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¿Qué pensaría Tallien al recibir una carta que tan evidentemente contravenía sus órdenes? Lo normal en este caso habría sido actuar de inmediato contra tan osada ciudadana que se permitía, para colmo, firmar como ci–devant marquesa de Fontenay. Aun así, lo cierto es que, al leerla, lo único que hizo el implacable y todopoderoso représentant en mission de París fue desear entrevistarse inmediatamente con su autora. ¿Qué pudo ser lo que lo empujó a ello? ¿Sería tal vez la forma en que estaba redactada dicha súplica, o el modo encarecido en que yo abogaba por la vida de mi primo? ¿O quizá fueron los tristes detalles que incluía la misiva más adelante sobre la salud del pequeño hijito de madame Boyer–Fonfredé? Cabe la posibilidad también de que un par de lágrimas que de forma sensible–o mejor dicho, estratégica–maculaban la epístola fueran las que obraran el milagro. Sin embargo, yo me inclino a creer que la razón hay que buscarla en otro dato que no estaba escrito con tinta (ni con lágrimas). Me refiero a la osadía de una mujer de dirigirle una carta directamente a él, después de que hubiera hecho público aquel bando por el que explícitamente prohibía las peticiones femeninas de clemencia so pena de ser sus autoras arrestadas. Audaces fortuna juvat, la fortuna favorece a los audaces, he aquí un latinajo de los muchos que gustaba repetir madame de Staël antes del diluvio y al que, con su pomposidad habitual, solía añadir: «Sí, querida Thérésia, te lo aseguro, nada hay tan cierto: el paraíso es siempre de los osados».
Yo, por mi parte, que nada sé de latinajos y bellas frases, me atrevería a añadir ahora algo más a esta idea: si el Edén es de los osados, este valle de lágrimas es sin duda de los temerarios, sobre todo en tiempos revueltos.
Posiblemente se pregunte también el lector si existía alguna razón, además de la osadía, para suponer que aquella carta no entrañaba para mí peligro alguno. Ciertas historias románticas que corren por ahí sostienen que no temí dirigirme a él porque mi camino y el del ciudadano Tallien se habían cruzado ya con anterioridad y estaba segura de que él no había logrado olvidarme. He oído comentar también que algunos aluden a un primer y ya lejano encuentro en el taller de la célebre pintora Vigée–Lebrun, retratista de María Antonieta, mientras ésta me pintaba un retrato. Según dicha bonita versión, yo me encontraba desnuda sobre una rústica cama de paja seca, cubierta apenas por una fina muselina muy al estilo pastoril de antes de la Revolución, cuando Tallien vino a entregar unos papeles en su entonces calidad de chupatintas u oscuro mozo de imprenta. Otras versiones sostienen que nos habíamos conocido antes del 89 en casa de mi amante Alex Lameth en una situación harto comprometida, que él habría espiado por la ventana en su calidad de criado o lacayo del marqués de Bercy. Hay quien afirma, por el contrario, que todo comenzó de modo muy patriótico, con el Club de 1789 como escenario, durante un discurso de Mirabeau. Confieso que, a lo largo de mi dilatada vida y según las circunstancias, yo misma he alentado la veracidad de unas y otras versiones, porque como dice un dramaturgo al que mucho admiro, ser exacta en los datos galantes no conviene: da la impresión de que una es demasiado calculadora. Sea como fuere, ahora sí puedo contar la verdad, que tal vez no sea tan novelesca como las otras versiones que corren por ahí, pero que es, en cambio, muy reveladora, pienso yo, de la conducta masculina en lo que a temas amorosos (¿o debería decir simplemente carnales?) se refiere.
Tallien no me conocía con anterioridad. A pesar de que habíamos coincidido a la sombra de la cercenada cabeza de la princesa de Lamballe, él no alcanzó a verme, escondida como estaba en el fondo de mi carruaje abrazada al cuerpecito enfermo de mi hijo Théodore. Lo que sí le habían llegado, tal como me confió más tarde, eran noticias de la presencia en Burdeos de une trés belle espagnole de la que había oído hablar mucho en París, de modo que, al recibir carta suya, decidió mandarla llamar. Que el hombre más poderoso de la ciudad se crea, como dicen en España, con derecho de pernada sobre una ciudadana indefensa entra dentro de lo habitual; pero, como también dicen en mi tierra, ocurre a veces que el alguacil acaba alguacilado y el burlador burlado, sobre todo cuando el dios Eros anda por medio…
Cuando a instancias suyas fui conducida a la Maison Nationale, procuré que nada delatase el menor síntoma de temor. Muy pronto descubriría que no había razón para ello. En cuanto tuve delante al ciudadano Tallien, instantáneamente me di cuenta del efecto que mi persona ejercía sobre él.
AMOR A PRIMERA VISTA
Tengo para mí que los hombres, a diferencia de las mujeres, son capaces de amar sin conocer apenas a la persona que aman. El coup de foudre (bonito término francés que significa «herido por el rayo») es sin duda más frecuente en hombres que en mujeres, y cuando hiere, resulta irresistible, irreversible y muchas veces también letal. Una rara enfermedad para la que no hay cura. A nosotras, féminas, todo esto nos resulta a veces difícil de comprender, puesto que somos más reflexivas y ponderadas en estos asuntos y no nos dejamos arrastrar por según qué instintos que tanto nublan las entendederas. Sin embargo, incluso las que, como yo, nunca hemos sido heridas por el rayo, somos capaces de identificar muy tempranamente en el contrario los síntomas de tal desvarío. Y entonces, cuando comprobamos que nuestro dardo o puñal ha hecho diana en su débil corazón, sabemos bien cómo retorcerlo en la herida. Porque aun a riesgo de que el lector o mi hija María Luisa me tachen de inmisericorde, no me importa aseverar que hay cosas que hasta una niña impúber conoce y de las que pronto aprende a sacar provecho. Como, por ejemplo, que no existe en este mundo criatura tan vulnerable (y por tanto manipulable) como un hombre que se enamora a primera vista.
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— Ganas tenía de conocerte, ciudadana Cabarrús. Tus desvelos por ciertos vecinos de la ciudad de Burdeos llevan camino de hacerse más famosos aún que tus bellos ojos–me dijo el ciudadano Tallien después de que un sans–culotte cerrara la puerta dejándonos solos en su despacho de la Maison Nationale-. ¿A qué se debe esta temeraria petición tuya intercediendo por dos enemigos de la República?
— Enemigos no, ciudadano, víctimas–respondí-. En realidad, ésa es la razón por la que me he atrevido a escribir. Quería darte a conocer de primera mano sus casos–dije recurriendo yo también al fraternal y tan revolucionario tuteo-. Nuestra madre la República no debería crecer sobre los cadáveres de sus mejores hijos, sino sobre el sólido y fértil suelo de la justicia. Y para que esto sea posible, resulta primordial separar el grano de la paja, la mies de la cizaña.
La habitación en la que nos encontrábamos daba directamente a la plaza en la que estaba instalada la guillotina. Mientras departíamos, pude comprobar cómo, por la ventana abierta, llegaban hasta mis oídos las bravatas y bromas de los sans–culottes encargados de limpiar la sangre de las ejecuciones de las primeras horas de la mañana. Eran carcajadas y frases que ahora se entremezclaban extrañamente con mi discurso.
— … y aquel pobre tipo, antes de subir los peldaños, intentó comprarme con una medalla de oro que escondía en la boca… — fue la frase que oí mientras terminaba de pronunciar la mía, pero aun así no me tembló la voz y logré añadir:
— Firmeza, sí, pero también clemencia, ciudadano Tallien, eso es lo que Burdeos espera de un gran patriota como tú.
Por segunda vez pude oír las carcajadas de los verdugos, y ya empezaban a temblarme las piernas cuando me di cuenta de que Tallien no escuchaba ni sus voces ni posiblemente tampoco la mía. En sus ojos se adivinaba esa mirada masculina tan característica y algo extraviada que delata que no es la elocuencia de los labios femeninos sino los propios labios los que logran ablandar las voluntades. Aunque me tranquilizó descubrirlo en él, decidí recurrir una vez más a la retórica grandilocuente entonces tan en boga para convencer al ciudadano Tallien de por qué era favorable a su causa mostrar, de vez en cuando, piedad.
— Porque la justicia, que es nuestra luz y nuestra guía, no sería tal si, entre tantas y muy merecidas condenas a muerte, tu amor por la libertad, ciudadano, no reconociera algún caso que merezca clemencia y perdón.
Una vez más mis palabras volvieron a entremezclarse con las risas que subían del cadalso, y si Tallien no parecía reparar en dicha circunstancia, yo en cambio era cada vez más consciente de ello. Por eso, en vez de detenerme, continué hablando. Tenía la sensación de que si callaba, las risas, y sobre todo las voces de la plaza, acabarían por ahogar el efecto de las mías.
— ¡Ja, ja!, de un zarpazo le arrebaté la inmunda medalla de la boca, ¡maldito aristócrata! Allá estará en el infierno, pudriéndose sin protección de sus venerables santos cristianos–decía ahora una de aquellas voces, y yo, decidida a jugarme el todo por el todo, alargué una mano en dirección a Tallien, aunque sin llegar a tocarle, mientras decía:
— Porque tu muestra de clemencia, ciudadano, hará no sólo que los culpables sean aún más culpables, sino que tu nombre brillará con grandes letras en el corazón de esta ciudad que gracias a ti está regresando a la obediencia revolucionaria.
Ya no volvieron a oírse aquellas temibles voces y eso me permitió observar mejor al ciudadano Tallien calibrando el efecto que mi presencia ejercía sobre él. ¿Quién dijo eso de que más elocuencia tienen un par de bellos ojos que todos los sabios de Grecia? Tampoco lo sé, pero no le faltaba razón. A tenor del modo en que Tallien me observaba, dudo mucho de que fueran mis revolucionarias frases las que dibujaban en sus labios aquella sonrisa trémula, o las responsables de la nerviosa agitación de sus rodillas bajo la mesa, o de la transpiración que perlaba una frente tan reputadamente fría. Procuré observarle con más detenimiento aún. Era de mediana estatura y complexión robusta. Si por sus venas corría, tal como decían algunos, sangre de los Bercy, ésta no se manifestaba en sus facciones, que era toscas; tampoco en sus manos, demasiado rudas, ni en su porte vulgar. Sus ojos, en cambio, eran cosa muy distinta. No tenían una profundidad especial, pero estaban enmarcados por unas cejas oscuras y muy bellas. Este contraste desconcertante con el resto de su persona se completaba, además, con otro elemento notable: una larga cabellera castaña que caía suelta y rizada sobre sus hombros. Vestía, como era de esperar, al modo revolucionario: pantalones anchos, casaca corta y banda tricolor; sin olvidar, por cierto, el detalle tan actual de lucir arete de oro en su oreja izquierda, moda tomada, según tengo entendido, de los marineros que lograban cruzar con éxito la línea del Ecuador. Otro dato más llamó mi atención: las joyas que lucía. Sus dedos estaban cuajados de anillos con grandes piedras y sobre su vientre podía verse una leontina de la que colgaba un magnífico reloj. ¿Sería éste el mismo que nuestro amado alcalde Saige le entregara al pie de la guillotina para demostrar en público que sabía de sus venalidades y de sus robos a otros condenados?
— Bueno, ciudadana, ¿debo entender entonces que tú vas a ayudarme en la tarea de elegir a quién debo librar de la hoja de la guillotina? ¿Tendré acaso que consultar de ahora en adelante contigo para saber quiénes son los que merecen mi clemencia y quiénes no? Si es así, deberíamos vernos más a menudo. ¿Dónde vives?
La pregunta respondía más al campo del cortejo galante que al de la información. De sobra sabía el jefe del infausto Comité de Vigilancia cuál era la dirección de la ciudadana Cabarrús, puesto que, como ya he dicho, junto al cartel con el consabido lema de «libertad, igualdad, fraternidad… o muerte», que cada familia debía clavar en la puerta de su casa, era obligatorio exhibir una lista de sus moradores para agilizar el conteo y también las posibles detenciones. Aun así, con mi mejor sonrisa le facilité el dato que me pedía, rogándole que viniera a verme cuando él deseara. «Para mí será un gran placer recibir en mi casa al salvador de Burdeos», dije, y me odié por ello. Nunca hasta el momento, ni siquiera bajo circunstancias tanto o más difíciles que ésta, había tenido que recurrir a la hipocresía ni al incienso tan descarado de llamar a un asesino salvador de los ciudadanos. Sin embargo, debo reconocer que, una vez que comprobé el sorprendente efecto de ambos en mi nuevo «amigo», comencé a usarlos sin sonrojo. Porque, al fin y al cabo, ¿quién es más ruin?, ¿el que utiliza con exceso la lisonja y el ditirambo o el fatuo que se deja tan burdamente adular?
LA MUERTE SE VISTE DE MUCHOS TRAJES
Para comprender bien los importantes sucesos históricos que se avecinan creo que sería oportuno explicar someramente lo que estaba pasando en otras ciudades de Francia cuando Jean–Lambert Tallien se introdujo en mi vida o, mejor dicho, yo me introduje en la suya. Como ya sabemos, al ver que las provincias se resistían a su autoridad, París había mandado a diversos représentants en mission para someterlas. Hablo de ciudades como Lyon, Nantes, Marsella y tantas otras. A pesar de los expolios, a pesar también de las detenciones y de las muchas condenas a muerte dictadas por Tallien e Ysabeau, Burdeos fue una ciudad afortunada si la comparamos con lo que estaba ocurriendo por esas mismas fechas en otras villas; como Marsella, por ejemplo, ahora rebautizada por sus representantes en misión con el epíteto de «la ciudad sin nombre» por sus pecados. O como Lyon, que tuvo por verdugo máximo a Joseph Fouché. Allí, los sans–culottes se vanagloriaban de que treinta y dos cabezas rodaban cada veinticinco minutos. Sin embargo, como este método de aniquilación resultaba muy lento y los vecinos de las calles adyacentes a donde estaba situada la guillotina se quejaban de que la sangre obturaba los desagües, se decidió recurrir a otro método más expeditivo. En la Plaine des Brotteaux, grupos de hasta sesenta prisioneros fueron atados en fila y cañoneados a corta distancia. A los que sobrevivían a aquella orgía de cuerpos horriblemente mutilados se los remataba a bayoneta para no malgastar munición.
El ahorro de munición era primordial, puesto que debía reservarse para ser utilizada en los distintos frentes que Francia tenía abiertos contra las potencias extranjeras. Por esta razón, los representantes de París empezaron a pergeñar otras formas de ajusticiamiento en masa contra la población civil. En Nantes, por ejemplo, se inventaron las llamadas «deportaciones verticales» o «bautizos revolucionarios». Éstos consistían en apiñar en barcazas a flote en el río Loira a un buen número de prisioneros maniatados y cargados de cadenas para luego agujerear las naves y observar cómo los desventurados se hundían entre gritos de súplica. Previamente a estos «bautizos» se había aligerado a las víctimas de todas sus pertenencias, incluida la ropa que llevaban puesta. Así, el hecho de que se les ahogase desnudos acabó inspirando otro tipo de martirio, llamado esta vez «matrimonios republicanos», que consistía en atar desnudos y frente a frente a jóvenes de distinto sexo para ver cómo se hundían abrazados hasta morir. Las cifras de los que perecieron de este modo varían mucho, pero se estima que fueron no menos de dos mil, y muy posiblemente la cifra alcance los cuatro mil.
Como antes he señalado, en Burdeos los asesinatos en masa no fueron tan terribles como en otras ciudades. De los dos representantes en misión enviados por París, el que más fama de sanguinario se granjeó en un principio fue Tallien, pero los bordeleses no tardaron en darse cuenta del peligro que escondía su otro socio, el más austero y taimado Claude–Alexandre Ysabeau, antiguo monje capuchino. Puede decirse que uno y otro eran como la noche y el día. El primero, exuberante, voluptuoso y fácilmente sobornable, tenía al menos debilidades humanas, lo que le hacía parecer más accesible y también, por qué no, más atractivo. El otro, en cambio, presumía de emular a Robespierre. Y emular al hombre más poderoso y temido de Francia en ese momento pasaba por fingirse incorruptible, virtuoso y, por supuesto, completamente inmune a los encantos femeninos, o por lo menos a los míos. No soy mujer que suela perder el tiempo intentando seducir a quien no lo desea. Por eso, después de mi primera entrevista con Tallien, cuando ya me marchaba, éste me presentó brevemente a su compañero y después de ensayar con él parecidas lisonjas a las que había usado con el primero no logré arrancarle ni una palabra, desistí cambiando mis sonrisas por desdén. «¿Qué importa–me dije al salir de la Maison Nationale–que aquel feo y resentido Ysabeau vuelva su cara al verme si yo cuento con la admiración del hombre más importante de Burdeos?».
PRIMERAS CITAS
Al día siguiente de nuestra primera entrevista en la Maison Nationale, el ciudadano Tallien visitó a la ciudadana Cabarrús. Lo hizo al caer la tarde, sin escolta y embozado en una larga capa, con la precaución propia de quien, apenas un par de semanas antes, había escrito la siguiente nota patriótica alertando a los hombres a su servicio de los peligros que entrañaban las amistades femeninas:
«Y por la presente se hace saber que los más severos actos de justicia deben caracterizar cada paso de los representantes del pueblo y sus servidores. Para ello deben cerrar sus oídos a toda forma de solicitación por parte de esa porción de la población llamada las mujeres, para quienes la seducción es su primer (y muchas veces único) don natural».
Mucho debía de gustarle al représentant en mission Tallien mi primer (y quién sabe si único) «don natural» para arriesgar tanto con sus visitas. Visitas, por otro lado, que al menos en esta primera etapa de nuestra relación que me dispongo a narrar fueron tan castas como nadie podría suponer. Mis buenos convecinos no contaban, como es lógico, con dotes adivinatorias, y durante ese corto espacio de tiempo, cuando yo salía con mi pequeño Théodore a algún recado o a tomar el aire, en sus mal disimulados codazos y cuchicheos resultaba muy sencillo leer lo que secreteaban: «Mirad–decían-, es la ci–devant, marquesa de Fontenay, que acaba de convertirse en amante de Tallien…». «¿De ese asesino?». «¿Qué pensará de esto su buen tío Dominique?». «¿Cómo es posible que una mujer tan exquisita como ésta tenga tratos con semejante patán?». «¡Oh, amigo mío, es que la Revolución y el Terror hacen extraños compañeros de cama!».
Piensa mal y acertarás, dice un adagio de mi tierra, y sin embargo, como bien sabemos todos cuando nos ha tocado ser calumniados alguna vez, no siempre es cierto. Y en este caso la verdad es que, al menos durante la primera semana de nuestra relación, el sanguinario Jean–Lambert Tallien, representante de París y pieza clave del Comité de Vigilancia, se conformó con visitar mi casa todas las tardes y… mirarme. Sí, así es. En silencio, casi con devoción, solía sentarse junto a la ventana y luego dejaba resbalar sus ojos por la curva de mi cuello, por la de mi cintura, para luego volver a subir la vista hasta mi cara, siempre sin articular palabra. No puedo decir que yo estuviera desacostumbrada a la veneración masculina, al contrario, pero jamás había experimentado una adoración parecida. En ocasiones me tomaba las manos y, con ellas entre las suyas, hablaba de su infancia, del olor a heno recién cortado y de la felicidad de un muchacho que nada tenía excepto sus sueños. Yo estaba tan sorprendida que me limitaba a observarle, y si los gritos callejeros que subían hasta mi ventana con súplicas de clemencia mezcladas con voces de los verdugos no me hubieran devuelto a la realidad, habría llegado a pensar que estábamos en un mundo aparte, que aquél no era el asesino de tantos de mis conciudadanos ni la mano sin escrúpulos que manejaba la guillotina; tampoco el hombre del que dependía la suerte de todos los bordeleses.
Frenelle, que conocía mis pocos remilgos a la hora de tomar un amante, no podía creer tanta castidad y se reía de mí y, sobre todo, de él. «Ya está aquí Chichi, votre petit caniche», decía, porque, según ella, la expresión desamparada del rostro de Tallien le recordaba mucho a un perrillo faldero de ese nombre que tenía una vieja marquesa para la que había trabajado en tiempos. «Madame debería tener la caridad de hacerle al menos una cucamona de vez en cuando a Chichi o morirá de tristeza y ya no podremos pedirle que libere de la Louisette a otro infeliz condenado como hizo con vuestro primo Juan o con madame Boyer».
Y es que es importante señalar que, desde el primer día, tanto Frenelle como yo nos dimos cuenta de que podíamos valernos de tan rendida admiración para lograr de Tallien ciertos certificados de ciudadanía, así como salvoconductos, para algunos infortunados que de otro modo hubieran acabado en el patíbulo. Tal circunstancia me hizo albergar esperanzas de poder ayudar a otras muchas personas en situaciones desesperadas. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, dada la existencia del temido Comité de Vigilancia, noticias de las secretas visitas del ciudadano Tallien a una ci–devant marquesa llegaron muy pronto a París. Si fue su colega Ysabeau quien escribió a la capital o si fue Brune, el general del ejército revolucionario a cuyo amparo entraron ambos en Burdeos, quien lo hizo, nunca lo llegamos a saber. Frenelle era de la opinión de que el chivato había sido el general Brune, según ella a causa de los celos que tenía a Tallien por su amistad conmigo, pero yo, que conocía bien la mirada penetrante e inmune a toda seducción del ex monje Ysabeau, apuesto a que fue su mano la que redactó la carta. En ella se informaba de que en Burdeos ya no se sofocaban con tanto entusiasmo como antes las desviaciones antirrevolucionarias. Que la guillotina funcionaba con mucha menos presteza que en otras ciudades y que tanto abandono por parte de su representante en misión tenía nombre de mujer.
Ocurrió entonces que una noche glacial de noviembre y para sorpresa de mis vecinos, que me creían protegida por el hombre más poderoso de Burdeos, el carruaje del Comité de Vigilancia se detuvo ante mi puerta. Los golpes de culata resonaron inmediatamente por toda la casa, y mientras Frenelle acudía a abrir, yo preferí correr al cuarto de Théodore y despertarlo. Luego, salí con el niño en brazos al descansillo y desde donde me encontraba, medio oculta en las sombras, alcancé a oír tanto las voces de los «visitantes» como la de Frenelle.
— Venimos a buscarla–dijo una de ellas sin que hiciera falta explicar a quién se refería.
— No hay nadie más que yo en esta casa–respondió Frenelle.
— Sabemos que está aquí, dejad paso–bravuconeó la misma voz.
— ¡No hay nadie, os digo! ¿Tan cobardes sois que habéis venido seis hombres armados a buscar a una indefensa mujer? ¿Sabe de esto el ciudadano Tallien?
Yo para entonces ya había bajado dos o tres peldaños de las escaleras con mi hijo en brazos y de este modo pude ver cómo uno de aquellos hombres, pica en mano, apartaba de un manotazo a Frenelle mientras que, con gesto que no necesitaba más explicaciones, señalaba transversalmente su garganta:
— Cállate o…
— Dejadla en paz–intervine entonces-. Yo soy Teresa Cabarrús.
En ese momento, la luz de las antorchas que traían aquellos hombres me permitió ver sus caras. Eran las mismas que durante tantas noches había podido espiar desde mi ventana mientras recorrían nuestra calle deteniéndose aquí y allá delante de las puertas de otros infelices de los que nunca más se había tenido noticia.
— Hablad con el ciudadano Tallien. ¡Él os dirá que esta casa está bajo su protección! — gritaba ahora Frenelle en un vano intento de disuadirlos-: ¡Llevadme a mi si es una mujer lo que queréis!
Mi buena amiga dio un paso más hacia ellos, pero yo temí que si los provocaba en exceso no tuvieran piedad con nosotras, menos aún con un niño que ahora lloraba sin consuelo abrazado a mi cuello. Muy lentamente comencé a hablar al oído de mi hijo procurando no perder de vista a ninguno de aquellos tipos:
— Por lo que más quieras, vida mía–le susurré-, no llores. Mamá debe hablar con estos hombres. Veas lo que veas y ocurra lo que ocurra, no te muevas, mi amor. Ahora debes ir con Frenelle, ¿me entiendes? No va a pasar nada.
Entonces, después de depositar a mi hijo en los brazos de Frenelle, comencé a caminar hacia ellos. Uno que parecía más humano que los demás dijo: «Será mejor que toméis algo de abrigo, la noche es fría», y yo se lo agradecí con una sonrisa. Me eché una capa por encima y acto seguido comencé a caminar hacia él con mis dos muñecas extendidas. Sin decir palabra, aquel hombre las ató a mi espalda y así salimos a la helada noche.
— ¿Adónde la llevan? — preguntaba una y otra vez Frenelle sin recibir respuesta-. ¡Decidme al menos adónde os dirigís! — insistía hasta que, por fin, el mismo hombre en el que había creído yo adivinar una actitud compasiva pronunció un nombre que por aquel entonces en Burdeos todos temíamos:
— A la fortaleza de Há, ciudadana.
Se refería al lugar en el que se retenía a los prisioneros antes de ser ajusticiados.