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Mientras esto ocurría, no muy lejos de allí, en el hotel Franklin, Tallien y yo recorríamos el uno sobre el cuerpo del otro las secretas sendas que descubriéramos el día en que él me liberó de aquella misma cárcel. Caminos que tantas veces habíamos transitado desde entonces con renovado placer.
— Siempre harás de mí lo que quieras, Thérésia–me decía-. Por una mirada tuya, mi vida, por una sonrisa, doy todo lo que soy; por una lágrima, mi alma inmortal, un día serás mi perdición.
No era un poeta el ciudadano Tallien, pero el amor es siempre el más inspirado bardo, y mucho me temo que, a tenor de sus últimas cinco palabras, también el más certero adivino. Sin embargo, esa noche nada hacía prever que se acercaran por el horizonte nuevas tempestades. Éramos tan sólo un hombre y una mujer unidos por dos pasiones. La de Tallien era yo; la mía, ayudar a los demás. Ahora y por el momento, el miedo y la muerte parecían lejanos. ¿Pero por cuánto tiempo?
ROBESPIERRE ESTRECHA SU CERCO
La noticia de que Tallien había visitado la fortaleza de Hâ para suavizar las condiciones de los prisioneros no tardó en llegar a París. El comité aún no deseaba atacarle de forma directa, pero escribió tanto a él como a Ysabeau para alertar de lo peligroso de su forma de actuar, al tiempo que revocaba todas las medidas tomadas por ellos.
— Thérésia–me dijo entonces Tallien aún con la carta en la mano-. Esto sí es el principio del fin.
— ¿Por qué dices eso? No es la primera vez que te escriben y sospecho que tampoco será la última.
— Esta vez es distinto, entre las bien elegidas frases de la carta se adivina claramente la mano de Robespierre. En realidad es un verdadero milagro que hasta ahora no haya tomado medidas contra mí.
— ¿Y por qué crees que las va a tomar ahora?
— El hombre más poderoso de Francia se caracteriza por rodearse de espías, por saberlo todo y, sin embargo, una vez lograda la información no siempre actúa de forma inmediata.
— Entonces tal vez esta carta no sea más que un aviso y no una amenaza, tranquilízate.
— No–respondió Tallien moviendo gravemente la cabeza-. A Robespierre le gusta mucho jugar con sus presas como hace el gato con los infelices ratones, pero algo me dice que esta vez hemos incurrido en eso que él eufemísticamente llama «su desaprobación». Y la desaprobación de París ya sabes lo que significa, amor mío…
Estuvimos discutiendo sobre qué sería mejor: ir a París a intentar explicarse o seguir como hasta ahora, tentando a la suerte. Yo le aconsejé lo primero.
— Es cierto que todo el mundo teme a Robespierre–razoné-, pero yo le conozco de antes de la Revolución. Aún recuerdo su frágil figura, algo similar a un pájaro; también su timidez, su vulnerabilidad; es imposible que haya cambiado tanto.
Tallien sonrió tristemente y me tomó en sus brazos.
— Ay, vida mía, unas veces eres tan sabia y otras tan deliciosamente ingenua. ¿Acaso ignoras en lo que se ha convertido tu viejo conocido? ¿No sabes de sobra lo que dicen por ahí? Desde que no lo ves ha cambiado mucho. Es cierto que aún vive modestamente realquilado en casa de un ebanista de nombre Duplay en la Rue Saint–Honoré, pero todo ese despliegue de humildad no es más que una cuidada puesta en escena de las que a ti tanto te gustan.
— ¿A mí? — pregunté muy sorprendida, porque desde luego la modestia no era mi escenografía preferida en absoluto.
— Me refiero a tu amor por el teatro, mi bien. Pero no todos eligen decorados favorecedores como haces tú. Algunos, como el virtuoso Robespierre, prefieren como compañeros de escena las ratas y la miseria. Él exhibe su virtud y su pobreza como en un escaparate, incluso disfruta viviendo bajo el escrutinio de sus caseros, que vigilan a su dios y huésped como a una figura sagrada. Desde ese humilde cuartucho pero curiosamente adornado sólo por retratos suyos en diversas posturas y actitudes, controla el Comité de Salvación Pública y a través de él a toda Francia. Desde allí ha ordenado el sometimiento de las provincias a sangre y fuego para que vuelvan a la ortodoxia revolucionaria, desde allí maneja a sus colegas de la Convención para que voten lo que él considera más útil para la República. Y huelga decir que lo más útil para «el Incorruptible», como le gusta que le llamen, es siempre la delación, la sumisión, también la muerte.
— ¡Entonces no vayas a París! — le supliqué-. Al menos aquí, en Burdeos, estamos lejos de ese iluminado. ¿Qué ganas con meterte en la boca del lobo?
— A veces ocurre que hasta los lobos acaban viendo cómo se les desgastan los colmillos de tanto morder, de tanto matar, Thérésia. Yo también tengo mis espías en París y ellos afirman que algo apenas imperceptible indica que los vientos están rolando y que los ánimos revolucionarios comienzan a templarse. Fouché, por ejemplo…
No era la primera vez que oía aquel nombre que era capaz de producir en mí tantos o más escalofríos que el de Robespierre. Al igual que Tallien era representante de París en Burdeos, Joseph Fouché lo era en Lyon. Y desde allí, aquel oscuro y untuoso ex seminarista nacido en Le Pellerin se había granjeado fama de implacable, lo que en los tiempos que corrían era ya mucho decir. Para que se hagan una idea, era conocido con el apodo de le mitrailleur o ametrallador por su manera de matar prisioneros a cañonazos en plena vía pública. El modo en que había sometido a la población de Lyon era considerado ejemplo de infinita crueldad en una época en que la crueldad era la norma. Si esos imperceptibles vientos de cambio a los que hacía alusión Tallien tenían como figura destacada a Fouché, yo casi prefería a Robespierre. Así se lo dije a mi amante, pero él volvió a negar suavemente con la cabeza.
— No, Thérésia, no quiero poner a Fouché como ejemplo de moderación, pero sí de buen olfato. Él siempre sabe cuándo las cosas apuntan cambios y procura adelantarse a ellos. Según mis espías, está pensando en pasarse a los ahora moderados con Danton y Desmoulins a la cabeza y propiciar la creación de un tribunal de indulgencia que acabe con tanto horror como hay en todo el país. De hecho, desde hace unas semanas la guillotina en Lyon funciona más lenta, e incluso Fouché ha mandado suprimir sus mitraillades. Se diría que del Saulo revolucionario a punto está de surgir un humano san Pablo.
— No confío en absoluto en los conversos–intervine-, pero si, como dices, algunos comienzan a mostrarse cansados de tanta sangre y las cosas empiezan a cambiar en París, quizá sea ésa la razón por la que no han tomado medidas contra nosotros hasta el momento. ¿No crees?
— Confiemos en que así sea, y si los vientos, en efecto, están a punto de rolar, vida mía, sería muy bueno que yo fuera a París para comprobarlo.
— Es muy peligroso…
— Quizá sí, pero a veces es mejor adelantarse a los acontecimientos. Una vez allí, veré qué es más conveniente, si hablar con el Incorruptible e intentar justificar mis actuaciones o unirme a un grupo moderado si éste tiene alguna probabilidad de prosperar.
Yo asentí con la cabeza sin demasiada convicción. La idea de quedarme sola en Burdeos sin la protección de Tallien y a merced de Ysabeau no era del todo tranquilizadora, pero había algo que me protegía: hasta entonces, bien por indolencia o bien porque esperaba el momento perfecto para traicionarnos y ese momento nunca llegó, Ysabeau se había convertido en nuestro cómplice involuntario. Y su silencio lo incapacitaba para rebelarse ahora, puesto que era ya demasiado lo que había transigido. Qué extraño, cavilaba yo, que hasta los hombres más implacables como Ysabeau o Fouché se fueran volviendo menos rigurosos. Tal vez el fino olfato de este último estuviera en lo cierto y, en efecto, algo imperceptible comenzaba a cambiar en Francia. Al fin y al cabo, me dije esperanzada, hasta las fieras más sanguinarias tarde o temprano comienzan a sentirse ahítas de tanta sangre.
Tallien partió para París y yo me dispuse a esperar sus noticias procurando pasar lo más inadvertida posible. Nada de paseos con atuendos revolucionarios, nada de reuniones de amigos en el hotel Franklin. Temía que con la partida de mi protector asomaran de sus madrigueras todos los topos y comadrejas, todos los espías e informantes que pululaban entonces en las ciudades. Si bien las delaciones no estaban tan a la orden del día como antes, cualquier información podía convertirse en cara mercancía. En tiempos inciertos, todo cambia con extrema rapidez y sin que uno sepa bien por qué, de ahí que Nuestra Señora del Buen Socorro se refugiara en la vida familiar. Visitaba ciertas tardes a tío Dominique, paseaba con Frenelle, me ocupaba de enseñar a leer a Théodore y, mientras tanto, una noticia buena y una mala iban a señalar la llegada del mes de Ventôse del año u o, lo que es lo mismo, de marzo de 1794. La buena llegó en una carta de París y en ella Tallien me comunicaba entre calurosas expresiones de amor que se había presentado ante la Convención y, consciente de que la mejor defensa es un buen ataque, había proclamado audazmente su republicanismo con tanta elocuencia que logró acallar las reticencias de la Cámara.
«Tenía razón el joven zorro Fouché–rezaba la carta-. Decididamente, los vientos han comenzado a rolar en París, puesto que incluso me han aplaudido cuando grité con voz apasionada: "¡Ciudadanos, en Burdeos hemos sido lo suficientemente afortunados como para devolver esta importante municipalidad a la República sin haber vertido una sola gota de sangre patriota!»».
La carta de Tallien continuaba explicando cómo, ya fuera porque las frases altisonantes de uno u otro signo todavía producían buen efecto entre los diputados, o bien porque éstos estaban fatigados de ver siempre las mismas caras, su entusiasmo les había resultado muy atractivo. Hasta tal punto que el 21 de marzo decidieron elegirle a él, que casi había llegado a París como sospechoso y culpable de traición, nada menos que presidente de la Convención Nacional.
«¡Tallien presidente!», me decía yo leyendo y releyendo aquellas líneas y aún sin poderlo creer. No se me escapaba que dicho cargo rotaba cada quince días y que su peso en la Cámara no pasaba de ser prácticamente ornamental, ya que el poder lo seguía ostentando el Incorruptible. Pero aun así, que un joven de veinticinco años venido del interior del país y acusado de «tibieza revolucionaria» fuera invitado a ocuparlo era mucho más de lo que Tallien y yo jamás nos hubiéramos atrevido a soñar.
No obstante, si él se había vuelto un punto más invulnerable a los ataques frontales de Robespierre gracias a su importante puesto en la Convención, éste seguía actuando y reinando a su antojo. Es necesario apuntar que Maximilien de Robespierre era tan extraño y contradictorio en sus reacciones como lo era en su forma de vida o en su aspecto físico. Al revelador dato de que vivía modestísimamente en casa de un ebanista pero rodeado de multitud de retratos suyos, hay que añadir más circunstancias interesantes para aquellos que aman estudiar el comportamiento humano. El Incorruptible, por ejemplo, a pesar de ser el exponente máximo de la ortodoxia revolucionaria, no dejó nunca de vestir la tan denostada casaca de seda de los representantes del Antiguo Régimen, complementada, eso sí, con medias de algodón, porque, según él, su economía no daba para más. Paradójicamente cumplidor de los mandamientos de la Iglesia que tanto había contribuido a destruir, presumía de no robar, codiciar, mentir ni fornicar; en realidad, y para ser exactos, él sólo mataba. De este modo, puede decirse que era capaz de conjugar en su persona todos los pecados capitales y sus antónimos: la humildad de vivir como un pordiosero con la soberbia de que su cuartucho estuviera adornado únicamente con retratos de su persona; la virtud de ser un hombre sin pasiones sexuales y a la vez lujurioso en su amor a sí mismo y a su personaje. Conjugaba también y de modo admirable dedicación con molicie, envidia con indiferencia. Y avaricia y prodigalidad, gula y templanza, y así hasta completar la tabla de los Diez Mandamientos y también los siete pecados capitales. Por eso, y por que era además imprevisible y taimado, Robespierre no actuó directamente contra Tallien, a quien tenía tan a mano en París, sino que tomó la decisión de minar primero su retaguardia. Y esa retaguardia se llamaba Burdeos, y se llamaba, sobre todo, Teresa Cabarrús.
EL FRACASO DE CLEOPATRA
El instrumento del que había de valerse el Incorruptible, en otras palabras, el vigilante o espía que envió a Burdeos para controlar qué estaba haciendo yo en ausencia de Tallien tenía un bello rostro infantil. Aún no había cumplido veinte años y, para que todo estuviera de acuerdo con la estética del momento, podía presumir de un nombre de sonoridad romana clásica, puesto que se llamaba Marc–Antoine Jullien. Hay que decir además que, pese a su tierna edad, era tan fiel a los espartanos principios de la Revolución como su amo y por tanto gran devoto de esa religión republicana para la que la virtud no es un desiderátum, sino una ley implacable que hay que imponer, si se puede, con la razón, y si no, con sangre.
Como es natural, lo primero que hice al enterarme de la llegada de tan joven tribuno fue invitarle a cenar. Tallien posiblemente hubiera desaprobado mi hospitalidad alertándome de que no me fiara de nadie que viniera de parte del temido Comité de Salvación Pública, pero Tallien estaba en París y sus cartas, cada vez menos optimistas respecto de lo que allí estaba ocurriendo, me llegaban muy de tarde en tarde. De sobra sabía yo que Jullien era un espía de París del que debía defenderme, pero nunca me resisto, antes de adoptar otras estrategias, a probar los tan eficaces instrumentos con los que la naturaleza nos ha dotado a todas las mujeres; me refiero naturellement a eso que los hombres llaman despectivamente «las armas femeninas».
Para la velada íntima con la que me dispuse a agasajarle tuve la precaución de no invitar al ciudadano Ysabeau. Él seguía tan refractario a mis encantos como siempre, y sin embargo, durante la ausencia de Tallien había seguido aplicando la política benevolente de éste. Hasta tal punto se mostraba magnánimo con los buenos ciudadanos de Burdeos, que días atrás, por ejemplo, al asistir el représentant en mission a una obra de teatro, había sido ovacionado por todos los concurrentes puestos en pie. Muchos secreteaban que su «transformación» era debida al efecto que sobre él ejercían los encantos de esta Notre–Dame du Bon Secours, servidora de todos ustedes, pero a mí jamás me ha gustado adornarme con plumas ajenas. La blanca y frágil mano que guiaba la antes sanguinaria diestra de Ysabeau tenía otro nombre que no era Teresa. Uno masculino que no develaré por prudencia. Y es que las manos de los efebos pueden ser tan bellas y samaritanas como las femeninas, e incluso tanto o más inflexibles que las nuestras en su dulce tiranía.
Yo estaba segura de que si el joven Jullien sospechase siquiera de las inclinaciones de Ysabeau, ése podría ser su fin, por eso preferí convertir la cena de bienvenida del primero en un tête–a–tête, en una agradable fiesta á deux. Creo que estaba bastante guapa esa noche con mi tenue patriótica. Elegí para la velada una túnica blanca, ni demasiado provocativa ni demasiado pacata. «Correcta», según diagnóstico de Frenelle que, como siempre, seguía mostrándose crítica con mis atuendos. Por eso, y siguiendo sus consejos, decidí sustituir la ancha banda tricolor que solía lucir en veladas como ésta por otra más estrecha y discreta. También me esmeré con el peinado y, en vez de lucir el gorro frigio que a mi invitado podría parecerle un intento de impostar un republicanismo poco convencido, preferí no cubrir mi cabello a lo Tito ni adornarlo con aditamento alguno. Ante un adversario tan reputadamente austero, me dije, lo mejor es dar la impresión de que una no se ha arreglado casi, aunque lo cierto fuera que había pasado horas preparando mi aspecto despreocupado y casual. Al pasar frente al espejo del vestíbulo, comprobé el efecto general, charmant es la palabra que mejor lo describe y creo, modestia aparte, que en ello hubiera estado de acuerdo cualquier miembro del sexo masculino. Sin embargo, todos estos detalles de mi aspecto, así como otros muy hermosos y sutiles de la decoración de mi casa y de la mise en scéne que procuré cuidar con mimo, estaban destinados, me temo, a estrellarse contra la más irritante indiferencia.
Una vez que Frenelle anunciara su llegada, encontré a aquel jovencito repantigado en mi sillón favorito mirando a través a la ventana con expresión aburrida. Ni siquiera se puso en pie al verme entrar, pero naturalmente no me desanimé por tan poca cosa, al contrario, adoro cuando los hombres comienzan una velada a la defensiva. «Espera, querido Marco Antonio–dije para mis adentros mientras le tendía la mano de un modo encantador-, ya veremos quién quema sus naves esta noche».
— ¿Puedo ofreceros un jerez de mi tierra, ciudadano? — le propuse a continuación mientras me acercaba más a él procurando que la luz de las velas hiciera brillar mis ojos del modo más favorecedor.
— No. Prefiero un buen vino de la mía–respondió él sin una sonrisa.
Me detuve a estudiarlo. Parecía aún más joven que sus diecinueve años, uno menos que yo entonces. En su rostro infantil apenas sombreaba un atisbo de barba, entremezclada con un acné virulento que desfiguraba unos rasgos que, de otro modo, hubieran sido bellos. A pesar de su aspecto indolente se le veía incómodo, por lo que antes de desplegar ciertas armas que considero, modestamente, infalibles, decidí darle una tregua. «Dejemos que el vino de Burdeos y la cena ablanden este corazón tan duro», me dije, y me ocupé de que pasáramos sin más preámbulos a la mesa que se encontraba situada detrás de un discreto biombo. Mi acomodo en el hotel Franklin era modesto, y la misma habitación que de día servía de despacho para Nuestra Señora del Buen Socorro, de noche se convertía en salón y comedor a la vez.
— Ciudadano Jullien–le dije cogiéndole del brazo para dirigirnos a la mesa mientras él no dejaba de observar todo lo que veía a su paso: mi secreter lleno de papeles, los libros, también los instrumentos musicales que mencionó el conde de Paroy en su descripción de mis aposentos-. ¿Os gusta el sonido de la guitarra española? — aventuré -. Tal vez después de la cena me permitiréis que toque y cante para vos.
Él no dijo ni sí ni no. Y, con este poco alentador panorama, nos sentamos a la mesa. Mientras dábamos cuenta de un pot–au–feau tan sabroso como humilde me dediqué a llevar la conversación hacia esos temas que los buenos revolucionarios suelen apreciar. Hablé primero de las cosechas de trigo («Cada vez más abundantes, qué gran riqueza para nuestro país, ¿verdad, ciudadano?»). Saqué después el tema de la labor vigilante y maternal de la ciudad de París sobre el resto de Francia («Qué importante es que la capital se ocupe de velar por la ortodoxia y la preservación de nuestra gloriosa República, ¿cierto, ciudadano?»). E intenté por fin hablar de la necesaria educación de los jóvenes («Hace un año tuve la fortuna de dirigir a los bordeleses un magnífico escrito del ciudadano Lacombe sobre el tema. ¿Queréis verlo, ciudadano?»). Pero una y otra vez y a pesar de que con deliberada frecuencia reponía yo la copa de este impertérrito Marco Antonio como la más solícita de las Cleopatras con ánimo de disolver en alcohol tan recalcitrante corazón, todos mis intentos se estrellaron contra un muro de indiferencia. Ni siquiera cuando, una vez acabada la cena, recurrí a mi guitarra y entoné alguna coplilla española, algo que suele deleitar a todo el mundo, conseguí arrancar de aquellos labios la más tenue de las sonrisas. ¡Pero si incluso se permitió bostezar ese muchachito insufrible cuando entoné un tanguillo! Por fin, cansada, exhausta y también medio beoda por todo el vino de Burdeos que había ingerido, esta fracasada Cleopatra decidió replegar sus velas y dar por perdida la noche. «Una retirada a tiempo también es una victoria», me dije mientras aquel lechuguino lleno de granos se despedía de mí con el mismo aire glacial con el que había venido. Nunca en mi vida he tenido tan poco éxito con un hombre, vaya nochecita….
***
Sin embargo, no soy mujer que se dé fácilmente por vencida y, cuando las armas femeninas fracasan, no me duelen prendas en empuñar las masculinas. Con ello no me refiero a las que hieren y cortan, éstas nunca resultan del todo eficaces en nuestras manos; hablo de las relacionadas con el dinero, unas armas a las que las mujeres lamentablemente no siempre tenemos acceso, pero cuando es el caso de que las poseemos, sin duda hacemos excelente uso de ellas.
Así, un par de semanas más tarde, y aún haciendo esfuerzos (y maldita la gracia que me hacía) para congraciarme con mi joven espía, le envié la siguiente nota:
Al ciudadano Marco Antonio Jullien de la ciudadana Teresa Cabarrús:
Me complace poder informaros de que, con la ayuda de mi tío Dominique, me dispongo a abrir un almacén de producción de salitre. Hago votos por que este deseo mío sea bien recibido por alguien que conoce lo imprescindible que ese ingrediente es para la fabricación de pólvora. Como bien sabéis, ésta es una industria declarada de utilidad pública debido a la gran necesidad que Francia tiene de ella para luchar contra el enemigo extranjero que amenaza nuestra gloriosa Revolución. ¡Viva nuestra República! ¡Vivan todos los valientes soldados que en el frente dan sus vidas por nuestra gloriosa patria!
Fracasé por segunda vez. Ni me contestó.