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En aquellos últimos días de agosto los muros de la casa de mi tío Dominique Cabarrús se habían convertido en silenciosos testigos de ciertas reuniones clandestinas que tenían por objeto intercambiar información sobre los últimos avatares políticos. Olvidadas quedaban ya las escasas semanas en las que, como en mi antigua casa de Fontenay–aux–Roses, sus sólidos muros presumían sólo de ser testigos de flirteos mundanos o arrullos galantes. Los que entre aquellas cuatro paredes nos reuníamos ahora cuidábamos muy mucho de mantener cerradas las cortinas para que la luz no delatara nuestras veladas secretas y procurábamos despedirnos a hora prudente para evitar sospechas. Éramos a veces seis personas, a veces diez, nunca más de eso por precaución. Entre ellas estaban, además de mi tío y su muy silenciosa mujer, varios ciudadanos de Burdeos preocupados por los últimos acontecimientos y en especial por la llegada de aquellos dos nuevos representantes de París.
— ¿Y decís que tenéis referencias de al menos uno de estos individuos? — inquirió el ciudadano Megot, que era terrateniente y comerciante en lanas.
— Sí–respondió el ciudadano Charrier, que se dedicaba a la exportación de vinos y por tanto mantenía tratos frecuentes con París y también con otras grandes ciudades-. Y mis referencias, siento decirlo, no son nada tranquilizadoras. ¿Queréis saber de verdad quién es este Tallien que ahora nos envía la capital para «devolvernos a la obediencia revolucionaria y patriótica»?
Instintivamente todos arrimamos nuestras sillas y el ciudadano Charrier encendió su pipa con parsimonia, consciente de que contaba con la atención expectante de todos los allí reunidos.
— Pues es–comenzó diciendo–un perfecto oportunista que reúne todas las cualidades necesarias hoy en día para medrar en París. Mi cuñado, que vive allí y sabe todo sobre aquellos que empiezan a descollar en política, dice que presume de ser hijo del marqués de Bercy.
— Querido amigo–le interrumpió entonces el ciudadano Alvion, que era armador como mi tío-, ser hijo de un noble no parece la mejor credencial para medrar en el París revolucionario.
— Es que ni siquiera es verdad que sea noble–respondió Charrier-. En realidad es hijo de un criado del marqués, pero el hecho de que éste le hubiera proporcionado estudios hizo pensar a Tallien que tal vez por sus venas corría «secretamente» sangre de los Bercy. Claro que, en cuanto triunfó la Revolución, bien que se empleó él en olvidar a su supuesto y noble padre. Primero se hizo procurador, luego escribiente y más tarde fundó un periódico extremista de nombre L'Ami des Citoyens.
— Un periodista como Marat–intervino Megot al tiempo que fruncía ostensiblemente la nariz-; bendito sea una vez más el nombre de Charlotte Corday. Todos los autores de esos periodicuchos inmundos son gente de pésima calaña que se dedica sólo a fomentar el odio.
— Peor que eso, amigo mío. Aún no os he contado lo más relevante de este tal Tallien. El año pasado, durante las Masacres de Septiembre en París, nuestro hombre ocupaba el cargo de secretario de la Comuna y como tal fue el responsable de gran número de ejecuciones. Pero, no contento con eso, se dice que presenció (algunos dicen incluso que alentó) otras muchas muertes a manos de la turba sin hacer nada por evitarlas. Sea como fuere, lo cierto es que, en premio a tan buenos servicios, poco después lo hicieron diputado de la Convención por el departamento de Seine–et–Oise. Desde su escaño, y distinguiéndose por su violencia en la Cámara (y mirad que es difícil distinguirse por dicho atributo en una asamblea como la de París), llegó a pedir que se prohibiera a Luis XVI tener siquiera abogado defensor durante su proceso. En fin, que toda esta extraordinaria hoja de servicios culminó poco más tarde con su nombramiento como representante del Comité de Salvación Pública en Tours, con la encomienda de acabar allí con los girondinos…
— ¡Igual que pretenderá hacer aquí! — volvió a interrumpirle con vehemencia Megot-. ¡No podemos permitirlo! Los ciudadanos de Burdeos tenemos todos que…
— Dejad que termine Charrier–terció mi tío viendo que los ánimos se iban caldeando en exceso y sin duda preocupado por que la reunión se alargase más allá de lo que la prudencia aconsejaba.
— Sí–continuó Charrier mientras volvía a encender parsimoniosamente su pipa como si no fuera tarde, como si no temiera ser descubierto por los representantes del Comité de Salvación Pública con imprevisibles consecuencias-. No os quepa duda, la misión que traerá a este Tallien hasta aquí será el deseo de los jacobinos, que ahora ostentan el poder en la Convención, de acabar con los girondinos, que son los que mandan en las provincias y por tanto resultan una amenaza. En Burdeos son pocos los jacobinos y menos aún los sans–culottes, pero seguro que tanto Tallien como su compañero Ysabeau se han estado carteando con ellos desde hace meses para saber qué está pasando en nuestra ciudad. Apuesto a que ya les han informado de que Gaudet, Pétion, Buzot y otros girondinos desterrados se esconden aquí con la anuencia de la Comisión Popular de Burdeos.
— Lo mejor sería organizar una resistencia, no nos podemos dejar doblegar por París ni por esos sanguinarios jacobinos y estoy seguro de que la mayoría de los bordeleses son de mi opinión.
— Sí, amigo mío, pero otros muchos piensan que sería preferible llegar a un arreglo con la Asamblea y no correr riesgos–intervino Charrier-. ¿Acaso no sabéis las últimas noticias de lo que está pasando por ejemplo en Lyon? Allí los representantes de París han hecho público un decreto según el cual, y cito textualmente: «La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por ricos, destruida, quedando en pie sólo las casas de los pobres y las viviendas de los patriotas asesinados». Sí, amigos míos, eso dice tal decreto, una copia del cual me ha hecho llegar mi socio lionés. Leed, ved cómo acaba.
Charrier pasó entonces el papel que tenía en la mano a mi tío Dominique y éste leyó: «Así, el nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República y todas las facciones políticas serán abolidas».
Nos miramos sin saber qué decir y por fin el señor Megot se atrevió a preguntar:
— ¿Pero qué os hace pensar que aquí ocurrirá lo mismo?
— El simple hecho de que en Burdeos existen nada menos que veintiocho facciones políticas distintas y nadie se pone de acuerdo sobre qué actitud tomar. Unos abogan por abrir las puertas a los representantes de París sin ejercer oposición; otros, por hacerles frente; muchos, por pedir ayuda a ciudades próximas y resistir juntos… Sin embargo, yo creo que lo mejor de todo sería esperar a que entren y ver qué pasa, al menos durante unos días. Existe un dato muy importante que puede estar a nuestro favor: este tal Tallien es tan corrupto como vanidoso. Por lo visto, en Tours dio rienda suelta a sus violentas pasiones escandalizando a toda la ciudad con sus orgías. Pero, al mismo tiempo, dio rienda suelta también a otro tipo de pasiones que lo hacen más «accesible», digamos, como su ansia por el dinero. Siendo así, estamos ante un tipo que es fácil de comprar. Todo el mundo sabe que en Tours traficaba con salvoconductos y con pasaportes vendiéndolos a precio de oro a las pobres gentes que deseaban desesperadamente huir de las matanzas. También se sabe que instauró fructuosas relaciones con los jefes realistas, lo que demuestra que es un hombre más que venal. Conocer de qué pie cojea el enemigo es sumamente útil a la hora de vérselas con él.
***
Yo, por mi parte, escuchaba estas conversaciones tal como hacíamos entonces todas las mujeres que deseábamos estar enteradas de lo que ocurría: en silencio y fingiéndome entregada a alguna tarea mujeril como bordar o servir té a los invitados, pero con los oídos bien abiertos. Debo decir que la mención del nombre de Tallien no significó nada para mí la primera vez que lo escuché de labios de los amigos de mi tío. Sólo lo había oído en una ocasión y en circunstancias tales que no lo recordaba en absoluto. Tampoco pude reconocerlo el día en que llegó a la ciudad porque no acudí a ver su entrada, y eso que, según todas las crónicas, fue de lo más espectacular y gozó de todos los ingredientes de teatralidad tan del gusto revolucionario. Según me contaron más tarde, Tallien y su compañero Ysabeau irrumpieron en la ciudad precedidos de tres regimientos de infantería: mil quinientos hombres al mando del general Brune, gran amigo de Danton. Éste encabezaba el cortejo y detrás de él, en carruaje descubierto, viajaban los tan temidos representantes en misión. Tallien e Ysabeau destacaban por la pomposa brillantez de sus uniformes. Ambos lucían ancho pantalón blanco y chaqueta azul con banda roja, botas altas y, en la cabeza, el característico sombrero revolucionario en pico con la escarapela tricolor. Pero lo más notable según los curiosos era la larga cabellera ondulada de Tallien, entre la que brillaban unos gruesos pendientes de oro al estilo de las Antillas.
La comitiva penetró en la ciudad a través de una brecha ya existente en las murallas, escenificando así una romana y muy triunfal entrada, como si la brecha la hubieran abierto ellos. Se cuenta también que los pocos jacobinos de la ciudad se esforzaron, con sus manifestaciones de júbilo, en dar la impresión de que se les dispensaba un recibimiento caluroso. Pero ni ellos ni los recién llegados lograron engañar a nadie. La mayoría de las ventanas de Burdeos permanecieron significativamente cerradas durante el paso de la comitiva, y si no hubo resistencia armada, desde luego tampoco hubo el menor gesto de simpatía.
Una vez instalados en el antiguo gran Seminario, ahora llamado más acorde con los tiempos Maison Nationale, la primera orden emitida por los emisarios de París dio a los bordeleses buena idea de cuál sería su línea de actuación. Comenzaron por repartir entre los ciudadanos unos afiches que cada familia estaba obligada a pegar en su casa en lugar bien visible. En ellos, y escrito en el papel oficial del Comité, con su reborde tricolor, podía leerse el siguiente lema: Liberté, égalité, fraternité… ou la mort. junto a esta inscripción era obligatorio, además, colgar otro papel aún más inquietante: uno en el que figurasen los nombres de todas las personas que allí vivían, para que nada ni nadie pudiera escapar a la vigilancia revolucionaria.
***
Fechas tan inciertas no recomendaban, según palabras de un sabio compatriota mío, hacer mudanza, y sin embargo fue por esos días cuando yo abandoné la casa de mi tío Dominique. Un dinero que mi padre me había hecho llegar y ese sabio proverbio español que aconseja no estirar demasiado la hospitalidad ajena comparando a los huéspedes con el pescado, me decidió a hacerlo. Me instalé por tanto en un petit hotel de nombre Franklin cercano al bulevar de los Jardines Públicos y con una hermosa vista. Mi alojamiento constaba de un par de habitaciones espaciosas y muy soleadas, y en uno de los balcones, como si de un buen presagio se tratara, crecía una planta de naranjo. Este detalle, que me recordó de inmediato mi lejana casa de Carabanchel, fue decisivo para elegir dicho acomodo, y allí me trasladé con mi fiel Frenelle y el pequeño Théodore.
Tío Dominique iba a visitarme todas las mañanas. Creo que echaba de menos mi compañía. También lo hacían, según él, sus amigos Charrier, Megot y los demás, que continuaban reuniéndose para comentar en voz baja los últimos avatares políticos. Decían ellos que la calma que se había producido tras la llegada de los representantes de París no presagiaba nada bueno, sino más bien todo lo contrario. Con seguridad, ambos individuos estaban esperando nuevas instrucciones de París para empezar a actuar y éstas no podían demorarse más de un par de días. Por espías cercanos a los representantes en misión, el señor Megot se había enterado, por ejemplo, de que Tallien acababa de escribir una carta a Robespierre en la que auguraba que «la regeneración de Burdeos sería uno de los acontecimientos más felices para la República». Lamentablemente para todos nosotros, muy pronto sabríamos en qué consistía tanta «felicidad».
La primera demostración la tuvimos diez días después de la llegada de Tallien e Ysabeau. Fue una mañana de otoño ya cercana al invierno y recuerdo que ese día Frenelle regresó del mercado muy acalorada a pesar de la inclemencia del tiempo.
— Teresa–me dijo, y yo inmediatamente levanté la vista de mi labor de aguja porque, salvo durante los ya lejanos días en París, cuando el peligro en las calles aconsejaba utilizar tan sólo nombres de pila, ella nunca me llamaba así-. Acabo de verla: está en la antigua plaza del Delfín, esa que ahora llaman plaza Nacional.
— ¿A quién te refieres, Frenelle?
— A la guillotina, madame–repuso ella, volviendo a utilizar el apelativo con el que habitualmente solía dirigirse a mí-. Es más grande incluso que la de París, con su plataforma móvil, sus dos postes erectos, un cepo para ajustar bien el cuello y luego la misma cuchilla triangular…
— No es posible–repuse yo, sabiendo de sobra que el comentario era retórico; pero en tiempos difíciles lo retórico se vuelve, hélas!, nuestro único refugio-. ¿Qué se comenta en las calles, Frenelle?, ¿qué dicen las buenas gentes?
— Ay, madame, ¡se dicen tantas cosas! Que si los jacobinos bordeleses, esos traidores, han recibido a los representantes de París con gritos de «¡Viva la Montaña!». Que si desde entonces los tipos de París han estado trabajando en silencio para crear un nuevo tribunal revolucionario al que llaman Comité de Vigilancia. Y, por lo visto, éste no se diferencia en nada del Comité de Salvación Pública que en París dicta su ley jacobina y revolucionaria. Dicen también que mañana mismo se hará pública la llamada ley de sospechosos, que permitirá detener a todos aquellos que por su conducta, sus relaciones o simplemente por sus palabras parezcan sospechosos de ser enemigos de la libertad. Esto afectará no sólo a los que puedan ser realistas, sino también a los extranjeros como vos, madame. Y hasta una pobre mujer poco cultivada como yo sabe lo que eso significa. Volverá a pasar aquí lo mismo que ya vivimos en París: las denuncias, las detenciones, las muertes. ¿Qué será de nosotras ahora sin al menos el amparo de un hombre que nos proteja? ¿No podríais escribir a vuestro antiguo marido, madame? ¿Pedirle que os reclame desde las Antillas? ¿Suplicarle que nos lleve con él?
La sola idea era descabellada. Yo no sabía una palabra de Jean–Jacques desde hacía meses y ni siquiera deseaba que se pronunciara su nombre, sobre todo delante del niño, ahora que por fin había dejado de hablar de él.
— Qué tonterías dices, Frenelle. ¿Acaso no me crees capaz de cuidar yo sola de nosotras y de mi hijo?
Frenelle no respondió. Por supuesto que no me consideraba capaz de tal hazaña. Dos mujeres de apenas veinte años con un niño, una de ellas extranjera–aristócrata, además, según los cánones de la Revolución-, la candidata perfecta por tanto a ser detenida de acuerdo con esa recién pergeñada ley de sospechosos. Naturalmente, siempre contaba con la posibilidad de volver a casa de mi tío Dominique en busca de ayuda o incluso de asilo, pero los acontecimientos a partir de ese momento comenzaron a sucederse de modo tan veloz que se produjo en mí y también en toda la ciudad de Burdeos una especie de calma aterrada e hipnótica igual a la de un insecto que se sabe atrapado en una telaraña y que sólo espera, con una mezcla de fascinación y parálisis, la llegada de lo inexorable.
***
Así, un día, la hoja de la Louisette instalada en la plaza Nacional, justo delante de la ventana de los representantes de París, se izó muy lentamente y, a partir de ese momento, ya no paró de caer una, otra y otra vez sobre los habitantes de la ciudad de Burdeos. Funcionaba día y noche. «¡La sangre de nuestros hermanos derramada desde el principio de la Revolución clama venganza!», decían los representantes de París mientras comenzaban a rodar las primeras cabezas. Monsieur Lavau Gayon, jefe de la administración de Marina, tuvo el dudoso honor de iniciar la lista de decapitados bordeleses. El diputado Biroteau fue el segundo, seguido por Girey–Dupré, periodista. Al cuarto, el muy querido alcalde de la ciudad, el señor Saige, se le dispensó un raro honor: someterlo a juicio sumarísimo. Su crimen era ser considerado un hombre rico. Dicen que al subir al cadalso el viejo caballero miró con desprecio a sus verdugos y luego, sacando de su bolsillo un bello reloj cuajado de brillantes, se lo entregó a Tallien, representante del pueblo y delegado del virtuoso Robespierre, diciendo: «Prefiero entregaros en propia mano lo último que me queda de todo lo que me habéis robado. Tened».
A continuación de Saige vinieron otros aristócratas seguidos de varios banqueros, y a partir de ahí la guillotina se volvió menos elitista, más… popular en el más terrible sentido del término. Así, fueron desfilando bajo su acero personas de toda edad, sexo y condición: curas refractarios, tenderos, modistas, artesanos, comerciantes, parteras, todos detenidos gracias a la ley de sospechosos. La ley decía lo siguiente: «Son reputadas personas sospechosas aquellas que por su conducta, relaciones, palabras y escritos se hayan mostrado partidarias de la tiranía o el federalismo y los enemigos de la libertad. Aquellos que no puedan justificar sus medios de existencia y el cumplimiento de sus deberes cívicos; aquéllos a los que se les haya rehusado el certificado de civismo; los funcionarios destituidos o suspendidos por la Convención; los anteriormente miembros de la nobleza y también los maridos, esposas, padres o agentes de los que hayan emigrado entre julio del 89 y mayo del 92, aunque hayan vuelto a Francia…».
Las razones para ser detenido eran, como se ve, multitud, y en Burdeos puede decirse que prácticamente toda la población estaba comprendida en alguno de los apartados de dicha ley. Porque ésta no sólo castigaba a los federalistas, es decir, a todos los habitantes de las provincias desafectas contra los que se hizo la famosa declaración de que la República era única e indivisible. También castigaba a los tibios, a aquellos que no habían enarbolado las picas para defender a los extremistas y a sus representantes más encarnizados, a cualquiera, en suma, que despertara la sospecha de los jacobinos de París.
Personalmente, la ley me alcanzaba por varias razones, a cual más grave para aquellos guardianes de la fe revolucionaria. En primer lugar, por haberme trasladado de París a un lugar tan señaladamente federalista como Burdeos. En segundo, por ser ex marquesa de Fontenay y, aunque podía argumentarse que ahora estaba divorciada, una disolución de matrimonio tan apresurada como la mía, hecha pública unos días antes de nuestra fuga de París, era más que sospechosa. Además, mi antiguo marido había sido nada menos que consejero del Rey y, para colmo, ahora se encontraba exiliado en las Antillas, desde donde resultaba evidente que no iba a desarrollar una encendida propaganda de Robespierre y de los jacobinos. A todos estos elementos en mi contra había que añadir uno más e igualmente grave: mi condición de extranjera. De española y quién sabe si también de espía, porque, ¿acaso no era mi padre un posible masón y además consejero del Rey de España? ¿Y acaso no era éste un Borbón, al igual que el guillotinado Luis XVI, quien se sentaba en el trono de España, nación que, para más escarnio, había lanzado sus huestes contra Francia junto a otras potencias extranjeras?
Sola, divorciada, extranjera y espía… con estos atributos me enfrentaba yo a la nueva situación reinante en toda Francia.
CONOCIENDO AL ENEMIGO
De la alegre ciudad que yo había conocido unos meses atrás no quedaba ya más que el recuerdo. En Burdeos, una de las regiones más ricas de toda Europa, se pasaba hambre y, sobre todo, reinaba el miedo. Al caer la noche, las puertas se cerraban y la gente en sus casas se dedicaba a escuchar atemorizada el paso rítmico de la ronda temiendo el momento en que ésta se detuviera ante su umbral. Cuando ello ocurría, todos conteníamos la respiración, ensayábamos una plegaria y luego, al comprobar que los aldabonazos sonaban no en nuestra puerta sino en la del vecino, lanzábamos un suspiro de alivio. No puede decirse que fuera ésta una actitud ni edificante ni digna de buenas personas, pero, qué caramba, eran tiempos difíciles y lo que entonces primaba no era la bondad, sino el sálvese quien pueda.
Además de aquellas visitas nocturnas que significaban casi con toda seguridad la muerte en la guillotina, menudeaban otras destinadas a la búsqueda de objetos que delatasen lo que entonces se llamaba «el ambiente antirrevolucionario de los hogares». En casos así, los miembros del tan temido Comité Revolucionario de Vigilancia creado por Tallien no desaprovechaban la ocasión de incautar de paso alguna que otra «prueba irrefutable», siempre en forma de objeto de gran valor. Otro modo de proceder, utilizado por ejemplo por el nuevo alcalde afecto a los representantes de París, era obligar a los ciudadanos al pago de entre mil quinientos y mil ochocientos francos a cambio de un certificado de civismo necesario para evitar sufrir «visitas» nocturnas.
También las costumbres y hasta la moda se vieron afectadas por la nueva situación política, y, así, la vestimenta habitual de los bordeleses reflejaba tanto temor: ahora todos procurábamos vestir al modo revolucionario, inspirado en el atuendo de los sans–culottes y en los colores de nuestra bandera. El fervor patriótico llegaba a tal punto que, quien podía costeársela, lucía una brillante botonadura con la inscripción «Vivir libre o morir», o una pequeña guillotina de plata colgada al cuello como antaño llevábamos una cruz cristiana. Aun así, no era suficiente con parecer afín a los representantes de París, también había que demostrarlo con hechos, por lo que las delaciones estaban a la orden del día. Es triste decirlo, pero muchas veces el único salvoconducto para evitar la cárcel o la guillotina era traicionar a un vecino, a un amigo, a un hermano.
Sin embargo, como ya sabemos, si los tiempos difíciles hacen aflorar lo peor del corazón humano, también logran que brille lo mejor de él, y dicha circunstancia parecía conocerla bien Jean–Lambert Tallien. Muy pronto reparó en que, aunque los jueces que dictaban las sentencias eran forasteros traídos por los representantes de París, las personas de buen corazón siempre lograban encontrar medios de interceder de una forma u otra a favor de los perseguidos. Y Tallien, a pesar de sus escasos veinticuatro años (o tal vez debido precisamente a ello), sabía que las más insistentes, las más pertinaces abogadas de la desgracia ajena eran–o mejor debería yo decir «son» — siempre las mujeres. De ahí que, a las pocas semanas de su llegada, dictara el siguiente y curioso bando:
«Toda ciudadana o cualquier otro individuo del sexo que sea que acuda a solicitar algo a favor de los detenidos o a fin de obtener algún beneficio para ellos será considerado y por tanto tratado como sospechoso».
Dicho esto tal vez sorprenda al lector saber que muy poco después de hacerse público este bando, el ciudadano Tallien recibió una carta escrita de puño y letra de la ciudadana Teresa Cabarrús, ci–devant marquesa de Fontenay, en la que solicitaba
clemencia para Juan Cabarrús, primo mío y sobrino muy querido de mi tío Dominique, que se encuentra injustamente detenido en el castillo de Lagrange, cerca de Saint–Julien.
Y, no contenta con esta petición, añadía yo esta otra: