38607.fb2 La cinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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— No tardarás en saberlo, ma chére…

***

Salimos de Burdeos no de noche sino a plena luz del día para no despertar sospechas, tal como si fuéramos a dar un paseo a caballo. Los amables ciudadanos que se asomaban a sus ventanas para saludar o agradecer mi ayuda en favor de alguno de sus allegados se habrían sorprendido enormemente de saber que, bajo nuestros capotes de paseo, llevábamos alegres corpiños más propios de una ramera que de Nuestra Señora del Buen Socorro, enaguas de colores como las que usan las zíngaras, medias rojas y también cascabeles en los zapatos y esclavas en los tobillos. Sí, con estas únicas armas emprendimos Frenelle y yo un viaje que iba a durar tres días con sus noches. Sobre lo que aconteció durante el camino, mi hija María Luisa insiste en que corra eso que los castizos llaman un tupido velo, o mejor aún, que mienta. «Por tu bien, mamá, y por el de todos nosotros, tus hijos, sáltate esta parte, te lo suplico. Además, ¿qué aporta a tu historia lo que pudo suceder en la ruta? Nada en absoluto, se trata sólo de una escena de tránsito y sin consecuencias para lo que se narra más adelante. ¿A quién puede importarle el uso que Frenelle y tú hicisteis durante esos tres días de, cómo decirlo, de vuestras enaguas, esclavas o corpiños?».

Comprendo lo que dice mi pequeña María Luisa. A ella, como a todas las muchachas de esta época tan pacífica y por tanto pacata y puritana que le ha tocado vivir, le avergüenzan ciertas escenas de las que llaman «de cama». Más aún si éstas no tienen lugar entre mullidos colchones, sino en lugares mucho más incómodos y miserables como pajares o cunetas y tienen a su madre como protagonista. Está bien, hija mía, procuraré ahorrarte ciertas circunstancias. Pero lo que no me resigno a omitir es de qué modo surgió el apodo de Babette Cinco Leguas y cómo hice uso de ese nombre; creo que tu puritana censura no se verá agraviada por esta curiosa historia.

Corría por aquel entonces la leyenda de que había habido una ladrona gitana de nombre Babette que, junto con su hermana gemela, murió una noche de luna a manos de los forajidos. Se decía que aquellas dos muchachas habían perecido a cinco leguas de distancia de su campamento, pero que antes de expirar alcanzaron a echar una maldición a sus asesinos. Por lo visto, desde ese día y siempre según la leyenda, las dos mujeres salían al paso de los sans–culottes, ladrones o viajeros para pedir su protección durante cinco leguas, exactamente cinco. La historia tenía todo el aspecto de ser falsa. Con la cantidad de muertes y violaciones que se producían en los caminos de Francia, lo más normal era que la ruta estuviese infestada de fantasmas y almas en pena como la tal Babette Cinco Leguas, pero aun así no era cuestión de desaprovechar aquella leyenda llena de posibilidades. He aquí como Frenelle y yo nos valimos de aquellos fantasmas para caminar a salvo muchas más leguas que cinco.

Después de viajar un largo trecho sin contratiempos, llegó el momento de atravesar una región especialmente peligrosa. Era una noche de luna clara y Frenelle y yo viajábamos envueltas en nuestros capotes. Así pudimos ver cómo en un recodo del camino, y apenas disimulados entre los arbustos, acechaban dos hombres que no tardaron en salirnos al paso deteniendo nuestras cabalgaduras.

— Déjame hablar a mí y no digas ni una palabra–le susurré a Frenelle mientras se acercaban, y ella se envolvió aún más en su capote de viaje. Temblaba.

— ¿Quién va? — dijo uno de ellos. Y pude ver que se trataba de un hombre alto y malencarado con una cicatriz que le atravesaba el rostro. Me apresté a responderle y alzando la voz declaré:

— Somos las sin nombre.

El tipo aquel lanzó un juramento al tiempo que decía:

— ¿Y qué queréis decir con eso? Hablad, porque vuestra vida nada vale, a menos que tengáis algo que nos merezca la pena.

Yo entonces descubrí mi cara, que resplandecía muy blanca a la luz de la luna, y lo miré sonriente al tiempo que hacía brillar y tintinear las pulseras que adornaban mis muñecas.

— Cinco leguas–dije-. Tu vida por cinco leguas.

Vi entonces cómo aquel hombre palidecía y se echaba hacia atrás. Su compañero, en cambio, que era más joven y burdo, no se amilanó. Fue hacia mí haciendo ademán de desmontarme de mi cabalgadura. Casi lo había conseguido cuando de un puñetazo lo derribaron y rodó al suelo. Era su compañero, el de la cicatriz, quien así procedió, y cuando el agredido ya se disponía a ir hacia él desnudando la hoja de su cuchillo, el primero alzó su mano al tiempo que decía:

— Desgraciado, ¿no te das cuenta? Es ella, Babette.

Nunca un nombre sonó tan dulce a mis oídos: Babette. Y ni siquiera había hecho falta que yo lo pronunciase en ningún momento para que el fulano de la cicatriz temblara de pies a cabeza. Su compañero, para quien sin duda el nombre no significaba nada, intentó replicar, pero era evidente que, de los dos, el de la marca en la cara era el jefe. Por si podía servir de algo, en ese momento yo abrí mi capote y permití que la luna descubriera el resto de mi atuendo de zíngara: la camisa muy blanca y vaporosa abierta hasta el pecho, el corpiño lleno de cintas, las esclavas de mis tobillos, las enaguas de colores, las medias rojas…

Ignoro si aquella cicatriz que el hombre tenía en la cara estaba relacionada de algún modo trágico con la tal Babette y hubiera sido una torpeza por mi parte preguntárselo. Lo que sí sé es que esa noche Frenelle y yo viajamos no cinco, sino muchas leguas más escoltadas por dos forajidos. Por fin, cuando vi que las luces del alba podían quebrar el hechizo, miré al hombre y, señalando un bosquecillo próximo, dije con mi mejor voz de ultratumba: «Babette ha llegado a su casa». Nos despedimos y ésa fue la última vez que los vi, a él y a su camarada. Ahora que soy vieja puedo decir que nunca en toda mi vida he viajado en tan silente, segura y respetuosa compañía, de modo que Dios (o la diosa Razón) bendiga a la tal Babette dondequiera que esté. Yo no creo en los fantasmas, pero desde aquel viaje les estoy enormemente agradecida.

Por desgracia, no todas las compañías indeseadas que encontramos en nuestro camino eran tan crédulas como aquellos dos ladrones. Otros tipos con los que tropezamos después se mostraron más difíciles de contentar hasta que esta «fantasma» servidora de todos ustedes no tuvo más remedio que mostrarse más carnal y hacerles comprender que tanto Frenelle como yo estábamos dispuestas a compartir con ellos una jarra de mal vino e incluso su jergón de paja si era menester. Ésta es, naturalmente, la parte del viaje que mi hija María Luisa desea que omita. ¿Te escandalizas, pequeña mía? ¿Te produce rubor y pena imaginar a la muy respetable marquesa de Fontenay, más tarde madame Thermidor y luego princesa de Caraman–Chimay como una vulgar ramera? He aquí sin duda la mayor dificultad con la que se encuentra un cronista cuando habla de tiempos duros o simplemente pretéritos. Quien lee, juzga siempre desde la atalaya de su cómoda vida presente, tan ordenada, tan entre algodones. Aquellos eran tiempos rudos, María Luisa, y las cosas que ocurrían eran igualmente rudas. Tanto como favores y besos vendidos por un mendrugo de pan o por un salvoconducto. Tanto como tres noches en pajares y cunetas abrazadas Frenelle y yo a cuerpos empapados en alcohol y llenos de piojos. Tanto como bailar desnudas para agradar a un posadero. Tanto como… Rellene el amable lector los puntos suspensivos con su imaginación. Nada de lo que alcance a elucubrar será tan sórdido como lo que vivimos mi amiga y yo en aquel viaje.

DE NUEVO EN CASA

Fontenay–aux–Roses estaba más hermosa que nunca. O tal vez fueran los ojos de quien mucho ha tenido que penar para llegar allí los que la embellecían. Sea por la razón que fuere, aquella casa en la que durante mi matrimonio yo había sido (casi) feliz se me antojó el paraíso. La temprana primavera de 1794 estallaba en cada macizo de hortensias, en cada parterre de rosas, en cada brote de hiedra tierna, mientras que la casa, a pesar de haber estado cerrada durante tanto tiempo, conservaba intacto ese encanto que la había hecho célebre entre mis antiguos amigos. A medida que Frenelle y yo nos acercábamos al edificio principal por el camino lleno de maleza, no podía evitar el recuerdo de aquellas ya lejanas meriendas sobre la hierba, los helados de leche fresca, las conversaciones indolentes, los amores despreocupados. Sí, todos los fantasmas de pasadas glorias estaban allí, muy vívidos, saludando a aquella Babette vestida de zíngara con el cuerpo y el alma magullados pero feliz por estar de nuevo en el jardín del Edén del que un día fuera expulsada.

Después de abrazarnos con Bidos, que también había llegado sano y salvo, lo primero que hicimos tras desembarazarnos de nuestros capotes de viaje fue recorrer una a una las estancias, abrir las ventanas, dejar que la luz y la vida volvieran a iluminar aquellas habitaciones dormidas, riendo como dos niñas. Al cabo de unos minutos, me volví alegremente hacia Bidos para preguntarle qué noticias había de Tallien, y aunque me respondió que ninguna, yo no estaba dispuesta a que nada me robara el delicioso placer de despertar a Fontenay–aux–Roses, que, al conjuro de nuestras risas y como esas casas encantadas de los cuentos, poco a poco empezaba a desperezarse, a volver a la vida. Fue sólo varias horas más tarde, después de darme un buen baño y comer algo, cuando volví a pensar en Tallien y decidí enviarle unas líneas. No tener noticias suyas era sin duda un mal presagio, pero no permití que ninguno de mis temores se trasluciera en aquella corta misiva. En ella le decía escuetamente y con el aire más despreocupado y ligero posible que estaba ya en Fontenay, que había llegado sin demasiados contratiempos y que esperaba su visita.

Tallien acudió no a la mañana siguiente, como yo había previsto, dada su devoción por mí, sino dos días más tarde, y en cuanto lo vi me di cuenta de que algo en él había cambiado. Me abrazó con gran ternura, es cierto, y me cubrió de besos y de bellas palabras como era habitual. También el timbre de su voz mantenía ese mínimo temblor reverente que no podía controlar al hablar conmigo, y sus manos al rozarme eran tan trémulas y devotas como siempre lo habían sido. Sin embargo, a la extraña turbación que le causaba mi presencia había que añadir ahora algunos nuevos desasosiegos. Se le veía encogido, amedrentado. Aquel arrojo que le llevaba a desafiar a la autoridad para complacerme y que yo llegué a confundir con gallardía había desaparecido por completo. En su lugar encontré a un hombre vacilante, desconfiado, que parecía mirar con recelo hacia un lado y otro, y esta nueva actitud dominaba todos sus actos. Yo quería, por ejemplo, que nos sentáramos a departir en la biblioteca ante un gran ventanal desde el que podía verse el jardín lleno de flores, pero él insistió en hacerlo en un sitio más recogido. «Uno más seguro», dijo, y luego, como quien teme que las paredes oigan, en voz tan pausada como baja fue contándome detalles de todo lo que había pasado en París en las últimas semanas.

Habló de sus esfuerzos como presidente de la Convención por defender la vida de los indulgentes y en especial la de Danton. «No sabes en lo que se ha convertido la Asamblea, Thérésia. Cualquier cosa que uno diga se estrella irremediablemente con dos inexpugnables muros. Primero, contra la oratoria de Robespierre, que exhibe siempre, tras sus palabras, la amenaza de la guillotina. Y segundo, contra el miedo pánico que le profesan todos los diputados y que les obliga a apoyar sin reservas cualquier consigna que él dicte, cualquier disparate con tal de conservar la cabeza sobre los hombros».

— Y lo peor de todo, Thérésia–continuó diciendo Tallien mientras tomaba mi mano entre las suyas sudorosas-, es la forma en la que «él» mira. O peor aún, cómo mira a través de una persona fingiendo no verla, porque ésa es la señal de que pronto asestará un nuevo golpe. Y ahora, desde hace unos días, noto que «él» me ignora, que pasa por mi lado hablando con otros al tiempo que deja, sólo por un segundo, que resbalen sobre mí sus ojos duros y brillantes como dos escarabajos. Él…

He observado que cuando las personas, y en especial los hombres, utilizan sólo un pronombre para hablar de alguien, significa una de estas dos cosas: que sienten por él o ella una gran veneración o bien un gran temor. Dicho pronombre personal no podía referirse, naturalmente, a otro que al Incorruptible, el hombre más temido de Francia, ese que, invocando a la Virtud, hacía caer una y otra vez la hoja de la guillotina. Tallien pasó un dedo trémulo entre el cuello de su camisa como si éste le oprimiera y luego continuó:

— Pero lo peor de todo son ciertas palabras que han llegado a mis oídos ayer mismo. Siempre hay un buen amigo o un mercachifle de malas noticias que le cuenta a uno estas cosas, mi bien. «Ese Tallien me da escalofríos», dicen que dijo el otro día a la salida de la Convención. Y esas palabras, Thérésia, en sus labios son tanto como una sentencia de muerte.

Yo le escuchaba con suma atención, pero al mismo tiempo era víctima de sentimientos contradictorios. Por un lado, existía en mí el inevitable temor de lo que podía significar para ambos estar en el punto de mira del Incorruptible, pero por otro no podía evitar sentir de pronto hacia Tallien un cierto desprecio por su miedo, por su debilidad. Qué extraños son los afectos, me decía mirando aquel rostro y aquel cuerpo rudo que tantas veces había abrazado, qué caprichosos e imprevisibles pueden ser a veces los sentimientos que nos hacen, en según qué ocasiones, amar a la persona más inadecuada, incluso, como en mi caso, a un canalla, a un ladrón o un asesino. Hasta que un buen día, y nadie sabe por qué, el encanto se quiebra y entonces esa persona nos parece aún más despreciable de lo que ya es no por sus pecados, que siempre conocimos, sino precisamente por el hecho de haberla amado, o al menos de haberla deseado. Y es que todos creemos que se ama a alguien por sus virtudes o por sus atributos, sean éstos físicos o morales, pero es mentira. jamás se ama o se desea a alguien por sus virtudes, por muy grandes que éstas sean, sino siempre a pesar de sus defectos.

Huelga decir que estas dos últimas reflexiones no las hice en ese momento. A los veinte años no se conoce del amor nada más que sus impulsos, a los que yo me entregaba sin hacer preguntas. Pero lo que sí puedo afirmar es que, de pronto, esa mañana noté claramente cómo cambiaban mis sentimientos hacia Tallien. Lo vi empequeñecido, más bajo y mucho más ruin. Ahora que soy vieja sé que existe en nuestras vidas, y sobre todo en nuestros afectos, un extraño dispositivo, algo así como una llave de paso que hace que todo cambie en un segundo, bien encendiéndose de pronto una llama, bien apagándose para siempre. Pasado el tiempo, uno puede dar todo tipo de inteligentes razones para explicar qué produce ese mágico y por otro lado tan caprichoso chispazo o qué lo extingue. Yo podría decir ahora, desde la atalaya de mis sesenta y dos años, que si de pronto se me quebró el amor y comencé a ver a Tallien con otros ojos fue por su cobardía ante el peligro inminente. Por esa pusilanimidad, o peor aún, falta de hombría, que, confesémoslo o no, influye en la opinión que nosotras tenemos de un hombre. Podría decir que se me cayó de pronto la venda de los ojos y lo vi tal cual era: un oportunista, un asesino y ahora además un cobarde, pero nada de esto pensé entonces, sólo noté cómo se extinguía en mí aquella mágica llama.

— ¿Debo entender entonces, monsieur–le dije usando deliberadamente ese apelativo que tan proscrito estaba en nuestra Revolución-, que la Convención no sólo está llena de timoratos, sino que tiene por presidente al más cobarde de todos ellos? ¿A alguien como vos, Tallien, que no posee ni la fuerza ni la voluntad para luchar contra un hombre que, por más incorruptible que se diga, no es más que un pobre diablo?

— ¿Cómo puedes hablar así de él? — se escandalizó Tallien-. ¿No sabes acaso que toda Francia tiembla con sólo oír su nombre, y que no hay otra ley que su palabra?

— Palabras–le respondí con desdén-, eso es lo único que tenéis vosotros, los hombres. Huecas, ampulosas, vacías y estúpidas palabras. La Convención está llena de ellas, pero las palabras no matan.

— Sí lo hacen, vida mía. Matan, arruinan, guillotinan. ¿Qué es lo que intentas decirme, Thérésia?, ¿qué es lo que quieres de mí?

— Nada, sólo que si las palabras matan, también las tuyas pueden hacerlo. Yo he sido testigo de cómo tus arengas enardecían al populacho muchas veces. Lo hicieron durante las Masacres de Septiembre, ¿no es así? También conozco tus dotes oratorias a la hora de azuzar a los verdugos del Comité de Vigilancia de Burdeos para que la guillotina funcionase con más presteza. Y sé por fin, aunque tú no me lo hayas contado, todo lo que fuiste capaz de hacer y de decir en Tours como representante y represor antes de que nos conociéramos. Sí, tienes razón, Tallien, tus palabras matan. Úsalas entonces contra el Incorruptible, libra a Francia de ese monstruo, tú puedes hacerlo. Y, por lo que más quieras, de ahora en adelante, cuando hables de él, pronuncia su nombre, no lo omitas como si estuvieras hablando de Dios y temieras decir su nombre en vano. Se llama Maximilien de Robespierre y es un hombre de carne y hueso como cualquier otro, incluso tiene el cuello más delgado que la mayoría; uno que tú podrías muy bien cercenar, Tallien, sólo es cuestión de audacia. Si de verdad me amaras, lo harías.

«Si de verdad me amaras». He aquí un ábrete sésamo femenino viejo como el mundo que puede encontrarse detrás de multitud de gestas masculinas. Son sólo cinco palabras, pero tan eficaces que a veces da rubor recurrir a ellas de puro torticeras. ¿Quién de nosotras no las ha usado alguna vez? Y funcionan siempre porque apelan a las dos cosas que más valoran ellos: su ego y su hombría. Por lo general, no me agrada utilizar recursos tan tramposos, pero no era aquél momento de desdeñar arma alguna. Por eso pronuncié esas cinco palabras muy despacio y luego me detuve a ver qué efecto causaban en Tallien. Él permaneció en silencio unos minutos y a continuación, tomando su sombrero, tan ostentoso y florido, tan revolucionario e incongruente con su actual estado de ánimo, se dirigió a la puerta. «Me pides demasiado», fue lo único que dijo. Sin embargo, algo en el extraño brillo de sus tristes ojos me hizo intuir que mis palabras no habían caído en tierra baldía. Tallien siempre cumplía mis deseos. Pobre Tallien.

PARÍS EN TIEMPOS DEL TERROR

Por aquel entonces, París era un monstruo que se devoraba a sí mismo en un continuo afán de depuración. De la ciudad alegre y confiada que un día fue, se había convertido ahora en un nido de delatores en el que todos se observaban para acusarse unos a otros de falta de patriotismo o de connivencia con alguno de los miembros de los partidos derrotados. Las secciones populares que tanto ayudaron al triunfo de la República estaban ahora cerradas, e incluso entre los jacobinos, el partido al que pertenecía Robespierre, nadie se atrevía a hablar excepto los funcionarios del Comité de Salvación Pública, que eran, precisamente, los encargados de sembrar el terror. Porque tenía razón Tallien: las palabras mataban. Y esto lo sabían no sólo los responsables del temido comité, sino también los responsables de todas las publicaciones y periódicos que con sus escritos incendiarios tanto habían contribuido primero a la muerte del Rey y, más adelante, al triunfo del Terror. Porque, ¿acaso no habían sido sus propias e incendiarias palabras las que, a la postre, acabaron tanto con Danton como con Hébert y también con el bello Desmoulins?

Según me contaba Tallien, tras la última «limpieza» y una vez que la cabeza de Danton y los demás indulgentes se hubieran convertido en pasto de los gusanos, la Convención era ahora un inmenso cadáver que callaba y asentía sin rechistar a todas las propuestas del Comité de Salvación Pública, desde donde reinaba «él», ése cuyo nombre jamás se mencionaba.

Mientras tanto, en las calles, el espectáculo diario de los guillotinamientos, a los que asistía el pueblo como quien va al circo, se complementaba irónicamente con el de los teatros. Éstos continuaban funcionando, pero los empresarios no se arriesgaban con obras no ya de tinte contrarrevolucionario, sino siquiera con las clásicas o cómicas. Los títulos que se exhibían tenían, por tanto, el mismo color rojo sangre de todo el resto de la ciudad. Así, cuando los buenos ciudadanos de París se cansaban de ver la muerte en directo, podían solazarse con obras como La guillotina del amor, Los crímenes del feudalismo o La toma de Toulon por los patriotas. También la Louisette se había vuelto aún más teatral si cabe. Ahora salía de tournée para que los ciudadanos y ciudadanas de los distintos barrios de París tuvieran ocasión de disfrutar de sus actuaciones en directo. Y mientras presenciaban la ceremonia de la muerte, unos comían, otros bebían y las mujeres, como ya es célebre, tricotaban. La Louisette, de la plaza de Gréve, donde estuvo primero, pasó a la del Carrousel, luego a la plaza de la Revolución, después a la de la Bastilla y por último a la del Trône Renversé. Las carretas llenas de condenados traqueteaban todos los días rumbo a una plaza u otra, pero ya nadie se asomaba a verlas pasar porque también este desfile terminó por convertirse en un espectáculo tan repetido que producía hastío. Para tener una idea de cuán habitual se estaba volviendo la ceremonia de las decapitaciones, baste decir que pocos meses más tarde de la fecha en la que ahora nos encontramos, de un promedio de cinco ejecuciones diarias en el mes de Prairial, es decir, a principios de junio, se pasaría a veintiséis cabezas diarias a finales de ese mismo mes; se puede decir que durante el reinado del Terror trescientos mil sospechosos fueron arrestados; diecisiete mil oficialmente ejecutados y muchos murieron en prisión sin juicio.

Sin embargo, como a todo se acostumbra el ser humano, incluso a convivir con lo monstruoso, en la ciudad existían ciertas tendencias y actitudes que se pusieron de moda porque, en la desgracia, eran muchos los que recurrían al humor o a la frivolidad e incluso al esperpento para sobrevivir. Así, surgió de pronto una especial atracción dionisíaca y a la vez morbosa por las diversiones o el placer. Entre los condenados que iban a morir al día siguiente, y como ya he contado al principio de este relato, se estilaba planear y ensayar todos los detalles previos al momento en que iban a rodar sus cabezas. Unos preparaban pequeños textos para leer ante el patíbulo, otros decidían cortarse el pelo en un estilo al que llamaban «guadaña», y todos–o casi todos–gustaban de ensayar la coreografía de reverencias que iban a dedicar al público reunido ante el patíbulo. No sólo había ensayos teatrales y peinados para éste, sino también representaciones amorosas en todas sus vertientes. Lo que quiero decir es que en las cárceles todos se entregaban con fervor a Eros.

Sin medida, sin freno, sin distinción de edad, de clase o de sexo, se amaba y se copulaba con no importaba quién, porque era menester celebrar así hasta el último minuto de vida.

Pero no sólo los condenados copulaban sin freno; también en las calles los viejos, los jóvenes, e incluso los más tiernos adolescentes lo hacían sin importarles dónde ni con quién. On doit se hâter de aimer, tenemos que apresurarnos a amar, era la consigna que corría de boca en boca, porque había que darse prisa, apurar la vida a sorbos, sentir, vibrar, soñar, reír, amar, sí, mañana bien podía ser el último día de nuestras vidas.

UN MISTERIOSO PERSONAJE

Antes de que todo lo que he descrito llegara a su máxima expresión, hacia el mes de mayo me encontraba yo una mañana especialmente bella en mi jardín de Fontenay–aux–Roses. Las libélulas volaban perezosas alrededor en un pequeño estanque que había al fondo de la propiedad junto al que me gustaba sentarme para observar cómo grandes peces de colores lo circunvalaban hasta asomar entre los nenúfares. En días tan hermosos, casi lograba convencerme de que todo lo que contaban no era más que un mal sueño del que despertaría pronto. Y cuando esto ocurriera, la vida volvería a ser como había sido antes, o lo que es lo mismo, tal como era en ese mágico momento, con las libélulas reflejándose en la espejada superficie del estanque.

— Madame–me dijo entonces Bidos rompiendo el encantamiento-, han traído un mensaje para vos, pero no han querido esperar respuesta. — Y sin más preámbulos me tendió un papel doblado en cuatro sin lacre y ni siquiera sobre. En Burdeos yo había recibido con frecuencia mensajes así. Solía tratarse bien de advertencias de futuras detenciones, bien de súplicas para que yo ayudara a tal o cual persona. Muchos de ellos, además de venir sin sello, carecían incluso de remitente, porque muy pocos eran los que se atrevían a comprometer su firma en según qué cartas. Desdoblé el pliego y vi que la misiva al menos iba firmada, aunque el nombre que figuraba al pie me era del todo desconocido. Rezaba así:

Nuestros caminos se cruzaron en Madrid y vuelven a cruzarse aquí, en Francia. Y ahora es mi doloroso deber advertirte, ciudadana, de que el Comité de Salvación Pública pronto tomará la determinación de arrestarte. Aquí tienes, sin embargo, un amigo en quien puedes confiar. No estás segura en esa casa, convendría mucho más que te perdieras en París; yo puedo preparar los detalles y también el acomodo. Acepta esta amistad que te brindo. Pronto recibirás noticias mías.

Firmado: TASCHÉREAU

Fue así como entró en mi vida uno de los personajes más enigmáticos y ambiguos que he conocido nunca. Taschéreau. ¿Taschéreau? ¿Había yo oído alguna vez ese nombre? Su caligrafía parecía revelar la personalidad de alguien minucioso, taimado, alguien que, si hacemos caso al diminuto tamaño de las letras que formaban su nota, gustaba pasar inadvertido y actuar en la sombra, pero por más que lo intenté no logré recordar de quién podía tratarse. El enigma no se desveló hasta la mañana siguiente, cuando, sin avisar, se presentó en casa dicho señor, y debo decir que su persona se correspondía punto por punto con lo que yo había imaginado analizando su caligrafía.

Taschéreau era un hombre de mediana edad, aspecto de pájaro y ojos muy separados y penetrantes, como los de un aguilucho. Vestía levita oscura, lo que aumentaba su aspecto avícola, y en su boca de labios muy finos flotaba una perenne sonrisa.

— Veo que el tiempo se ha ocupado de convertiros en lo que siempre supuse era la más bella de las promesas–dijo a modo de halagador saludo mientras se inclinaba para besar mi mano de una manera muy poco revolucionaria.

— Me disgusta tener que reconocer que no recuerdo… — comencé diciendo, pero él me interrumpió con un vaivén de la mano.