38607.fb2 La cinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Celui qui s'éléve on l'abaissera…

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

— Y ahora, Frenelle, escucha bien lo que voy a pedirte. No se te ocurra decirle nada a mi marido, ¿me has entendido? Si pregunta por mí, cosa improbable, le dirás que estoy en el jardín cortando rosas.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero asintió con la cabeza. Frenelle ya no preguntaba a dónde me dirigía, ahora sólo suplicaba que le permitiese acompañarme.

— Os los ruego, madame… quiero decir, Thérésia, te lo pido por favor, nunca se sabe cuándo vas a necesitar de una mano amiga, juntas podremos vencer cualquier contratiempo.

Consentí al fin. Eran las doce del mediodía cuando subimos al coche y el sol brillaba tan fuerte que temí que el calor reinante en el carruaje acabara por consumir el cuerpecito enfermo de mi hijo. Mi pequeño Théodore… ahora todo el cariño que nunca le había dado se agolpaba en mi pecho como un doloroso reproche, como un terrible castigo mientras su flaco y feo cuerpo se retorcía de fiebre.

— ¡Adelante! — grité al conductor. Se trataba de Bidos, nuestro criado. ¿También sería él, me pregunté de pronto con un escalofrío, uno de los que salían por las noches blandiendo su pico o su pala, de los que gritaban que había que llevar a todos los ricos á la lanterne?

— ¿Lista, madame? — dijo Bidos, y yo cerré los ojos rezando mentalmente para que ese «madame» que acababa de pronunciar no fuese un sarcasmo, sino tan sólo una costumbre difícil de erradicar.

— Lista, Bidos–respondí procurando que mi voz sonase firme-. ¡Corre todo lo que puedas!

Del camino de ida hasta casa de Caridad poco recuerdo. Demasiado ocupada estaba en vigilar el mínimo quejido, la mínima señal alarmante en el rostro de mi hijo. El de Frenelle, a mi lado, presentaba un rictus de preocupación que a veces se acentuaba debido a lo que ambas veíamos a través de nuestra ventana. Le había pedido a Bidos que evitara las calles concurridas, por lo que el camino se hizo más largo, pero por fin, cerca de una hora después, cuando ya la fiebre parecía consumir las pocas energías de mi hijo, llegamos a casa de Caridad. No explicaré aquí, para no parecer yo también una hechicera, todo lo que esa mujer hizo sobre el cuerpecito de mi niño. Las mentes razonables y volterianas no estarían de acuerdo con lo que allí se llevó a cabo. Baste decir que mi compatriota no hizo ascos a ninguno de los remedios ancestrales de su tierra gallega, tan pródiga en hierbas curativas como en sortilegios. Untó su pecho con una sustancia de color rojizo y olor repugnante, luego le hizo beber un líquido lechoso y por fin trazó sobre su frente una cruz con ceniza que extrajo de una pequeña bolsa de cuero que llevaba atada al cuello. Cuando hubo acabado, me miró, depositó a Théodore de nuevo en mis brazos y se pasó una mano por la frente para despegar de ella un par de húmedos y grises mechones de pelo.

— Hemos llegado a tiempo, carallo–dijo-. Ahora sólo queda esperar a que el sueño termine de curar a este rapaciño. Dadle este bebedizo cada vez que despierte, tiene que dormir por lo menos dos días seguidos.

Me entregó una botellita que contenía el mismo líquido blanquecino que antes le había dado a beber al niño sólo que ahora flotaba dentro una extraña y oscura rama parecida a la de un helecho. Yo, por mi parte, besé las manos de Caridad y, con la preciosa carga de mi hijo dormido en los brazos, subí al coche para emprender el regreso. El sol comenzaba a descender ligeramente, pero el calor era casi más intenso aún y por todos lados se oían cánticos de lucha interrumpidos tan sólo por gritos desgarradores de a saber qué infelices. Sin embargo, todo aquello no tenía excesiva importancia para mí en ese momento, mi hijo se había salvado y yo, que nunca he sido muy devota de rezos, agradecía una y otra vez al Señor tan extraordinaria gracia.

***

Tal vez por eso, porque mi mundo había vuelto a ser casi perfecto, al echar a rodar el coche tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando a mi alrededor. Acabábamos de entrar en una calle principal y allí pude ver una marea de ciudadanos que avanzaba hacia nosotros gritando, riendo.

— ¡Ya viene! — decían a voz en cuello-. ¡Mirad sus rizos rubios! ¡Es ella! A la lanterne, á la lanterne!

Las voces sonaban cada vez más excitadas. Miré a Frenelle y las dos nos preguntamos a quién podían referirse.

— ¡Es ella! — porfiaban las voces-. ¿Habéis visto alguna vez un cabello así? ¡Mirad!

Golpeé el techo del carruaje para indicar a Bidos que espoleara los caballos, pero resultaba imposible abrirse camino entre aquella muchedumbre que inundaba las calles, sin duda pronto acabaríamos atrapados en aquella turba.

— ¡Llevadla allí, allí! ¡Que se besen! ¡Al Temple con ella!

Nuestro carruaje, inmerso en el mar de gente, comenzó a moverse agitado por la multitud. Ésta estaba formada por todo un muestrario de personas dispares, de mujeres desdentadas, de burgueses, de hombres armados con picas, de ancianos, de aprendices, de niños incluso. Por un momento pensé que se dirigirían hacia nosotros y recordé las palabras de Frenelle sobre la locura que suponía salir a la calle en estos días. Si uno de aquellos ciudadanos nos hacía descender del coche, ¿a quién iba a engañar yo con mi bonete de cocinera y con mi hijo disfrazado y enfermo?

Les aristocrates á la lanterne! Les aristocrates on les pendra!

Sin embargo, aunque algunos rostros airados se volvían hacia nosotros y un muchacho comenzó incluso a zarandear nuestro vehículo al compás de su repetitivo cántico, era otro el motivo de atención de la muchedumbre: todos miraban hacia el norte, hacia una extraña comitiva que comenzaba a aproximarse.

Entonces la vi. Y ojalá no la hubiese visto nunca. Porque con lo que mis ojos tropezaron fue con una visión que, a pesar de que hayan pasado tantos años, aún me visita en sueños. Ensartada en una pica y botando arriba y abajo al compás de canciones revolucionarias estaba la cabeza de la princesa de Lamballe, maquillada y perfectamente peinada. Unos pasos más atrás la seguía su cuerpo desnudo, empalado y expuesto también a las risas y los gritos. Sí, era ella, reconocí enseguida sus facciones. Recuerdo que habíamos coincidido brevemente en el teatro, en el curso de la representación de Las bodas de Fígaro, apenas un par de años atrás. En aquel entonces todos nos fijábamos en la princesa de Lamballe; su pelo rubio, peinado en una original pila sobre la coronilla, caía en forma de rizos y tirabuzones. Era célebre en París, y ella a su vez tenía fama de prudente y reposada a pesar de que las malas lenguas hablaban de que era una amiga demasiado «íntima» de María Antonieta. Y ahora, ese mismo peinado que se había hecho legendario campaba como una siniestra incongruencia sobre su cabeza decapitada, mientras que sus ojos, burdamente maquillados, parecían mirarme con una extraviada expresión de horror.

Agradecí fervientemente a Dios el hecho de que mi hijo durmiera y me volví hacia Frenelle. Entonces pude comprobar que ella acababa de abrir la ventanilla y se dirigía a alguien:

— ¿Qué pasa, Ginette? Eh, tú, Adéle, ¿adónde lleváis a la traidora? Decidme hacia dónde os dirigís, que queremos ir también.

Se me heló la sangre al pensar que ella, mi compañera de tantas soledades, hubiera decidido unirse a la turba, pero sólo fue un segundo, enseguida comprendí la argucia. Frenelle había descubierto entre todas aquellas caras amenazantes a dos conocidas suyas. Eran pescaderas del mercado y una se volvió hacia nosotros para responder:

— Adonde se merece, ciudadana, al Temple, allí es donde la llevamos para que le dé un besito a su amante l'autrichienne. ¿No habéis oído la consigna popular? ¡Que se besen las dos por última vez! Además, ¡mirad quién nos acompaña!

Aquella mujer señaló entonces a su izquierda, hacia un hombre de una belleza ruda que montaba en un caballo tordo. Era el único entre la muchedumbre que no iba a pie, por lo que deduje que se trataba de alguna autoridad.

— Es el ciudadano Tallien, él está con nosotros. ¡Al Temple, al Temple!

Apenas un año más tarde, cuando este mismo Jean–Lambert Tallien se convirtiera en mi amante, a punto estuve de confesarle cómo y en qué circunstancias el destino había cruzado nuestros caminos por primera vez. Pero preferí no hacerlo. Aquel recuerdo de él como secretario del Consejo General de la Comuna, comisionado según unos para controlar la turba callejera y según otros muchos como silencioso instigador de las Masacres de Septiembre, quedaría siempre conmigo. Él no reparó en Frenelle ni en mí, aunque la terrible comitiva pasó muy cerca de nuestro carruaje. Yo abracé entonces aún más fuerte el cuerpecito de mi hijo, y cuando la cabeza de la desventurada princesa estuvo muy cerca, a pesar del horror, no pude evitar mirarla una vez más y así apreciar los más terribles detalles. La cara amoratada y la carne muerta convocaban innumerables moscas que se peleaban por posarse en sus labios, en sus ojos vidriosos, y luego se le colaban por la nariz, por las orejas. ¿Y qué hice yo en ese momento? ¿ensayar una plegaria? ¿compadecerme de ella? ¿llorar su desventura? No, ciertamente. Me uní a los gritos de los demás y coreé con todas mis fuerzas: Á la lanterne! Sí, eso hice, porque era lo que hacíamos todos entonces. Unos por fiebre revolucionaria, otros por pavor y muchos como yo por mero instinto de supervivencia.

Por fin, después de unos minutos que se me antojaron interminables, el cortejo se alejó y las calles se fueron vaciando de gente hasta dejar tras de sí un extraño silencio.

— ¡Vamos, Bidos, sigamos! — le grité al cochero.

Debía volver a casa cuanto antes, necesitaba meter en su cama a mi hijo, que aún dormía gracias a la pócima de la bruja Caridad. Miré su carita tan pálida y desvalida y luego mi vista resbaló hasta la falda de mi vestido y me aterró comprobar que estaba manchado de sangre. No, no era la sangre de Théodore, afortunadamente, la que allí podía verse, sino la mía. Sin darme cuenta, mientras gritaba a la cabeza cercenada de la princesa de Lamballe, mis uñas se habían hincado en mis muñecas, en las palmas de mis manos, hasta desgarrarme la piel.

Entonces fue cuando tomé la decisión. Era necesario, perentorio huir, alejarse cuanto antes de París. Olvidar de una vez y para siempre esa ciudad que ardía en odio, dejar atrás tanto horror, tanta locura.

Permítaseme ahora, antes de dar por cerrado este capítulo, que termine de contar lo ocurrido aquel inolvidable día de septiembre completándolo con información que entonces no poseía pero que ahora es de dominio público. Al amanecer de aquel soleado día que sería su postrero, Marie Thérèse, princesa de Lamballe, se encontraba leyendo su devocionario en su celda de La Force cuando fue interrumpida por uno de esos pelotones de ciudadanos que entonces se erigían tanto en juez como en verdugo. Al negarse a abjurar de su Rey y al decir con aire sereno que sabía que iba a morir y que por tanto no le importaba que fuera más tarde o más pronto, cayeron sobre ella. A golpes le arrancaron la vida, acto seguido la decapitaron, colocaron la cabeza en una pica y luego, en otra, empalaron su cuerpo desnudo.

En aquel tiempo estaban de moda los grandes bigotes poblados, y un muchacho presente en el descuartizamiento afeitó el vello púbico de la desgraciada para confeccionarse con él un gran mostacho, lo que fue recibido con júbilo por los demás. A continuación alguien tuvo otra idea: llevar la cabeza de la princesa hasta la prisión del Temple para que María Antonieta diera «un último beso de amor en la boca a la que había sido su amante». Se inició así una procesión que iba a tener varias paradas. La primera fue ante la casa de Marie Grosholz, la futura madame Tussaud, para que ésta recubriera de cera la cara de la decapitada y luego la maquillara. «¡Tiene que estar muy guapa para su puta amante real!», gritaban animando a la mujer a terminar cuanto antes la tarea.

Una vez que Marie (que conocía bien a la princesa, puesto que había sido preceptora de arte de la hermana del Rey) logró terminar temblando su trabajo, la comitiva prosiguió su camino. Se detuvo a continuación ante la puerta de un peluquero, al que obligó a lavar los ensangrentados cabellos de la princesa y a peinarlos de acuerdo con su famoso recogido sobre la coronilla y sus rizos rubios a cada lado en tirabuzones. Así maquillada y peinada cuando se la llevaron al Temple para pasearla bajo sus muros delante de la ventana de la Reina. Fue durante el largo recorrido hasta llegar hasta allí cuando Frenelle y yo nos encontramos con ella.

LA MUERTE DE LUIS CAPETO

Los meses que van desde septiembre de 1792 a enero de 1793 fueron los más tristes de mi vida. Otros vendrían que iban a ser más dolorosos o con más peligros, pero ninguno tan amargo como aquellos de finales de 1792. La relación con mi marido empeoraba de hora en hora. Sus lúgubres encierros en la biblioteca eran los momentos más felices del día para mí, porque los restantes se llenaban ahora de reproches y cuitas. Me culpaba de todo: de su encierro, de la enfermedad de nuestro hijo y, cuando ésta remitió, de que frivolidades como la mía y la de mis amantes eran las que habían traído tanta penuria y muerte a Francia. También me hacía responsable de que nuestra precaria situación financiera no nos permitiera huir con el bolsillo lleno, como habían hecho el resto de sus amigos. Por eso, recibir un día la noticia de que mi padre por fin había recuperado la libertad en Madrid supuso una verdadera fiesta para una pareja que apenas se dirigía la palabra.

— Escribe una vez más a tu tío en Burdeos–me dijo Fontenay levantando la cabeza del libro que fingía leer mientras desayunábamos-. Ahora que tu padre ha sido rehabilitado seguro que contesta a tus cartas; no hay nada como volver a tener un padre rico para ablandar los corazones.

Huir era sin duda la única salida, pero no podía hacerse de la noche a la mañana. Primero había que prepararlo todo, buscar salvoconductos, también estar muy atentos a lo que pasaba en la Asamblea Legislativa para encontrar el momento propicio. ¿Y qué estaba ocurriendo en aquella reunión de patriotas? ¿Qué sucedería con el Rey, ahora que la sangre de los muertos de septiembre comenzaba a pesar como una losa en la memoria de muchos?

El 20 y el 21 de septiembre fueron testigos de la aprobación de dos leyes que iban a marcar la vida de muchos franceses y, en concreto, la de Fontenay y también la mía. El día 20 se aprobó la ley de divorcio; al saberlo, y sin perder un momento, Jean y yo nos acogimos a ella, empezando unos trámites que culminarían a principios de 1793; era lo mejor para los dos. La segunda ley resultaría decisiva no sólo para el ya extinto matrimonio Fontenay, sino para toda Francia. Me refiero a la que daba por abolida la monarquía, instituyendo la Primera República. Hay que decir que entre los actores principales de la nueva escena política había dos antiguos conocidos míos de los que he hablado poco por ser, hasta el momento, personajes secundarios, pero que a partir de la caída de la monarquía comenzaron a acaparar todas las miradas: me refiero a Georges–Jacques Danton y a Maximilien de Robespierre. Con uno y otro había coincidido yo años atrás en nuestro Club de 1789, y de aquellos tiempos sólo guardo recuerdo de su peculiar aspecto físico y de la reacción que tuvieron al conocerme. Habrá quien sostenga que ambas apreciaciones tienen mucho de banal y también de subjetivo, pero yo pienso que, si uno es buen observador, el aspecto físico dice de las personas bastante más que sus palabras. Y en cuanto al impacto que sobre un hombre causa una mujer… bueno, digamos que éste también resulta muy revelador de según qué cosas.

Danton, por ejemplo, era enorme, potente, de voz atronadora y su figura destacaba en las reuniones por encima de todas las demás. Tenía un labio partido y una cicatriz en la nariz consecuencia de haber sido mordido en su infancia por un cerdo. A su aspecto formidable contribuía además el hecho de tener la cara profusamente picada de viruela. Eso no era óbice para gozar del favor de las damas. Le encantaban las mujeres, puedo dar fe, pero también disfrutaba enormemente de la buena mesa y de la buena vida en general; era, sin duda, eso que los franceses llaman un bon vivant.

De Robespierre puede decirse que era en todo su antítesis. Muy delgado, de labios finos y mirada recelosa, vestía siempre de manera elegante, con libreas de seda, a pesar de que su pobreza le obligaba a acompañarlas de medias de algodón. Ya entonces presumía de ser muy virtuoso. Y préstese atención a dicha palabra, porque habrá de ser decisiva en los próximos años. Robespierre era recto e incorruptible y lograría la paradójica hazaña de convertir estas tres loables características en una mortífera maquinaria de represión. Sin embargo, cuando nos conocimos, allá por 1789, dicha virtud se manifestaba tan sólo en una frialdad evidente respecto de las mujeres. Tampoco es que le gustaran los hombres; simplemente digamos que Robespierre tenía otras pasiones distintas de las que anidan de cintura para abajo.

Y en el momento que ahora nos ocupa, es decir, a finales de 1792, dicha pasión se nutría del odio a la monarquía y el deseo, compartido con Marat, Louis de Saint–Just y tantos otros, de procesar al Rey. Sería Saint Just, inseparable amigo de Robespierre y un joven tan bello y fatal como Tánatos, quien un día tomaría la palabra para hablar en la Asamblea. Con un pendiente de oro en su oreja izquierda al estilo de los marinos y el largo pelo castaño suelto sobre los hombros a la moda revolucionaria, expuso con precisión los siguientes argumentos:

— Lo que está en juego–sentenció–no es la culpabilidad o la inocencia del ciudadano Luis Capeto, sino la natural incompatibilidad de alguien que está fuera del corpus político. Del mismo modo que Luis no puede evitar ser un tirano, puesto que no se puede reinar inocentemente, tampoco la República puede evitar eliminarlo.

Luego, usando toda la elocuencia que le daba el ser un poeta y un rapsoda que había venido a París para abrirse camino en el mundo de las letras, exclamó:

— ¡El Rey debe morir para que la República viva!

Esta arenga no era más que el preludio de lo que vendría enseguida. Hubo primero un juicio y, una vez declarado culpable, la Cámara sometió a votación la muerte del monarca, ganando el sí por un estrecho margen. Incluso su primo Philippe, antes llamado duque de Orléans y ahora conocido como Philippe Égalité, se decantó a favor de que lo guillotinaran. Dicen que el Rey, al escuchar la sentencia, se mantuvo sereno. Tan sólo demostró emoción al conocer el voto de su primo, y a continuación pidió tres días para prepararse espiritualmente. La petición fue denegada, pero se le permitió, en cambio, la visita de un cura no refractario de ascendencia irlandesa para que lo oyera en confesión.

Las lentas horas hasta el amanecer del 21 de enero las empleó Luis Capeto en rezar y en releer los últimos momentos de Carlos I de Inglaterra, ejecutado por sus súbditos en el siglo anterior. Cuentan que María Antonieta, por su parte, se enteró de la inminente ejecución de su marido no por boca de sus guardianes, sino por las voces burlonas de los viandantes, que gritaban: ¡Luis va a la Louisette! ¡Luis va a la Louisette!