llegaron, los invitados ya habían abandonado la casa. Grau y los esclavos, tras descubrir la escapada de los pequeños, estaban a punto de salir en su busca.
– Fue Arnau -acusó Margarida mientras Guiamona y la esclava mora sumergían al pequeño en agua caliente-. Él nos convenció para ir a la playa.Yo no quería… -La niña acompañó sus mentiras con esas lágrimas que tan buenos resultados le proporcionaban con su padre.
Ni un baño caliente, ni las mantas, ni el caldo hirviendo lograron recuperar a Guiamon. La fiebre subió. Grau mandó llamar a su médico pero tampoco sus cuidados obtuvieron resultados; la fiebre subía, Guiamon empezó a toser y su respiración se convirtió en un silbido quejoso.
– No puedo hacer más -reconoció resignado Sebastià Font, el doctor, la tercera noche que fue a visitarlo.
Guiamona se llevó las manos al rostro, pálido y demacrado, y rompió a llorar.
– ¡No puede ser! -gritó Grau-. Tiene que existir algún remedio.
– Podría ser, pero… -El médico conocía bien a Grau, y sus aversiones… Sin embargo,la ocasión pedía medidas desesperadas-. Deberías hacer llamar a Jafudà Bonsenyor. Grau guardó silencio.
– Llámalo -lo apremió Guiamona entre sollozos. «¡Un judío!», pensó Grau. Quien pega a un judío pega al diablo, le habían enseñado en su juventud. Siendo aún niño, Grau, junto con otros aprendices, corría detrás de las mujeres judías para romperles los cántaros cuando acudían a buscar agua a las fuentes públicas. Y siguió haciéndolo hasta que el rey, a instancias de la judería de Barcelona, prohibió aquellas vejaciones. Odiaba a los judíos. Toda su vida había perseguido o escupido a quienes portaban la rodela. Eran unos herejes; habían matado a Jesucristo… ¿Cómo iba a entrar uno de ellos en su hogar?
– ¡Llámalo! -gritó Guiamona.
El chillido resonó por todo el barrio. Bernat y los demás lo oyeron y se encogieron en sus jergones. En tres días no había logrado ver ni a Arnau ni a Habiba, pero Jaume lo mantenía al tanto de lo que ocurría.
– Tu hijo está bien -le dijo en un momento en que nadie los observaba.
Jafudà Bonsenyor acudió tan pronto reclamaron su presencia. Vestía una sencilla chilaba negra con capucha y portaba la rodela. Grau lo observaba a distancia en el comedor, con su larga barba canosa, encogido y escuchando las explicaciones de Sebastià en presencia de Guiamona. «¡Cúralo, judío!», le dijo en silencio cuando sus miradas se cruzaron. Jafudà Bonsenyor inclinó la cabeza hacia él. Era un erudito que había dedicado su vida al estudio de la filosofía y los textos sagrados. Por encargo del rey Jaime II había escrito el Llibre de paraules de savis y filòsofs, [3] pero también era médico, el médico más importante de la comunidad judía. Sin embargo, cuando vio a Guiamon, Jafudà Bonsenyor se limitó a negar con la cabeza.
Grau oyó los gritos de su mujer. Corrió hacia la escalera. Guiamona bajó de los dormitorios acompañada de Sebastià. Tras ellos iba Jafudà.
– ¡Judío! -exclamó Grau escupiendo a su paso.
Guiamon expiró al cabo de dos días.
Tan pronto como entraron en la casa, todos de luto, recién enterrado el cadáver del niño, Grau le hizo una seña a Jaume para que se acercase a él y a Guiamona.
– Quiero que ahora mismo te lleves a Arnau y cuides de que no vuelva a poner los pies en esta casa. -Guiamona lo escuchó en silencio.
Grau le contó lo que había dicho Margarida: Arnau los había incitado. Su hijo o una simple niña no habrían podido planear aquella escapada. Guiamona oyó sus palabras y sus acusaciones, que la culpaban por haber cobijado a su hermano y a su sobrino. Y, aunque en el fondo de su corazón sabía que aquello no había sido más que una travesura de fatales consecuencias, la muerte de su hijo menor le había robado el ánimo para enfrentarse a su marido, y las palabras de Margarida inculpando a Arnau le hacían casi imposible tratar con el muchacho. Era el hijo de su hermano, no le deseaba daño alguno, pero prefería no tener que verlo.
– Ata a la mora de una de las vigas del taller -ordenó Grau a Jaume antes de que éste desapareciera en busca de Arnau- y reúne a todo el personal alrededor de ella, incluido el muchacho. Grau lo había estado pensando durante los servicios funerarios: la esclava tenía la culpa, debía haberlos vigilado. Luego, mientras Guiamona lloraba y el sacerdote seguía recitando sus oraciones, entrecerró los ojos y se preguntó cuál era el castigo que debía imponerle. La ley sólo le prohibía matarla o mutilarla, pero nadie podía reprocharle nada si moría como consecuencia de la pena infligida. Grau nunca se había enfrentado a un delito tan grave. Pensó en las torturas de las que había oído hablar: untarle el cuerpo con grasa animal hirviendo -¿tendría suficiente grasa Estranya en la cocina?-; encadenarla o encerrarla en una mazmorra -demasiado leve-, golpearla, aplicarle grilletes en los pies… o flagelarla.
«Vigila cuando lo uses -le dijo el capitán de uno de sus barcos tras ofrecerle el regalo-, con un solo golpe puedes despellejar a una persona.» Desde entonces lo había tenido guardado: un precioso látigo oriental de cuero trenzado, grueso pero liviano, fácil de manejar y que terminaba en una serie de colas, todas ellas con incrustaciones de metales cortantes.
En un momento en que el sacerdote calló, varios muchachos agitaron los incensarios alrededor del ataúd. Guiamona tosió, Grau respiró hondo.
La mora esperaba atada por las manos a una viga, tocando el suelo de puntillas.
– No quiero que mi chico lo vea -le dijo Bernat a Jaume.
– No es el momento, Bernat -le aconsejó Jaume-. No te busques problemas…
Bernat volvió a negar con la cabeza.
– Has trabajado muy duro, Bernat, no le busques problemas a tu niño.
Grau, de luto, se introdujo en el interior del círculo que formaban los esclavos, los aprendices y los oficiales alrededor de Habiba.
– Desvístela -le ordenó a Jaume.
La mora intentó levantar las piernas al notar que éste le arrancaba la camisa. Su cuerpo, desnudo, oscuro, brillante por el sudor, quedó expuesto a los obligados espectadores… y al látigo que Grau ya había extendido sobre el suelo. Bernat agarraba con fuerza los hombros de Arnau, que rompió a llorar.
Grau estiró el brazo hacia atrás y soltó el látigo contra el torso desnudo; el cuero restalló en la espalda y las colas metálicas, tras rodear el cuerpo, se clavaron en sus pechos. Una delgada línea de sangre apareció en la piel oscura de la mora mientras sus pechos quedaban en carne viva. El dolor penetraba en su cuerpo. Habiba levantó el rostro hacia el cielo y aulló. Arnau empezó a temblar desenfrenadamente y gritó, pidiéndole a Grau que parase.
Grau volvió a estirar el brazo.
– ¡Deberías haber vigilado a mis hijos!
El restallar del cuero obligó a Bernat a volver a su hijo hacia sí y apretarle la cabeza contra su estómago. La muchacha volvió a aullar. Arnau apagó sus gritos contra el cuerpo de su padre. Grau continuó flagelando a la mora hasta que su espalda y sus hombros, sus pechos, sus nalgas y sus piernas, se convirtieron en una masa sanguinolenta.
– Dile a tu maestro que me voy.
Jaume apretó los labios. Por un momento estuvo tentado de abrazar a Bernat, pero algunos aprendices los miraban.
Bernat observo cómo el oficial se encaminaba hacia la casa. Había intentado hablar con Guiamona, pero su hermana no había atendido a ninguno de sus requerimientos. Desde hacía días, Arnau no abandonaba el jergón donde dormía su padre; se quedaba todo el día sentado sobre el colchón de paja de Bernat, que ahora debían compartir, y cuando su padre entraba a verlo, lo encontraba siempre con la vista fija en el lugar donde intentaron curar a la mora.
La descolgaron en cuanto Grau abandonó el taller, pero ni siquiera supieron por dónde coger el cuerpo. Estranya corrió al taller llevando aceite y ungüentos, pero cuando se enfrentó con aquella masa de carne sanguinolenta se limitó a negar con la cabeza. Arnau lo presenciaba todo desde cierta distancia, quieto, con lágrimas en los ojos; Bernat intentó que se fuera, pero el niño se opuso. Esa misma noche Habiba falleció. La única señal que anunció su muerte fue que la mora dejó de emitir aquel constante quejido, semejante al llanto de un recién nacido, que los había perseguido durante todo el día.
Grau escuchó el recado de su cuñado de boca de Jaume. Era lo último que necesitaba: los dos Estanyol, con sus lunares en el ojo, recorriendo Barcelona, buscando trabajo, hablando de él con quien quisiera escucharlos…, y habría muchas personas dispuestas a hacerlo ahora que él estaba alcanzando la cima. Se le encogió el estómago y se le secó la boca: Grau Puig, prohombre de Barcelona, cónsul de la cofradía de ceramistas, miembro del Consejo de Ciento, dedicándose a proteger a payeses fugitivos. Los nobles estaban en su contra. Cuanto más ayudaba Barcelona al rey Alfonso, menos dependía éste de los señores feudales y menores eran los beneficios que los nobles podían obtener del monarca. ¿Y quién había sido el principal valedor de la ayuda al rey? Él. ¿Y a quiénes perjudicaba la huida de los siervos del campo? A los nobles con tierras. Grau negó con la cabeza y suspiró. ¡Maldita fuera la hora en que permitió que aquel payés se alojara en su casa! -Haz que venga -le ordenó a Jaume. -Me ha dicho Jaume -dijo Grau a su cuñado en cuanto lo tuvo delante- que pretendes dejarnos.
Bernat asintió con la cabeza.
– Y ¿qué piensas hacer?
– Buscaré trabajo para mantener a mi hijo.
– No tienes ningún oficio. Barcelona está llena de gente como tú: campesinos que no han podido vivir de sus tierras, que no encuentran trabajo y que al final mueren de hambre. Además -añadió-, ni siquiera tienes en tu poder la carta de vecindad, por más que lleves el tiempo suficiente en la ciudad.
– ¿Qué es eso de la carta de vecindad? -preguntó Bernat.
– Es el documento que acredita que llevas un año y un día residiendo en Barcelona y que por lo tanto eres ciudadano libre, no sometido a señorío.
– ¿Dónde se consigue ese documento?
– Lo conceden los prohombres de la ciudad.
– Lo pediré.
Grau miró a Bernat. Iba sucio, vestido con una simple camisa raída y esparteñas. Se lo imaginó frente a los prohombres de la ciudad, después de haber contado su historia a decenas de escribientes: el cuñado y el sobrino de Grau Puig, prohombre de la ciudad, ocultos en su taller durante años. La noticia correría de boca en boca. Él mismo había utilizado situaciones como aquélla para atacar a sus enemigos.
– Siéntate -lo invitó-. Cuando Jaume me ha contado tus intenciones, he hablado con tu hermana Guiamona -mintió para excusar su cambio de actitud- y me ha rogado que me apiade de ti.
– No necesito piedad -lo interrumpió Bernat, pensando en Arnau sentado sobre el jergón, con la mirada perdida-. Llevo años trabajando duramente a cambio de…
– Ése fue el trato -lo cortó Grau-, y tú lo aceptaste. En aquel momento te interesaba.
– Es posible -reconoció Bernat-, pero no me vendí como esclavo y ahora ya no me interesa.
– Olvidémonos de la piedad. No creo que encuentres trabajo en toda la ciudad y menos si no puedes acreditar que eres ciudadano libre. Sin ese documento sólo lograrás que se aprovechen de ti. ¿Sabes cuántos siervos de la tierra andan vagando por ahí, sin hijos a sus espaldas, aceptando trabajar de balde, única y exclusivamente para poder residir un año y un día en Barcelona? No puedes competir con ellos. Antes de que te den la carta de vecindad ya te habrás muerto de hambre, tú… o tu hijo, y pese a lo que ha sucedido no podemos permitir que el pequeño Arnau corra la misma suerte que nuestro Guiamon. Con uno basta. Tu hermana no lo resistiría. -Bernat guardó silencio a la espera de que su cuñado continuase-. Si te interesa -dijo Grau, enfatizando la palabra-, puedes seguir trabajando aquí, en las mismas condiciones… y con la paga que le correspondería a un obrero no cualificado, de la que se te descontarían la cama y la comida, tuya y de tu hijo.
– ¿Y Arnau?
– ¿Qué pasa con el niño? -Prometiste tomarlo como aprendiz. -Y así lo haré… cuando cumpla la edad. -Lo quiero por escrito. -Lo tendrás -se comprometió Grau. -¿Y la carta de vecindad?
Grau asintió con la cabeza. A él no le sería difícil conseguirla… con discreción.
– Declaramos ciudadanos libres de Barcelona a Bernat Estanyol y a su hijo, Arnau…» ¡Por fin! Bernat notó un escalofrío al escuchar las titubeantes palabras del hombre que leía los documentos. Había dado con él en las atarazanas, después de preguntar dónde podía encontrar a alguien que supiera leer, y le había ofrecido una pequeña escudilla a cambio del favor. Con el rumor de las atarazanas de fondo, el olor a brea y la brisa marina acariciándole el rostro, Bernat escuchó la lectura del segundo documento: Grau tomaría a Arnau como aprendiz cuando éste cumpliera diez años y se comprometía a enseñarle el oficio de alfarero. Su hijo era libre y algún día podría ganarse la vida y defenderse en esa ciudad.
Bernat se desprendió sonriente de la prometida escudilla y se encaminó de vuelta al taller. Que les hubieran concedido la carta de vecindad significaba que Llorenç de Bellera no los había denunciado a las autoridades, que no se había abierto ninguna causa criminal contra él. ¿Habría sobrevivido el muchacho de la forja?, se preguntó. Aun así… «Quédate con nuestras tierras, señor de Bellera; nosotros nos quedamos con nuestra libertad», murmuró Bernat, desafiante. Los esclavos de Grau y el propio Jaume interrumpieron sus labores al ver llegar a Bernat, radiante de felicidad. Todavía quedaban restos de la sangre de Habiba en el suelo. Grau había ordenado que no se limpiaran. Bernat intentó no pisarlos y mudó el semblante.
– Arnau -le susurró a su hijo aquella noche, tumbados los dos sobre el jergón que compartían. -Decidme, padre.
– Ya somos ciudadanos libres de Barcelona. Arnau no contestó. Bernat buscó la cabeza del niño y se la acarició; sabía lo poco que significaba aquello para un niño al que habían arrebatado la alegría. Bernat escuchó la respiración de los esclavos y continuó acariciando la cabeza de su hijo, pero una duda le asaltaba: ¿accedería el chico a trabajar para Grau algún día? Aquella noche Bernat tardó en conciliar el sueño.
Todas las mañanas, cuando amanecía y los hombres iniciaban sus labores,Arnau abandonaba el taller de Grau.Todas las mañanas,Bernat intentaba hablar con él y animarlo. Tienes que buscar amigos, quiso decirle en una ocasión, pero antes de que pudiera hacerlo Arnau le dio la espalda y se dirigió cansinamente hasta la calle. Disfruta de tu libertad, hijo, quiso decirle en otra, cuando el muchacho se quedó mirándolo tras hacer él ademán de hablarle. Sin embargo, justo cuando iba a hacerlo, una lágrima corrió por la mejilla de su niño. Bernat se arrodilló y sólo pudo abrazarlo. Después, vio cómo cruzaba el patio, arrastrando los pies. Cuando, una vez más, Arnau sorteó las manchas de sangre de Habiba, el látigo de Grau volvió a restallar en la cabeza de Bernat. Se prometió que nunca más volvería a ceder ante el látigo: una vez había sido suficiente.
Bernat corrió tras su hijo, que se volvió al oír sus pasos. Cuando se encontró a la altura de Arnau, empezó a rascar con el pie la tierra endurecida en la que permanecían expuestas las manchas de sangre de la mora. El rostro de Arnau se iluminó y Bernat rascó con más fuerza.
– ¿Qué haces? -gritó Jaume desde el otro extremo del patio.
Bernat se quedó helado. El látigo volvió a restallar en su recuerdo.
– Padre.
Con la punta de su esparteña, Arnau arrastró lentamente la tierra ennegrecida que Bernat acababa de rascar.
– ¿Qué haces, Bernat? -repitió.
Bernat no contestó. Transcurrieron unos segundos, Jaume se volvió y vio a todos los esclavos quietos… con la mirada clavada en él.
– Tráeme agua, hijo -lo instó Bernat aprovechando la duda de Jaume.
Arnau salió disparado y, por primera vez en varios meses, Bernat lo vio correr. Jaume asintió.
Padre e hijo, arrodillados, en silencio, rascaron la tierra hasta limpiar las huellas de la injusticia.
– Ve a jugar, hijo -le dijo Bernat aquella mañana cuando dieron por terminado el trabajo.
Arnau bajó la mirada. Le habría gustado preguntarle con quién debía hacerlo. Bernat le revolvió el cabello antes de empujarlo hacia la puerta. Cuando Arnau se encontró en la calle se limitó, como todos los días, a rodear la casa de Grau y encaramarse a un tupido árbol que se alzaba por encima de la tapia que daba al jardín. Allí, escondido, esperaba a que salieran sus primos, acompañados de Guiamona.
– ¿Por qué ya no me quieres? -murmuraba-.Yo no tuve la culpa.
Sus primos parecían contentos. La muerte de Guiamon se iba diluyendo en el tiempo y sólo el rostro de su madre reflejaba la pena del recuerdo. Josep y Genis fingían pelearse, mientras Margarida los observaba sentada junto a su madre, que apenas se despegaba de ella. Arnau, escondido en su árbol, sentía el aguijón de la nostalgia al recordar aquellos abrazos.
Una mañana tras otra, Arnau se encaramaba a aquel árbol.
– ¿A ti ya no te quieren? -oyó que le preguntaban un día.
El sobresalto le hizo perder momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caer desde lo alto.
Arnau miró a su alrededor buscando quién le hablaba, pero no logró ver a nadie.
– Aquí -oyó.
Miró hacia el interior del árbol, de donde había partido la voz, pero tampoco consiguió vislumbrar nada. Al final vio moverse unas ramas, entre las que pudo distinguir la figura de un niño que lo saludaba con la mano, muy serio y sentado a horcajadas en uno de los nudos del árbol.
– ¿Qué haces tú aquí… sentado en mi árbol? -le preguntó secamente Arnau.
El niño, sucio y mugriento, no se inmutó. -Lo mismo que tú -le contestó-. Mirar. -Tú no puedes mirar -afirmó Arnau. -¿Por qué? Llevo mucho tiempo haciéndolo. Antes también te veía a ti. -El niño sucio guardó silencio durante unos instantes-. ¿Ya no te quieren? ¿Por qué lloras tanto?
Arnau notó que le empezaba a resbalar una lágrima por la mejilla y sintió rabia: lo había estado espiando.
– Baja de ahí -le ordenó una vez en el suelo. El niño se descolgó ágilmente y se plantó frente a él. Arnau le sacaba una cabeza pero el niño no parecía asustado.
– ¡Me has estado espiando! -lo acusó Arnau.
– Tú también espiabas -se defendió el pequeño.
– Sí, pero son mis primos y yo puedo hacerlo. -Entonces, ¿por qué no juegas con ellos como hacías antes? Arnau no pudo resistir más y dejó escapar un sollozo. Su voz tembló cuando intentó responder a la pregunta.
– No te preocupes -le dijo el pequeño tratando de tranquilizarlo-, yo también lloro muchas veces.
– ¿Y tú por qué lloras? -preguntó Arnau balbuceando.
– No sé… A veces lloro cuando pienso en mi madre.
– ¿Tienes madre?
– Sí, pero…
– ¿Y qué haces aquí si tienes madre? ¿Por qué no estás jugando con ella?
– No puedo estar con ella.
– ¿Por qué? ¿No está en tu casa?
– No… -contestó el niño titubeando-. Sí que está en casa.
– Entonces, ¿por qué no estás con ella?
El muchachito sucio y mugriento no respondió.
– ¿Está enferma? -insistió Arnau.
Negó con la cabeza.
– Está bien -afirmó.
– ¿Entonces? -volvió a insistir Arnau.
El niño lo miró con expresión desconsolada. Se mordió varias veces el labio inferior y al final se decidió:
– Ven -le dijo tirando de la manga de la camisa de Arnau-. Sigúeme.
El pequeño desconocido salió corriendo a una velocidad sorprendente para su corta estatura. Arnau lo siguió tratando de no perderlo de vista, cosa que le fue fácil mientras recorrieron el abierto y amplio barrio de los ceramistas pero que se fue complicando a medida que se adentraban en el interior de Barcelona; las angostas callejuelas de la ciudad, llenas de gente y de puestos de artesanos, se convertían en verdaderos embudos por los que resultaba casi imposible transitar.
Arnau no sabía dónde estaba, pero le traía sin cuidado; su único objetivo era no perder de vista la ágil y rápida figura de su compañero, que corría entre la gente y las mesas de los artesanos causando la indignación de unos y otros. Arnau, más torpe cuando debía esquivar a los transeúntes, pagaba las consecuencias de la estela de enojo que iba dejando el muchacho y recibía gritos e improperios. Uno alcanzó a propinarle un coscorrón y otro trató de detenerlo agarrándolo de la camisa, pero Arnau se zafó de ambos aunque, con tantos tropiezos, perdió el rastro de su guía y de repente se encontró solo, en la entrada de una gran plaza repleta de gente.
Conocía aquella plaza. Estuvo allí una vez con su padre. «Ésta es la plaza del Blat -dijo-, el centro de Barcelona. ¿Ves aquella piedra en el centro de la plaza?» Arnau miró hacia donde señalaba su padre. «Pues esa piedra significa que a partir de ahí la ciudad se divide en cuartos: el de la Mar, el de Framenors, el del Pi y el de la Salada o de Sant Pere.» Llegó a la plaza por la calle de los sederos y, parado bajo el portal del castillo del Veguer, Arnau intentó distinguir la silueta del niño sucio, pero la multitud que se aglomeraba en ella se lo impidió. Junto a él, a un lado del portal, estaba el matadero principal de la ciudad y, al otro, unas mesas en las que se vendía pan cocido. Arnau se esforzó por encontrar al pequeño entre los bancos de piedra de ambos lados de la plaza, ante los que se movían los ciudadanos. «Este es el mercado del trigo -le había explicado Bernat-.A un lado, en aquellos bancos, venden el trigo los revendedores y los tenderos de la ciudad, y en el otro lado, en esos otros bancos, lo hacen los campesinos que acuden a la ciudad a vender su cosecha.» Arnau no daba con el niño sucio que lo había llevado hasta allí ni a un lado ni al otro, ni entre la gente que regateaba los precios o compraba trigo.
Mientras trataba de encontrarlo, de pie bajo el portal mayor, Arnau fue empujado por la gente que trataba de acceder a la plaza. Intentó esquivarla acercándose a las mesas de los panaderos, pero en cuanto su espalda tocó una mesa, Arnau recibió un doloroso pescozón.
– ¡Fuera de aquí, mocoso! -le gritó el panadero. Arnau volvió a verse envuelto por la gente, el bullicio y el griterío del mercado, sin saber adonde dirigirse y empujado de un lado al otro por personas que le superaban en altura y que, cargados de sacos de cereal, no reparaban en él.
Arnau empezaba a marearse cuando, de la nada, apareció frente a él aquella cara picara y sucia que había estado persiguiendo por media Barcelona.
– ¿Qué haces ahí parado? -le preguntó el niño levantando la voz para hacerse oír.
Arnau no le contestó. Esta vez optó por agarrar con firmeza la camisa del niño y se dejó arrastrar a lo largo de toda la plaza hasta la calle Bòria. Tras recorrerla, llegaron al barrio de los caldereros, en cuyas pequeñas callejuelas resonaban los golpes de los martillos sobre el cobre y el hierro. Por aquella zona no corrieron; Arnau, exhausto y aún aferrado a la manga del niño, obligó a su descuidado e impaciente guía a aminorar el paso.
– Ésta es mi casa -le dijo finalmente el niño señalándole una pequeña construcción de un solo piso. Ante la puerta había una mesa llena de calderos de cobre de todos los tamaños, donde trabajaba un hombre corpulento que ni siquiera los miró-. Aquél era mi padre -añadió una vez que hubieron pasado de largo la fachada del edificio.
– ¿Por qué no…? -empezó a preguntar Arnau volviendo la mirada hacia la casa.
– Espera -lo interrumpió el niño sucio.
Siguieron callejón arriba y rodearon los pequeños edificios hasta dar con la zona posterior, en la que se abrían los huertos anejos a las casas. Cuando llegaron al que correspondía a la casa del niño, Arnau observó cómo éste se encaramaba a la tapia que cerraba el huerto y le animaba a imitarle.
– ¿Por qué…?
– ¡Sube! -le ordenó el niño, sentado a horcajadas sobre la tapia.
Los dos saltaron al interior del pequeño huerto, pero entonces el niño se quedó parado, con la mirada fija en una construcción aneja a la casa, una pequeña habitación que en la pared que daba al huerto, a bastante altura, tenía una pequeña abertura en forma de ventana. Arnau dejó transcurrir unos segundos, pero el niño no se movió.
– ¿Y ahora? -preguntó al fin.
El niño se volvió hacia Arnau.
– ¿Qué…?
Pero el golfillo no le hizo caso. Arnau se quedó quieto mientras su acompañante cogía una caja de madera y la colocaba bajo la ventana; después se encaramó a ella con la vista fija en el ventanuco.
– Madre -susurró el pequeño.
El pálido brazo de una mujer asomó con esfuerzo, rozando los bordes de la abertura; el codo quedó a la altura del alféizar y la mano, sin necesidad de tantear, empezó a acariciar el cabello del niño.
– Joanet -oyó Arnau que decía una voz dulce-, hoy has venido antes; el sol todavía no ha alcanzado el mediodía.
Joanet se limitó a asentir con la cabeza.
– ¿Sucede algo? -insistió la voz.
Joanet se tomó unos segundos antes de contestar. Sorbió por la nariz y dijo:
– He venido con un amigo.
– Me alegro de que tengas amigos. ¿Cómo se llama?
– Arnau.
«¿Cómo sabe mi…? ¡Claro! Me espiaba», pensó Arnau.
– ¿Está ahí?
– Sí, madre.
– Hola, Arnau.
Arnau miró hacia la ventana. Joanet se giró hacia él.
– Hola…, señora -musitó, inseguro de qué debía decir a una voz que salía de una ventana.
– ¿Qué edad tienes? -lo interrogó la mujer.
– Ocho años…, señora.
– Eres dos años mayor que mi Joanet, pero espero que os llevéis bien y conservéis siempre vuestra amistad. No hay nada mejor en este mundo que un buen amigo; tenedlo siempre en cuenta.
La voz no volvió a decir nada más. La mano de la madre de Joanet siguió acariciándole el cabello mientras Arnau observaba cómo el pequeño, sentado sobre el cajón de madera apoyado en la pared, con las piernas colgando, se quedaba inmóvil bajo aquellas caricias.
– Id a jugar -dijo de repente la mujer mientras la mano se retiraba-. Adiós, Arnau. Cuida bien de mi niño, ya que tú eres mayor que él. -Arnau esbozó un adiós que no llegó a salir de su garganta-. Hasta luego, hijo -añadió la voz-. ¿Vendrás a verme?
– Claro que sí, madre.
– Marchaos ya.
Los dos chicos volvieron al bullicio de las calles de Barcelona y deambularon sin rumbo. Arnau esperó a que Joanet se explicase, pero como no lo hacía, por fin se atrevió a preguntar:
– ¿Por qué no sale tu madre al huerto?
– Está encerrada -le contestó Joanet.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Sólo sé que lo está.
– ¿Y por qué no entras tú por la ventana?
– Ponç me lo tiene prohibido.
– ¿Quién es Ponç?
– Ponçes mi padre.
– ¿Y por qué te lo tiene prohibido?
– No sé por qué.
– ¿Por qué le llamas Ponç y no padre?
– También me lo tiene prohibido.
Arnau se paró en seco y tiró de Joanet hasta que lo tuvo cara a cara.
– Y tampoco sé por qué -se le adelantó el muchacho.
Siguieron paseando; Arnau intentaba entender aquel galimatías y Joanet esperaba la siguiente pregunta de su nuevo compañero.
– ¿Cómo es tu madre? -se decidió Arnau al fin.
– Siempre ha estado ahí encerrada -contestó Joanet, haciendo esfuerzos por esbozar una sonrisa-. Una vez que Ponç estaba fuera de la ciudad intenté colarme por la ventana pero ella no me lo permitió. Dijo que no quería que la viera.
– ¿Por qué sonríes?
Joanet siguió caminando algunos metros antes de contestar:
– Ella siempre me dice que debo sonreír.
Durante el resto de la mañana, Arnau recorrió cabizbajo las calles de Barcelona tras aquel niño sucio que nunca había visto el rostro de su madre.
– Su madre le acaricia la cabeza a través de una ventanita que hay en la habitación -le susurró Arnau a su padre esa misma noche, tumbados ambos en el jergón-. No la ha visto nunca. Su padre no le deja, y ella tampoco.
Bernat acariciaba la cabeza de su hijo como Arnau le había contado que hacía la madre de su nuevo amigo. Los ronquidos de los esclavos y aprendices que compartían el espacio con ellos rompieron el silencio que se hizo entre ambos. Bernat se preguntó qué delito habría cometido aquella mujer para merecer tal castigo.
Ponç, el calderero, no habría dudado en contestarle: «¡Adulterio!». Lo había contado decenas de veces a todo aquel que había querido escucharle.
– La sorprendí fornicando con su amante, un jovenzuelo como ella; aprovechaban mis horas de trabajo en la forja. Acudí al veguer, por supuesto, para reclamar la justa reparación que dictan nuestras leyes. -El fuerte calderero, a renglón seguido, se deleitaba hablando de la ley que había permitido que se hiciera justicia-. Nuestros príncipes son hombres sabios, conocedores de la maldad de la mujer. Sólo las mujeres nobles pueden librarse de la acusación de adulterio mediante juramento; las demás, como mi Joana, deben hacerlo mediante una lucha y sometidas al juicio de Dios.
Quienes habían presenciado la lucha recordaban cómo Ponç había hecho pedazos al joven amante de Joana; poco había podido mediar Dios entre el calderero, curtido por el trabajo en la forja, y el delicado jovenzuelo entregado al amor.
La sentencia real se dictó conforme a los Usatges: «Si ganare la mujer la retendrá su marido con honor y enmendará todos los gastos que hubieren hecho ella y sus amigos en este pleito y en esta batalla y el daño del lidiador. Pero si fuere ésta vencida pasará a manos de su marido con todas las cosas que tuviere». Ponç no sabía leer pero cantaba de memoria el contenido de la sentencia a la vez que enseñaba el documento a quien quisiera verlo:
Disponemos que dicho Ponç, si quiere que se le entregue la Joana, debe dar buena caución idónea y seguridad de tenerla en su propia casa en lugar de doce palmos de longitud, seis de latitud y dos canas de altura. Que le deba dar un saco de paja bastante para dormir y una manta con la cual pueda cubrirse, debiendo hacer en dicho lugar un agujero para que pueda satisfacer sus necesidades corporales y dejar una ventana por la cual se den las vituallas a la misma Joana: que le deba dar dicho Ponç en cada día dieciocho onzas de pan completamente cocido, y tanta agua como quisiere y que no le dará ni hará dar cosa alguna para precipitarla a la muerte ni hará cosa alguna para que muera dicha Joana. Sobre todas las cuales cosas dé Ponç buena e idónea caución y seguridad antes de que se le entregue la referida Joana.
Ponç presentó la caución que le solicitó el veguer y éste le entregó a Joana. Construyó en su huerto una habitación de dos metros y medio por metro veinte, hizo un agujero para que la mujer pudiera hacer sus necesidades, abrió aquella ventana por la que Joanet, alumbrado a los nueve meses del juicio y nunca reconocido por Ponç, se dejaba acariciar la cabeza y emparedó de por vida a su joven esposa.
– Padre -le susurró Arnau a Bernat-, ¿cómo era mi madre?, ¿por qué nunca me habláis de ella?
«¿Qué quieres que te diga? ¿Que perdió su virginidad bajo el empuje de un noble borracho? ¿Que se convirtió en la mujer pública del castillo del señor de Bellera?», pensó Bernat.
– Tu madre… -le contestó- no tuvo suerte. Fue una persona desgraciada.
Bernat escuchó cómo Arnau sorbía por la nariz antes de volver a hablar:
– ¿Me quería? -insistió el niño con la voz tomada.
– No tuvo oportunidad. Falleció al dar a luz.
– Habiba me quería.
– Yo también te quiero.
– Pero vos no sois mi madre. Hasta Joanet tiene una madre que le acaricia la cabeza.
– No todos los niños tienen…-empezó a corregirlo.
¡La madre de todos los cristianos…! Las palabras de los clérigos resonaron en su memoria.
– ¿Qué decíais, padre?
– Sí que tienes madre. Por supuesto que la tienes. -Bernat notó la quietud de su hijo-.A todos los niños que se quedan sin madre, como tú, Dios les da otra: la Virgen María.
– ¿Dónde está esa María?
– La Virgen María -lo corrigió-, y está en el cielo.
Arnau permaneció unos instantes en silencio antes de intervenir de nuevo:
– Y ¿para qué sirve una madre que está en el cielo? No me acariciará, ni jugará conmigo, ni me besará, ni…
– Sí que lo hará. -Bernat recordó con claridad las explicaciones que le había dado su padre cuando él hacía esas mismas preguntas-: Envía a los pájaros para que te acaricien. Cuando veas un pájaro, mándale un mensaje a tu madre y verás que vuela hacia el cielo para entregárselo a la Virgen María; después se lo contaran unos a otros y alguno de ellos vendrá a piar y a revolotear alegremente a tu alrededor.
– Pero yo no entiendo a los pájaros.
– Aprenderás a hacerlo.
– Pero nunca podré verla…
– Sí…, sí que puedes verla. La puedes ver en algunas iglesias, y hasta puedes hablarle.
– ¿En las iglesias?
– Sí, hijo, sí. Está en el cielo y en algunas iglesias, y le puedes hablar a través de los pájaros o en esas iglesias. Ella te contestará a través de los pájaros o por las noches, cuando duermas, y te querrá y te mimará más que cualquier madre de las que ves.
– ¿Más que Habiba?
– Mucho más.
– ¿Y esta noche? -preguntó el niño-. Hoy no he hablado con ella.
– No te preocupes, yo lo he hecho por ti. Duérmete y lo verás.
Dos nuevos amigos se encontraban todos los días, y juntos corrían hasta la playa para ver los barcos, o vagaban y jugaban por las calles de Barcelona. Cada vez que lo hacían tras la tapia, cada vez que las voces de Josep, Genis o Margarida resonaban más allá del jardín de los Puig, Joanet veía cómo su amigo levantaba la vista al cielo como si buscara algo que flotara sobre las nubes.
– ¿Qué miras? -le preguntó un día.
– Nada -contestó Arnau.
Las risas aumentaron y Arnau volvió a mirar al cielo.
– ¿Subimos al árbol? -preguntó Joanet, creyendo que eran sus ramas lo que atraía la atención de su amigo.
– No -contestó Arnau, mientras localizaba con la vista un pájaro al que darle un mensaje para su madre.
– ¿Por qué no quieres subir al árbol? Así podremos ver…
¿Qué podía decirle a la Virgen María? ¿Qué se le decía a una madre? Joanet no le decía nada a la suya; sólo la escuchaba y asentía… o negaba, pero claro, él podía oír su voz y sentir sus caricias, pensó Arnau.
– ¿Subimos?
– No -gritó Arnau, logrando que la sonrisa de Joanet se borrara de sus labios-. Tú ya tienes una madre que te quiere, no necesitas espiar a las de los demás.
– Pero tú no tienes -le contestó Joanet-; si subimos…
¡Que la quería! Eso es lo que le decían a Guiamona sus hijos. «Dile eso, pajarillo. -Arnau lo vio volar hacia el cielo-. Dile que la quiero.»
– ¿Qué? ¿Subimos? -insistió Joanet ya con una mano en las ramas bajas.
– No. Yo tampoco lo necesito…-Joanet se soltó del árbol e interrogó a su amigo con la mirada-.Yo también tengo una madre.
– ¿Nueva? Arnau dudó.
– No lo sé. Se llama Virgen María.
– ¿Virgen María? ¿Y quién es ésa?
– Está en algunas iglesias. Yo sé que ellos -continuó, señalando hacia la tapia- iban a las iglesias, pero a mí no me llevaban. -Yo sé dónde están. -Arnau abrió los ojos de par en par-. Si quieres, te llevo. ¡A la más grande de Barcelona!
Como siempre, Joanet salió corriendo sin esperar la respuesta de su amigo, pero Arnau ya le tenía tomada la medida y lo alcanzó en un momento.
Corrieron hasta la calle de la Boquería y rodearon la judería por la calle del Bisbe hasta dar con la catedral.
– ¿Tú crees que ahí dentro estará la Virgen María? -le preguntó Arnau a su amigo señalando el enjambre de andamios que se levantaba sobre las paredes inacabadas. Siguió con la vista una gran piedra que se izaba gracias al esfuerzo de varios hombres que jalaban de una polea.
– Claro que sí -le contestó convencido Joanet-. Esto es una iglesia.
– ¡Esto no es una iglesia! -oyeron ambos que les decían a sus espaldas. Se volvieron y se toparon con un hombre rudo que llevaba un martillo y una escarpa en la mano-. Esto es la catedral -espetó, orgulloso de su trabajo como ayudante del maestro escultor-; nunca la confundáis con una iglesia.
Arnau miró con rabia a Joanet.
– ¿Dónde hay una iglesia? -le preguntó Joanet al hombre cuando éste ya se marchaba.
– Ahí mismo -les contestó para su sorpresa, señalando con la escarpa la misma calle por la que habían venido-, en la plaza de Sant Jaume.
A todo correr desanduvieron la calle del Bisbe hasta la plaza de Sant Jaume, donde vieron una pequeña construcción diferente de las demás, con infinidad de imágenes en relieve esculpidas en el tímpano de la puerta, a la que se accedía por una pequeña escalinata. Ninguno de los dos lo pensó dos veces. Entraron a toda prisa. El interior era oscuro y fresco, y antes de que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la penumbra, unas fuertes manos los agarraron por los hombros y tal como habían entrado fueron arrojados escaleras abajo.
– Estoy harto de deciros que no quiero correrías en la iglesia de Sant Jaume.
Arnau y Joanet se miraron haciendo caso omiso del sacerdote. ¡La iglesia de Sant Jaume! Tampoco aquélla era la iglesia de la Virgen María, se dijeron el uno al otro en silencio.
Cuando el cura desapareció, se levantaron; estaban rodeados por un grupo de seis muchachos, descalzos, harapientos y sucios como Joanet.
– Tiene muy mala uva -dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cara hacia las puertas de la iglesia.
– Si queréis podemos deciros por dónde entrar sin que se dé cuenta -les dijo otro-, pero luego tendréis que arreglároslas solos. Si os pilla…
– No, nos da igual -contestó Arnau-. ¿Sabéis dónde hay otra iglesia?
– No os dejarán entrar en ninguna -afirmó un tercero.
– Eso es cosa nuestra -contestó Joanet.
– ¡Mira el pequeñín! -rió el mayor de todos adelantándose hacia Joanet. Le sacaba más de medio cuerpo de altura y Arnau temió por su amigo-. Todo lo que sucede en esta plaza es cosa nuestra, ¿entiendes? -le dijo, empujándolo.
Cuando Joanet reaccionó e iba a lanzarse sobre el chico mayor, algo captó la atención de todos desde el otro lado de la plaza.
– ¡Un judío! -gritó otro de los muchachos.
Todo el grupo salió corriendo en dirección a un niño en cuyo pecho destacaba el redondel rojo y amarillo y que puso pies en polvorosa en cuanto se percató de lo que se le venía encima. El pequeño judío logró alcanzar la puerta de la judería antes de que el grupo le diese alcance. Los muchachos se detuvieron en seco ante la entrada. Junto a Arnau y Joanet seguía, sin embargo, un niño más pequeño aún que Joanet, con los ojos abiertos de asombro ante el intento de éste de rebelarse contra el mayor.
– Ahí tenéis otra iglesia, detrás de la de Sant Jaume -les indicó-. Aprovechad para escapar, porque Pau -añadió señalando con la cabeza hacia el grupo, que ya se dirigía otra vez hacia ellos- volverá muy enfadado y la pagará con vosotros. Siempre se enfada cuando se le escapa un judío.
Arnau tiró de Joanet, que, desafiante, esperaba al tal Pau. Al final, cuando vio que los muchachos empezaban a correr hacia ellos, Joanet cedió a los tirones de su amigo.
Corrieron calle abajo, en dirección al mar, pero cuando se dieron cuenta de que Pau y los suyos -probablemente más preocupados por los judíos que transitaban su plaza- no los seguían, recuperaron el ritmo normal. Apenas habían recorrido una calle desde la plaza de Sant Jaume cuando se toparon con otra iglesia. Se pararon al pie de la escalera y se miraron. Joanet hizo un gesto con los ojos y la cabeza en dirección a las puertas. -Esperaremos -dijo Arnau.
En ese momento una anciana salió de la iglesia y descendió lentamente la escalera. Arnau no lo pensó dos veces.
– Buena mujer -le dijo cuando alcanzó la calzada-, ¿qué iglesia es ésta?
– La de Sant Miquel -contestó la mujer sin detenerse.
Arnau suspiró. Ahora Sant Miquel.
– ¿Dónde hay otra iglesia? -intervino Joanet al ver la expresión de su amigo.
– Justo al final de esta calle.
– ¿Y cuál es ésa? -insistió, y logró captar por primera vez la atención de la mujer.
– Ésa es la iglesia de Sant Just i Pastor. ¿Por qué tenéis tanto interés?
Los niños no contestaron y se separaron de la anciana, que los miró mientras se alejaban cabizbajos.
– ¡Todas las iglesias son de hombres! -espetó Arnau-.Tenemos que encontrar una iglesia de mujeres; seguro que allí estará la Virgen María.
Joanet continuó caminando pensativo.
– Conozco un sitio… -dijo al fin-.Todo son mujeres. Está en el extremo de la muralla, junto al mar. Lo llaman… -Joanet trató de recordar-. Lo llaman Santa Clara.
– Tampoco es la Virgen.
– Pero es una mujer. Seguro que tu madre está con ella. ¿Acaso estaría con un hombre que no fuera tu padre?
Bajaron por la calle de la Ciutat hasta el portal de la Mar, que se abría en la antigua muralla romana, junto al castillo Regomir, y desde donde partía el camino hacia el convento de Santa Clara, que cerraba las nuevas murallas por su extremo oriental, lindando con el mar. Tras dejar atrás el castillo Regomir doblaron a la izquierda y continuaron hasta dar con la calle de la Mar, que iba desde la plaza del Blat hasta la iglesia de Santa María de la Mar, donde se desgajaba en pequeñas callejuelas, todas ellas paralelas, que desembocaban en la playa. Desde allí, cruzando la plaza del Born y el Pla d'en Llull, se llegaba por la calle de Santa Clara hasta el convento del mismo nombre.
Pese a la ansiedad por encontrar la iglesia que buscaban, ninguno de los dos niños pudo vencer el impulso de detenerse junto a las mesas de los plateros situadas a ambos lados de la calle de la Mar. Barcelona era una ciudad próspera y rica y buena muestra de ello eran los numerosos objetos valiosos expuestos en aquellas mesas: vajillas de plata, jarras y vasos de metales preciosos con incrustaciones de piedras, collares, pulseras y anillos, cinturones, un sinfín de obras de arte que refulgían bajo el sol del verano y que Arnau y Joanet intentaban mirar antes de que el artesano los obligase a continuar su camino, a veces a gritos o a coscorrones.
De esa forma, corriendo delante del aprendiz de uno de los plateros, llegaron a la plaza de Santa María; a su derecha un pequeño cementerio, el fossar Mayor, y a su izquierda, la iglesia.
– Santa Clara está por… -empezó a decir Joanet, pero calló de repente. Aquello…, ¡aquello era impresionante!
– ¿Cómo lo habrán hecho? -se preguntó Arnau antes de quedarse con la boca abierta.
Delante de ellos se alzaba una iglesia, fuerte y resistente, seria, adusta, chata, sin ventanales y con unos muros de un grosor excepcional. Alrededor del templo habían limpiado y allanado el terreno. Un sinfín de estacas clavadas en el suelo y unidas por cuerdas, formando figuras geométricas, la rodeaba.
Circundando el ábside de la iglesia pequeña, se alzaban diez esbeltas columnas de dieciséis metros de altura, cuya piedra blanca resaltaba a través del andamiaje que las envolvía.
Los andamios, de madera, apoyados en la parte posterior de la iglesia subían y subían como inmensos escalones. Aun a la distancia a la que se encontraba, Arnau tuvo que levantar la vista para divisar el final de los andamios, muy por encima del de las columnas.
– Vamos -lo instó Joanet cuando se cansó de mirar el peligroso trajinar de los obreros por los andamios-; seguro que es otra catedral.
– Esto no es una catedral -oyeron a sus espaldas. Arnau y Joanet se miraron y sonrieron. Se volvieron e interrogaron con la mirada a un hombre fuerte y sudoroso cargado con una enorme piedra a sus espaldas. ¿Y qué es?, parecía decirle Joanet sonriendo-. La catedral la pagan los nobles y la ciudad; sin embargo esta iglesia, que será más importante y más bella que la catedral, la paga y la construye el pueblo.
El hombre ni siquiera se había detenido. El peso de la piedra parecía empujarlo hacia delante; con todo, les había sonreído.
Los dos niños lo siguieron hasta el costado de la iglesia, situado junto a otro cementerio, el fossar Menor.
– ¿Quiere que lo ayudemos? -preguntó Arnau.
El hombre resopló antes de volverse y sonreír de nuevo.
– Gracias, muchacho, pero será mejor que no.
Al final, se agachó y dejó la piedra en el suelo. Los niños la miraron y Joanet se acercó a ella para intentar moverla, pero no pudo. El hombre soltó una carcajada y Joanet le contestó con una sonrisa.
– Si no es una catedral -intervino Arnau señalando las altas columnas ochavadas-, ¿qué es?
– Esta es la nueva iglesia que está levantando el barrio de la Ribera en agradecimiento y devoción a Nuestra Señora, la Virgen…
Arnau dio un respingo.
– ¿LaVirgen María? -lo interrumpió con los ojos abiertos de par en par.
– Por supuesto, muchacho -le contestó el hombre revolviéndole el cabello-. La Virgen María, Nuestra Señora de la Mar.
– Y…, ¿y dónde está la Virgen María? -preguntó de nuevo Arnau, con la mirada puesta en la iglesia.
– Allí dentro, en esa pequeña iglesia, pero cuando terminemos ésta, tendrá el mejor templo que ninguna Virgen haya podido tener jamás.
¡Allí dentro! Arnau ni siquiera escuchó el resto. Allí dentro estaba su Virgen. De repente, un rumor los obligó a todos a levantar la vista: una bandada de pájaros había emprendido el vuelo desde lo más alto de los andamios.
El barrio de la Ribera de Mar de Barcelona, donde se estaba construyendo la iglesia en honor de la Virgen María, había crecido como un suburbio de la Barcelona carolíngia, cercada y fortificada por las antiguas murallas romanas. En sus inicios fue un simple barrio de pescadores, descargadores de barcos y todo tipo de gente humilde. Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, llamada Santa María de las Arenas, emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada santa Eulàlia en el año 303. La pequeña iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas de la playa de Barcelona, pero la misma sedimentación que había hecho impracticables los puertos de los que había gozado la ciudad, alejaron la iglesia de los arenales que configuraban la línea costera hasta hacerle perder su denominación original. Pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar.
El transcurso del tiempo, que ya había logrado despejar de arenales la pequeña iglesia, obligó también a la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía de Barcelona que ya no podía establecerse en el recinto romano. Y de los tres lindes de Barcelona, la burguesía optó por el oriental, aquel por el que transcurría el tráfico del puerto hasta la ciudad. Allí, en la misma calle de la Mar, se instalaron los plateros; las demás calles recibieron su nombre de los cambistas, algodoneros, carniceros y panaderos, vinateros y queseros, sombrereros, espaderos y multitud de otros artesanos. También se levantó allí una alhóndiga donde se alojaban los mercaderes extranjeros de visita en la ciudad, y se construyó la plaza del Born, a espaldas de Santa María, donde se celebraban justas y torneos. Pero no sólo los ricos artesanos se sintieron atraídos por el nuevo barrio de la Ribera; también muchos nobles se trasladaron allí, de la mano del senescal Guillem Ramon de Monteada, a quien el conde de Barcelona, Ramon Berenguer IV, cedió los terrenos que dieron lugar a la calle que llevaba su nombre, que desembocaba en la plaza del Born, junto a Santa María de la Mar, y en la que se alzaron grandes y lujosos palacios.
Después de que el barrio de la Ribera de la Mar de Barcelona se convirtiera en un lugar próspero y rico, la antigua iglesia románica a la que acudían los pescadores y demás gente de la mar a venerar a su patrona se quedó pequeña y pobre para sus prósperos y ricos parroquianos. Sin embargo, los esfuerzos económicos de la iglesia barcelonesa y de la realeza se dirigían exclusivamente a la reconstrucción de la catedral de la ciudad.
Los parroquianos de Santa María de la Mar, ricos y pobres, unidos por la devoción a la Virgen, no desfallecieron ante la falta de apoyo y, de la mano del recién nombrado archidiácono de la Mar, Bernat Llull, solicitaron a las autoridades eclesiásticas el permiso para alzar lo que querían que fuera el mayor monumento a la Virgen María. Y lo obtuvieron.
Santa María de la Mar se empezó a construir, pues, por y para el pueblo, de lo cual dio fe la primera piedra del edificio que se colocó en el lugar exacto donde iría el altar mayor y en la que, a diferencia de lo que ocurría con las construcciones que contaban con el apoyo de las autoridades, tan sólo se esculpió el escudo de la parroquia en señal de que la fábrica, con todos sus derechos, pertenecía única y exclusivamente a los parroquianos que la habían construido: los ricos, con sus dineros; los humildes, con su trabajo. Desde que se colocó la primera piedra, un grupo de feligreses y prohombres de la ciudad llamados laVigesimoquinta debía reunirse, cada año, con el rector de la parroquia para, asistidos de un notario, entregarle las llaves de la iglesia para ese año.
Arnau observó al hombre de la piedra. Todavía sudoroso, jadeante, sonreía mientras miraba hacia la construcción.
– ¿Podría verla? -preguntó Arnau.
– ¿A la Virgen? -preguntó a su vez el hombre dirigiendo su sonrisa hacia el pequeño.
¿Y si los niños no podían entrar solos en las iglesias?, se preguntó Arnau. ¿Y si tenían que hacerlo con sus padres? ¿Qué les había dicho el sacerdote de Sant Jaume?
– Por supuesto. La Virgen estará encantada de que unos niños como vosotros la visitéis.
Arnau rió, nervioso. Después miró a Joanet. -¿Vamos? -le instó.
– ¡Ehhh! Un momento -les dijo el hombre-; yo tengo que volver al trabajo. -Miró a los operarios que trabajaban la piedra-. Àngel -le gritó a un muchacho de unos doce años que se acercó a ellos corriendo-, acompaña a estos niños a la iglesia. Dile al cura que quieren ver a la Virgen.
El hombre volvió a revolver el cabello de Arnau y desapareció en dirección al mar. Arnau y Joanet se quedaron con el tal Àngel, pero cuando el muchacho los miró, ambos bajaron la vista. -¿Queréis ver a la Virgen? Su voz sonó sincera. Arnau asintió y le preguntó: -Tú… ¿la conoces?
– Claro -rió Àngel-. Es la Virgen de la Mar, mi Virgen. ¡Mi padre es barquero! -añadió con orgullo-.Venid.
Los dos lo siguieron hasta la entrada de la iglesia, Joanet con los ojos muy abiertos, Arnau cabizbajo.
– ¿Tienes madre? -preguntó de repente. -Sí, claro -contestó Àngel sin dejar de andar delante de ellos. A sus espaldas, Arnau sonrió a Joanet. Cruzaron las puertas de Santa María, y Arnau y Joanet se detuvieron hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Olía a cera y a incienso. Arnau comparó las altas y esbeltas columnas que se alzaban por fuera con las del interior de la iglesia: bajas, cuadradas y gruesas. La única luz que penetraba lo hacía por unas ventanas estrechas, alargadas y hundidas en los anchos muros de la construcción, que dejaban aquí y allá rectángulos amarillos sobre el suelo. Colgando del techo, en las paredes, en todas partes, había barcos: algunos laboriosamente trabajados, otros más toscos.
– Vamos -les susurró Àngel.
Mientras se dirigían hacia el altar, Joanet señaló a varias personas postradas de rodillas en el suelo y que les habían pasado inadvertidas al principio. Al pasar junto a ellas, el murmullo de sus oraciones extrañó a los niños.
– ¿Qué hacen? -preguntó Joanet acercándose al oído de Arnau.
– Rezan -le contestó éste.
Su tía Guiamona, cuando volvía de la iglesia con sus primos, lo obligaba a rezar, arrodillado en su dormitorio, frente a una cruz.
Cuando estuvieron ante el altar, un sacerdote delgado se les acercó. Joanet se colocó detrás de Arnau.
– ¿Qué te trae por aquí, Àngel? -preguntó el hombre en voz baja, pero mirando no obstante a los dos niños.
El sacerdote tendió la mano hacia Àngel, ante la que el joven se inclinó.
– Estos dos chicos, padre. Quieren ver a la Virgen.
Los ojos del sacerdote brillaron en la oscuridad al dirigirse a Arnau.
– Allí la tenéis -dijo señalando hacia el altar.
Arnau siguió la dirección que indicaba el sacerdote hasta dar con una pequeña y sencilla figura de mujer esculpida en piedra, con un niño sobre su hombro derecho y un barco de madera a sus pies. Entornó los ojos; las facciones de la mujer eran serenas. ¡Su madre!
– ¿Cómo os llamáis? -preguntó el sacerdote.
– Arnau Estanyol -contestó el uno.
– Joan, pero me llaman Joanet -respondió el otro.
– ¿Y de apellido?
La sonrisa desapareció del rostro de Joanet. Ignoraba cuál era su apellido. Su madre le había dicho que no debía utilizar el de Ponç el calderero, que si éste se enteraba, se enfadaría mucho, pero que tampoco utilizase el de ella. Nunca había tenido que decirle a nadie su apellido. ¿Por qué querría saberlo ahora ese sacerdote? Pero el cura insistía con la mirada.
– Igual que él -dijo al fin-. Estanyol.
Arnau se giró hacia él y leyó una súplica en los ojos de su amigo.
– Entonces sois hermanos.
– S…, sí -atinó a balbucear Joanet ante la silenciosa complicidad de Arnau.
– ¿Sabéis rezar?
– Sí -contestó Arnau.
– Yo no… todavía -añadió Joanet.
– Pues que te enseñe tu hermano mayor -le dijo el sacerdote-. Podéis rezar a la Virgen. Ven conmigo, Àngel, quisiera darte un recado para tu maestro. Hay allí unas piedras…
La voz del cura se fue perdiendo a medida que se alejaban; los dos niños quedaron frente al altar.
– ¿Habrá que rezar de rodillas? -le susurró Joanet a Arnau. Arnau volvió la vista hacia las sombras que le señalaba Joanet, y cuando éste ya se dirigía hacia los reclinatorios de seda roja que había frente al altar mayor, lo agarró del brazo.
– La gente se arrodilla en el suelo -le dijo también en un susurro señalando a los parroquianos-, pero además están rezando.
– ¿Y qué vas a hacer tú?
– Yo no rezo. Estoy hablando con mi madre. Tú no te arrodillas cuando hablas con tu madre, ¿verdad? Joanet lo miró. No, no lo hacía…
– Pero el cura no ha dicho que pudiéramos hablar con ella; sólo que podíamos rezar.
– Ni se te ocurra decirle nada al cura. Si lo haces, le diré que le has mentido y que no eres mi hermano.
Joanet se quedó junto a Arnau y se entretuvo mirando los numerosos barcos que adornaban la iglesia. Le hubiera gustado tener uno de aquellos barcos. Se preguntó si podrían flotar. Seguro que sí; si no, ¿para qué los habían tallado? Podría poner uno de aquellos barcos en la orilla del mar y…
Arnau tenía la vista fija en la figura de piedra. ¿Qué podía decirle? ¿Le habrían llevado el mensaje los pájaros? Les había dicho que la quería, se lo había dicho muchas veces.
«Mi padre me ha dicho que aunque era mora está contigo, pero que no puedo decírselo a nadie, porque la gente dice que los moros no van al cielo -siguió murmurando-. Era muy buena. Ella no tuvo la culpa de nada. Fue Margarida.»
Arnau miraba fijamente a la Virgen. Decenas de velas encendidas la rodeaban. El aire vibraba alrededor de la figura de piedra.
«¿Está contigo Habiba? Si la ves, dile que también la quiero. No te enfadas porque la quiera, ¿verdad?, aunque sea mora.»
Arnau, a través de la oscuridad, el aire y el titilar de las decenas de velas, observó cómo los labios de la pequeña figura de piedra se curvaban en una sonrisa.
– ¡Joanet! -le dijo a su amigo.
– ¿Qué?
Arnau señaló a la Virgen, pero ahora sus labios… ¿Tal vez la Virgen no quería que nadie más la viera sonreír? Tal vez fuera un secreto.
– ¿Qué? -insistió Joanet.
– Nada, nada.
– ¿Ya habéis rezado?
La presencia de Àngel y el clérigo los sorprendió.
– Sí -contestó Arnau.
– Yo no…-empezó a excusarse Joanet.
– Lo sé, lo sé -lo interrumpió cariñosamente el sacerdote acariciándole el cabello-.Y tú, ¿qué has rezado?
– El Ave María -contestó Arnau.
– Preciosa oración.Vamos, pues -añadió el cura mientras los acompañaba hasta la puerta.
– Padre -le dijo Arnau una vez en el exterior-, ¿podremos volver?
El sacerdote les sonrió.
– Por supuesto, pero espero que cuando lo hagáis, hayas enseñado a rezar a tu hermano. -Joanet aceptó con seriedad las dos palmadas que el sacerdote le propinó en las mejillas-.Volved cuando queráis -añadió éste-; siempre seréis bienvenidos.
Àngel empezó a andar en dirección al lugar en el que se amontonaban las piedras. Arnau y Joanet lo siguieron.
– Y ahora, ¿adonde vais? -les preguntó volviéndose hacia ellos. Los niños se miraron y se encogieron de hombros-. No podéis estar en las obras. Si el maestro…
– ¿El hombre de la piedra? -lo interrumpió Arnau.
– No -contestó Àngel riendo-. Ése es Ramon, un bastaix. -Joanet se sumó a la inquisitiva expresión de su amigo-. Los bastaixos son los arrieros de la mar; transportan las mercaderías desde la playa hasta los almacenes de los mercaderes, o al revés. Cargan y descargan las mercancías después de que los barqueros las hayan llevado hasta la playa.
– Entonces, ¿no trabajan en Santa María? -preguntó Arnau. -Sí. Los que más. -Àngel rió ante la expresión de los niños-. Son gente humilde, sin recursos, pero devotos de la Virgen de la Mar, más devotos que nadie. Como no pueden dar dinero para la construcción, la cofradía de los bastaixos se ha comprometido a transportar gratuitamente la piedra desde la cantera real, en Montjuïc, hasta pie de obra. Lo hacen sobre sus espaldas -Ángel hizo aquel comentario con la mirada perdida-, y recorren millas cargados con piedras que después tenemos que mover entre dos personas.
Arnau recordó la enorme roca que el bastaix había dejado en el suelo.
– ¡Claro que trabajan para su Virgen! -insistió Àngel-, más que nadie. Id a jugar -añadió antes de reemprender su camino.
– ¿Por qué siguen elevando los andamios?
Arnau señaló hacia la parte trasera de la iglesia de Santa María. Àngel levantó la mirada y con la boca llena de pan y queso masculló una explicación ininteligible. Joanet empezó a reírse, Arnau se le sumó y, al final, el propio Àngel no pudo evitar una carcajada, hasta que se atragantó y la risa se convirtió en un ataque de tos.
Todos los días Arnau y Joanet iban a Santa María, entraban en la iglesia y se arrodillaban. Azuzado por su madre, Joanet había decidido aprender a rezar y repetía una y otra vez las oraciones que Arnau le enseñaba. Después, cuando los dos amigos se separaban, el pequeño corría hasta la ventana y le explicaba cuánto había rezado aquel día. Arnau hablaba con su madre, salvo cuando el padre Albert, que así se llamaba el sacerdote, se acercaba a ellos; entonces se sumaba al murmullo de Joanet.
Cuando salían de Santa María y siempre a cierta distancia, Arnau y Joanet miraban las obras, a los carpinteros, a los picapedreros, a los albañiles; después se sentaban en el suelo de la plaza a la espera de que Àngel hiciera un receso en su trabajo y se sentara junto a ellos para comer pan y queso. El padre Albert los miraba con cariño, los trabajadores de Santa María los saludaban con una sonrisa, e incluso los bastaixos, cuando aparecían cargados con piedras sobre sus espaldas, desviaban la mirada hacia aquellos dos pequeños sentados frente a Santa María.
– ¿Por qué siguen elevando los andamios? -volvió a preguntar Arnau.
Los tres miraron hacia la parte posterior de la iglesia, donde se levantaban las diez columnas; ocho en semicírculo y dos más apartadas. Tras ellas se habían empezado a construir los contrafuertes y los muros que formarían el ábside. Pero si las columnas subían por encima de la pequeña iglesia románica, los andamios subían y subían, sin razón aparente, sin columnas en su interior, como si los operarios se hubieran vuelto locos y quisieran construir una escalera hasta el cielo.
– No sé -contestó Àngel.
– Todos esos andamios no aguantan nada -intervino Joanet.
– Pero aguantarán -afirmó entonces con seguridad la voz de un hombre.
Los tres se volvieron. Entre las risas y las toses no se habían dado cuenta de que a sus espaldas se habían colocado varios hombres, algunos lujosamente vestidos, otros con hábitos de sacerdote pero engalanados con cruces de oro y piedras preciosas sobre el pecho, grandes anillos y cinturones bordados con hilos de oro y plata.
El padre Albert los vio desde la puerta de la iglesia y se apresuró a recibirlos. Àngel se levantó de un salto y volvió a atragantarse. No era la primera vez que veía al hombre que acababa de contestarles, pero en contadas ocasiones lo había visto rodeado de tanto boato. Era Berenguer de Montagut, el maestro de obras de Santa María de la Mar.
Arnau y Joanet se levantaron también. El padre Albert se unió al grupo y saludó a los obispos besándoles los anillos.
– ¿Qué aguantarán?
La pregunta de Joanet detuvo al padre Albert a medio camino de otro beso; desde su incómoda postura miró al niño; no hables si no te preguntan, le dijo con los ojos. Uno de los prebostes hizo amago de continuar hacia la iglesia, pero Berenguer de Montagut agarró a Joanet por un hombro y se inclinó hacia él.
– Los niños son a menudo capaces de ver aquello que nosotros no vemos -dijo en voz alta a sus acompañantes-, así que no me extrañaría que éstos hubieran observado algo que a nosotros pudiera habérsenos pasado por alto. ¿Quieres saber por qué seguimos elevando los andamios? -Joanet asintió, no sin antes mirar al padre Albert-. ¿Ves el final de las columnas? Pues desde allí arriba, desde el final de cada una de ellas saldrán seis arcos y el más importante de todos será aquel sobre el que descansará el ábside de la nueva iglesia.
– ¿Qué es un ábside? -preguntó Arnau.
Berenguer sonrió y miró hacia atrás. Algunos de los presentes estaban tan atentos a las explicaciones como los niños.
– Un ábside es algo parecido a esto. -El maestro juntó los dedos de las manos, ahuecándolas. Los niños permanecieron atentos a aquellas manos mágicas; algunos de los de atrás se asomaron, incluido el padre Albert-. Pues bien, encima de todo, en lo más alto -continuó, separando una de las manos y señalando el final de su índice-, va colocada una gran piedra que se llama piedra de clave. Primero tenemos que izar esa piedra hasta lo más alto de los andamios, allí arriba, ¿veis? -Todos miraron hacia el cielo-. Una vez que la hayamos colocado, iremos subiendo los nervios de esos arcos hasta que se junten con la piedra de clave. Por eso necesitamos esos andamios tan altos.
– ¿Y para qué tanto esfuerzo? -volvió a preguntar Arnau. El sacerdote dio un respingo cuando oyó al niño, aunque ya empezaba a acostumbrarse a sus preguntas y observaciones-. Todo eso no se verá desde dentro de la iglesia. Quedará por encima del techo.
Berenguer rió y también lo hicieron algunos de sus acompañantes. El padre Albert suspiró.
– Sí que se verá, muchacho, porque el techo de la iglesia que hay ahora irá desapareciendo a medida que se construya la nueva estructura. Será como si esa pequeña iglesia fuese creando la nueva, más grande, más…
La expresión de desazón de Joanet lo sorprendió. El niño se había acostumbrado a la intimidad de la pequeña iglesia, a su olor, a su oscuridad, a la intimidad que encontraba cuando rezaba.
– ¿Quieres a la Virgen de la Mar? -le preguntó Berenguer.
Joanet miró a Arnau. Los dos asintieron.
– Pues cuando terminemos su nueva iglesia, esa Virgen a la que tanto queréis tendrá más luz que ninguna de las vírgenes del mundo.Ya no estará a oscuras como ahora, y tendrá el templo más bello que nadie haya podido imaginar; ya no estará encerrada entre muros gordos y bajos, sino entre altos y delgados, esbeltos, con columnas y ábsides que llegarán hasta el cielo, donde debe estar la Virgen.
Todos miraron hacia el cielo.
– Sí -continuó Berenguer de Montagut-, hasta allí llegará la nueva iglesia de la Virgen de la Mar. -Después empezó a andar hacia Santa María, acompañado de su comitiva; dejaron a los niños y al padre Albert observando sus espaldas.
– Padre -preguntó Arnau cuando ya no los podían oír-, ¿qué será de la Virgen cuando derriben la iglesia pequeña, pero aún no esté acabada la grande?
– ¿Ves aquellos contrafuertes? -le contestó el sacerdote señalando dos de los que se estaban construyendo para cerrar el deambulatorio, tras el altar mayor-. Pues allí, entre ellos, se construirá la primera capilla, la del Santísimo, en la que provisionalmente y junto al cuerpo de Cristo y al sepulcro que contiene los restos de santa Eulàlia, se guardará a la Virgen para que no sufra ningún desperfecto.
– ¿Y quién la vigilará?
– No te preocupes -le contestó el clérigo, esta vez sonriendo-, la Virgen estará bien vigilada. La capilla del Santísimo pertenece a la cofradía de los bastaixos; ellos tendrán la llave de sus rejas y se ocuparán de vigilar a tu Virgen.
Arnau y Joanet conocían ya a los bastaixos. Àngel les había recitado sus nombres cuando aparecían en fila, cargados con sus enormes piedras: Ramon, el primero que habían conocido; Guillem, duro como las rocas que cargaba sobre sus espaldas, tostado por el sol y con el rostro horriblemente desfigurado por un accidente, pero dulce y cariñoso en el trato; otro Ramon, llamado «el Chico», más bajo que el primer Ramon y achaparrado; Miquel, un hombre fibroso que parecía incapaz de soportar el peso de su carga pero que lo lograba a fuerza de tensar todos los nervios y tendones de su cuerpo, hasta el punto de que parecía que en cualquier momento podían estallar; Sebastià, el más antipático y taciturno, y su hijo Bastianet; Pere, Jaume y un sinfín de nombres más, correspondientes a aquellos trabajadores de la Ribera que habían asumido como tarea propia transportar desde la cantera real de La Roca hasta Santa María de la Mar los miles de piedras necesarios para la construcción de la iglesia.
Arnau pensó en los bastaixos: en cómo miraban hacia la iglesia cuando, encorvados, llegaban hasta Santa María; en cómo sonreían tras descargar las piedras; en la fuerza que demostraban sus espaldas. Estaba seguro de que ellos cuidarían bien de su Virgen.
Lo que les había avanzado Berenguer de Montagut no tardó ni siete días en cumplirse.
– Mañana venid al amanecer -les aconsejó Àngel-; izaremos la clave.
Y allí estaban los niños, corriendo por detrás de todos los operarios reunidos al pie de los andamios. Había más de un centenar de personas, entre trabajadores, bastaixos y hasta sacerdotes; el padre Albert se había despojado de sus hábitos y aparecía vestido como uno más, con una gruesa pieza de tela roja enrollada en la cintura a guisa de faja.
Arnau y Joanet se metieron entre ellos, saludando a unos y sonriendo a otros.
– Niños -oyeron que les decía uno de los maestros albañiles-, cuando empecemos a izar la clave no quiero veros por en medio.
Los dos asintieron.
– ¿Y la clave? -preguntó Joanet, levantando la mirada hacia el maestro.
Corrieron hacia donde el hombre les indicó, al pie del primer andamio, el más bajo de todos.
– ¡Virgen! -exclamaron al unísono cuando estuvieron junto a la gran piedra circular.
Muchos hombres la miraban como ellos, pero en silencio; sabían que aquél era un día importante.
– Pesa más de seis mil kilos -les dijo alguien.
Joanet, con los ojos como platos, miró a Ramon, el bastaix al que había visto junto a la piedra.
– No -le dijo éste adivinando sus pensamientos-, ésta no la hemos traído nosotros.
El comentario suscitó algunas risas nerviosas que, sin embargo, cesaron enseguida. Arnau y Joanet vieron cómo los hombres desfilaban, miraban la piedra y levantaban la vista hacia lo alto de los andamios; ¡tenían que izar más de seis mil kilos a una altura de treinta metros tirando de maromas!
– Si algo falla… -oyeron que decía uno de ellos mientras se santiguaba.
– Nos pillará debajo -continuó otro haciendo una mueca con los labios.
Nadie estaba parado; hasta el padre Albert, con su extraña indumentaria, se movía inquieto entre ellos, animándolos, golpeándolos en la espalda y charlando atropelladamente. La iglesia vieja se alzaba entre la gente y los andamios. Muchos miraban hacia ella. Ciudadanos de Barcelona empezaron a arremolinarse a cierta distancia de las obras.
Al fin apareció Berenguer de Montagut y, sin dar tiempo a que la gente lo parase o saludase, se encaramó al andamio más bajo y empezó a dirigirse a los congregados. Mientras él hablaba, varios albañiles que lo acompañaban ataron una gran trócola a la piedra. -Como veréis -gritó-, en lo alto del andamio se han montado varios polipastos que nos servirán para izar la clave. Las trócolas, tanto las de arriba como las que están atando a la clave, están compuestas por tres órdenes de poleas compuestos a su vez por tres poleas cada uno. Como ya sabéis, no utilizaremos tornos ni ruedas puesto que en todo momento deberemos dirigir la clave lateralmente. Hay tres maromas que pasan por las poleas, suben hasta arriba y vuelven a bajar hasta el suelo. -El maestro, seguido por un centenar de cabezas, señaló el recorrido de las maromas-. Quiero que os dividáis en tres grupos a mi alrededor.
Los maestros albañiles empezaron a dividir a la gente. Arnau y Joanet se escabulleron hasta la fachada posterior de la iglesia y allí, con la espalda pegada al muro, siguieron los preparativos. Cuando Berenguer comprobó que se habían formado los tres grupos en su derredor, continuó hablando:
– Cada uno de los tres grupos halará de una de las maromas. Vosotros -añadió dirigiéndose a uno de los grupos- seréis Santa María. Repetid conmigo: ¡Santa María! -Los hombres gritaron Santa María-.Vosotros, Santa Clara. -El segundo grupo coreó el nombre de Santa Clara-.Y vosotros, Santa Eulàlia. Me dirigiré a vosotros por esos nombres. Cuando diga ¡todos!, me estaré refiriendo a los tres grupos. Debéis tirar en línea recta, según se os coloque, sin perder la espalda de vuestro compañero y atendiendo las órdenes del maestro que dirigirá cada fila. Recordad: ¡siempre tenéis que estar rectos! Colocaos en fila.
Cada grupo contaba con un maestro albañil que los organizó en fila. Las maromas ya estaban preparadas y los hombres las agarraron. Berenguer de Montagut no les permitió pensar.
– ¡Todos! Empezad a tirar a la orden de ya, suave primero, hasta que notéis la tensión en las cuerdas. ¡Ya!
Arnau y Joanet vieron moverse las filas hasta que las maromas empezaron a tensarse.
– ¡Todos! ¡Con fuerza!
Los niños contuvieron la respiración. Los hombres clavaron los talones en la tierra, empezaron a tirar, y sus brazos, sus espaldas y sus rostros se tensaron. Arnau y Joanet fijaron la mirada en la gran piedra. No se movía.
– ¡Todos! ¡Más fuerte!
La orden resonó en la explanada. Los rostros de los hombres empezaron a congestionarse. La madera de los andamios crujió y la clave se levantó un palmo del suelo. ¡Seis mil kilos!
– ¡Más! -aulló Berenguer sin desviar la atención de la clave.
Otro palmo. Los niños se habían olvidado hasta de respirar.
– ¡Santa María! ¡Más fuerte! ¡Más!
Arnau y Joanet dirigieron la mirada hacia la fila de Santa María. Allí estaba el padre Albert, que cerró los ojos y tiró de la cuerda.
– Así, ¡Santa María!, así. ¡Todos! ¡Más fuerza!
La madera siguió crujiendo. Arnau y Joanet miraron hacia los andamios y después a Berenguer de Montagut, que sólo prestaba atención a la piedra, que ya ascendía, lentamente, muy lentamente.
– ¡Más! ¡Más! ¡Más! ¡Todos juntos! ¡Con fuerza!
Cuando la clave alcanzó la altura del primer andamio, Berenguer ordenó que las filas dejasen de tirar y aguantasen la piedra en el aire.
– ¡Santa María y Santa Eulàlia, aguantad! -ordenó después-, ¡Santa Clara, halad! -La clave se desplazó lateralmente hasta el mismo andamio desde el que Berenguer daba las órdenes-. ¡Todos ahora! Soltad poco a poco.
Todos, incluidos quienes tiraban de las maromas, contuvieron la respiración cuando la clave se posó sobre el andamio, a los pies de Berenguer.
– ¡Despacio! -gritó el maestro de obras.
La plataforma se combó por el peso de la clave.
– ¿Y si cede? -le susurró Arnau a Joanet.
Si cediese, Berenguer…
Aguantó. Sin embargo, aquel andamio no estaba preparado para soportar durante mucho tiempo el peso de la clave. Había que llegar hasta arriba, donde, según los cálculos de Berenguer, los andamios aguantarían. Los albañiles cambiaron las maromas hasta el siguiente polipasto y los hombres volvieron a tirar de las cuerdas. El siguiente andamio y el siguiente; los seis mil kilos de piedra se alzaban hasta el lugar en el que confluirían las nervaduras de los arcos, por encima de la gente, en el cielo.
Los hombres sudaban y tenían los músculos agarrotados. De vez en cuando, alguno caía y el maestro de la fila corría para sacarlo de debajo de los pies de los que lo precedían. Algunos ciudadanos fuertes se habían acercado y cuando alguien no podía más, el maestro elegía a alguno de ellos para que ocupase su puesto.
Desde arriba, Berenguer daba las órdenes, que transmitía a los hombres otro maestro situado en un andamio más bajo. Cuando la clave llegó hasta el último andamio, algunas sonrisas aparecieron entre los labios fuertemente apretados, pero aquél era el momento más difícil. Berenguer de Montagut había calculado el lugar exacto en que debía colocarse la clave para que las nervaduras de los arcos se acoplasen a ella perfectamente. Durante días trianguló con cuerdas y estacas entre las diez columnas, echó plomadas desde el andamio y tensó cuerdas y más cuerdas desde las estacas del suelo hasta arriba del andamio. Durante días garabateó sobre los pergaminos, los raspó y volvió a escribir sobre ellos. Si la clave no ocupaba el lugar exacto, no aguantaría los esfuerzos de los arcos y el ábside podía venirse abajo.
Al final, después de miles de cálculos e infinidad de trazas, dibujó el lugar exacto sobre la plataforma del último andamio. Allí debía colocarse la clave, ni un palmo más allá ni un palmo más acá. Los hombres se desesperaron cuando, a diferencia de lo que había sucedido en las demás plataformas, Berenguer de Montagut no les permitió dejar la clave sobre el andamio y continuó dando órdenes:
– Un poco más, Santa María. No. Santa Clara, tirad, ahora aguantad. ¡Santa Eulàlia!, ¡Santa Clara!, ¡Santa María…! ¡Abajo…!, ¡arriba…! ¡Ahora! -gritó de repente-. ¡Aguantad todos! ¡Abajo! Poco a poco, poco a poco. ¡Despacio!
De repente las maromas dejaron de pesar. En silencio, todos los hombres miraron al cielo, donde Berenguer de Montagut se había acuclillado para comprobar la situación de la clave. Rodeó la piedra, de dos metros de diámetro, se irguió y saludó a los de abajo alzando los brazos.
Arnau y Joanet creyeron notar en sus espaldas, pegadas al muro de la vieja iglesia, el rugido que salió de las gargantas de los hombres que durante horas habían estado tirando de las cuerdas. Muchos se dejaron caer a tierra. Otros, los menos, se abrazaron y saltaron de alegría. Los cientos de espectadores que habían estado siguiendo la operación gritaban y aplaudían, y Arnau sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta y se le erizaba todo el vello del cuerpo.
– Me gustaría ser mayor -le susurró esa noche Arnau a su padre, los dos tumbados en el jergón de paja, rodeados por las toses y ronquidos de esclavos y aprendices.
Bernat intentó adivinar a qué venía aquel deseo. Aquel día, Arnau había llegado exultante y contó mil y una veces cómo se había izado la clave del ábside de Santa María. Hasta Jaume lo escuchó con atención.
– ¿Por qué, hijo?
– Todos hacen algo. En Santa María hay muchos niños que ayudan a sus padres o sus maestros, pero Joanet y yo…
Bernat pasó el brazo por los hombros del niño y lo atrajo hacia sí. Lo cierto era que, salvo cuando se le encomendaba alguna tarea esporádica, Arnau se pasaba el día por ahí. ¿Qué podía hacer que fuera de provecho?
– Te gustan los bastaixos, ¿verdad?
Bernat había sentido el entusiasmo con el que contaba cómo aquellos hombres transportaban las piedras hasta la iglesia. Los niños los seguían hasta las puertas de la ciudad, los esperaban allí y los acompañaban de vuelta, a lo largo de la playa, desde Framenors hasta Santa María.
– Sí -contestó Arnau mientras su padre rebuscaba con el otro brazo por debajo del jergón.
– Toma -le dijo entregándole el viejo pellejo de agua que los había acompañado durante su huida. Arnau lo cogió en la oscuridad-. Ofréceles agua fresca; ya verás como no la rechazan y te lo agradecen.
Al día siguiente, al amanecer, como siempre, Joanet ya lo esperaba a las puertas del taller de Grau. Arnau le enseñó el pellejo, se lo colgó del cuello y corrieron a la playa, a la fuente del Àngel, junto a los Encantes, la única que había en el camino de los bastaixos. La siguiente fuente estaba ya en Santa María.
Cuando los niños vieron que se acercaba la fila de bastaixos, andando lentamente, encorvados por el peso de las piedras, subieron a una de las barcas varadas en la playa. El primer bastaix llegó hasta ellos y Arnau le enseñó el pellejo. El hombre sonrió y se detuvo junto a la barca para que Arnau dejase caer el agua directamente en su boca. Los demás esperaron a que el primero dejara de beber; entonces lo hizo el siguiente. De vuelta a la cantera real, libres de peso, los bastaixos se detenían junto a la barca para agradecerles el agua fresca.
Desde aquel día, Arnau y Joanet se convirtieron en los aguadores de los bastaixos. Los esperaban junto a la fuente del Àngel y cuando había que descargar algún navio y los bastaixos no trabajaban para Santa María, los seguían por la ciudad para continuar dándoles agua sin que tuvieran que soltar los pesados fardos que cargaban a sus espaldas.
No dejaron de acercarse a Santa María para observarla, hablar con el padre Albert o sentarse en el suelo y ver cómo Àngel daba cuenta de su almuerzo. Quienquiera que los observase podía ver en sus ojos un brillo diferente cuando miraban hacia la iglesia. ¡Ellos también ayudaban a construirla! Así se lo habían dicho los bastaixos y hasta el padre Albert.
Con la clave en el cielo, los niños pudieron comprobar cómo de cada una de las diez columnas que la rodeaban empezaban a nacer los nervios de los arcos; los albañiles construyeron unas cerchas sobre las que engarzaban una piedra tras otra y que se alzaban en curva, hacia la clave. Por detrás de las columnas, rodeando las ocho primeras, ya se habían erigido los muros del deambulatorio, con los contrafuertes hacia dentro, metidos en el interior de la iglesia. Entre estos dos contrafuertes, les dijo el padre Albert señalándoles dos de ellos, estaría la capilla del Santísimo, la de los bastaixos, donde descansaría la Virgen.
Porque a la vez que nacían los muros del deambulatorio, a la vez que se empezaban a construir las nueve bóvedas apoyadas en las nervaduras que partían de las columnas, se empezó a derruir la vieja iglesia.
– Por encima del ábside -les contó también el sacerdote mientras Ángel asentía a sus palabras-, se construirá la cubierta. ¿Sabéis con qué se hará? -Los niños negaron con la cabeza-. Con todas las vasijas de cerámica defectuosas de la ciudad. Primero se colocarán unos sillares y sobre ellos todas las vasijas, una al lado de la otra, en filas.Y sobre ellas, la cubierta de la iglesia.
Arnau había visto todas esas vasijas amontonadas junto a las piedras de Santa María. Le preguntó a su padre por qué estaban allí, pero Bernat no había sabido responderle.
– Sólo sé -le dijo- que todas las vasijas defectuosas se amontonan a la espera de que vengan a buscarlas. No sabía que se destinaran a tu iglesia.
Así fue como la nueva iglesia fue tomando forma tras el ábside de la vieja, que ya empezaban a derruir con cuidado, para poder utilizar sus piedras. El barrio de la Ribera de Barcelona no quería quedarse sin iglesia, ni siquiera mientras se construía aquel nuevo y magnífico templo mariano, y los oficios religiosos no se suspendieron en ningún momento. Sin embargo, la sensación era extraña. Arnau, como todos, entraba a la iglesia por el portalón abocinado de la pequeña construcción románica y, una vez en su interior, la oscuridad en la que se había refugiado para hablar con su Virgen desaparecía para dejar paso a la luz que entraba por los ventanales del nuevo ábside. La antigua iglesia se asemejaba a una pequeña caja rodeada por la magnificencia de otra más grande, una caja llamada a desaparecer a medida que creciera la segunda, una caja más pequeña en cuyo final se abría el altísimo ábside ya cubierto.
Con todo, la vida de Arnau no se reducía a Santa María y a dar de beber a los bastaixos. Sus obligaciones, a cambio de cama y comida, pasaban, entre otras tareas, por ayudar a la cocinera cuando ésta salía de compras por la ciudad.
Cada dos o tres días, Arnau abandonaba el taller de Grau al amanecer para acompañar a Estranya, la esclava mulata que andaba con las piernas abiertas, insegura, contoneando peligrosamente sus exuberantes carnes. En cuanto Arnau se plantaba en la puerta de la cocina, la esclava, sin dirigirle la palabra, le daba los primeros bultos: dos cestos con hogazas de pan que debía llevar al horno de la calle Ollers Blancs para que las horneasen. En uno había las hogazas para Grau y su familia, amasadas con harina de trigo candeal y que se convertirían en un exquisito pan blanco; en el otro, las hogazas para los demás, de harina de cebada, de mijo o incluso de habas o garbanzos, un pan que salía oscuro, macizo y duro.
Entregada la masa de pan, Estranya y Arnau abandonaban el barrio de los alfareros y cruzaban las murallas en dirección al centro de Barcelona. Al principio del recorrido, Arnau seguía sin dificultad a la esclava mientras se reía del contoneo que agitaba sus oscuras carnes al caminar.
– ¿De qué te ríes? -le había preguntado en más de una ocasión la mulata.
Entonces Arnau la miraba al rostro, redondo y plano, y escondía la sonrisa.
– ¿Quieres reírte? Ríete ahora -le soltaba en la plaza del Blat cuando lo cargaba con un saco de trigo-. ¿Dónde está tu sonrisa? -le preguntaba en la bajada de la Llet al entregarle la leche que beberían sus primos; y repetía la pregunta en la plazoleta de les Cois, donde compraban coles, legumbres o verduras, o en la plaza de l'Oli, al adquirir aceite, caza o volatería.
A partir de ahí, cabizbajo, Arnau seguía a la esclava por toda Barcelona. Los días de abstinencia, ciento sesenta, casi la mitad del año, las carnes de la mulata se contoneaban hasta llegar a la playa, cerca de Santa María, y allí, en cualquiera de las dos pescaderías de la ciudad, la nueva o la vieja, Estranya se peleaba por conseguir los mejores delfines, atunes, esturiones, palomides, neros, reigs o corballs. -Ahora vamos a por tu pescado -le decía sonriente cuando había obtenido lo que deseaba.
Entonces se dirigían a la parte de atrás y la mulata compraba los despojos. También había mucha gente en la parte de atrás de cualquiera de las dos pescaderías, pero allí Estranya no se peleaba con nadie. Pese a ello, Arnau prefería los días de abstinencia a los que Estranya debía ir a por carne, ya que si para comprar los despojos del pescado sólo había que dar dos pasos hasta la trastienda, para los de la carne Arnau tenía que recorrer media Barcelona y salir de ella cargado con los fardos de la mulata.
En las carnicerías anejas a los mataderos de la ciudad compraban la carne para Grau y su familia. Era carne de primera calidad, como toda la que se vendía intramuros; Barcelona no permitía la entrada de animales muertos. Toda la carne que se vendía en la ciudad condal entraba viva y se sacrificaba en su interior.
Por eso, para comprar los despojos con que alimentar a los sirvientes y a los esclavos había que salir de la ciudad por Portaferrisa hasta llegar al mercado en el que se amontonaban animales muertos y todo tipo de carne de origen desconocido. Estranya sonreía a Arnau mientras compraba aquella carne, lo cargaba con ella y, tras pasar por el horno para recoger las hogazas, volvían a casa de Grau; Estranya con su bamboleo, Arnau arrastrando los pies.
Una mañana en que Estranya y Arnau estaban comprando en el matadero mayor, junto a la plaza del Blat, empezaron a sonar las campanas de la iglesia de Sant Jaume. No era domingo, ni fiesta. Estranya se quedó parada, tan grande como era, con las piernas abiertas. Alguien gritó en la plaza. Arnau no pudo entender qué decía pero a su grito se unieron muchos otros y la gente empezó a correr en todas direcciones. El chico se volvió hacia Estranya, con una pregunta en los labios que no llegó a formular. Soltó los bultos. Los mercaderes de grano levantaban sus puestos con celeridad. La gente seguía corriendo y gritando, y las campanas de Sant Jaume no dejaban de repicar. Arnau hizo un amago de dirigirse a la plaza de Sant Jaume, pero… ¿no sonaban también las de Santa Clara? Aguzó el oído en dirección al convento de las monjas y en ese momento empezaron a repicar las de Sant Pere, las de Framenors, las de Sant Just. ¡Todas las campanas de la ciudad repicaban! Arnau se quedó donde estaba, con la boca abierta, ensordecido, mientras veía correr a la gente.
De repente, se encontró con el rostro de Joanet frente al suyo. Su amigo, nervioso, no podía estarse quieto.
– Via fora! Via fora! -gritaba.
– ¿Qué? -preguntó Arnau.
– Via fora! -le gritó Joanet al oído.
– ¿Qué significa…?
Joanet lo hizo callar y señaló el antiguo portal Mayor, bajo el palacio del veguer.
Arnau dirigió la mirada hacia el portal justo cuando lo traspasaba un alguacil del veguer vestido para la batalla, con una coraza plateada y una gran espada al cinto. En su mano derecha, colgando de un asta dorada, portaba el pendón de Sant Jordi: la cruz roja en campo blanco.Tras él, otro alguacil, también dispuesto para la batalla, portaba el pendón de la ciudad. Los dos hombres recorrieron la plaza hasta su mismo centro, donde se encontraba la piedra que dividía la ciudad por barrios. Una vez allí, mostrando los pendones de Sant Jordi y de Barcelona, los alguaciles gritaron al unísono:
– Via fora! Via fora!
Las campanas seguían repicando y el «Via fora!» corría por todas las calles de la ciudad en boca de sus ciudadanos.
Joanet, que había observado el espectáculo en un silencio reverente, empezó a chillar desaforadamente.
Por fin, Estranya pareció responder y azuzó a Arnau para que saliera de allí. El muchacho, pendiente de los dos alguaciles, erguidos en el centro de la plaza, con sus corazas refulgentes y sus espadas, hieráticos bajo los coloridos pendones, se zafó de la mano de la mulata.
– Vamos, Arnau -le ordenó Estranya.
– No -se opuso él, acicateado por Joanet.
Estranya lo agarró por el hombro y lo zarandeó.
– Vamos. Esto no es cosa nuestra.
– ¿Qué dices, esclava? -Las palabras partieron de una mujer que, junto a otras, embelesadas como ellos, observaba los acontecimientos y había presenciado la discusión entre Arnau y la mulata-. ¿Es esclavo el muchacho? -Estranya negó con la cabeza-. ¿Es ciudadano? -Arnau asintió-. ¿Cómo te atreves, pues, a decir que el «Via fora» no es cosa del muchacho? -Estranya titubeó y sus pies se movieron como los de un pato que no quisiera andar.
– ¿Quién eres tú, esclava -le preguntó otra de las mujeres-, para negarle al chico el honor de defender los derechos de Barcelona?
Estranya bajó la cabeza. ¿Qué diría su amo si se enteraba? El, que tanto pretendía los honores de la ciudad. Las campanas seguían repicando. Joanet se había acercado al grupo de mujeres e incitaba a Arnau a sumarse a él.
– Las mujeres no van con la host de la ciudad -le recordó la primera a Estranya.
– Los esclavos, menos -añadió otra.
– ¿Quiénes crees que deben cuidar de nuestros maridos si no son los chicos como ellos?
Estranya no se atrevió a levantar la mirada.
– ¿Quiénes crees que les hacen la comida o los encargos, les quitan las botas o les limpian las ballestas?
– Ve a donde tengas que ir -le ordenaron-. Éste no es lugar para esclavos.
Estranya cogió los sacos que hasta entonces había cargado Arnau y comenzó a caminar moviendo sus carnes. Joanet, sonriendo complacido, miró con admiración al grupo de mujeres. Arnau seguía en el mismo sitio.
– Id, muchachos -los instaron las mujeres-, y cuidad de nuestros hombres.
– ¡Y díselo a mi padre! -le gritó Arnau a Estranya, que sólo había sido capaz de recorrer tres o cuatro metros.
Joanet se percató de que Arnau no separaba la vista de la lenta marcha de la esclava y adivinó sus dudas.
– ¿No has oído a las mujeres? -le dijo-. Somos nosotros quienes debemos cuidar de los soldados de Barcelona. Tu padre lo entenderá.
Arnau asintió, primero lentamente y después con fuerza. ¡Claro que lo entendería! ¿Acaso no había luchado para que fuesen ciudadanos de Barcelona?
Cuando se volvieron hacia la plaza, vieron que junto a los dos pendones de los alguaciles se hallaba un tercero: el de los mercaderes. El abanderado no vestía ropas de guerra, pero llevaba una ballesta a la espalda y una espada al cinto. Al cabo de poco llegó otro pendón, el de los plateros, y así, lentamente, la plaza se llenó de coloridas banderas con todo tipo de símbolos y figuras: el pendón de los peleteros, el de los cirujanos o barberos, el de los carpinteros, el de los caldereros, el de los alfareros…
Bajo los pendones se iban agrupando, según su oficio, los ciudadanos libres de Barcelona; todos, como exigía la ley, armados con una ballesta, una aljaba con cien saetas y una espada o una lanza. Antes de dos horas el sagramental de Barcelona se hallaba dispuesto a partir en defensa de los privilegios de la ciudad.
Durante esas dos horas, Arnau pudo descubrir a qué venía todo aquello. Joanet se lo explicó por fin.
– Barcelona no sólo se defiende si es necesario -dijo-, sino que ataca a quien se atreve contra nosotros. -El pequeño hablaba con vehemencia, señalando a soldados y pendones y mostrando su orgullo por la respuesta de todos ellos-. ¡Es fantástico! Ya verás. Con suerte estaremos algunos días fuera. Cuando alguien maltrata a algún ciudadano o ataca los derechos de la ciudad, se denuncia…, bueno, no sé a quién se denuncia, si al veguer o al Consejo de Ciento, pero si las autoridades consideran que lo que se denuncia es cierto, entonces se convoca la host bajo el pendón de Sant Jordi; allí está, ¿lo ves?, en el centro de la plaza, por encima de todos los demás. Las campanas suenan y la gente se lanza a la calle gritando «Via forah para que toda Barcelona se entere. Los prohombres de las cofradías sacan sus pendones y los cofrades se reúnen a su alrededor para acudir a la batalla.
Arnau, con los ojos como platos, miraba todo cuanto sucedía a su alrededor mientras seguía a Joanet a través de los grupos congregados en la plaza del Blat.
– ¿Y qué hay que hacer? ¿Es peligroso? -preguntó Arnau ante el alarde de armas que se veían dispuestas en la plaza.
– Generalmente no es peligroso -contestó Joanet sonrién-dole-. Piensa que si el veguer ha dado el visto bueno a la llamada, lo hace en nombre de la ciudad pero también en el del rey, por lo que nunca hay que pelear contra las tropas reales. Siempre depende de quién sea el agresor, pero en cuanto algún señor feudal ve que se aproxima la host de Barcelona, acostumbra a plegarse a sus requerimientos.
– Entonces, ¿no hay batalla?
– Depende de qué decidan las autoridades y de la postura del señor. La última vez se arrasó una fortaleza; entonces sí que hubo batalla, y muertos, y ataques y… ¡Mira! Allí estará tu tío -dijo Joanet señalando el pendón de los alfareros-, ¡vamos!
Bajo el pendón, y junto a los otros tres prohombres de la cofradía, estaba Grau Puig vestido para la batalla, con botas, una cota de cuero que le cubría desde el pecho hasta media pantorrüla y una espada al cinto. Alrededor de los cuatro prohombres se arremolinaban los alfareros de la ciudad. En cuanto Grau se percató de la presencia del niño, le hizo una señal a Jaume y éste se interpuso en el camino de los muchachos.
– ¿Adonde vais? -les preguntó.
Arnau buscó con la mirada la ayuda de Joanet.
– Vamos a ofrecer nuestra ayuda al maestro -respondió Joanet-. Podríamos llevarle el zurrón con la comida… o lo que él desee.
– Lo siento -se limitó a decir Jaume.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Arnau cuando éste les dio la espalda.
– ¡Qué más da! -le contestó Joanet-. No te preocupes, esto está lleno de gente que estará encantada de que la ayudemos; además, tampoco se enterarán de que vamos con ellos.
Los dos niños empezaron a andar entre la gente; observaban las espadas, las ballestas y las lanzas, se maravillaban de aquellos que llevaban armadura o trataban de captar las animadas conversaciones.
– ¿Qué pasa con esa agua? -oyeron gritar a sus espaldas.
Arnau y Joanet se volvieron. El rostro de los dos muchachos se iluminó al ver a Ramon, que les sonreía. Junto a él, más de veinte macips, todos ellos imponentes y armados, los miraban.
Arnau se tentó la espalda en busca del pellejo y tal debió de ser su desconsuelo al no hallarlo que varios de los bastaixos, riendo, se acercaron a él y le ofrecieron el suyo.
– Siempre hay que estar preparado cuando la ciudad te llama -bromearon.
El sagramental abandonó Barcelona tras la cruz roja del pendón de Sant Jordi, en dirección a la villa de Creixell, cercana a Tarragona. Los habitantes de aquel pueblo retenían un rebaño propiedad de los carniceros de Barcelona.
– ¿Tan malo es eso? -le preguntó Arnau a Ramon, al que habían decidido acompañar.
– Claro que sí. El ganado propiedad de los carniceros de Barcelona tiene privilegio de paso y pasto en toda Cataluña. Nadie, ni siquiera el rey, puede retener un rebaño destinado a Barcelona. Nuestros hijos tienen que comer la mejor carne del principado -añadió revolviéndoles el cabello a ambos-. El señor de Creixell ha retenido un rebaño y exige al pastor el pago de los derechos de pasto y paso por sus tierras. ¿Os imagináis que desde Tarragona hasta Barcelona todos los nobles y barones exigieran pago por pasto y paso? ¡No podríamos comer!
«Si supieras la carne que nos da Estranya…», pensó Arnau. Joanet adivinó los pensamientos de su amigo e hizo una mueca de disgusto. Arnau sólo se lo había contado a Joanet. Había estado tentado de revelarle a su padre el origen de la carne que flotaba en la olla que les daban para comer los días en que no había que guardar abstinencia, pero cuando lo veía comer con fruición, cuando veía a todos los esclavos y operarios de Grau lanzarse sobre la olla, hacía de tripas corazón, callaba y comía a su vez.
– ¿Hay alguna otra razón por la que salga el sagramental? -preguntó Arnau con mal sabor de boca.
– Por supuesto. Cualquier ataque a los privilegios de Barcelona o contra un ciudadano puede significar la salida del sagramental. Por ejemplo, si alguien rapta a un ciudadano de Barcelona, el sagramental acudirá a liberarlo.
Charlando y sin dejar de avanzar, Arnau y Joanet recorrieron la costa -Sant Boi, Castelldefels y Garraf-, bajo la atenta mirada de las gentes con las que se cruzaban, las cuales se apartaban del camino y guardaban silencio al paso del sagramental. Hasta el mar parecía respetar a la host de Barcelona y su rumor se apagaba con el paso de aquellos centenares de hombres armados, marchando tras el pendón de Sant Jordi. El sol los acompañó durante toda la jornada y cuando el mar empezó a cubrirse de plata, se detuvieron a hacer noche en la villa de Sitges. El señor de Fonollar recibió en su castillo a los prohombres de la ciudad y el resto del sagramental acampó a las puertas de la villa.
– ¿Habrá guerra? -preguntó Arnau.
Todos los bastaixos lo miraron. El crepitar del fuego rompió el silencio. Joanet, tumbado, dormía con la cabeza apoyada sobre uno de los muslos de Ramon. Algunos bastaixos cruzaron miradas ante la pregunta de Arnau. ¿Habría guerra?
– No -contestó Ramon-. El señor de Creixell no puede enfrentarse a nosotros.
Arnau pareció decepcionado.
– Tal vez sí -trató de contentarlo otro de los prohombres de la cofradía desde el otro lado de la hoguera-. Hace muchos años, cuando yo era joven, más o menos como tú -Arnau estuvo a punto de quemarse por escucharle-, se convocó al sagramental para acudir a Castellbisbal, cuyo señor había retenido un rebaño de ganado, igual que ahora ha hecho el de Creixell. El señor de Castellbisbal no se rindió y se enfrentó al sagramental; quizá creía que los ciudadanos de Barcelona, mercaderes, artesanos o bastaixos como nosotros, no éramos capaces de luchar. Barcelona tomó el castillo, apresó al señor y a sus soldados, y lo destruyó por entero.
Arnau ya se imaginaba empuñando una espada, subiendo por una escala o gritando victorioso sobre la almena del castillo de Creixell: «¿Quién osa oponerse al sagramental de Barcelona?». Todos los bastaixos repararon en su expresión: el muchacho con la vista perdida en las llamas, tenso, con las manos crispadas sobre un palo con el que antes había jugueteado, atizaba el fuego, vibrando. «Yo, Arnau Estanyol…» Las risas lo transportaron de vuelta a Sitges.
– Ve a dormir -le aconsejó Ramon, que ya se levantaba con Joanet a cuestas.Arnau hizo un mohín-.Así podrás soñar con la guerra -lo consoló el bastaix.
La noche era fresca y alguien cedió una manta para los dos niños.
Al día siguiente, al amanecer, continuaron la marcha hacia Creixell. Pasaron por la Geltrú, Vilanova, Cubelles, Segur y Barà, todos ellos pueblos con castillo, y, desde Barà, se desviaron hacia el interior en dirección a Creixell. Era una población separada poco menos de una milla del mar, situada en un alto en cuya cima se alzaba el castillo del señor de Creixell, una fortificación construida sobre un talud de piedras de once lados, con varias torres defensivas y a cuyo alrededor se hacinaban las casas de la villa.
Faltaban algunas horas para que anocheciera. Los prohombres de las cofradías fueron llamados por los consejeros y el veguer. El ejército de Barcelona se alineó en formación de combate frente a Creixell, con los pendones al frente. Arnau y Joanet caminaban tras las líneas ofreciendo agua a los bastaixos, pero casi todos la rechazaban; tenían la vista fija en el castillo. Nadie hablaba y los niños no se atrevieron a romper el silencio.Volvieron los prohombres y se sumaron a sus respectivas cofradías.Todo el ejército pudo ver cómo tres embajadores de Barcelona se encaminaban hacia Creixell; otros tantos abandonaron el castillo y se reunieron con ellos a mitad de camino.
Arnau y Joanet, como todos los ciudadanos de Barcelona, observaron en silencio a los negociadores.
No hubo batalla. El señor de Creixell había logrado huir a través de un pasadizo secreto que unía el castillo con la playa, a espaldas del ejército. El alcalde de la villa, ante los ciudadanos de Barcelona en formación de combate, dio orden de rendirse a las exigencias de la ciudad condal. Sus convecinos devolvieron el ganado, pusieron en libertad al pastor, aceptaron pagar una fuerte compensación económica, se comprometieron a obedecer y respetar en el futuro los privilegios de la ciudad y entregaron a dos de sus ciudadanos, a los que consideraban culpables de la afrenta y que inmediatamente fueron hechos presos.
– Creixell se ha rendido -anunciaron los consejeros al ejército.
Un murmullo se elevó de las filas de los barceloneses. Los soldados accidentales enfundaron sus espadas, dejaron las ballestas y las lanzas y se desembarazaron de las ropas de combate. Las risas, los gritos y las bromas empezaron a oírse a lo largo de las filas del ejército.
– ¡El vino, niños! -los instó Ramon-. ¿Qué os sucede? -preguntó al verlos parados-. Os habría gustado ver una guerra, ¿verdad?
La expresión de los muchachos fue respuesta suficiente. -Cualquiera de nosotros podría haber resultado herido o incluso muerto. ¿Os hubiera gustado eso? -Arnau y Joanet se apresuraron a negar con la cabeza-. Deberíais verlo de otro modo: pertenecéis a la mayor y más poderosa ciudad del principado y todos tienen miedo de enfrentarse con nosotros. -Arnau y Joanet escucharon a Ramon con los ojos muy abiertos-. Id a por el vino, muchachos. Vosotros también brindaréis por esta victoria.
El pendón de Sant Jordi volvió con honor a Barcelona, y junto a él, los dos niños, orgullosos de su ciudad, de sus conciudadanos y de ser barceloneses. Los presos de Creixell entraron encadenados y fueron exhibidos por las calles de Barcelona. Las mujeres y cuantos se habían agolpado en ella aplaudían al ejército y escupían a los detenidos. Arnau y Joanet acompañaron a la comitiva durante todo el recorrido, serios y altivos, del mismo modo en que, cuando los presos fueron definitivamente encerrados en el palacio del veguer, se presentaron ante Bernat, que, aliviado al ver a su hijo sano y salvo, olvidó la reprimenda que pensaba echarle y escuchó sonriente el relato de sus nuevas experiencias.
Habían transcurrido unos meses desde la aventura que los llevó hasta Creixell, pero la vida de Arnau había cambiado poco en ese tiempo. A la espera de cumplir los diez años, edad en que entraría de aprendiz en el taller de su tío Grau, seguía recorriendo junto a Joanet la atractiva y siempre sorprendente Barcelona; daba de beber a los bastaixos y, sobre todo, disfrutaba de Santa María de la Mar, la veía crecer y rezaba a la Virgen, a quien le contaba sus cuitas, recreándose en esa sonrisa que Arnau creía percibir en los labios de la pétrea figura.
Como le había dicho el padre Albert, cuando el altar mayor de la iglesia románica desapareció, se transportó a la Virgen a la pequeña capilla del Santísimo, situada en el deambulatorio, por detrás del nuevo altar mayor de Santa María, entre dos de los contrafuertes de la construcción y cerrada por unas altas y fuertes rejas de hierro. La capilla del Santísimo no gozaba de ningún beneficio que no fuese el de los bastaixos, encargados de cuidarla, de protegerla, de limpiarla y de mantener siempre encendidos los cirios que la iluminaban. Aquélla era su capilla, la más importante del templo, destinada a guardar el cuerpo de Cristo y, sin embargo, la parroquia la había cedido a los humildes descargadores portuarios. Muchos nobles y ricos mercaderes pagarían por construir y constituir beneficios sobre las treinta y tres restantes capillas que se construirían en Santa María de la Mar, les dijo el padre Albert, todas ellas entre los contrafuertes del deambulatorio de las naves laterales, pero aquélla, la del Santísimo, pertenecía a los bastaixos y el joven aguador nunca tuvo problema para acercarse a su Virgen.
Una mañana en que Bernat estaba ordenando sus pertenencias bajo el jergón, donde escondía la bolsa en que guardaba los dineros que había salvado en su precipitada huida de la masía, hacía ya casi nueve años, y los pocos que le satisfacía su cuñado -dineros que servirían para que Arnau pudiese salir adelante cuando hubiera aprendido el oficio-, Jaume entró en la habitación de los esclavos. Bernat, extrañado, miró al oficial. No era habitual que Jaume entrase allí.
– ¿Qué…?
– Tu hermana ha muerto -lo interrumpió Jaume.
A Bernat le flaquearon las piernas y cayó sentado sobre el jergón, con la bolsa de monedas en las manos.
– ¿Có…? ¿Cómo ha sido? ¿Qué ha sucedido? -balbuceó.
– El maestro no lo sabe. Ha amanecido fría.
Bernat dejó caer la bolsa y se llevó las manos al rostro. Cuando las separó y alzó la mirada, Jaume ya había desaparecido. Con un nudo en la garganta, Bernat recordó a la niña que trabajaba los campos junto a él y su padre, a la muchacha que cantaba sin cesar mientras cuidaba de los animales. A menudo Bernat había visto que su padre hacía un alto en sus tareas y cerraba los ojos para dejarse llevar durante unos instantes por aquella voz alegre y despreocupada. Y ahora…
El rostro de Arnau permaneció impasible cuando, a la hora de comer, recibió la noticia de boca de su padre.
– ¿Me has oído, hijo? -insistió Bernat.
Arnau asintió con la cabeza. Hacía un año que no veía a Guiamona, salvo en las ya lejanas ocasiones en que se encaramó al árbol para ver cómo jugaba con sus primos; él estaba allí, espiando, llorando en silencio, y ellos reían y corrían, y nadie… Sintió el impulso de decirle a su padre que no le importaba, que Guiamona no le quería, pero la expresión de tristeza que vio en los ojos de Bernat se lo impidió.
– Padre -dijo Arnau acercándose a él.
Bernat abrazó a su hijo.
– No llores -susurró Arnau con la cabeza pegada a su pecho. Bernat lo apretó contra sí y Arnau respondió cerrando sus brazos alrededor de él.
Estaban comiendo en silencio, junto a los esclavos y aprendices, cuando sonó el primer aullido. Un grito desgarrador que pareció rasgar el aire. Todos miraron hacia la casa.
– Plañideras -dijo uno de los aprendices-; mi madre lo es. Quizá sea ella. Es la que mejor llora de toda la ciudad -añadió con orgullo.
Arnau miró a su padre; sonó otro aullido y Bernat vio cómo su hijo se encogía.
– Oiremos muchos -le avisó-. Me han dicho que Grau ha contratado a muchas plañideras.
Así fue. Durante toda la tarde y toda la noche, mientras la gente acudía a casa de los Puig para dar el pésame, varias mujeres lloraron la muerte de Guiamona. Ni Bernat ni su hijo lograron conciliar el sueño debido a aquel constante zumbido de las plañideras.
– Lo sabe toda Barcelona -le comentó Joanet a Arnau cuando éste logró encontrarlo, por la mañana, entre la muchedumbre que se apiñaba a las puertas de la casa de Grau. Arnau se encogió de hombros-. Todos han venido al funeral -añadió Joanet ante el gesto de su amigo.
– ¿Por qué?
– Porque Grau es rico y a todo aquel que venga a acompañar el duelo le regalará ropa. -Joanet le mostró a Arnau una larga camisa negra-. Como ésta -añadió sonriendo.
A media mañana, cuando toda aquella gente estuvo vestida de negro, el cortejo fúnebre partió en dirección a la iglesia de Nazaret, donde estaba la capilla de San Hipólito, bajo cuya advocación se encontraba la cofradía de los ceramistas. Las plañideras iban junto al féretro, llorando, aullando y arrancándose los cabellos. La iglesia estaba repleta de personalidades: prohombres de diversas cofradías, los consejeros de la ciudad y la mayor parte de los miembros del Consejo de Ciento. Ahora que Guiamona había muerto, nadie se preocupó de los Estanyol, pero Bernat, tirando de su hijo, logró acercarse al lugar en que reposaba su cadáver, donde las sencillas vestimentas regaladas por Grau se mezclaban con sedas y bissós, costosas telas de lino negro. Ni siquiera le dejaron que se despidiera de su hermana.
Desde allí, mientras los sacerdotes oficiaban el funeral, Arnau logró vislumbrar los rostros congestionados de sus primos: Josep y Genis mantenían la compostura, Margarida permanecía erguida, pero sin lograr refrenar el constante temblor de su labio inferior. Habían perdido a su madre, igual que él. ¿Sabrían lo de la Virgen?, se preguntó Arnau; luego desvió la mirada hacia su tío, hierático. Estaba seguro de que Grau Puig no se lo contaría a sus hijos. Los ricos son diferentes, le habían dicho siempre; quizá ellos tuviesen otra manera de encontrar una nueva madre.
Y ciertamente la tenían. Un viudo rico en Barcelona, un viudo con aspiraciones… No había transcurrido aún el período de duelo cuando Grau empezó a recibir propuestas de matrimonio. Y no tuvo reparo en negociarlas. Finalmente, la elegida para convertirse en la nueva madre de los hijos de Guiamona fue Isabel, una muchacha joven y poco agraciada, pero noble. Grau había sopesado las virtudes de todas las aspirantes pero se decidió por la única que era noble. Su dote: un título exento de beneficios, tierras o riquezas, pero que le permitiría acceder a una clase que le había estado vedada. ¿Qué le importaban a él las cuantiosas dotes que le ofrecían algunos mercaderes, deseosos de unirse a la riqueza de Grau? A las grandes familias nobles de la ciudad no les preocupaba el estado de viudedad de un simple ceramista, por rico que fuera; sólo el padre de Isabel, sin recursos económicos, intuyó en el carácter de Grau la posibilidad de una conveniente alianza para las dos partes, y no se equivocó.
– Comprenderás -le exigió su futuro suegro- que mi hija no puede vivir en un taller de cerámica. -Grau asintió-.Y que tampoco puede desposarse con un simple ceramista. -En esta ocasión Grau intentó contestar, pero su suegro hizo un gesto de desdén con la mano-. Grau -añadió-, los nobles no podemos dedicarnos a la artesanía, ¿entiendes? Tal vez no seamos ricos, pero nunca seremos artesanos.
Los nobles no podemos… Grau ocultó su satisfacción al verse incluido. Y tenía razón: ¿qué noble de la ciudad tenía un taller de artesanía? Señor barón; a partir de entonces le tratarían de señor barón, en sus negociaciones mercantiles, en el Consejo de Ciento… ¡Señor barón! ¿Cómo iba un barón de Cataluña a tener un taller artesano?
De la mano de Grau, todavía prohombre de la cofradía, Jaume no tuvo problema alguno en acceder a la categoría de maestro. Trataron el asunto bajo la presión de las prisas de Grau por desposar a Isabel, agobiado por el temor a que esos nobles, siempre caprichosos, se arrepintieran. El futuro barón no tenía tiempo para salir al mercado. Jaume se convertiría en maestro y Grau le vendería el taller y la casa, a plazos. Sólo había un problema:
– Tengo cuatro hijos -le dijo Jaume-.Ya me será difícil pagaros el precio de la venta… -Grau lo instó a continuar-; no puedo asumir todos los compromisos que tenéis en el negocio: esclavos, oficiales, aprendices… ¡Ni siquiera podría alimentarlos! Si quiero salir adelante, debo arreglármelas con mis cuatro hijos.
La fecha de la boda estaba fijada. Grau, de la mano del padre de Isabel, adquirió un costoso palacete en la calle de Monteada, donde vivían las familias nobles de Barcelona.
– Recuerda -le advirtió su suegro al salir de la recién adquirida propiedad-, no entres en la iglesia con un taller a tus espaldas.
Inspeccionaron hasta el último rincón de su nueva casa; el barón asentía condescendientemente y Grau calculaba mentalmente lo que le costaría llenar todo aquel espacio. Tras los portalones que daban a la calle de Monteada se abría un patio empedrado; enfrente, las cuadras, que ocupaban la mayor parte de la planta baja, junto a las cocinas y los dormitorios de los esclavos. A la derecha, una gran escalinata de piedra, al aire Ubre, subía a la primera planta noble, donde estaban los salones y demás estancias; encima, en el segundo piso, los dormitorios. Todo el palacete era de piedra; los dos pisos nobles con ventanas corridas, ojivales, miraban al patio.
– De acuerdo -le dijo a quien durante años había sido su primer oficial-, quedas libre de compromisos.
Firmaron el contrato aquel mismo día y Grau, ufano, compareció ante su suegro con el documento.
– Ya he vendido el taller -anunció.
– Señor barón -le contestó aquél ofreciéndole la mano.
«¿Y ahora? -pensó Grau una vez solo-. Los esclavos no son problema; me quedaré con los que sirvan y los que no…, al mercado. En cuanto a los oficiales y aprendices…»
Grau habló con los miembros de la cofradía y recolocó a todo su personal a cambio de modestas sumas. Sólo quedaban su cuñado y el niño. Bernat carecía de cualquier título en la cofradía; no tenía ni el de oficial. Nadie lo admitiría en un taller, amén de estar prohibido. El niño ni siquiera había empezado su aprendizaje, pero existía un contrato y, de todas formas, ¿cómo iba a pedirle a alguien que admitiese a unos Estanyol? Todos sabrían que aquellos dos fugitivos eran parientes suyos. Se llamaban Estanyol, como Guiamona. Todos sabrían que había dado refugio a dos siervos de la tierra, y ahora que iba a ser noble… ¿Acaso no eran los nobles los más acérrimos enemigos de los siervos fugitivos? ¿Acaso no eran aquellos mismos nobles los que estaban presionando al rey para que derogase las disposiciones que permitían la huida de los siervos de la tierra? ¿Cómo iba a convertirse en noble con los Estanyol en boca de todos? ¿Qué diría su suegro?
– Vendréis conmigo -le dijo a Bernat, que ya llevaba algunos días preocupado por los nuevos acontecimientos.
Jaume, como nuevo dueño del taller, libre de las órdenes de Grau, se sentó con él y le habló con confianza: «No se atreverá a hacer nada con vosotros. Lo sé, me lo ha confesado; no quiere que se haga pública vuestra situación.Yo he conseguido un buen trato, Bernat. Tiene prisa, le urge arreglar todos sus asuntos antes de casarse con Isabel. Tú tienes un contrato firmado para tu hijo. Aprovéchalo, Bernat. Aprieta a ese desalmado. Amenázalo con ir al tribunal. Eres un buen hombre. Quisiera que entendieras que todo lo que ha sucedido durante estos años…».
Bernat lo entendía.Y llevado por las palabras del antiguo oficial se atrevió a plantar cara a su cuñado.
– ¿Qué dices? -gritó Grau cuando Bernat le contestó con un escueto «¿Adonde y para qué?»-. A donde yo quiera y para lo que yo quiera -continuó gritando, nervioso, gesticulando.
– No somos tus esclavos, Grau.
– Pocas opciones tienes.
Bernat tuvo que carraspear antes de seguir los consejos de Jaume.
– Puedo acudir al tribunal.
Crispado, tembloroso, pequeño y delgado, Grau se levantó de la silla. Pero Bernat ni siquiera pestañeó por más que leseara salir corriendo de allí; la amenaza del tribunal resonó en los oídos del viudo.
Cuidarían de los caballos que Grau se había visto obligado a adquirir junto con el palacete. «¿Cómo vas a tener unas cuadras vacías?», le había dicho su suegro de pasada, como si hablase con un niño ignorante. Grau sumaba y sumaba mentalmente. «Mi hija Isabel siempre ha montado a caballo», añadió.
Pero lo más importante para Bernat fue el buen salario que obtuvo para él y para Arnau, que también empezaría a trabajar con los caballos. Podrían vivir fuera del palacete, en una habitación propia, sin esclavos, sin aprendices; él y su hijo tendrían dinero suficiente para salir adelante.
Fue el propio Grau el que urgió a Bernat a anular el contrato de aprendizaje de Arnau y firmar otro nuevo.
Desde que le concedieron la ciudadanía, Bernat abandonaba el taller en escasas ocasiones y siempre solo o acompañado de Arnau. No parecía que hubiese ninguna denuncia contra él; su nombre constaba en los registros de ciudadanía. En ese caso ya habrían ido a buscarlo, pensaba cada vez que pisaba la calle. Solía andar hasta la playa y allí se mezclaba entre las decenas de trabajadores del mar, con la vista siempre puesta en el horizonte, dejando que lo acariciara la brisa, saboreando el ambiente acre que envolvía la playa, los barcos, la brea…
Hacía casi una década que golpeó al muchacho de la forja. Esperaba que no hubiera muerto. Arnau y Joanet saltaban a su alrededor. Se le adelantaban corriendo, volvían atrás con la misma rapidez y lo miraban con los ojos brillantes y una sonrisa en la boca.
– ¡Nuestra propia casa! -gritó Arnau-. ¡Vivamos en el barrio de la Ribera, por favor!
– Me temo que sólo será una habitación -trató de explicarle Bernat, pero el niño seguía sonriendo como si se tratara del mejor palacio de Barcelona.
– No es un mal lugar -le dijo Jaume cuando Bernat le comentó la sugerencia de su hijo-. Allí encontrarás habitaciones.
Y hacia allí iban los tres. Los dos niños corriendo, Bernat cargado con sus pocas pertenencias. Habían transcurrido casi diez años desde que llegara a la ciudad.
Durante todo el trayecto hasta Santa María, Arnau y Joanet no pararon de saludar a la gente con la que se cruzaban.
– ¡Es mi padre! -gritó Arnau a un bastaix cargado con un saco de cereales, señalando a Bernat, al que habían adelantado más de veinte metros.
El bastaix sonrió sin dejar de andar, encorvado por el peso. Arnau se volvió hacia Bernat y empezó a correr de nuevo hacia él, pero tras algunos pasos se detuvo. Joanet no lo seguía.
– Vamos -lo instó moviendo las manos.
Pero Joanet negó con la cabeza.
– ¿Qué pasa, Joanet? -le preguntó volviendo hasta él.
El pequeño bajó la mirada.
– Es tu padre -murmuró-. ¿Qué pasará conmigo ahora?
Tenía razón. Todos los tomaban por hermanos. Arnau no había pensado en ello.
– Corre.Ven conmigo -le dijo tirando de él.
Bernat los vio acercarse; Arnau tiraba de Joanet, que parecía reacio. «Le felicito por sus hijos», le dijo el bastaix al pasar junto a él. Sonrió. Más de un año correteando juntos. ¿Y la madre del pequeño Joanet? Bernat lo imaginó sentado sobre el cajón, dejándose acariciar la cabeza por un brazo sin rostro. Se le hizo un nudo en la garganta.
– Padre…-empezó a decir Arnau cuando llegaron a su altura.
Joanet se escondió tras su amigo. -Niños -lo interrumpió Bernat-, creo que… -Padre, ¿importaría ser el padre de Joanet? -soltó de corrido Arnau.
Bernat vio cómo el pequeño asomaba la cabeza por detrás de Arnau.
– Ven aquí, Joanet -le dijo Bernat-. ¿Tú quieres ser mi hijo? -añadió cuando el pequeño abandonó su refugio.
El rostro de Joanet se iluminó.
– ¿Significa eso que sí? -preguntó Bernat.
El niño se abrazó a su pierna. Arnau sonrió a su padre.
– Id a jugar -les ordenó Bernat con voz entrecortada.
Los niños llevaron a Bernat ante el padre Albert.
– Seguro que él nos podrá ayudar -dijo Arnau mientras
Joanet asentía.
– ¡Nuestro padre! -dijo el pequeño, adelantándose a Arnau y repitiendo la presentación que había estado haciendo durante todo el trayecto, incluso a quienes no conocía sino de vista.
El padre Albert pidió a los niños que los dejasen a solas e invitó a Bernat a una copa de vino dulce mientras escuchaba sus explicaciones.
– Sé dónde podréis alojaros -le dijo-; son buena gente. Dime, Bernat. Has conseguido un buen trabajo para Arnau; cobrará un buen salario y aprenderá un oficio, y los palafreneros siempre son necesarios. Pero ¿qué hay de tu otro hijo? ¿Qué piensas hacer con Joanet?
Bernat torció el gesto y se sinceró con el sacerdote.
El padre Albert los acompañó a todos a casa de Pere y su mujer, dos ancianos sin familia que vivían en un pequeño edificio de dos pisos, a pie de playa, con el hogar en la planta baja y tres habitaciones en el piso superior, y de quienes sabía que estaban interesados en alquilar una de ellas.
Durante todo el trayecto, y también mientras presentaba los Estanyol a Pere y a su mujer y observaba cómo Bernat les enseñaba sus dineros, el padre Albert no dejó de coger por el hombro a Joanet. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Cómo no se había dado cuenta del calvario que vivía aquel pequeño? ¡Cuántas veces lo había visto quedarse ensimismado, con la mirada perdida en el infinito!
El padre Albert apretó contra sí al pequeño. Joanet se volvió hacia él y le sonrió.
La habitación era sencilla pero limpia, con dos jergones en el suelo por todo mobiliario y con el constante rumor de las olas como compañía. Arnau aguzó el oído para escuchar el trajín de los operarios en Santa María, justo a sus espaldas. Cenaron la consabida olla, preparada por la mujer de Pere. Arnau observó el plato, levantó la vista y sonrió a su padre. ¡Qué lejos quedaban ahora los mejunjes de Estranya! Los tres comieron con fruición, observados por la anciana, presta en todo momento a llenarles de nuevo las escudillas.
– A dormir -anunció Bernat, ya satisfecho-; mañana tenemos trabajo.
Joanet titubeó. Miró a Bernat, y cuando ya todos se habían levantado de la mesa, se volvió hacia la puerta de la casa.
– No es hora de salir, hijo -le dijo Bernat en presencia de los dos ancianos.
Son el hermano de mi madre y su hijo -explicó Margarida a su madrastra cuando ésta se extrañó de que Grau hubiera contratado a dos personas más para sólo siete caballos. Grau le había dicho que no quería saber nada de los caballos y, de hecho, ni siquiera bajó a inspeccionar las magníficas cuadras de la planta baja del palacio. Ella se ocupó de todo: eligió los animales y trajo consigo a su caballerizo mayor, Jesús, quien a su vez le aconsejó que contratara los servicios de un palafrenero con experiencia: Tomás.
Pero cuatro personas para siete caballos era excesivo, incluso para las costumbres de la baronesa, y así lo expresó en su primera visita a las cuadras tras la incorporación de los Estanyol. Isabel instó a Margarida a continuar.
– Eran campesinos, siervos de la tierra.
Isabel no dijo nada, pero la sospecha germinó en su interior. La muchacha prosiguió:
– El hijo, Arnau, fue el culpable de la muerte de mi hermano pequeño, Guiamon. ¡Los odio! No sé por qué los habrá contratado mi padre.
– Lo sabremos -masculló la baronesa con la mirada clavada en la espalda de Bernat, ocupado en aquellos momentos en cepillar uno de los caballos.
Aquella noche, sin embargo, Grau no hizo caso de las palabras de su esposa.
– Lo consideré oportuno -se limitó a contestar tras confirmar sus sospechas de que eran dos fugitivos. -Si mi padre se enterase…
– Pero no se enterará, ¿verdad, Isabel? -Grau observó a su esposa, que ya estaba vestida para cenar, una de las nuevas costumbres que había introducido en la vida de Grau y su familia. Tenía apenas veinte años y era extremadamente delgada, como Grau. Poco agraciada y carente de aquellas voluptuosas curvas con que en su día lo recibiera Guiamona, era, sin embargo, noble y su carácter también debía de serlo, pensó Grau-. No te gustaría que tu padre se enterase de que vives con dos fugitivos.
La baronesa lo miró con los ojos encendidos y abandonó la habitación.
Pese a la animadversión de la baronesa y de sus hijastros, Bernat demostró su valía con los animales. Sabía tratarlos, alimentarlos, limpiarles los cascos y las ranillas, curarlos si era menester y moverse entre ellos; si en algo podía decirse que carecía de experiencia era en los cuidados destinados al embellecimiento.
– Los quieren brillantes -le comentó un día a Arnau de camino a casa-, sin una mota de polvo. Hay que rascar y rascar para extraer la arena que se les introduce entre el pelo y después cepillarlos hasta que brillen.
– ¿Y las crines y las colas?
– Cortarlas, trenzarlas, enjaezarlas.
– ¿Para qué querrán unos caballos con tantos lacitos? Arnau tenía prohibido acercarse a los animales. Los admiraba en las cuadras; veía cómo respondían a los cuidados de su padre y disfrutaba cuando, a solas con él, le permitía acariciarlos. Excepcionalmente, en un par de ocasiones y a salvo de miradas indiscretas, Bernat lo encaramó a uno, a pelo, en la misma cuadra. Las funciones que le habían encomendado no le permitían abandonar el guadarnés. Allí limpiaba una y otra vez los arneses; engrasaba el cuero y lo frotaba con un trapo hasta que absorbía la grasa y la superficie de monturas y riendas resplandecía; limpiaba los frenos y los estribos y cepillaba las mantas y demás adornos hasta que desaparecía el último pelo de caballo, tarea que tenía que finalizar utilizando los dedos y las uñas como pinzas para poder extraer aquellas finas agujas que se clavaban en la tela y se confundían con ella. Después, cuando le sobraba tiempo, se dedicaba a frotar y frotar el carruaje que había adquirido Grau.
Con el transcurso de los meses, hasta Jesús tuvo que reconocer la valía del payés. Cuando Bernat entraba en cualquiera de las cuadras, los caballos ni siquiera se movían y, en la mayoría de ocasiones, lo buscaban. Los tocaba, los acariciaba y les susurraba para tranquilizarlos. Cuando era Tomàs el que entraba, los animales agachaban las orejas y se refugiaban junto a la pared más lejana al palafrenero mientras él les gritaba. ¿Qué le sucedía a aquel hombre? Hasta entonces había sido un palafrenero ejemplar, pensaba Jesús cada vez que oía un nuevo grito.
Todas las mañanas, cuando padre e hijo partían al trabajo, Joanet se volcaba en ayudar a Mariona, la esposa de Pere. Limpiaba, ordenaba y la acompañaba a comprar. Después, cuando ella se enfrascaba en hacer la comida, Joanet salía corriendo a la playa en busca de Pere. Éste había dedicado su vida a la pesca y aparte de las esporádicas ayudas que recibía de la cofradía, obtenía algunas monedas por contribuir a arreglar los aparejos; Joanet lo acompañaba, atento a sus explicaciones, y corría de un lugar a otro cuando el anciano pescador necesitaba alguna cosa.
Y en cuanto podía, se escapaba a ver a su madre.
– Esta mañana -le explicó un día-, cuando Bernat ha ido a pagarle a Pere, éste le ha devuelto parte de sus dineros. Le ha dicho que el pequeño… El pequeño soy yo, ¿sabes, madre? Me llaman el pequeño. Bueno, pues le ha dicho que como el pequeño ayudaba en la casa y en la playa, no tenía que pagarle mi parte.
La prisionera escuchaba, con la mano sobre la cabeza del niño. ¡Cómo había cambiado todo! Desde que vivía con los Estanyol su pequeño ya no se quedaba sentado, sollozando, esperando sus silenciosas caricias y alguna palabra de cariño, un cariño ciego. Ahora hablaba, le contaba cosas, ¡hasta reía!
– Bernat me ha dado un abrazo -continuó Joanet- y Arnau me ha felicitado.
La mano se cerró sobre el cabello del niño.
Y Joanet continuó hablando. Atropelladamente. De Arnau y Bernat, de Mariona, de Pere, de la playa, de los pescadores, de los aparejos que arreglaban, pero la mujer ya no lo escuchaba, satisfecha de que su hijo supiera por fin qué era un abrazo, de que su pequeño fuera feliz.
– Corre, hijo -lo interrumpió su madre intentando ocultar el temblor de su voz-.Te estarán esperando.
Desde el interior de su prisión, Joana oyó cómo su pequeño saltaba del cajón y salía corriendo y se lo imaginó saltando aquella tapia que pugnaba por desaparecer de sus recuerdos.
¿Qué sentido tenía ya? Había aguantado años a pan y agua entre aquellas cuatro paredes cuyo más pequeño recoveco habían recorrido cientos de veces sus dedos. Había luchado contra la soledad y la locura mirando al cielo por la diminuta ventana que le había concedido el rey, ¡magnánimo monarca! Había vencido a la fiebre y la enfermedad y todo lo había hecho por su pequeño, por acariciar su cabeza, por animarlo, por hacerle sentir que, pese a todo, no estaba solo en el mundo.
Ahora ya no lo estaba. ¡Bernat lo abrazaba! Era como si lo conociese. Había soñado con él mientras las horas se eternizaban. «Cuídalo, Bernat», le decía al aire. Ahora Joanet era feliz, y reía y corría, y…
Joana se dejó caer al suelo y se quedó sentada. Ese día no tocó el pan, ni el agua; su cuerpo no lo deseaba.
Joanet volvió un día más, y otro y otro, y ella escuchó cómo reía y hablaba del mundo con ilusión. De la ventana ya sólo salían sonidos apagados: sí, no, ve, corre, corre a vivir.
– Corre a disfrutar de esa vida que por mi culpa no tuviste -añadía en un susurro Joana, cuando el niño había saltado la tapia.
El pan se fue amontonando en el interior de la prisión de Joana.
– ¿Sabes qué ha sucedido, madre? -Joanet arrimó el cajón a la pared y se sentó en él; los pies todavía no le llegaban al suelo-. No. ¿Cómo ibas a saberlo? -Ya sentado, acurrucado, apoyó la espalda contra el muro, allí donde sabía que la mano de su madre buscaría su cabeza-.Te lo contaré. Es muy divertido. Resulta que ayer uno de los caballos de Grau…
Pero de la ventana no salió brazo alguno.
– ¿Madre? Escucha. Te digo que es divertido. Se trata de uno de los caballos…
Joanet volvió la mirada hacia la ventana.
– ¿Madre?
Esperó.
– ¿Madre?
Aguzó el oído por encima de los martillazos de los caldereros, que resonaban por todo el barrio: nada.
– ¡Madre! -gritó.
Se arrodilló sobre el cajón. ¿Qué podía hacer? Ella siempre le había prohibido que se acercase a la ventana.
– ¡Madre! -volvió a gritar alzándose hacia la abertura.
Ella siempre le había dicho que no mirase, que nunca intentase verla. Pero ¡no contestaba! Joanet se asomó a la ventana. El interior estaba demasiado oscuro.
Se encaramó hasta ella y pasó una pierna. No cabía. Sólo podía entrar de lado.
– ¿Madre? -repitió.
Agarrado a la parte superior de la ventana, colocó ambos pies sobre el alféizar y, de lado, saltó al interior.
– ¿Madre? -susurró mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.
Esperó hasta que pudo vislumbrar un agujero que desprendía un hedor insoportable y en el otro lado, a su izquierda, junto a la pared, hecho un ovillo, sobre un jergón de paja, vio un cuerpo.
Joanet esperó. No se movía. El repiqueteo de los martillos sobre el cobre había quedado fuera.
– Quería contarte una cosa divertida -dijo acercándose. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas-. Te hubieras reído -balbuceó ya a su lado.
Joanet se sentó junto al cadáver de su madre. Joana había escondido el rostro entre sus brazos, como si intuyera que su hijo entraría en su celda, como si quisiera evitar que la viera en esas condiciones incluso después de muerta.
– ¿Puedo tocarte?
El pequeño acarició el cabello de su madre, sucio, enredado, seco, áspero.
– Has tenido que morir para que pudiéramos estar juntos.
Joanet estalló en llanto.
Bernat no dudó un momento cuando, de vuelta a casa, interrumpiéndose el uno al otro, en la misma puerta, Pere y su mujer le comunicaron que Joanet no había regresado. Nunca le habían preguntado adonde iba cuando desaparecía; suponían que a Santa María, pero nadie lo había visto por allí aquella tarde. Mariona se llevó una mano a la boca.
– ¿Y si le ha sucedido algo? -sollozó ella.
– Lo encontraremos -intentó tranquilizarla Bernat.
Joanet permaneció junto a su madre, primero deslizó su mano sobre el cabello, después lo entrelazó con sus dedos, desenredándolo. No intentó ver sus facciones. Después se levantó y miró hacia la ventana.
Anocheció.
– ¿Joanet?
Joanet volvió a mirar hacia la ventana.
– ¿Joanet? -oyó de nuevo desde el otro lado de la pared.
– ¿Arnau?
– ¿Qué pasa?
Le contestó desde el interior:
– Ha muerto.
– ¿Por qué no…?
– No puedo. Por dentro no tengo el cajón. Está demasiado alto.
«Huele muy mal», concluyó Arnau. Bernat volvió a golpear la puerta de la casa de Ponç el calderero. ¿Qué habría hecho el chiquillo, allí dentro, todo el día? Llamó de nuevo, con fuerza. ¿Por qué no atendía? En aquel momento se abrió la puerta y un gigante ocupó casi totalmente el marco de la puerta. Arnau retrocedió.
– ¿Qué queréis? -bramó el calderero, descalzo y con una camisa raída que le llegaba a la altura de las rodillas por toda vestimenta.
– Me llamo Bernat Estanyol y éste es mi hijo -dijo cogiendo a Arnau por un hombro y empujándolo hacia delante-, amigo de vuestro hijo Joa…
– Yo no tengo ningún hijo -lo interrumpió Ponç, haciendo ademán de cerrar la puerta.
– Pero tenéis mujer -contestó Bernat presionando la puerta con el brazo. Ponç cedió-. Bueno… -aclaró ante la mirada del calderero-, teníais. Ha muerto.
Ponç no se inmutó.
– ¿Y? -preguntó con un imperceptible encogimiento de hombros.
– Joanet está dentro con ella. -Bernat trató de imprimir a su mirada toda la dureza de la que era capaz-. No puede salir. -Ahí tendría que haber estado ese bastardo toda su vida. Bernat sostuvo la mirada del calderero apretando el hombro de su hijo. Arnau estuvo a punto de encogerse, pero cuando el calderero lo miró, aguantó erguido.
– ¿Qué pensáis hacer? -insistió Bernat. -Nada -contestó el calderero-. Mañana, cuando derribe la habitación, el niño podrá salir.
– No podéis dejar a un niño toda la noche…
– En mi casa puedo hacer lo que quiera.
– Avisaré al veguer -lo amenazó Bernat a sabiendas de lo inútil de su amenaza.
Ponç entrecerró los ojos y sin decir palabra desapareció en el interior de la casa dejando la puerta abierta. Bernat y Arnau esperaron hasta que volvió con una cuerda, que le entregó directamente a Arnau.
– Sácalo de allí -le ordenó- y dile que, ahora que su madre ha muerto, no quiero volver a verlo por aquí.
– ¿Cómo…? -empezó a preguntar Bernat.
– Por el mismo sitio por el que se ha colado todos estos años -se le adelantó Ponç-; saltando la valla. Por mi casa no pasaréis.
– ¿Y la madre? -preguntó Bernat antes de que volviese a cerrar la puerta.
– La madre me la entregó el rey con orden de que no la matase, y al rey se la devolveré ahora que ha muerto -le contestó Ponç con rapidez-. Entregué unos buenos dineros como caución y por Dios que no pienso perderlos por una ramera.
Sólo el padre Albert, que ya conocía la historia de Joanet, y el viejo Pere y su mujer, a quienes Bernat no tuvo más remedio que contársela, supieron de la desgracia del pequeño. Los tres se volcaron en él. Pese a todo, el mutismo del niño persistía y sus movimientos, antes nerviosos e inquietos, eran ahora más lentos, como si cargara sobre los hombros un peso insoportable.
– El tiempo lo cura todo -le dijo una mañana Bernat a Arnau-. Tenemos que esperar y ofrecerle nuestro cariño y nuestra ayuda.
Pero Joanet siguió en silencio, a excepción de unas crisis de llanto que le asaltaban todas las noches. Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.
– Joanet -oyó Bernat que lo llamaba Arnau una noche-, Joanet.
No hubo respuesta.
– Si quieres, puedo pedirle a la Virgen que sea también tu madre.
«¡Bien, hijo!», pensó Bernat. No había querido proponérselo. Era su Virgen, su secreto. Ya compartía a su padre: debía ser él quien tomase aquella decisión.
Y lo había hecho, pero Joanet no contestaba. La habitación se quedó en el más absoluto silencio.
– ¿Joanet? -insistió Arnau.
– Así me llamaba mi madre. -Era lo primero que decía desde hacía días y Bernat se quedó quieto sobre el jergón-Y ya no está.
Ahora soy Joan.
– Como quieras… ¿Has oído lo que te he dicho de la Virgen,
Joanet… Joan? -se corrigió Arnau.
– Pero tu madre no te habla y la mía sí lo hacía.
– ¡Dile lo de los pájaros! -susurró Bernat.
– Pero yo puedo ver a la Virgen y tú no podías ver a tu madre. El niño volvió a guardar silencio.
– ¿Cómo sabes que te escucha? -le preguntó por fin-. Es sólo una figura de piedra y las figuras de piedra no escuchan. Bernat contuvo la respiración.
– Si es cierto que no escuchan -replicó-, ¿por qué todo el mundo les habla? Hasta el padre Albert lo hace. Tú lo has visto. ¿Acaso crees que el padre Albert está equivocado?
– Pero no es la madre del padre Albert -insistió el pequeño-. Él me ha dicho que ya tiene una. ¿Cómo sabré que la Virgen quiere ser mi madre si no me habla?
– Te lo dirá por las noches, cuando duermas, y a través de los pájaros.
– ¿Los pájaros?
– Bueno -titubeó Arnau. Lo cierto es que nunca había entendido lo de los pájaros pero tampoco se había atrevido a decirselo a su padre-. Eso es más complicado.Ya te lo explicará mi…, nuestro padre.
Bernat notó cómo se le formaba un nudo en la garganta. El silencio se hizo de nuevo en la habitación hasta que Joan volvió a hablar:
– Arnau, ¿podríamos ir ahora mismo a preguntárselo a laVirgen?
– ¿Ahora?
«Sí. Ahora, hijo, ahora. Lo necesita», pensó Bernat.
– Por favor.
– Sabes que está prohibido entrar por la noche en la iglesia. El padre Albert…
– No haremos ruido. Nadie se enterará. Por favor. Arnau cedió y los dos niños abandonaron sigilosamente la casa de Pere para recorrer los pocos pasos hasta Santa María de la Mar. Bernat se arrebujó en el jergón. ¿Qué podía sucederles? Todos en la iglesia los querían.
La luna jugueteaba con las estructuras de los andamios, con los muros a medio construir, los contrafuertes, los arcos, los ábsides… Santa María estaba en silencio y sólo alguna que otra hoguera denotaba la presencia de vigilantes. Arnau y Joanet rodearon la iglesia hasta la calle del Born; la entrada principal estaba cerrada y la zona del cementerio de las Moreres, donde se guardaban la mayor parte de los materiales, era la más vigilada. Una solitaria hoguera iluminaba la fachada en obras. No era difícil acceder al interior: los muros y contrafuertes descendían desde el ábside hasta la puerta del Born, donde un tablado de madera señalaba el emplazamiento de la escalera de entrada. Los niños pisaron los dibujos del maestro Montagut, que indicaban el lugar exacto de la puerta y los escalones, penetraron en Santa María y se encaminaron en silencio hacia la capilla del Santísimo, en el deambulatorio, donde tras unas fuertes rejas de hierro forjado, hermosamente labradas, los esperaba la Virgen, siempre iluminada por los cirios que los bastaixos reponían constantemente.
Ambos se santiguaron. «Debéis hacerlo siempre que lleguéis a la iglesia», les tenía dicho el padre Albert, y se aferraron a las rejas de la capilla.
– Quiere que seas su madre -le dijo en silencio Arnau a la Virgen -. La suya ha muerto y a mí no me importa compartirte.
Joan, con las manos agarradas a las rejas, miraba a la Virgen y luego a Arnau, una y otra vez:
– ¿Qué? -lo interrumpió.
– ¡Silencio!
– Padre dice que ha tenido que sufrir mucho. Su madre estaba encerrada, ¿sabes?; sólo sacaba el brazo a través de una ventana muy pequeña y no podía verla, hasta que murió, pero me ha dicho que tampoco entonces la miró. Ella se lo había prohibido. El humo de las velas de cera pura de abeja que ascendía desde la palmatoria, justo bajo la imagen, volvió a nublar la vista de Arnau, y los labios de piedra sonrieron.
– Será tu madre -sentenció volviéndose hacia Joan.
– ¿Cómo lo sabes si has dicho que te contesta por las…?
– Lo sé y basta -lo interrumpió Arnau bruscamente.
– ¿Y si yo le preguntase…?
– No -volvió a interrumpirle Arnau. Joan miró aquella imagen de piedra; deseaba poder hablar con ella como lo hacía Arnau. ¿Por qué no lo escuchaba y a su hermano sí? ¿Cómo podía saber Arnau…? Mientras Joan se prometía a sí mismo que algún día también él sería digno de que ella le hablara, se oyó un ruido.
– ¡Chist! -susurró Arnau, mirando hacia el hueco del portal de las Moreres.
– ¿Quién vive? -El reflejo de un candil en alto apareció en el hueco.
Arnau empezó a andar en dirección a la calle del Born, por donde habían entrado, pero Joan permaneció inmóvil, con la mirada fija en el candil que ya se acercaba hacia el deambulatorio.
– ¡Vamos! -le susurró Arnau tirando de él. Cuando se asomaron a la calle del Born, vieron que varios candiles se dirigían hacia ellos. Arnau miró hacia atrás; en el interior de Santa María, otras luces se habían sumado a la primera.
No tenían escapatoria. Los vigilantes hablaban y se gritaban entre ellos. ¿Qué podían hacer? ¡El entarimado! Empujó a Joan al suelo; el pequeño estaba paralizado. Las maderas no cubrían los laterales. Volvió a empujar a Joan y los dos reptaron hacia el interior, hasta llegar a los cimientos de la iglesia. Joan se pegó a ellos. Las luces subieron a la tarima. Las pisadas de los vigilantes sobre las tablas resonaron en los oídos de Arnau y sus voces silenciaron los latidos de su corazón.
Esperaron a que los hombres inspeccionaran la iglesia. ¡Una vida entera! Arnau miraba hacia arriba, tratando de ver qué sucedía y, cada vez que la luz se colaba por las juntas de los tablones, se encogía para esconderse todavía más.
Al final los vigilantes desistieron. Dos de ellos se pararon sobre el entarimado y desde allí iluminaron la zona durante unos instantes. ¿Cómo podía ser que no oyeran los latidos de su corazón? Y los de Joan. Los hombres bajaron de la tarima. ¿Y los de Joan? Arnau volvió la cabeza hacia el lugar al que se había pegado el pequeño. Uno de los vigilantes colgó un candil junto a la tarima, el otro empezó a perderse en la distancia. ¡No estaba! ¿Dónde se había metido? Arnau se acercó al lugar donde los cimientos de la iglesia se unían a la tarima. Tanteó con la mano. Había un agujero, una pequeña mina que se había abierto entre los cimientos.
Joan, empujado por Arnau, había reptado hacia el interior de la tarima; nada se interpuso en su camino y el pequeño siguió reptando a través del agujero, por la mina, que descendía suavemente en dirección al altar mayor. Arnau lo empujó a reptar. «¡Silencio!», le exigió en varias ocasiones. El roce de su propio cuerpo contra la tierra de la mina le impedía oír nada, pero Arnau debía de estar tras él. Oyó que se metía bajo la tarima. Sólo cuando el estrecho túnel se ensanchó, permitiéndole dar la vuelta e incluso ponerse de rodillas, Joan se dio cuenta de su soledad. ¿Dónde estaba? La oscuridad era total.
– ¿Arnau? -lo llamó.
Su voz resonó en el interior. Era… era como una cueva. ¡Debajo de la iglesia!
Volvió a llamar, una y otra vez. En voz baja primero, gritando después, pero sus propios gritos lo asustaron. Podía intentar volver, pero ¿dónde estaba el túnel? Joan alargó los brazos pero sus manos no tocaron nada; había reptado demasiado.
– ¡Arnau! -gritó de nuevo.
Nada. Empezó a llorar. ¿Qué habría en aquel lugar? ¿Monstruos? ¿Y si era el infierno? Estaba debajo de una iglesia; ¿no decían que el infierno estaba abajo? ¿Y si aparecía el demonio?
Arnau reptó por la mina. Joan sólo podía haberse ido por allí. Nunca habría salido de debajo de la tarima.Tras recorrer un trecho, Arnau llamó a su amigo; era imposible que lo oyeran fuera del túnel. Nada. Reptó más.
– ¡Joanet! -gritó-. ¡Joan! -se corrigió.
– Aquí -oyó que le contestaba.
– ¿Dónde es aquí?
– Al final del túnel.
– ¿Estás bien?
Joan dejó de temblar.
– Sí.
– Pues vuelve.
– No puedo. -Arnau suspiró-. Esto es como una cueva y ahora no sé dónde está la salida.
– Tantea las paredes hasta que la… ¡No! -rectificó Arnau instantáneamente-. No lo hagas, ¿me oyes, Joan? Podría haber otros túneles. Si yo llegase hasta allí… ¿Se ve algo, Joan? -No -contestó el pequeño.
Podría continuar hasta encontrarlo, pero ¿y si se perdía él también? ¿Por qué había una cueva allí debajo? ¡Ah!, ahora ya sabía cómo llegar. Necesitaba luz. Con un candil podrían volver.
– ¡Espera ahí! ¿Me oyes, Joan? ¡Estáte quieto y espérame ahí!, sin moverte. ¿Me oyes?
– Sí, te oigo. ¿Qué vas a hacer?
– Voy a buscar una linterna y volveré. Espérame ahí sin moverte, ¿de acuerdo?
– Sí… -titubeó Joan.
– Piensa que estás debajo de la Virgen, tu madre. -Arnau no oyó ninguna contestación-. Joan, ¿me has oído?
¿Cómo no iba a oírlo?, se preguntó el pequeño. Había dicho «tu madre». Él no la escuchaba. Arnau, sí. Pero tampoco le había dejado hablar con ella. ¿Y si Arnau no quería compartir a su madre y le había encerrado allí, en el infierno?
– ¿Joan? -insistió Arnau.
– ¿Qué?
– Espérame sin moverte.
Con dificultad, Arnau se arrastró hacia atrás hasta que estuvo de nuevo bajo el entablado de la calle del Born. Sin pensarlo dos veces, cogió el candil que el vigilante había dejado colgado y volvió a meterse en el túnel.
Joan vio llegar la luz. Arnau aumentó la llama cuando las paredes de la galería se ensancharon. El pequeño se encontraba arrodillado a un par de pasos de la salida del túnel. Joan lo miró con pánico.
– No tengas miedo -trató de tranquilizarlo Arnau.
Arnau alzó el candil y aumentó todavía más la llama. ¿Qué era aquello…? ¡Un cementerio! Estaban en un cementerio. Una pequeña cueva que por alguna razón había permanecido bajo Santa María como una burbuja de aire. El techo era tan bajo que ni siquiera podían ponerse en pie. Arnau dirigió la luz hacia unas grandes ánforas, parecidas a las vasijas que había visto en el taller de Grau, pero más bastas. Algunas estaban rotas y dejaban ver los cadáveres que guardaban, pero otras no: grandes ánforas cortadas por la panza, unidas entre sí y selladas por el centro.
Joan temblaba; tenía la mirada fija en un cadáver.
– Tranquilo -insistió Arnau acercándose.
Pero Joan se apartó con brusquedad.
– ¿Qué…? -empezó a preguntar Arnau.
– Vamonos -le pidió Joan interrumpiéndole.
Sin esperar su respuesta, se introdujo en el túnel. Arnau lo siguió y cuando llegaron bajo la tarima, apagó ti candil. No se veía a nadie. Devolvió el candil a su lugar y volví: ron a casa de Pere.
– De esto ni una palabra a nadie -le dijo Joan de camino-. ¿De acuerdo?
Joan no contestó.
Desde que Arnau le había asegurado que la Virgen también era su madre, Joan corría hasta la iglesia en cuanto tenía algún momento libre y, agarrado con las manos a las rejas de la capilla del Santísimo, metía el rostro entre ellas y se quedaba contemplando la figura de piedra con el niño sobre su hombro y el barco a sus pies.
– Algún día no podrás sacar la cabeza de ahí -le dijo en una ocasión el padre Albert.
Joan sacó la cabeza y le sonrió. El sacerdote le revolvió el cabello y se acuclilló.
– ¿La quieres? -le preguntó señalando al interior de la capilla.
Joan titubeó.
– Ahora es mi madre -contestó, más movido por el deseo que por la certidumbre.
El padre Albert sintió un nudo en la garganta. ¡Cuántas cosas le podría contar sobre Nuestra Señora! Intentó hablar pero no pudo. Abrazó al pequeño en espera de que su voz regresara.
– ¿Le rezas? -preguntó una vez repuesto.
– No. Sólo le hablo. -El padre Albert lo interrogó con la mirada-. Sí, le cuento mis cosas.
El sacerdote miró a la Virgen.
– Continúa, hijo, continúa -añadió, dejándolo solo.
No le fue difícil conseguirlo. El padre Albert pensó en tres o cuatro candidatos y al final se decidió por un rico platero. En la última confesión anual, el artesano se había mostrado bastante contrito por algunas relaciones adúlteras que había mantenido.
– Si tú eres su madre -murmuró el padre Albert levantando la vista al cielo-, no te importará que utilice este pequeño ardid por tu hijo, ¿verdad, Señora?
El platero no se atrevió a negarse.
– Sólo se trata de un pequeño donativo a la escuela catedralicia -le dijo el cura-; con él ayudarás a un niño y Dios…, Dios te lo agradecerá.
Sólo le quedaba hablar con Bernat, y el padre Albert fue en su busca.
– He conseguido que admitan a Joanet en la escuela de la catedral -le anunció mientras paseaban por la playa, en los alrededores de la casa de Pere.
Bernat se volvió hacia el sacerdote.
– No tengo suficiente dinero, padre -se excusó.
– No te costará dinero.
– Tenía entendido que las escuelas…
– Sí, pero eso es en las de la ciudad. En la de la catedral basta…
– ¿Para qué explicárselo?-. Bueno, lo he conseguido. -Los dos siguieron paseando-. Aprenderá a leer y escribir, primero con libros de letras y después con otros de salmos y oraciones. -¿Por qué Bernat no decía nada?-. Cuando cumpla trece años podrá comenzar la escuela secundaria, el estudio del latín y el de las siete artes liberales: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música y astronomía.
– Padre -le dijo Bernat-, Joanet ayuda en la casa, y gracias a ello Pere no me cobra una boca más. Si el muchacho estudia…
– Le darán de comer en la escuela. -Bernat lo miró y meneó la cabeza, como si lo estuviese pensando-. Además -añadió el sacerdote-, ya he hablado con Pere y está de acuerdo en seguir cobrándote lo mismo.
– Os habéis preocupado mucho por el niño.
– Sí, ¿te importa? -Bernat negó sonriendo-. Imagina que después de todo, Joanet pudiera acudir a la universidad, al Estudio General de Lérida o incluso a alguna universidad del extranjero, a Bolonia, a París…
Bernat estalló en carcajadas.
– Si os dijera que no, os llevaríais una desilusión, ¿me equivoco? -El padre Albert asintió-. No es mi hijo, padre -continuó Bernat-. Si así fuera, lo que no permitiría es que uno trabajase para el otro, pero si no me cuesta dinero, ¿por qué no? El muchacho se lo merece. Quizá algún día vaya a todos esos lugares que habéis dicho.
– Yo preferiría estar con los caballos como tú -le dijo Joanet a Arnau mientras paseaban por la playa, en el mismo lugar donde el padre Albert y Bernat habían decidido su futuro.
– Es muy duro,Joanet… Joan. No hago más que limpiar y limpiar y cuando lo tengo todo brillante, sale un caballo y vuelta a empezar. Eso cuando no viene Tomàs gritando, y me entrega alguna brida o algún correaje para que los repase. La primera vez me soltó un pescozón, pero entonces apareció nuestro padre y… ¡Si lo hubieras visto! Llevaba la horca y lo arrinconó contra la pared, con los pinchos sobre el pecho, y el otro empezó a balbucear y a pedir perdón.
– Por eso me gustaría estar con vosotros.
– ¡Uy, no! -replicó Arnau-. Desde entonces no me toca, es cierto, pero siempre hay algo que está mal hecho. Lo ensucia él, ¿sabes? Lo he visto.
– ¿Por qué no se lo decís a Jesús?
– Padre dice que no, que no me creería, que Tomàs es amigo de Jesús y éste siempre lo defenderá y que la baronesa aprovecharía cualquier problema para atacarnos; nos odia. Ya ves, tú estás aprendiendo muchas cosas en la escuela, y yo, limpiando lo que otro ensucia y aguantando gritos. -Ambos guardaron silencio durante un rato, pateando la arena y mirando al mar-. Aprovecha, Joan, aprovecha -le dijo Arnau de repente, repitiendo las palabras que había escuchado en boca de Bernat.
Joan no tardó en aprovechar las clases. Se puso a ello desde el mismo día en que el sacerdote que oficiaba de maestro lo felicitó públicamente. Joan sintió un agradable cosquilleo y se dejó contemplar por sus compañeros de clase. ¡Si viviera su madre! Correría en ese mismo momento a sentarse sobre el cajón y contarle cómo lo habían felicitado: el mejor, había dicho el maestro, y todos, todos, lo habían mirado. ¡Nunca había sido el mejor en nada!
Esa noche, Joan hizo el camino de vuelta a casa envuelto en una nube de satisfacción. Pere y Mariona lo escucharon sonrientes e ilusionados, y le pidieron que repitiese las frases que el muchacho creía haber pronunciado pero que se habían quedado en gritos y gestos. Cuando llegaron Arnau y Bernat, los tres miraron hacia la puerta. Joan hizo un amago de correr hacia ellos, pero el rostro de su hermano se lo impidió: se notaba que había llorado, y Bernat, con una mano sobre su hombro, no dejaba de achucharlo contra sí.
– ¿Qué…? -preguntó Mariona acercándose a Arnau para abrazarlo.
Pero Bernat la interrumpió con un gesto con la mano.
– Hay que aguantar -añadió sin dirigirse a nadie en concreto.
Joan buscó la mirada de su hermano, pero Arnau miraba a Mariona.
Y aguantaron. Tomás el palafrenero no se atrevía a pinchar a Bernat, pero sí lo hacía con Arnau.
– Está buscando un enfrentamiento, hijo -trataba de consolarlo Bernat cuando Arnau volvía a estallar en ira-. No debemos caer en la trampa.
– Pero no podemos seguir así toda la vida, padre -se quejó un día Arnau.
– Y no lo haremos. He oído que Jesús lo advertía en varias ocasiones. No trabaja bien y Jesús lo sabe. Los caballos que él toca son intratables: cocean y muerden. No tardará en caer, hijo, no tardará.
Y las consecuencias, como preveía Bernat, no se hicieron esperar. La baronesa estaba empeñada en que los hijos de Grau aprendieran a montar a caballo. Que Grau no supiera era admisible, pero los dos varones debían aprender. Por ello, varias veces a la semana, cuando los chicos terminaban sus clases, Isabel y Margarida -en el coche de caballos conducido por Jesús-, y los niños, el preceptor y Tomàs el palafrenero -a pie, y llevando a un caballo del ronzal este último- salían de la ciudad hasta un pequeño descampado situado extramuros, donde, uno a uno, recibían de Jesús las correspondientes clases.
Jesús cogía con la mano derecha una cuerda larga que había atado al freno del caballo, de forma que el animal se veía obligado a dar vueltas alrededor de él; con la mano izquierda empuñaba una tralla para azuzarlo y los aprendices de jinetes montaban uno tras otro y giraban y giraban alrededor del caballerizo mayor atendiendo sus órdenes y consejos.
Aquel día, desde el carruaje, donde vigilaba el tiro, Tomas no quitaba ojo de la boca del caballo; sólo sería necesario un tirón más fuerte de lo normal, sólo uno. Siempre había un momento en que el caballo se asustaba.
Genis Puig se hallaba a horcajadas sobre el animal. El palafrenero desvió la mirada hacia el rostro del muchacho. Pánico. Aquel chico tenía pánico a los caballos y se agarrotaba. Siempre había un momento en que un caballo se asustaba.
Jesús hizo restallar el látigo y azuzó al caballo para que galopase. El caballo pegó un fuerte cabezazo y tiró de la cuerda.
Tomàs no pudo evitar una sonrisa que instantáneamente se borró de sus labios, cuando el mosquetón se desprendió de la cuerda y el caballo quedó en libertad. No había sido difícil entrar a hurtadillas en el guadarnés y cortar la cuerda por dentro del mosquetón para dejarla precariamente agarrada.
Isabel y Margarida ahogaron sendos gritos. Jesús dejó caer la tralla al suelo e intentó detener al animal, pero fue en vano.
Genis, al ver que se soltaba la cuerda, empezó a chillar y se agarró al cuello del caballo. Sus pies y sus piernas se fijaron a los ijares del animal y éste, desbocado, salió a galope tendido, en dirección a las puertas de la ciudad, con Genis tambaleándose sobre él. Cuando el caballo saltó un pequeño montículo, el muchacho salió despedido por los aires y, después de dar varias vueltas por el suelo, se dio de bruces contra unos matorrales.
Desde el interior de las cuadras, Bernat oyó primero los cascos de los caballos sobre el empedrado del patio de acceso al palacio y, a renglón seguido, los gritos de la baronesa. En lugar de entrar al paso, con tranquilidad, como siempre hacían, los caballos golpeaban las piedras con fuerza. Cuando Bernat se encaminaba hacia la salida de las cuadras, Tomàs entró con el caballo. El animal estaba frenético, cubierto de sudor y resoplando por los ollares.
– ¿Qué…? -empezó a preguntar Bernat.
– La baronesa quiere ver a tu hijo -le gritó Tomás mientras golpeaba al animal.
Los gritos de la mujer seguían resonando en el exterior de las cuadras. Bernat miró de nuevo al pobre animal, que pateaba sobre el suelo.
– La señora quiere verte -volvió a gritar Tomàs cuando Arnau abandonó el guadarnés.
Arnau miró a su padre y éste se encogió de hombros.
Salieron al patio. La baronesa, encolerizada, blandiendo el látigo de mano que siempre llevaba cuando salía a montar, gritaba a Jesús, al preceptor y a todos los esclavos que se habían acercado. Margarida y Josep permanecían tras ella. A su lado, estaba Genis, magullado, sangrando y con las vestiduras rotas. En cuanto Arnau y Bernat aparecieron, la baronesa dio unos pasos hacia el niño y le cruzó la cara con el látigo. Arnau se llevó las manos a la boca y la mejilla. Bernat intentó reaccionar, pero Jesús se interpuso:
– Mira esto -bramó el caballerizo mayor entregándole a Bernat la cuerda desgarrada y el mosquetón-. ¡Éste es el trabajo de tu hijo!
Bernat cogió la cuerda y el mosquetón y los examinó; Arnau, con las manos en el rostro, miró también. Los había comprobado el día anterior. Alzó la vista hacia su padre justo cuando éste lo hacía hacia la puerta de las cuadras, desde donde Tomàs observaba la escena.
– Estaba bien -gritó Arnau cogiendo la cuerda y el mosque-tón y agitándola ante Jesús. Volvió a mirar hacia la puerta de las cuadras-. Estaba bien -repitió mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos.
– Mira cómo llora -se oyó de repente. Margarida señalaba a Arnau-. El es el culpable de tu accidente y está llorando -añadió dirigiéndose a su hermano Genis-.Tú no lo has hecho cuando has caído del caballo por su culpa -mintió.
Josep y Genis tardaron en reaccionar, pero cuando lo hicieron se burlaron de Arnau.
– Llora, nenita -dijo uno.
– Sí, llora, nenita -repitió el otro.
Arnau vio que le señalaban y se reían de él. ¡No podía dejar de llorar! Las lágrimas corrían por sus mejillas y su pecho se encogía al ritmo de los sollozos. Desde donde estaba, alargando las manos, volvió a mostrar la cuerda y el mosquetón a todos, incluso a los esclavos.
– En lugar de llorar deberías pedir perdón por tu descuido -le instó la baronesa tras dirigir una descarada sonrisa a sus hijastros.
¿Perdón? Arnau miró a su padre con un porqué dibujado en sus pupilas. Bernat tenía la mirada fija en la baronesa. Margarida continuaba señalándole y cuchicheaba con sus hermanos.
– No -se opuso-. Estaba bien -añadió tirando la cuerda y el mosquetón al suelo.
La baronesa empezó a gesticular pero se detuvo cuando Bernat dio un paso hacia ella. Jesús agarró a Bernat del brazo.
– Es noble -le susurró al oído.
Arnau los miró a todos y abandonó el palacio.
– ¡No! -gritó Isabel cuando Grau, enterado de los acontecimientos, decidió despedir a padre e hijo-. Quiero que el padre siga aquí, trabajando para tus hijos. Quiero que en todo momento se acuerde de que estamos pendientes de las disculpas de su hijo. ¡Quiero que ese niño se disculpe públicamente ante tus hijos! Y no lo conseguiré nunca si los echas. Mándale recado de que su hijo no podrá volver a trabajar hasta que no haya pedido perdón… -Isabel gritaba y gesticulaba sin cesar-. Dile que sólo cobrará la mitad del sueldo hasta entonces y que, en caso de que busque otro trabajo, pondremos en conocimiento de toda Barcelona lo que ha sucedido aquí para que no pueda encontrar de que vivir. ¡Quiero una disculpa! -exigió, histérica.
«Pondremos en conocimiento de toda Barcelona…» Grau notó cómo se le erizaba el vello. Tantos años tratando de esconder a su cuñado y ahora…, ¡ahora su mujer pretendía que toda Barcelona supiera de su existencia!
– Te ruego que seas discreta -fue todo lo que se le ocurrió decir.
Isabel lo miró con los ojos inyectados en sangre.
– ¡Quiero que se humillen!
Grau fue a decir algo pero calló de repente y frunció los labios.
– Discreción, Isabel, discreción -terminó diciéndole.
Grau se plegó a las exigencias de su esposa. Al fin y al cabo, Guiamona ya no vivía; no había más lunares en la familia y todos eran conocidos por Puig, no por Estanyol. Cuando Grau abandonó las cuadras, Bernat, con los ojos entornados, escuchó del caballerizo mayor las nuevas condiciones de su trabajo.
– Padre, ese ronzal estaba bien -se excusó Arnau por la noche, cuando estaban los tres en la pequeña habitación que compartían-. ¡Os lo juro! -insistió ante el silencio de Bernat.
– Pero no puedes probarlo -intervino Joan, al tanto ya de lo sucedido.
«No hace falta que me lo jures -pensó Bernat-, pero ¿cómo puedo explicarte…?» Bernat notó cómo se le erizaba el pelo cuando recordó la reacción de su hijo en las cuadras de Grau: «Yo no tengo la culpa y no debo disculparme».
– Padre -repitió Arnau-, os lo juro.
– Pero…
Bernat ordeno callar a Joan.
– Te creo, hijo. Ahora, a dormir.
– Pero… -intento esta vez Arnau.
– ¡A dormir!
Arnau y Joan apagaron el candil, pero Bernat tuvo que esperar hasta bien entrada la noche para oír la respiración rítmica que le indicaba que habían conciliado el sueño. ¿Cómo iba a decirle que exigían sus disculpas?
– Arnau… -La voz le tembló al ver cómo su hijo dejaba de vestirse y lo miraba-: Grau… Grau quiere que te disculpes; de lo contrario…
Arnau lo interrogó con la mirada.
– De lo contrario no permitirá que vuelvas a trabajar… Todavía no había terminado la frase pero vio cómo los ojos de su pequeño adquirían una seriedad que él no había visto hasta entonces. Bernat desvió la mirada hacia Joan y lo vio también parado, a medio vestir, con la boca abierta. Intentó volver a hablar pero su garganta se negó.
– ¿Entonces? -preguntó Joan rompiendo el silencio. -¿Creéis que debo pedir perdón?
– Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir.
– Pero ¿qué me aconsejáis, padre? Bernat se quedó en silencio durante un instante. -Yo que tú no me sometería. Joan intentó terciar en la conversación.
– ¡Son sólo barones catalanes! El perdón…, el perdón sólo lo concede el Señor.
– Y ¿cómo viviremos? -preguntó Arnau.
– No te preocupes por eso, hijo. Tengo algo de dinero ahorrado que nos permitirá salir adelante. Buscaremos otro lugar en el que trabajar. Grau Puig no es el único que tiene caballos.
Bernat no dejó pasar un solo día. Aquella misma tarde, cuando terminó su jornada, empezó a buscar trabajo para él y Arnau. Encontró una casa noble con cuadras y fue bien recibido por el encargado. Muchos eran los que en Barcelona envidiaban los cuidados que se daban a los caballos de Grau Puig y cuando Bernat se presentó como artífice de los mismos, el encargado mostró interés por contratarlos. Pero al día siguiente, cuando Bernat acudió de nuevo a las cuadras para confirmar una noticia que ya había celebrado con sus hijos, ni siquiera fue recibido. «No pagaban lo suficiente», mintió esa noche a la hora de la cena. Bernat volvió a intentarlo en otras casas nobles que disponían de cuadras, pero cuando parecía que había buena disposición a contratarlos, ésta desaparecía de la noche a la mañana.
– No lograrás encontrar trabajo -le confesó al fin un caballerizo, afectado por la desesperación que reflejaba el rostro de Bernat, que hundió la mirada en el empedrado de la enésima caballeriza que lo rechazaba-. La baronesa no permitirá que lo consigas -le explicó el caballerizo-. Después de que nos visitaras, mi señor recibió un mensaje de la baronesa rogándole que no te diera trabajo. Lo siento.
– Bastardo. -Se lo dijo al oído, en voz baja pero firme, arrastrando las vocales. Tomás el palafrenero se sobresaltó e intentó escapar, pero Bernat, a su espalda, lo agarró por el cuello y apretó hasta que el palafrenero empezó a doblarse sobre sí mismo. Sólo entonces aflojó la presión. «Si los nobles reciben mensajes -pensó Bernat-, alguien debe de estar siguiéndome.» «Déjame salir por otra puerta», le rogó al caballerizo.Tomas, apostado en una esquina frente a la puerta de las caballerizas, no le vio salir; Bernat se le acercó por detrás-.Tú preparaste el ronzal para que saltase, ¿verdad? Y ahora, ¿qué más quieres? -Bernat volvió a apretar el cuello del palafrenero.
– ¿Qué…? ¿Qué más da? -boqueó Tomàs.
– ¿Qué pretendes decir? -Bernat apretó con fuerza. El palafrenero movió los brazos sin conseguir zafarse. Al cabo de unos segundos, Bernat notó que el cuerpo de Tomas empezaba a desplomarse. Le soltó el cuello y lo volvió hacia él-. ¿Qué pretendes decir? -volvió a preguntarle.
Tomás tomó aire varias veces antes de contestar. En cuanto su rostro recuperó el color, una irónica sonrisa apareció en sus labios. -Mátame si quieres -le dijo entrecortadamente-, pero sabes muy bien que si no hubiera sido el ronzal, habría sido cualquier otra cosa. La baronesa te odia y te odiará siempre. No eres más que un siervo fugitivo, y tu hijo el hijo de un siervo fugitivo. No conseguirás trabajo en Barcelona. La baronesa lo ha ordenado y si no soy yo, será otro el encargado de espiarte.
Bernat le escupió a la cara. Tomas no sólo no se movió sino que su sonrisa se hizo más amplia.
– No tienes salida, Bernat Estanyol. Tu hijo deberá pedir perdón.
– Pediré perdón -claudicó Arnau esa noche con los puños cerrados y reprimiendo las lágrimas tras escuchar las explicaciones de su padre-. No podemos luchar contra los nobles y tenemos que trabajar. ¡Cerdos! ¡Cerdos, cerdos!
Bernat miró a su hijo. «Allí seremos libres», recordó que le había prometido a los pocos meses de nacer, a la vista de Barcelona. ¿Para eso tanto esfuerzo y tantas penurias? -No, hijo. Espera. Buscaremos otro…
– Ellos mandan, padre. Los nobles mandan. Mandan en el campo, mandaban en vuestras tierras y mandan en la ciudad.
Joanet los observaba en silencio. «Hay que obedecer y someterse a los príncipes -le habían enseñado sus profesores-. El hombre encontrará la libertad en el reino de Dios, no en éste.» -No pueden mandar en toda Barcelona. Sólo los nobles tienen caballos, pero podemos aprender otro oficio. Algo encontraremos, hijo.
Bernat advirtió un rayo de esperanza en las pupilas de su hijo, que se agrandaron como si quisieran absorber el aliento de sus últimas palabras. «Te prometí la libertad, Arnau. Debo dártela y te la daré. No renuncies a ella tan temprano, chiquillo.»
Durante los días siguientes Bernat se lanzó a la calle en busca de la libertad. Al principio, cuando terminaba su trabajo en las cuadras de Grau, Tomás le seguía, ahora descaradamente, pero dejó de hacerlo cuando la baronesa comprendió que no podía influir en artesanos, pequeños mercaderes o constructores.
– Difícilmente conseguirá algo -trató de tranquilizarla Grau cuando su esposa acudió a él gritando por la actitud del payés.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.
– Que no encontrará trabajo. Barcelona está sufriendo las consecuencias de la falta de previsión. -La baronesa lo instó a continuar; Grau nunca se equivocaba en sus apreciaciones-. Las cosechas de los últimos años han sido desastrosas -continuó explicándole su marido-; el campo está demasiado poblado y lo poco que recolectan no llega a las ciudades. Se lo comen ellos.
– Pero Cataluña es muy grande -intervino la baronesa.
– No te equivoques, querida. Cataluña es muy grande, es cierto, pero desde hace bastantes años los campesinos ya no se dedican a cultivar cereales, que es de lo que se come. Ahora cultivan lino, uva, aceitunas o frutos secos, pero no cereales. El cambio ha enriquecido a los señores de los campesinos y nos ha ido muy bien a nosotros, los mercaderes, pero la situación empieza a ser insostenible. Hasta ahora comíamos los cereales de Sicilia y Cerdeña, pero la guerra con Genova impide que podamos abastecernos de esos productos. Bernat no encontrará trabajo, pero todos, incluidos nosotros, tendremos problemas, y todo por culpa de cuatro nobles ineptos…
– ¿Cómo hablas así? -lo interrumpió la baronesa sintiéndose aludida.
– Verás, querida -contestó Grau con seriedad-. Nosotros nos dedicamos al comercio y ganamos mucho dinero. Parte de lo que ganamos lo dedicamos a invertir en nuestro propio negocio. Hoy no navegamos con los mismos barcos de hace diez años; por eso seguimos ganando dinero. Pero los nobles terratenientes no han invertido un solo sueldo en sus tierras o en sus métodos de trabajo; de hecho, siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!; las tierras deben quedarse en barbecho cada dos o tres años, cuando bien cultivadas podrían aguantar el doble o hasta el triple. A esos nobles propietarios que tanto defiendes poco les importa el futuro; lo único que quieren es el dinero fácil y llevarán al principado a la ruina.
– No será para tanto -insistió la baronesa.
– ¿Sabes a cuánto está la cuartera de trigo? -Su mujer no contestó, y Grau negó con la cabeza antes de proseguir-: Está rondando los cien sueldos. ¿Sabes cuál es su precio normal? -En esta ocasión no esperó respuesta-. Diez sueldos sin moler y dieciséis molida. ¡La cuartera ha multiplicado por diez su valor!
– Pero nosotros ¿podremos comer? -preguntó la baronesa sin esconder la preocupación que la había asaltado.
– No quieres entenderlo, mujer. Podremos pagar el trigo… si lo hay, porque puede llegar un momento en que no lo haya… si es que no ha llegado ya. El problema es que pese a que el trigo ha aumentado diez veces su valor, el pueblo sigue cobrando lo mismo…
– Entonces no nos faltará trigo -lo interrumpió su mujer.
– No, pero…
– Y Bernat no encontrará trabajo.
– No creo, pero…
– Pues es lo único que me importa -le dijo ella antes de darle la espalda, cansada de tanta explicación.
– … pero algo terrible se avecina -terminó Grau cuando ya la baronesa no podía oír lo que decía.
Un mal año. Bernat estaba cansado de escuchar aquella excusa una y otra vez. El mal año aparecía allí adonde fuese a pedir trabajo. «He tenido que despedir a la mitad de mis aprendices, ¿cómo quieres que te dé trabajo?», le dijo uno. «Estamos en un mal año, no tengo para dar de comer a mis hijos», le dijo otro. «¿No te has enterado? -espetó un tercero-, estamos en un mal año; he gastado más de la mitad de mis ahorros para alimentar a mis niños cuando antes me hubiera bastado con una vigésima parte.» «¿Cómo no voy a enterarme?», pensó Bernat. Pero siguió buscando hasta que el invierno y el frío hicieron su aparición. Entonces hubo lugares en los que siquiera se atrevió a preguntar. Los niños tenían hambre, los padres ayunaban para alimentar a sus hijos, y la viruela, el tifus o la difteria empezaron a hacer su mortífera aparición.
Arnau revisaba la bolsa de su padre cuando éste se encontraba fuera de casa. Al principio lo hizo cada semana pero ahora lo hacía cada día; algunos días revisaba la bolsa en varias ocasiones, consciente de que su seguridad mermaba a pasos agigantados.
– ¿Cuál es el precio de la libertad? -le preguntó un día a Joan cuando los dos estaban rezando a la Virgen.
– Dice san Gregorio que en un principio todos los hombres nacieron iguales y por lo tanto todos eran libres. -Joan habló en voz queda, tranquila, como si repitiera una lección-. Fueron los hombres nacidos libres los que por su propio bien se sometieron a un señor para que cuidase de ellos. Perdieron parte de su libertad pero ganaron un señor que cuidase de ellos.
Arnau escuchó las palabras de su hermano mirando a la Virgen. «¿Por qué no me sonríes? San Gregorio… ¿Acaso san Gregorio tenía una bolsa vacía como la de mi padre?»
– Joan.
– Dime.
– ¿Tú qué crees que debo hacer?
– Tienes que ser tú el que tome la decisión.
– Pero ¿tú qué crees?
– Ya te lo he dicho. Fueron los hombres libres los que tomaron la decisión de que un señor cuidase de ellos.
Ese mismo día, sin que su padre lo supiera, Arnau se presentó en casa de Grau Puig. Entró por la cocina para no ser visto desde las cuadras. Allí encontró a Estranya, gorda como siempre, como si no la afectara el hambre, plantada como un pato frente a un caldero sobre el fuego.
– Diles a tus amos que he venido a verlos -le dijo cuando la cocinera advirtió su presencia.
Una estúpida sonrisa se dibujó en los labios de la esclava. Estranya avisó al mayordomo de Grau y éste a su vez a su señor. Lo hicieron esperar de pie durante horas. Mientras, todo el personal de la casa desfiló por la cocina para observar a Arnau, unos sonreían; otros, los menos, dejaban entrever cierta tristeza por la capitulación. Arnau les sostuvo la mirada a todos y contestó con altivez a los que sonreían, pero no logró borrar la burla de sus rostros.
Sólo faltó Bernat, aunque Tomàs el palafrenero no dudó en avisarlo de que su hijo había acudido a disculparse. «Lo siento, Arnau, lo siento», masculló Bernat una y otra vez, mientras cepillaba uno de los caballos.
Tras la espera, con las piernas doloridas por la obligada inmovilidad -había intentado sentarse, pero Estranya se lo había prohibido-, Arnau fue conducido al salón principal de la casa de Grau. No prestó atención al lujo con que estaba decorada la estancia. Nada más entrar sus ojos se posaron en los cinco miembros de la familia, que lo esperaban al fondo: los barones sentados y sus tres primos en pie a su lado, los hombres ataviados con vistosas calzas de seda de diferentes colores, y jubones por encima de las rodillas y ceñidos por cinturones dorados; las mujeres con vestidos adornados con perlas y pedrería.
El mayordomo condujo a Arnau hasta el centro de la estancia, a algunos pasos de la familia. Luego, volvió a la puerta, junto a la que, por órdenes de Grau, esperó.
– Tú dirás -espetó Grau, hierático como siempre. -Vengo a pediros perdón. -Pues hazlo -le ordenó Grau.
Arnau quiso tomar la palabra, pero la baronesa se lo impidió.
– ¿Así es como te propones pedir perdón? ¿De pie? Arnau dudó unos segundos, pero al final hincó una rodilla en tierra. La tonta risilla de Margarida resonó en el salón.
– Os pido perdón a todos -recitó Arnau mirando directamente a la baronesa.
La mujer le traspasó con los ojos.
«Sólo lo hago por mi padre -le contestó Arnau con la mirada-. Furcia.»
– ¡Los pies! -chilló la baronesa-. ¡Bésanos los pies! -Arnau hizo ademán de levantarse pero la baronesa volvió a impedírselo-. ¡De rodillas! -se oyó en todo el salón.
Arnau obedeció y se arrastró hasta ellos de rodillas. «Sólo por mi padre. Sólo por mi padre. Sólo por mi padre…» La baronesa le mostró sus zapatillas de seda y Arnau las besó, primero la izquierda y después la derecha. Sin levantar la mirada se desplazó hasta Grau, que vaciló cuando tuvo al niño delante de sí, arrodillado, con la vista fija en sus pies, pero su mujer lo miró, fuera de sí, y los levantó hasta la altura de la boca del muchacho, uno tras otro. Los primos de Arnau imitaron a sus padres. Arnau intentó besar la zapatilla de seda que le mostraba Margarida, pero justo cuando sus labios la iban a rozar, ella la apartó y volvió a sonar su risita. Arnau lo intentó de nuevo y otra vez su prima se rió de él. Al final esperó a que la muchacha llegase a tocar su boca con la zapatilla…, una… y otra.
Barcelona
15 de abril de 1334
Bernat contó los dineros que le había pagado Grau y los echó en la bolsa mascullando. Deberían ser suficientes pero… ¡malditos genoveses! ¿Cuándo terminaría el cerco al que estaban sometiendo al principado? Barcelona tenía hambre. Bernat se colgó la bolsa al cinto y fue en busca de Arnau. El muchacho estaba desnutrido. Bernat lo miró con preocupación. Duro invierno. Aunque al menos habían pasado el invierno. ¿Cuántos podrían decir lo mismo? Bernat contrajo los labios y revolvió el cabello de su hijo antes de apoyar la mano sobre su hombro. ¿Cuántos debían de haber muerto por el frío, el hambre y las enfermedades? ¿Cuántos padres podían apoyar ahora la mano sobre el hombro de su hijo? «Por lo menos estás vivo», pensó.
Ese día arribó un barco de cereales al puerto de Barcelona, uno de los pocos que logró sortear el bloqueo genovès. Los cereales fueron comprados por la propia ciudad a precios astronómicos para revenderlos entre sus habitantes a precios asequibles. Ese viernes había trigo en la plaza del Blat, y la gente, desde primeras horas de la mañana, se fue congregando en ella, enzarzándose en peleas por comprobar cómo preparaban el grano los medidores oficiales.
Desde hacía algunos meses y pese a los esfuerzos de los consejeros de la ciudad por acallarlo, un fraile carmelita predicaba contra los poderosos, les achacaba los males de la hambruna y los acusaba de tener trigo escondido. Las filípicas del fraile habían hecho mella en la feligresía y los rumores se extendían por toda la ciudad; por eso, aquel viernes, la gente, cada vez en mayor número, se movía intranquila por la plaza del Blat, discutía y se acercaba a empellones hasta las mesas en que los funcionarios municipales trajinaban con el grano.
Las autoridades calcularon la cantidad de trigo que correspondía a cada barcelonés y ordenaron al comerciante en telas Pere Juyol, veedor oficial de la plaza del Blat, el control de la venta.
– ¡Mestre no tiene familia! -se oyó gritar a los pocos minutos de iniciada la venta a un hombre harapiento que iba acompañado de un niño más harapiento todavía-. Murieron todos durante el invierno -añadió.
Los medidores retiraron el grano de Mestre, pero las acusaciones se multiplicaron: aquél tiene un hijo en la otra mesa; ya ha comprado; no tiene familia; no es su hijo, sólo lo trae para pedir más…
La plaza se convirtió en un hervidero de rumores. La gente abandonó las colas, comenzaron las discusiones y las razones degeneraron en insultos. Alguien exigió a gritos que las autoridades pusieran a la venta el trigo que tenían escondido y el pueblo, furioso, se sumó al requerimiento. Los medidores oficiales se vieron superados por la masa, que se amontonó atropelladamente frente a las mesas de venta; los alguaciles del rey empezaron a enfrentarse a la gente hambrienta y sólo una rápida decisión de Pere Juyol logró salvar la situación. Ordenó que se llevara el trigo al palacio del veguer, en el extremo oriental de la plaza, y suspendió la venta durante la mañana.
Bernat y Arnau regresaron a casa de Grau para continuar con su trabajo, decepcionados por no haber conseguido el preciado alimento, y en el mismo patio de entrada, frente a las cuadras, le contaron al caballerizo mayor y a quien quiso escucharlos lo que había sucedido en la plaza del Blat; ninguno de los dos se contuvo a la hora de lanzar invectivas contra las autoridades y de quejarse del hambre que pasaban.
Desde una de las ventanas que daban al patio, atraída por los gritos, la baronesa se regodeó en las penurias del siervo fugitivo y de su descarado hijo. Mientras los observaba, una sonrisa acudió a sus labios al recordar las órdenes que le había dado Grau antes de partir de viaje. ¿No deseaba que sus deudores comieran?
La baronesa cogió la bolsa con el dinero destinado a la alimentación de los presos, encarcelados por deudas a su marido, llamó al mayordomo y le ordenó que encargase aquella tarea a Bernat Estanyol, a quien debía acompañarlo su hijo Arnau por si surgía algún problema.
– Recuérdales -le dijo ante la sonrisa de complicidad del siervo- que este dinero es para comprar trigo para los presos de mi marido.
El mayordomo cumplió las instrucciones de su dueña y se recreó en la expresión de incredulidad de padre e hijo, que aumentó en aquél cuando cogió la bolsa y sopesó las monedas que contenía.
– ¿Para los presos? -preguntó Arnau a su padre, ya fuera del palacio de los Puig.
– Sí.
– ¿Por qué para los presos, padre?
– Están presos por deberle dinero a Grau y éste tiene la obligación de pagar su alimentación.
– ¿Y si no lo hiciera?
Seguían caminando en dirección a la playa.
– Los liberarían, y Grau no quiere qut lo hagan. Paga los aranceles reales, paga al alcaide y paga la comida de los presos. Es la ley.
– Pero…
– Déjalo, hijo, déjalo.
Ambos continuaron en silencio camino de su casa.
Aquella tarde, Arnau y Bernat se encaminaron hacia la cárcel para cumplir su extraño cometido. Por boca de Joan, que en su trayecto desde la escuela de la catedral hasta la casa de Pere tenía que cruzar la plaza, sabían que los ánimos no se habían calmado y, ya en la calle de la Mar, que desembocaba en la plaza viniendo desde Santa María, empezaron a oír los gritos de la muchedumbre. El gentío se había congregado alrededor del palacio del veguer, donde se encontraba almacenado el trigo que se había retirado por la mañana y donde, también, estaban encarcelados los deudores de Grau.
La gente quería el trigo y las autoridades de Barcelona no disponían de los efectivos necesarios para un ordenado suministro. Los cinco consejeros, reunidos con el veguer, intentaban dar con una solución.
– Que juren -dijo uno-. Sin juramento no hay trigo. Cada comprador deberá jurar que la cantidad que solicita es la necesaria para el sustento de su familia y que no solicita más que aquella que según el reparto puede corresponderle.
– ¿Será suficiente? -dudó otro.
– ¡El juramento es sagrado! -le contestó el primero-. ¿Acaso no juran los contratos, la inocencia o las obligaciones? ¿Acaso no acuden al altar de san Félix para jurar los testamentos sacramentales?
Así se anunció desde un balcón del palacio del veguer. La gente corrió la voz hasta aquellos que no habían podido escuchar la solución propuesta, y los devotos cristianos que se apelotonaban reclamando el cereal se dispusieron a jurar… una vez más en su vida.
El trigo volvió a la plaza, donde el hambre no había desaparecido. Unos juraron. Otros sospecharon, y se repitieron las acusaciones, los gritos y las reyertas. El pueblo volvió a enardecerse y a reclamar el trigo que según el fraile carmelita tenían escondido las autoridades.
Arnau y Bernat se hallaban todavía en la desembocadura de la calle de la Mar, en el extremo opuesto al palacio del veguer, donde se había iniciado la venta del trigo. La gente gritaba a su alrededor desaforadamente.
– Padre -preguntó Arnau-, ¿quedará trigo para nosotros?
– Confío en que sí, hijo. -Bernat trató de no mirar a su hijo. ¿Cómo iba a quedar trigo para ellos? No habría trigo ni para una cuarta parte de los ciudadanos.
– Padre -le dijo Arnau-, ¿por qué los presos tienen el trigo asegurado y nosotros no?
Escudándose en el griterío, Bernat hizo como si no hubiera oído la pregunta; con todo no pudo dejar de mirar a su hijo: estaba famélico, sus brazos y sus piernas se habían convertido en delgadas extremidades, y en su enjuto rostro destacaban unos ojos saltones que en otras épocas sonreían despreocupadamente. -Padre, ¿me habéis oído?
«Sí -pensó Bernat-, pero ¿qué puedo contestarte? ¿Que los pobres estamos unidos al hambre?, ¿que sólo los ricos pueden comer?, ¿que sólo los ricos pueden permitirse mantener a sus deudores?, ¿que los pobres no valemos nada para ellos?, ¿que los hijos de los pobres valen menos que uno de los presos encarcelados en el palacio del veguer?» Bernat no le contestó.
– ¡Hay trigo en el palacio! -gritó uniéndose al vocerío del pueblo-. ¡Hay trigo en el palacio! -repitió más alto todavía cuando los más cercanos a él callaron y se volvieron para mirarlo. Pronto fueron muchos los que fijaron su atención en aquel hombre que aseguraba que había trigo en el palacio-. ¿Cómo, si no lo hubiera, podían comer los presos? -volvió a gritar, levantando la bolsa de dinero de Grau-. ¡Los nobles y los ricos pagan la comida de los presos! ¿De dónde sacan los alcaides el trigo para los presos? ¿Acaso salen a comprarlo como nosotros?
La multitud fue abriéndose para dejar pasar a Bernat, que estaba fuera de sí. Arnau lo seguía tratando de llamar su atención.
– ¿Qué hacéis, padre?
– ¿Acaso los alcaides se ven obligados a jurar como nosotros?
– ¿Qué os sucede, padre?
– ¿De dónde sacan los alcaides el trigo para los presos? ¿Por qué no podemos dar de comer a nuestros hijos y sí a los presos?
La muchedumbre enloqueció más todavía tras las palabras de Bernat. En esta ocasión los medidores oficiales no pudieron retirar a tiempo el trigo y la gente los asaltó. Pere Juyol y el veguer estuvieron a punto de ser linchados. Salvaron la vida gracias a algunos alguaciles, que los defendieron y los escoltaron hasta el palacio. Pocos vieron sus necesidades satisfechas, ya que el trigo se desparramó por la plaza y fue pisoteado por la multitud, mientras algunos, en vano, intentaban recogerlo antes de ser ellos mismos pisoteados por sus conciudadanos.
Alguien gritó que la culpa era de los consejeros y la multitud se diseminó en busca de los prohombres de la ciudad, escondidos en sus casas.
Bernat no permaneció ajeno a la locura colectiva y gritó como el que más, dejándose llevar por las riadas de gente enardecida.
– Padre, padre.
Bernat miró a su hijo.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó sin dejar de andar y entre grito y grito.
– Yo…, ¿qué os sucede, padre?
– Vete de aquí. Éste no es lugar para niños.
– ¿Dónde voy a…?
– Toma. -Bernat le entregó dos bolsas de dinero: la suya propia y la destinada a presos y alcaides.
– ¿Qué tengo que hacer con…? -preguntó Arnau.
– Vete, hijo. Vete.
Arnau vio cómo desaparecía su padre entre la multitud. Lo último que atisbo de él fue el odio que escupían sus ojos.
– ¿Adonde vais, padre? -gritó cuando ya lo había perdido de vista.
– En busca de la libertad -le contestó una mujer que también observaba cómo la multitud se derramaba por las calles de la ciudad.
– Ya somos libres -se atrevió a afirmar Arnau.
– No hay libertad con hambre, hijo -sentenció la mujer.
Llorando, Arnau corrió contracorriente tropezando con el gentío.
Las algaradas duraron dos días enteros. Las casas de los consejeros y muchas otras residencias nobles fueron saqueadas y el pueblo, loco y encolerizado, anduvo de un lugar a otro, primero en busca de comida…, después en busca de venganza.
Durante dos días enteros la ciudad de Barcelona se vio sumida en el caos ante la impotencia de sus autoridades hasta que un enviado del rey Alfonso, con tropas suficientes, puso fin a los alborotos. Cien hombres fueron detenidos y muchos otros multados. De aquellos cien, diez fueron ejecutados en la horca tras un juicio sumarísimo. De los llamados a testificar en el juicio, pocos fueron los que no reconocieron en Bernat Estanyol, con su lunar en el ojo derecho, a uno de los principales instigadores de la revuelta ciudadana de la plaza del Blat.
Arnau corrió toda la calle de la Mar hasta casa de Pere Juyol sin siquiera dedicar una mirada a Santa María. Los ojos de su padre estaban grabados en sus retinas, y sus gritos resonaban en sus oídos. Nunca lo había visto así. ¿Qué os pasa, padre? ¿Es cierto que no somos libres como dice esa mujer? Entró en casa de Pere sin reparar en nada ni en nadie y se encerró en su habitación. Joan lo encontró llorando.
– La ciudad se ha vuelto loca… -dijo nada más abrir la puerta de la habitación-. ¿Qué te pasa?
Arnau no contestó. Su hermano dio una rápida mirada en derredor.
– ¿Y padre? -Arnau moqueó y señaló con la mano en dirección a la ciudad-. ¿Está con ellos?
– Sí -logró balbucear Arnau.
Joan revivió las algaradas que había tenido que sortear desde el palacio del obispo hasta su casa. Los soldados habían cerrado las puertas de la judería y se habían apostado delante de ellas para evitar que la asaltara la muchedumbre, la cual se dedicaba ahora a saquear las casas de los cristianos. ¿Cómo podía estar Bernat con ellos? Las imágenes de grupos de exaltados derribando las puertas de los hogares de las gentes de bien y saliendo de ellos cargados con sus enseres volvieron a la memoria de Joan. No podía ser.
– No puede ser -repitió en voz alta. Arnau lo miró desde el jergón en el que estaba sentado-. Bernat no es como ellos… ¿Cómo es posible?
– No sé… Había mucha gente.Todos gritaban…
– Pero… ¿Bernat? Bernat no es capaz, quizá sólo esté… ¡No sé, tratando de encontrar a alguien!
Arnau miró a Joan. «¿Cómo quieres que te diga que era él quien gritaba, el que más gritaba, el que ha enardecido a la gente? ¿Cómo quieres que te lo diga si yo mismo no me lo creo?»
– No sé, Joan. Había mucha gente.
– ¡Están robando, Arnau! Están atacando a los prohombres de la ciudad.
Una mirada fue suficiente.
Los dos niños esperaron en vano a su padre aquella noche. Al día siguiente Joan se dispuso a acudir a clase.
– No deberías ir -le aconsejó Arnau.
En esta ocasión fue Joan quien le contestó con la mirada.
– Los soldados del rey Alfonso han sofocado la revuelta -se limitó a comentar Joan al regresar a casa de Pere. Aquella noche Bernat tampoco acudió a dormir. Por la mañana, Joan volvió a despedirse de Arnau. -Deberías salir -le dijo.
– ¿Y si vuelve? Sólo puede volver aquí -añadió Arnau con voz entrecortada.
Los dos hermanos se abrazaron. ¿Dónde estáis, padre?
Quien sí salió en busca de noticias fue Pere, y no le costó tanto encontrarlas como volver a su casa.
– Lo siento, muchacho -le dijo a Arnau-.Tu padre ha sido detenido.
– ¿Dónde está?
– En el palacio del veguer, pero…
Arnau ya corría en dirección al palacio. Pere miró a su mujer y negó con la cabeza; la anciana se llevó las manos al rostro.
– Han sido juicios de urgencia -le explicó Pere-. Un montón de testigos han reconocido a Bernat, con su lunar, como principal instigador de la revuelta. ¿Por qué lo habrá hecho? Parecía…
– Porque tiene dos hijos a los que alimentar -lo interrumpió su mujer con lágrimas en los ojos.
– Tenía… -corrigió Pere con voz cansina-; lo han ahorcado en la plaza del Blat junto a nueve alborotadores más.
Mariona volvió a llevarse las manos al rostro, pero de repente se las quitó.
– Arnau… -exclamó dirigiéndose a la puerta, pero se quedó a medio camino al oír las palabras de su esposo:
– Déjalo, mujer. A partir de hoy no volverá a ser un niño.
Mariona afirmó con la cabeza. Pere fue a abrazarla.
Las ejecuciones fueron inmediatas por orden expresa del rey. Ni siquiera dio tiempo a construir un cadalso y a los presos se les ejecutó sobre simples carros.
Arnau interrumpió bruscamente su carrera al entrar en la plaza del Blat. Jadeaba. La plaza estaba llena de gente, en silencio, todos de espaldas a él, quietos, con la mirada en… Por encima de la gente, junto al palacio, se alzaban una decena de cuerpos inertes.
– ¡No…! ¡Padre!
El aullido resonó por toda la plaza y la gente se volvió a mirarlo. Arnau cruzó despacio la plaza mientras la gente le abría paso. Buscaba entre los diez…
– Déjame, por lo menos, ir a avisar al sacerdote. -pidió la esposa de Pere.
– Ya lo he hecho yo. Estará allí.
Arnau vomitó a la vista del cadáver de su padre. La gente se apartó de un salto. El muchacho volvió a mirar aquel rostro desfigurado, morado hasta la negrura, caído a un lado, con los rasgos contraídos, los ojos abiertos en una lucha que ya sería eterna por salir de sus órbitas y con la larga lengua colgando inerte entre las comisuras de los labios. La segunda y la tercera vez que miró sólo arrojó bilis.
Arnau notó un brazo sobre sus hombros.
– Vamos, hijo -le dijo el padre Albert.
El sacerdote tiró de él hacia Santa María pero Arnau no se movió. Volvió a mirar a su padre y cerró los ojos. Ya no volvería a tener hambre. El muchacho se encogió en una tremenda convulsión. El padre Albert intentó de nuevo tirar de él para que abandonase el macabro escenario. -Dejadme, padre. Por favor.
Bajo la mirada de éste y de todos los presentes, Arnau salvó tambaleándose los pocos pasos que le separaban del improvisado cadalso. Se agarraba el estómago con las manos y temblaba. Cuando estuvo bajo su padre, miró a uno de los soldados que hacían guardia junto a los ahorcados.
– ¿Puedo bajarlo? -le preguntó.
El soldado dudó ante la mirada del niño, parado bajo el cadáver de su padre, señalándolo. ¿Qué habrían hecho sus hijos en el caso de que hubiera sido él el ahorcado?
– No -se vio obligado a contestar. Le hubiera gustado no estar allí. Hubiera preferido estar luchando contra una partida de moros, estar junto a sus hijos… ¿Qué tipo de muerte era aquélla? Aquel hombre sólo había luchado por sus hijos, por ese niño que ahora lo interrogaba con la mirada, como todos los presentes en la plaza. ¿Por qué no estaría allí el veguer?-. El veguer ha ordenado que permanezcan tres días expuestos en la plaza.
– Esperaré.
– Después serán trasladados a las puertas de la ciudad, como cualquier ajusticiado en Barcelona, para que todo aquel que las cruce conozca la ley del veguer.
El soldado dio la espalda a Arnau e inició una ronda que empezaba y terminaba siempre en un ahorcado.
– Hambre -escuchó tras él-. Sólo tenía hambre. Cuando aquella ronda sin sentido lo llevó otra vez hasta Bernat, el niño estaba sentado en el suelo, bajo su padre, con la cabeza entre las manos, llorando. El soldado no se atrevió a mirarlo. -Vamos, Arnau -insistió el padre, otra vez junto a él. Arnau negó con la cabeza. El padre Albert fue a hablar, pero un grito se lo impidió. Empezaban a llegar los familiares de los demás ahorcados. Madres, esposas, hijos y hermanos se agolparon al pie de los cadáveres, en un doloroso silencio interrumpido por algún grito de dolor. El soldado se concentró en su ronda, buscando en su memoria el grito de guerra de los infieles. Joan, que pasaba por la plaza de regreso a casa, se acercó a los muertos y se desmayó al ver el horrible espectáculo. Ni siquiera tuvo tiempo de ver a Arnau, que seguía sentado en el mismo lugar, ahora meciéndose hacia delante y hacia atrás. Los propios compañeros de Joan lo levantaron y lo llevaron al palacio del obispo. Arnau tampoco vio a su hermano.
Transcurrieron las horas y Arnau permanecía ajeno a los ciudadanos que acudían a la plaza del Blat movidos por la compasión, la curiosidad o el morbo. Sólo las botas del soldado que hacía la ronda frente a él interrumpían sus pensamientos.
«Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre -le había dicho su padre no hacía mucho-. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir.»
«¿De veras podemos negarnos, padre? -Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos-. No hay libertad con hambre. Vos ya no tenéis hambre, padre. ¿Y vuestra libertad?»
– Miradlos bien, niños.
Aquella voz…
– Son delincuentes. Miradlos bien. -Por primera vez Arnau se permitió observar a la gente que se amontonaba ante los cadáveres. La baronesa y sus tres hijastros contemplaban el rostro desfigurado de Bernat Estanyol. Los ojos de Arnau se clavaron en los pies de Margarida; después la miró a la cara. Sus primos habían palidecido, pero la baronesa sonreía y lo miraba a él, directamente a él. Arnau se levantó temblando-. No merecían ser ciudadanos de Barcelona -oyó que decía Isabel. Las uñas se le clavaron en la palma de las manos; su rostro se congestionó y le temblaba el labio inferior. La baronesa seguía sonriendo-. ¿Qué podía esperarse de un siervo fugitivo?
Arnau fue a lanzarse sobre la baronesa pero el soldado se interpuso entre ellos. Arnau chocó con él.
– ¿Te ocurre algo, muchacho? -El soldado siguió la mirada de Arnau-.Yo no lo haría -le aconsejó. Arnau trató de esquivar al soldado, pero éste lo cogió por el brazo. Isabel ya no sonreía; permanecía erguida, altanera, desafiante-.Yo no lo haría, te buscarás la ruina -oyó que le decía el hombre. Arnau levantó la mirada-. Él está muerto -insistió el soldado-, tú no. Siéntate, muchacho. -El soldado notó que Arnau aflojaba un tanto-.
Siéntate -insistió.
Arnau desistió y el soldado permaneció de guardia a su lado.
– Miradlos bien, niños. -La baronesa sonreía de nuevo-. Mañana volveremos. Los ahorcados están expuestos hasta que se pudren, como deben pudrirse los delincuentes fugitivos.
Arnau no pudo controlar el temblor de su labio inferior. Continuó mirando a los Puig hasta que la baronesa decidió darle la espalda.
«Algún día…, algún día te veré muerta… Os veré muertos a todos…», se prometió. El odio de Arnau persiguió a la baronesa y a sus hijastros por toda la plaza del Blat. Ella había dicho que al día siguiente volvería. Arnau levantó la mirada hacia su padre.
«Juro por Dios que no lograrán regodearse una vez más con el cadáver de mi padre, pero ¿cómo? -Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos-. Padre, no permitiré que os pudráis colgado de esa soga.»
Arnau dedicó las siguientes horas a pensar cómo podía lograr hacer desaparecer el cadáver de su padre, pero cualquier idea que se le ocurría se estrellaba contra las botas que pasaban junto a él. Ni siquiera podría descolgarlo sin que lo vieran y de noche tendrían teas encendidas…, teas encendidas…, teas encendidas. En ese preciso momento apareció Joan en la plaza con el rostro pálido, casi blanco, los ojos hinchados e inyectados en sangre, los andares cansinos. Arnau se levantó y Joan se echó en sus brazos en cuanto estuvo a su altura.
– Arnau…, yo… -balbuceó.
– Escúchame bien -lo interrumpió Arnau abrazado a él-. No dejes de llorar. -«No podría, Arnau», pensó Joan sorprendido por el tono de su hermano-. Quiero que esta noche, a las diez, me esperes escondido en la esquina de la calle de la Mar con la plaza; que nadie te vea.Trae…, trae una manta, la más grande que encuentres en casa de Pere. Y ahora, vete.
– Pero…
– Vete, Joan. No quiero que los soldados se fijen en ti.
Arnau tuvo que empujar a su hermano para deshacerse de su abrazo. Los ojos de Joan se pararon en el rostro de Arnau; después, miraron una vez más a Bernat. El muchacho tembló.
– ¡Vete, Joan! -le susurró Arnau.
Aquella noche, cuando ya nadie paseaba por la plaza y sólo los familiares de los ahorcados permanecían a sus pies, cambió la guardia y los nuevos soldados dejaron de rondar frente a los cadáveres para sentarse alrededor de un fuego que encendieron junto a uno de los extremos de la fila de carretas. Todo estaba tranquilo y la noche había refrescado el ambiente. Arnau se levantó y pasó junto a los soldados procurando esconder el rostro.
– Voy a buscar una manta -dijo.
Uno de ellos lo miró de reojo.
Cruzó la plaza del Blat hasta la esquina de la calle de la Mar y se quedó allí durante unos instantes, preguntándose dónde estaría Joan. Ya era la hora convenida, debería haber llegado. Arnau chistó. El silencio continuó acompañándolo.
– ¿Joan? -se atrevió a llamar.
Del quicio de la puerta de una casa surgió una sombra.
– ¿Arnau? -se oyó en la noche.
– Claro que soy yo. -El suspiro de Joan se oyó a varios metros-. ¿Quién pensabas que era? ¿Por qué no has contestado?
– Está muy oscuro -se limitó a responder Joan.
– ¿Has traído la manta? -La sombra levantó un bulto-. Bien, ya les he dicho que iba a buscar una. Quiero que te tapes con ella y que ocupes mi lugar. Anda de puntillas para que parezca que eres más alto.
– ¿Qué te propones?
– Voy a quemarlo -le contestó cuando Joan ya se encontraba a su lado-. Quiero que ocupes mi lugar. Quiero que los soldados crean que tú eres yo. Limítate a sentarte bajo…, limítate a sentarte donde yo estaba y no hagas nada; simplemente, tápate la cara. No te muevas. No hagas nada veas lo que veas o pase lo que pase, ¿me has entendido? -Arnau no esperó a que Joan le contestase-. Cuando todo haya terminado, tú serás yo, tú serás Arnau Estanyol y tu padre no tenía ningún otro hijo. ¿Has entendido? Si los soldados te preguntasen…
– Arnau.
– ¿Qué?
– No me atrevo.
– ¿Có…, cómo?
– Que no me atrevo. Me descubrirán. Cuando vea a padre…
– ¿Prefieres ver cómo se pudre? ¿Prefieres verlo colgado a las puertas de la ciudad mientras los cuervos y los gusanos devoran su cadáver?
Arnau esperó unos instantes a que su hermano imaginara semejante escena.
– ¿Acaso quieres que la baronesa siga burlándose de nuestro padre… incluso muerto?
– ¿No será pecado? -preguntó de repente Joan.
Arnau trató de ver a su hermano en la noche, pero tan sólo vislumbró una sombra.
– ¡Sólo tenía hambre! No sé si será pecado, pero no estoy dispuesto a que nuestro padre se pudra colgado de una soga. Yo voy a hacerlo. Si quieres ayudarme ponte esa manta por encima y limítate a no hacer nada. Si no quieres hacerlo…
Sin más, Arnau partió calle de la Mar abajo mientras Joan se dirigía hacia la plaza del Blat cubierto con la manta y con 1 a vista fija en Bernat: un fantasma entre los diez que colgaban de los carros, tenuemente alumbrado por el resplandor de la hoguera de los soldados. Joan no quería ver su rostro, no quería enfrentarse a su lengua morada colgando, pero sus ojos traicionaban su voluntad y caminaba con la vista fija en Bernat. Los soldados le vieron acercarse. Mientras, Arnau corrió a casa de Pere; cogió su pellejo y lo vació de agua; después lo llenó con el aceite de los candiles. Pere y su mujer, sentados alrededor del hogar, lo miraron hacer.
– Yo no existo -les dijo Arnau con un hilo de voz arrodillándose frente a ellos y tomando la mano de la anciana, que lo miró con cariño-.Joan será yo. Mi padre sólo tiene un hijo… Cuidad de él si sucediese algo.
– Pero Arnau… -empezó a decir Pere.
– Chist -siseó Arnau.
– ¿Qué vas a hacer, hijo? -insistió el anciano.
– Tengo que hacerlo -le contestó Arnau levantándose.
Yo no existo. Soy Arnau Estanyol. Los soldados seguían observándolo. «Quemar un cadáver debe de ser pecado», pensaba Joan. ¡Bernat lo miraba! Joan se quedó parado a unos metros del ahorcado. ¡Lo miraba! «Es idea de Arnau.»
– ¿Te sucede algo, muchacho? -Uno de los soldados hizo ademán de levantarse.
– Nada -contestó Joan antes de seguir andando hacia los ojos muertos que lo interrogaban.
Arnau cogió un candil y salió corriendo. Buscó barro y se embadurnó la cara. Cuántas veces le había hablado su padre de su llegada a aquella ciudad que ahora lo había asesinado. Rodeó la plaza del Blat por la de la Llet y la de la Corretgeria hasta llegar a la calle Tapineria, justo al lado de la fila de carretas de ahorcados. Joan estaba sentado bajo su padre, intentando controlar el temblor que lo delataba.
Arnau dejó el candil escondido en la calle, se colgó el pellejo a la espalda y a rastras empezó a avanzar hacia la parte posterior de las carretas, pegadas a los muros del palacio del veguer. Bernat estaba en la cuarta carreta y los soldados continuaban charlando alrededor del fuego, en el extremo opuesto. Se arrastró tras las primeras carretas. Cuando llegó a la segunda, una mujer lo vio; tenía los ojos hinchados por el llanto. Arnau se detuvo, pero la mujer desvió la mirada y continuó con su dolor. El muchacho se encaramó a la carreta en la que colgaba su padre. Joan lo oyó y se volvió.
– ¡No mires! -Su hermano dejó de escrutar la oscuridad-. Y procura no temblar tanto -le susurró Arnau.
Se irguió para alcanzar el cuerpo de Bernat, pero un ruido lo obligó a tumbarse de nuevo. Esperó unos segundos y repitió la operación; otro ruido lo sobresaltó pero Arnau aguantó en pie. Los soldados seguían con su tertulia. Arnau levantó el pellejo y empezó a verter aceite sobre el cadáver de su padre. La cabeza quedaba bastante alta, de modo que se estiró cuanto pudo y apretó el pellejo con fuerza para que el aceite saliera disparado a presión. Un chorro viscoso empezó a empapar el cabello de Bernat. Cuando se quedó sin aceite rehízo el camino hasta la calle Tapineria.
Sólo tendría una oportunidad. Arnau mantenía el candil a su espalda para esconder la débil llama. «Tengo que acertar a la primera.» Miró hacia los soldados. Ahora era él quien temblaba. Respiró hondo y sin pensarlo entró en la plaza. Bernat y Joan estaban a unos diez pasos. Avivó la llama, con lo que se puso al descubierto. El resplandor del candil en la plaza del Blat se le antojó un amanecer despejado. Los soldados lo miraron. Arnau iba a echar a correr cuando se dio cuenta de que ninguno de ellos hacía ademán de moverse. «¿Por qué iban a hacerlo? ¿Acaso pueden saber que voy a quemar a mi padre? ¡Quemar a mi padre!» El candil tembló en su mano. Seguido por la mirada de los soldados, llegó hasta donde estaba Joan. Nadie hizo nada. Arnau se detuvo bajo el cadáver de su padre y lo miró por última vez. Los destellos del aceite sobre su rostro escondían el terror y el dolor que antes reflejaban.
Arnau arrojó el candil contra el cadáver y Bernat empezó a, arder. Los soldados se levantaron de un salto, se volvieron hacia las llamas y corrieron detrás de Arnau. Los restos del candil cayeron sobre la carreta, en la que se había acumulado el aceite que resbalaba del cuerpo de Bernat, y también empezó a arder. -¡Eh! -oyó que le gritaban los soldados. Arnau iba a salir corriendo cuando reparó en que Joan seguía sentado junto a la carreta, con la manta tapándolo por enterúi paralizado. El resto de dolientes observaba en silencio las llamaSi absortos en su propio dolor.
– ¡Alto! ¡Alto, en nombre del rey!
– Muévete, Joan. -Arnau se volvió hacia los soldados, que ya corrían hacia él-. ¡Muévete! ¡Te abrasarás!
No podía dejar a Joan allí. El aceite derramado por el suelo se acercaba a la temblorosa figura de su hermano. Arnau iba a sacarlo de allí cuando la mujer que antes lo había visto se interpuso entre los dos.
– Corre -lo apremió.
Arnau tuvo que zafarse de la mano del primer soldado y salió huyendo. Corrió por la calle Bòria hacia el portal Nou con los gritos de los soldados tras él. Cuanto más lo persiguieran, más tardarían en volver junto a su padre y apagar el fuego, pensó mientras corría. Los soldados, veteranos y cargados con su equipo, nunca podrían alcanzar a un muchacho cuyas piernas movía el mismo fuego.
– ¡En nombre del rey! -oyó a sus espaldas.
Un silbido rozó su oído derecho. Arnau pudo oír cómo la lanza se estrellaba contra el suelo, por delante de él. Atravesó como una exhalación la plaza de la Llana mientras varias lanzas fallaban su objetivo, corrió por delante de la capilla de Bernat Marcús y llegó a la calle Carders. Los gritos de los soldados empezaban a perderse en la distancia. No podía seguir corriendo hasta el portal Nou, donde con seguridad habría más soldados apostados. Hacia abajo, en dirección al mar, podía llegar hasta Santa María; hacia arriba, en dirección a la montaña, podía hacerlo hasta Sant Pere de les Puelles, pero luego volvería a encontrarse con las murallas.
Apostó por el mar y se dirigió hacia él. Rodeó el convento de San Agustín y se perdió en el laberinto de calles que se abrían más allá del barrio del Mercadal; saltaba tapias, pisaba huertas y buscaba siempre las sombras. Cuando estuvo seguro de que sólo lo perseguía el eco de sus pisadas, aminoró el ritmo. Siguiendo el curso del Rec Comtal, llegó al Pla d'en Llull, junto al convento de Santa Clara, y desde allí, sin dificultad, a la plaza del Born y a la calle del Born, a su iglesia, su refugio. Sin embargo, cuando iba a meterse bajo la escalera de madera de la puerta, observó algo que le llamó la atención: un candil tirado en el suelo cuya llama, exigua, luchaba por no apagarse. Escrutó los alrededores de la tenue lucecita y no tardó en vislumbrar la figura del alguacil, también en el suelo, inmóvil, con un hilillo de sangre que corría por la comisura de sus labios.
Su corazón se aceleró. ¿Por qué? La tarea de aquel alguacil era vigilar Santa María. ¿Qué interés podía tener…? ¡LaVirgen! ¡La capilla del Santísimo! ¡La caja de los bastaixosl
Arnau no lo pensó. Habían ejecutado a su padre; no podía permitir que además deshonraran a su madre. Entró con sigilo en Santa María por el hueco de la puerta y se dirigió hacia el deambulatorio. A su izquierda, separada por el espacio que restaba entre dos contrafuertes, quedaba la capilla del Santísimo. Cruzó la iglesia y se parapetó tras una de las columnas del altar mayor. Desde allí oyó ruidos procedentes de la capilla del Santísimo, pero todavía no la tenía a la vista. Se deslizó hasta la siguiente columna y, entonces sí, a través del intercolumnio pudo ver la capilla, iluminada como siempre por numerosos cirios encendidos.
Desde la capilla, un hombre se encaramaba al enrejado. Arnau miró a su Virgen. Todo parecía estar en orden. ¿Entonces? Paseó rápidamente la mirada por el interior de la capilla del Altísimo; la caja de los bastaixos había sido forzada. Mientras el ladrón seguía escalando, Arnau creyó oír el tintineo de las monedas que los bastaixos ingresaban en aquella caja para sus huérfanos y para sus viudas.
– ¡Ladrón! -gritó lanzándose contra la reja de la capilla.
De un salto se encaramó al enrejado y golpeó al hombre en el pecho. El ladrón, sorprendido, cayó estrepitosamente. No tuvo tiempo para pensar. El hombre se levantó con rapidez y descargó un tremendo puñetazo en el rostro del muchacho. Arnau cayó de espaldas sobre el suelo de Santa María.
– Debió de caer al tratar de escapar después de robar la caja de los bastaixos -sentenció uno de los oficiales reales, en pie, al lado de Arnau, que todavía estaba inconsciente.
El padre Albert negó con la cabeza. ¿Cómo podía Arnau haber cometido semejante atrocidad? ¡La caja de los bastaixos, en la capilla del Santísimo, junto a su Virgen! Los soldados lo habían avisado un par de horas antes del amanecer.
– No puede ser -musitó para sí mismo.
– Sí, padre -insistió el oficial-. El muchacho llevaba esta bolsa -añadió mostrándole la bolsa de los dineros de Grau para el alcaide y sus presos-. ¿Qué iba a hacer un muchacho con tanto dinero?
– ¿Y su rostro? -intervino otro soldado-. ¿Para qué iba alguien a embadurnarse el rostro con barro si no es para robar?
El padre Albert volvió a negar con la cabeza, con la mirada fija en la bolsa que tenía alzada el oficial. ¿Qué hacía allí a aquellas horas de la noche? ¿De dónde había sacado la bolsa?
– ¿Qué hacéis? -preguntó a los oficiales al ver que levantaban a Arnau del suelo.
– Nos lo llevamos a la prisión.
– De ninguna manera -se oyó decir a sí mismo.
Quizá…, quizá todo aquello tuviera una explicación. No podía ser que Arnau hubiera intentado robar la caja de los bastaixos. Arnau, no.
– Es un ladrón, padre.
– Eso lo tendrá que decidir un tribunal.
– Y así será -confirmó el oficial mientras sus soldados aguantaban a Arnau por las axilas-, pero esperará la sentencia en la cárcel.
– Si tiene que ir a alguna cárcel, será a la del obispo -dijo el cura-. El crimen se ha cometido en lugar santo y por lo tanto es jurisdicción de la iglesia, no del veguer.
El oficial miró a los soldados y a Arnau y, con gesto de impotencia, les ordenó que dejasen al chico en el suelo, cosa que cumplieron dejándolo caer. Una cínica sonrisa asomó a sus labios al ver cómo el rostro del muchacho golpeaba violentamente el suelo. El padre Albert los miró con ira.
– Despabiladlo -exigió el padre Albert mientras sacaba las llaves de la capilla, abría la reja y entraba en ella-. Quiero escuchar qué tiene que decir el muchacho.
Se acercó a la caja de los bastaixos, cuyas tres cerraduras habían sido forzadas, y comprobó que estaba vacía; en el interior de la capilla no faltaba nada más ni había habido ningún destrozo. «¿Qué ha sucedido, Señora? -le preguntó en silencio a la Virgen -; ¿cómo has permitido que Arnau cometiera este delito?» Oyó cómo los soldados echaban agua sobre el rostro del muchacho y salió de la capilla en el momento en que varios bastaixos, advertidos del robo de su caja, entraban en Santa María.
Arnau despertó al sentir el agua helada y vio que estaba rodeado de soldados. El sonido de la lanza en la calle Bòria volvió a silbar junto a su oído. Corría delante de ellos. ¿Cómo habían logrado alcanzarlo? ¿Habría tropezado? Los rostros de los soldados se inclinaron sobre él. ¡Su padre! ¡Ardía! ¡Tenía que escapar! Arnau se levantó y trató de empujar a uno de los soldados, pero éstos lo inmovilizaron sin dificultad.
El padre Albert, abatido, vio la lucha del muchacho por zafarse de las manos de los soldados.
– ¿Queréis escuchar algo más, padre? -le espetó irónicamente el oficial-. ¿Os parece suficiente confesión? -insistió señalando a Arnau, enloquecido.
El padre Albert se llevó las manos al rostro y suspiró. Después se dirigió cansinamente hasta donde los soldados tenían retenido a Arnau.
– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó una vez que lo tuvo enfrente-. Sabes que esa caja es la de tus amigos los bastaixos. Que con ella satisfacen las necesidades de las viudas y los huérfanos de sus cofrades, entierran a sus muertos, hacen obras de caridad, engalanan a la Virgen, tu madre, y mantienen siempre encendidas las velas que la iluminan. ¿Por qué lo has hecho, Arnau?
Arnau se tranquilizó ante la presencia del sacerdote, pero ¿qué hacía allí? ¡La caja de los bastaixos, el ladrón! Lo había golpeado pero ¿qué más había sucedido? Con los ojos abiertos de par en par miró a su alrededor. Tras los soldados, un sinfín de rostros conocidos lo observaban esperando su respuesta. Reconoció a Ramon y a Ramon el Chico, a Pere, a Jaume, a Joan, que intentaba ver la escena poniéndose de puntillas, a Sebastià y a su hijo, Bastianet, y a muchos otros a los que había dado de beber y con los que había compartido inolvidables momentos en la salida de la host a Creixell. ¡Lo acusaban a él! ¡Era eso!
– Yo no…-balbuceó.
El oficial alzó ante sus ojos la bolsa de dinero de Grau, y Arnau se llevó la mano a donde debería haber estado. No había querido dejarla bajo el jergón por si la baronesa los denunciaba y culpaban a Joan, y ahora… ¡Maldito Grau! ¡Maldita bolsa!
– ¿Buscas esto? -le espetó el oficial.
Un rumor se levantó entre los bastaixos.
– Yo no he sido, padre -se defendió Arnau.
El oficial lanzó una carcajada, a la que pronto se sumaron los soldados.
– Ramon, yo no he sido. Os lo juro -repitió Arnau mirando directamente al bastaix.
– Entonces, ¿qué hacías aquí por la noche? ¿De dónde has sacado esta bolsa? ¿Por qué tratabas de huir? ¿Por qué llevas la cara embadurnada con barro?
Arnau se llevó una mano a la cara. El barro estaba reseco.
¡La bolsa! El oficial no hacía más que balancearla frente a sus ojos. Mientras tanto, iban llegando más y más bastaixos y unos a › otros, en voz baja, se contaban lo sucedido. Arnau observó el balanceo de la bolsa. ¡Maldita bolsa! Después se dirigió directamente al padre:
– Había un hombre -le dijo-. Intenté detenerlo pero no pude. Era muy fuerte.
La carcajada incrédula del oficial volvió a resonar en el deambulatorio.
– Arnau -lo instó el padre Albert-, contesta a las preguntas del oficial.
– No…, no puedo -reconoció, provocando aspavientos en oficiales y soldados y alboroto entre los bastaixos.
El padre Albert guardó silencio, con la mirada fija en Arnau. ¿Cuántas veces había escuchado aquellas palabras? ¿Cuántos feligreses se negaban a contarle sus pecados? «No puedo -le decían con el miedo en el rostro-; si se enterasen…» Ciertamente, pensaba entonces el sacerdote, si se enterasen del robo, del adulterio o de la blasfemia podrían detenerlos, y entonces él tenía que insistir, jurándoles secreto eterno, hasta que sus conciencias se abrían a Dios y al perdón.
– ¿Me lo contarías a mí a solas? -le preguntó. Arnau asintió y el clérigo le señaló la capilla del Santísimo. -Esperad aquí -les dijo a los demás.
– Se trata de la caja de los bastaixos -se oyó entonces por detrás de los soldados-. Debería estar presente un bastaix. El padre Albert asintió mirando a Arnau.
– ¿Ramon? -le propuso.
El muchacho volvió a asentir y los tres se introdujeron en la capilla. Allí soltó cuanto llevaba dentro. Habló de Tomàs el palafrenero, de su padre, de la bolsa de Grau, del encargo de la baronesa, de la revuelta, de la ejecución, del fuego…, de la persecución, del ladrón de la caja y de su lucha infructuosa. Habló de su miedo a que se enteraran de que aquélla era la bolsa de Grau o a que lo detuvieran por prender fuego al cadáver de su padre.
Las explicaciones se alargaron. Arnau no supo describir al, hombre que lo había golpeado; estaba oscuro, dijo respondiendo a las preguntas de ambos, pero era grande y fuerte, eso sí. Finalmente, el cura y el bastaix se miraron entre sí; creían al muchacho, pero ¿cómo demostrarle a la gente que ya murmuraba fuera de la capilla, que no había sido él? El sacerdote miró a la Virgen, miró la caja forzada y salió de la capilla.
– Creo que el chico dice la verdad -anunció a la pequeña multitud que esperaba en el deambulatorio-. Creo que él no robó la caja; es más, intentó evitar que la robaran.
Ramon había salido tras él y asentía.
– Entonces -preguntó el oficial-, ¿por qué no puede contestar a mis preguntas?
– Conozco los motivos. -Ramon continuó asintiendo-. Y son lo suficientemente convincentes. Si hay alguien que no me crea, que lo diga. -Nadie habló-.Y ahora, ¿dónde están los tres prohombres de la cofradía? -Tres bastaixos se adelantaron hasta donde se encontraba el padre Albert-. Cada uno de vosotros tiene una de las tres llaves que abren la caja, ¿no es cierto? -Los prohombres asintieron-. ¿Juráis que esta caja sólo ha sido abierta por vosotros tres de consuno y en presencia de diez cofrades como establecen las ordenanzas? -Los prohombres juraron en voz alta, en el mismo tono en el que los interrogaba el cura-. ¿Juráis, pues, que la última anotación hecha en el libro de caja coincide con la cantidad que debería haber depositada? -Los tres prohombres juraron de nuevo-.Y vos, oficial, ¿juráis que ésa es la bolsa que llevaba el muchacho? -El oficial asintió-. ¿Juráis que su contenido es el mismo que cuando la encontrasteis?
– ¡Estáis ofendiendo a un oficial del rey Alfonso!
– ¿Lo juráis o no lo juráis? -le gritó el cura.
Algunos bastaixos se acercaron al oficial requiriéndole una respuesta con la mirada.
– Lo juro.
– Bien -continuó el padre Albert-; ahora iré a buscar el libro de caja. Si este muchacho es el ladrón, el contenido de la bolsa deberá ser igual o superior a la última anotación efectuada; si es inferior, deberá dársele crédito.
Un murmullo de asentimiento corrió entre los bastaixos. La mayoría miró hacia Arnau; todos ellos habían bebido el agua fresca de su pellejo.
Tras entregar las llaves de la capilla a Ramon con orden de que la cerrase, el padre Albert se dirigió a sus habitaciones para coger el libro de caja, que según las ordenanzas de los bastaixos debía permanecer en poder de una tercera persona. Por lo que recordaba, era imposible que el contenido de la caja cuadrase con los dineros que Grau entregaba al alguacil de la prisión para que alimentase a sus presos; aquél debía de ser muy superior. Sería una prueba irrefutable, pensó sonriendo.
Mientras el padre Albert buscaba el libro y volvía a Santa María, Ramon se encargó de cerrar con llave las rejas de la capilla. Observó entonces un destello en el interior, se acercó y, sin tocarlo, examinó el objeto del que provenía. No dijo nada a nadie. Cerró las rejas y se dirigió al grupo de bastaixos que esperaban al cura, rodeando a Arnau y a los soldados.
Ramon les susurró algo a tres de ellos y juntos abandonaron la iglesia sin que nadie lo advirtiera.
– Según el libro de caja -cantó el padre Albert mostrándoselo a los tres prohombres para que lo comprobasen-, en la caja había setenta y cuatro dineros y cinco sueldos. Contad los que hay en la bolsa -añadió dirigiéndose al oficial.
Antes de proceder a abrir la bolsa, el oficial negó con la cabeza. Allí dentro no podía haber setenta y cuatro dineros.
– Trece dineros -proclamó-, ¡pero! -gritó- el muchacho puede tener un cómplice que se haya llevado la parte que falta.
– ¿Y por qué ese cómplice iba a dejar los trece dineros en poder de Arnau? -dijo un bastaix.
Un murmullo de asentimiento acompañó la observación.
El oficial miró a los bastaixos. Por descuido, estuvo a punto de contestar, por prisa, por nerviosismo, pero ¿qué más daba? Algunos de ellos ya se habían acercado a Arnau y le palmeaban la espalda o le revolvían el cabello.
– Y si no fue el muchacho, ¿quién fue? -preguntó.
– Creo que sé quién ha sido -se oyó contestar a Ramon desde más allá del altar mayor.
Tras él, dos de los bastaixos con quienes había hablado arrastraban con dificultad a un hombre corpulento.
– Tenía que ser él -dijo entonces alguien en el grupo de los bastaixos.
– ¡Ése era el hombre! -exclamó Arnau al mismo tiempo.
El Mallorquí siempre había sido un bastaix conflictivo, hasta que los prohombres de la cofradía se enteraron de que tenía una concubina y lo expulsaron. Ningún bastaix podía mantener relaciones fuera del matrimonio. Y tampoco podía hacerlo su mujer; en ese caso, se apartaba al bastaix de la cofradía.
– ¿Qué dice ese niño? -gritó el Mallorquí al llegar al deambulatorio.
– Te acusa de haber robado la caja de los bastaixos -contestó el padre Albert.
– ¡Miente!
El sacerdote buscó la mirada de Ramon, quien asintió con un leve movimiento de cabeza.
– ¡Yo también te acuso! -gritó señalándolo.
– También miente.
– Eso tendrás oportunidad de demostrarlo en el caldero, en el monasterio de Santes Creus.
Se había cometido un delito en una iglesia y las constituciones de Paz y Tregua establecían que la inocencia debería demostrarse mediante la prueba del agua caliente.
El Mallorquí empalideció. Los dos oficiales y los soldados miraron extrañados al cura, pero éste les indicó que guardasen silencio. Ya no se utilizaba la prueba del agua caliente, pero todavía, en muchas ocasiones, los clérigos recurrían a la amenaza de sumergir los miembros del sospechoso en un caldero de agua hirviendo.
El padre Albert entrecerró los ojos y miró al Mallorquí.
– Si el niño y yo mentimos, seguro que aguantarás el agua hirviendo en tus brazos y en tus piernas sin confesar tu delito.
– Soy inocente -farfulló el Mallorquí.
– Ya te he dicho que tendrás oportunidad de demostrarlo -reiteró el cura.
– Si eres inocente -intervino Ramon-, explícanos qué hace tu puñal en el interior de la capilla.
El Mallorquí se volvió hacia Ramon.
– ¡Es una trampa! -respondió con rapidez-. Alguien lo habrá colocado allí para inculparme. ¡El muchacho! ¡Seguro que ha sido él!
El padre Albert volvió a abrir las rejas de la capilla del Santísimo y apareció con un puñal.
– ¿Es éste tu puñal? -le preguntó aproximándoselo al rostro.
– No…, no.
Los prohombres de la cofradía y varios bastaixos se acercaron al cura y le pidieron el puñal para examinarlo.
– Sí que es el suyo -dijo uno de los prohombres, sosteniéndolo en la mano.
Seis años atrás y debido a los muchos altercados que se producían en el puerto, el rey Alfonso prohibió llevar machete o armas parecidas a los bastaixos y demás personas no cautivas que trabajasen en él. La única arma permitida eran los puñales romos. El Mallorquí se había negado a acatar la orden real alardeando de su magnífico puñal con punta, que había enseñado una y otra vez para excusar su desobediencia. Sólo ante la amenaza de expulsión de la cofradía había accedido a llevarlo a casa del herrero para que lo limara.
– Mentiroso -estalló uno de los bastaixos.
– Ladrón -gritó otro.
– ¡Alguien me lo habrá robado para inculparme! -protestó mientras forcejeaba con los dos hombres que lo retenían.
Entonces hizo su aparición el tercero de los bastaixos que había ido con Ramon en busca del Mallorquí y que había registrado su casa para encontrar el dinero robado.
– Aquí está -gritó levantando una bolsa y entregándosela al cura, quien a su vez se la dio al oficial.
– Setenta y cuatro dineros y cinco sueldos -cantó el oficial tras contar su contenido.
A medida que el oficial contaba, los bastaixos habían ido cerrando el círculo en torno al Mallorquí. ¡Ninguno de ellos podía tener tanto dinero! Cuando terminó la cuenta, se echaron encima del ladrón. Hubo insultos, patadas, puñetazos, escupitajos. Los soldados se mantuvieron al margen y el oficial se encogió de hombros mirando al padre Albert.
– ¡Estamos en la casa de Dios! -gritó entonces el sacerdote tratando de apartar a los bastaixos-. ¡Estamos en la casa de Dios! -continuó gritando hasta que logró acercarse al Mallorquí, hecho un ovillo en el suelo-. Este hombre es un ladrón, cierto, y además un cobarde, pero merece un juicio. No podéis actuar como delincuentes. Llevádselo al obispo -ordenó al oficial.
Cuando el cura se dirigió al oficial, alguien volvió a patear al Mallorquí. Muchos le escupieron mientras los soldados lo levantaban y se lo llevaban.
Cuando los soldados abandonaron Santa María llevándose al Mallorquí, los bastaixos se acercaron a Arnau sonriéndole y pidiéndole disculpas. Luego, empezaron a retirarse hacia sus casas. Al final, frente a la capilla del Santísimo, otra vez abierta, sólo quedaron el padre Albert, Arnau, los tres prohombres de la cofradía y los diez testigos que exigían las ordenanzas cuando se trataba de la caja de los bastaixos.
El cura introdujo los dineros en la caja y anotó en el libro la incidencia sucedida durante la noche. Había amanecido y ya se había ido a avisar a un cerrajero para que recompusiera las tres cerraduras; todos tenían que esperar hasta que se volviera a cerrar la caja.
El padre Albert apoyó un brazo en el hombro de Arnau. Sólo entonces lo recordó sentado bajo el cadáver de Bernat, que colgaba de una soga. Apartó de su mente el fuego. ¡Sólo era un niño! Miró hacia la Virgen. «Se hubiera podrido en la puerta de la ciudad -le dijo en silencio-; ¡qué más da, pues! Sólo es un muchacho que ahora no tiene nada; ni padre, ni trabajo con el que alimentarse…»
– Creo -decidió de repente- que deberíais admitir a Arnau Estanyol en vuestra cofradía.
Ramon sonrió. También él, una vez que volvió la tranquilidad, había estado pensando en la confesión de Arnau. Los demás, incluido Arnau, miraron al cura con sorpresa.
– Es sólo un muchacho -dijo uno de los prohombres.
– Es débil. ¿Cómo podrá cargar fardos o piedras sobre la nuca? -preguntó otro.
– Es muy joven -afirmó un tercero.
Arnau los miraba a todos con los ojos abiertos de par en par.
– Todo lo que decís es cierto -contestó el cura-, pero ni su tamaño ni su fuerza ni su juventud le han impedido defender vuestros dineros. De no ser por él, la caja estaría vacía.
Los bastaixos permanecieron un rato escrutando a Arnau.
– Yo creo que podríamos probar -dijo al final Ramon-, y si no sirve…
Alguien del grupo asintió.
– De acuerdo -dijo al final uno de los prohombres de la cofradía mirando a sus dos compañeros, ninguno de los cuales se opuso-, lo admitiremos a prueba. Si durante los próximos tres meses demuestra su vaha, lo confirmaremos como bastaix. Cobrará en proporción a su trabajo.Toma -añadió entregándole el puñal del Mallorquí, que todavía conservaba en su poder-; éste es tu puñal de bastaix. Padre, anotadlo en el libro para que el chico no tenga problemas de ningún tipo.
Arnau notó el apretón del cura en su hombro. Sin saber qué decir, sonriendo, mostró su agradecimiento a los bastaixos. ¡Él, un bastaixl ¡Si lo viera su padre!
– ¿Quién era? ¿Lo conoces, muchacho?
Todavía sonaban en la plaza las carreras y los gritos de alto de los soldados que perseguían a Arnau, pero Joan no los escuchaba: el crepitar del cadáver de Bernat retumbaba en sus oídos.
El oficial de noche que había permanecido junto al cadalso zarandeó a Joan y repitió la pregunta:
– ¿Lo conoces?
Pero Joan no separó los ojos de la tea en la que se estaba convirtiendo quien se había prestado a ser su padre.
El oficial volvió a zarandearlo hasta que logró que el niño se volviese hacia él, con la mirada perdida y los dientes castañeteando.
– ¿Quién era? ¿Por qué ha quemado a tu padre?
Joan ni siquiera escuchó la pregunta. Empezó a temblar.
– No puede hablar -intervino la mujer que había instado a huir a Arnau, la misma que había logrado separar de las llamas a Joan, que estaba paralizado, la misma que había reconocido en Arnau al muchacho que había velado al ahorcado durante toda la tarde. «Si yo me atreviera a hacer lo mismo -pensó-, el cuerpo de mi marido no se pudriría en las murallas, devorado por los pájaros.» Sí, aquel muchacho había hecho algo que cualquiera de los que estaban allí querría hacer, y el oficial… Era el oficial de noche, de modo que no podía haber reconocido a Arnau; para él, el hijo era el otro, el que estaba bajo el padre. La mujer abrazó a Joan y lo arrulló.
– Tengo que saber quién le ha prendido fuego -adujo el oficial.
Los dos se sumaron a la gente que miraba el cadáver de Bernat.
– ¿Qué más da? -murmuró la mujer notando las convulsiones de Joan-. Este niño está muerto de miedo y de hambre.
El soldado entornó los ojos; luego asintió con la cabeza, lentamente. ¡Hambre! Él mismo había perdido a un hijo de corta edad: el niño empezó a perder peso hasta que unas simples fiebres se lo llevaron. Su esposa lo abrazaba igual que aquella mujer hacía con el muchacho. Y él los veía a los dos, ella llorando, el pequeño buscando cobijo en sus pechos, igual…
– Llévalo a su casa -le dijo el oficial a la mujer.
«Hambre -murmuró volviendo a mirar hacia el cadáver en llamas de Bernat-. ¡Malditos genoveses!»
Había amanecido en Barcelona.
– ¡Joan! -gritó Arnau nada más abrir la puerta.
Pere y Mariona, en la planta baja, sentados junto al hogar, le indicaron que guardase silencio.
– Duerme -le dijo Mariona.
La mujer lo había llevado a casa y les había contado lo sucedido. Los dos ancianos lo cuidaron hasta que el muchacho logró conciliar el sueño; después, se sentaron al calor del hogar.
– ¿Qué será de ellos? -le preguntó Mariona a su esposo-; sin Bernat, el muchacho no aguantará en las cuadras.
«Y nosotros no podemos mantenerlos», pensó Pere. No podían permitirse dejarles la habitación sin cobrar, ni darles de comer. Pere se extrañó del brillo que había en los ojos de Arnau. ¡Acababan de ejecutar a su padre! Incluso le había prendido fuego; se lo contó la mujer. ¿A qué venía aquel brillo?
– ¡Soy un bastaixl -anunció Arnau dirigiéndose a los escasos restos de la cena de la noche anterior, fríos en la olla.
Los dos ancianos se miraron y después miraron al muchacho, que comía directamente del cucharón, de espaldas a ellos. ¡Estaba famélico! La falta de grano le había afectado, como a toda Barcelona. ¿Cómo iba aquel niño delgado a cargar nada?
Mariona negó con la cabeza, mirando a su esposo.
– Dios dirá -le contestó Pere.
– ¿Decíais? -preguntó Arnau volviéndose, con la boca llena.
– Nada, hijo, nada.
– Tengo que irme -dijo Arnau, que cogió un pedazo de pan duro y le dio un bocado. Los deseos de preguntarle lo que había sucedido en la plaza chocaban con una ilusión nueva: unirse a sus nuevos compañeros. Se decidió-: Cuando Joan despierte, contádselo.
En abril se iniciaba la época de navegación, interrumpida desde octubre. Los días se alargaban, los grandes barcos empezaban a arribar a puerto o a salir de él y nadie, ni patronos, ni armadores, ni pilotos, deseaba estar más tiempo del estrictamente necesario en el peligroso puerto de Barcelona.
Desde la playa, antes de unirse al grupo de bastaixos que esperaban en ella, Arnau contempló el mar. Siempre lo había tenido ahí, pero cuando salía con su padre le daba la espalda a los pocos pasos. Aquel día lo miró de modo distinto: iba a vivir de él. En el puerto, además de un sinfín de pequeñas embarcaciones, estaban ancladas dos naves grandes que acababan de arribar y una escuadra formada por seis inmensas galeras de guerra, con doscientos sesenta botes y veintiséis bancos de remeros cada una de ellas.
Arnau había oído hablar de aquella escuadra; la había armado la propia ciudad para ayudar al rey en la guerra contra Genova y estaba bajo el mando del consejero cuarto de Barcelona, Galcerà Marquet. Sólo la victoria sobre los genoveses volvería a abrir las vías de comercio y sustento de la capital del principado; por eso Barcelona había sido generosa con el rey Alfonso.
– ¿No te echarás atrás, verdad, muchacho? -dijo alguien a su espalda. Arnau se volvió y se encontró con uno de los prohombres de la cofradía-.Vamos -lo instó éste sin dejar de caminar hacia el lugar de reunión de los demás cofrades.
Arnau lo siguió. Cuando llegó al grupo, los bastaixos lo recibieron con sonrisas.
– Esto no será como dar agua, Arnau -le dijo uno, provocando las risas de los demás.
– Toma -le ofreció Ramon-. Es la más pequeña que hemos encontrado en la cofradía.
Arnau cogió con cuidado la capçana.
– ¡No se rompe! -rió uno de los bastaixos viendo el mimo con el que Arnau la sostenía.
«¡Claro que no! -pensó Arnau sonriendo al bastaix-, ¿cómo va a romperse?» Se colocó el cojín sobre el cogote, en la frente la correa de cuero que lo sujetaba, y volvió a sonreír.
Ramon comprobó que el cojín quedase en el sitio adecuado.
– Vale -dijo dándole una palmada-. Sólo te falta el callo.
– ¿Qué callo…? -empezó a preguntar Arnau, pero la llegada de los prohombres desvió la atención de todos los cofrades.
– No se ponen de acuerdo -explicó uno de ellos.Todos los bastaixos, Arnau incluido, miraron hacia un poco más allá de la playa, donde varias personas lujosamente vestidas discutían-. Galcerà Marquet quiere que primero se carguen las galeras; los comerciantes, en cambio, que se descarguen los dos barcos que acaban de arribar. Hay que esperar -anunció.
Los hombres murmuraron y la mayoría de ellos se sentó sobre la arena. Arnau lo hizo junto a Ramon, con la capçana todavía agarrada a la frente.
– No se romperá, Arnau -le dijo éste señalándola-; pero no permitas que entre arena: te molestaría cuando cargues.
El muchacho se quitó la capçana y la guardó cuidadosamente, sin que tocase la arena.
– ¿Cuál es el problema? -le preguntó a Ramon-. Se puede descargar o cargar primero unos y después otros.
– Nadie quiere estar en el puerto de Barcelona más tiempo del necesario. Si se levantara temporal, las naves estarían en peligro, sin defensa alguna.
Arnau recorrió el puerto con la mirada, desde el Puig de les Falsies hasta Santa Clara; después, fijó la vista en el grupo, que seguía discutiendo.
– El consejero de la ciudad manda, ¿no?
Ramon rió y le revolvió el cabello.
– En Barcelona mandan los comerciantes. Son los que han pagado las galeras reales.
Al fin, la disputa se saldó con un pacto: los bastaixos irían a recoger los pertrechos de las galeras a la ciudad y, mientras, los barqueros empezarían a descargar los mercantes. Los bastaixos deberían estar de vuelta antes de que los barqueros hubieran arribado a la playa con las mercaderías, que se dejarían a resguardo en un lugar apropiado en vez de repartirlas por los almacenes de sus dueños. Los barqueros llevarían los pertrechos a las galeras mientras los bastaixos irían a por más y, desde éstas, se dirigirían a los mercantes para recoger las mercaderías. Así una y otra vez hasta que galeras y mercantes estuvieran unas cargadas y los otros descargados. Después ya distribuirían la mercancía por los correspondientes almacenes y, si el tiempo lo seguía permitiendo, volverían a cargar los mercantes.
Cuando los prohombres estuvieron de acuerdo, todos los operarios del puerto se pusieron en movimiento. Los bastaixos, por grupos, se adentraron en Barcelona en dirección a los almacenes municipales, donde se hallaban los pertrechos de los tripulantes de las galeras, incluidos los de los numerosos remeros de cada una, y los barqueros se dirigieron a los mercantes que acababan de arribar a puerto para descargar las mercaderías, las cuales, por falta de muelles, no se podían descargar sino a través de aquellas cofradías afectas a la organización portuaria.
La tripulación de cada barcaza, leño, laúd o barca de ribera estaba compuesta por tres o cuatro hombres: el barquero y, dependiendo de la cofradía, esclavos u hombres libres asalariados. Los barqueros agrupados en la cofradía de Sant Pere, la más antigua y rica de la ciudad, utilizaban esclavos, no más de dos por barca, como establecían las ordenanzas; los de la cofradía joven de Santa María, sin tantos recursos económicos, utilizaban hombres libres, a sueldo. En cualquier caso, la carga y descarga de las mercaderías, una vez que las barcas se habían acostado a los mercantes, eran operaciones lentas y delicadas incluso con la mar tranquila, puesto que los barqueros eran responsables frente al propietario de cualquier merma o avería que sufriesen las mercancías, e incluso podían ser condenados a prisión en el supuesto de que no pudiesen hacer frente a las indemnizaciones debidas a los mercaderes.
Cuando el temporal asolaba el puerto de Barcelona, el asunto se complicaba, pero no sólo para los barqueros sino para todos quienes intervenían en el tráfico marítimo. En primer lugar porque los barqueros podían negarse a acudir a descargar la mercancía -cosa que no podían hacer cuando había bonanza-, salvo que voluntariamente acordasen un precio especial con el propietario de ésta. Pero los efectos más importantes del temporal recaían sobre los dueños, pilotos e incluso la marinería del barco. Bajo amenaza de severas penas, nadie podía abandonar la nave hasta que la mercadería hubiera sido totalmente descargada, y si el dueño o su escribano, únicos que podían desembarcar, se encontraban fuera de la embarcación, tenían obligación de volver a ella.
Así pues, mientras los barqueros empezaban a descargar el primer navio, los bastaixos, repartidos en grupos por sus prohombres, empezaron a trasladar a la playa, desde los diversos almacenes de la ciudad, los pertrechos de las galeras. Arnau fue incluido en el grupo de Ramon, a quien el prohombre lanzó una significativa mirada cuando le asignó al muchacho.
Desde donde se encontraban, sin abandonar la línea de la playa, se dirigieron al pórtico del Forment, el almacén municipal de grano, fuertemente protegido por los soldados del rey tras la revuelta popular. Arnau intentó esconderse detrás de Ramon al llegar a la puerta, pero los soldados se percataron de la presencia de un muchacho entre aquellos fortísimos hombres.
– ¿Qué va a cargar éste? -preguntó uno de ellos riendo y señalándolo.
Al ver que todos los soldados lo miraban, Arnau sintió que se le encogía el estómago e intentó esconderse todavía más, pero Ramon lo cogió por uno de los hombros, le puso la capçana sobre la frente y le contestó al soldado en el mismo tono que éste había empleado:
– ¡Ya le toca trabajar! -exclamó-.Tiene catorce años y debe ayudar a su familia.
Varios soldados asintieron y les franquearon el paso. Arnau anduvo entre ellos con la cabeza gacha y el cuero sobre la frente. Cuando entró en el pórtico del Forment, el olor del grano almacenado lo golpeó. Los rayos de luz que se colaban por las ventanas reflejaban el polvo en suspensión, un polvillo que no tardó en hacer toser al chico y a otros muchos bastaixos.
– Antes de la guerra contra Genova -le comentó Ramon moviendo una mano como si quisiera abarcar todo el perímetro del almacén-, estaba lleno de grano, pero ahora…
Allí estaban las grandes tinajas de Grau, observó Arnau, colocadas una junto a otra.
– ¡Vamos! -gritó uno de los prohombres.
Con un pergamino en las manos, el encargado del almacén empezó a señalar las grandes tinajas. «¿Cómo vamos a transportar esas tinajas tan llenas?», pensó Arnau. Era imposible que un hombre transportara tal peso. Los bastaixos se agruparon de dos en dos, y tras ladear las tinajas y atarlas con sogas, cruzaron sobre sus espaldas un recio palo que previamente habían pasado por entre las sogas y, de tal guisa, ayuntados, empezaron a desfilar en dirección a la playa. El polvo en suspensión se multiplicó y se revolvió. Arnau volvió a toser y, cuando llegó su turno, oyó la voz de Ramon:
– Al chico dale una de las pequeñas, de las de sal.
El encargado miró a Arnau y negó con la cabeza.
– La sal es cara, bastaix -alegó dirigiéndose a Ramon-. Si se cae la tinaja…
– ¡Dale una de sal!
Las tinajas de grano medían cerca de un metro de alto; en cambio, la de Arnau no debía de superar el medio metro, pero cuando, con ayuda de Ramon, la cargó sobre su espalda, el muchacho notó que sus rodillas temblaban.
Desde atrás, Ramon lo agarró por los hombros.
– Ahora es cuando tienes que demostrarlo -le susurró al oído.
Arnau empezó a andar, encorvado, con las manos fuertemente agarradas a las asas de la tinaja, empujando con la cabeza hacia delante y notando cómo se le clavaba la tira de cuero en la frente. Ramon le vio partir tambaleándose, moviendo un pie tras otro con cuidado, lentamente. El encargado volvió a negar con la cabeza y los soldados se mantuvieron en silencio cuando pasó entre ellos.
– ¡Por vos, padre! -masculló con los dientes apretados cuando notó el calor del sol en el rostro. ¡El peso lo iba a partir en dos!-.Ya no soy un niño, padre, ¿me veis?
Ramon y otro de los bastaixos, con una tinaja de grano colgando del palo, lo seguían, ambos con los ojos puestos en los pies del muchacho; pudieron ver cómo éstos chocaron entre sí. Arnau se tambaleó. Ramon cerró los ojos. «¿Estaréis ahí colgado todavía? -pensó en aquellos instantes Arnau con la imagen del cadáver de Bernat en sus pupilas-. ¡Nadie podrá burlarse de vos! Ni siquiera la bruja y sus hijastros.» Se irguió bajo el peso y empezó a andar de nuevo.
Llegó a la playa; Ramon sonreía tras él. Todos callaron. Los barqueros acudieron a coger la tinaja de sal antes de que el muchacho llegase a la orilla. Arnau tardó unos segundos en poder ponerse derecho. «¿Me habéis visto, padre?», murmuró mirando al cielo.
Ramon le palmeó la espalda cuando se vio libre del grano.
– ¿Otra? -preguntó el muchacho con seriedad. Dos más. Cuando Arnau descargó la tercera tinaja en la playa, se le acercó Josep, uno de los prohombres.
– Ya está bien por hoy, muchacho -le dijo.
– Puedo continuar -aseguró Arnau tratando de ocultar el dolor de espalda que sentía.
– No. No puedes y yo no puedo permitir que recorras Barcelona sangrando como si fueras un animal herido -le dijo paternalmente, señalando unos finos regueros que corrían por sus costados. Arnau se llevó la mano a la espalda y después la miró-.
No somos esclavos; somos hombres libres, trabajadores libres, y la gente debe vernos como tales. No te preocupes -insistió al observar la expresión de desazón de Arnau-, a todos nos sucedió lo mismo en su día y todos tuvimos a alguien que nos impidió continuar. La llaga que se te ha formado en el cogote y en la espalda tiene que hacer callo. Será cuestión de unos días, y ten por seguro que a partir de entonces no te permitiré descansar más que a cualquiera de tus compañeros. -Josep le entregó un pequeño frasco-. Limpíate bien la llaga y que te apliquen este ungüento para secarla.
La tensión desapareció ante las palabras del prohombre. Ese día no tendría que cargar más. Sin embargo aparecieron el dolor, el cansancio, los efectos de una noche en vela; Arnau se sintió desfallecer. Murmuró unas palabras a modo de despedida y se arrastró hacia su casa. Joan lo esperaba en la puerta. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí?
– ¿Sabes que soy un bastaix? -le preguntó Arnau cuando llegó hasta él.
Joan asintió. Lo sabía. Lo había observado durante sus dos últimos viajes, apretando dientes y manos con cada trémulo paso que daba hacia su destino, rezando para que no cayese, llorando ante su rostro congestionado. Joan se limpió las lágrimas y abrió los brazos para recibir a su hermano. Arnau se dejó caer en ellos.
– Tienes que aplicarme este ungüento en la espalda -acertó a decir mientras Joan lo acompañaba arriba.
No fue capaz de decir más. A los pocos segundos, tumbado cuan largo era y con los brazos abiertos, cayó en un sueño reparador. Procurando no despertarlo, Joan le limpió la llaga y la espalda con el agua caliente que le subió Mariona; la anciana conocía el oficio. Después le aplicó el ungüento, de olor fuerte y agrio, el cual debió de empezar a surtir efecto de inmediato puesto que Arnau se movió inquieto, pero no llegó a despertarse.
Esa noche fue Joan quien no pudo dormir. Sentado en el suelo junto a su hermano, escuchaba su respiración; permitía que sus párpados cayeran lentamente cuando ésta era tranquila, y despertaba sobresaltado cuando Arnau se movía. «Y ahora, ¿qué será de nosotros?», se permitía pensar de vez en cuando. Había hablado con Pere y su mujer; los dineros que Arnau podía ganar como bastaix no serían suficientes para los dos. ¿Qué sería de él?
– ¡A la escuela! -le ordenó Arnau a la mañana siguiente, cuando se encontró a Joan trajinando junto a Mariona.
Lo había pensado el día anterior: todo debía seguir igual, como su padre lo había dejado.
Inclinada sobre el hogar, la anciana se volvió hacia su marido. Joan quiso contestar a Arnau pero Pere se adelantó: -Obedece a tu hermano mayor -lo conminó. La mirada de Mariona se transformó en una sonrisa. El anciano, sin embargo, le devolvió un semblante serio. ¿Cómo iban a vivir los cuatro? Pero Mariona continuó sonriendo, hasta que Pere agitó la cabeza como si quisiera despejarla de aquellas incógnitas de las que tanto habían hablado esa misma noche.
Joan salió corriendo de la casa y, cuando el pequeño hubo desaparecido, Arnau trató una vez más de estirarse. No podía mover ni un solo músculo; los tenía totalmente agarrotados y unos terribles pinchazos lo recorrían desde la punta de los pies hasta el cuello. Poco a poco, sin embargo, su cuerpo joven empezó a responder y, tras dar cuenta de un escaso desayuno, salió al sol, sonriendo a la playa y al mar, y a las seis galeras que todavía permanecían ancladas en puerto.
Ramon y Josep lo obligaron a enseñarles la espalda. -Un viaje -le comentó el prohombre a Ramon antes de irse hacia el grupo-; después a la capilla.
Arnau volvió el rostro hacia Ramon mientras se bajaba la camisa.
– Ya has oído -le dijo éste.
– Pero…
– Haz caso, Arnau, Josep sabe lo que hace.
Y lo sabía. Nada más cargar la primera tinaja, Arnau empezó a sangrar.
– Si ya he sangrado la primera vez -alegó Arnau cuando Ramon, tras él, descargó su mercancía en la playa-, ¿qué más da algunos viajes más?
– El callo, Arnau, el callo. No se trata de que te destroces la espalda, sólo de que se te forme callo. Ahora ve a limpiarte, a ponerte el ungüento y a la capilla del Santísimo… -Arnau intentó protestar-. Es nuestra capilla, tu capilla, Arnau, hay que cuidarla.
– Hijo -añadió el bastaix que cargaba junto a Ramon-, esa capilla significa mucho para nosotros. No somos más que unos simples descargadores del puerto, pero la Ribera nos ha concedido lo que ningún noble, lo que ninguna de las ricas cofradías tiene: la capilla del Santísimo y las llaves de la iglesia de la Señora de la Mar. ¿Entiendes? -Arnau asintió pensativo-. Sólo los bastaixos podemos cuidar esa capilla. No hay mayor honra para ninguno de nosotros.Ya tendrás tiempo para cargar y descargar; no te preocupes por eso.
Mariona lo curó y Arnau se dirigió hacia Santa María. Allí buscó al padre Albert para que le entregara las llaves de la capilla, pero el sacerdote lo obligó a acompañarlo hasta el cementerio situado frente al portal de las Moreres.
– Esta mañana he enterrado a tu padre -le dijo señalando el cementerio. Arnau lo interrogó con la mirada-. No he querido avisarte por si aparecía algún soldado. El veguer decidió que no quería que la gente viese el cadáver quemado de tu padre, ni en la plaza del Blat ni en las puertas de la ciudad; tenía miedo de que cundiese el ejemplo. No me ha sido difícil que me permitieran enterrarlo.
Ambos permanecieron en silencio frente al cementerio durante un rato.
– ¿Quieres que te deje solo? -preguntó el cura al final.
– Tengo que limpiar la capilla de los bastaixos -contestó Arnau secándose las lágrimas.
Durante unos días, Arnau hizo sólo un viaje, y después volvía a la capilla. Las galeras ya habían partido y la mercancía era la habitual del tráfico mercantil: telas, coral, especias, cobre, cera… Un día, su espalda no sangró. Josep volvió a inspeccionarla y Arnau siguió cargando grandes fardos de tela, sonriendo a todos los bastaixos con los que se cruzaba.
Mientras, recibió sus primeros dineros como bastaix. ¡Poco más de lo que percibía trabajando para Grau! Se los entregó todos a Pere, junto con algunas de las monedas que todavía quedaban en la bolsa de Bernat. «No es suficiente», pensó el muchacho al contar las monedas. Bernat le pagaba bastante más.Volvió a abrir la bolsa. No duraría mucho, consideró al comprobar el contenido de la mermada bolsa de Bernat. Con la mano metida en ella, Arnau miró al anciano. Pere frunció los labios.
– Cuando pueda cargar más -le dijo Arnau-, ganaré más dinero.
– Eso tardará en llegar, Arnau, lo sabes, y para entonces ya se habrá vaciado la bolsa de tu padre. Tú sabes que esta casa no es mía… No, no lo es -le aclaró ante la expresión de sorpresa del muchacho-. La mayoría de las casas de la ciudad son de la Iglesia: del obispo o de alguna orden religiosa; nosotros sólo las tenernos en enfiteusis, por lo que debemos pagar un canon anual.Ya sabes lo poco que puedo trabajar, por lo que sólo cuento con el alquiler de la habitación para hacer frente al pago. Si tú no llegas a esa cantidad… ¿Entiendes?
– ¿De qué sirve entonces ser libre si los ciudadanos están atados a sus casas como los payeses a sus tierras? -preguntó Arnau, negando con la cabeza.
– No estamos atados a ellas -contestó Pere.
– Pero he oído que todas esas casas pasan de padres a hijos; ¡incluso las venden! ¿Cómo es posible si no son suyas y tampoco son siervos de ellas?
– Es sencillo de entender, Arnau. La Iglesia es muy rica en tierras y propiedades, pero sus leyes le prohiben la venta de los bienes eclesiásticos. -Arnau trató de intervenir pero Pere le rogó silencio con la mano-. El problema es que a los obispos, los abates y demás cargos importantes de la Iglesia los nombra el rey de entre sus amigos. El Papa nunca se niega -añadió-, y todos esos amigos del rey esperan obtener buenas rentas de los bienes que les corresponden, pero como no pueden venderlos han inventado la enfiteusis y de esta forma burlan la prohibición de vender.
– Como si fuesen inquilinos -dijo Arnau.
– No. A los inquilinos se les puede echar en cualquier momento; al enfiteuta no se le puede echar nunca… mientras pague su canon.
– Y tú, ¿podrías vender tu casa?
– Sí. Entonces se llama subenfiteusis. El obispo cobraría una parte de la venta, el laudemio, y el nuevo subenfiteuta podría hacer lo mismo que yo. Sólo hay una prohibición. -Arnau lo interrogó con la mirada-. No se puede ceder a alguien de mejor condición social. Nunca se la podría ceder a un noble… aunque tampoco creo que encontrase un noble para esta casa, ¿verdad? -añadió sonriendo. Arnau no lo acompañó en la broma y Pere borró la sonrisa del rostro. Los dos permanecieron unos instantes en silencio-. El caso -intervino de nuevo el anciano- es que tengo que pagar el canon y con lo que yo gano y tú aportas…
«¿Qué vamos a hacer ahora?», pensó Arnau. Con los míseros dineros que ganaba no podrían optar a nada, ni siquiera a comida para dos personas, pero tampoco Pere merecía cargar con ellos; siempre se había portado bien.
– No te preocupes -le dijo titubeante-; nos iremos para que puedas…
– Mariona y yo hemos pensado -lo interrumpió Pere- que, si estáis dispuestos, Joan y tú podríais dormir aquí, junto al hogar. -Los ojos de Arnau se abrieron de par en par-.Así…, así podríamos alquilar la habitación a alguna familia y pagar el canon. Sólo tendríais que procuraros dos jergones. ¿Qué te parece?
El rostro de Arnau se iluminó. Sus labios temblaron.
– ¿Significa eso que sí? -lo ayudó Pere.
Arnau apretó los labios y asintió enérgicamente con la cabeza.
– ¡Vamos por la Virgen! -gritó uno de los prohombres de la cofradía.
El vello de los brazos y las piernas de Arnau se erizó.
Aquel día no había barcos que cargar o descargar y en el puerto se arremolinaban únicamente las pequeñas embarcaciones de pesca. Se habían reunido en la playa, como siempre, mientras asomaba un sol que prometía una jornada primaveral.
Desde que se había unido a los bastaixos, al inicio de la época de navegación, no habían tenido oportunidad de dedicar un día a trabajar para Santa María.
– ¡Vamos por la Virgen! -se volvió a oír desde el grupo de bastaixos.
Arnau se fijó en sus compañeros: los rostros adormilados se transformaron en sonrisas. Algunos se desperezaron moviendo los brazos hacia atrás y hacia delante, preparando las espaldas. Arnau recordó cuando les daba agua, cuando los veía pasar por delante de él encorvados, apretando los dientes, cargados con aquellas enormes piedras. ¿Sería capaz? El temor atenazó sus músculos; quiso imitar a los bastaixos y empezó a desentumecerlos moviéndolos hacia delante y hacia atrás.
– Tu primera vez -le felicitó Ramon. Arnau no dijo nada y dejó caer los brazos a los costados. El joven bastaix entornó los ojos-. No te preocupes, muchacho -añadió apoyando el brazo sobre su hombro e instándolo a seguir al grupo, que ya se había puesto en movimiento-; piensa que cuando cargas piedras para la Virgen, parte del peso lo lleva ella.
Arnau levantó la mirada hacia Ramon.
– Es cierto -insistió el bastaix sonriendo-, hoy lo comprobarás.
Salieron desde Santa Clara, en el extremo oriental, para recorrer toda la ciudad, cruzar las murallas y subir hasta la cantera real de La Roca, en Montjuïc. Arnau caminaba en silencio; de cuando en cuando se sentía observado por alguno de ellos. Dejaron atrás el barrio de la Ribera, la lonja y el pórtico del Forment. Cuando pasaron por delante de la fuente del Ángel, Arnau miró a las mujeres que esperaban para llenar sus cántaros; muchas de ellas los habían dejado colarse cuando Joan y él aparecían con el pellejo. La gente los saludaba. Algunos niños se sumaron al grupo corriendo y saltando, cuchicheando y señalando a Arnau con respeto. Dejaron atrás los pórticos del astillero y llegaron al convento de Framenors, en el límite occidental de la ciudad, allí donde finalizaban las murallas de Barcelona; tras ellas, las nuevas atarazanas de la ciudad condal, cuyos muros empezaban a levantarse, y Después campos y huertas -Sant Nicolau, Sant Bertran y Sant Pau del Camp-, donde comenzaba el camino de subida a la cantera.
Pero antes de llegar hasta ella, los bastaixos tenían que cruzar el Cagalell. El olor de los desechos de la ciudad los asaltó mucho fintes de que lo vieran.
– Lo están desaguando -afirmó alguien ante el hedor. La mayoría de los hombres asintieron.
– No olería tanto si no lo estuvieran desaguando -añadió otro.
El Cagalell era un estanque que se formaba en la desembocadura de la rambla, junto a las murallas, y en el que se acumulaban los desechos y las aguas pútridas de la ciudad. Debido a lo accidentado del terreno nunca terminaba de desaguar en la playa, y las aguas permanecían estancadas hasta que un funcionario municipal cavaba una salida y empujaba los desechos hasta el mar. Era entonces cuando peor olía el Cagalell.
Bordearon el estanque para vadearlo allí por donde podían cruzarlo de un salto y continuaron atravesando los campos hacia la falda de Montjuïc.
– ¿Cómo se cruza de vuelta? -preguntó Arnau señalando la corriente.
Ramon negó con la cabeza.
– Todavía no he conocido a nadie capaz de saltar con una piedra en la espalda -le dijo.
Mientras ascendían a la cantera real, Arnau volvió la mirada hacia la ciudad. Quedaba lejos, muy lejos ¿Cómo iba a aguantar toda aquella caminata con una piedra a la espalda? Sintió que las piernas le flaqueaban y corrió para alcanzar al grupo, que seguía charlando y riendo.
La cantera real de La Roca se abrió ante ellos tras superar un recodo. Arnau dejó escapar una exclamación de asombro. ¡Era la plaza del Blat o cualquier otro mercado, pero sin mujeres! En una gran explanada, los funcionarios del rey trataban con la gente que había acudido en busca de piedra. Carros y reatas de mulas se acumulaban en uno de los lados de la explanada, allí donde las paredes de la montaña aún no se habían empezado a explotar; el resto aparecía cortado a pico, refulgente la piedra. Un sinfín de picapedreros desprendían peligrosamente grandes bloques de roca; luego reducían su tamaño en la explanada.
Los bastaixos fueron acogidos con cariño por todos cuantos esperaban rocas y, mientras los prohombres se dirigían hacia los funcionarios, los demás se mezclaron con la gente; hubo abrazos, apretones de manos, bromas y risas, y botijos de agua o vino que se alzaban sobre sus cabezas.
Arnau no podía dejar de observar el trabajo de los picapedreros o de los peones, que cargaban carros y muías seguidos siempre por algún funcionario que tomaba nota. Como en los mercados, la gente discutía o aguardaba impaciente su turno. -No te esperabas esto, ¿verdad?
Arnau se volvió a tiempo de ver cómo Ramon devolvía un botijo, y negó con la cabeza.
– ¿Para quién es tanta piedra?
– ¡Huy! -contestó Ramon. Empezó a recitar-: para la catedral, para Santa María del Pi, para Santa Anna, para el monasterio de Pedralbes, para las atarazanas reales, para Santa Clara, para las murallas; todo se está construyendo o modificando, por no hablar de las nuevas casas de ricos y nobles.Ya nadie quiere madera o ladrillo de adobe. Piedra, sólo piedra.
– ¿Y toda la piedra la cede el rey?
Ramon soltó una carcajada.
– Sólo la de Santa María de la Mar; ésa sí que la ha cedido gratis… y supongo que la del monasterio de Pedralbes, que se construye por orden de la reina. Para el resto se cobra sus buenos dineros.
– ¿Y las de las atarazanas reales? -preguntó Arnau-. Si son reales…
Ramon volvió a sonreír.
– Serán reales -le interrumpió-, pero no las paga el rey.
– ¿La ciudad?
– Tampoco.
– ¿Los mercaderes?
– Tampoco.
– ¿Entonces? -inquirió Arnau volviéndose hacia el bastaix.
– Las atarazanas reales las están pagando…
– ¡Los pecadores! -le quitó la palabra el hombre que le había dado el botijo, un arriero de la catedral.
Ramon y él rieron ante la cara de asombro de Arnau.
– ¿Los pecadores?
– Sí -continuó Ramon-, las nuevas atarazanas se pagan con todos los dineros de los mercaderes pecadores. Escucha, es muy sencillo: desde que tras las cruzadas…, ¿sabes qué fueron las cruzadas? -Arnau asintió; ¿cómo no iba a saber qué habían sido las cruzadas?-. Bien, pues desde que se perdió definitivamente la Ciudad Santa, la Iglesia prohibió el comercio con el soldán de Egipto, pero resulta que allí es donde nuestros comerciantes obtienen las mejores mercaderías, y ninguno de ellos está dispuesto a dejar de comerciar con el soldán; por eso, antes de hacerlo, acuden a los consulados de la mar y pagan una multa por el pecado que van a cometer. Entonces se les absuelve por adelantado y ya no pecan. El rey Alfonso ordenó que todos esos dineros sirviesen para construir las nuevas atarazanas de Barcelona.
Arnau iba a intervenir pero Ramon lo interrumpió con la mano. Los prohombres los llamaban y le indicó que lo siguiera.
– ¿Pasamos delante de ellos? -preguntó Arnau señalando a los arrieros que iban quedando atrás.
– Claro -contestó Ramon sin dejar de caminar-; nosotros no necesitamos tantos controles como ellos; la piedra es gratis y contarla es bastante sencillo: un bastaix, una piedra.
«Un bastaix, una piedra», repitió para sí Arnau en el momento en que el primer bastaix y la primera piedra pasaron por su lado. Habían llegado al lugar en el que los picapedreros reducían los grandes bloques. Miró el rostro del hombre, contraído, tenso. Arnau sonrió, pero su compañero de cofradía no le contestó; se habían terminado las bromas, ya nadie reía o charlaba, todos miraban el montón de piedras en el suelo, con la capçana agarrada a su frente. ¡La capçanal Arnau se la colocó. Los bastaixos pasaban a su lado, uno tras otro, en fila, en silencio, sin esperar al siguiente, y a medida que pasaban, el grupo que rodeaba las piedras menguaba.
Arnau miró las piedras; se le secó la boca y se le encogió el estómago. Un bastaix ofreció su espalda y dos peones levantaron la piedra para cargarla sobre ella. Lo vio ceder. ¡Las rodillas le temblaban! Aguantó unos segundos, se irguió y pasó junto a Arnau, camino de Santa María. ¡Dios, era tres veces más corpulento que él! ¡Y las piernas le habían cedido! ¿Cómo iba a poder él…?
– Arnau -lo llamaron los prohombres, los últimos en salir.
Todavía quedaban algunos bastaixos. Ramon lo empujó hacia delante.
– Animo -le dijo.
Los tres prohombres hablaban con uno de los picapedreros, que no hacía más que negar con la cabeza. Los cuatro escrutaban el montón de piedras, señalaban aquí o allá y después negaban de nuevo con la cabeza, todos.Junto a las piedras,Arnau intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca.Temblaba. ¡No podía temblar! Movió las manos y después los brazos, hacia atrás y hacia delante. ¡No podía permitir que vieran cómo temblaba!
Josep, uno de los prohombres, señaló una piedra. El picapedrero le contestó con un gesto de indiferencia, miró a Arnau, volvió a negar con la cabeza e indicó a los peones que la cogieran. «Todas son similares», había repetido hasta la saciedad.
Cuando vio a los dos peones cargados con la piedra, Arnau se acercó a ellos. Se encorvó y tensó todos los músculos del cuerpo. Todos los presentes guardaron silencio. Los peones soltaron la piedra con suavidad y lo ayudaron a afianzar las manos en ella. Al notar el peso, se encorvó aún más y las piernas se le doblaron. Arnau apretó los dientes y cerró los ojos. «¡Arriba!», creyó escuchar. Nadie había dicho nada, pero todos lo habían gritado en silencio al ver las piernas del muchacho. ¡Arriba! ¡Arriba! Arnau se irguió bajo el peso. Muchos suspiraron. ¿Podría andar? Arnau esperó, todavía con los ojos cerrados. ¿Podría andar?
Avanzó un pie. El propio peso de la piedra lo obligó a mover el otro y otra vez el primero… y de nuevo el segundo. Si paraba…, si paraba la piedra haría que cayera de bruces.
Ramon sorbió por la nariz y se llevó las manos a los ojos.
– ¡Animo, muchacho! -se oyó gritar a alguno de los arrieros que esperaban.
– ¡Vamos, valiente!
– ¡Tú puedes!
– ¡Por Santa María!
El griterío resonó en las paredes de la cantera y acompañó a Arnau cuando se encontró a solas en el camino de vuelta a la ciudad.
Sin embargo, no anduvo solo. Todos los bastaixos que salieron tras él le dieron fácilmente alcance y todos, del primero al último, acomodaron su paso al de Arnau durante algunos minutos para animarlo y jalearlo; cuando uno llegaba a su altura, el anterior recuperaba su ritmo.
Pero Arnau no los escuchaba. Ni siquiera pensaba. Su atención estaba puesta en aquel pie que debía aparecer desde detrás, y cuando lo veía avanzar por debajo de él y plantarse en el camino, volvía a esperar al siguiente; un pie tras otro, sobreponiéndose al dolor.
Por las huertas de Sant Bertran, los pies tardaban una eternidad en aparecer. Todos los bastaixos lo habían superado ya. Recordó la forma en que Joan y él mismo les daban agua, con la pesada piedra apoyada en la borda de una embarcación. Buscó algún lugar similar y al poco encontró un olivo, en una de cuyas ramas bajas logró apoyar la piedra; si la dejaba en el suelo no podría volver a cargársela a la espalda. Tenía las piernas agarrotadas.
– Si paras -le había aconsejado Ramon-, no dejes que tus piernas se agarroten totalmente, no podrías continuar.
Arnau, libre de parte del peso, continuó moviendo las piernas. Resopló, una, un montón de veces. Parte del peso lo lleva la Virgen, le había dicho también. ¡Dios!, si eso era cierto, ¿cuánto pesaba aquella piedra? No se atrevió a mover la espalda. Le dolía, le dolía terriblemente. Descansó durante un buen rato. ¿Podría volver a ponerse en movimiento? Arnau miró en derredor. Estaba solo. Ni siquiera los demás arrieros seguían aquel camino, pues tomaban el del portal de Trentaclaus.
¿Podría? Miró al cielo. Escuchó el silencio y aupó la piedra de nuevo, de un tirón. Los pies se pusieron en movimiento. Uno, otro, uno, otro…
En el Cagalell repitió el descanso apoyando la piedra sobre el saliente de una gran roca. Allí aparecieron los primeros bastaixos, ya de vuelta a la cantera. Nadie habló. Sólo se miraban. Arnau volvió a apretar los dientes y aupó de nuevo la piedra. Algunos de los bastaixos asintieron con la cabeza pero ninguno de ellos se paró. «Es su desafío», comentó uno de ellos después, cuando Arnau ya no podía oírlos, volviéndose para mirar el lento avance de la piedra. «Debe afrontarlo él solo», afirmó otro.
Cuando traspasó la muralla occidental y dejó atrás Framenors, Arnau se encontró con los ciudadanos de Barcelona. Seguía con la atención fija en sus pies. ¡Ya estaba en la ciudad! Marineros, pescadores, mujeres y niños, operarios de los astilleros, carpinteros de ribera; todos observaron en silencio al muchacho encogido bajo el peso de la piedra, sudoroso, congestionado. Todos se fijaban en los pies del joven bastaix, que Arnau miraba sin prestar atención a nada más, y todos, en silencio, los empujaban: uno, otro, uno, otro…
Algunos se sumaron al recorrido de Arnau, tras él, en silencio, acomodando su andar al avance de la piedra, y así, tras más de dos horas de esfuerzo, el muchacho llegó a Santa María acompañado por una pequeña y silenciosa multitud. Las obras se paralizaron. Los albañiles se asomaron a los andamios y los carpinteros y picapedreros dejaron sus labores. El padre Albert, Pere y Mariona lo esperaban. Àngel, el hijo del barquero, ya convertido en oficial, se acercó a él.
– ¡Vamos! -le gritó-. ¡Ya estás! ¡Ya has llegado! ¡Venga, vamos, vamos!
Se empezaron a oír gritos de ánimo procedentes de lo alto de los andamios. Los que habían seguido a Arnau estallaron en vítores. Toda Santa María se sumó al griterío; incluso el padre Albert se unió al griterío general. Sin embargo, Arnau siguió mirando sus pies, uno, otro, uno, otro… hasta alcanzar el lugar en que se depositaban las piedras; allí los aprendices y los oficiales se lanzaron a por la que el muchacho había acarreado.
Sólo entonces Arnau levantó la mirada, todavía encogido, temblando, y sonrió. La gente se arremolinó a su alrededor y lo felicitó. Arnau fue incapaz de saber quiénes eran los que lo rodeaban; sólo reconoció al padre Albert, cuya mirada se dirigía hacia el cementerio de las Moreres. Arnau la siguió.
– Por vos, padre -susurró.
Cuando la gente se dispersó y Arnau se disponía a volver a la cantera, siguiendo los pasos de sus compañeros, algunos de los cuales llevaban ya tres viajes, el cura lo llamó; había recibido instrucciones de Josep, prohombre de la cofradía.
– Tengo un trabajo para ti -le dijo. Arnau se paró y lo miró extrañado-. Hay que limpiar la capilla del Santísimo, despabilar los cirios y ponerla en orden.
– Pero… -protestó Arnau señalando las piedras.
– No hay peros que valgan.
Había sido una mañana dura. Recién pasado el solsticio de verano tardaba en anochecer, y los bastaixos trabajaban de sol a sol, cargando y descargando las naves que arribaban a puerto, siempre azuzados por los mercaderes y pilotos, que querían permanecer en el puerto de Barcelona el menor tiempo posible.
Arnau entró en casa de Pere arrastrando los pies, con la capça-na en una mano. Ocho rostros se volvieron hacia él. Pere y Mariona estaban sentados a la mesa junto a un hombre y una mujer. Joan, un muchacho y dos chicas lo miraban desde el suelo, sentados y apoyados contra la pared. Todos daban cuenta de sus escudillas.
– Arnau -le dijo Pere-, te presento a nuestros nuevos inquilinos. Gastó Segura, oficial curtidor. -El hombre se limitó a hacer una inclinación de cabeza, sin dejar de comer-. Su esposa, Eulàlia. -Ella sí sonrió-.Y sus tres hijos: Simó, Aledis y Alesta. Arnau, que estaba rendido, hizo un leve movimiento con la mano dirigido a Joan y a los hijos del curtidor y se dispuso a coger la escudilla que ya le ofrecía Mariona. Sin embargo, algo lo obligó a volverse de nuevo hacia los tres recién llegados. ¿Qué…? ¡Los ojos! Los ojos de las dos muchachas estaban fijos en él. Eran…, eran inmensos, castaños, vivaces. Las dos sonrieron a un tiempo.
– ¡Come, chico!
La sonrisa desapareció. Alesta y Aledis bajaron la mirada hacia sus escudillas y Arnau se volvió hacia el curtidor, que había dejado de comer y con la cabeza le señalaba a Mariona, que estaba junto al fuego, con la escudilla extendida hacia él.
Mariona le dejó su sitio en la mesa y Arnau empezó a dar cuenta de la olla; Gastó Segura, frente a él, sorbía y masticaba con la boca abierta. Cada vez que Arnau levantaba la vista de la escudilla tropezaba con la mirada del curtidor fija en él.
Al cabo de un rato, Simó se levantó para entregar a Mariona su escudilla y las de sus hermanas, ya vacías.
– A dormir -ordenó Gastó rompiendo el silencio.
Entonces el curtidor entrecerró los ojos mirando a Arnau, lo que hizo que el muchacho se sintiera incómodo, y lo obligó a concentrarse en la escudilla; sólo pudo oír el ruido que hicieron las chicas al levantarse y una tímida despedida. Cuando sus pasos dejaron de oírse, Arnau levantó la mirada. La atención de Gastó parecía haber disminuido.
– ¿Cómo son? -le preguntó aquella noche a Joan, la primera que dormían junto al hogar, uno a cada lado, con los jergones de paja sobre el suelo.
– ¿Quiénes? -inquirió a su vez Joan.
– Las hijas del curtidor.
– ¿Que cómo son? Normales -dijo Joan mientras hacía un gesto de ignorancia que su hermano no pudo ver en la oscuridad-, muchachas normales. Supongo -titubeó-; en realidad no lo sé. No me han dejado hablar con ellas; su hermano ni siquiera me ha permitido darles la mano. Cuando se la he ofrecido, la ha estrechado él y me ha separado de ellas.
Pero Arnau ya no lo escuchaba. ¿Cómo iban a ser normales aquellos ojos? Y le habían sonreído, las dos.
Al amanecer, Pere y Mariona bajaron. Arnau y Joan ya habían apartado sus jergones. Poco después aparecieron el curtidor y su hijo. Las mujeres no los acompañaban, ya que Gastó les había prohibido bajar hasta que los chicos se hubieran marchado. Arnau abandonó la casa de Pere con aquellos inmensos ojos castaños en sus retinas.
– Hoy te toca la capilla -le dijo uno de los prohombres cuando llegó a la playa. El día anterior lo había visto descargar temblequeante el último bulto.
Arnau asintió.Ya no le molestaba que lo destinaran a la capilla. Nadie dudaba ya de su condición de bastaix; los prohombres lo habían confirmado y si bien todavía no podía cargar lo mismo que Ramon o la mayoría de ellos, se volcaba como el que más en un trabajo que lo satisfacía.Todos lo querían. Además, aquellos ojos castaños… quizá no le permitirían concentrarse en su labor; por otra parte, estaba cansado, no había dormido bien junto al hogar. Entró en Santa María por la puerta principal de la vieja iglesia, que todavía resistía. Gastó Segura no había dejado que las mirara. ¿Por qué no podía mirar a unas simples muchachas? Y esa mañana, seguro que les había prohibido… Tropezó con una cuerda y estuvo a punto de caer.Trastabilló durante unos metros, tropezando con más cuerdas, hasta que unas manos lo agarraron. Se torció el tobillo y soltó un aullido de dolor.
– ¡Eh! -oyó que le decía el hombre que lo había ayudado-. Hay que tener cuidado. ¡Mira qué has hecho!
Le dolía el tobillo, pero miró hacia el suelo. Había desmontado las cuerdas y estacas con las que Berenguer de Montagut señalaba…, pero… ¡no podía ser él! Se volvió despacio hacia el hombre que lo había ayudado. ¡No podía ser el maestro! Enrojeció al encontrarse cara a cara con Berenguer de Montagut. Después se fijó en los oficiales que habían detenido su labor y los miraban.
– Yo… -titubeó-. Si lo deseáis… -añadió señalando la maraña de cuerdas a sus pies-, podría ayudaros…Yo… Lo siento, maestro.
De pronto, el rostro de Berenguer de Montagut se relajó.Todavía lo tenía agarrado del brazo.
– Tú eres el bastaix -afirmó mostrando una sonrisa. Arnau asintió-.Te he visto en varias ocasiones.
La sonrisa de Berenguer se amplió. Los oficiales respiraron tranquilos. Arnau volvió a mirar las cuerdas que se habían enredado en sus pies.
– Lo siento -repitió.
– Qué le vamos a hacer. -El maestro gesticuló dirigiéndose a los oficiales-. Arreglad esto -les ordenó-.Ven, vamos a sentarnos. ¿Te duele?
– No quisiera molestaros -dijo Arnau con una mueca de dolor tras agacharse para intentar desprenderse de las cuerdas.
– Espera.
Berenguer de Montagut lo obligó a erguirse y se arrodilló para desenredarle las cuerdas. Arnau no se atrevió a mirarlo, y dirigió la vista hacia los oficiales, que observaban atónitos la escena. ¡El maestro arrodillado frente a un simple bastaixl
– Debemos cuidar de estos hombres -gritó a todos los presentes cuando logró liberar los pies de Arnau-; sin ellos no tendríamos piedra. Ven, acompáñame. Vamos a sentarnos. ¿Te duele? -Arnau negó con la cabeza, pero cojeó, intentando no apoyarse en el maestro. Berenguer de Montagut lo agarró del brazo con fuerza y lo llevó hasta unas columnas que descansaban en el suelo, listas para ser izadas, sobre las que los dos se sentaron-.Te voy a contar un secreto -le dijo nada más sentarse. Arnau se volvió hacia Berenguer. ¡Le iba a contar un secreto!, ¡el maestro! ¿Qué más le sucedería esa mañana?-. El otro día intenté levantar la piedra que habías descargado y lo conseguí a duras penas. -Berenguer negó con la cabeza-. No me vi capaz de dar varios pasos con ella a cuestas. Este templo es vuestro -afirmó paseando la mirada por las obras.Arnau sintió un escalofrío-.Algún día, en vida de nuestros nietos, o de sus hijos, o de los hijos de sus hijos, cuando la gente mire esta obra, no hablará de Berenguer de Montagut; lo hará de ti, muchacho.
Arnau sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¡El maestro! ¿Qué le estaba diciendo? ¿Cómo iba a ser un bastaix más importante que el gran Berenguer de Montagut, maestro de obras de Santa María y de la catedral de Manresa? El sí que era importante.
– ¿Te duele? -insistió el maestro.
– No…, un poco. Sólo ha sido una torcedura.
– Confío en ello. -Berenguer de Montagut le palmeó la espalda-. Necesitamos tus piedras. Todavía queda mucho por hacer.
Arnau siguió la mirada del maestro hacia las obras.
– ¿Te gusta? -le preguntó de repente Berenguer de Montagut.
¿Le gustaba? Nunca se lo había planteado.Veía crecer la iglesia, sus muros, sus ábsides, sus magníficas y esbeltas columnas, sus contrafuertes, pero… ¿le gustaba?
– Dicen que será el mejor templo para la Virgen de todos los que se han construido en el mundo -optó por decir.
Berenguer se volvió hacia Arnau y sonrió. ¿Cómo contarle a un muchacho, a un bastaix, cómo iba a ser aquel templo cuando ni siquiera los obispos o los nobles eran capaces de vislumbrar su proyecto?
– ¿Cómo te llamas?
– Arnau.
– Pues bien, Arnau, no sé si será el mejor templo del mundo. -Arnau se olvidó de su pie y volvió el rostro hacia el maestro-. Lo que te aseguro es que será único, y lo único no es ni mejor ni peor, es simplemente eso: único.
Berenguer de Montagut seguía con la mirada perdida en la obra, y de tal guisa continuó hablando:
– ¿Has oído hablar de Francia o de la Lombardía, Genova, Pisa, Florencia…? -Arnau asintió; ¿cómo no iba a haber oído hablar de los enemigos de su país?-. Pues bien, en todos esos lugares también se construyen iglesias; son magníficas catedrales, grandiosas y cargadas de elementos decorativos. Los príncipes de esos lugares quieren que sus iglesias sean las más grandes y las más bonitas del mundo.
– Y nosotros, ¿acaso no queremos lo mismo?
– Sí y no. -Arnau meneó la cabeza. Berenguer de Montagut se volvió hacia él y le sonrió-. A ver si eres capaz de entenderme: nosotros queremos que sea el mejor templo de la historia, pero pretendemos lograrlo empleando medios distintos de los que utilizan los demás; nosotros queremos que la casa de la patrona de la mar sea la casa de todos los catalanes, igual que aquellas en las que viven sus fieles, ideada y construida con el mismo espíritu que nos ha llevado a ser como somos, aprovechando lo nuestro: el mar, la luz. ¿Lo entiendes?
Arnau pensó durante unos segundos, pero terminó negando con la cabeza.
– Al menos tú eres sincero -rió el maestro-. Los príncipes hacen las cosas para su propia gloria personal; nosotros las hacemos para nosotros. He visto que, a veces, en lugar de llevar la carga a las espaldas, la transportáis atada a palos, entre dos hombres.
– Sí, cuando es demasiado voluminosa para cargarla a la espalda.
– ¿Qué pasaría si duplicáramos la longitud del palo?
– Se rompería.
– Pues eso es lo mismo que pasa con las iglesias de los príncipes… No, no quiero decir que se rompan -añadió ante la expresión del muchacho-; quiero decir que como las quieren tan grandes, tan altas y tan largas, las tienen que hacer muy estrechas. Altas, largas y estrechas, ¿entiendes? -En esta ocasión Arnau asintió-. La nuestra será todo lo contrario; no será tan larga, ni tan alta, pero será muy ancha, para que quepan todos los catalanes, juntos frente a su Virgen. Algún día, cuando esté terminada, lo comprobarás: el espacio será común para todos los fieles, no habrá distinciones, y como única decoración: la luz, la luz del Mediterráneo. Nosotros no necesitamos más decoración: sólo el espacio y la luz que entrará por allí. -Berenguer de Montagut señaló el ábside y fue bajando la mano hasta el suelo. Arnau la siguió-. Esta iglesia será para el pueblo, no para mayor gloria de ningún príncipe.
– Maestro… -Se les había acercado uno de los oficiales, ya arregladas las estacas y las cuerdas.
– ¿Lo entiendes ahora?
¡Sería para el pueblo!
– Sí, maestro.
– Tus piedras son oro para esta iglesia, recuérdalo -añadió Montagut levantándose-. ¿Te duele?
Arnau ya no se acordaba del tobillo y negó con la cabeza.
Aquella mañana, dispensado de trabajar con los bastaixos, Arnau regresó antes a casa. Limpió rápidamente la capilla, despabiló las velas, sustituyó las consumidas y tras una breve oración se despidió de la Virgen. El padre Albert lo vio salir corriendo de Santa María, igual que lo vio entrar Mariona en casa.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó la anciana-, ¿qué haces aquí tan temprano?
Arnau recorrió la estancia con la mirada; allí estaban, madre e hijas, cosiendo en la mesa; las tres lo miraban.
– ¡Arnau! -insistió Mariona-, ¿pasa algo?
Notó que enrojecía.
– No…-¡No había pensado ninguna excusa! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Y lo miraban. Todas lo miraban, parado junto a la puerta, jadeante-. No… -repitió-, es que hoy he…, he terminado antes.
Mariona sonrió y miró a las muchachas. Eulàlia, la madre, tampoco pudo evitar esbozar una sonrisa.
– Pues ya que has terminado antes -dijo Mariona interrumpiendo sus pensamientos-, ve a buscarme agua.
Lo había vuelto a mirar, pensó el muchacho mientras iba con el cubo camino de la fuente del Àngel. ¿Querría decirle algo? Arnau zarandeó el cubo; seguro que sí.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de comprobarlo. Cuando no era Eulàlia, Arnau se topaba con los negros dientes de Gastó, los pocos que le quedaban, y, cuando ninguno de los dos estaba presente, Simó vigilaba a las dos muchachas. Durante días, Arnau tuvo que conformarse con mirarlas de reojo. Algunas veces podía detenerse unos segundos en sus rostros, finamente delineados y con una marcada barbilla, pómulos sobresalientes, nariz itálica, recta y sobria, dientes blancos y bien formados y aquellos impresionantes ojos castaños. Otras veces, cuando el sol entraba en la casa de Pere, Arnau casi podía tocar el reflejo azulado de sus largos cabellos, sedosos, negros como el azabache.Y las menos, cuando creía sentirse seguro, dejaba que su mirada bajase más allá del cuello de Aledis, donde los pechos de la hermana mayor podían vislumbrarse incluso a través de la tosca camisa que vestía. Entonces, un extraño escalofrío recorría todo su cuerpo y, si nadie vigilaba, seguía bajando la mirada para recrearse en las curvas de la muchacha.
Gastó Segura había perdido durante la hambruna todo cuanto tenía y su carácter, de por sí agrio, se había endurecido sobremanera. Su hijo Simó trabajaba con él, como aprendiz de curtidor, y su gran preocupación eran aquellas dos muchachas, a las que no podría dotar para encontrar un buen marido. Sin embargo, la belleza de las jóvenes prometía, y Gastó confiaba en que encontrarían un buen esposo. Así podría dejar de alimentar dos bocas.
Para ello, pensaba el hombre, las muchachas debían conservarse inmaculadas, y nadie en Barcelona debía poder alimentar la menor sospecha sobre su decencia. Sólo de esa forma, les repetía una y otra vez a Eulàlia o a Simó, Alesta y Aledis podrían encontrar un buen esposo. Los tres, padre, madre y hermano mayor, habían asumido aquel objetivo como propio, pero si Gastó y Eulàlia confiaban en que no habría problema alguno para conseguirlo, no sucedió lo mismo con Simó cuando la convivencia con Arnau y Joan se prolongó.
Joan se había convertido en el alumno más aventajado de la escuela catedralicia. En poco tiempo dominó el latín, y sus profesores se volcaban en aquel muchacho pausado, sensato, reflexivo y, por encima de todo, creyente; tales eran sus virtudes, que pocos dudaban de que tendría un gran futuro dentro de la Iglesia. Joan llegó a ganarse el respeto de Gastó y Eulàlia, quienes a menudo compartían con Pere y Mariona, atentos y embelesados, las explicaciones que el pequeño daba sobre las Escrituras. Sólo los sacerdotes podían leer aquellos libros, escritos en latín, y allí, en una humilde casa junto al mar, los cuatro podían disfrutar de las palabras sagradas, de las historias antiguas, de los mensajes del Señor que antes sólo les llegaban desde los pulpitos.
Pero si Joan se había ganado el respeto de quienes le rodeaban, Arnau no se quedaba atrás: hasta Simó lo miraba con envidia: ¡un bastaixl Pocos eran los que en el barrio de la Ribera ignoraban los esfuerzos que Arnau hacía transportando piedras para la Virgen. «Dicen que el gran Berenguer de Montagut se arrodilló ante él para ayudarlo», le había comentado, con las manos abiertas y gritando, otro de los aprendices del taller. Simó imaginó al gran maestro, respetado por nobles y obispos, a los pies de Arnau. Cuando hablaba el maestro, todos, hasta su padre, guardaban silencio, y cuando gritaba…, cuando gritaba, temblaban. Simó observaba a Arnau cuando éste entraba en casa por la noche. Siempre era el último en llegar. Regresaba cansado y sudoroso, con la capça-na en una mano y sin embargo… ¡sonreía! ¿Cuándo había sonreído él al volver del trabajo? Alguna vez se había cruzado con él mientras Arnau acarreaba piedras hasta Santa María; las piernas, los brazos, el pecho, todo él parecía de hierro. Simó miraba la piedra y después el rostro congestionado; ¿acaso no lo había visto sonreír? Por eso cuando Simó tenía que cuidar de sus hermanas y aparecían Arnau o Joan, el aprendiz de curtidor, a pesar de ser mayor que ellos, se retraía, y las dos muchachas disfrutaban de la libertad de la que se veían privadas cuando sus padres estaban presentes.
– ¡Vamos a pasear por la playa! -propuso un día Alesta.
Simó quiso negarse. Pasear por la playa; si su padre los viese…
– De acuerdo -dijo Arnau.
– Nos sentará bien -afirmó Joan.
Simó calló. Los cinco, Simó el último, salieron al sol, Aledis junto a Arnau, Alesta junto a Joan; ambas dejaban que la brisa ondeara su cabello y que cosiera caprichosamente sus holgadas camisas a sus cuerpos, punteándoles los pechos, el vientre o la entrepierna.
Pasearon en silencio, mirando al mar o golpeando la arena con los pies, hasta que se encontraron con un grupo de bastaixos ociosos. Arnau los saludó con la mano.
– ¿Quieres que te los presente? -le preguntó a Aledis.
La muchacha miró hacia los hombres.Todos tenían la atención puesta en ella. ¿Qué miraban? El viento apretaba la camisa contra sus pechos y sus pezones. ¡Dios!, parecían querer atravesar la tela. Se sonrojó y negó con la cabeza cuando Arnau ya se dirigía hacia ellos. Aledis dio media vuelta y Arnau se quedó parado a medio camino.
– Corre tras ella, Arnau -oyó que le gritaba uno de sus compañeros.
– No la dejes escapar -le aconsejó un segundo.
– ¡Es muy bonita! -finalizó un tercero.
Arnau aceleró el paso hasta volver a ponerse a la altura de Aledis.
– ¿Qué ocurre?
La muchacha no le contestó. Andaba con el rostro escondido y los brazos cruzados sobre la camisa, pero tampoco tomó el camino de vuelta a casa. Así siguieron paseando, con el rumor de las olas por toda compañía.
Aquella misma noche, mientras cenaban junto al hogar, la muchacha premió a Arnau con un segundo más de lo necesario, un segundo en el que mantuvo sus enormes ojos castaños fijos en él.
Un segundo en el que Arnau volvió a escuchar el mar mientras él se hundía en la arena de la playa. Desvió la mirada hacia los demás para comprobar si alguien se había percatado del descaro: Gastó continuaba charlando con Pere y nadie parecía prestarle mayor atención. Nadie parecía escuchar las olas.
Cuando Arnau se atrevió a volver a mirar a Aledis, estaba cabizbaja y jugueteaba con la comida de su escudilla.
– ¡Come, niña! -le ordenó Gastó el curtidor al ver que movía el cucharón sin llevárselo a la boca-; la comida no es para jugar.
Las palabras de Gastó devolvieron a Arnau a la realidad y, durante el resto de la cena, Aledis no sólo no volvió a mirar a Arnau sino que lo rehuyó de forma patente.
Aledis tardó algunos días en volver a dirigirse a Arnau en la silenciosa manera en que lo había hecho aquella noche tras el paseo por la playa. En las escasas ocasiones en las que se encontraban,Arnau deseaba volver a sentir fijos en él los ojos castaños de Aledis, pero la muchacha se zafaba torpemente y escondía la mirada.
– Adiós, Aledis -le dijo distraídamente una mañana al abrir la puerta para dirigirse hacia la playa.
Coincidió que ambos estaban solos en aquel momento. Arnau fue a cerrar la puerta tras de sí pero algo indefinible lo impelió a volverse a mirar a la muchacha, y allí estaba ella, junto al hogar, erguida, preciosa, invitándolo con sus ojos castaños.
¡Por fin! Por fin. Arnau se sonrojó y bajó la mirada. Azorado, intentó cerrar la puerta y a medio movimiento algo volvió a reclamar su atención: Aledis seguía allí, llamándolo con sus grandes ojos castaños, y sonriendo. Aledis le sonreía.
Su mano resbaló del pestillo de la puerta, él trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo. No se atrevió a mirarla de nuevo y escapó a paso ligero hacia la playa dejando la puerta abierta.
– Se avergüenza -le susurró Aledis a su hermana esa misma noche, antes de que sus padres y su hermano se retirasen, tumbadas las dos en el jergón que compartían.
– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó ésta-. Es un bastaix. Trabaja en la playa y lleva piedras a la Virgen. Tú sólo eres una niña. Él es un hombre -añadió con un deje de admiración.
– Tú sí que eres una niña -le espetó Aledis.
– ¡Vaya, habló la mujer! -contestó Alesta dándole la espalda y utilizando la misma expresión que empleaba su madre cuando alguna de las dos reclamaba algo que por edad no les correspondía.
– Vale, vale -repuso Aledis.
«Habló la mujer. ¿Acaso no lo soy?» Aledis pensó en su madre, en las amigas de su madre, en su padre. Quizá…, quizá su hermana tuviera razón. ¿Por qué alguien como Arnau, un bastaix que había demostrado a Barcelona entera su devoción por la Virgen de la Mar, iba a avergonzarse porque ella, una niña, lo mirara?
– Se avergüenza. Te aseguro que se avergüenza -insistió Aledis la noche siguiente.
– ¡Pesada! ¿Por qué iba a avergonzarse Arnau?
– No lo sé -contestó Aledis-, pero lo hace. Se avergüenza de mirarme. Se avergüenza cuando lo miro. Se azora, se pone colorado, me rehuye…
– ¡Estás loca!
– Quizá lo esté, pero… -Aledis sabía lo que decía. Si la noche anterior su hermana logró sembrar la duda, ahora no lo iba a conseguir. Lo había comprobado. Observó a Arnau, buscó el momento oportuno, cuando nadie los podía sorprender, y se acercó a él, tanto como para notar el olor de su cuerpo. «Hola, Arnau.» Fue un simple hola, un saludo acompañado de una mirada tierna, cercana, lo más cercana que pudo, rozándolo casi, y Arnau volvió a sonrojarse, a rehuir su mirada y a esconderse de su presencia. Al ver que se alejaba, Aledis sonrió, orgullosa de un poder hasta entonces desconocido-. Mañana lo comprobarás -le dijo a su hermana.
La indiscreta presencia de Alesta la animó a llevar más lejos su breve coqueteo; no podía fallar. Por la mañana, cuando Arnau se disponía a salir de la casa, Aledis le cerró el paso plantándose ante la puerta y apoyándose en ella. Lo había planeado una y mil veces mientras su hermana dormía.
– ¿Por qué no quieres hablar conmigo? -le dijo con voz melosa, mirándolo a los ojos una vez más.
Ella misma se sorprendió de su atrevimiento. Había repetido aquella simple frase tantas veces como ocasiones se había preguntado si sería capaz de decirla sin titubear. Si Arnau le contestaba, ella se encontraría indefensa, pero para su satisfacción no fue así. Consciente de la presencia de Alesta, Arnau se volvió instintivamente hacia Aledis con el consabido rubor adornando sus mejillas. No podía salir y tampoco se atrevía a mirar a Alesta.
– Yo sí…, yo…
– Tú, tú, tú -lo interrumpió Aledis, crecida-, tú me rehuyes. Antes hablábamos y nos reíamos y ahora, cada vez que intento dirigirme a ti…
Aledis se irguió tanto como le fue posible y sus jóvenes pechos se mostraron firmes a través de la camisa. A pesar de la basta tela, sus pezones se marcaron como dardos. Arnau los vio y ni todas las piedras de la cantera real hubieran podido desviar su mirada de lo que Aledis le ofrecía. Un escalofrío le recorrió la espalda.
– ¡Niñas!
La voz de Eulàlia, que bajaba por la escalera, los devolvió a todos a la realidad. Aledis abrió la puerta y salió a la calle antes de que su madre llegara a la planta baja. Arnau se volvió hacia Alesta, que todavía observaba la escena boquiabierta, y salió a su vez de la casa. Aledis ya había desaparecido.
Esa noche las hermanas cuchichearon, sin encontrar respuestas a las preguntas que les suscitaba aquella nueva experiencia y que no podían compartir con nadie. De lo que sí estaba segura Aledis, aunque no sabía cómo explicárselo a su hermana, era del poder que su cuerpo ejercía sobre Arnau. Aquella sensación la satisfacía, la llenaba por completo. Se preguntó si todos los hombres reaccionarían igual, pero no se imaginó frente a otro que no fuera Arnau; jamás se le hubiera ocurrido actuar de forma parecida con Joan o con alguno de los aprendices de curtidor amigos de Simó; sólo imaginárselo… Sin embargo, con Arnau, algo en su interior se liberaba…
– ¿Qué le pasa al muchacho? -le preguntó Josep, prohombre de la cofradía, a Ramon.
– Pues no lo sé -le contestó éste con sinceridad.
Los dos hombres miraron hacia los barqueros, donde se encontraba Arnau exigiendo con aspavientos que le cargaran uno de los fardos más pesados. Cuando lo consiguió, Josep, Ramon y sus demás compañeros lo vieron partir con paso titubeante, los labios apretados y el rostro congestionado.
– No aguantará mucho este ritmo -sentenció Josep.
– Es joven -intentó defenderlo Ramon.
– No aguantará.
Todos lo habían notado. Arnau exigía los fardos y las piedras más pesadas y los transportaba como si le fuera la vida en ello. Volvía al lugar de carga casi corriendo, y reclamaba de nuevo más peso del que le convenía. Al acabar la jornada, se arrastraba derrengado hasta la casa de Pere.
– ¿Qué pasa, muchacho? -se interesó Ramon al día siguiente, mientras ambos cargaban fardos hasta los depósitos municipales.
Arnau no contestó. Ramon dudó si su silencio se debía a que no quería hablar o que, por algún motivo, no podía hacerlo.Volvía a tener el rostro congestionado a causa del peso que cargaba sobre sus espaldas.
– Si tienes algún problema, yo podría… -No, no -logró articular Arnau. ¿Cómo contarle que su cuerpo ardía de deseo por Aledis? ¿Cómo contarle que sólo encontraba calma cargando más y más peso sobre sus espaldas hasta que su mente, obsesionada por llegar, lograba olvidar sus ojos, su sonrisa, sus pechos, su cuerpo entero? ¿Cómo contarle que, cada vez que Aledis jugaba con él, perdía el dominio de sus pensamientos y la veía desnuda, a su lado, acariciándolo? Entonces recordaba las palabras del cura sobre las relaciones prohibidas: «¡Pecado! ¡Pecado!», advertía con voz firme a sus feligreses. ¿Cómo contarle que deseaba llegar a su casa roto para caer rendido en el jergón y poder conciliar el sueño pese a la cercanía de aquella muchacha?-. No, no -repitió-. Gracias…, Ramon.
– Reventará -insistió Josep al final de aquella jornada. En esa ocasión Ramon no se atrevió a llevarle la contraria.
– ¿No crees que te estás excediendo? -le preguntó una noche Alesta a su hermana.
– ¿Por qué?
– Si padre se enterase…
– ¿De qué tendría que enterarse?
– De que quieres a Arnau.
– ¡Yo no quiero a Arnau! Solamente…, solamente… Me siento bien, Alesta. Me gusta. Cuando me mira… -Lo quieres -insistió la pequeña.
– No. ¿Cómo explicártelo? Cuando veo que él me mira, cuando se sonroja, es como si un gusanillo me recorriera todo el cuerpo.
– Lo quieres.
– No. Duérmete. ¿Qué sabrás tú? Duérmete.
– Lo quieres, lo quieres, lo quieres.
Aledis decidió no contestar, pero ¿lo quería? Sólo disfrutaba sabiéndose mirada y deseada. Le complacía que los ojos de Arnau no pudieran apartarse de su cuerpo; la satisfacía su evidente desazón cuando ella dejaba de tentarlo: ¿era eso querer? Aledis intentó encontrar respuesta, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que su mente volviera a vagar por aquella satisfacción antes de caer dormida.
Una mañana, Ramon abandonó la playa en cuanto vio salir a Joan de casa de Pere.
– ¿Qué le sucede a tu hermano? -le preguntó aun antes de saludarlo.
Joan pensó unos segundos.
– Creo que se ha enamorado de Aledis, la hija de Gastó el curtidor.
Ramon soltó una carcajada.
– Pues ese amor lo está volviendo loco -le advirtió-. Como siga así reventará. No se puede trabajar a ese ritmo. No está preparado para ese esfuerzo. No sería el primer bastaix que se rompiese…, y tu hermano es muy joven para quedar tullido. Haz algo, Joan.
Esa misma noche Joan intentó hablar con su hermano.
– ¿Qué te sucede, Arnau? -le preguntó desde su jergón.
Éste guardó silencio.
– Debes contármelo. Soy tu hermano y quiero…, deseo ayudarte. Tú siempre has hecho lo mismo conmigo. Permíteme compartir tus problemas.
Joan dejó que su hermano pensase en sus palabras.
– Es…, es por Aledis -reconoció. Joan no quiso interrumpirlo-. No sé qué me pasa con esa muchacha, Joan. Desde el paseo por la playa… algo ha cambiado entre nosotros. Me mira como si quisiera…, no sé.También…
– También ¿qué? -le preguntó Joan al ver que su hermano callaba.
«¡No pienso contarle nada aparte de las miradas», decidió al momento Arnau con los pechos de Aledis en su memoria.
– Nada.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Pues que tengo malos pensamientos, la veo desnuda. Bueno, me gustaría verla desnuda. Me gustaría…
Joan había instado a sus maestros a profundizar en el asunto y ellos, sin saber que su interés respondía a la preocupación que le causaba su hermano y al temor de que el muchacho pudiera caer en la tentación y salirse del camino que tan decididamente había iniciado, se extendieron en explicaciones acerca de las teorías sobre el carácter y la perniciosa naturaleza de la mujer. -No es culpa tuya -sentenció Joan.
– ¿No?
– No. La malicia -le explicó susurrando a través de la chimenea a cuyos lados dormían- es una de las cuatro enfermedades naturales del hombre que nacen con nosotros por culpa del pecado original, y la malicia de la mujer es mayor que cualquiera de las malicias que existen en el mundo. -Joan repetía de memoria las explicaciones de sus maestros.
– ¿Cuáles son las otras tres enfermedades?
– La avaricia, la ignorancia y la apatía o incapacidad para hacer el bien.
– Y ¿qué tiene que ver la malicia con Aledis?
– Las mujeres son maliciosas por naturaleza y disfrutan tentando al hombre hacia los caminos del mal -recitó Joan.
– ¿Por qué?
– Pues porque las mujeres son como aire en movimiento, vaporosas. No cesan de ir de un lado para otro como si fueran corrientes de aire. -Joan recordó al sacerdote que había hecho aquella comparación: sus brazos, con las manos extendidas y los dedos vibrando sin cesar, revolotearon alrededor de su cabeza-. En segundo lugar -recitó-, porque las mujeres, por naturaleza, por creación, tienen poco sentido común y en consecuencia no existe freno a su malicia natural.
Joan había leído todo esto y mucho más, pero no era capaz de expresarlo con palabras. Los sabios afirmaban que la mujer era, también por naturaleza, fría y flemática, y es sabido que cuando algo frío llega a encenderse, arde con mucha fuerza. Según los entendidos, la mujer era, en definitiva, la antítesis del hombre y por lo tanto incoherente y absurda. Sólo había que fijarse en que incluso su cuerpo era opuesto al del hombre: ancho por abajo y delgado por arriba, mientras que el cuerpo de un hombre bien hecho debe ser lo contrario, delgado desde el pecho hacia abajo, ancho de pecho y espaldas, con el cuello corto y grueso y la cabeza grande. Cuando una mujer nace, la primera letra que dice es la «e», que es una letra para regañar, mientras que la primera letra que dice un hombre al nacer es la «a», la primera letra del abecedario y enfrentada con la «e».
– No es posible. Aledis no es así -contradijo Arnau al fin.
– No te engañes. A excepción de la Virgen, que concibió a Jesús sin pecado, todas las mujeres son iguales. ¡Hasta las ordenanzas de tu cofradía así lo entienden! ¿Acaso no prohiben las relaciones adúlteras? ¿Acaso no ordenan la expulsión de quien tenga una amiga o conviva con una mujer deshonesta?
Arnau no podía enfrentarse a aquel argumento. Desconocía las razones de sabios y filósofos y, por más que Joan se empeñara, podía hacer caso omiso de ellas, pero de las enseñanzas de la cofradía no. Esas reglas sí que las conocía. Los prohombres de la cofradía lo habían puesto al corriente de ellas y le habían advertido que si las incumplía sería expulsado. ¡Y la cofradía no podía estar equivocada!
Arnau se sintió tremendamente confuso.
– Entonces, ¿qué hay que hacer? Si todas las mujeres son malas…
– Primero hay que casarse con ellas -lo interrumpió Joan- y, una vez contraído matrimonio, actuar como nos enseña la Iglesia.
Casarse, casarse… La posibilidad jamás había pasado por su cabeza, pero… si ésa era la única solución…
– ¿Y qué hay que hacer una vez casados? -inquirió con voz trémula ante la hipótesis de verse junto a Aledis de por vida.
Joan recuperó el hilo de la explicación que le habían proporcionado sus profesores catedralicios:
– Un buen marido debe procurar controlar la malicia natural de su esposa según algunos principios: el primero de ellos es que la mujer se halla bajo el dominio del hombre, sometida a él: «Sub potestate viri eris», reza el Génesis. El segundo, del Eclesiastès: «Mulier si primatum haber… -Joan se atrancó-. Mulier si primatum habuerit, contraria est viro suo», que significa que si la mujer tiene primacía en la casa, será contraria a su marido. Otro principio es el que aparece en los Proverbios: «Qui delicate nutrit servum suum, inveniet contumacem», que quiere decir que quien trata delicadamente a aquellos que deben servirlo, entre quienes se encuentra la mujer, encontrará rebelión allí donde debería encontrar humildad, sumisión y obediencia.Y si pese a todo, la malicia sigue haciendo acto de presencia en su mujer, el marido debe castigarla con la vergüenza y el miedo; corregirla al comienzo, cuando es joven, sin esperar a que envejezca.
Arnau escuchó en silencio las palabras de su hermano. -Joan -le dijo cuando terminó-, ¿crees que podría casarme con Aledis?
– ¡Claro que sí! Pero deberías esperar un poco hasta que prosperes en la cofradía y puedas mantenerla. De todas formas sería conveniente que hablases con su padre antes de que convenga su matrimonio con otra persona, porque entonces no podrías hacer nada.
La imagen de Gastó Segura con sus escasos dientes, todos ellos negros, apareció ante Arnau como una barrera infranqueable. Joan imaginó cuáles eran los temores de su hermano. -Debes hacerlo -insistió. -¿Me ayudarías?
– ¡Por supuesto!
Durante unos instantes el silencio volvió a reinar entre los dos jergones de paja que rodeaban la chimenea de casa de Pere. -Joan -llamó Arnau rompiéndolo.
– Dime.
– Gracias.
«Lo habíamos hecho más malo.»
– No hay de qué -contestó.
Los dos hermanos intentaron dormir, pero no lo consiguieron. Arnau, entusiasmado con la idea de casarse con su deseada Aledis; Joan perdido en los recuerdos, recordando a su madre. ¿Tendría razón Ponç el calderero? La malicia es natural en la mujer. La mujer debe estar sometida al hombre. El hombre debe castigar a la mujer. ¿Tendría razón el calderero? ¿Cómo podía él respetar el recuerdo de su madre y dar tales consejos? Joan recordó la mano de su madre saliendo por la pequeña ventana de su prisión y acariciándole la cabeza. Recordó el odio que había sentido, y sentía, hacia Ponç… Pero ¿tuvo razón el calderero?
Durante los días siguientes ninguno de los dos se atrevió a dirigirse al malhumorado Gastó, un hombre a quien la estancia como inqui-lino en la casa de Pere no hacía más que recordarle su infortunio, que le había llevado a perder su vivienda. El agrio carácter del curtidor empeoraba cuando se encontraba en la casa, que era precisamente cuando los dos hermanos tenían oportunidad de plantearle su propuesta, pero sus gruñidos, protestas y groserías los hacían desistir.
Mientras, Arnau seguía envuelto en la estela que Aledis dejaba tras de sí. La veía, la perseguía con los ojos y con la imaginación y no había momento del día en que sus pensamientos no estuvieran puestos en ella, salvo cuando Gastó aparecía; entonces su espíritu se encogía.
Porque por más que lo prohibiesen los sacerdotes y los cofrades, el muchacho no podía apartar los ojos de Aledis cuando ella, sabiéndose a solas con su juguete, aprovechaba cualquier tarea para ceñirse la holgada camisa descolorida. Arnau se quedaba ensimismado ante la visión: aquellos pezones, aquellos pechos, todo el cuerpo de Aledis lo llamaba. «Serás mi esposa, algún día serás mi esposa», pensaba acalorado. Trataba entonces de imaginársela desnuda y su mente viajaba por lugares prohibidos y desconocidos pues, a excepción del torturado cuerpo de Habiba, jamás había visto a una mujer en cueros.
En otras ocasiones Aledis se agachaba ante Arnau, doblándose por la cintura en lugar de hacerlo acuclillándose, para mostrarle sus nalgas y las curvas de sus caderas; aprovechaba asimismo cualquier situación propicia para levantarse la camisa por encima de las rodillas y dejar al descubierto sus muslos; se llevaba las manos a la espalda, hasta los ríñones para, simulando algún dolor inexistente, curvarse cuanto le permitía su columna vertebral y mostrar así que su vientre era plano y duro. Después, Aledis sonreía o, fingiendo descubrir de pronto la presencia de Arnau, se mostraba turbada. Cuando desaparecía, Arnau debía luchar por alejar aquellas imágenes de su memoria.
Los días en que vivía tales experiencias, Arnau intentaba a toda costa encontrar el momento oportuno para hablar con Gastó.
– ¡Qué diantre hacéis ahí parados! -les soltó en una ocasión, cuando ambos muchachos se plantaron frente a él con la ingenua intención de pedir a su hija en matrimonio.
La sonrisa con la que Joan había intentado acudir a Gastó desapareció tan pronto como el curtidor pasó entre los dos, empujándolos sin contemplaciones.
– Ve tú -le dijo en otra ocasión Arnau a su hermano. Gastó estaba solo en la mesa de la planta baja. Joan se sentó frente a él, carraspeó y, cuando iba a hablar, el curtidor levantó la mirada de la pieza que estaba examinando. -Gastó… -dijo Joan.
– ¡Lo desollaré vivo! ¡Le arrancaré los cojones! -espetó el curtidor escupiendo saliva a través de los huecos que se abrían entre sus negros dientes-. ¡Simoooó! -Joan dirigió a Arnau, escondido en una esquina de la habitación, un gesto de impotencia. Mientras, Simó había acudido al grito de su padre-. ¿Cómo puedes haber hecho esta costura? -le gritó Gastó plantándole la pieza de cuero en las narices.
Joan se levantó de la silla y se retiró de la discusión familiar.
Pero no cedieron.
– Gastó -volvió a insistir Joan en otra ocasión en que, tras la cena y aparentemente de buen humor, el curtidor salió a dar un paseo por la playa y ambos se lanzaron en su persecución.
– ¿Qué quieres? -le preguntó sin dejar de andar.
«Por lo menos nos deja hablar», pensaron los dos.
– Quería… hablarte de Aledis…
Al oír el nombre de su hija, Gastó se paró en seco y se acercó a Joan, tanto que su fétido aliento sacudió al muchacho como un fogonazo.
– ¿Qué ha hecho? -Gastó respetaba a Joan; lo tenía por un joven serio. La mención de Aledis y su innata desconfianza le hacían creer que quería acusarla de algo y el curtidor no podía permitirse la menor mácula en su joya.
– Nada -le dijo Joan.
– ¿Cómo que nada? -continuó Gastó atropelladamente, sin apartarse un milímetro de Joan-. Entonces, ¿para qué quieres hablarme de Aledis? Dime la verdad, ¿qué ha hecho?
– Nada, no ha hecho nada, de verdad.
– ¿Nada? Y tú -dijo volviéndose hacia Arnau para tranquilidad de su hermano-, ¿qué tienes que decir?, ¿qué sabes de Aledis?
– Yo…, nada… -El titubeo de Arnau azuzó las obsesivas sospechas de Gastó.
– ¡ Cuéntamelo!
– No hay nada…, no…
– ¡Eulàlia! -Gastó no esperó más y gritando como un energúmeno el nombre de su mujer, volvió a casa de Pere.
Esa noche los dos muchachos, con la culpa en la garganta, oyeron los gritos que Eulàlia lanzaba mientras Gastó, a palos, intentaba obtener de ella una confesión imposible.
Lo probaron en dos ocasiones más, pero ni siquiera pudieron empezar a explicarse. Al cabo de unas semanas, descorazonados, le contaron su problema al padre Albert, quien, sonriendo, se comprometió a hablar con Gastó.
– Lo siento, Arnau -le anunció pasada una semana el padre Albert. Había citado a Arnau y a Joan en la playa-. Gastó Segura no aprueba tu matrimonio con su hija.
– ¿Por qué? -preguntó Joan-. Arnau es una buena persona.
– ¿Pretendéis que case a mi hija con un esclavo de la Ribera? -le contestó el curtidor-; un esclavo que no gana lo suficiente para alquilar una habitación.
El padre trató de convencerlo:
– En la Ribera ya no trabaja ningún esclavo; eso era antes. Bien sabes que está prohibido que los esclavos trabajen en…
– Un trabajo de esclavos.
– Eso era antes -insistió el cura-. Además -añadió-, he conseguido una buena dote para tu hija. -Gastó Segura, que ya daba por terminada la conversación, se volvió de repente hacia el sacerdote-. Con ella podrían comprar una casa…
Gastó lo interrumpió de nuevo:
– ¡Mi hija no necesita la caridad de los ricos! Guardad vuestros oficios para otros.
Tras escuchar las palabras del padre Albert, Arnau miró hacia el mar; el reflejo de la luna rielaba desde el horizonte hasta la orilla y se perdía en la espuma de las olas que rompían en la playa.
El padre Albert dejó que el rumor de las olas los envolviese. ¿Y si Arnau le preguntaba sobre las razones? ¿Qué le diría entonces?
– ¿Por qué? -balbuceó Arnau sin dejar de mirar el horizonte.
– Gastó Segura es…, es un hombre extraño.
– ¡No podía entristecer aún más al muchacho!-. ¡Pretende un noble para su hija! ¿Cómo puede un oficial curtidor pretender tal cosa?
Un noble. ¿Se lo habría creído el chico? Nadie podía sentirse menospreciado ante la nobleza. Hasta el rumor de las olas, constante, paciente, parecía esperar la respuesta de Arnau.
Un sollozo retumbó en la playa.
El sacerdote pasó un brazo por encima del hombro de Arnau y notó las convulsiones del muchacho. Después hizo lo mismo con Joan y los tres permanecieron frente al mar.
– Encontrarás una buena mujer -le dijo el cura al cabo de un rato.
«No como ella», pensó Arnau.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Libro de palabras de sabios y filósofos. (N. del A.)