38607.fb2 La cinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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Un momento así demanda una inmediata y brillante respuesta por parte del atacado, pero, increíblemente, Robespierre no sabe reaccionar; su mente es brillante pero lenta. Mira a Saint–Just, que está de pie junto a la tribuna; éste tampoco sabe qué hacer, las hojas de su discurso caen de sus manos. Entonces, una sombra de indecible temor se dibuja en el rostro del Incorruptible. Rompe a sudar mientras pasea sus ojos por las bancadas, busca una mirada amiga pero no encuentra ninguna. En ese momento, Tallien vuelve a hablar:

— Yo presencié ayer la reunión de los jacobinos y tiemblo por mi patria. He visto cómo se formaban las huestes de un nuevo Cromwell y he armado mi brazo con esta daga para traspasar con ella su pecho si la Cámara no tiene el coraje de decretar su acusación.

Varios días más tarde, al relatarme todo lo que acabo de describir, Tallien confesaría que, junto a aquel puñal que sacó del pecho en el momento preciso para amenazar a Robespierre, llevaba también mi carta, en la que le decía que iba a ser guillotinada al día siguiente, y que fue ésta, junto a su corazón, la que encendió su discurso. Ya no le importaba nada, estaba dispuesto a matar o a morir, pero el aplauso atronador con el que fueron recibidas sus palabras le llenó de renovada energía.

«Un paso más, tan sólo uno–se dijo-, y la batalla estará definitivamente ganada».

***

Robespierre, por su parte, también se había dado cuenta de cuál era la situación e intentó contraatacar, pero estaba mudo, paralizado por el miedo, y el miedo de una presa acorralada es sin duda lo que más excita a sus perseguidores. Entonces, una vez más, Tallien se encaró con él, lo llamó tirano, usurpador, recordó uno por uno todos los crímenes que había cometido en nombre de la Virtud. Por fin, Robespierre logró reunir coraje para gritar a Collot, viejo amigo de Danton que en ese momento ejercía de moderador, y decirle:

— Por última vez, presidente de asesinos, te pido la palabra. ¡Dámela o decreta que quieres asesinarme!

Sin embargo, las palabras de Robespierre son ahogadas por gritos y ahora su figura, con sus medias blancas, resulta patética. Le falla incluso la voz, que se le ha vuelto de pronto ridículamente aflautada. En ese momento le sobreviene un ataque de tos.

— ¡Es la sangre de Danton la que te ahoga! — grita entonces el diputado Antoine Garnier, y todos corean:

— ¡La sangre de Danton! ¡La sangre de Danton!

— ¿Es pues a Danton a quien preferís defender, cobardes? ¿Por qué no lo defendisteis antes? — logra argumentar Robespierre.

Pero el diputado Louis Louchet, antiguo partidario de Danton, corta el debate con un grito:

— Hay que terminar, arrestad a Robespierre.

Él se vuelve en ese momento desesperado, buscando apoyos en la derecha, luego en la izquierda, e intenta dirigir sus pasos hacia unos asientos que se encuentran vacíos.

— ¿No sabes que es aquí donde se sentaban Vergniaud y Condorcet, a los que enviaste a la muerte? — le gritan.

Robespierre trastabilla, retrocede buscando algún apoyo, pero mire donde mire, por todas partes surgen las sombras de los que él llevó a la guillotina. Se diría que están todas allí: la de Danton, la de Desmoulins, la de Vergniaud, la de Condorcet, acusándole, acosándole en una vertiginosa danza de muerte.

De forma mecánica se procede entonces a votar el arresto de Robespierre, de su hermano Augustin, también de Saint–Just y de Couthon y de Le Bas, y la moción es aprobada de forma unánime por toda la Cámara. Sin embargo, la batalla no está ganada del todo. Una vez que la Comuna de París se entera de lo ocurrido, se niega a abrir cualquiera de sus prisiones para recibir a los arrestados y comienza a movilizar la maquinaria de la insurrección popular. El problema es que El Terror ha dañado la maquinaria, puesto que ha suprimido a personas válidas sustituyéndolas por espías e intrigantes, por lo que, ya no funciona. De las cuarenta y ocho secciones sólo trece responden mandando tropas y echando al vuelo las campanas. Son, sin embargo, suficientes para liberar a los cinco hombres y para que uno de sus generales lance sus tropas contra la Convención. Por un momento los diputados se ven perdidos y se preparan para la lucha. Al mismo tiempo, la Convención nombra a Barras comandante de las fuerzas y declara a Robespierre y a sus secuaces fuera de la ley. Esto significa que pueden ser apresados y sumariamente ejecutados en veinticuatro horas. Esta medida decide la suerte de todos. A las dos de la mañana las tropas al mando de Barras avanzan sobre los prisioneros atrincherados en el Ayuntamiento de París. Mientras lo hacen, un cuerpo cae desde la ventana al pie de los soldados. Es Augustin Robespierre, el hermano menor de Maximilien. Dentro, encuentran a un inválido Couthon caído en las escaleras de acceso a la sala del consejo general y en ésta comprueban que Le Bas se ha descerrajado un tiro y descubren a Robespierre tumbado sobre una mesa con la mandíbula destrozada y el cuerpo cubierto de sangre, después de una posible tentativa de suicidio. El otro superviviente, ileso, silencioso y desafiante, es Saint–Just.

Ya de día, Tallien, Barras, Fouché y el resto de los conjurados no pueden por menos que asombrarse por el modo en que la ciudad de París recibe la caída de su ídolo, de su semidiós. Todo el mundo se ha lanzado a las calles, la gente se abraza, todos ríen y lloran a la vez. «Qué fácil es pasar de la veneración al odio», se dicen los conjurados. Pero es que el pueblo estaba tan harto de sangre y de horror que al saber la noticia ha salido a festejar con guirnaldas y banderas. Ahora le toca a «él» entregar su virtuoso cuello a la Louisette. Todos quieren ver morir a Robespierre. Desean contemplar cómo su cabeza se besa con la de Saint–Just en ese gran cesto ensangrentado que Sansón tiene junto a la guillotina. El tránsito de la carreta que conduce a ambos a través de las calles de París hasta el cadalso se vuelve lento, de tantos que son los que se agolpan para confirmar que en efecto son ellos, Saint–Just y Robespierre. Y hay que ver ahora en lo que se ha convertido aquel ídolo. Viste aún el mismo traje azul pálido que se hizo para la fiesta del Ser Supremo, pero profusamente manchado de sangre reseca. Tiene el pelo revuelto y la mirada perdida. Cuentan que, al colocarlo sobre la plancha de la guillotina, Sansón le arrancó el vendaje con el que sujetaba su destrozada mandíbula y el Incorruptible murió entre gritos de dolor acallados tan sólo por el rápido silbar de la cuchilla. Poco después, comenzó a cantarse por las calles de París una canción:

L'infáme Robespierre

du peuple l’ennemi

a mordu la poussiére

et son régne est fini.

El infame Robespierre

del pueblo enemigo

ha mordido el polvo

y su reino ha acabado.

DE CÓMO ME CONVERTÍ EN NUESTRA SEÑORA DE THERMIDOR

Resulta difícil explicar a quien no conoció aquellos tiempos lo que la palabra Thermidor significó para los habitantes de Francia y en concreto para los de París. Thermidor no era ya tan sólo el nombre de un mes revolucionario, sino el de una nueva esperanza, el del alumbrar de una nueva era lejos del miedo, de los espías y, sobre todo, de la alargada sombra de la guillotina. Si al día siguiente de la caída de Robespierre a alguien de la calle se le preguntaba cuáles eran sus planes a partir de ese momento, la respuesta era unánime «¡Vivir!». También amar, gozar, bailar, pasear, conversar, beber, sí, hasta emborracharse de vida, de aquella que casi le había sido arrebatada. El nuevo comité que se formó a continuación y en especial los artífices de la muerte del Incorruptible, ahora llamados termidorianos, esto es, Tallien, Fouché y la nueva estrella emergente Barras, no salían de su asombro del modo en que eran vitoreados como los salvadores de la patria y vencedores del Terror. Ellos, lo único que habían pretendido con su acción había sido salvar sus propias cabezas, y desde luego ninguno podía presumir de tener las manos limpias de sangre. Tampoco entraba dentro de sus planes prescindir de ahora en adelante de la guillotina; sin embargo, al ver la euforia de la gente decidieron en súbito consenso aprovechar la falsa interpretación popular de sus actos. Así, a partir de ese momento empezaron a alentar la teoría de que todos los desafueros de la Revolución tenían un solo culpable: Robespierre. Como si Tallien no hubiera matado a miles de inocentes en París y en Burdeos; como si Fouché no fuera el ametrallador de Lyon; como si Barras no hubiera votado la muerte de Luis XVI. Ahora, en cambio, todos se afanaban en adoptar un aire benigno, magnánimo.

El día 10 de Thermidor Tallien anunció así la muerte del Incorruptible:

— Este día es uno de los más bellos para la libertad. La República triunfa y este golpe prueba que el pueblo francés nunca jamás será gobernado por un solo amo. Vayamos a unirnos a los ciudadanos para compartir la alegría común. ¡El día de la muerte del tirano es la fiesta de la fraternidad!

Ocurrió, y sin yo saber muy bien cómo, que comenzó a correr por París la noticia de mi secreta influencia sobre el más conspicuo de los conjurados. Se hablaba con admiración del gran número de prisioneros que Tallien había liberado en Burdeos gracias a mis ruegos, así como de los muchos que estaban en deuda conmigo por haber salvado la vida a un hermano, a un padre, a un amigo. Pero se hablaba sobre todo del efecto de mis palabras, y en especial de aquella carta que le hice llegar a Tallien en la que le anunciaba mi inminente subida al cadalso. Cherchez la femme, dicen los franceses, y ésa es una expresión que considero halagadora pero también paternalista. Sin falsa modestia, puedo asegurar que tanto la influencia que tuve sobre Tallien en Burdeos como la que ejercí durante la conjura contra Robespierre no era nada comparable con la que me proponía tener de ahí en adelante para ayudar a todos los que, como yo, tanto habían sufrido durante El Terror. Así me prometí hacerlo cuando el 12 de Thermidor pude por fin salir de prisión. Tallien en persona se presentó en La Force para liberarme. Y al abrir la puerta de mi celda, como en una galería de espejos que se replica, volvimos a vivir la misma escena que habíamos protagonizado ambos años atrás en la prisión bordelesa de Hâ. Sólo que ahora él se encontró con una Teresa mucho más desmejorada y pálida que la de la vez anterior. Una que, por mucho que había intentado poner al mal tiempo buena cara, acusaba en sus rasgos el haber vivido casi dos meses en compañía de ratas y gusanos y a escasas horas de la guillotina.

Sin embargo, a pesar de mis pocos kilos y de mi cara demacrada, a pesar también de que los dedos de mis pies mordisqueados denotaban el contumaz interés que habían despertado en las ratas de La Force, mi mayor preocupación de entonces era valerme de mi influencia con Tallien para lograr que liberara a todos mis compañeros de cautiverio. A Frenelle, naturalmente; a Violette, a quien tanto debía, y también a mi buena amiga Rose de Beauharnais. No me costó nada hacerlo y así, entre risas de Teresa Cabarrús y muchísimas lágrimas (en esta ocasión de alegría) de la futura emperatriz de Francia, ambas abandonamos abrazadas la prisión.

En la calle me esperaba una agradable y completamente imprevista sorpresa. A las puertas de la prisión se había reunido un buen número de ciudadanos para presenciar mi puesta en libertad. Eran momentos de enorme alegría y de infinito alivio, y este exaltado estado de ánimo fue sin duda la causa de lo que ocurrió a continuación; aquellas gentes comenzaron a aclamarnos a Tallien y a mí mientras reían y lloraban: «¡Viva Tallien! — decían-. ¡Viva Teresa!». Y yo, vestida pobremente con unas simples enaguas rotas y una camisa que mostraba mucho más que ocultaba, aún no podía creer tan súbito cambio de fortuna. Todos querían tocarme, besar mi mano, acariciar mi cabeza y mi pobre pelo trasquilado para facilitar el tajo de la guillotina. «¡Que Dios te bendiga, Nuestra Señora del Buen Socorro!», gritó entonces una voz utilizando el generoso apelativo con el que se me conocía en Burdeos, y alguien a su derecha se apresuró a corregirle: «No, aquí en París y a partir de ahora será para nosotros Nuestra Señora de Thermidor. ¡Sí, eso es, vive Notre–Dame de Thermidor!».

Yo les miraba intentando guardar cierta dignidad dentro de aquellas enaguas rotas y mi camisa deshilachada, pero tengo la impresión de que eran precisamente mi aspecto y mis pobres ropas lo que atraía a los allí congregados. «Mirad qué bella es–decían-, pero si parece un ángel salido de las tinieblas. Sí, ella es la verdadera Marianne. Es nuestra dama de la Revolución, nuestra dama de la nueva era. ¡Nuestra Señora de Thermidor!».

Fue así como las buenas gentes de París acuñaron para mí aquel nombre con el que querían significar, simultáneamente, su afecto por mi persona y el recuerdo de la fecha en que contribuí a liberar a Francia del Terror. Decían que yo, guiando la mano de Tallien desde la cárcel, encarnaba el fin del horror y el comienzo de la esperanza en un nuevo porvenir. Decían que no había otra mujer más buena, decían tantas cosas… Desde ese día, fuéramos donde fuéramos, al teatro, al Palais Royal, incluso paseando por la calle, Tallien y yo éramos recibidos con bendiciones, flores, abrazos. Y lo más curioso del caso es que el cariño de las buenas gentes se decantaba más por mí; en otras palabras, no por la mano que había acabado con Robespierre, sino por otra pequeña y secreta que, según ellos, había guiado a ésta desde la prisión: la de Nuestra Señora de Thermidor, un bello título sin duda y del que yo, sin creer merecerlo del todo, me sentía orgullosa. Uno, por lo demás que, de ahí en adelante, yo pretendía hacer aún más cierto ayudando a todos aquellos que me lo pidieran o de cuya desgracia tuviera conocimiento. Sin embargo, ya saben ustedes mi vena teatral: en cuanto me di cuenta de lo mucho que podía hacer por mis semejantes desde mi situación privilegiada, inmediatamente pensé en cómo procurarme un vestuario adecuado a mi nuevo papel. Uno tan llamativo como el que había utilizado en Burdeos, pero con todos los aderezos al gusto de la época que ahora alumbraba. Porque si la generosidad y el sentimentalismo de las gentes, las circunstancias o simplemente el azar me habían atribuido el papel de secreta fuerza motriz de aquel cambio de rumbo en la vida de Francia, no iba yo a defraudarlos.

Lo primero que tenía que hacer, sin embargo, era más prosaico y también más necesario. Se trataba de recuperar a mi hijo Théodore, que aún estaba en Burdeos con tío Dominique y, a ser posible, hacerme con algo de dinero. Mi situación financiera distaba de ser holgada; por eso, en la carta que le envié a mi tío le rogaba también que vendiera todas mis pertenencias en aquella ciudad, desde mi cabriolé hasta aquella guitarra española que acompañaba mis tardes en el hotel Franklin. Nunca estaba de más tomar estas prudentes medidas, pero yo tenía la secreta esperanza de que mis estrecheces económicas fueran sólo transitorias, al fin y al cabo, las perspectivas políticas no podían ser más favorables para Tallien y por tanto para mí. Él, como personaje del momento, bien podía aspirar ahora a las más altas responsabilidades, y así pareció confirmarlo el hecho de que por esas fechas lo nombraran nuevamente presidente de la Convención. Al saberlo, Tallien, como siempre, se mostró dubitativo.

— ¿Cómo lo haré? — decía-. Se necesita mucha destreza para permanecer al lado de los jueces cuando tantas razones tenemos Fouché, Barras y yo mismo para ser confundidos con los acusados. ¿Tú crees que la gente ha olvidado de veras lo que hice en Burdeos? ¿Y mi presencia en las Masacres de Septiembre? ¿Cuánto durará este estado de gracia?

— No tienes que pensar en eso ni un minuto–le contestaba yo-. Francia ha contraído contigo una deuda eterna. ¿No ves cómo la gente se sube a los bancos para aclamarnos en los teatros? ¿Y cómo nos aplauden y bendicen allá donde vamos? Lo único que debes hacer es dejarte llevar por la corriente que ahora nos es tan propicia.

A pesar de mi optimismo yo sabía que teníamos que ser extremadamente cautos, puesto que la situación distaba mucho de ser tranquila con las víctimas del Terror reclamando venganza y los jacobinos todavía con mucho poder en las instituciones. Aun así, ese «dejarse llevar» al que yo me refería parecía indicar que los nuevos vientos que soplaban favorecían un cierto giro a la derecha. Por eso me pareció oportuno que Tallien apoyara el relanzamiento de una publicación, L'Orateur du Peuple, que dirigía otro de los termidorianos, el ciudadano Fréron. Dirigido con el verbo y la audacia que los tiempos requerían, este periódico era devorado diariamente por un número enorme de lectores deseosos de saber cómo iba la «caza de los jacobinos». En voz baja se decía entonces que era Nuestra Señora de Thermidor quien inspiraba ciertos artículos contra Collot d'Herbois, por ejemplo, u otros antiguos aliados de Tallien en la conjura contra el Incorruptible, y no les faltaba razón. Lo hice porque, a pesar de la explosión de optimismo que se había producido con la caída de Robespierre, los objetivos políticos no estaban claros en absoluto. Y es que, como ocurre a menudo, cuando se unen diversas voluntades y tendencias políticas para derrocar a alguien, una vez logrado el objetivo, cada cual tenía una idea diferente sobre lo que era menester hacer a continuación. Todos, desde los moderados a los más revolucionarios deseaban ahora arrimar el ascua a su propia sardina y, a la vez, aprovechar tiempos revueltos para medrar sobre las ruinas del Terror.

Pero dejemos por un momento la política, que puede ser tan fatigosa, y salgamos a la calle a tomar un poco el aire y ver qué está pasando allí. Como antes he apuntado, cansada de tanto dolor y sufrimiento, la ciudad de París, y con ella toda Francia, lo único que deseaba era olvidar el pasado, divertirse, disfrutar. Quienes nunca han vivido un peligro inminente o una gran tragedia nada saben del poder curativo y redentor de la frivolidad. De este modo, y aunque parezca increíble, en muy poco tiempo la ciudad recobró gran parte de su antigua brillantez. Cada día se abrían, por ejemplo, nuevos salones de baile, hasta seiscientos en poco tiempo. También se lanzaban distintas modas en el vestir cada vez más estrafalarias, modas que desde un principio apostaron por arrinconar de un golpe la estética de los sans–culottes que antes las inspiraba. Todo lo que recordaba al Terror había que condenarlo al olvido. Adiós pues a ropas que recordaran a las de las clases más bajas; fuera picas, fuera mostachos y caras patibularias. ¿Por dónde irían ahora las tendencias? Todavía era demasiado pronto para saberlo con exactitud. Un día aparecía una actriz intentando aún emular a la diosa Razón; al día siguiente, una cantante–burlándose del fantasma de Robespierre–se presentaba ante su público con una réplica de la tantas veces mentada casaca azul pálido, o incluso cubierta de aquellas joyas que tan ocultas habían estado desde la toma de la Bastilla y que ahora comenzaban a reaparecer como por arte de magia. Porque otra constante de aquellos días era una verdadera necesidad de derrochar todo el dinero que cada uno tenía guardado sin pensar ni por un momento en el mañana. Si durante el Terror, y haciendo un ingenioso juego de palabras, se decía que on rougit d'être riche, «enrojecía o ruborizaba ser rico», ahora nadie se avergonzaba de tener dinero; al contrario, había que gastarlo y, sobre todo, exhibirlo con largueza. Y quien no contaba con él lo pedía prestado o lo robaba, daba igual, todos teníamos unas ganas enormes de despilfarrar aunque ello significara endeudarse o incluso la ruina. También por aquel entonces se desarrolló un gran interés por los negocios, la mayoría de índole poco clara. Y no había empacho alguno en embarcarse en sea cuales fuesen, porque los hombres que ahora mandaban en Francia, Barras, Fréron y también Tallien, no vacilaban en vender a buen precio bien su connivencia, bien su silencio. Fue por aquel entonces cuando comenzó a aparecer la llamada jeunesse dorée, o lo que es lo mismo, jóvenes burgueses, pequeños rentistas y comerciantes que se caracterizaban por mantener una lucha encarnizada contra los poderosos de ayer. Apoyados por la opinión pública, estos jóvenes airados se paseaban por las calles, los cafés y los teatros, no con picas ni con navajas (ellos detestaban a los sans–culottes), sino con un bastón que usaban sin miramientos. Y tendrían su himno, su propia Marsellesa, llamada Réveil du Peuple, cuyas estrofas estaban llenas de venganza y de sangre, sobre todo contra los jacobinos. Y es que hay que decir que en aquel mar revuelto que era París tras el Terror, los jacobinos no tardaron mucho en regresar a la primera fila. Porque, después de un momento inicial de miedo y desconcierto, aquellos temibles personajes volvieron a salir de las madrigueras en las que se habían refugiado tras la muerte de su amado ídolo. Ellos formaban una fuerza aún muy numerosa y también resentida porque se les había expulsado de la noche a la mañana de las comisiones en las que trabajaban y de las que cobraban un buen sueldo. A nadie le gusta quedarse sin medio de vida y, puesto que era gente intrigante, no les costó aprovechar el momento de desconcierto político para volver a reunirse.

Quedaba pues una obra de, digamos, salubridad pública que cumplir en esta nueva Francia que tanto deseaba divertirse y olvidar el Terror, y ésta era impedir que el fiel de la balanza se inclinara demasiado a la izquierda. Yo, desde luego, apoyaba a Tallien en este convencimiento, porque, ¿de qué servía haber acabado con Robespierre si una vez más su fantasma podía renacer entre los jacobinos? Por eso, una noche de Brumaire de 1794, es decir, de noviembre, en un momento en que la sesión del club de los jacobinos iba a comenzar, abriéndose paso en el lugar en que las habituales tricoteuses tomaban asiento, irrumpieron una treintena de jóvenes. Se trataba de un grupo de esa jeunesse dorée de la que vengo de hablar; y esos muchachos, armados con sus bastones, se apoderaron del recinto al tiempo que obligaban a los jacobinos a desfilar delante de ellos cubriéndoles de escupitajos e insultos. Por su parte, las tricoteuses, que se encontraban presenciando las sesiones entregadas a su perenne labor de aguja, fueron asidas violentamente y a continuación azotadas. Por fin una de ellas logró huir y avisar a las fuerzas del orden para que intervinieran, y fue entonces cuando uno de los revoltosos cayó gravemente herido. «¡He aquí otro al que han asesinado los jacobinos! — gritaron sus compañeros, y luego-: ¡Ellos han degollado a cien mil franceses!».

Después de este incidente y bajo la presión de la opinión pública, la Convención decretó el cierre del club de los jacobinos y que la llave fuera puesta bajo la vigilancia del comité. Cherchez la femme, la belle femme, volvieron a decir entonces los buenos ciudadanos de París, porque, una vez más, sería a Nuestra Señora de Thermidor a quien se atribuyese el mérito de esta decisión, y no seré yo quien los desmienta. Sí, fue idea mía asestar aquel golpe contra los jacobinos, y también, a través siempre de Tallien, tuve bastante influencia en otras dos o tres disposiciones de la Asamblea, como la amnistía a favor de La Vendée, que perdonaba a los primeros rebeldes que se alzaron contra el despotismo de París. También contribuí a la abolición del maximum y al hecho de que se permitiera el regreso de los émigrés y de los curas refractarios. De este modo, el fiel de la balanza, antes levemente inclinado a la izquierda, volvía a su lugar ideal en mi opinión, lo que bien puede decirse que fue otro triunfo de los termidorianos.

Sin embargo, como la famosa frase francesa de cherchez la femme sirve tanto para ensalzar a una mujer como para denostarla, no tardaron en salir a relucir–aparte de mi más que evidente influencia sobre Tallien–mi condición de ex aristócrata e hija de un banquero que era, nada menos, el hombre de confianza de un Borbón, Carlos IV de España. Comenzaron así a correr rumores que aseguraban que Teresa Cabarrús era agente de los realistas y que éstos, una vez muerto Robespierre, deseaban volver al Antiguo Régimen y restaurar la monarquía apoyados por la familia real española. Alguien se dedicó, por ejemplo, a propagar con muy mala fe que Nuestra Señora del Buen Socorro, una vez terminada su labor de vaciar las cárceles de aristócratas, se dedicaba a mantener secretas reuniones con el embajador de España y a conspirar usando los muy secretos canales de las logias masónicas a las que pertenecía su padre, el ahora conde de Cabarrús. Debo decir que al oír estos chismes me halagó la idea de que mis conciudadanos me tomaran por espía, y una de tan altos vuelos además, por lo que me dediqué a alentar en cierto modo los rumores. Durante un corto espacio de tiempo acaricié incluso la idea de escribir a mi padre o al señor Moratín para ver si existía alguna posibilidad de convertir en verdad lo que no eran más que murmuraciones, pero tuve que desistir. La guillotina seguía proyectando su muy larga sombra sobre todos nosotros, y la palabra «realista» era algo que aún se asociaba peligrosamente con la palabra «contrarrevolución» o, peor aún, con la traición. Al darme cuenta de mi error, en vano intenté rectificar, pero el bulo de mi condición de espía había alcanzado tal vuelo que Tallien se vio obligado incluso a tomar la palabra en la Convención para defender mi inocencia. Uno de los diputados, el ciudadano Duhem, le interpeló así durante una de las sesiones: «Los sans–culottes no pueden gozar de libertad de prensa porque nosotros no tenemos los dineros de la Cabarrús». Y Tallien, con la voz entrecortada por la ira y también por la pasión, como siempre que hablaba de mí, respondió esto que recoge Le Moniteur o diario de sesiones de la Cámara en el umbral del año 1795:

Es costoso para un representante del pueblo hablar de sí mismo ante una gran asamblea. Se ha hablado en esta Asamblea de una mujer. No hubiera creído que pudiese ocupar las deliberaciones de la Convención Nacional. Se ha hablado de la hija del conde de Cabarrús. Pues bien, yo declaro en medio de mis colegas, ante el pueblo que me escucha y ante el mundo entero, que esta mujer es mi esposa. [Aplausos repetidos] La conozco desde hace dieciocho meses, la he conocido en Burdeos; sus desgracias, sus virtudes, me hicieron estimarla y amarla. Llegada a París en tiempos de la tiranía y opresión fue perseguida y encarcelada. Un emisario del tirano fue a verla y le dijo: «Escribid que habéis conocido a Tallien como a un mal ciudadano y se os dará la libertad y un pasaporte para tierras extranjeras». Rechazó este vil medio y no salió de la cárcel hasta el 12 de Thermidor. Entre los papeles del tirano se encontró una nota para mandarla al cadalso. He aquí, ciudadanos, a la que he hecho mi esposa. [Aplausos].

Al leer estas líneas tal vez el lector se haga dos preguntas. Una: ¿era yo la esposa de Tallien? (no, pero tardaría muy poco en serlo), y dos: ¿cómo se atrevía la Cámara a atacar tan directamente a Tallien? ¿No era acaso el héroe del momento, aquel que había librado a Francia del más sangriento de los tiranos? En efecto, lo era. Pero también es cierto que Tallien se estaba convirtiendo muy rápidamente en algo tan incómodo e inútil como uno de esos aparatosos jarrones de Sévres que heredamos del pasado y luego no sabemos dónde acomodarlo en nuestra nueva y hermosa vida. Y es que he aquí la gran paradoja de Tallien como figura histórica. Si bien fue suya la mano que acabó con Robespierre, una vez terminado su cometido nadie podía olvidar cuán teñida de sangre estaba. Además, al fantasma de su pasado sangriento es menester sumar en su contra otro espectro igualmente incómodo que paseaba libre por las calles de París: me refiero a la sombra de la involución, o lo que es lo mismo, al temor a la vuelta de los tan denostados realistas, a quienes la gran mayoría de los ciudadanos consideraban responsables indirectos de tanta sangre derramada inútilmente. Y a esos dos espectros hay que unir además un tercero: el hecho de que, tras la muerte del tirano, el ala derecha de la Convención, la más conservadora, había ganado demasiado terreno, algo que los jacobinos, que se consideraban el alma de la Revolución, no podían consentir.

REUNIONES MUNDANAS

Mientras todos estos nuevos y oscuros nubarrones comenzaban a formarse sobre nuestro horizonte, yo por mi parte hacía considerables esfuerzos por mantenerme en el siempre difícil filo de la navaja. Dicho de otro modo: mi intención era contribuir a apaciguar en lo posible los ánimos políticos y, al mismo tiempo, unirme a los que deseaban divertirse después del Terror. Tras mi salida de La Force, Tallien y yo nos habíamos ido a vivir a La Chaumiére, que en español significa choza, una gran casa falsamente rústica con ladrillos desgastados y recubiertos de flores trepadoras, todo muy bucólico, muy del gusto de aquellos que todavía amaban la estética campestre propugnada por Rousseau. Estaba situada cerca de la que más tarde se conocería como la Avenue Montaigne, próxima a los Champs–Élysées, y allí comencé a recibir de nuevo a mis amigos intentando hacerlo con tanto calor y hospitalidad como antes de la Revolución en mi amada casa de Fontenay–aux–Roses. Para ello recuerdo que procuraba, por ejemplo, que siempre hubiera un fuego encendido en la chimenea, incluso durante los meses calurosos. Lo hacía no sólo porque así se creaba una sensación muy acogedora, cosy, que dicen los ingleses, sino también porque una temperatura templada permitía que tanto yo como mis amigas vistiéramos de acuerdo a la nueva moda surgida tras el fin del Terror. Ésta consistía en vestidos de gasa, finas muselinas transparentes, también escotes de vértigo y aberturas en las faldas hasta el muslo, inspirado todo ello en las túnicas romanas y griegas. A mis fiestas acudía lo mejor de cada casa, lo que, en los tiempos en que vivíamos, comprendía a invitados de procedencia muy diversa. Por un lado estaban los viejos títulos nobiliarios que habían logrado salvar el cuello de la Louisette, así como los llamados émigrés, es decir, aquellos que, una vez muerto el Incorruptible, regresaron de su exilio en tierras extranjeras. Por otro, estaban los vencedores del momento, los héroes de la República, y creo que vale la pena detenernos unos minutos para describir ambos grupos y conocer sus nombres. Entre los femeninos del primer grupo destacaban sobre todo dos: el de una vieja amiga y el de una reciente, me refiero a madame de Staël y a Rose de Beauharnais. De Germaine de Staël he hablado en ocasiones anteriores, pero me gustaría dedicarle unas líneas más por ser mujer tan singular. Era, como ya sabemos, hija del acaudalado ministro Necker y dueña de una aguda inteligencia así como de un físico algo caballuno, lo que no le impedía ser admirada por todos. Bueno, por todos no. Si bien tuvo por amantes a hombres tan destacados como Talleyrand, y el poeta Schiller dijo de ella que su lengua era «de una brillantez y agilidad fuera de lo común», Goethe, en cambio, que la conocería hacia 1803, era fanático ma non troppo. Se dice que, cada vez que Germaine anunciaba su visita, desaparecía por una puerta o incluso por una ventana, porque encontraba su brillante conversación «pesadísima». Comprenderá el lector que, con estos atributos, Germaine de Staël en ningún modo competía con esta servidora de todos ustedes; al contrario, nos complementábamos admirablemente. Ella brillaba durante los prolegómenos de una reunión con sus agudas reflexiones y sus comentarios sarcásticos sobre temas políticos y yo resplandecía durante el resto de la velada, cuando ya el vino y la buena compañía hacían que los caballeros se interesaran por atributos menos… filosóficos, digamos. En cuanto a Rose de Beauharnais, nuestra amistad estaba cimentada en horas de compartida penuria y yo sentía por ella un verdadero afecto. Así, desde el día de nuestra salida de la cárcel, dediqué mucho tiempo a intentar refinar sus dones naturales y a corregir, en lo posible, su falta de mundo. Y es que ella me había confiado como gran secreto que su difunto marido se avergonzaba tanto de sus modales provincianos y de su falta de refinamiento que solía dejarla en casa cuando tenía una reunión mundana. Sin embargo, Rose resultó ser una alumna aplicada, y con muy poca ayuda por mi parte no tardó en hacerse experta en tan sofisticadas artes como comer escargots o decantar oporto del modo que más agradaba a los caballeros. Ella, a cambio, me enseñó dos trucos muy buenos originarios de su tierra. Según Rose, compartir con los caballeros su cajita de rapé era ceremonia muy del gusto masculino. El tabaco picado no me gustaba en absoluto, pero Rose solía perfumar el suyo con un polvillo antillano que, por lo visto, enardecía algo más que las pituitarias. El segundo truco de Rose, también originario de las Antillas, estaba relacionado con el peinado. Después de nuestra experiencia carcelaria, todas las que habíamos pasado por semejante trance lucíamos cabellos cortos o muy poco vistosos, ya fuera a causa de la sarna o con ánimo de curar la proliferación de piojos y chinches que se habían convertido en nuestros indeseados huéspedes. Para ocultar dicha circunstancia, Rose me introdujo en el fascinante mundo de los adornos capilares de las criollas, que conocían una y mil formas de vestir sus cabezas. Me enseñó desde un curioso arte que consistía en entretejer el pelo propio con mechones postizos y al que llaman «alargamientos» hasta muy variadas maneras de llevar turbante. Si a esto unimos la moda criolla en el vestir, con suaves muselinas transparentes y sensuales así como esclavas de oro para lucir tanto en las muñecas como en los tobillos, puede decirse que la inspiración martiniquesa de Rose hizo mucho por mejorar el aspecto físico de todas nosotras, las recién salidas del infierno.

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En cuanto a los caballeros que frecuentaban mi casa de La Chaumiére, además de los aristócratas y émigrés, el elemento masculino se completaba con otros tipos de hombres a los que podemos dividir en dos grupos: uno, el de los artistas, como los afamados compositores Auber y Cherubini; y dos, el de los políticos. Curiosamente, uno de los hommes politiques más astutos e inteligentes de todos los tiempos, el maestro de títeres experto en mover los hilos desde la sombra y que, junto a Tallien, había propiciado la caída del Incorruptible, estaba fuera de escena en ese momento. Me refiero a Joseph Fouché, antiguo carnicero de Lyon. Pero es que se da la circunstancia de que el futuro duque de Otranto había intentado por aquel entonces conspirar contra Tallien y el resto de los termidorianos y le salió mal la jugada. Por eso, y de momento, tras su desliz y como buen topo o hurón que era, Fouché hibernaba a la espera de que luciese de nuevo un sol más propicio.

En su ausencia, los que por entonces dominaban la escena política eran el resto de los termidorianos. Junto a Tallien, este grupo estaba formado por personajes tan dispares como el girondino Louvet, el escurridizo Siéyes, el imprevisible Fréron o el distinguido Barras. Juntos capitaneaban lo que se dio en llamar la jeunesse dorée. Y quien mejor encarnaba a estos jóvenes dorados era, curiosamente, alguien, que ya había traspasado la barrera de los cuarenta años. Me refiero a Barras, quien poco a poco se iba convirtiendo en una estrella emergente mientras menguaba, mucho me temo, la de Tallien.