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A partir de la fiesta patria y siempre que el tiempo lo permitía, yo me dedicaba a escandalizar a mis conciudadanos paseando por las calles de Burdeos del siguiente modo: en coche abierto para que todos pudieran verme y ataviada como una diosa antigua, con túnica corta, bonete rojo ladeado sobre la frente y una pica en la mano izquierda mientras la derecha reposaba sobre el hombro de Tallien.
— Estás loca, niña–me decía Frenelle-. A pocos pasos de nuestra casa la guillotina sigue segando cabezas, el pueblo tiene miedo y también hambre. Para colmo, tú eres una aristócrata divorciada que ahora se permite la audacia de pasearse medio desnuda en público y del brazo del responsable de todos los males de esta ciudad. ¿Cómo esperas que tomen las buenas gentes de Burdeos semejante provocación?
Y la sorprendente respuesta a esta pregunta es: «Bien, extraordinariamente bien». Las madres de familia sonreían al verme pasear ataviada de modo tan inusual; los girondinos, enemigos mortales de aquellos que ahora mandaban en París, invocaban mi nombre y se referían a mí como el espejo de todas las bondades; e incluso los que odiaban a Tallien, y eran muchos, no tenían para mí más que palabras de elogio.
— Cuidado, niña–insistía Frenelle-, todo aquello que no responde a la lógica tarde o temprano acaba mal; la provocación es peligrosa, y la envidia peor aún.
Pero ¿cuál, se preguntarán ustedes, era la razón de aquella inusual actitud de todos hacia mí? La explicación es ésta: Notre–Dame du Bon Secours, Nuestra Señora del Buen Socorro.
El nombre remite a una de las atribuciones de la Virgen María, pero como ya sabemos, aquéllos eran tiempos descreídos; Dios había sido sustituido por la Razón y las iglesias saqueadas. Sin embargo, y aun así, lo cierto es que los ciudadanos de Burdeos tuvieron la gentileza de conceder a esta frívola amiga de todos ustedes tan bello apodo, y ello sucedió de la siguiente manera:
El mes de Nivôse o diciembre de aquel 1793 que comenzara con la muerte de Luis XVI y que no acabaría hasta sumar otros muchos hechos trágicos tuvo sin embargo un final (casi) dulce en la ciudad de Burdeos. Mientras en el resto de las provincias arreciaba el Terror, mientras en Lyon, Toulon y Marsella se continuaba guillotinando o aniquilando a gente en las famosas noyades (ahogamientos en masa), mientras París enviaba órdenes a sus representantes en misión para que se redoblara el Terror con ánimo de devolver a los departamentos rebeldes la obediencia revolucionaria, en Burdeos la Viuda–como también se llamaba entonces a la guillotina situada delante de la Maison Nationale–fue desmantelada un buen día.
No es que dejara de funcionar del todo; en realidad, si se trasladó a la fortaleza de Há fue, en principio, sólo para repasar su funcionamiento y afilar más aún su hoja. Pero lo cierto es que desde el comienzo de diciembre ya no segaban tantas cabezas como antes; al contrario, parecía haberse vuelto perezosa, casi inactiva. Los ciudadanos bordeleses pronto se dieron cuenta de que si esto era así, la única explicación era que alguien muy cercano al poder máximo estaba intercediendo por ellos en secreto. Y ese alguien no podía ser otro que aquella ciudadana que se paseaba medio desnuda, envuelta en los colores patrios y gorro frigio como la Marianne revolucionaria.
«He ahí a mi pequeña Teresita, tan teatrera como siempre–sin duda habría dicho mi padre si hubiera podido verme entonces-. Nunca te cansarás de jugar a los disfraces, ¿verdad? Venga, hazle otra representación a ton bon papa».
Sí, a qué negarlo, yo siempre he tenido una vena exhibicionista considerable. Pero si en otras épocas de mi vida ésta se manifestaba de forma frívola, como cuando en Fontenay–aux–Roses actuaba de anfitriona de los hombres más notables de París, ahora mis representaciones tenían otro tinte más dramático y a la vez mucho más útil. Consistía en encarnar a la diosa Razón en mi aspecto exterior y a la diosa Misericordia en el interior, intercediendo ante Tallien a favor de mis conciudadanos al tiempo que intentaba contagiarle mi repugnancia por los crímenes que en nombre de la libertad y la fraternidad se estaban cometiendo en toda Francia. Y es que, como ya he señalado antes, desde el principio de nuestra relación fui muy consciente del poder que ejercía sobre Tallien. Al principio, yo procuraba utilizar mi ascendiente sólo de forma cautelosa para liberar de la muerte a personas allegadas a mí, pero al descubrir lo sencillo que era lograr para ellas clemencia ya no paré de ejercerlo, llegando a liberar a otros muchos desdichados.
Creo que es interesante explicar cómo comenzó todo. Tallien y yo no podíamos vivir juntos. Habría sido una provocación innecesaria (y muy peligrosa) que el representante de París se instalara de modo abierto con la ex esposa de un aristócrata en aquel ambiente lleno de espías y traidores. Por eso, nuestros encuentros amorosos tenían lugar al principio en el hotel Franklin. Sin embargo, Tallien se veía obligado a visitarme de forma secreta y a marcharse antes de que amaneciera, siempre con grandes precauciones.
— Sería tanto más sencillo, amor, si tú pudieras acudir a la Maison Nationale. Allí estoy rodeado de hombres fieles que se dejarían matar por mí. ¿Vendrás? — me preguntó un día en una de nuestras tristes despedidas de madrugada, y yo decidí complacerle. Hasta ese momento, sólo había estado en su residencia oficial en dos ocasiones: una, en nuestro primer encuentro formal en su despacho; la segunda y más importante en nuestro primer encuentro amoroso el día en que me liberó de la fortaleza de Há. Como la memoria es benévola y procura evitarnos recuerdos desagradables, de aquella visita no recordaba yo la presencia de una invitada invisible. Me refiero a la de la guillotina que se erguía justo delante de las habitaciones de Tallien. Además, si bien es cierto que su sombra se había dibujado brevemente sobre nuestros cuerpos desnudos aquel día, el encuentro había tenido lugar por la tarde, cuando los fantasmas no hacen de las suyas. En cambio, ahora, de noche cerrada, al entrar por segunda vez en los aposentos privados de Tallien, lo primero que vi sobre la pared del fondo fue su inconfundible sombra. La luz de las farolas callejeras que se filtraba por las ventanas era la responsable de aquella siniestra silueta de dos palos que parecía cernirse ahora sobre la cama de Tallien mientras la hoja oblicua de la Louisette formaba con las molduras del techo un recuadro tan torcido como terrible.
Como todos los que vivíamos en aquellos atribulados tiempos, mil veces había visto yo a la Viuda. En centenar de ocasiones había sido testigo, por ejemplo, del rodar de las carretas camino del cadalso con su desdichado cargamento de condenados. Otras tantas había presenciado cómo, después de su lúgubre rutina, hombres despreocupados barrían o baldeaban la sangre derramada a raudales alrededor del artilugio cantando una cancioncilla o riendo con los vecinos. No eran escasas tampoco las ocasiones en que había visto caer el filo de su cuchilla sobre los cuellos de hombres, mujeres, de niños incluso. Aquéllas eran escenas con las que teníamos que convivir a diario, y lo cierto es que, una vez vistas, quien más quien menos volteaba la cara y seguía con su vida, con sus amores, con sus afanes, porque uno acaba por acostumbrarse a todo, incluso a lo más horrendo. No existía por tanto razón alguna para que una inofensiva sombra me afectara de un modo tal y, sin embargo, al verla allí, sobre las sábanas de la cama que estábamos a punto de compartir, quedé inmóvil. Sin notar aún mi azoramiento, Tallien, que estaba a mi espalda, comenzó entonces a desnudarme con la misma veneración respetuosa con la que siempre me trataba. Cayó sobre el lecho mi vestido, luego las tres enaguas y mi camisa y, en ese momento, noté cómo, de improviso y sin poder remediarlo, comenzaban a correr por mis mejillas todas las lágrimas que hacía años no vertía, un caudal de ellas sin que pudiera moverme, hipnotizada por aquella sombra, muda, sorda, muerta.
Tallien no tardó en darse cuenta de que algo ocurría y giró mi cuerpo para mirarme.
— Vida mía, amor mío–repetía mientras buscaba con sus manos, con sus labios, mis ojos como quien intenta borrar de ellos algo que ha visto y que le aterra. Sólo entonces reaccioné y, escapando de su abrazo, me refugié en la esquina de la habitación más alejada de la ventana, buscando cubrir mi cuerpo desnudo con lo primero que tuviera a mano, la casaca de Tallien, el tapete de una mesa, cualquier cosa con tal de que la sombra de la cuchilla no cayera sobre mí.
— No puedo, no quiero volver jamás a este lugar–dije.
Dudo que Tallien entendiera en ese momento lo que me estaba pasando. Como digo, entonces todos estábamos acostumbrados al horror, más aún alguien como él, que tenía a la guillotina como sombría y diaria centinela. Pero aun así, no dudó un momento en responder.
— Lo que tú quieras, mi vida. Haré todo lo que me pidas. — Y luego comenzó a besarme una vez más, no con pasión, sino como se besa a una niña que necesita protección y consuelo. Así era aquel hombre, aquel asesino. Después de unos minutos, siempre con igual ternura, añadió-: Será como antes, yo iré a tu casa.
— No–le respondí ya más tranquila-. Lo he pensado mejor y volveré aquí siempre que me lo pidas. Porque no somos ni tú ni yo los que debemos partir, Jean, sino «ella».
Entonces, como si pudiera entender que era motivo de nuestra conversación, la alargada sombra de la guillotina se dibujó aún más nítida gracias al creciente resplandor del alba.
— No permitiré que ella ni nadie nos separe–respondió Tallien abrazándome con mayor fuerza, y no hizo falta que yo dijera nada más.
Al día siguiente, los ciudadanos de Burdeos pudieron ser testigos de una escena que les causó primero extrañeza, luego alivio. En vez de la habitual procesión de condenados camino del cadalso, lo que vieron fue una cuadrilla de unos diez hombres que se afanaban en desmantelar la Louisette. Y a partir de ese día su silueta no volvió a ensombrecer ya más la antigua plaza del Delfín ni tampoco nuestras noches de amor, cada vez más apasionadas. No se había ido muy lejos, es cierto, pero una vez apartada de la vista de todos, me resultó más sencillo lograr que Tallien la hiciera funcionar con menos frecuencia. ¿Que cómo lo hice? Baste decir que la cama es un campo de batalla en el que gana el más fuerte, y ésa siempre fui yo. Más fuerte que la codicia de un hombre que, hasta que me conoció, se dedicaba a veces a traficar con salvoconductos a cambio de joyas o dinero; y otras, simplemente, a desposeer a los reos de todos sus bienes. Más que la ambición, que le dictaba que, si hacía bien su trabajo en Burdeos (y «bien», en este caso, era sinónimo de sanguinario o de cruel), sería recompensado en París con un alto cargo. Y más fuerte sobre todo que el miedo, que le recordaba al oído que noticias de su vergonzosa debilidad por una aristócrata, por una mujer que lo tenía completamente dominado, ya habían llegado a París.
Debo decir además que, desde el día en que desapareció la guillotina del centro de la ciudad, también me encargué de que aumentara el número de los expedientes que se «extraviaban», o el de los testimonios que «no se podían probar» y el de las acusaciones «que no tenían suficiente fundamento». Frenelle y yo lográbamos incluso distraer algunos salvoconductos ya firmados por Tallien que luego entregábamos a los muchos infelices que, primero tímidamente y luego ya en número más que considerable, acudían al hotel Franklin para solicitar mi ayuda. Las estadísticas lo recuerdan. De treinta y tres cabezas que rodaban en diciembre de 1793 pasamos a diez en abril y ninguna en mayo. Tras mi partida, en junio cayeron setenta y dos y ciento veintinueve en julio. Pero basta. Como ya he dicho en alguna otra ocasión, no me gusta hablar bien de mí, cantar mis bondades ni colgarme medallas. Por eso prefiero que sean otras voces las que cuenten lo que vieron. He aquí dos testimonios de la época recogidos uno en las memorias del conde de Paroy y el otro en las de la muy célebre madame de la Tour du Pin, cuyas amenas e inteligentes páginas son una de las fuentes favoritas de todos los estudiosos de la Revolución francesa. Empecemos por el conde de Paroy; él narra así su primer encuentro conmigo.
Mi padre estaba a la sazón detenido en La Réole y yo vagabundeaba sin tino por las calles de Burdeos pensando en su más que segura muerte cuando alguien me habló de Teresa Cabarrús. Como pintor que soy se me ocurrió entonces, a modo de petición de audiencia, enviarle un pequeño dibujo de Cupido desnudo con una pica y en su extremo un gorro rojo. Abajo, y haciendo votos para que el doble sentido de la frase fuera bien acogido por la bella, escribí: á l'amour sans–culotte. Debió de agradarle mi osadía, puesto que muy pronto mandó aviso para que fuera a visitarla. Ya en la antesala del hotel Franklin en que reside quedé asombrado al comprobar que todas las muchas sillas estaban ocupadas, la mayoría por representantes de las más antiguas familias de Burdeos. Así se lo señalé a un caballero que conocía y él me respondió que no en vano a aquel lugar lo llamaban en la ciudad el Despacho de las Gracias.
Pronto se me hizo pasar a un boudoir y, durante la espera, tuve tiempo de admirar un gabinete que parecía el recinto de las diversas musas. Había un clavecín entreabierto con papeles de música, una guitarra sobre un canapé y un arpa en un rincón. La pintura estaba representada por un caballete con un cuadro empezado, y las letras por un secreter abierto y rebosante de papeles, memorias e, imagino, sobre todo peticiones. También había una biblioteca con libros en desorden como si fueran consultados a menudo y, por fin, había también un bastidor con un muy bello bordado.
Detengo aquí la narración del gentil conde de Paroy para decir que la única musa que falta en su relato, esto es, la musa del teatro, también estaba representada allí, aunque él no la mencione. Lo estaba, precisamente, en toda aquella cuidada mise en scéne que nada tenía de casual. Y es que, de hecho, hasta el más mínimo detalle estaba pensado para que al visitante que venía a solicitarme ayuda le resultara muy sencillo interpretar lo que veía: el clavecín, la guitarra, el arpa, el caballete, los libros y el bordado… Todo voceaba a los cuatro vientos que yo, a pesar de mi aspecto tan á la mode révolutionnaire, en la intimidad de mi hogar continuaba siendo una cultivada y muy espiritual dama con gustos claramente aristocráticos; una dama a la que le daba mucho placer utilizar su privilegiada situación para ayudar a los demás.
También madame de la Tour du Pin tuvo, como ya he dicho, la gentileza de escribir sobre mí. Da la casualidad de que ambas habíamos sido presentadas «antes del diluvio», durante la representación de Las bodas de Fígaro, curiosamente el mismo día en que conocí a la desdichada princesa de Lamballe. Años más tarde, al encontrarse en Burdeos y sabedora de mis labores samaritanas, ella y su marido recurrieron a mí con la esperanza de lograr de Tallien un salvoconducto que les permitiera embarcar rumbo a América. Lucy estaba embarazada de siete meses y tanto su marido como ella habían pasado las últimas semanas escondidos en un cuartucho propiedad de un cerrajero pariente de una de sus doncellas. Cuando un día, a sabiendas de la suerte que esperaba a los cómplices, su encubridor entró en pánico y amenazó con entregarlos, La Tour du Pin huyó por la ventana y vino a verme. Era tan joven, tan decidido, que su gesto me enterneció sobremanera. Dos días más tarde, ambos, junto a sus hijitos de corta edad, embarcaban rumbo al Nuevo Continente mientras yo los despedía desde la orilla, según reza el relato de ella, «con mi bello rostro bañado en lágrimas», porque «por aquel entonces no había ni un bordelés que no le debiera la vida de un pariente o un amigo a Nuestra Señora del Buen Socorro».
Sí, así reza textualmente el final del testimonio de madame que tanto ha hecho por propagar mi buen nombre. Agradecida le estoy por sus palabras, pero me gustaría añadir que todo lo que hice no tiene especial mérito. Digamos que era mi deber. Digamos, mejor aún, que fui muy feliz ayudando a cuantos pude.
***
Pasaban los meses y la lista de aquellos que se salvaban de la prisión y de la Louisette iba creciendo de hora en hora. Tanto es así que, animada por el éxito de mis gestiones, empecé a darle vueltas a cómo asestar mi golpe maestro contra el régimen del Terror que reinaba en la ciudad de Burdeos. Uno era tan audaz como arriesgado: lograr que Tallien suprimiera de una vez y para siempre el temido Comité de Vigilancia. Y es que yo era consciente de que todos mis esfuerzos en favor de los perseguidos peligraban mientras existiera dicho comité, puesto que aquellos furibundos patriotas que lo componían continuaban ejerciendo su labor de acusadores públicos. No podía ser de otro modo; al fin y al cabo, su mera razón de ser era enviar a la guillotina cuantas más cabezas, mejor. Era preciso por tanto acabar del todo con el comité, puesto que, a pesar de que yo conseguía casi siempre que Tallien hiciera desaparecer las pruebas de los delitos antirrepublicanos o–si ello era demasiado difícil–lograba al menos que la justicia «olvidara» al convicto en la cárcel en vez de llevarlo directamente a la guillotina, el peligro estaba siempre ahí. Yo sabía además que los miembros de aquel infausto comité me odiaban no sólo por haber alejado a Tallien de la pureza republicana, sino también por interferir en su mezquino trabajo. Y si no actuaban contra mí denunciándome a París era o bien por temor a Tallien, que continuaba siendo su jefe, o bien porque esperaban en silencio el mejor momento para hacerlo. Mi empresa, sin embargo, no era en absoluto fácil. Este organismo representaba, además, la base de toda la política llevada a cabo por Tallien desde su llegada a Burdeos, y desmantelarlo era tanto como condenar no sólo su labor, sino también la de sus jefes en París.
Aun así, siempre me han gustado los retos, más todavía si me permiten utilizar las tan eficaces armas de mujer y, entre ellas, dos que considero especialmente afiladas. Una es la cizaña, la otra son los celos. Tengo observado que si bien la cizaña no es un arma exclusivamente femenina, nosotras sabemos manejarla con más arte que los varones y sin duda con menos miramientos. Y es que los hombres (y también algunas mujeres poco hábiles), cuando recurren a ella, se valen de la insidia o, lo que es lo mismo, siembran una duda a base de contar mentiras. Nosotras, en cambio, las más sutiles, no recurrimos a los embustes; al contrario, no mentimos en absoluto. ¿Quién dijo aquello de que a los inteligentes hay que engañarlos siempre con la verdad? No lo recuerdo, pero apuesto a que fue un hombre con una sensibilidad muy femenina. Yo soy gran discípula de tan sabio maestro y debo decir que siempre he utilizado su táctica con aprovechamiento. Porque, ¿qué necesidad hay de recurrir al embuste si se engaña tanto mejor con la verdad? Y la verdad en este caso era que los miembros del siniestro comité maquinaban en secreto para acabar con Tallien, por lo que no me fue difícil en absoluto convencerle de que nos espiaban (y, en efecto, lo hacían con todo descaro, igual que vigilaban al resto de los ciudadanos). Por eso, una noche, al descubrir entre las sombras a dos embozados especialmente conspicuos que nos esperaban a nuestro regreso a la Maison Nationale, puse en marcha mi operación cizaña, y he aquí cómo comencé a sembrar en Tallien tan verde mala hierba:
— ¿No se cansarán nunca esos tipos–le dije mientras apretaba mi cuerpo contra el suyo como si fuera víctima del frío o, mejor aún, de algún mal presagio–de vigilar a la mano que les da de comer?
— Es su trabajo, mi amor, para eso les pago, para que vigilen a todo el mundo–respondió Tallien sin darle mucha importancia. Pero yo no estaba dispuesta a soltar la presa tan fácilmente y aproveché un movimiento algo brusco de uno de aquellos personajes en la sombra para fingirme atemorizada. Como si esperara o temiera que fueran a atacarnos, a dispararnos tal vez.
— Claro que es su trabajo–dije-. ¿Pero te has dado cuenta de que ni siquiera se toman la molestia de disimular? Se diría que se sienten impunes, más fuertes que nosotros. Seguramente no se atreverían a seguirte si no tuvieran detrás de ellos la sombra directa de París, una orden del mismísimo Robespierre…
Ese nombre era sin duda el que más temor causaba en toda Francia con su sola mención. Por eso, la posibilidad de que sus hombres lo estuvieran espiando por órdenes directas de París era no sólo posible, sino también inquietante para Tallien.
Abrazándome aún más a su vez, él me prometió averiguar quién estaba detrás de aquel burdo espionaje, y así quedó la cosa. Pero como pasaban los días y pareciera que ya había olvidado el incidente, tuve que recurrir a la segunda arma femenina por excelencia. Una que es aún más eficaz que la cizaña: me refiero, naturalmente, a los celos, y fueron ellos los que por fin obraron el milagro.
Había entre los miembros del tan infausto Comité de Vigilancia dos individuos que me miraban con igual mezcla de odio y deseo. Uno se llamaba Endron; el otro, D'Expresemil. Se trataba de dos pobres diablos que, si descontamos el oscuro lustre que da a la mirada de un hombre el ser un consumado asesino, no tenían ningún rasgo relevante. Durante unos días, en mis frecuentes trayectos desde mi casa hasta la Maison Nationale, me dediqué a atraer sus miradas y a incitar levemente su deseo hasta que Endron, el más torpe de los dos, llegó a escribirme unos versillos revolucionarios en los que desvelaba su «adoración por cierta diosa pagana».
No fue necesario más. Dos semanas más tarde, el Comité de Salvación Pública de París recibía con la natural sorpresa la noticia de que los representantes en Burdeos Tallien e Ysabeau habían acordado, siguiendo una ley del 14 de Frimaire sobre comités (una argucia legal que en realidad no logró engañar a nadie), «disolver el Comité de Vigilancia de la capital de la Gironda para reorganizarlo a su modo». La noticia causó en el comité de París la lógica sorpresa y rápidamente se mandó nota a Tallien pidiendo explicaciones. Él respondió de la siguiente forma:
Hemos creído estar de acuerdo con vosotros, conciliando la justicia y la humanidad con la inflexible severidad de la ley; todos los culpables serán castigados; pero, a su vez, los inocentes que se hallen entre los detenidos tendrán ocasión de darse a conocer. Se hará así con el solo propósito de que brille con más fuerza la justicia revolucionaria.
Cuando Tallien me enseñó esta carta antes de enviarla a París no pude menos que sonreír para mis adentros y sentir un punto de orgullo. «Conciliar justicia y humanidad», he aquí los mismos argumentos que yo retó ricamente había utilizado con él durante nuestra primera entrevista, cuando la guillotina trabajaba sin cesar bajo su ventana de la Maison Nationale y, consciente o inconscientemente, Tallien había hecho suya aquella idea. Ahora, la Viuda, desterrada a la fortaleza de Há, funcionaba sólo de vez en cuando y, mientras tanto, el hombre que antes se deleitaba escuchando tan afilada hoja silbar desde la ventana de su despacho hablaba «de la necesidad de hallar inocentes entre los culpables». Sin embargo, si yo estaba orgullosa de aquellas líneas, desde luego no ocurrió otro tanto en París. Allí la carta fue recibida con irritación y también alarma, pero aun así, por el momento no se creyó oportuno tomar medida alguna contra él. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo y mis muchos años, resulta fácil comprender que si el Comité de Salvación Pública, o lo que es lo mismo, Robespierre, no actuó con su habitual dureza al recibir dicha carta, fue sólo porque esperaba el mejor momento para asestar su golpe contra nosotros. Sin embargo, para Tallien y también para mí en ese momento, el silencio de París era un «quien calla, otorga». Y si ellos otorgaban y consentían, ¿qué me impedía a mí seguir con mi buena labor de Notre–Dame du Bon Secours?
Hay que decir que mi viejo enemigo Ysabeau también debió de malinterpretar aquel silencio de París, porque de pronto pareció volverse (casi) nuestro aliado. Él nada había dicho cuando en Burdeos comenzó a decrecer el número de ejecuciones ni cuando desmantelamos el Comité de Vigilancia, y tampoco pareció oponerse cuando yo logré de Tallien una gracia aún más arriesgada que todas las anteriores. Consistía ésta en que él fuera en persona a la fortaleza de Há para dulcificar en lo posible las condiciones de vida de los allí condenados. Confieso que mucho me hubiera gustado ser testigo de aquella escena y volver de su brazo a la prisión de la que él me había salvado para liberar, a mi vez, a otros condenados. Pero hay ciertas bellas escenas teatrales en las que es más sensato no participar. La entrada de Nuestra Señora del Buen Socorro en la prisión de Há acompañada del ciudadano Tallien habría sido una provocación demasiado grande, por eso ese día cerré incluso mi gabinete de peticiones y permanecí en casa entregada a una labor tan femenina e inofensiva como zurcir unas medias de mi hijo. Así, sólo supe de la visita de mi amante a la fortaleza, con redingote azul, banda, sable curvo y sombrero de plumas multicolores, por lo que me contaron más tarde. Las crónicas de la época citan que, a la vista de aquellos desgraciados reclusos que esperaban la muerte, Tallien se emocionó. «Él–insisten las mismas crónicas-, que había visto sin pestañear las atroces Masacres de Septiembre y el paseo de la cabeza degollada de la princesa de Lamballe. Él, que tanto sufrimiento había causado al pueblo de Burdeos, ahora lloraba viendo las condiciones en las que vivían los prisioneros de la fortaleza de Há, qué ironías».
***
Para acabar con lo sucedido aquel día las crónicas de la época recuerdan también cómo, horas después de la marcha de Tallien de la prisión, los reclusos se reunieron para componer una bella canción con la que homenajear a quienes ellos consideraban su salvadora. Llamaron a la tonadilla Trou du guichet (ventanillo) e inmediatamente sus aires traspasaron los muros de la lúgubre fortaleza para ser conocidos por todos. Dice así su letra:
Bello sexo, hay que reconocerlo,
fuiste el único que te dignaste a socorrernos.
De un servicio tan dulce
nos acordaremos siempre
y esperamos devolvértelo.
Sí, ésta es la verdad,