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— No es nada–sonrió ella llevándose la mano a la cara-, no han sido «ellos» — dijo señalando significativamente hacia la puerta por la que periódicamente aparecían nuestros carceleros-, sino «ellas».
Con un escalofrío comprendí que se refería a esas eternas compañeras de los cautivos, las ratas. Yo había sido afortunada en mi pequeña celda. Tal vez debido a la falta de comida, tal vez por pura suerte, no había recibido su inmunda visita. Ahora, en cambio, en la sala baja y larga en la que nos encontrábamos, correteaban a sus anchas. Se trataba de un espacio de unos treinta metros en el que podían verse alineados más de quince jergones tan inmundos como los de mi alojamiento anterior. La momentánea alegría del reencuentro con Frenelle me había impedido ver el lamentable espectáculo que tenía alrededor. Algunos de nuestros compañeros de infortunio yacían sobre sus jergones como atontados, sumidos en una especie de invencible sopor. Otros, por el contrario, se entregaban a una febril agitación. Serían éstos con los que más tarde entablaría amistad y llegaría, tal como he explicado al principio de este largo relato, a jugar y a ensayar cómo nos comportaríamos cuando llegara el momento de subir al cadalso. Sin embargo, ninguna de estas consideraciones me preocupaban en ese preciso momento; lo único que me angustiaba era el aspecto de Frenelle y la necesidad de hacer algo para aliviar su dolor; de curar, a ser posible, aquella horrible llaga.
— No tienes que preocuparte por esto–me dijo con su eterna sonrisa-, aquí nos ayudamos todos. Ya estoy mucho mejor; Anne Marie me está curando la herida con su botella mágica.
Señaló entonces a una gruesa matrona que, por su orondo aspecto, no debía de llevar demasiado tiempo en aquel infierno.
— Coñac–dijo entonces Frenelle bajando la voz como quien habla de un gran secreto-. No es precisamente de los mejores, pero sirve tanto para alegrarnos de vez en cuando las tripas como para curar heridas.
— ¿Coñac aquí donde no es fácil encontrar ni agua limpia? — pregunté yo. Pero Frenelle, como siempre ocurría con ella, tanto en París como luego en Burdeos y también ahora en prisión, tenía la rara habilidad de descubrir muy pronto los secretos conductos que existen en las situaciones desesperadas y por los que se llega a conseguir (casi) todo.
— Anne Marie es nuestra fournisseuse–dijo Frenelle-, y Violette, por su parte–añadió señalando esta vez a una muchacha muy joven y delgada-, es nuestro correo. Tenemos la enorme fortuna de que una de las carceleras es su tía. Si alguna vez necesitas enviar una carta muy «especial» que no quieres que pase por los conductos normales, ella es la persona.
Miré a aquella muchacha y tomé buena nota del dato. Naturalmente, Tallien ya estaba al tanto de mi detención y me había escrito dos bellas cartas en las que me rogaba paciencia y confianza en él. Pero las suyas eran cartas censuradas y, por otro lado, era evidente que esta vez no podría liberarme como ocurrió cuando me encarcelaron en la fortaleza de Hâ. Las circunstancias eran muy distintas de las de entonces, trágicamente distintas. Aun así, no dejó de alegrarme saber que existía un conducto por el que, si la situación se hacía desesperada, una carta mía podría llegar a sus manos sin pasar por la censura del Incorruptible y su siniestro comité.
— ¿Qué podemos darle tanto a Anne Marie como a Violette a cambio de su ayuda? — pregunté a Frenelle-. Nada tenemos.
— No pienses ahora en eso, Teresa, Además, aquí las cosas son diferentes, tú misma podrás comprobarlo. Y ahora ven, déjame que te presente a otras amigas.
***
Fue así como entré en sociedad en el curioso submundo que formaban los prisioneros del Terror. Como comentario general, y tal como he apuntado al principio de estas memorias, he de decir que, a pesar de los pesares (o tal vez precisamente gracias a ellos), en las cárceles se gemía y lloraba poco. Es cierto que algunos preferían quedarse en un rincón lamentando su suerte, pero un buen número de nosotros nos dedicábamos a hablar, a galantear y a reírnos de la muerte. No importaba que, día a día, fuéramos viendo desaparecer amigos y seres queridos camino del cadalso, porque la muerte se había convertido en una compañera habitual en nuestras vidas, en una camarada, y como tal la tratábamos. Para pasar más distraídas las largas horas de encierro organizábamos, por ejemplo, juegos de salón y charadas. Las toallas se convertían entonces en bellos turbantes turcos; los cobertores raídos de los jergones, en capas de armiño, y así ataviados nos presentábamos ante un tribunal de justicia en el que no faltaba un émulo de Robespierre en su papel de sacerdote supremo. Después del juicio, en el que todos procurábamos parecer lo más ingeniosos, lo más nonchalant posible, llegaba el momento de la ejecución. Entonces el reo colocaba su cabeza entre los barrotes de dos sillas y, para simbolizar el tajo de la guillotina, a partir de ese momento el «muerto» se anudaba alrededor de su cuello una fina cinta roja.
Pese a los escasos recursos con los que se cuenta en una cárcel, las damas rivalizábamos para ver cuál de nosotras lucía un «tajo» más realista. A muchos ha maravillado la dignidad y desapego con los que (casi) todos nos enfrentábamos a la muerte, pero para nosotros nada tenía de extraño: era una representación teatral más, una bella forma de morir. Personalmente, lo que me resultaba más complicado de sobrellevar no era la idea de cómo me enfrentaría en su momento a la Louisette, puesto que tenía pensadas incluso las palabras que dirigiría a Sansón, el verdugo, antes de que éste me ayudara a poner la cabeza bajo la cuchilla. Lo más difícil para mí eran ciertas circunstancias de la vida en prisión. Y es que por mucho que se intentara fingir y teatralizar, había un momento en el que uno se reencontraba con la realidad, es decir, con la idea de que tal vez mañana fuera el último de nuestros días; también con la suciedad, con el hedor, con los gusanos y, sobre todo, con las ratas. Siempre he tenido horror a esos bichos. Detesto sus gemidos repugnantes, así como el rascar de sus diminutas uñas, y sobre todo aborrezco sus cuerpos gruesos, peludos, untuosos y esa intuición suya para saber cuándo pueden acercarse más de la cuenta. Durante el día, lograba más o menos mantenerlos a raya a base de sacrificar parte de mi ración de comida. Colocaba a tal efecto en un rincón y en un sitio algo elevado para dificultar su acceso un trozo de pan o, mejor aún, de tocino rancio, para que se arremolinaran allí dejándome en paz. Pero de noche se volvían insaciables. Las ratas sabían muy bien que estábamos a su merced, y con una insolencia verdaderamente inaudita se acercaban hasta mordisquearnos las orejas, los dedos y sobre todo los pies. Inmundos bichos; aún ahora, cuando tantos años han pasado, mis peores pesadillas no remiten a esos días en los que me esperaba una muerte segura, sino a sus mordiscos, de los que aún los dedos de mis pies guardan señales.
***
Fue durante una de esas noches llenas de ruido y ratas cuando trabé amistad con otra reclusa. Se trataba de una criolla natural de la Martinica que pocos días más tarde quedaría viuda de un noble de nombre Beauharnais. Su gracia completa era Marie Joséphe Rose Tascher de la Pagerie de Beauharnais, y la Historia la conoce ahora como la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón.
Dicen algunos que Josefina (a la sazón Rose) sentía por mí algo más que un cariño amistoso. Señalan cómo, en la Francia de la Revolución, los amores lésbicos estaban considerados de buen tono y de muy alta cuna; no en vano, a María Antonieta se la consideraba hija aventajada de Lesbos. Nada tengo contra las hijas de tan bella isla, pero para hacer honor a la verdad, he de decir que ni María Antonieta ni yo, ni tampoco Josefina, pertenecimos a sus huestes. En cuanto a esta última, comprendo que su actitud en La Force y sobre todo sus palabras pudieran dar lugar a equívocos:
— Teresa, tesoro mío, hoy he soñado con nosotras y me he despertado llorando como siempre. Préstame tu bella mano para que compruebes cómo late mi corazón.
— Vamos, Rose–le decía yo riendo-. Tranquilízate y cuéntame tu sueño.
— Nos encontrábamos en el más hermoso jardín que puedas imaginar, ma belle, estábamos preparando un almuerzo campestre en el que había frutas de mi país y dulces de Oriente, y el más delicioso chocolate de las Américas. ¡Era todo tan hermoso! No puedo parar de llorar sólo con recordarlo.
Josefina poseía ciertos rasgos personales de los que me gustaría hablar. Uno era su sensibilité, tan del gusto de la época, que hacía que estuviera permanentemente deshecha en lágrimas (ya hablaré más adelante de esta, para mí, enojosa costumbre). Otro era su actitud cariñosa con todo el mundo, así como su amor por los dulces y chocolates, que, por cierto, ya por entonces había causado estragos en su hermosa sonrisa criolla. Frágil y sensual, la belleza de Josefina puede describirse como una de esos seres que arrebatan a los hombres apelando siempre a su instinto de protección. Tenía además una bonita cabellera de color castaño oscuro que solía adornar con turbantes a la moda de las Antillas. Era de mediana estatura y con un cuerpo muy juvenil a pesar de sus casi treinta años y del hecho de ser madre de dos hijos que rozaban la edad adolescente. Recuerdo haber pensado entonces que, si alguna vez salíamos de allí con vida, no le sería difícil encontrar un nuevo marido, algo muy necesario en su caso puesto que no contaba con fortuna. «El problema va a ser esa dentadura», me dije a continuación de este pensamiento, porque Rose tenía unos dientes deplorables. Eran pequeños y oscuros, e incluso le faltaban varios. Cuentan que, mucho más adelante, cuando ya era emperatriz de Francia, intentó conseguir de la reina María Luisa, esposa de nuestro Carlos IV, su secreto mejor guardado. María Luisa, que era italiana, había logrado que un misterioso artesano, de nombre Antonio Saelices, y que vivía refugiado (vaya usted a saber por qué) en Medina de Rioseco, le fabricara un nuevo e innovador artilugio: una dentadura postiza.
El problema con los inventos innovadores es que nunca están perfeccionados del todo, por lo que aquella castañeta sólo podía usarse para masticar, no para presumir. Cumplía con creces con su labor de moler la comida, pero como tenía los goznes demasiado rígidos, mantener la boca cerrada era poco más que un tour de force, y a cada rato el feliz poseedor del invento adquiría un aire muy… boquiabierto, en el más literal sentido de la palabra.
Sea como fuere, el problema dental de Rose cuando nos conocimos en prisión no era tan notable como lo sería más adelante, sin embargo, aun así me pareció labor de una buena amiga darle un consejo.
— Mira, Rose–le dije en una de aquellas interminables tardes en las que nos sentábamos a matar el tiempo hasta que el tiempo nos matara a nosotras-, si alguna vez salimos de aquí, hay una recomendación de belleza que voy a darte y que pienso que te será de gran utilidad.
— Lo que tú me digas, tesoro–respondió ella-, será más que bienvenido. No hay nadie tan bella como tú, Teresa, te agradezco mucho que pienses en esta buena amiga tuya que te adora.
Interrumpo este diálogo para llamar la atención del lector sobre varios datos más de la personalidad de la futura esposa de Napoleón que se desprenden de este parlamento. Por un lado, su almibarada forma de hablar y de dirigirse a mi persona. En esta particularidad se basan los que pretenden decir que Josefina estaba enamorada de mí. Yo no lo creo en absoluto. Su melosidad era consecuencia de la tierra que la vio nacer. Entre cacao y caña de azúcar, entre melaza y miel, todos los antillanos que he tenido oportunidad de conocer eran así, muy dulces (a veces demasiado) en su forma de expresarse.
— Venga, Teresa, prenda mía, cuéntame eso tan importante que ibas a decirme, yo me despierto todas las noches llorando por nuestra suerte.
El llanto. He aquí la otra particularidad del carácter de mi nueva amiga en la que vale la pena detenerse también. Josefina era una perfecta llorona. Yo siempre he sostenido que la risa y la sonrisa de Teresa Cabarrús fueron sus armas más imbatibles, pero Josefina pertenecía claramente a otra escuela. Ella todo lo anegaba en lágrimas, en melindres, en pucheros, aunque para no mentir hay que reconocer que no le fue nada mal con sus llantos. Su futuro marido consideraba trés sensibles dichas manifestaciones y así lo dejó escrito en la voluminosa correspondencia que de él se conserva. Me cuesta reconocerlo, pero los llantos de Rose la llevarían, andando el tiempo, mucho más lejos que a mí la risa.
Otro dato reseñable sobre Josefina era su interés por la cartomancia. Según ella, en la Martinica todas las señoritas de familia acomodada conocían los secretos de los naipes adivinatorios que aprendían de las viejas esclavas africanas. «Has de saber, Teresa–me dijo en una ocasión-, que yo estoy segura de que mi vida no acabará mirando «por la ventana revolucionaria». En realidad, no temo en absoluto al filo de la Louisette. La vieja Marie Celeste me leyó el futuro hace años y ella nunca se equivoca». Entonces Rose me contó cómo, junto a una prima hermana suya, había asistido un día a una fiesta campestre cerca de Tríos–Îlets, su pueblo natal, y allí se habían hecho leer la buenaventura por una conocida hechicera. Por lo visto, la vieja Marie Celeste había tomado primero la mano de la prima de Josefina y le había dicho que la esperaba un futuro glorioso, puesto que iba a ser madre de un rey. Las dos muchachas se rieron de tal ocurrencia, pero la hechicera dijo que nada tenía de gracioso y que el futuro deparaba aún más sorpresas a las dos primas Tascher de la Pagerie. «Tú, muchacha–le dijo entonces a Josefina-, no serás madre de ningún rey, pero en cambio serás emperatriz y la esposa del hombre más poderoso del mundo».
Cuando mi amiga me contó todo esto yo también sonreí, pero lo cierto es que, por muy increíble que parezca, los vaticinios de la vieja Marie Celeste se cumplieron punto por punto. Sólo un par de años después del encuentro con la hechicera, la prima de Josefina embarcó para Europa con tan mala fortuna que su barco fue apresado por corsarios. La bella martiniquesa acabó en el harén del sultán de Turquía, que la hizo su favorita y más tarde madre de su heredero. La suerte de Josefina es de todos sabida. Tal vez por eso, desde que yo la conocí hasta el día en que murió, la que fuera emperatriz de Francia siguió consultando con adivinos y hechiceros para saber qué más le depararía el futuro. Lamentablemente, ninguno de ellos fue tan infalible como la vieja Marie Celeste.
***
Así, entre interesantes conversaciones con mi nueva amiga y representaciones teatrales con otros reclusos, pasaba yo las largas horas de cautiverio. Y precisamente el hecho de que fueran tan largas y de que transcurrieran los días sin que se dictase sentencia alguna contra mí, hacía que me llenara de esperanza. Pero también de recelo, puesto que se me antojaba que esa forma de prolongar mi incertidumbre era, por parte de Robespierre, un refinado modo de aumentar mi agonía y al mismo tiempo de recordar a Tallien quién mandaba en Francia. Y una idea de la importancia que me otorgaba era el hecho de que, en plena tormenta política, mientras él trataba de anticiparse a los posibles ataques contra su persona y cuando acababa de convertirse en un semidiós tras la fiesta del Ser Supremo, el Incorruptible exigía que todos los documentos relativos a Teresa Cabarrús llegaran hasta su mesa. Además, como no podía ser menos en alguien que controlaba hasta los últimos mecanismos de delación y de espionaje, todas las cartas que Tallien me enviaba pasaban previamente bajo su mirada. Como es lógico, las que yo le escribía a Tallien suplicando que me sacara de allí pasaban también por sus manos. Por tanto, yo tenía mucho cuidado en medir mis palabras y jamás mencioné a Robespierre ni tampoco nada que pudiera moverlo a la cólera. Sin embargo, ocurrió que, a medida que transcurrían los días, las cartas censuradas que Tallien me enviaba comenzaron a espaciarse hasta cesar por completo ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se había olvidado Tallien de mí? Yo sabía, a través de los oscuros canales que dominaba Violette, la amiga de Frenelle, que no había sido detenido, que seguía libre por París; amenazado, sí, pero aún en libertad. Fue durante este período de gran desamparo cuando recibí la noticia que más temía cualquier cautivo. Una mañana me hicieron llegar una nota en la que se me informaba de que al día siguiente sería llamada «ante la justicia». Y todos sabíamos entonces qué significaba tan retórico eufemismo.
Después de leerla, Frenelle y yo nos abrazamos llorando.
— Todo está perdido–le dije-, hasta Tallien me ha abandonado.
— No, pequeña mía–intentaba consolarme Frenelle-, debemos seguir luchando como hemos hecho hasta ahora, más que antes incluso.
— ¿Pero qué podemos hacer? Desde hace semanas no contesta a mis cartas.
— Violette–dijo Frenelle-. Debemos confiar en ella, es nuestra única posibilidad. Tú escribe urgentemente a Tallien, que ella le hará llegar tu carta.
— No tenemos forma de pagarle, y aun en el caso de que ella y su tía puedan cobrar sus servicios fuera al entregarla a su destinatario, ni siquiera sabemos si Tallien sigue interesado por mi suerte o si, por el contrario, tanto teme perder su cabeza que ha olvidado que la mía está a un paso de la guillotina.
— Tú escribe esa misiva y piensa bien lo que vas a decirle. El resto déjamelo a mí y no hagas más preguntas.
Abracé de nuevo a Frenelle y, procurando que la mano no me temblara en exceso, escribí lo que sigue:
En La Force, 7 de Thermidor del año II
El administrador de policía acaba de salir de aquí; ha venido a anunciarme que mañana compareceré ante el tribunal, es decir, que subiré al cadalso. Ello se parece muy poco al sueño que tuve la noche pasada: Robespierre ya no existía y las cárceles estaban abiertas de par en par. Pero gracias a tu insigne cobardía pronto no habrá en toda Francia nadie capaz de realizar mi sueño.
Y por el mismo conducto él me respondió: «Tened prudencia, que yo sabré tener coraje». Es curioso cómo actúa el destino. Que una carta de las características de la mía sea capaz de empujar a un hombre a emprender la imposible misión de acabar con el ser más poderoso de Francia puede parecer inverosímil. Pero a veces lo más increíble, lo más desesperado, ocurre, sobre todo, cuando tiene la fortuna de unir fuerzas con otra desesperación. Sucedió, por esas cosas de la vida, que la recepción de esta nota por parte de Tallien coincidió en el tiempo con un hecho doloroso ocurrido a otra persona. Otro conspirador que junto a Tallien buscaba la caída de Robespierre también recibió por esas fechas una triste noticia. Se trataba de Fouché, ese artero maestro de títeres que siempre prefería maquinar en la sombra y propiciar que fueran otros los que llevaran a cabo las acciones. Y lo que no podía prever el Incorruptible era que una gran desgracia personal que se cernía sobre aquel antiguo seminarista y asesino de la ciudad de Lyon iba a jugar en su contra. Porque Joseph Fouché, implacable en su vida pública, era en cambio en lo privado un hombre hogareño y esposo afectísimo de una mujer afamadamente fea a la que amaba con pasión. Pero por encima de todas las cosas, Fouché adoraba a su hijita, una criatura pálida y frágil que cayó por esas fechas mortalmente enferma. Y Fouché, a quien Robespierre sometía a un seguimiento férreo, ni siquiera pudo asistir a su agonía o acercarse a su lecho por miedo a ser detenido. En su desesperación, Fouché redobló entonces sus intrigas. Fue de diputado en diputado, se dedicó a mentir, a embaucar, a intentar ganarlos a todos para su causa, que no era otra que acabar con la tiranía del Incorruptible. El 6 de Thermidor terminó para él la triste prueba: su hija murió al fin y Fouché hubo de acompañar al pequeño féretro camino del cementerio. Entonces se dijo que ya no tenía nada que perder en la vida. «Mañana hay que dar el golpe–le comunicó a Tallien-, no se puede dilatar ni un minuto más». Ambos se comprendían a la perfección, puesto que compartían el dolor de sendas muertes que ensombrecían su existencia. La de la pequeña Nini Fouché no había podido evitarse; la de Teresa Cabarrús, fechada para el día siguiente, tal vez sí. Robespierre se enfrentaba por tanto a dos hombres desesperados, sería la vida de ellos o la de él.
EL 8 DE THERMIDOR DEL AÑO II
Mientras todo esto tomaba forma, el Incorruptible llevaba semanas preparando otro de esos bellos discursos con los que tenía por costumbre deslumbrar a la Convención al tiempo que demostraba a todos quién era el amo. Sabía (para eso era dueño de la red de espías más importante de Francia) que existía una conspiración en marcha contra su persona, pero no le cabía la menor duda de quién iba a ganar la próxima partida y de cuáles serían las cabezas que rodarían. Así, el día del discurso, el Incorruptible se vistió con su atuendo favorito, el mismo que llevara en la fiesta del Ser Supremo: traje de seda azul pálido y medias blancas, todo esto a pesar de que estábamos en Thermidor, es decir, a finales de julio, y el calor era considerable. La sala de la Convención estaba llena esa mañana, pues todos preveían acontecimientos: Robespierre de un signo; los conjurados, del contrario. Ejercía como presidente en esa ocasión Collot d'Herbois, que estaba de acuerdo con los conspiradores, y paseó una mirada entre temerosa y expectante por la sala: «¿Qué va a ocurrir? — se preguntaba-. ¿Cómo acabará esta sesión?». Poco a poco todos comenzaron a ocupar sus puestos según sus tendencias políticas: los moderados a la derecha; los menos moderados a la izquierda, y la Montaña en sus gradas altas, tal como era costumbre. Sólo las galerías infundían un cierto recelo a los conjurados porque estaban ocupadas por fanáticos de Robespierre que, en cuanto éste entró en la sala, demostraron su fervor irrumpiendo en aplausos, vítores y cánticos. Mientras tanto, fuera del recinto, Tallien y el resto de los conjurados, como Rovére, Billaud–Varenne, Bourdon y Barras, se daban las últimas consignas intentando dominar su nerviosismo. El único que faltaba ese día era Fouché, porque él, después de haber organizado toda la operación, como buen hombre de intriga que era, había procurado esfumarse a la hora de la verdad.
Robespierre subió a la tribuna y leyó un discurso críptico y amenazador en el que denunciaba la existencia de una conspiración en su contra, pero se negó a concretar los nombres. Esto no hizo más que redundar en el miedo que los diputados ya sentían. Una acusación equivalía de hecho a una condena, sin que hubiera tiempo de esclarecer la verdad y cada cual se preguntaba si no estaría su nombre entre los de la temible y secreta lista del Incorruptible.
Al día siguiente, los hechos se precipitan. Se corre la voz de que Saint–Just, el hombre de confianza de Robespierre, su más fiel escudero, va a subir a la tribuna. Inmediatamente los conjurados se dan cuenta de que es fundamental entrar en la sala y acallar por todos los medios a ese hombre refinado y lleno de aplomo que tiene dotes de gran orador.
Saint–Just ha comenzado a leer un discurso que, como todos los suyos, enseña y luego oculta una amenaza, una espada de Damocles que, según él, se cierne sobre las cabezas de muchos de los ahí reunidos. El miedo se apodera entonces de la sala, nadie se atreve siquiera a moverse. Pero en ese momento Tallien se levanta e interrumpe el discurso de Saint–Just: «¡Nada de veladas alusiones, ciudadano! ¡Si quieres acusar a alguien, hazlo a las claras, di los nombres de los culpables!». A continuación y sin dejar que Saint–Just conteste, Billaud–Varenne toma la palabra y acusa a los miembros del comité (léanse Robespierre y sus afines) de querer acabar con la Convención. Entonces, el Incorruptible se da cuenta de cuántos son los que están contra él y con muy deliberada lentitud, tal como ha hecho siempre para amedrentar a sus víctimas, se levanta para dirigirse a la tribuna de oradores, pero en ese momento una voz surge de las gradas: «¡Abajo el tirano!», grita la voz y, como por ensalmo, más de la mitad de la sala se le une a coro: «¡Abajo! ¡Abajo!».
De pronto es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para impedir hablar al Incorruptible, para evitar que su elocuencia venenosa, esa que tantos triunfos le ha dado hasta el momento, pueda llegar a convencerles. Estupefacto, atónito, Robespierre comprende que aquella masa que creía a su merced, servil y temerosa, sólo esperaba una ocasión como aquélla para volverse contra él. Una vez más intenta subir a la tribuna para hacer uso de la palabra, pero Tallien, con un gesto audaz, se le adelanta y Collot le concede a él el turno de palabra y no al amo de Francia. Entonces Tallien comienza a hablar. Siempre ha sido un hombre elocuente, quizá no de un modo sofisticado como otros tribunos, pero ese día demuestra con creces que sabe pulsar con éxito las fibras sensibles y demagógicas que estos tiempos teatrales requieren.
— Exijo que se rasgue el velo que nos impide ver la realidad, y la realidad es que si somos débiles, Robespierre asesinará la Convención. ¡Toda muestra de debilidad conduce a la muerte!