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Estas últimas palabras las pronunció Taschéreau en un español tan correcto que primero me sobresaltó y luego me hizo sonreír. Entonces me dijo que hasta hacía unos años había vivido fuera de Francia, en concreto en Madrid, como empleado de la Embajada francesa en aquella ciudad. Allí había tenido la fortuna de conocer no sólo a toda mi familia, incluida yo, sino también al señor Moratín, del que era buen amigo y, según él, compañero en no pocas conspiraciones.
— Todas inofensivas–se apresuró a aclarar observándome con sus ojos de ave-. Inofensivas pero muy hábiles. Más tarde, a mi regreso a París, tuve la fortuna de situarme en esferas muy cercanas a la Convención. Por eso, al llegar a mis oídos lo que se prepara contra vos, me he apresurado a escribiros. No hay tiempo que perder. Debéis huir, Teresa.
— ¿Huir? — repetí yo intentando ganar tiempo para observar al señor Taschéreau y cavilar a qué podía deberse tan extraño discurso y su interés por mí-. Es evidente, ciudadano, que nadie está a salvo en estos tiempos inciertos, pero yo ni siquiera sé adónde dirigirme. Hace muy poco que he llegado de Burdeos y mucho me temo que, si en efecto está a punto de aprobarse una orden de detención contra mí, esta vez no lograré llegar muy lejos. ¿Adónde podría ir? Y, decidme, ¿cómo habéis sabido vos de dicha orden contra mi persona?
Taschéreau me miró una vez más con sus ojos rapaces y no contestó a la segunda pregunta. En cambio, sí lo hizo a la primera y en términos que no dejaron de sorprenderme y, a la vez, alarmarme.
— Más que huir, yo os recomendaría todo lo contrario: meteros en la mismísima boca del lobo–dijo sonriendo. Y al notar mi extrañeza explicó-: He estado siguiendo vuestros movimientos desde hace mucho tiempo y me atrevo a decir que sois una mujer valiente. De no ser así ni me interesaríais ni tampoco me atrevería a proponeros algo como lo que explicaré a continuación. Decidme: ¿dónde menos espera un zorro que se oculte su presa?
— Lo ignoro, ciudadano.
— Pues delante de sus propias narices, o más osadamente aún: dentro de su madriguera, la del zorro, me refiero. En cuanto a vuestra pregunta anterior de por qué sé que muy pronto seréis detenida os contestaré: porque yo mismo pertenezco al Comité de Salvación Pública, pero estoy cansado de sus excesos. Y ahora que he sido completamente sincero con vos, decidme: ¿confiáis en mí?
¿Qué razón tenía yo para hacerlo? Ninguna en absoluto, menos aún después de confesarme que él mismo pertenecía al más temido comité de Francia. No recordaba siquiera haber visto antes a aquel hombre de aspecto rapaz, ni en París ni mucho menos en Madrid cuando era niña. Tampoco sabía si lo que afirmaba era verdad o por el contrario una trampa, y mucho menos había tenido tiempo de consultar con Tallien la existencia de aquel extraño y nuevo protector. Aun así, decidí seguir mi instinto. Éste me avisa de cuándo puedo confiar en un hombre, y suele ser en dos casos. En primer lugar, cuando muestra un interés sentimental por mí (y cuando esto ocurre es menester jugar bien las cartas para manejar dicho interés sin que se quiebre y también sin que se vea colmado antes de tiempo). Y en el segundo, cuando soy para ese hombre una pieza útil en un más grande y complejo tablero de ajedrez que nada tiene que ver conmigo. Por alguna razón, mi instinto me decía que el interés de Taschéreau por mi persona obedecía a una mezcla de ambos casos.
— Confío plenamente en vos, ciudadano–dije entreverando el viejo tratamiento aristocrático con el revolucionario apelativo de ciudadano. A él se le iluminaron sus ojos de pájaro mientras decía:
— Preparad entonces vuestro equipaje sin tardanza, muy pronto comenzará el baile.
***
La metáfora del baile es sin duda muy apropiada para describir lo que comenzó a continuación. Siguiendo las disposiciones de Taschéreau, Frenelle y yo nos embarcamos en un extraño periplo que habría de llevarnos durante varios días de una casa a otra, cambiando de escondrijo prácticamente cada veinticuatro horas. Primero nos alojamos en una casa de huéspedes; más tarde con un notario de nombre Gilbert en la Rue Saint–Honoré hasta recalar, por fin, en el número 6 de la Rue de l'Union con un tal Desmousseaux, amigo de Taschéreau, que por una increíble casualidad vivía de alquiler en una casa que pertenecía nada menos que a Duplay, el mismísimo casero de Robespierre. Además, y siempre siguiendo esa política de esconderme debajo de las mismas narices del Incorruptible que Taschéreau consideraba la más segura para no ser encontrada, mi nuevo protector me llevó un día a almorzar nada menos que a Meot. Era éste un pequeño restaurante situado en el lugar más conspicuo del Palais Royal, y al llegar allí me esperaba la gran sorpresa de comprobar que Taschéreau había invitado también a Tallien. Que dos de las personas más buscadas de Francia quedaran para comer en sitio tan visible era una osadía sin límites que a mí me divertía enormemente. Sin embargo, Tallien no era en absoluto partidario de ese tipo de riesgos y aquél no fue, desde luego, uno de nuestros encuentros más felices. «Tarde o temprano, las extravagancias se pagan–dijo en nuestra despedida-. Más temprano que tarde, amor mío», y nos dijimos adiós con tristeza bajo la siempre atenta mirada de Taschéreau.
Tal era el estado de cosas cuando el 22 de mayo de 1794 y redactado por Robespierre en persona el Comité de Seguridad recibió la siguiente orden de arresto:
Se decreta que la llamada Cabarrús, hija de un banquero español y esposa de un llamado Fontenay ex consejero del Parlamento, sea puesta bajo arresto e incomunicada además con los sellos puestos sobre sus papeles. El ciudadano Boulanger será el encargado de la ejecución de dicha orden.
París, el 3 de Prairial, año II de la República. Firmado:
ROBESPIERRE, BILLAUD–VARENNE, B. BARÉRE, COLLOT D'HERBOIS.
Como bien puede verse, la orden estaba firmada no sólo por Robespierre, sino también por los hombres más relevantes del momento, como si mi detención fuera de extrema importancia. En cuanto Taschéreau tuvo conocimiento de ella, se apresuró a avisarme. Entonces comenzó para mí otro baile aún más trepidante que el anterior. Tratando de huir de mis perseguidores y en un vano intento de despistarlos, Bidos, Frenelle y yo nos separamos. Di instrucciones al primero de que corriera a alertar a Tallien del peligro y a Frenelle de permanecer en Fontenay–aux–Roses, mientras que yo decidía dirigir mis pasos hacia Versalles y esperar allí noticias de Taschéreau. O mejor aún, de Tallien, porque a pesar de nuestras recientes discrepancias estaba segura de que haría lo imposible por salvarme, como siempre había hecho.
Esta certidumbre, sin embargo, no acababa de tranquilizarme. Si bien sabía de lo que era capaz de hacer Tallien por mí, también «él», el dueño de la mejor red de espías de toda Francia, conocía sobradamente los sentimientos de Tallien y era seguro que pretendía de alguna manera usarme en su contra. Sí, ahora por fin me daba cuenta de cuál era la jugada de Robespierre. Desde su regreso de Burdeos, Tallien se había ido convirtiendo poco a poco en una pieza demasiado «visible» en la Convención, y por tanto era menester reservarse un as en la manga con el que ganarle la partida. Como un tahúr, o mejor aún, como un gato que juguetea con los ratones antes de asestar su zarpazo, Robespierre había sabido esperar el momento adecuado para caer sobre nosotros, y sin duda éste era el que consideraba más propicio. De tanto observar a mi ex marido Devin de Fontenay en sus interminables veladas ante los tapetes de juego, yo sabía que hay políticos–o lo que es lo mismo, tahúres–a los que les gusta echar sobre la mesa sus triunfos al inicio de la partida para demostrar cuáles son sus poderes. Otros, en cambio, prefieren guardar ciertos naipes en la manga para usarlos en el momento que ellos elijan. Era evidente que Robespierre, en el enrevesado equilibrio de poder en el que estaba inmerso, me consideraba un naipe muy eficaz para usar justo ahora. Y la elección de mi persona como naipe no era en absoluto casual, puesto que él, que se llamaba virtuoso y apenas se le conocían afectos, sabía mejor que nadie que un hombre enamorado como Tallien es un hombre vulnerable.
Tan misteriosamente como había aparecido en mi vida, desapareció también en el momento más delicado aquella extraña ave sombría de nombre Taschéreau. De la noche a la mañana no tuve más noticias suyas y nunca sabré qué papel jugó en toda esa partida de naipes. ¿Fue un hombre bienintencionado que realmente intentó salvarme, un amigo de Moratín, un personaje oscuro pero a la vez leal? ¿Fue por el contrario mi vigilante por orden de Robespierre para tenerme siempre al alcance de la mano mientras encontraba el momento ideal para atraparme? Su condición, por un lado de agente francés en tierras españolas y por otro de miembro del Comité de Salvación, permite creer ambas cosas. Sin embargo, yo, que siempre he preferido pensar bien a pensar mal, me quedo con la primera hipótesis. Mucho más tarde, cuando ya la cabeza de Robespierre se había unido a tantas otras para convertirse en festín de gusanos, Taschéreau mismo se encargaría de corroborar dicha hipótesis.
RAPIOTAGE
Para proceder a mi arresto, Robespierre había enviado nada menos que a un general. Cierto es que, en aquellos tiempos, para convertirse en militar de alto rango no hacían falta más méritos que ser un sans–culotte con mucha sed de sangre, pero aun así me halaga que mandase a tan destacado oficial en pos de tan pequeña presa. El «general» Boulanger envió primero a unos hombres a Fontenay. Allí se encontraron con Frenelle, quien–muy estúpidamente y en contra de mis más que estrictas condiciones–intentó hacerse pasar por mí. «Yo soy la ciudadana Fontenay, es a mí a quien buscáis», dijo a nuestros perseguidores. Sin embargo, aunque nuestro aspecto físico era bastante parecido, no logró engañarlos. Al contrario, la artimaña sólo sirvió para que fuera detenida y conducida a París. Mientras otros de sus hombres arrestaban también a Bidos, Boulanger se dirigió a Versalles y allí dio con mi paradero sin muchas dificultades. Yo ni siquiera intenté resistirme, ¿de qué hubiera servido? Comenzaba aquí el último acto de esa tragedia que más tarde se llamó El Terror.
***
— ¡Detened los caballos! ¡Dejad que ella la vea! ¿Conoces a la Viuda, ciudadana? Ven, permíteme que te la presente. Asómate, no tengas miedo, hoy no muerde, pero es importante que te vayas familiarizando con ella, dentro de tres días te tocará a ti representar esta comedia.
Uno de mis captores había ordenado detener el carro en el que me conducían prisionera delante de la plaza de la Revolución. Era una maravillosa mañana de primavera con los árboles en flor y los pájaros volando sobre nuestras cabezas. Si uno miraba hacia arriba, el mundo estaba en armonía, pero era muy difícil hacerlo sin que la vista cayera sobre lo que había abajo. En primer lugar podían verse los altos palos verticales de la guillotina instalada en medio de la plaza. Los tres escalones, el cadalso, el cesto ensangrentado donde se recogían las cabezas recién cortadas y, un poco más allá, una gran mancha oscura que intentaba baldearse todas las mañanas con poco éxito. Oscura, creciente, inconfundible, enorme, nutrida cada día con la sangre de tantos infelices.
El corazón comenzó a latirme con fuerza e intenté echarme hacia atrás en mi asiento para no verla, pero uno de aquellos tipos me agarró por los cabellos:
— Mírala, te está esperando–dijo-. ¿A que es muy guapa?
Después de unos interminables cinco o seis minutos delante de la guillotina, mi captor dio la orden de seguir adelante. Entonces comenzó lo que a mí se me antojó como un largo peregrinar de puerta en puerta. Y es que en ninguna de las cárceles de París había lugar para la ciudadana Cabarrús, para la ci–devant marquesa de Fontenay, para la extranjera traidora y aristócrata. Recorrimos tres de ellas y en todas nos recibía el mismo cartel: Pas de place. No hay sitio; las cárceles de la ciudad estaban repletas. «A ver si ponemos a funcionar con más presteza la navaja revolucionaria–escupió el tipo que estaba a mi derecha-, o tendremos que ahogarlos en el Sena, así no hay quien trabaje».
Por fin, después de horas de idas y venidas, encontramos una en la que sí había lugar: se trataba de la prisión de La Force. Me bajaron del coche y me indicaron que caminara hacia la puerta. Ésta no tardó en abrirse y entonces pude ver a un tipo grueso y maloliente que debía de ser un viejo conocido de uno de mis captores, porque se saludaron con mucha efusión preguntándose mutuamente por la familia. Yo estaba tan exhausta que me permití apoyar levemente la cabeza contra las oscuras piedras del muro. En ese momento, detrás del corpachón de aquel hombre, vi a Frenelle, y fue tal mi alegría que instintivamente di un paso hacia ella. Este gesto inocente pareció contrariar a ambos porque de inmediato acabaron con los comentarios familiares y banales. Mi captor me empujó entonces con una carcajada en brazos del tipo grueso de aliento inmundo.
— Toma, Pierrot–dijo-. No todos los días puedo traerte un regalito tan bueno como éste. Creo que esta vez tú y tus amigos disfrutaréis mucho del rapiotage. Nos vemos el nonidi en casa de Boulanger, da recuerdos a la familia.
De toda esta conversación entre burocrática y familiar yo sólo retuve una palabra de la que ya he hablado al amable lector con anterioridad, me refiero a rapiotage. «¡Dios mío!», pensé temblando de pies a cabeza, porque si durante mi primer cautiverio, en la fortaleza de Hâ, había tenido la suerte de librarme de semejante humillación, nada hacía presagiar que ahora iba a ser tan afortunada. Como se recordará, dicha «operación» consistía en que, al ingresar en la cárcel, lo primero que se hacía era someter a los prisioneros a una concienzuda exploración íntima para comprobar que no llevaban escondidas monedas ni joyas. El cacheo de los hombres, así como el de las mujeres no muy agraciadas, solía ser benévolo; o si no benévolo, al menos no tan humillante. No se les desnudaba, sino que debían, simplemente, levantarse la falda o bajarse los pantalones. Después de introducirles bien un dedo o bien otro utensilio adecuado para comprobar que estaban «limpios» se les permitía seguir adelante en su vía crucis camino de la celda. En cambio, cuando se trataba de alguien como Frenelle o yo…
— ¡A ver, vosotras, venid aquí! — gritó, señalando con la barbilla hacia donde ambas nos habíamos fundido en un emocionado abrazo-. ¿No estáis acaso felices de haberos encontrado en este agradable hotel? ¡Qué dos amigas tan guapas! Venid con papá, vamos a jugar un poco a cache–cache.
Quien así se dirigía a nosotras era el mismo ciudadano que me había recibido a la puerta, el tal Pierrot. Nos condujo entonces por un estrecho pasillo mal iluminado y luego, con una reverencia burlesca, abrió una puerta para introducirnos en una estancia grande de paredes desnudas. Ahora, a la mortecina luz de la lámpara que allí había, pude fijarme en más detalles de su persona. Debía de tener unos treinta años, pero la vaharada maloliente en la que yo había reparado en nuestro encuentro venía sin duda propiciada por una boca llena de dientes cariados, así como por el sudor que empapaba sus ropas. Sudor, por cierto, que él se secaba a intervalos con el enorme gorro frigio que llevaba sobre la cabeza.
— Adelante, ma colombe–le dijo a Frenelle-, quítate toda la ropa, papá Pierrot está deseando ver qué esconde tan lindo envoltorio. Y tú también, ma belle–continuó dirigiéndose a mí-. A ver cuál de estas palomitas es más veloz en quedarse desnuda.
Poco a poco Frenelle y yo nos fuimos despojando de lo que llevábamos puesto; primero de nuestros vestidos, después de las enaguas, las medias, las camisas interiores. A pesar del calor reinante temblábamos y yo procuré mirarla para infundirnos valor. Fue así, buscando desesperadamente la mirada cómplice de Frenelle, que mis ojos cayeron en una mujer, una tricoteuse que había al fondo de la estancia afanada en su revolucionario e implacable trabajo de hacer calceta mientras cumplía con su deber de vigilante. Su cara me era familiar, pero era tal mi estado de ánimo que no lograba acordarme de qué la conocía. Ahora estábamos Frenelle y yo desnudas delante de aquella gente, ocho hombres y la mujer. «¡Que se besen! — dijo uno de los tipos-. ¡Sí, que se besen mientras nosotros procedemos a hacer nuestro trabajo! júntalas y que se abracen». El tal Pierrot me asió entonces por detrás, un segundo carcelero hizo otro tanto con Frenelle y en ese momento sentí un dolor agudísimo que me taladraba las entrañas y pude notar el calor húmedo de un hilo de sangre correr por mis piernas abajo. Al mismo tiempo, como en un baile grotesco, tenía muy cerca la cara de Frenelle; tanto, que podía sentir su aliento junto a mi oído. «¡Que se besen! ¡Que se besen!», canturreaban aquellas voces. Creí que iba a desmayarme, pero cejó de pronto el dolor. Aquel hombre había terminado su labor de registro íntimo. ¿Pero cuántos más esperaban para deleitarse conmigo en esa humillante ceremonia? En ese momento, cuando esperaba un segundo embate, Frenelle acercó sus labios a mi cara y pronunció un nombre: «Mathilde». Tardé en entender lo que decía. Lo comprendí sólo cuando, terminado el registro del segundo carcelero, se me permitió tener un breve descanso. La mujer que tricotaba, sí, aquella ciudadana, había sido en tiempos ayudante de cocina en nuestra casa de Fontenay–aux–Roses. Lancé entonces hacia ella una mirada llena de desesperación. «Mathilde–dije muy bajo para que no me oyeran los demás-. Mathilde, por amor del cielo…». Ella, por un instante, me miró sobresaltada. Pude descubrir entonces un atisbo de conmiseración en sus ojos, pero fue sólo un segundo. Inmediatamente, como quien intenta espantar un pensamiento que le es desagradable, o peor aún, como quien aventa una mosca inmunda, dejó aletear una mano ante sus ojos y toda conmiseración se desvaneció. Con febril determinación la vi retomar su labor de punto, haciendo entrechocar de forma cada vez más veloz las agujas mientras un tercer carcelero se acercaba a mí por detrás. «¡Mueran los aristócratas! — gritó, y su voz fue secundada por la de todos los demás-: ¡Sí, que mueran! ¡Que mueran!».
DEL CIELO AL INFIERNO EN POCAS HORAS
Dicen los estudiosos que los treinta y tantos días que me dispongo a narrar son de los más notables ejemplos de fulgor y muerte que ha dado la Historia y de los que mejor sintetizan la idea de cómo se puede pasar de la gloria al oprobio en pocas horas. Frenelle y yo fuimos detenidas a principios de junio, y sucedió que mientras nos reponíamos de la operación de rapiotage, mientras aprendíamos a convivir con los gusanos y las ratas que infestaban nuestra celda a la espera de lo que nos deparase el destino, Robespierre por su parte ultimaba los detalles de lo que él creía su gran jugada maestra. Todo había comenzado un mes atrás, el 7 de mayo, cuando pronunció en la Convención un hermoso discurso en el que invitaba a todos a «reconocer la existencia de un Ser Supremo y por tanto de la inmortalidad como potencia conductora del Universo».
Nunca había pronunciado un discurso tan inspirado, tan bello y en el que, de dogmático y turbio, logró convertirse en poeta e idealista. Según explicó a los diputados, su idea era crear una religión nueva que se elevara por encima no sólo del cristianismo rancio y adorador de imágenes, sino también del ateísmo materialista que, en su opinión, embrutecía al hombre. Con vibrantes palabras destinadas a demostrar lo sensible que era, Robespierre aprovechó para hacer otra jugada de consumado tahúr, una más: arremeter contra un personaje que, junto con Tallien, se estaba volviendo demasiado «visible» en la Asamblea. Se trataba del «ametrallador» de Lyon, el hombre que, hasta hacía muy poco, se había ocupado con gran eficacia de devolver dicha ciudad a la obediencia revolucionaria a base de guillotinar y masacrar incontables personas.
Sin embargo, últimamente y a ojos de Robespierre, Fouché se había vuelto tibio y demasiado crítico de sus métodos y, sobre todo, de su persona. Había, por tanto, que hacerle ver su «equivocación», y para lograrlo nada mejor que atacarle directamente en medio de tan brillante discurso: «Dinos, Fouché–exclamó el Incorruptible-: ¿Quién te ha encomendado la misión de anunciar al pueblo que no existe ninguna deidad? ¿Cómo osas echar encima de la Naturaleza un manto mortuorio, o hacer más desesperante la desgracia, disculpando el crimen y oscureciendo la virtud? Sólo un criminal despreciable ante sí mismo y repugnante a los demás puede creer que la Naturaleza no nos puede ofrecer nada más bello que la nada».
Un inmenso aplauso premió tan inspirado discurso. Sí, era magnífica la idea de Robespierre de honrar a un Ser Supremo, uno que sirviera para redimir de tanta sangre a la patria, por lo que decidieron apoyar la moción con entusiasmo. El gran perdedor de la jornada, naturalmente, era ese hombre de aspecto insignificante y un tanto infantil al que Robespierre había dedicado tan duras palabras. Joseph Fouché se había encogido en su asiento hasta casi desaparecer, se había quedado mudo y se mordía los labios. Durante los próximos días nada se supo de ese oscuro ex seminarista que hasta entonces había tenido el don de adivinar cuándo estaban a punto de cambiar los vientos. Tan raro don era el que lo había convertido, primero, en seminarista, luego en carnicero de Lyon, y ahora en moderado, pero tal vez en esta última apuesta se había precipitado un tanto. Porque bastaba recordar cómo acabaron Danton y los demás indulgentes para saber que, si bien la Convención temía e incluso odiaba a Robespierre, puesto que comenzaba a estar ahíta de sangre y muertos, era muy peligroso precipitarse. Por eso, este oscuro personaje, uno de los más astutos y notables de su tiempo, tras el ataque directo del Incorruptible decidió callar y morderse los labios a la espera de un momento más propicio. Paciencia, se dijo.
Por su parte, Robespierre, una vez propinado un puntapié público a tan pequeño enemigo, olvidó a Fouché. Tenía otras cosas más importantes y bellas en que pensar, como la preparación de una gran fiesta en honor a la nueva deidad que acababa de inventar, el llamado Ser Supremo. En ella, con todo boato y pompa, pensaba lograr que se honrase a una deidad difusa y roussoniana, pero era en realidad a otro dios a quien tenía proyectado subir a los altares: a Maximilien de Robespierre.
El 20 de Prairial (8 de junio), día elegido para la fiesta, amaneció glorioso. Yo, desde mi ventanuco de la prisión de La Force, no pude verlo, pero cuentan que la primavera resplandecía en todo París, como queriendo demostrar que, en efecto, era aquél un día extraordinario.
Se había preparado para la celebración un gran talud de tierra de unos cincuenta metros de altura que se decoró con motivos vegetales de modo que simulara una magnífica montaña artificial. Primero se procedió a cantar La Marsellesa y, a continuación, el Himno al Ser Supremo, entonado por un coro de nada menos que dos mil cuatrocientas personas. Una vez terminada tan bella coral, con los últimos compases del himno apareció el Incorruptible. Iba vestido con una exquisita casaca azul pálido (su color favorito) y lucía banda tricolor y sombrero con grandes plumas, aunque con las prisas de última hora olvidó un elemento fundamental de su puesta en escena: un inmenso ramo de flores silvestres que la hija de su casero, el señor Duplay, había preparado para que él lo ofrendase en el altar del Ser Supremo. Detrás de Robespierre podía verse a los delegados de la Convención; cada uno de ellos portaba en sus brazos gavillas de trigo, que simbolizaban la fertilidad, la abundancia y también la pureza de la República. Todos mostraban un aire muy solemne. «¡Franceses republicanos! — comenzó diciendo entonces Robespierre-. ¡En vosotros está purificar la tierra que ha sido mancillada y devolver al planeta la justicia que de él ha sido desterrada!».
Con estas y otras emocionadas palabras continuó su discurso hasta concluir la ceremonia (bastante larga, por cierto). Antes del final, con una antorcha flamígera en las manos, el Incorruptible acercó ésta a una gran esfinge que representaba el Ateísmo y que ardió por los cuatro costados. Entonces (unos dicen que con el más puro color blanco y otros que bastante chamuscada por las chispas y el humo) emergió de entre las cenizas otra estatua escondida allí: la de la Sabiduría. Por fin, después de más cánticos y discursos, Robespierre descendió del talud o montaña artificial abriéndose paso entre una marea de patriotas ataviados con ropas tricolores, y aunque podían oírse ciertos comentarios chuscos ante todo aquel espectáculo rimbombante y alguna que otra risita, nada logró aguar la fiesta al Incorruptible, que proclamó aquel día «por siempre bendito».
Mientras tanto, al tiempo que se extinguían los ecos de la fiesta que casi había convertido a Robespierre en dios, Fouché se movía en la sombra comenzando a buscar aliados que le ayudasen a acabar con aquél que lo había humillado en público y, de paso, según sus propias palabras, «acabar también con la orgía de sangre en la que Robespierre había convertido a la República». Y en esta empresa encontró en Tallien un aliado perfecto. El primero, es decir, Fouché, era un hombre de pensamiento al que gustaba mantenerse en la sombra y mover desde allí los hilos; el segundo, Tallien, era alguien a quien Robespierre había herido en lo más profundo al meter en la cárcel a quien más amaba. A partir de entonces, ambos empezaron a buscar alianzas intentando convencer a los otros miembros de la Convención de que la situación actual de megalomanía y muerte era insostenible. Sin embargo, la gran paradoja de aquel momento histórico era que, a pesar de que para el ciudadano normal el terror reinante había convertido su vida en un infierno, las noticias de los diferentes frentes que Francia tenía abiertos contra las potencias extranjeras eran cada vez mejores. El 26 de junio en Fleurus, por ejemplo, el general Jourdan, gracias a un modernísimo sistema de observación (subió a un globo aerostático para desde allí dirigir a sus huestes), había logrado derrotar por completo a los austríacos. Mientras tanto, otros escuadrones avanzaban con éxito sobre Bélgica y también sobre Holanda.
Como es lógico, los éxitos militares eran bienvenidos por todos, pero a su vez servían para afianzar en el poder a Robespierre al tiempo que hacían funcionar aún con más presteza la guillotina, que necesitaba segar más y más cabezas, las de todos aquellos sospechosos de actuar como realistas, contrarrevolucionarios y por tanto enemigos de los intereses de la República. Vista esta situación, Fouché y Tallien intentaron explicar a los miembros de la siempre dividida Convención que los éxitos militares no sólo contribuían a afianzar a Robespierre, sino que, además, los hacía a todos aún más vulnerables a las iras del Incorruptible. «Es cada vez más necesario–les hizo saber Fouché a los atemorizados representantes de la Convención–agruparnos, defendernos, y como hacen los caballos acosados por los lobos: cocear».
Durante varios días ambos hablan, conspiran, conminan. Y cuando el temor a Robespierre parece no funcionar como acicate, utilizan la ambición. «Está claro–insisten tanto Fouché como Tallien-, que cuando logremos acabar con el Terror de este hombre, el poder pasará automáticamente a nuestras manos, porque la Convención representa no sólo al pueblo, sino sobre todo a esta magnífica República que hemos creado para ejemplo de la humanidad».
Al principio, estos argumentos encontraron cierta reticencia, pero, poco a poco, comenzaron a ganar adeptos, porque lo cierto es que el Incorruptible había herido u ofendido a todos. Además, resultaba ya imposible vivir por más tiempo con el alma atenazada por la incertidumbre de dos preguntas que eran, sin distinción, una constante en la vida de todos los habitantes de Francia: ¿llamarán esta noche a mi puerta? ¿Será la mía la próxima cabeza en caer?
De este modo, Fouché y Tallien lograron cosechar un tímido «sí» entre los miembros de la Convención. Todavía no se comprometían a apoyarlos del todo, pero decían que si uno de los dos lograba ganar dialécticamente a Robespierre desde la tribuna (cosa bastante difícil dada su elocuencia), los apoyarían ya sin reservas. En otras palabras, los diputados deseaban nadar y guardar la ropa (o la cabeza, para ser más precisos), pero ¿quién puede reprocharles dicha actitud? Yo, en mi celda de La Force y con la amenaza de la guillotina a sólo unos días vista, no, desde luego.
Mientras todo esto ocurría y penosamente se iban aunando voluntades para acabar con El Terror, yo vivía una existencia irreal en La Force. Los primeros días estuve en cachet, es decir, sola e incomunicada en lo que entonces llamaban una ratonera. El nombre era perfecto, pues se trataba de una celda de reducidas dimensiones destinada, en principio, a alojar asesinos y conspiradores. A la luz del diminuto tragaluz que servía de ventana podía verse un jergón de paja bullente de gusanos, una jarra con agua pútrida y un cubo destinado a mis necesidades. El rancho consistía en pan mojado en agua y era servido con gran estruendo de cerrojos que se abrían y cerraban dos veces por día. Fueron cerca de diez los que allí estuve hasta que por fin, gracias no a la clemencia de mis captores, sino al grave problema de espacio que había en todas las cárceles, se me permitió salir de mi solitario encierro y reunirme con otros desdichados con los que compartía infortunio. Allí me reencontré con Frenelle y nos abrazamos con fuerza. La sala comunal en la que ahora nos encontrábamos no era tan oscura como mi anterior celda, y esto me permitió ver inmediatamente los estragos que unos días de cautiverio habían hecho en mi buena amiga.