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— El Rey, que creía sin reservas en la inocencia de su mujer, estaba furioso con el asunto. Hubo un juicio y todos fueron condenados: la condesa de La Motte, a varios años de cárcel y a ser marcada a fuego en el pecho con la letra V de voleuse, es decir, de ladrona; Rohan, a ser destituido de su puesto y enviado a una abadía, y Nicole, la prostituta, a cadena perpetua.
— Bueno, pero si fueron castigados y se descubrió la verdad, entonces estaba muy claro que la Reina era inocente, ¿no, Mademoiselle?
— Ay, niña, también eso lo aprenderás un día. La verdad sola no es suficiente. Es necesario que la gente la crea como tal, y nadie la creyó. Es mejor que algo parezca verdad sin serlo a que lo sea y no lo parezca. El pueblo piensa de María Antonieta que es una derrochadora, una frívola, una adúltera. Más aún, piensa que tiene dominado al buen rey Luis, que éste no es más que un pelele a su merced. Y nadie cree en su palabra, aunque sea mentira la mitad de las cosas que se cuentan, porque la verdad puede ser muy mentirosa, ¿comprendes?
Yo entonces no entendí nada, pero tomé buena nota de esa reflexión que mucho me iba a servir andando el tiempo. Incluso iba a serme de utilidad a corto plazo. Y es que mi padre me había prometido que pronto, muy pronto, cuando cumpliera doce años, iba a enviarme a París para que conociera la capital de su país de origen. Su verdadera intención (aunque de esto no habría de enterarme hasta un poco más adelante) era prepararme para buscar un buen marido, porque ya empezaba a tener, según las costumbres de la época, «edad de merecer».
«¡París! — me decía yo mientras me probaba a escondidas unas bellas enaguas y crinolinas que había logrado sustraer del armario de mi madre-. París, la ciudad más bella del mundo, donde, según dicen, todo es diversión, donde las calles son una fiesta, y las damas, mucho más hermosas que en cualquier otra parte». París, donde los sueños se hacen realidad y también se vuelven reales los juegos de una niña que durante toda su infancia había fantaseado representando distintas vidas ante los espejos. «Qué gran actriz sería mi pequeña Teresa si tuviera ocasión–solía decir mi padre-. Miradla».
Yo, por mi parte, había oído que en Versalles estaba de moda el teatro, sobre todo las comedias, y que las grandes damas representaban papeles como si fueran cómicas. ¿Tendría yo también posibilidad de hacerlo? ¿Podría subirme a un escenario y representar, fingir? Tal vez en París lo consiguiera, sólo era cuestión de aguardar unos meses.
***
Por fin, una mañana cálida de primavera partimos mi madre y yo rumbo a Francia. Nos acompañaba en esta ocasión el secretario privado de mi padre, un joven taciturno de nombre Leandro Fernández de Moratín. Con gran alborozo pude ver cómo los criados subían al carruaje pieza a pieza el pesado equipaje, las cestas con nuestros voluminosos vestidos, las cajas con pelucas o con sombreros y también no pocas viandas, un par de chorizos y una longaniza que mi madre se empeñó en llevar porque, según ella, la comida francesa podía ser muy renombrada, sí, pero donde estuviera un buen embutido español que se quitaran todos los amuse–bouches, gourmandises, petits fours y demás zarandajas; ya les enseñaría ella lo que era comer algo realmente delicioso.
Mamá lloró bastante en la despedida, aunque ma bonne maman lloraba siempre, eso ya lo sabíamos bien en casa. Yo, en cambio, tan contenta estaba con el viaje y tan segura de volver al cabo de un mes que no sentí la necesidad de derramar una sola lágrima al besar a mi padre y a mis hermanos. En cuanto a Mademoiselle, ella no formaba parte de nuestro pequeño grupo viajero. Papá consideró oportuno dejarla atrás porque, según decía, había llegado la hora de hacerme mayor, de convertirme en una dama. En una gran dama, pensaba yo, porque, ¿acaso no era mi padre fundador de un banco y consejero de Su Majestad el rey Carlos, tal como le gustaba repetir cada vez con más frecuencia a mi madre? ¿Acaso nuestra familia no era de buena cuna a pesar de… la fábrica de jabones? Al fin y al cabo nuestro dinero, aunque proviniera de fuente tan poco distinguida, era considerable y serviría sin duda para trabar nuevas amistades y abrirnos a mamá y a mí las puertas de algunos salones al llegar a París. Y si no lo lograban los caudales de papá ni los coquetos llantos de mi buena madre, sus chorizos y longanizas, me decía yo, lo conseguiría tal vez la imagen que veía ahora reflejada en el cristal del gran carruaje que comenzaba a conducirnos a París. Porque en su fría superficie, y a pesar de lo defectuoso del vidrio y del bamboleo del coche, podía ver yo unos ojos negros y vivaces que parecían reír siempre; también una boca de labios bien dibujados y un pelo tan largo, oscuro y abundante que a buen seguro no necesitaría postizos ni añadidos para peinarse a la moda de París, e incluso formar con él toda una carabela.
Miré por la ventanilla, el coche empezaba ya a tomar velocidad y durante un buen rato estuve asomada agitando mi pañuelo. Hasta que llegó un momento en que mis hermanos, papá, Mademoiselle e incluso nuestra querida casa de Carabanchel desaparecieron tras una nube de polvo.
Yo no lo sabía entonces, pero tardaría mucho en volver a España. Comenzaba para mí otra vida muy distinta.
DICEN QUE PARÍS ERA UNA FIESTA
Lo mismo que cuando una nave surca el mar la deriva de su rumbo puede conocerse mirando la estela que deja a su paso, también para comprender un momento histórico relevante lo mejor es echar la vista atrás y ojear brevemente la época que lo precede.
La frase no es mía, sino de un joven nervioso y picado de viruela que en tiempos fue secretario privado de mi padre y que nos acompañó a mamá y a mí en nuestro viaje a París. Se llamaba, como he dicho, Leandro Fernández de Moratín, y llegaría andando el tiempo a convertirse en uno de los autores españoles más famosos de todos los tiempos. Son muchos los que aseguran que «el Moliére español», como se le vino a llamar más tarde, supo como nadie convertir sus fracasos amorosos en literatura. En los tiempos de los que voy a hablar a continuación yo no lo sabía, pero aquel joven larguirucho y casi apuesto a pesar de las marcas de su enfermedad, que trabajaba con mi padre hasta labrarse un nombre, había tenido ya el gran desengaño amoroso que lo marcó para siempre. Sabina Conti, así se llamaba la bella niña de quince años que le robó el corazón a sus dieciocho. Aunque las edades de Moratín y de Sabina coinciden casualmente con las de mis padres y sus tempranos amores con final feliz, los suyos estaban destinados a la desdicha. Enterada la poderosa familia Conti de aquel romance, casó a la niña con un rico pariente de avanzada edad. Desapareció así Sabina Conti de la vida de Moratín; sin embargo, como el destino es perseverante y muchas veces caprichoso, la bella estaba destinada a pervivir por siempre en la inmortalidad. Son muchos los que afirman que su figura dio lugar a la más famosa obra de su autor, El sí de las niñas, que se estrenaría en 1806. Dicen que desde aquel fracaso amoroso Moratín se dedicó a frecuentar sólo a mujeres de vida fácil a las que pudiera pagar por sus servicios, y que esa costumbre lo llevaría con el tiempo a un fin muy deshonroso. Dicen que nunca se casó y que tampoco llegó a perder jamás su aire triste y su forma de mirar la vida de un modo descreído y cínico. Se dicen tantas cosas. Lo único que yo sé es que, en aquellos años, cuando la suerte quiso que nos escoltara a mi madre y a mí a París en calidad de secretario, don Leandro era un joven de unos veintipocos años, culto y taciturno, pero también muy hablador siempre que se le hiciera la pregunta adecuada. Y yo tenía entonces tantas preguntas, era tanto lo que me interesaba e intrigaba.
— Dígame, don Leandro, ¿es verdad eso que dicen de que España y Francia son países de costumbres completamente distintas? ¿Y es verdad también que en la corte de París la moda ahora entre las grandes damas es jugar a pastorcitas, ordeñar vacas y vestirse como las aldeanas e incluso usar bonetes rústicos? Mademoiselle me ha dicho que hasta hace muy poco sucedía todo lo contrario, y que lo que a esas señoras les gustaba eran las ropas ricas y recargadas. También las enormes pelucas de más de cinco palmos de altura.
— No molestes al señor Moratín, hija; bastante tenemos con soportar los calores y el polvo del camino como para que nos marees con tu cháchara.
Era mi madre quien así se quejaba, aferrada a un pañuelito empapado en eau de Cologne. Desde que desapareció tras el horizonte nuestra amada casa de Carabanchel no se había desprendido de tan socorrida prenda, y cada tanto aspiraba su aroma tal como ella suponía que hacían las damas elegantes en los viajes. Bostezó con desgana, se aflojó levemente las cintas del corsé y no dejó de lamentarse con leves jadeos. Sin embargo, en aquel pequeño habitáculo que habría de ser nuestro cobijo por espacio de cinco largos días, ni el señor Moratín ni mucho menos yo prestamos demasiada atención a sus rezongos. Y es que desde mi primera infancia mi madre había sido en la vida de la familia, así como en la del resto de los habitantes de nuestra casa, una presencia muy bella pero también difusa, lejana, que no hacía más que quejarse de una cosa y a continuación de su opuesto. Se quejaba del calor e inmediatamente del frío. De que la comida estaba sosa o bien de que estaba salada. De que nuestro padre le prestaba poca atención o bien de que la importunaba innecesariamente. O, como en esta ocasión, sé quejaba de que las personas que la rodeaban hablaban mucho o, por el contrario, de que pecaban de silenciosas. Yo la miré sin decir nada; otro suspiro, otra vaharada de agua de Colonia. Sólo era cuestión de esperar unos minutos hasta que el traqueteo del carruaje la adormilase un tanto, y eso hicimos el señor Moratín y yo para poder continuar con nuestra charla. Cuando vi que por fin respiraba de forma acompasada, volví con redoblado interés a mis preguntas:
— Dígame, por favor, don Leandro: ¿cómo son entonces las cosas en París? ¿Qué gusta a sus gentes? ¿Qué pasa en esa ciudad de la que todo el mundo habla?
— Pasa, Teresita, que se está muriendo una época y a punto está de alumbrar otra que deberá traer muchas mudanzas. Pero las muertes y los cambios son momentos difíciles, muchas veces peligrosos.
A continuación, el señor Moratín, al compás del traqueteo del coche, me contó cómo las damas de París habían sustituido, de un tiempo a esta parte, sus famosas pelucas por simples bonetes de campesina. Según él, el dato de los adornos capilares no era baladí, pues simbolizaba a la perfección lo que él llamaba «el signo de los tiempos». Yo sabía que en nuestro equipaje mamá llevaba dos de aquellos pelucones que ella suponía el último grito porque así lo aseguraban las publicaciones parisinas que abundaban en nuestra casa de Carabanchel. En alguna de esas revistas yo había leído además que las damas que lucían dichos peinados estrambóticos llamados poufs los llevaban como un signo de estatus social y también para representar circunstancias de sus vidas: la que portaba en la cabeza un gran velero, por ejemplo, era porque su marido comerciaba con el Nuevo Mundo. Un jardín con flores y pájaros vivos en una jaula entrelazada con los cabellos, por su parte, explicaba al profano que la familia de la dama acababa de mudarse a un palacete en las afueras de la ciudad. Y por lo que yo había leído también en aquellas revistas viejas, las damas, al viajar en sus carruajes, se veían obligadas a hacerlo ¡de rodillas! para no estropear sus poufs de altura estrafalaria. No obstante, según el señor Moratín, aquellas publicaciones que había en nuestra casa de Carabanchel estaban más que trasnochadas, porque en la buena sociedad parisina del momento el exceso y el alarde habían dado paso poco a poco a una nueva forma de sensibilidad completamente opuesta.
— Romántica–dijo Moratín, arrugando su nariz picada de viruela en señal de desaprobación-, así la llamo yo.
— ¿Y qué es eso? — pregunté-. No conozco esa palabra, don Leandro.
— Lógico, Teresita, puesto que no existe en castellano, aunque apuesto a que andando el tiempo se hará tan corriente y habitual que hasta una niña como tú la usará con frecuencia. A pesar de ser un concepto muy moderno los ingleses ya lo han incorporado a su diccionario. Ellos definen a una persona romántica como alguien «con tendencia hacia el romance, lo irracional y lo influenciable». Pero es mucho más que eso. De hecho, se trata de una notable corriente de sensibilidad que empieza a recorrer Europa y que en Francia amenaza con convertirse en vendaval, por no decir en catástrofe, Teresita.
— ¿Cómo así? — pregunté-. ¿Y qué tiene eso que ver con que las damas ahora se vistan de campesinas?
Él me miró con lo que me pareció un cierto aire de tristeza.
— Antes de explicarte el verdadero significado de esta palabra–dijo al fin-, y es importante que lo entiendas bien porque ilustra a la perfección lo que está pasando en la tierra a la que nos dirigimos, no me queda más remedio que ir hacia atrás en el tiempo y hacer un poco de historia.
Fue entonces cuando el señor Moratín me explicó que la Historia es como las naves marinas, y que la mejor manera de adivinar hacia dónde van una y otras es voltear la cabeza y ver la estela que dejan a su paso. Luego continuó:
— Francia es un gran país, Teresita, y tuvo, como sabes, o al menos deberías saber por tus libros de estudio, al rey que mejor simbolizaba dicha grandeza: Luis XIV, llamado el Rey Sol. Y si hiciste buen uso de tus libros, sabrás también que de él se cuenta que pronunció una frase que resume exactamente lo que fue su reinado: «El Estado soy yo». Vino a continuación Luis XV, al que apodaban el Bien Amado. Un rey brillante, mujeriego, licencioso y sin duda muy afortunado. Con él Francia vio declinar en parte su poder, pero falleció antes de que la decadencia comenzara siquiera a hacerse visible. Sin embargo, como además de licencioso y mujeriego era un hombre perspicaz, poco antes de morir cuentan que dijo eso tan mentado de «Después de mí, el diluvio». En cuanto a este rey de ahora, Teresita, se comenta que es un buen hombre pero un mal rey, y por experiencia sabemos que es mejor ser lo contrario: un buen rey y un mal hombre, ¿comprendes? Luis XVI lleva sólo once años en el trono, aún es pronto para saber qué frase histórica resumirá su mandato, pero Francia y sus finanzas pasan por un momento muy delicado; me temo que lo acallarán, que no le dejarán decir nada.
Yo, por mi parte, lo que temía, y mucho, era que don Leandro, en vez de hablar de pelucas y bonetes, de modas y costumbres parisinas, que era lo que me interesaba en ese momento, se perdiera por los vericuetos de la Historia. ¿Por qué los mayores nunca pueden contestar una sencilla pregunta sin irse por las ramas?, me decía yo. Y es que a mi edad, esto es, a los doce años, a las niñas se las vestía de damas y se les empezaba a buscar marido, pero desde luego no se las trataba como personas adultas. Pero ¿acaso se trata alguna vez a las mujeres como seres adultos?, cavilaba yo. Tal vez esa forma de ser «romántica» de la que antes hablaba el señor Moratín y los grandes cambios que, según él, se avecinaban en el mundo lograsen que por fin así fuera.
Miré a mi madre. Dormitaba aún y aproveché para intentar reconducir la conversación hacia el tema que había iniciado nuestra charla: los cambios en la forma de vestir, y también de pensar, de las gentes de París. Una inclinación «romántica», había dicho el señor Moratín, pero ¿qué se escondía tras esa palabra que tan bien sonaba a mis oídos y que tan poco parecía agradar a mi nuevo amigo?
— ¿Por qué no os gusta, don Leandro? Decís que la expresión tiene que ver con el romance y por tanto con el amor. ¿Acaso no os habéis enamorado nunca? — le dije casi en tono de reproche, lo que ensombreció más aún su rostro picado de viruela. Debo explicar aquí que yo entonces no sabía nada de sus amores desdichados. De haberlos conocido, sin duda habría sido más cuidadosa con mis palabras.
— Ojalá así fuera, Teresita–me contestó al cabo de unos segundos de grave silencio-. Pero mucho me temo que son pocos los afortunados que no llegan a enamorarse nunca y, por tanto, tampoco a sufrir.
— Yo, desde luego, seré de los que no sufren–repuse muy segura de lo que decía, y él sólo sonrió. A continuación alargó hacia mí una mano huesuda, como si intentara tocarme, pero no llegó a hacerlo. Al cabo de unos segundos dijo:
— No hablemos de amores tristes. Es a otro tipo de forma de ser romántica a la que quiero referirme. Y si prestas atención, comprobarás que te ayudará mucho a comprender cómo son o empiezan a ser las cosas en este viejo país que vamos a visitar. Lo primero que has de tener en cuenta, Teresita, es que lo que la gente piensa o siente en cada momento histórico está directamente relacionado con cosas que ellos ni siquiera sospechan. Tú me has preguntado qué está ocurriendo en Francia y cómo se está pasando de la ostentación y la opulencia que caracterizaba hasta ahora a la corte de Versalles, con sus pelucones y sus trajes recargados, a todo lo contrario, a que los ricos jueguen ahora a pastores y a campesinos. Porque has de saber además, niña, que muchos nobles de la corte, e incluso María Antonieta, se han hecho construir, en sus enormes propiedades, hermosas cabañas rústicas en las que se entretienen ordeñando vacas a las que adornan con sombrerillos de paja. Luego cantan canciones, recogen huevos frescos y se bañan en leche. Y eso, en principio, suena amable, ¿verdad? Se podría pensar que dicha actitud hace que los nobles parezcan menos soberbios, más cercanos al pueblo. Pero el pueblo tiene hambre, Teresita, se muere de hambre, y este juego de que los ricos imiten a los pobres puede ser peligroso. No sé cómo un hombre inteligente como Rousseau no previó lo que podría llegar a pasar andando el tiempo.
— ¿Y quién es ese Rousseau? — pregunté yo, consciente de que había oído antes aquel nombre. Incluso estaba segura de haberlo visto escrito en la tapa de un libro que mi madre leía no hacía mucho con arrobo-. ¿Es un escritor?
— Más que eso–respondió el señor Moratín-, es el mayor inspirador de toda una nueva forma de pensar. Para que lo entiendas, te diré que ser como él consiste en tener lo que los franceses llaman sensibilité. En otras palabras: significa primar la emoción sobre la razón, el corazón sobre la cabeza, la naturaleza sobre la cultura y la espontaneidad sobre el cálculo. Dicho de otro modo: los seguidores de esta filosofía, tan en boga en Francia, piensan que, para que la emoción y la sensibilidad sean satisfactorias, éstas deben ser directas, violentas y completamente ajenas al pensamiento. Suena bien, ¿verdad? Ir donde el corazón te arrastre, seguir los impulsos de la naturaleza… Pero me temo que, en la práctica, significa lo que ahora sucede en Versalles. Allí puede verse cómo hombres y mujeres que presumen de «sensibles» se conmueven hasta las lágrimas con la idea de una familia campesina, pero ni por un momento se les ocurre hacer algo para mejorar la vida de esa pobre gente. Así las cosas, los cortesanos encuentran encantador jugar a pastores y hacer «vida natural». Ahora todos dicen admirar lo sublime y lo salvaje: los torrentes desbocados, los precipicios sin fin, las tormentas con relámpagos. En otras palabras, admiran lo muy bello, pero también lo violento y lo inútil. Dime una cosa, Teresita: puestos a elegir, ¿qué elegirías tú del reino animal: un gusano o un tigre?
— ¡Un tigre! — dije sin dudarlo, y el señor Moratín sonrió.
— Una perfecta mentalidad romántica, querida niña. Un gusano es feo, pero muy útil para el hombre. Un tigre, en cambio, es bellísimo, pero también un peligro y una amenaza. No es, por tanto, el buen gusto de los románticos, que es inmejorable, lo que está en falta, sino su escala de valores. Ahora en Francia se habla de «perder la cabeza», de «privarse», de «trastornarse», y se considera que tener un corazón sensible es sinónimo de moralidad y de bondad. Pero mucho me temo, Teresita, que las injusticias y desigualdades de aquel país son enormes y todas estas bonitas palabras no les llevarán a buen puerto. Desde que el mundo es mundo se sabe que de las mejores intenciones está empedrado el camino del infierno.
***
Desde luego yo no estaba nada de acuerdo con lo que intentaba explicarme el señor Moratín. Tenía claro que, si me daban a elegir, prefería mil veces a bellas damas jugando a pastorcitas antes que esas modas añosas y opulentas que se podían ver en las revistas de mi madre allá en Carabanchel. También prefería los tigres a los gusanos, ¡de lejos! Y si ser romántica significaba elegir entre razón y pasión, y luego «perder la cabeza» y «trastornarme», yo sabía muy bien qué elegir, daba igual lo que dijera el señor Moratín. Así se lo comenté, y él, entonces, con ese aire triste suyo que no sé si se podía interpretar como la visión de un hombre desdichado en amores o de un hombre de letras conocedor de la naturaleza humana, intentó una nueva vía para hacerme cambiar de parecer.
Con ánimo, supongo, de que yo adoptara su punto de vista, el señor Moratín decidió contarme entonces la vida de Rousseau, el adalid del pensamiento imperante. Según él, la biografía de aquel caballero era la mejor prueba de la enorme contradicción de los románticos. Para convencerme, y pese a mi corta edad, me contó algunos detalles bastante… curiosos, digamos, de la vida privada de aquel gran hombre.
— Escucha bien, Teresita: por sus hechos los conoceréis–parafraseó don Leandro-. Mira cómo fue la vida de ese romántico empedernido. Primero hay que decir que como Jean–Jacques Rousseau se consideraba «bueno de corazón», no tuvo empacho en dejar escritos sus peores pecados, de modo que los datos que tenemos, hasta los más escabrosos, los contó él mismo. Hijo de un relojero y de una madre que murió cuando él era apenas un niño, tuvo una infancia difícil y al hacerse mayor, después de varios empleos infructuosos, decidió que lo mejor para medrar en la vida era convertirse en lacayo y más tarde en amante no de una, sino de varias damas añosas a las que llamaba «mamá». Todas ellas fueron generosas con él; una incluso lo incorporó a su vida y a la de su marido en un confortable ménage á trois para, una vez viuda, nombrarlo su heredero. Por aquel entonces conoció también a una tal Thérèse Le Vasseur, sirvienta de un hotel de París, con la que tuvo nada menos que cinco hijos. Bonita y numerosa familia, dirás tú, perfecto colofón para un romántico. Sin embargo, el bueno de Rousseau nunca vivió con ninguno de sus vástagos; a medida que iban naciendo los fue entregando uno a uno a la beneficencia.
— ¿Quiere decir que los abandonó a todos en un orfanato? ¡Dios mío!
— Sí, querida, eso hizo. Pero este hecho singular y «romántico» no fue óbice para que en 1750 diera forma a un postulado que habría de hacerle célebre en el mundo entero. Por aquel entonces, la Academia de Dijon ofrecía un premio a quien mejor contestara a la siguiente pregunta: ¿el arte y las ciencias han beneficiado o perjudicado a la humanidad? Rousseau ganó el premio, argumentando que las ciencias y las artes eran los peores enemigos de la moral porque creaban necesidades, y que precisamente éstas eran el origen del mal. «Ciencia y virtud son incompatibles–escribió-. Por eso, el arte, la educación y todo lo que distingue al hombre civilizado del hombre natural es malvado».
»Surgiría así la llamada teoría del buen salvaje, según la cual, y siempre según sus palabras, «el hombre es naturalmente bueno y son las instituciones las que lo pervierten». A saber qué pensarían de tal asunto sus cinco hijos abandonados precisamente en una «institución», ¿no crees? Pero sea como fuere, la idea del buen salvaje hizo fortuna. Por eso ahora, treinta y tantos años más tarde, tenemos a toda la alta sociedad parisina jugando a emularle. Se visita la tumba de Rousseau como si fuera un lugar de peregrinación; las damas amamantan a sus hijos en público porque es más «natural»; ellos y ellas se disfrazan de campesinos, ordeñan vacas, apacientan ovejas adornadas con lazos rosas o azules y, mientras tanto, los pobres se mueren de hambre.
— Entonces, ¿es verdad, don Leandro, eso que cuentan de que la Reina dijo un día que si los pobres no tenían pan que comieran brioches?
— La Reina es muy frívola, Teresita, gasta fortunas en los tapetes de juego y en construir palacetes, por eso es tan odiada; pero no es cierto que haya dicho tal cosa. Cuando llegues a París, comprobarás que en cada esquina de la ciudad se venden libelos contra María Antonieta; la acusan de espía austríaca, de adúltera, de cosas aún más terribles; pero demos al césar sólo lo que es del césar. Yo, que adoro la Historia, la de nuestro país y también la de Francia, puedo asegurarte que esa frase hace más de cien años que corre por los mentideros. Se le atribuyó por primera vez a María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV, y se le ha atribuido luego a otras princesas extranjeras a lo largo de este siglo. No es fácil ser mujer y extranjera en los inciertos tiempos que vivimos; ya lo verás, niña.
Tomé buena nota de las palabras del señor Moratín. Al fin y al cabo también yo me disponía a ser mujer y extranjera en París, al menos durante un tiempo. Pero al mismo tiempo me prometí que en cuanto llegase a esa ciudad convencería a mi madre para que fuéramos un día a Versalles. Necesitaba ver, aunque fuese de lejos, cómo era esa sociedad frívola y confiada cuyos miembros, según don Leandro, estaban cavando su propia tumba y hundiéndose entre grandes fiestas y dispendios, pero vestidos de campesinos. Qué extraño es el mundo de los mayores, me decía. ¿Era posible que personas adultas y tan importantes jugaran como yo a disfrazarse, a fingir otras vidas? Sería curioso saber qué iba a encontrarme en aquella ciudad con la que tanto había soñado en mi ya lejana casa de Carabanchel.
UNA DECISIÓN IMPORTANTE