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PRISIONERA EN LA FORTALEZA DE HÁ

No habían transcurrido ni dos horas cuando me encontré en una helada mazmorra con la sola compañía de mis oraciones y el sonido del arañar de las ratas. Miento. En realidad había otra compañía que logró angustiarme aún más que la amenaza de las ratas. Me refiero a los gusanos que infestaban el jergón de paja que hacía las veces de cama y cuyos cuerpos filiformes, fríos, babosos lograban introducirse en mis enaguas, subir por mis piernas, entre las mangas de mi camisa.

Las horas se arrastraban lentas y la oscuridad que reinaba en aquel agujero inmundo apenas lograba quebrarse con la ínfima luz que entraba por un ventanuco enrejado. Por él me llegaban los lamentos (a veces gritos) de otros compañeros de desgracia, pero con todo y con eso me consideraba yo afortunada. Y es que, al haberse producido mi detención tan tarde en la noche, los trámites de admisión y en especial el temido rapiotage que precedía a todo ingreso en prisión no tendrían lugar, según me informaron, hasta la mañana siguiente. Esta práctica, común a todas las cárceles de Francia, consistía en ser desnudada por un par de hombres y, después de las consiguientes burlas y escarnios, registrada hasta los lugares más íntimos en busca de joyas o monedas escondidas. El rapiotage era obligatorio para todos sin distinción de edad o sexo, pero resultaba fácil adivinar que existía una diferencia considerable entre el examen al que sometían a un hombre o a una mujer, una anciana o una muchacha joven. «Mañana, Teresita–me decía a mí misma mirando por el ventanuco cómo declinaba la luna al tiempo que comenzaban a despuntar muy tímidamente las primeras luces del alba-, cuando llegue el día, ya nada te librará. Las ratas y los gusanos son compañía agradable comparada con el rapiotage».

Hay que decir que todo este golpe contra mí estaba muy bien planeado. Días atrás, Tallien había solicitado permiso para regresar a París debido al fallecimiento de su padre. Su intención era pasar allí quince días para organizar la vida futura de su madre viuda y la noticia de mi arresto le llegó justo cuando estaba a punto de abandonar Burdeos. Sus enemigos habían calculado que, al hallarse ante un hecho consumado y de tal gravedad, Tallien no retrocedería, puesto que hacerlo era tanto como comprometerse públicamente a favor de una enemiga de la República. Pensaban, además, que aprovecharía su viaje a la capital para calmar su propia conciencia, sin duda dividida entre el deber hacia la patria y su inexplicable debilidad por una mujer que ni siquiera tenía certificado de civismo. Una debilidad, además, que no sólo era estúpida, sino también peligrosa, puesto que todos sabían el castigo que Robespierre y los demás representantes de París reservaban a los traidores.

Sin embargo, quienes así pensaban no conocían a Tallien. Esa misma mañana, tan temprano que aún no se había puesto en marcha la ceremonia del rapiotage, los funcionarios de la prisión de Há quedaron estupefactos al ver cómo el jacobino Tallien, procónsul de Burdeos y promulgador de la política de represión contra los aristócratas, se presentaba en su fortaleza. Lo hizo con las plumas de su sombrero ondeando bizarramente sobre su cabeza al tiempo que alzaba la voz reclamando la inmediata liberación de la detenida Teresa Cabarrús, antes llamada marquesa de Fontenay. Yo, por mi parte, al oír cómo se descorrían los cerrojos y segura de la suerte que me esperaba, al ver que quien entraba no era uno de mis carceleros sino el mismísimo Tallien, me arrojé a sus brazos cubriéndole de besos. También él me abrazó con fuerza y así permanecimos varios minutos, hasta que por fin tomó mi mano suavemente y, como quien guía a una niña, condujo mi paso de nuevo hacia la libertad.

***

Dice una ley de lesa humanidad que la sangre, cuando no incita a más sangre, concita al amor o, mejor aún, a la voluptuosidad. Por eso supongo que no sorprenderé a nadie si digo que apenas unas horas después de mi liberación, las habitaciones privadas del ciudadano Tallien en la Maison Nationale, con la sombra de la guillotina que se adivinaba bajo sus ventanas, fueron testigos de nuestro primer act d'amour. Y digo bien amor porque, aunque esta palabra es engañosa y se confunde a veces con pasión o con atracción fatal y otras, en cambio, con cariño o simple agradecimiento, de todo ello hubo en dicha ocasión. Aquéllos de entre mis lectores que hayan tenido la fortuna de ser objeto de un amor arrasador, incondicional y desbordante por parte de otra persona, saben cuán turbador es ver el efecto que causamos en quien tanto nos ama. Sentir la adoración de otro, sobre todo cuando se trata de un hombre poderoso, no puede compararse con amar, es cierto, pero miente quien diga que no es agradable e incluso excitante. Sobre todo cuando dicha adoración se muestra acompañada del respeto, virtud tanto más inexplicable cuando viene de un hombre sin escrúpulos.

Jean–Lambert Tallien estaba ahí, de pie junto a la ventana, sin atreverse siquiera a acercarse al lecho. Tuve que ayudarle a despojarse de sus ropas, revolucionarias, estridentes. Y debajo de ese envoltorio que lo hacía parecer un punto ridículo, descubrí de pronto un cuerpo tosco, pero también de una belleza ruda, viril, que no me fue difícil abrazar. «Nunca dejaré que te hagan daño, Thérésia, mi luz, mi norte, mi única vida… », repetía mientras sus dedos comenzaban a recorrer temblando sobre mí todas las sendas del amor tanto tiempo demoradas. Y lo hacían con un cuidado y veneración tales que diríase que nunca antes las hubieran transitado sobre cuerpo alguno. Hasta aquel día, cada vez que mis amantes habían recorrido similares caminos, yo había imaginado que eran las manos de Jean–Alex Laborde las que me acariciaban. ¿Pero dónde estaría ahora mi muy querido y único amor? Cuán lejana parecía en estos momentos aquella sublimada pasión. Desde su partida, mucha agua había pasado bajo los puentes, como dicen los franceses; agua, sí, pero también mucha sangre. Tal vez por eso aquella tarde, junto al infame représentant en mission, yo me dejé llevar por la extraña sensación de ser venerada, adorada por un hombre como él, y entonces sucedió lo inesperado. Mi cuerpo, que desde la violación por parte de mi marido dos años atrás nada sentía, pareció encenderse de pronto. No puede decirse que yo fuera inexperta ni muchos menos virgen. A mis veinte años ya había tenido un marido y dos amantes con los que creía disfrutar en la cama. Pero lo que yo sentí esa tarde en brazos de aquel hombre, de aquel asesino, fue algo distinto, mucho más intenso que lo que ningún otro me había hecho vivir. Amor y deseo, deseo y amor… los hombres jamás confunden una cosa con otra y son capaces de desear sin amar y también de amar sin desear, pero ¿y nosotras? ¿Acaso no se dice siempre que necesitamos de lo primero para sentir lo segundo?

Ahora que soy vieja sé muy bien qué fue lo que sentí por Jean–Lambert Tallien aquella tarde: eran ganas de vivir, de olvidar la proximidad de las ratas y de los gusanos en la fortaleza de Há, así como la amenaza del rapiotage al rayar el día. De olvidar también que mientras me entregaba a ese hombre con una pasión que nada tenía de fingida, bajo la ventana de su habitación, a pocos metros de nosotros, acechaba la guillotina que horas más tarde, y como todos los días, volvería a teñirse de sangre inocente. O quizá fuera, por qué no, una combinación de todo ello unida a la conciencia de que estaba sola en un mundo que se desmoronaba a mi alrededor. Sí, la pasión por la vida se confunde a menudo con la pasión por una persona, eso lo sé ahora, aunque entonces nada sabía. Por eso me abracé a Jean–Lambert como no había abrazado a nadie antes excepto al camafeo de mi pobre Jean–Alex Laborde.

Ahora que lo pienso, cuántos Jean ha habido en mi vida y tan distintos entre ellos: Jean–Alex Laborde, mi primer amor; Jean–Jacques Devin, mi marido; y ahora Jean–Lambert Tallien, mi amante en tiempos del Terror. Años más tarde, cuando alguien me preguntaba cómo había consentido entregarme a un tipo como él, yo respondía con una sonrisa, un encogimiento de hombros y la siguiente frase: «No se puede escoger la tabla de salvación cuando se está en plena tempestad». Una elegante explicación que me salvaría de naufragar en el aprecio de muchas buenas personas, pero que es tan sólo una verdad a medias. Porque cierto es que Tallien fue la tabla de salvación a la que me aferré cuando estábamos todos en plena tempestad revolucionaria, pero también es verdad que lo hice con auténtica entrega. Digamos, puesto que suena aceptable, que el miedo y, más aún, el terror hacen, en efecto, extraños compañeros de cama. Pero digamos también, aunque ya no sea tan aceptable, que mi cuerpo era joven y necesitaba desesperadamente de caricias.

— Mi vida, mi amor, no temas. Nunca te pasará nada mientras yo pueda impedirlo y esté ahí para cuidarte–me dijo Tallien mientras con infinita delicadeza apartaba mis cabellos para besarme. Estábamos ahora en su cama y él miraba mi cuerpo desnudo del mismo modo en que se venera algo que infinitas veces se ha deseado sin atreverse siquiera a soñar con alcanzarlo un día-. Sí, amor mío, siempre estaré ahí para protegerte, para alejar de ti todo mal. Amándote, amándonos–añadió extrañamente.

Y yo, que en ese momento podía ver sobre nuestros cuerpos la sombra de la guillotina que entraba por la ventana para dibujar en ellos ese extraño tatuaje de muerte que los unía, lo besé también.

— Amándonos, amándote–correspondí.

***

A partir de ese día, todo lo que murmuraban las malas lenguas de mí comenzó a ser cierto: yo era ya a todos los efectos la amante del represor de Burdeos, del hombre que junto a su secuaces Ysabeau y el general Brune y en nombre de la Revolución encarcelaba, torturaba, guillotinaba, robaba. Sin embargo, antes de contar nuestra peculiar historia de amor es necesario una vez más que me detenga unos minutos para mirar atrás y explicar qué había pasado en Francia en los últimos meses.

El año 1793 en que aún nos encontrábamos había comenzado (y qué lejano parecía aquello) con la muerte de Luis XVI a mediados de enero. En ese mismo mes se declaró además la guerra a los ingleses y holandeses, que amenazaban nuestra gloriosa Revolución, y dos meses más tarde se hizo otro tanto, esta vez contra España. Junio de 1793 había traído la expulsión de los diputados girondinos del poder y, como consecuencia de ello, los levantamientos en toda Francia contra la autoridad de París. Julio, por su parte, la salida de Danton del Comité de Salvación, también el asesinato del extremista Marat a manos de Charlotte Corday y, por fin, la llegada al poder absoluto de Robespierre. En octubre se adoptó en toda Francia el calendario republicano, que marcó el comienzo de una nueva era y una más revolucionaria forma de contar el tiempo. Así, en el mes de octubre, ahora llamado Vendémiaire, arreciaron las detenciones y matanzas en las provincias rebeldes, mientras que el 25 del mismo mes fue testigo de la ejecución de María Antonieta, a la que se había acusado previamente, y entre otras cosas, de tener relaciones sexuales incestuosas con su propio hijo, de apenas ocho años.

Dos hechos notables más habrían de suceder antes de que finalizara el azaroso año de 1793. Por un lado, la reconquista de Toulon, que estaba en manos de los ingleses y que supuso una gran victoria para Francia; y por otro, el gesto del obispo constitucional de París, Gobel, de depositar sus insignias religiosas y reconocer que no existía, a partir de ese momento, otro culto que el de la Santa Igualdad. De ahí en adelante comenzaron a saquearse iglesias, se violaron, santuarios y en Lyon, por ejemplo, el ex seminarista Fouché, ahora representante en misión, organizó una cabalgata de asnos vestidos con ornamentos sagrados que fue muy celebrada por los sans–culottes.

Si me detengo a relatar estos detalles de profanación religiosa que sin duda poco pueden sorprender al lector a estas alturas, es para explicar cómo en toda Francia estaba naciendo una nueva divinidad que mucho habría de condicionar nuestras vidas y en particular la mía. Sucedió que, una vez consumado el derrocamiento de la antigua Iglesia de Francia, el pueblo comenzó a echar en falta algo que diera trascendencia a sus actos, tanto los cotidianos como los revolucionarios. Existía–hasta los más ateos se daban cuenta de ello–un vacío espiritual en la República que era necesario llenar de alguna manera. O dicho en otras palabras: había que buscarle un sustituto a Dios ahora que Dios había sido depuesto. Y a ser posible, éste debía, además, estar acorde con esa nueva era que ahora se abría para todos nosotros, en el año i de nuestra gloriosa Revolución.

En realidad, no hubo que pensar demasiado para encontrar al dios, o, mejor dicho, a la diosa ideal. ¿Acaso no estábamos en la época de la Razón?, pues he ahí nuestra divinidad, cavilaron sin duda los responsables políticos de París. Y si los franceses tenían dificultades para sustituir a Dios con algo tan inmaterial, tan vago y tan rationnel como dicha diosa, lo único que había que hacer era dotarla de la estética adecuada. ¿No era ésta la época de los decorados, de las representaciones y de las mises en scéne? Escenifiquemos pues, debieron de pensar nuestros responsables políticos.

Así, el 10 de noviembre (o 20 de Brumaire, según el nuevo calendario) se celebró en París, en la iglesia de Notre–Dame, la primera gran fiesta dedicada a nuestra nueva diosa. Una vez despojado el templo de todas sus imágenes y cuadros se procedió a levantar en el centro de la nave una bella montaña artificial con un sendero que serpenteaba hasta la cima y una inscripción en lo alto que rezaba: A la filosofía. A media cuesta, sobre un altar de reminiscencias griegas, ardía una gran antorcha de luz azulada, la antorcha de la diosa Razón, naturalmente. La ceremonia fue, según tengo entendido, tan solemne como impresionante. Al son de una música marcial, varias muchachas vestidas de blanco descendieron de la montaña, unas por la derecha, otras por la izquierda, para saludar a la antorcha antes de volver a subir a la cima. En ese momento apareció una bella mujer que encarnaba a la Libertad. Llevaba túnica blanca, manto azul y gorro frigio. En la mano portaba una pica y fue a sentarse en un trono de verde follaje. Después de presenciar cómo un coro de bellísimos adolescentes entonaba un himno patriótico, la diosa se levantó y, con gran majestuosidad, fue a saludar a la Convención, que, muy honrada por ello, procedió a hacerle un sitio entre sus miembros mientras el presidente le daba, en nombre de todos, un beso fraternal.

A partir de ese día, en toda Francia comenzaron a celebrarse ceremonias similares, puesto que, en tiempos de centralismo absoluto, lo que se estilaba en París rápidamente se convertía en moda, cuando no en imposición o tiranía en el resto del país. De ahí que poco después, y para celebrar la gran noticia de la toma de Toulon, nuestra ciudad de Burdeos se llenó de multitud de afiches en los que podía leerse:

AVISO A LOS CIUDADANOS

LIBERTAD, IGUALDAD

Toulon ha sido reconquistado; el inglés es vencido por todas partes y las armas republicanas son vencedoras en todo lugar. Los tiranos tiemblan, los patriotas deben alegrarse.

Conforme al decreto de la Convención Nacional, una fiesta cívica se celebrará el primer décadi (día que sustituye al domingo cristiano) en honor de la victoria obtenida por el ejército francés sobre los feroces ingleses y los pérfidos tuloneses… A mediodía, todo el cortejo se dirigirá al templo de la Razón.

IV

NUESTRA SEÑORA DEL BUEN SOCORRO

EL DÍA EN QUE CASI SUBÍ A LOS ALTARES

La víspera del primer décadi ya todo estaba dispuesto para que la antigua iglesia de Nuestra Señora de los Dominicos de Burdeos se llenara de gente que, con más curiosidad que fervor, deseaba comprobar cómo sería a partir de entonces esa nueva forma de culto religioso, ahora llamado fiesta cívica. Durante los días anteriores, los buenos bordeleses se preguntaban en qué consistiría la ceremonia, a qué tipo de deidades habría que rendir tributo y, sobre todo, quién encarnaría a la diosa Razón. ¿Sería una actriz, una bella hija de la tierra, una campesina tal vez?

— A mí me han dicho que será la ci–devant marquesa de Fontenay y ahora amante de Tallien la elegida. ¿Quién mejor que ella? — aventuró alguien, pero de inmediato fue corregido por uno de esos personajes que en toda ciudad se vanaglorian de estar siempre mejor informados que sus vecinos.

— Os equivocáis, ciudadano, no será ella la diosa aunque bien lo merezca por su belleza. Sé de buena tinta que el patriota Tallien la tiene reservada a más altos designios que la simple representación artística. Va a ser la encargada de escribir y leer un bello discurso sobre la educación.

— Vamos–comentaría un tercero con una sonrisa desdeñosa-, ¿qué puede saber esa mujer sobre educación? Lo mismo que yo, es decir, nada. Además, ¿no os resulta extraño cierto detalle? ¿Habéis reparado en que ella aún se hace llamar por su antiguo nombre de casada? Desde luego no creo que lo haga por amor a su ex marido, a quien según cuentan nunca quiso. Para mí que el hecho de que siga figurando como Teresa Cabarrús–Fontenay sólo puede interpretarse como un acto de rebeldía contra su amante. Se diría que quiere de este modo recordar a Tallien que, a pesar del triunfo de nuestra gloriosa Revolución, a ella y a él aún los separan las viejas diferencias sociales hoy abolidas, una chica valiente la petite espagnole.

— Para mí no es más que una oportunista y una furcia–intervino una ciudadana con aire displicente-. ¿Qué puede esperarse de una mujer que comparte cama con un asesino y un ladrón? Y por cierto–añadiría bajando la voz como era menester cuando se hablaba del todopoderoso representante de París-, ¿qué mosca habrá picado a tamaño sinvergüenza para permitir semejante mascarada? ¡Un discurso sobre la educación en boca de una mujer como Thérésia! ¿A quién pretende Tallien engañar con un acto de esta naturaleza?

— Ay, ciudadana–le contestó entonces otro de los presentes-, qué poco entendéis de política y de la naturaleza humana. El ciudadano Tallien con este acto mata varios pájaros de un tiro. Por un lado, necesita dar al mundo, y más concretamente al muy temido Comité de Salvación Pública de París, una manifestación pública de fervor revolucionario de alguien que comparte su cama. Por otra, sus espías ya le habrán contado sin duda la agria reacción con la que ha sido acogida en París la noticia de sus amores. Y todos sabemos lo peligrosas que son esas «agrias reacciones», en especial por parte del ciudadano Robespierre. Tallien necesita por tanto dar a todos un testimonio de que su amante es una convencida revolucionaria. ¿Y qué mayor prueba de estar de acuerdo con las nuevas ideas que Thérésia hable en público con ocasión de nuestra victoria en Toulon y que lo haga disertando sobre un tema tan trascendental como la educación?

— Qué sabrá esa puta sobre educación–intervino la misma ciudadana de antes y con igual cariño hacia mi persona, pero su comentario no tuvo respuesta. Todos los presentes querían saber qué otros «pájaros» mataba Tallien con mi discurso en la fiesta cívica.

— Muy sencillo–continuó el primer interlocutor-. A pesar de lo que se dice por ahí, el discurso no está escrito por la ciudadana Cabarrús, sino por el presidente de la Comisión Militar, el señor Lacombe, al que también se halaga indirectamente con este gesto, ¿comprendéis? Y por fin está el «pájaro» más importante en los tiempos que corren, el de la estética, amigos míos. ¿Se os ocurre acaso una encarnación más grácil y bella de los valores revolucionarios que la ciudadana Cabarrús?

***

Estos y otros comentarios similares eran, según me relató puntualmente Frenelle, los que corrían por los mentideros de Burdeos la víspera de la fiesta nacional del primer décadi, de modo que al conocerlos me preparé a fondo para no defraudar a mis admiradores (y menos aún a mis detractores). Para complacer a los primeros y escandalizar bien a los segundos elegí para la ceremonia un atuendo muy del gusto de la época, con todos los atributos revolucionarios. Se trataba de un traje de amazona de cachemir grueso de color azul. Tenía grandes botones amarillos y el cuello y los puños de terciopelo rojo. Sobre el pelo, que ahora llevaba corto y rizado a lo Tito (lástima me dio sacrificar mi larga melena de antaño, pero la moda romana era lo que hacía furor entonces), tenía pensado lucir un bello gorro frigio escarlata con borde de piel. En aquellos tiempos teatrales, acertar con el atuendo era ya una pequeña victoria y lo cierto es que, en cuanto hice mi entrada en el templo de los dominicos así ataviada, inmediatamente pude comprobar el impacto que causaba, puesto que se produjo ese tenue murmullo sordo que siempre acompaña a la admiración. Cómo adoraba yo esos pequeños instantes de gloria que a veces era capaz de lograr con mi sola presencia. Frenelle opinaba que no era bueno abusar de ellos, que el ser humano es igual a las urracas, decía, primero se siente atraído por el brillo ajeno pero sólo para, a continuación, robarlo o destruirlo.

— Procura no escandalizarlos demasiado–me había advertido mientras me ayudaba a sujetar el bonete sobre mis cortos cabellos-, aunque si quieres que te diga la verdad, este gorro escarlata y esos botones amarillos de tu casaca son feísimos, quelle horreur.

Por suerte no todos eran de la opinión de Frenelle, y mucho me alegró, al entrar en el templo, comprobar en los rostros de los presentes que la primera impresión era positiva. Ahora sólo faltaba que mi «actuación», es decir, la lectura de aquel discurso que Lacombe, presidente de la Comisión Militar y represor de la ciudad de Burdeos, había preparado para mí, fuera lo más convincente posible para tapar la boca de los malpensantes.

Lo primero que debo decir de aquel día es que la antigua iglesia, ahora convertida en un templo pagano, bien podía competir con cualquier basílica parisina en fervor y también en mise en scéne. Los representantes en misión se habían esmerado en su tarea de reacondicionamiento eliminando todos los símbolos religiosos, cruces, cuadros y por supuesto cada una de sus imágenes. En el altar mayor, por ejemplo, podía verse ahora un gran montículo de tierra cuajado de flores, mientras que las capillas laterales estaban dedicadas a las dos estaciones del año que se consideraban más patrióticas, esto es, la primavera y el verano. Hermosas muchachas con túnicas blancas deambulaban entre los invitados haciéndoles entrega, con movimientos lentos y lánguidos, ora espigas de trigo, ora ramos de laurel, mientras que otras, vestidas de rojo y azul, les ayudaban a encontrar sus asientos. Toda aquella cuidada escenografía se completaba además con el efecto visual de multitud de guirnaldas de flores que colgaban de lado a lado, iluminadas por innumerables bujías que brillaban hasta casi emular la luz del día. «Quieran los cielos–pensé dirigiéndome mentalmente no a la diosa Razón, a la que consideraba novata en estas lides, sino al ahora proscrito Dios de los cristianos–que tanta guirnalda junto a tanta bujía no acabe convirtiéndonos a todos en una gran hoguera revolucionaria».

La ceremonia comenzó con cánticos y una pequeña coreografía a cargo de aquellas muchachas de túnicas blancas. Después vinieron un par de discursos de distintas autoridades y por fin, una hora y media más tarde, llegó mi turno, de modo que me dispuse a oficiar en misa tan pagana. Me habían sentado en el extremo norte de la iglesia, muy lejos del estrado de los oradores, de manera que para llegar hasta allí tenía que hacer, dicho en términos taurinos, un largo «paseíllo». Me puse en pie. Erguí espalda y cuello al tiempo que hundía levemente la barbilla en el pecho y, tal como hacen los toreros, comencé a andar mirando al frente por encima de mis cejas. Lo hice instintivamente, pero me dio confianza. En España sabemos que caminar de este modo indica gallardía cuando uno en realidad está muerto de miedo; en Francia, ni siquiera conocen el truco (pero funciona, lo puedo asegurar).

Para llegar al estrado tenía que pasar por delante de toda la concurrencia y, al espiar de reojo la cara de muchos, no pude por menos que estremecerme al recordar los comentarios de Frenelle: «Puta», «oportunista», «sabe tanto como yo de educación…». ¿Qué más habrían dicho de mí aquellas almas caritativas? Sin duda, la mayoría de ellas estaba esperando que me equivocara en mi discurso y presta para censurar con su silencio (o peor aún, con su risa) mi osadía.

Ya que estamos metidos en símiles taurinos, diré que mi padre, que a pesar de ser francés era gran aficionado a los toros, decía que hay dos tipos de personas: las que se vienen abajo cuando se abre la puerta de chiqueros y aquéllas a quienes les ocurre todo lo, contrario. Ese día descubrí que yo soy de las segundas, porque en cuanto terminé de recorrer el pasillo central y subí los tres peldaños del antiguo altar mayor, todos los temores que pudiera tener se desvanecieron como por ensalmo. Puse a continuación sobre el estrado los papeles con el discurso que Lacombe había escrito para mí, tomé aire y con mi más bello acento español comencé diciendo:

— Sin pretender llevar a cabo con gloria la ardua tarea que hoy me impongo y contando más con la indulgencia de mi auditorio que con mis pobres medios, voy a intentar trazar un esquema rápido de un plan de educación para la juventud…

Estas palabras iniciales no figuraban en el texto que me habían escrito, sino que eran de mi propia cosecha, pero me pareció oportuno pronunciarlas. Una vez más actuaba por instinto y me detuve unos segundos para comprobar su efecto. Afortunadamente, es fácil darse cuenta de cuándo uno cae en gracia, y en esta ocasión así estaba ocurriendo, de modo que, sin perder tiempo, comencé a desgranar las palabras de Lacombe:

— Permitidme que lance al azar algunas ideas que, dichosa si, gracias al sacrificio de mi amor propio, logro hacerme acreedora al sufragio de las almas sensibles de nuestros buenos ciudadanos…

Tras esta frase miré brevemente hacia la tribuna de autoridades; primero a Lacombe, después a Tallien, y pude comprobar que en ambos había una sonrisa complacida, lo que hizo que sonriera a mi vez. Ahora todos escuchaban atentos mis palabras, pero más que nadie mis dos pigmaliones, es decir, mi amante y Lacombe, autor de aquel discurso grandilocuente, porque es cosa sabida que los hombres sienten especial debilidad por las mujeres cuando nos consideran sus criaturas, y yo en ese momento lo era de ambos (o al menos eso pretendía yo que ellos creyeran).

— Muchos autores han aparecido en esta difícil carrera; muchos filósofos célebres se ocupan de formar la virtud de los jóvenes alumnos y con sus lecciones deben esclarecerlos, pero algunos de ellos no han estado a la altura de los acontecimientos…

Durante media hora, en el antiguo templo de los dominicos no se oyó otro sonido que el de mi voz y el muy tenue del voltear de las hojas de mi discurso. Al concluir, los aplausos fueron prolongados, y enseguida, con el fervor revolucionario que siempre acompañaba estos actos patrióticos, se empezó a pedir a grandes voces que «tan bellas palabras fueran impresas para que sus ideas se expandan con más facilidad y así contribuir a la educación de los pueblos». Como no podía ser menos, Tallien asintió con gusto a tal propuesta al tiempo que daba orden de que una multitud de copias se distribuyera a la mañana siguiente por toda la ciudad. Días más tarde aún se hablaba de mi discurso, de mis bellas ideas y de lo bien que reflejaban la sensibilidad de la época y las doctrinas de Voltaire y de Rousseau. Así, puede decirse que todos los que tomamos parte en tan bella representación patriótica estábamos contentos. Tallien, porque con ella demostraba a París mi fervor revolucionario; Lacombe, por el éxito de su discurso; yo, porque había logrado demostrar que en aquel mundo entre teatral y aterrador en que vivíamos, se podía salir airosa de una situación difícil siempre que uno supiese plantarle cara. En cuanto al público, también los hombres de Burdeos se mostraban muy satisfechos al haber comprobado, según decían, «la gran elocuencia de unos ojos negros y de una bella sonrisa». Las mujeres, en cambio… bueno, qué quieren que les diga, siempre es difícil que una contente a sus congéneres. Sin embargo, si no lo logré ese día con mi actuación revolucionaria, muy pronto iba a hacerlo con otras «actuaciones» que me dispongo a narrar.